Ixchel Juárez Montiel
Mabné no quería ser como el resto de los duendes: comunes y
corrientes. Lo peor que los duendes les hacían a las personas eran bromas de
mal gusto, y eso a Mabné lo llenaba de ira, pues detestaba a los humanos por
sobre todas las cosas.
―Los duendes no somos perversos ―le había dicho en el pasado
Vicpol, su padre―. Además, no podemos interferir de manera drástica en la vida
de los humanos.
―¿Por qué no?
―Porque la maldad es exclusiva de los hombres.
―¿Por qué? ¿Por qué solo de ellos?
―Porque así lo dispuso el Creador en su momento.
―Nosotros nos parecemos tanto ―replicó Mabné, haciendo
hincapié en lo similares que eran las fisonomías de los duendes y los hombres.
Tenían rostros parecidos, extremidades y cuerpos casi idénticos. La única
diferencia importante era la estatura.
―¡No! ¡No somos parecidos! ¡No sabes de lo que son capaces!
Vicpol se alejó, dejando a Mabné en silencio, mas él podía
sentir como la sangre hervía en su interior. Miraba a su padre y hermanos hacer
tonterías como esconder llaves, salar la comida y tirar la tierra de las
macetas, pero Mabné se negaba a hacer cosas tan insulsas. No quería jugarles
bromas. Ansiaba lastimarlos. Su más grande anhelo era verlos sufrir. Además, él
no sabía nada de ningún Creador. Jamás lo había visto ni escuchado y, por lo
tanto, no tenía por qué obedecerlo. Pensó que si ese ser superior en realidad
existía y era tan poderoso como decía su padre, detendría a Mabné llegado el
momento.
Pasó noches y días enteros pensando en cómo llevar a cabo su
plan. No dormía ni comía por estar sumergido en sus pensamientos. El resto de
los duendes le hablaban sin conseguir que una palabra saliera de los labios de
Mabné. Cada día que pasaba sentía que aborrecía a los humanos cada vez más y
soñaba con acarrearles el peor de los males.
Un buen día supo qué hacer: se robaría un niño.
No sería tan difícil pues no siempre los humanos estaban al
pendiente de sus crías. En varias ocasiones observó que los dejaban caminar por
su cuenta en las calles o durmiendo solos en sus habitaciones y ese sería el
momento en que Mabné aprovecharía para tomar a un pequeño y llevárselo consigo.
Nadie podría adivinar la extrema crueldad que Mabné cometería con el infante
elegido como su instrumento. Se frotaba las manos con ansiedad, imaginando todo
el daño que podría hacer.
Al poco tiempo Mabné se alejó del resto de los duendes,
incluidos su padre y hermanos. Lo que pensaba hacer requería de discreción y
sabía que ellos eran capaces de revertir su plan. Ellos no sentían rencor por
los hombres, simplemente se divertían observándolos mientras buscaban como
locos alguna moneda o un zapato. Se reían a carcajadas cuando veían a los
humanos furiosos, barriendo la tierra que los duendes habían sacado de las
macetas o arrojando los panes carbonizados a la basura, pues los duendes habían
aumentado la temperatura de los hornos. La cosa más molesta que llegaban a
hacer era bailar en las noches sobre los techos para no dejarlos dormir,
tocando panderos y golpeando el tejado con sus tacones ataviados de cascabeles
plateados exasperando a los ocupantes. Se sentían de lo más divertidos cuando,
fastidiados, los hombres tomaban una escalera a la mitad de la madrugada para
revisar el techo y no encontraban nada.
Para Mabné eso era poca cosa. Un momento de frustración
jamás se podría comparar a décadas de dolor. Si tan solo uno de esos hombres se
hubiera caído del tejado y roto la espalda o la cabeza, pero no. Las bromas
eran de lo más infantiles. Más que gracia, a Mabné lo llenaban de vergüenza.
¿Por qué los duendes estaban destinados a ser bufones? Nadie les temería ni los
tomaría en serio nunca. Mas él estaba determinado a cambiar eso.
Así, el duende marchó de poblado en poblado buscando a ese
niño perfecto que serviría a sus propósitos. Una noche llegó a un pueblo
pintoresco donde las casas tienen tejados de adobe rojizo y la gente caminaba
despreocupada por las calles. Podía respirar la tranquilidad en el aire
mezclada con el olor a pan horneado y leña quemada. Nadie nunca esperaría nada
malo en ese lugar, la gente no era suspicaz porque era uno de esos sitios
«donde nunca pasa nada». Y era en ese pueblo donde el duende llevaría a cabo su
cometido.
Mabné se ocultó afuera de una casa, escondido dentro de un
viejo barril abandonado a un lado del pozo. En esa propiedad vivía una familia:
el padre, la madre, una niña y un pequeño bebé. Al verlo, el duende supo que
ese niño de cabello oscuro y ojos azules sería su presa. Esperó por semanas
enteras estudiando, vigilando y haciendo planes hasta que, una cálida tarde de verano,
la madre llevó a su hijo a tomar una siesta después de alimentarlo. Mabné
aguardó paciente sentado en el pretil de la ventana, ocultándose para que la
mujer no advirtiera su presencia.
Ella acostó al pequeño en la cuna; entreabrió la ventana
para que el niño no se molestara por el bochorno de la habitación y pudiera
dormir tranquilo; le dio un beso en la frente y le acarició el rostro al tiempo
que el bebé comenzaba a sumergirse en el sueño.
―Descansa, mein Schatz
―susurró ella antes de salir de la habitación y cerrar la puerta.
En cuanto se quedó solo, Mabné entró por la ventana y miró
al niño. Dormía profundamente y el duende tomó unos polvos que guardaba en su
chaleco de terciopelo verde, para esparcirlos sobre el infante. Eso evitaría
que el niño despertara y armara un alboroto. «Los humanos no deben de saber de
nuestra existencia», le habían dicho otros duendes en numerosas ocasiones. «Son
tan malos que si nos ven, nos cazarán, encerrarán y asesinarán», solía decir
Vicpol. ¡Ah!, ese escenario le gustaba a Mabné. Los humanos siendo cazados,
encerrados y asesinados. Ese niño sería el único ser humano en el mundo y en la
historia de los hombres en tener contacto directo con un duende y viceversa.
Nadie más que ellos dos lo sabrían, llevándose el secreto a la tumba.
Porque Mabné no pensaba hacerle daño alguno a ese niño. Al
contrario. Matar a un niño no tendría ninguna gracia, ni siquiera imaginando el
semblante lleno de dolor en sus padres. Mabné quería lastimar a los humanos,
herirlos en serio. ¿Qué significaba la pérdida de un niño para la humanidad?
Nada. Y eso no satisfaría a Mabné.
La mujer entró después de un par de horas para ver a su hijo
y lanzó un grito de horror al encontrar la cuna vacía.
―¡No! ¡Mi hijo! ¡Se han llevado a mi pequeño! ¡Ayuda!
¡Ayúdenme, por favor!
Mas para cuando eso pasó, el duende ya había escapado con el
niño y se ocultó con él en una cueva lejana. En las horas y días siguientes,
los pueblerinos organizaron grupos de búsqueda con la esperanza de encontrar al
bebé que había desaparecido de su cuna misteriosamente, sin éxito.
El duende pudo haberse conformado con todo el caos que había
causado, pero no. Seguía siendo insuficiente para la sed de destrucción que
sentía. Quería verlos arder. Ansiaba crear una hecatombe que el mundo no podría
olvidar. Le enseñaría a ese niño a odiar a los hombres tanto como Mabné lo
hacía. Le envenenaría la mente y el alma para que fuera cruel e implacable con
sus congéneres. Ese niño estaba destinado a cumplir todas las pesadillas
humanas que el duende no podía cristalizar.
Largos años pasaron y, cuando el pequeño cumplió ocho, Mabné
decidió regresarlo a su hogar. Así, con todo el encono acumulado en su ser, el
duende lo acompañó para asegurarse de que llegara a casa sin contratiempos. Ese
niño debía vivir, crecer y poner en práctica lo que Mabné le había enseñado y
eso solo podía lograrlo si regresaba con su familia. Además, el duende tenía la
certeza de que lo recibirían con los brazos abiertos. Los humanos eran tan
sentimentales a veces.
Caminaron todo el día hasta que, casi al anochecer, el
duende vio a lo lejos el letrero indicando que habían llegado a aquel pequeño
pueblo austríaco de los tejados rojizos: Branau am Inn.
―¿Ves esa casa en el fondo? ―le dijo el duende.
―Sí.
―Esa es tu casa. Ahora, ve y no le digas a nadie dónde ni
con quién has estado. Sabes que nadie te creerá y te encerrarán hasta que te
mueras. Incluso puedes ocasionar tu propia muerte porque eso es lo que hacen
los humanos con la gente loca. Así se tratan a los locos, ¿sabes?
―Y no solo a los locos ―respondió el niño con la mirada
cargada de desprecio, mientras miraba fijamente la casa que el duende le había
señalado.
―Ahora vete ―se despidió Mabné.
Klara terminaba de preparar el estofado para la cena. «Justo
a tiempo», pensó cuando las papas empezaron a hervir y el reloj que colgaba en
la pared dejó escapar un lindo pájaro de madera que entraba y salía de su
escondite, al tiempo que entonaba un melodioso cu-cú. Su esposo, Alois, no
tardaría en llegar del trabajo y le molestaba que la cena no estuviera servida
en la mesa en cuanto entraba a la casa.
Estaba apurada colocando los cubiertos cuando creyó escuchar
que alguien tocaba la puerta, pero eso era imposible. ¿Quién podía ser a esa
hora? No es que fuera muy tarde, pero Branau am Inn estaba poblado por familias
tradicionalistas que, por decoro, no se atreverían a irrumpir en la hora de la
cena de sus vecinos.
La mujer regresó a la cocina y llevó la olla con el estofado
a la mesa. Su hija Ángela comenzó a cortar el pan cuando Klara escuchó
nuevamente que alguien llamaba a la puerta.
―Tal vez papá olvidó sus llaves, Mutti ―dijo Ángela antes de llevar el pan al comedor.
―Acaba de poner la mesa, voy a ver quién es.
Klara se limpió las manos con un trapo de cocina y fue hacia
la puerta.
Estuvo a punto del desmayo en cuanto abrió. Habían pasado
varios años, pero ella era su madre, lo reconocería en medio de una multitud de
ser necesario. Sí, era él, su hijo perdido desde hacía años. Estaba ahí, frente
a ella, con su cabello negro y ojos azules.
―¡Hola, mamá! ―dijo el pequeño sonriendo mientras le
extendía los brazos para sujetarla por la cintura.
―¿Adolf?
La mujer no podía creerlo, aun así, abrazó a su hijo mientras lloraba de felicidad. La familia Hitler estaba completa de nuevo.
Wow... que miedo... excelente cuento, muchas felicidades Ix espero con interés los siguientes
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