viernes, 2 de julio de 2021

El abismo que nos seduce

 Néstor Caballero


Sentado sobre la moqueta beige de la biblioteca, aguardo el retorno de las musas. Ante mis ojos titila inmisericorde el cursor del procesador de texto que estoicamente espera la inserción del próximo carácter. No se escuchan más que el zumbido del aire acondicionado y los reiterados maullidos de Napoleón, que no tiene empacho en vocalizar su enojo por la falta de atención que a esta altura me cuesta justificar ya que han transcurrido casi noventa minutos desde la última palabra que escribí. Soy un fraude. ¿Por qué creí que podría narrar esta historia? Desconozco a su protagonista, ¿qué lo impulsa a degollar a sus víctimas? Carezco de imaginación para describir sensaciones tan retorcidas, y tampoco las experimentaría solo para escribir una novela de suspenso.

¿O sí?

Fue Agente, tras comunicarme las magras ventas de mi última novela, quien me sugirió que probara con una historia más controvertida. Accedí porque era casi una orden de la editorial, que debía cumplir para permitirme seguir publicando libros.

Que fiasco me llevé al buscar inspiración en la narrativa contemporánea de suspenso. Casi todo lo que leí se ceñía a una fórmula tan predecible que al alcanzar tan sólo la mitad de la historia ya podía vaticinar quien sería el asesino, o cómo lo atraparían. Tendría que esforzarme para escapar de ese esquema.

La editorial supuso que sería una buena estratagema publicitaria anunciar la venta de mi alma con un evento para el cual debía proveer por lo menos el título de la próxima novela y un bosquejo de su trama. No se me ocurrió nada.

Durante días procuré armar el esqueleto de una historia que guardara un mínimo de lógica y respetara a la vez la inteligencia del lector, pero los personajes que esbozaba eran caricaturescos in extremis.

Poco antes del evento le confesé a Agente lo que me ocurría. Estábamos en un bar, y la bebida espirituosa contribuía a soltar mi lengua. Tras escucharme sin decir palabra, Agente me mostró un recorte de periódico en el que aparecía un rostro joven de aspecto enigmático cuyo dueño estaba siendo acusado de haber degollado, en por lo menos cinco ciudades y durante un periodo de dieciocho meses, a varias prostitutas. Fue descubierto porque la que hubiera sido su última víctima sabía defensa personal y pudo doblegarlo fácilmente. Portaba la navaja en cuya hoja se encontraron rastros de ADN de por lo menos tres víctimas. Ahora guardaba reclusión en la prisión municipal, en espera de su juicio. La evidencia en su contra era incontestable, lo que hacía suponer una condena a cadena perpetua.

        «Ángel en el abismo». Un adolescente que asesina a todas las mujeres que lo rechazan, empezando por su madre. Lo balbuceé como en un trance me señaló Agente durante el evento, que fue todo un éxito ya que al día siguiente las páginas culturales de casi todos los periódicos hablaban de mi arriesgada propuesta.

Obviamente no faltaron detractores que vaticinaban el fin de mi carrera profesional, pero sus comentarios apenas resquebrajaban mi ánimo… salvo el de Crítico, que siempre lograba sacarme de quicio. Avizoro escenas de alto contenido sexual (con este género puede permitírselo) burdamente descritas e insertas en una trama que probablemente «tomará prestados» elementos de los últimos éxitos del género, un pastiche, que marcará -si la fortuna nos es favorable- el postrero respiro narrativo de un autor al que hace rato se le ha agotado su cuarto de hora. Esto escribió el gordo afeminado hijo de su putísima madre. Podía imaginármelo con su vocecita amariconada escupiéndole la diatriba a su secretaria, ya que era bien sabido que él no podía escribir debido a que sus dedos rechonchos siempre apretaban más teclas de las que quería, esos mismos dedos que me causaron repulsión la única vez que nos estrechamos las manos. Fue para una entrevista promocional de mi cuarta novela, y durante la media hora de conversación, se pasó tirándome insultos velados que guardaban más relación con mi vida íntima que con el material de la obra, sobre todo con la leyenda que desde la publicación de mi tercer trabajo había empezado a correr tanto en los círculos literarios como en los pasquines faranduleros, y que decía que cada vez que emprendía una aventura literaria, simultáneamente iniciaba un romance con una celebridad del momento (modelo, presentadora de televisión, deportista) que se extendía casi exactamente lo que me tardaba en terminar el primer borrador, haciéndome quedar como un libertino que botaba a sus amantes a la basura una vez que habían cumplido su propósito. Tras leer el artículo publicado me apersoné en su oficina, que apestaba a cigarro y vino barato. ¡¿Acaso es un pecado escribir sobre lo que uno siente?! ¡¿Es qué ya no se puede uno enamorar y escribir sobre ello?! ¡Vos seguramente lo único que sentís es envidia y rabia porque puedo ganarme la vida escribiendo y además tengo a mujeres atractivas que me desean! Tan pronto como dije esto, supe que me había sobrepasado. La falacia ad hominem es siempre el recurso de los simplones. Esperé a que Crítico lanzara su réplica, pero se limitó a contemplarme durante un par de minutos sin decir nada. Luego, sacó su celular del bolsillo y me hizo escuchar todo lo que le había gritado. El muy mierda me sonreía. Salí de su cuchitril tan rápido como había entrado, seguro de que al día siguiente leería cada una de las líneas de mi exabrupto. Sin embargo, debo reconocer en su favor que no publicó nada de lo que ocurrió esa mañana.

Un mes después de ese patético episodio, empecé a entrar en pánico porque el borrador de la novela no avanzaba de sus primeras diez páginas. Todo lo que escribía me resultaba chato, unidimensional. Fallaba en la construcción del protagonista, lo hacía demasiado macabro y suponía que sus ansias de matar eran consecuencia de profundas frustraciones sexuales. En síntesis, una mierda de personaje.

Agente me sugirió que entrevistara a Asesino.

Este me aguardaba en su celda, que no tenía nada de particular,  sentado en una silla de plástico colocada frente a un inodoro. No vestía uniforme de prisión sino jeans gastados, remera blanca y zapatillas de cuero. Un guardia me acercó otra silla que ubicó a escasa distancia del preso, tras lo cual salió de la habitación, permaneciendo en el pasillo durante toda la entrevista.

Como las autoridades penitenciarias solo me habían concedido treinta minutos, tan pronto como me acomodé, le pregunté qué sentía cuando le quitaba la vida a otro ser humano. Sudaba profusamente, aunque no hacía calor. La voz me salía rasposa y su tono era titubeante. Asesino no se manifestaba de ninguna manera. Todo en él permanecía apático. Pensé que se mantendría callado durante toda mi estadía, y que tendría que volver a casa sin haber logrado nada, pero después de cinco minutos empezó a hablar con una voz suave pero casi atonal, utilizando expresiones que denotaban un nivel de educación superior.

Yo escribía frenético en un minúsculo cuaderno que había llevado para la ocasión, y mientras lo hacía no podía detenerme a pensar en lo enfermizo de todo lo que me estaba diciendo. Solo después de llegar a mi apartamento, darme una ducha, y escuchar un poco de música, pude leer sus declaraciones. Se me helaron las venas.

No sentía nada, creo. Mire, antes de esos momentos generalmente me aburría horrores, ¿entiende? Recuerdo que un día estaba en casa, habré tenido siete u ocho años, y ya había jugado con todos los autitos y soldaditos. Mis padres no me prestaban ninguna atención. Decidí entonces jugar con el gato de mamá, pero después de un rato también me aburrí, así que pensé que sería divertido quitarle un ojo. Más que la acción en sí, me satisfizo la reacción de mis padres. Gritaban y se agarraban las cabezas con las manos. Mamá se agachó para verificar el daño que había causado, me gritaba que estaba loco, que era el demonio. Eso sí fue muy interesante. No obstante, comprendí que sería más conveniente si me divertía en secreto, por lo que empecé a rondar por las calles del vecindario en busca de animales callejeros, pero sobre todo de gatos, porque a los perros me resultaba más difícil hacerles cosas. Sus miradas tristonas parecían conminarme a que los tratase con piedad.

Mientras leía, Napoleón reposaba sobre mi regazo, y casi sin pensar empecé a acariciar su lomo de una manera mecánica con la mano izquierda, mientras que la derecha se iba cerrando alrededor de su cuello, presionándolo un poco primero, luego con más intensidad, hasta que empezó a maullar de forma lastimera. Un arañazo en la cara me obligó a soltarlo. Fui al baño para desinfectar la herida, pero no pude reconocer al tipo que me miraba desde el espejo. Me lavé la cara con agua muy fría y luego me acosté, pero cuando ya estaba dormitando, me levanté de golpe, fui al escritorio, abrí la laptop y escribí lo que había hecho en una página y media que me pareció lo mejor que había redactado en muchos años. Releí lo poco que había escrito una infinidad de veces, disfrutando del ritmo cadencioso de las palabras que parecían bailar en mi lengua, de la sutil descripción de la biblioteca que, de un lugar seguro, fue transformándose en una caverna oscura donde mi alma agitada casi comete una aberración.

Al día siguiente, le mostré a Agente lo que había escrito. Me preguntó dónde estaba el resto y cuando le dije que eso era todo, me suplicó que volviera a entrevistar a Asesino. Por una vez, me rehusé a seguir su sugerencia. Estaba convencido de que había dado finalmente con el alma perturbada de mi protagonista. Solo tenía que plasmar en las páginas toda esa amalgama de emociones retorcidas y sentimientos de placer carentes de toda culpa y redención que se habían agolpado en mi mente mientras ahorcaba al gato.

No volví a escribir nada significativo durante varios meses, la memoria emocional del suceso parecía haberse borrado.

Agente estaba preocupado. Como sabía que no iba a volver con Asesino, me sugirió que intentara matar a alguien. Languidecíamos en otro bar, y esta vez era él quien se estaba pasando de copas. Yo lo veo muy fácil, elegís una víctima casual, la seguís por un tiempo, una noche que salga sola y tenga la mala suerte de pasear por alguna calle vacía, sacás una navaja y le cortás la garganta. Pero asegurate de cortarle de oreja a oreja para que sea rápido y no sufra tanto, e inmediatamente después de huir de la escena, escribí todo lo que sentiste mientras veías como la sangre brotaba a borbotones de la yugular destrozada. Sencillo es.

Cuando lo dejé en su departamento, me pidió que no lo tomara en serio. Estoy muy en pedo, Escritor. Vos me conocés bien, sabés que jamás se me ocurriría recomendarte algo así solo para vender más libros… aun cuando los réditos de ese sacrificio podrían ser siderales, sí señor, estamos hablando no de seis ni de siete, sino de ocho ceros. Es cierto que te conozco Agente, sé que también te estás jugando la carrera con esta apuesta. Sé que soy tu cliente favorito, no tanto porque te caigo bien, ni porque aprecies de sobremanera mis sutiles chispazos de humor inglés, sino porque soy esa rara clase de autor que puede sacar un libro exitoso por año, e incluso dos en años inspirados. Y eso es billete seguro para mantener el lujo que te esclaviza. Tal vez no te atrevas a pedirme algo tan extremo, pero estoy seguro de que me dejarías caer en el abismo si eso te reditúa…

Lo que no entiende Agente, y lo que no podría explicarle aun cuando quisiera, es que no puedo elegir a una víctima cualquiera. Eso lo entendí cuando apretaba el cuello de Napoleón. Lo que me daba placer era precisamente que podía hacerle eso a alguien que conocía muy bien. No soy como Asesino, no mataría jamás por aburrimiento. Mataría por poder. ¿Acaso esto me hace un monstruo? ¿Seré peor que Asesino? En realidad he descubierto que todo lo que pueda pensar al respecto está mucho más allá de la simple dicotomía entre el bien y el mal.

Estoy cansado. Otra jornada sin escribir casi nada. Estimo que ya es hora de abrazar la idea de que tal vez este relato negro permanezca inconcluso sine die. Tal vez deba volver a lo que conozco, aunque no estoy seguro de poder revivir a mi Lord Byron. La idea del amor como fuerza propulsora de nuestra existencia ahora me parece absurda. Tal vez sea el tedio, o el placer malsano. Lo ignoro, pero la idea de narrar una historia rosa me resulta repulsiva. Mejor descanso, todo emergerá con otra luz por la mañana.

Suena una notificación cuando estoy por apagar el equipo. Es un correo de Agente, aunque más que correo parece un telegrama electrónico. Tenés que leer esto ahora… y hacer algo al respecto. Cliqueo el link adjunto que me dirige a la página web del diario de Crítico, y más específicamente a su columna literaria. Durante meses hemos estado aguardando, con gradual interés, novedades sobre el tan mentado proyecto de Escritor, pero fuentes fidedignas me informan que nuestro sensiblero preferido ha encontrado numerosos obstáculos en su quijotesca empresa por transmutar sus cursilerías de telenovela mexicana en un relato de suspenso coherente. Incluso se ha visto obligado a recurrir al famoso Asesino para recabar material, visitándolo en prisión repetidas veces. Al parecer, ha surgido entre ambos una amistad impensada, cuyos frutos lastimosamente nuestro gallardo prosista todavía no ha podido recoger. Si estás leyendo estas líneas, amigo Escritor, no te desanimes. Siempre podrás encontrar maduritas que recibirán con gozo cualquier cliché que escupas en tu nuevo romance. Porque es seguro que vuelvas a eso. ¿Cierto? Hasta la próxima, queridos lectores, y sobre todo mucha suerte Escritor. P.D. Si quieres hablar al respecto, te espero en mi oficina, la misma que atropellaste la última vez que escribí sobre ti, pero por favor, te pido que esta vez no sucumbas a tus impulsos violentos contra mi frágil persona, a fin de poder entablar un diálogo constructivo que, estoy seguro, será muy provechoso para ambos. Hola Agente, ¡me podés explicar qué mierda es esto! Sólo fui una vez a la cárcel, ¡no tenemos ninguna puta relación! ¿Cómo hizo este obeso invertido para saber que estoy teniendo problemas con la novela? ¡¿Qué vos le dijiste?! ¡¿Y para qué puta hiciste eso?! Ahh, no era tu intención, solo se toparon en un banco y te preguntó por mí casualmente. ¡Pero si serás idiota! ¿Cómo pudiste contarle todo? ¿Qué se te pasó por la cabeza para hacer eso? Y encima ahora me pedís, no, me exigís que haga algo al respecto. Bueno, por eso no te preocupes, que ese mierda me va a escuchar. Corto la comunicación sin darle tiempo a que se siga disculpando. Paso a buscar algo de la cocina y salgo como un torrente del departamento.

Primero pienso en repetir mi exabrupto de la vez pasada, pero eso no bastará para calmar mis ánimos. Siento que toda la sangre fluye hacia mis manos. Mientras camino oigo mi respiración, cualquiera de los transeúntes podría oír exhalaciones tan sonoras. Paso frente a una bodega, me detengo y compro una botella de vino barato. Su olor me lleva al tabuco de Crítico, a los trastos que lo anegan, al escritorio de tienda de empeño, y sobre todo a él, a sus muecas asquerosas, sus manitas de cerdo, su mirada displicente de sabio conocedor. Tomo uno, dos, siete tragos y arrojo la botella en la vereda. Ya estoy cerca, pero no pienso entrar a su oficina. ¿Y si no se encuentra allí? De pronto la idea parece tan lógica que me detengo de súbito. Casi nadie trabaja un viernes a la noche, salvo que estés tan alienado del mundo que tu oficina sea tu hogar. Y estoy seguro de que Crítico se ajusta a ese perfil. Continúo. No se ve a ningún portero en la entrada. Subo las escaleras con mucho cuidado, no pretendo hacer notar mi presencia. Llego a su piso y, en efecto, veo que hay luz en su oficina. Vuelvo a bajar y lo espero, aunque no estoy tan convencido de que salga. Tal vez prefiera pernoctar en su cuchitril aguardando el fin de su resaca. Pero a la hora, y como lo preví, trastrabilla cada tres pasos. Lo sigo a una distancia prudente. Parece tan borracho que probablemente no me perciba, aunque marche a su diestra. Caminamos tres cuadras y entonces toma un desvío del camino principal. Se mete en un callejón. Yo apresuro el paso para no perder el contacto visual. Me asomo a la boca del callejón y lo veo meando contra una pared. Con mucho cuidado me acerco, no puede verme porque está de espaldas y el repiqueteo de la orina tapa el ruido de mis pasos. Extraigo la navaja que llevo en el bolsillo interior de mi chaqueta y con un rápido movimiento lo agarro por los cabellos, tiro hacia atrás su cabeza y le rebano el cuello. Crítico se da vuelta y me mira confuso, sus manos están cubiertas de la sangre que mana a borbotones de su cogote y tratan de cubrir la herida, pero es en vano. La visión de su rostro me lanza a un nuevo arrebato. Pierdo la cuenta de las veces en que hundo la hoja filosa en su prominente barriga. Después de la última cae a mis pies. Tras comprobar que no hay nadie que nos observe desde la boca del callejón, guardo el cuchillo y me retiro del lugar. Al llegar a casa me baño, y me acuesto desnudo. El sueño no tarda en llegar, es profundo y liberador, sin pesadillas.

Hoy escribo casi cuarenta páginas.

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