Néstor Caballero
Sentado
sobre la moqueta beige de la biblioteca, aguardo el retorno de las musas. Ante mis
ojos titila inmisericorde el cursor del procesador de texto que estoicamente espera
la inserción del próximo carácter. No se escuchan más que el zumbido del aire
acondicionado y los reiterados maullidos de Napoleón, que no tiene empacho en vocalizar
su enojo por la falta de atención que a esta altura me cuesta justificar ya que
han transcurrido casi noventa minutos desde la última palabra que escribí. Soy
un fraude. ¿Por qué creí que podría narrar esta historia? Desconozco a su
protagonista, ¿qué lo impulsa a degollar a sus víctimas? Carezco de imaginación
para describir sensaciones tan retorcidas, y tampoco las experimentaría solo
para escribir una novela de suspenso.
¿O sí?
Fue Agente,
tras comunicarme las magras ventas de mi última novela, quien me sugirió que
probara con una historia más controvertida. Accedí porque era casi una orden de
la editorial, que debía cumplir para permitirme seguir publicando libros.
Que fiasco
me llevé al buscar inspiración en la narrativa contemporánea de suspenso. Casi
todo lo que leí se ceñía a una fórmula tan predecible que al alcanzar tan sólo la
mitad de la historia ya podía vaticinar quien sería el asesino, o cómo lo
atraparían. Tendría que esforzarme para escapar de ese esquema.
La
editorial supuso que sería una buena estratagema publicitaria anunciar la venta
de mi alma con un evento para el cual debía proveer por lo menos el título de
la próxima novela y un bosquejo de su trama. No se me ocurrió nada.
Durante
días procuré armar el esqueleto de una historia que guardara un mínimo de
lógica y respetara a la vez la inteligencia del lector, pero los personajes que
esbozaba eran caricaturescos in extremis.
Poco antes
del evento le confesé a Agente lo que me ocurría. Estábamos en un bar, y la
bebida espirituosa contribuía a soltar mi lengua. Tras escucharme sin decir
palabra, Agente me mostró un recorte de periódico en el que aparecía un rostro joven
de aspecto enigmático cuyo dueño estaba siendo acusado de haber degollado, en
por lo menos cinco ciudades y durante un periodo de dieciocho meses, a varias prostitutas.
Fue descubierto porque la que hubiera sido su última víctima sabía defensa
personal y pudo doblegarlo fácilmente. Portaba la navaja en cuya hoja se
encontraron rastros de ADN de por lo menos tres víctimas. Ahora guardaba
reclusión en la prisión municipal, en espera de su juicio. La evidencia en su
contra era incontestable, lo que hacía suponer una condena a cadena perpetua.
«Ángel en el abismo». Un adolescente que asesina a todas las mujeres que lo rechazan, empezando
por su madre. Lo balbuceé como en un trance me señaló Agente durante el evento,
que fue todo un éxito ya que al día siguiente las páginas culturales de casi
todos los periódicos hablaban de mi arriesgada propuesta.
Obviamente
no faltaron detractores que vaticinaban el fin de mi carrera profesional, pero sus
comentarios apenas resquebrajaban mi ánimo… salvo el de Crítico, que siempre
lograba sacarme de quicio. Avizoro escenas de alto contenido sexual (con este
género puede permitírselo) burdamente descritas e insertas en una trama que
probablemente «tomará
prestados»
elementos de los últimos éxitos del género, un pastiche, que marcará -si la
fortuna nos es favorable- el postrero respiro narrativo de un autor al que hace
rato se le ha agotado su cuarto de hora. Esto escribió el gordo afeminado hijo
de su putísima madre. Podía imaginármelo con su vocecita amariconada escupiéndole
la diatriba a su secretaria, ya que era bien sabido que él no podía escribir debido
a que sus dedos rechonchos siempre apretaban más teclas de las que quería, esos
mismos dedos que me causaron repulsión la única vez que nos estrechamos las
manos. Fue para una entrevista promocional de mi cuarta novela, y durante la
media hora de conversación, se pasó tirándome insultos velados que guardaban
más relación con mi vida íntima que con el material de la obra, sobre todo con
la leyenda que desde la publicación de mi tercer trabajo había empezado a
correr tanto en los círculos literarios como en los pasquines faranduleros, y
que decía que cada vez que emprendía una aventura literaria, simultáneamente iniciaba
un romance con una celebridad del momento (modelo, presentadora de televisión,
deportista) que se extendía casi exactamente lo que me tardaba en terminar el
primer borrador, haciéndome quedar como un libertino que botaba a sus amantes a
la basura una vez que habían cumplido su propósito. Tras leer el artículo publicado
me apersoné en su oficina, que apestaba a cigarro y vino barato. ¡¿Acaso es un
pecado escribir sobre lo que uno siente?! ¡¿Es qué ya no se puede uno enamorar
y escribir sobre ello?! ¡Vos seguramente lo único que sentís es envidia y rabia
porque puedo ganarme la vida escribiendo y además tengo a mujeres atractivas que
me desean! Tan pronto como dije esto, supe que me había sobrepasado. La falacia
ad hominem es siempre el recurso de
los simplones. Esperé a que Crítico lanzara su réplica, pero se limitó a contemplarme
durante un par de minutos sin decir nada. Luego, sacó su celular del bolsillo y
me hizo escuchar todo lo que le había gritado. El muy mierda me sonreía. Salí
de su cuchitril tan rápido como había entrado, seguro de que al día siguiente
leería cada una de las líneas de mi exabrupto. Sin embargo, debo reconocer en
su favor que no publicó nada de lo que ocurrió esa mañana.
Un mes
después de ese patético episodio, empecé a entrar en pánico porque el borrador
de la novela no avanzaba de sus primeras diez páginas. Todo lo que escribía me
resultaba chato, unidimensional. Fallaba en la construcción del protagonista,
lo hacía demasiado macabro y suponía que sus ansias de matar eran consecuencia
de profundas frustraciones sexuales. En síntesis, una mierda de personaje.
Agente
me sugirió que entrevistara a Asesino.
Este me
aguardaba en su celda, que no tenía nada de particular, sentado en una silla de plástico colocada
frente a un inodoro. No vestía uniforme de prisión sino jeans gastados, remera
blanca y zapatillas de cuero. Un guardia me acercó otra silla que ubicó a escasa
distancia del preso, tras lo cual salió de la habitación, permaneciendo en el
pasillo durante toda la entrevista.
Como
las autoridades penitenciarias solo me habían concedido treinta minutos, tan
pronto como me acomodé, le pregunté qué sentía cuando le quitaba la vida a otro
ser humano. Sudaba profusamente, aunque no hacía calor. La voz me salía rasposa
y su tono era titubeante. Asesino no se manifestaba de ninguna manera. Todo en
él permanecía apático. Pensé que se mantendría callado durante toda mi estadía,
y que tendría que volver a casa sin haber logrado nada, pero después de cinco
minutos empezó a hablar con una voz suave pero casi atonal, utilizando
expresiones que denotaban un nivel de educación superior.
Yo
escribía frenético en un minúsculo cuaderno que había llevado para la ocasión,
y mientras lo hacía no podía detenerme a pensar en lo enfermizo de todo lo que
me estaba diciendo. Solo después de llegar a mi apartamento, darme una ducha, y
escuchar un poco de música, pude leer sus declaraciones. Se me helaron las
venas.
No
sentía nada, creo. Mire, antes de esos momentos generalmente me aburría horrores,
¿entiende? Recuerdo que un día estaba en casa, habré tenido siete u ocho años,
y ya había jugado con todos los autitos y soldaditos. Mis padres no me
prestaban ninguna atención. Decidí entonces jugar con el gato de mamá, pero después
de un rato también me aburrí, así que pensé que sería divertido quitarle un ojo.
Más que la acción en sí, me satisfizo la reacción de mis padres. Gritaban y se
agarraban las cabezas con las manos. Mamá se agachó para verificar el daño que
había causado, me gritaba que estaba loco, que era el demonio. Eso sí fue muy interesante.
No obstante, comprendí que sería más conveniente si me divertía en secreto, por
lo que empecé a rondar por las calles del vecindario en busca de animales
callejeros, pero sobre todo de gatos, porque a los perros me resultaba más difícil
hacerles cosas. Sus miradas tristonas parecían conminarme a que los tratase con
piedad.
Mientras
leía, Napoleón reposaba sobre mi regazo, y casi sin pensar empecé a acariciar
su lomo de una manera mecánica con la mano izquierda, mientras que la derecha
se iba cerrando alrededor de su cuello, presionándolo un poco primero, luego
con más intensidad, hasta que empezó a maullar de forma lastimera. Un arañazo
en la cara me obligó a soltarlo. Fui al baño para desinfectar la herida, pero no
pude reconocer al tipo que me miraba desde el espejo. Me lavé la cara con agua
muy fría y luego me acosté, pero cuando ya estaba dormitando, me levanté de
golpe, fui al escritorio, abrí la laptop
y escribí lo que había hecho en una página y media que me pareció lo mejor que
había redactado en muchos años. Releí lo poco que había escrito una infinidad
de veces, disfrutando del ritmo cadencioso de las palabras que parecían bailar
en mi lengua, de la sutil descripción de la biblioteca que, de un lugar seguro,
fue transformándose en una caverna oscura donde mi alma agitada casi comete una
aberración.
Al día
siguiente, le mostré a Agente lo que había escrito. Me preguntó dónde estaba el
resto y cuando le dije que eso era todo, me suplicó que volviera a entrevistar
a Asesino. Por una vez, me rehusé a seguir su sugerencia. Estaba convencido de
que había dado finalmente con el alma perturbada de mi protagonista. Solo tenía
que plasmar en las páginas toda esa amalgama de emociones retorcidas y
sentimientos de placer carentes de toda culpa y redención que se habían
agolpado en mi mente mientras ahorcaba al gato.
No
volví a escribir nada significativo durante varios meses, la memoria emocional
del suceso parecía haberse borrado.
Agente
estaba preocupado. Como sabía que no iba a volver con Asesino, me sugirió que
intentara matar a alguien. Languidecíamos en otro bar, y esta vez era él quien
se estaba pasando de copas. Yo lo veo muy fácil, elegís una víctima casual, la
seguís por un tiempo, una noche que salga sola y tenga la mala suerte de pasear
por alguna calle vacía, sacás una navaja y le cortás la garganta. Pero
asegurate de cortarle de oreja a oreja para que sea rápido y no sufra tanto, e inmediatamente
después de huir de la escena, escribí todo lo que sentiste mientras veías como
la sangre brotaba a borbotones de la yugular destrozada. Sencillo es.
Cuando
lo dejé en su departamento, me pidió que no lo tomara en serio. Estoy muy en
pedo, Escritor. Vos me conocés bien, sabés que jamás se me ocurriría
recomendarte algo así solo para vender más libros… aun cuando los réditos de
ese sacrificio podrían ser siderales, sí señor, estamos hablando no de seis ni
de siete, sino de ocho ceros. Es cierto que te conozco Agente, sé que también te
estás jugando la carrera con esta apuesta. Sé que soy tu cliente favorito, no
tanto porque te caigo bien, ni porque aprecies de sobremanera mis sutiles
chispazos de humor inglés, sino porque soy esa rara clase de autor que puede
sacar un libro exitoso por año, e incluso dos en años inspirados. Y eso es billete
seguro para mantener el lujo que te esclaviza. Tal vez no te atrevas a pedirme
algo tan extremo, pero estoy seguro de que me dejarías caer en el abismo si eso
te reditúa…
Lo que
no entiende Agente, y lo que no podría explicarle aun cuando quisiera, es que
no puedo elegir a una víctima cualquiera. Eso lo entendí cuando apretaba el
cuello de Napoleón. Lo que me daba placer era precisamente que podía hacerle
eso a alguien que conocía muy bien. No soy como Asesino, no mataría jamás por aburrimiento.
Mataría por poder. ¿Acaso esto me hace un monstruo? ¿Seré peor que Asesino? En
realidad he descubierto que todo lo que pueda pensar al respecto está mucho más
allá de la simple dicotomía entre el bien y el mal.
Estoy
cansado. Otra jornada sin escribir casi nada. Estimo que ya es hora de abrazar la
idea de que tal vez este relato negro permanezca inconcluso sine die. Tal vez deba volver a lo que
conozco, aunque no estoy seguro de poder revivir a mi Lord Byron. La idea del
amor como fuerza propulsora de nuestra existencia ahora me parece absurda. Tal
vez sea el tedio, o el placer malsano. Lo ignoro, pero la idea de narrar una
historia rosa me resulta repulsiva. Mejor descanso, todo emergerá con otra luz
por la mañana.
Suena
una notificación cuando estoy por apagar el equipo. Es un correo de Agente,
aunque más que correo parece un telegrama electrónico. Tenés que leer esto
ahora… y hacer algo al respecto. Cliqueo el link adjunto que me dirige a la
página web del diario de Crítico, y más específicamente a su columna literaria.
Durante meses hemos estado aguardando, con gradual interés, novedades sobre el
tan mentado proyecto de Escritor, pero fuentes fidedignas me informan que
nuestro sensiblero preferido ha encontrado numerosos obstáculos en su quijotesca
empresa por transmutar sus cursilerías de telenovela mexicana en un relato de
suspenso coherente. Incluso se ha visto obligado a recurrir al famoso Asesino
para recabar material, visitándolo en prisión repetidas veces. Al parecer, ha
surgido entre ambos una amistad impensada, cuyos frutos lastimosamente nuestro
gallardo prosista todavía no ha podido recoger. Si estás leyendo estas líneas,
amigo Escritor, no te desanimes. Siempre podrás encontrar maduritas que
recibirán con gozo cualquier cliché que escupas en tu nuevo romance. Porque es
seguro que vuelvas a eso. ¿Cierto? Hasta la próxima, queridos lectores, y sobre
todo mucha suerte Escritor. P.D. Si quieres hablar al respecto, te espero en mi
oficina, la misma que atropellaste la última vez que escribí sobre ti, pero por
favor, te pido que esta vez no sucumbas a tus impulsos violentos contra mi frágil
persona, a fin de poder entablar un diálogo constructivo que, estoy seguro,
será muy provechoso para ambos. Hola Agente, ¡me podés explicar qué mierda es esto! Sólo fui una vez a la cárcel, ¡no
tenemos ninguna puta relación! ¿Cómo hizo este obeso invertido para saber que
estoy teniendo problemas con la novela? ¡¿Qué vos le dijiste?! ¡¿Y para qué
puta hiciste eso?! Ahh, no era tu intención, solo se toparon en un banco y te
preguntó por mí casualmente. ¡Pero si serás idiota! ¿Cómo pudiste contarle
todo? ¿Qué se te pasó por la cabeza para hacer eso? Y encima ahora me pedís,
no, me exigís que haga algo al respecto. Bueno, por eso no te preocupes, que
ese mierda me va a escuchar. Corto la comunicación sin darle tiempo a que se
siga disculpando. Paso a buscar algo de la cocina y salgo como un torrente del
departamento.
Primero
pienso en repetir mi exabrupto de la vez pasada, pero eso no bastará para
calmar mis ánimos. Siento que toda la sangre fluye hacia mis manos. Mientras
camino oigo mi respiración, cualquiera de los transeúntes podría oír
exhalaciones tan sonoras. Paso frente a una bodega, me detengo y compro una
botella de vino barato. Su olor me lleva al tabuco de Crítico, a los trastos
que lo anegan, al escritorio de tienda de empeño, y sobre todo a él, a sus
muecas asquerosas, sus manitas de cerdo, su mirada displicente de sabio conocedor.
Tomo uno, dos, siete tragos y arrojo la botella en la vereda. Ya estoy cerca,
pero no pienso entrar a su oficina. ¿Y si no se encuentra allí? De pronto la
idea parece tan lógica que me detengo de súbito. Casi nadie trabaja un viernes
a la noche, salvo que estés tan alienado del mundo que tu oficina sea tu hogar.
Y estoy seguro de que Crítico se ajusta a ese perfil. Continúo. No se ve a
ningún portero en la entrada. Subo las escaleras con mucho cuidado, no pretendo
hacer notar mi presencia. Llego a su piso y, en efecto, veo que hay luz en su
oficina. Vuelvo a bajar y lo espero, aunque no estoy tan convencido de que
salga. Tal vez prefiera pernoctar en su cuchitril aguardando el fin de su
resaca. Pero a la hora, y como lo preví, trastrabilla cada tres pasos. Lo sigo
a una distancia prudente. Parece tan borracho que probablemente no me perciba,
aunque marche a su diestra. Caminamos tres cuadras y entonces toma un desvío
del camino principal. Se mete en un callejón. Yo apresuro el paso para no
perder el contacto visual. Me asomo a la boca del callejón y lo veo meando
contra una pared. Con mucho cuidado me acerco, no puede verme porque está de
espaldas y el repiqueteo de la orina tapa el ruido de mis pasos. Extraigo la
navaja que llevo en el bolsillo interior de mi chaqueta y con un rápido
movimiento lo agarro por los cabellos, tiro hacia atrás su cabeza y le rebano
el cuello. Crítico se da vuelta y me mira confuso, sus manos están cubiertas de
la sangre que mana a borbotones de su cogote y tratan de cubrir la herida, pero
es en vano. La visión de su rostro me lanza a un nuevo arrebato. Pierdo la
cuenta de las veces en que hundo la hoja filosa en su prominente barriga.
Después de la última cae a mis pies. Tras comprobar que no hay nadie que nos
observe desde la boca del callejón, guardo el cuchillo y me retiro del lugar.
Al llegar a casa me baño, y me acuesto desnudo. El sueño no tarda en llegar, es
profundo y liberador, sin pesadillas.
Hoy
escribo casi cuarenta páginas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario