Rosario Sánchez Infantas
Imponente como miles de
montañas, Orqo Waranqa fue el nombre de adulto que le dieron a mi
padre. Tempranamente había
mostrado las cualidades que lo convertirían en formidable general del ejército
de Huayna Cápac, el penúltimo emperador inca, antes de la conquista española.
Aun cuando
la sociedad andina tiene una antigüedad de más de 20,000 años, el auge del Tahuantinsuyo, estado inca, iniciaría
en el siglo XV d.C. Tres gobernantes: Pachacútec, Túpac Yupanqui y Huayna Cápac
habrían de expandirlo en la región occidental de América del sur, lo que siglos
después se conocería como los países de Perú, Chile, Argentina, Bolivia,
Ecuador y Colombia. Illary (amanecer) no tenía otros referentes para comprender
que el imperio en el cual había nacido desarrolló una civilización muy
sofisticada en las diferentes áreas del quehacer humano: una administración muy
eficiente, ingeniería agrícola, construcciones megalíticas y adaptadas al
entorno diverso, una red de vías por todo su territorio, avanzada astronomía, gestión
eficiente de los recursos humanos, diferentes manifestaciones del arte, y,
sobre todo, un vínculo armonioso y espiritual con el ambiente. Sin embargo, desde 1532,
año en que se iniciara
la conquista española, la vida para los
nativos incas se había tornado errática al cuestionarse su sistema de creencias
e instituciones. Conforme se consolidaban los españoles con sus abusos,
prepotencias, crímenes y desprecio profundo por este pueblo, la necesidad de
sobrevivencia era lo que daba algún sentido a sus pobres vidas.
Me llamaron Illary
porque iluminé la felicidad de mis padres; pero la tradición incaica exigía
asignar un nombre que acompañara la vida adulta de sus hombres y mujeres. Tras
la invasión española nuestras comunidades diezmadas, dispersas y buscando subsistir
ya no realizaban rituales como el huarachico en el cual los jóvenes
ingresaban formalmente a la adultez. Por eso, apenas conocí al venerable
anciano, le supliqué me impusiera el nombre de adulto. Necesitaba reafirmarme
quién era: hijo del Tahuantinsuyo, nieto de huamachucos, heredero de waris
bravíos. Herido, mutilado, ciego, sacado de su etnia de origen, cada hombre o
mujer, seguía siendo Antawara (estrella cobriza), Llariku (indómito),
Sumailla (luz bella), Curihuaman (halcón dorado, portentoso). Solo con un
nombre de runa (hombre adulto) del Tahuantinsuyo, podría olvidar que esa
cicatriz abultada, rosada y brillante, en mi brazo derecho me la había
producido un conquistador español, como señal de que yo era objeto de su
propiedad.
Había pensado llamarme Supay, el poderoso ser del
inframundo y justiciero
de los débiles, pero algo ocurrió que me hizo cambiar de opinión. Hacía una
semana observaba con cautela unas formaciones rocosas en lo alto de la
montaña por la que ascendía. A mi izquierda, el valle iba tomando una tonalidad
gris y los árboles mostraban sus negros perfiles. El cielo, un incendio,
naranja, oro y negro, me hizo desear cándidamente que aquel fuego sagrado
quemara a quienes habían destruido mi mundo. La
tristeza me oprimió el pecho. Tratando de evadir ese sentimiento, levanté la vista
al roquedal; allí pasaría la noche. La soledad auto impuesta de los dos últimos
años me había vuelto ensimismado. Solo ante alguna necesidad imperiosa (vadear
un río, cazar un ave, remontar una cuesta empinada, cobijarme de la tormenta)
salía de la penumbra en la que deambulaba. Me recriminaba cualquier concesión a
la alegría pues sabía que la situación perniciosa se agravaba, llegaban más
españoles a nuestra tierra y alcanzaban recónditos poblados. Continuaban el
oprobio, la injusticia y el dolor. De pronto, unos cien metros arriba, vi el
perfil de un puma hembra que llevaba prendida por el cuello a su pequeña cría
y, luego de un instante, desaparecieron entre el roquedal
«¿De
qué estaría escapando?» –me pregunté intrigado, receloso y, sin embargo,
compasivo. «Quizás
solo busca descansar, reponerse». Me alegró pensar que la madre felina, desde esa
altura, podía vigilar muy bien su entorno y anticiparse a las amenazas.
De pronto recordé a Pumaqhawa (el que vigila con el
sigilo del puma), un militar como mi padre, hábil para escalar montañas, y al
que le encomendaban misiones de avanzada. Descubría en las distancias soldados
enemigos, atajos estratégicos, peligros inminentes. Sentí que me conmovía una
desacostumbrada ilusión. ¡Yo sería
Pumaqhawa! Me desplazaría
entre riscos y mesetas deshabitadas para escrutar algo que sirviera para reunir
a mi familia, si aún estaba viva. Se me oprimió el pecho y debí sacudir la
cabeza intentando echar los pensamientos trágicos. Podría observar algo que
sirviera a mis hermanos nativos. Erguí el cuerpo y el espíritu, me dije: «¡Seré Pumaqhawa!» Recordé varias representaciones del felino andino, considerado
sagrado, símbolo de fuerza, paciencia y sabiduría. Vi en el encuentro con la madre puma una señal de que yo podía amanecer
Pumaqhawa. Al día siguiente estaría en las inmediaciones del
poblado de Huamachuco. Esa era la tierra de mi nacimiento, allí estaban mis
huacas sagradas y se veneraba al Apo Catequil. Algunos conocidos me
ayudarían a encontrar a mi familia o a sobrevivir. Con esa certidumbre, serené
mi espíritu y me dediqué a buscar dónde pasar la noche.
Partí de madrugada. A lo lejos, en el fondo del valle
veía casas, corrales y depósitos, cada vez más pequeños. Evadía los poblados y los
caminos principales para no encontrarme con españoles. Me dirigí a la amplia
meseta de Marcahuamachuco en la que se había desarrollado la cultura preinca
Huamachuco y cuyas viviendas semiderruidas me darían cobijo. ¡Pumaqhawa!, ¡Pumaqhawa!, repetía mentalmente y
lograba espantar a las recurrentes imágenes carentes de color, que con
movimientos lentos y sonidos distorsionados mostraban macabros detalles, me
sumergían en la angustia y la desesperanza, en los últimos dos años, desde el
viaje de Pizarro y sus huestes al Cuzco. Todo aquello que mi familia y la
comunidad me habían enseñado a amar y respetar había sido trasgredido o
destruido. Hombres, mujeres, niños, ancianos, violentados, torturados,
cercenados, dados a las fauces de sus perros asesinos. Ahora, después de mucho
tiempo notaba la belleza de las plantas silvestres, insectos y avecillas que
parecían alardear sus voces y vuelos libres.
Sintiéndome puma, disfruté otear, desde lo alto de la
meseta ubicada a tres mil seiscientos metros, la interminable sucesión de
crestas montañosas, en todas las direcciones. Sabía que esos miles de quebradas
y valles interandinos albergaban a grupos humanos, como el mío, que apenas era
una manchita en el paisaje. Desde aquí se distinguía Huamachuco, el centro
administrativo y político de los incas, por donde los españoles habían pasado, un
fatídico agosto, rumbo al Cuzco tras ejecutar al soberano Ataw Wallpa. Desde
entonces mi madre estaba desaparecida. Yo debí ir a otra comunidad para
intercambiar alimentos, me desbarranqué en una trocha accidentada y al regresar
una semana después no encontré a mis pequeñas hermanitas ni a los pocos
miembros de mi comunidad. Aquella Yapaquis, la luna de la siembra, solo
sembró dolor en mi alma, mi familia y mi tierra.
Abstraído en medio de estas y otras reflexiones me
sobresaltó escuchar, detrás de mí, el sonido de pisadas en el cascajo. Recordé
estremecido el sonido de las lanzas españolas desgarrando los tejidos al
atravesar un cuerpo humano y sentí la angustia de quienes se ahogaban en los
borbotones de su sangre. Me encorvé hacia adelante para acelerar mi fin. De
pronto escuché el sonido que hacen los halcones al comunicar peligro: cinco
sonidos prolongados y cinco breves. Acostumbrado a escuchar a estas aves supe
que se trataba de una imitación humana que significaba, «soy amigo, no temas».
Confié. Permanecí inmóvil mientras escuchaba cada vez
más fuertes las pisadas. Cuando cesaron giré la cabeza y me encontré con un anciano
con la vestimenta típica de esta región cuyos cabellos largos se mantenían en
su lugar con una cinta delgada de lana roja. Podía ser de Cajamarca, Huamachuco
o de Guambos, vecinos y hermanos míos. Con expresión afable, en la tierna
lengua quechua el anciano me saludó:
–¡Buen día! ¿Te encuentras bien?
–¡El huérfano solo sabe de
tristeza! –contesté con
el rostro compungido.
–¿Habrá huamachuco huérfano, teniendo huamachuco
cerca? Yo seré tu padre, hijito mío.
Muchas lágrimas
mojaron mis mejillas; el anciano me
estrechó muy fuerte entre sus brazos. Lloré convulsivamente como un niño
pequeño. Poco a poco me fui calmando.
En la ruinosa plaza principal de la ciudadela preinca,
preparamos alimentos en una fogata mientras cada quien narraba el fragmento de
la tragedia que le tocó vivir desde que llegaron los invasores europeos y un
dieciséis de noviembre Pizarro mató a Ataw Walpa. Le revelé mi deseo ferviente
de que me impusiera el nombre de adulto. Como empezara una persistente lluvia,
nos cobijamos en una galería pétrea. El anciano Pushaq, (el que guía por
buen camino) compartió algunas hojas de coca conmigo y con voz grave empezó su
relato:
–Maestro alfarero
fui enviado con mis ayudantes a instruir en mi arte a los chachapoyas, etnia
conquistada tardíamente por los incas. Allí he mirado a los ojos de los nuevos bautizados
cristianos buscando algún rescoldo de amor por nuestra patria grande. Brillaba en
ellos una luz torcida, la del aprovechamiento fácil, del beneficio individual,
de la venganza. Cajamarca, Huamachuco, Guambos y muchos pueblos se incorporaron
al incanato en forma pacífica. Embajadores con ricos presentes se acercaban a
parlamentar y persuadir. ¿Cómo no ser parte de esta sociedad tan organizada,
pensada en el beneficio colectivo, experta en el desarrollo y el crecimiento
social? Respetaban nuestros dioses regionales, nuestras vestimentas y
costumbres. Muchas etnias nos incorporamos al incanato, crecimos, aprendimos,
enseñamos. Pero en los últimos tiempos, ya no se pudo conservar este sistema y
se pasó a la conquista violenta: huancas, cañaris, chachapoyas, vieron
derramada su sangre. ¡Nos hizo tanta falta perdonarnos!
Haces bien en querer un nombre propio. Será tu escudo.
Evitará que se desintegre tu identidad.
Sentí una dolorosa opresión en el pecho al recordar lo
que solía cantar mi madre cuando la luna creciente se mostraba dorada con los
rayos del sol al amanecer: «Para alcanzar
nuestros sueños, lunita de oro, se precisa un cóndor negro como escudo dentro
del pecho, que tenga certero el vuelo y claros los sentimientos, entonces como
los vientos caminaremos hasta tu encuentro, lunita de oro…».
–De seguro conoces la historia, pero ahora has de notar qué significan los
nombres en esta y en la otra orilla. Cusi Yupanqui (príncipe dichoso)
hace algo más de cien años derrotó a la etnia chanca, adoptó el nombre de
Pachacútec (el que cambia el rumbo de la tierra), asumió el gobierno e inició el
desarrollo de lo que sería el imperio del Tahuantinsuyo.
Hace dos años, estando prisionero nuestro soberano Inca,
curacas de la etnia chachapoyas fueron a ofrecer su apoyo a Francisco
Pizarro. He preguntado qué significa Francisco: el francés, el originario del
lugar llamado Francia, que no es la patria de Francisco Pizarro. Fui testigo cuando el gobernante nativo
de Paushamarca-Chachapoyas fue bautizado como Don Francisco Pizarro Guamán,
—dijo bajando la cabeza y sacudiéndola con tristeza el anciano Pushaq.
Muerto Pachacútec le sucedió Tupac Inca Yupanqui (resplandeciente
y memorable soberano) el cual expandió grandemente el imperio. A su muerte, ostentaría
el poder y mantendría las recientes conquistas su hijo Huayna Cápac (joven
soberano). La muerte le sobrevino a los cuarenta años mientras ampliaba el
imperio, en su extremo norte, al lado de su hijo Ataw Wallpa. Este nombre en puquina,
la lengua de la elite cusqueña, significa diligente escogido, y reflejaba sus grandes
dotes militares y el prestigio en el ejército de su padre. Sin embargo, fue elegido
soberano inca, un hermano suyo: Wascar, cuyo carácter desconfiado, le llevó a trastocar
prácticas culturales fundamentales, le ganó el repudio de la nobleza inca, y
dio razones a Ataw Wallpa para emprender una guerra civil para disputarle el
poder.
Illary ni el anciano llegarían a saber que, mientras
avanzaba la conquista, se sucederían curacas nativos bautizados con nombres tales
como Don Francisco Pizarro Guamán II de Leimebamba, Don Hernando Pizarro
Guamán, Juan Pizarro Chuiguamán (cual los hermanos sanguíneos del conquistador español).
Capturado Ataw Wallpa en una celada genocida, en la
que murieron diez mil miembros de la elite incaica, además de artistas y gente
de servicio, el inca fue mantenido prisionero por aproximadamente ocho meses.
No obstante se traía oro de todo el imperio para pagar el rescate pactado (una
habitación llena de este metal), se urdió el asesinato de Ataw Wallpa en un
pseudo juicio en el que no participó el acusado.
Pushaq suspiró, hizo un prolongado silencio como
acopiando fuerzas para lo que diría a continuación.
–Chacra kunacuy, que los españoles llaman julio, era el mes en el
que los incas repartían las tierras y las preparaban para la siembra. La
vigésima sexta noche de esa luna el cura Valverde y un grupo de sicarios fueron
a comunicarle su sentencia
al soberano
inca. Prendieron una pira en la plaza para quemarlo vivo; si se bautizaba podría
sería ahorcado. El soberano prefirió el ahorcamiento pues dijo que después de
muerto volvería en la forma de Amaru, la serpiente sagrada que trae poder,
orden y sabiduría.
Había dejado de llover, el anciano y yo salimos a la plaza, tendió una
colorida manta cuyo vértice superior se orientaba hacia el este. Con unción
colocó sobre ella seis quintos, hojas perfectas de coca, desde una
diminuta botellita de cerámica espolvoreó mullu sagrado traído desde los
mares norteños y me indicó sentarme
alrededor de la manta, puso en mi mano una pequeña piedra de energía, taqe
wiracocha y con voz grave dijo:
«Madre Pacha, totalidad de espacios y tiempos, te devuelvo a tu hijo Illary. Ha querido, respetado y reverenciado todo lo que existe en el cosmos infinito. Ahora habrá de ser Pumaqhawa, subirá a las montañas de nuestra cordillera o del espíritu para hallar los rastros de los hechos o de las grandes verdades. Hallará tiempo para llorar y amar a los suyos, a los nuestros, pero respetando su noble misión vigilará sereno y objetivo. Así, ayudará a nuestro pueblo en lo que se avecina».
Volviéndose hacia el muchacho le dijo:
–Pumaqhawa, tu sagrado nombre temple tu carácter y te acerque a Pachayachaquic, la sabiduría y la capacidad cósmica de enseñar. Observa, reflexiona y encontrarás respuestas.
«Contaré sobre ti y tu grandeza hasta que un nuevo Pachacútec cambie el rumbo de esta tierra, amado señor», se dijo Pumaqhawa, mientras dejó caer dos silenciosas lágrimas, sintiendo el dolor de su soberano Ataw Wallpa, cuando Pushaq dijo en tono triste:
–Sobre la pila de leña, atado a un palo, con el garrote colocado sobre su cuello, Ataw Wallpa, que ya entendía el español, escuchó decir a Valverde: «En nombre de Dios Trino y Uno, creador del cielo y la tierra y todas las cosas que hay en el mundo, yo te bautizo Francisco Ataw Wallpa».
No hay comentarios:
Publicar un comentario