lunes, 5 de julio de 2021

Con el sigilo del puma

Rosario Sánchez Infantas


Imponente como miles de montañas, Orqo Waranqa fue el nombre de adulto que le dieron a mi padre. Tempranamente había mostrado las cualidades que lo convertirían en formidable general del ejército de Huayna Cápac, el penúltimo emperador inca, antes de la conquista española.

Aun cuando la sociedad andina tiene una antigüedad de más de 20,000 años, el auge del Tahuantinsuyo, estado inca, iniciaría en el siglo XV d.C. Tres gobernantes: Pachacútec, Túpac Yupanqui y Huayna Cápac habrían de expandirlo en la región occidental de América del sur, lo que siglos después se conocería como los países de Perú, Chile, Argentina, Bolivia, Ecuador y Colombia. Illary (amanecer) no tenía otros referentes para comprender que el imperio en el cual había nacido desarrolló una civilización muy sofisticada en las diferentes áreas del quehacer humano: una administración muy eficiente, ingeniería agrícola, construcciones megalíticas y adaptadas al entorno diverso, una red de vías por todo su territorio, avanzada astronomía, gestión eficiente de los recursos humanos, diferentes manifestaciones del arte, y, sobre todo, un vínculo armonioso y espiritual con el ambiente. Sin embargo, desde 1532, año en que se iniciara la conquista española, la vida para los nativos incas se había tornado errática al cuestionarse su sistema de creencias e instituciones. Conforme se consolidaban los españoles con sus abusos, prepotencias, crímenes y desprecio profundo por este pueblo, la necesidad de sobrevivencia era lo que daba algún sentido a sus pobres vidas.

Me llamaron Illary porque iluminé la felicidad de mis padres; pero la tradición incaica exigía asignar un nombre que acompañara la vida adulta de sus hombres y mujeres. Tras la invasión española nuestras comunidades diezmadas, dispersas y buscando subsistir ya no realizaban rituales como el huarachico en el cual los jóvenes ingresaban formalmente a la adultez. Por eso, apenas conocí al venerable anciano, le supliqué me impusiera el nombre de adulto. Necesitaba reafirmarme quién era: hijo del Tahuantinsuyo, nieto de huamachucos, heredero de waris bravíos. Herido, mutilado, ciego, sacado de su etnia de origen, cada hombre o mujer, seguía siendo Antawara (estrella cobriza), Llariku (indómito), Sumailla (luz bella), Curihuaman (halcón dorado, portentoso). Solo con un nombre de runa (hombre adulto) del Tahuantinsuyo, podría olvidar que esa cicatriz abultada, rosada y brillante, en mi brazo derecho me la había producido un conquistador español, como señal de que yo era objeto de su propiedad.

Había pensado llamarme Supay, el poderoso ser del inframundo y justiciero de los débiles, pero algo ocurrió que me hizo cambiar de opinión. Hacía una semana observaba con cautela unas formaciones rocosas en lo alto de la montaña por la que ascendía. A mi izquierda, el valle iba tomando una tonalidad gris y los árboles mostraban sus negros perfiles. El cielo, un incendio, naranja, oro y negro, me hizo desear cándidamente que aquel fuego sagrado quemara a quienes habían destruido mi mundo. La tristeza me oprimió el pecho. Tratando de evadir ese sentimiento, levanté la vista al roquedal; allí pasaría la noche. La soledad auto impuesta de los dos últimos años me había vuelto ensimismado. Solo ante alguna necesidad imperiosa (vadear un río, cazar un ave, remontar una cuesta empinada, cobijarme de la tormenta) salía de la penumbra en la que deambulaba. Me recriminaba cualquier concesión a la alegría pues sabía que la situación perniciosa se agravaba, llegaban más españoles a nuestra tierra y alcanzaban recónditos poblados. Continuaban el oprobio, la injusticia y el dolor. De pronto, unos cien metros arriba, vi el perfil de un puma hembra que llevaba prendida por el cuello a su pequeña cría y, luego de un instante, desaparecieron entre el roquedal «¿De qué estaría escapando?» –me pregunté intrigado, receloso y, sin embargo, compasivo. «Quizás solo busca descansar, reponerse». Me alegró pensar que la madre felina, desde esa altura, podía vigilar muy bien su entorno y anticiparse a las amenazas.

De pronto recordé a Pumaqhawa (el que vigila con el sigilo del puma), un militar como mi padre, hábil para escalar montañas, y al que le encomendaban misiones de avanzada. Descubría en las distancias soldados enemigos, atajos estratégicos, peligros inminentes. Sentí que me conmovía una desacostumbrada ilusión. ¡Yo sería Pumaqhawa! Me desplazaría entre riscos y mesetas deshabitadas para escrutar algo que sirviera para reunir a mi familia, si aún estaba viva. Se me oprimió el pecho y debí sacudir la cabeza intentando echar los pensamientos trágicos. Podría observar algo que sirviera a mis hermanos nativos. Erguí el cuerpo y el espíritu, me dije: «¡Seré Pumaqhawa!» Recordé varias representaciones del felino andino, considerado sagrado, símbolo de fuerza, paciencia y sabiduría. Vi en el encuentro con la madre puma una señal de que yo podía amanecer Pumaqhawa. Al día siguiente estaría en las inmediaciones del poblado de Huamachuco. Esa era la tierra de mi nacimiento, allí estaban mis huacas sagradas y se veneraba al Apo Catequil. Algunos conocidos me ayudarían a encontrar a mi familia o a sobrevivir. Con esa certidumbre, serené mi espíritu y me dediqué a buscar dónde pasar la noche.

Partí de madrugada. A lo lejos, en el fondo del valle veía casas, corrales y depósitos, cada vez más pequeños. Evadía los poblados y los caminos principales para no encontrarme con españoles. Me dirigí a la amplia meseta de Marcahuamachuco en la que se había desarrollado la cultura preinca Huamachuco y cuyas viviendas semiderruidas me darían cobijo. ¡Pumaqhawa!, ¡Pumaqhawa!, repetía mentalmente y lograba espantar a las recurrentes imágenes carentes de color, que con movimientos lentos y sonidos distorsionados mostraban macabros detalles, me sumergían en la angustia y la desesperanza, en los últimos dos años, desde el viaje de Pizarro y sus huestes al Cuzco. Todo aquello que mi familia y la comunidad me habían enseñado a amar y respetar había sido trasgredido o destruido. Hombres, mujeres, niños, ancianos, violentados, torturados, cercenados, dados a las fauces de sus perros asesinos. Ahora, después de mucho tiempo notaba la belleza de las plantas silvestres, insectos y avecillas que parecían alardear sus voces y vuelos libres.

Sintiéndome puma, disfruté otear, desde lo alto de la meseta ubicada a tres mil seiscientos metros, la interminable sucesión de crestas montañosas, en todas las direcciones. Sabía que esos miles de quebradas y valles interandinos albergaban a grupos humanos, como el mío, que apenas era una manchita en el paisaje. Desde aquí se distinguía Huamachuco, el centro administrativo y político de los incas, por donde los españoles habían pasado, un fatídico agosto, rumbo al Cuzco tras ejecutar al soberano Ataw Wallpa. Desde entonces mi madre estaba desaparecida. Yo debí ir a otra comunidad para intercambiar alimentos, me desbarranqué en una trocha accidentada y al regresar una semana después no encontré a mis pequeñas hermanitas ni a los pocos miembros de mi comunidad. Aquella Yapaquis, la luna de la siembra, solo sembró dolor en mi alma, mi familia y mi tierra.

Abstraído en medio de estas y otras reflexiones me sobresaltó escuchar, detrás de mí, el sonido de pisadas en el cascajo. Recordé estremecido el sonido de las lanzas españolas desgarrando los tejidos al atravesar un cuerpo humano y sentí la angustia de quienes se ahogaban en los borbotones de su sangre. Me encorvé hacia adelante para acelerar mi fin. De pronto escuché el sonido que hacen los halcones al comunicar peligro: cinco sonidos prolongados y cinco breves. Acostumbrado a escuchar a estas aves supe que se trataba de una imitación humana que significaba, «soy amigo, no temas». 

Confié. Permanecí inmóvil mientras escuchaba cada vez más fuertes las pisadas. Cuando cesaron giré la cabeza y me encontré con un anciano con la vestimenta típica de esta región cuyos cabellos largos se mantenían en su lugar con una cinta delgada de lana roja. Podía ser de Cajamarca, Huamachuco o de Guambos, vecinos y hermanos míos. Con expresión afable, en la tierna lengua quechua el anciano me saludó:

¡Buen día! ¿Te encuentras bien?

–¡El huérfano solo sabe de tristeza! –contesté con el rostro compungido.

–¿Habrá huamachuco huérfano, teniendo huamachuco cerca?  Yo seré tu padre, hijito mío.

Muchas lágrimas mojaron mis mejillas; el anciano me estrechó muy fuerte entre sus brazos. Lloré convulsivamente como un niño pequeño. Poco a poco me fui calmando.

En la ruinosa plaza principal de la ciudadela preinca, preparamos alimentos en una fogata mientras cada quien narraba el fragmento de la tragedia que le tocó vivir desde que llegaron los invasores europeos y un dieciséis de noviembre Pizarro mató a Ataw Walpa. Le revelé mi deseo ferviente de que me impusiera el nombre de adulto. Como empezara una persistente lluvia, nos cobijamos en una galería pétrea. El anciano Pushaq, (el que guía por buen camino) compartió algunas hojas de coca conmigo y con voz grave empezó su relato:

Maestro alfarero fui enviado con mis ayudantes a instruir en mi arte a los chachapoyas, etnia conquistada tardíamente por los incas. Allí he mirado a los ojos de los nuevos bautizados cristianos buscando algún rescoldo de amor por nuestra patria grande. Brillaba en ellos una luz torcida, la del aprovechamiento fácil, del beneficio individual, de la venganza. Cajamarca, Huamachuco, Guambos y muchos pueblos se incorporaron al incanato en forma pacífica. Embajadores con ricos presentes se acercaban a parlamentar y persuadir. ¿Cómo no ser parte de esta sociedad tan organizada, pensada en el beneficio colectivo, experta en el desarrollo y el crecimiento social? Respetaban nuestros dioses regionales, nuestras vestimentas y costumbres. Muchas etnias nos incorporamos al incanato, crecimos, aprendimos, enseñamos. Pero en los últimos tiempos, ya no se pudo conservar este sistema y se pasó a la conquista violenta: huancas, cañaris, chachapoyas, vieron derramada su sangre. ¡Nos hizo tanta falta perdonarnos!

Haces bien en querer un nombre propio. Será tu escudo. Evitará que se desintegre tu identidad.

Sentí una dolorosa opresión en el pecho al recordar lo que solía cantar mi madre cuando la luna creciente se mostraba dorada con los rayos del sol al amanecer: «Para alcanzar nuestros sueños, lunita de oro, se precisa un cóndor negro como escudo dentro del pecho, que tenga certero el vuelo y claros los sentimientos, entonces como los vientos caminaremos hasta tu encuentro, lunita de oro…».

De seguro conoces la historia, pero ahora has de notar qué significan los nombres en esta y en la otra orilla. Cusi Yupanqui (príncipe dichoso) hace algo más de cien años derrotó a la etnia chanca, adoptó el nombre de Pachacútec (el que cambia el rumbo de la tierra), asumió el gobierno e inició el desarrollo de lo que sería el imperio del Tahuantinsuyo.

Hace dos años, estando prisionero nuestro soberano Inca, curacas de la etnia chachapoyas fueron a ofrecer su apoyo a Francisco Pizarro. He preguntado qué significa Francisco: el francés, el originario del lugar llamado Francia, que no es la patria de Francisco Pizarro. Fui testigo cuando el gobernante nativo de Paushamarca-Chachapoyas fue bautizado como Don Francisco Pizarro Guamán, —dijo bajando la cabeza y sacudiéndola con tristeza el anciano Pushaq.   

Muerto Pachacútec le sucedió Tupac Inca Yupanqui (resplandeciente y memorable soberano) el cual expandió grandemente el imperio. A su muerte, ostentaría el poder y mantendría las recientes conquistas su hijo Huayna Cápac (joven soberano). La muerte le sobrevino a los cuarenta años mientras ampliaba el imperio, en su extremo norte, al lado de su hijo Ataw Wallpa. Este nombre en puquina, la lengua de la elite cusqueña, significa diligente escogido, y reflejaba sus grandes dotes militares y el prestigio en el ejército de su padre. Sin embargo, fue elegido soberano inca, un hermano suyo: Wascar, cuyo carácter desconfiado, le llevó a trastocar prácticas culturales fundamentales, le ganó el repudio de la nobleza inca, y dio razones a Ataw Wallpa para emprender una guerra civil para disputarle el poder.

Illary ni el anciano llegarían a saber que, mientras avanzaba la conquista, se sucederían curacas nativos bautizados con nombres tales como Don Francisco Pizarro Guamán II de Leimebamba, Don Hernando Pizarro Guamán, Juan Pizarro Chuiguamán (cual los hermanos sanguíneos del conquistador español).

Capturado Ataw Wallpa en una celada genocida, en la que murieron diez mil miembros de la elite incaica, además de artistas y gente de servicio, el inca fue mantenido prisionero por aproximadamente ocho meses. No obstante se traía oro de todo el imperio para pagar el rescate pactado (una habitación llena de este metal), se urdió el asesinato de Ataw Wallpa en un pseudo juicio en el que no participó el acusado.

Pushaq suspiró, hizo un prolongado silencio como acopiando fuerzas para lo que diría a continuación.

Chacra kunacuy, que los españoles llaman julio, era el mes en el que los incas repartían las tierras y las preparaban para la siembra. La vigésima sexta noche de esa luna el cura Valverde y un grupo de sicarios fueron a comunicarle su sentencia al soberano inca. Prendieron una pira en la plaza para quemarlo vivo; si se bautizaba podría sería ahorcado. El soberano prefirió el ahorcamiento pues dijo que después de muerto volvería en la forma de Amaru, la serpiente sagrada que trae poder, orden y sabiduría.

Había dejado de llover, el anciano y yo salimos a la plaza, tendió una colorida manta cuyo vértice superior se orientaba hacia el este. Con unción colocó sobre ella seis quintos, hojas perfectas de coca, desde una diminuta botellita de cerámica espolvoreó mullu sagrado traído desde los mares norteños y me indicó sentarme alrededor de la manta, puso en mi mano una pequeña piedra de energía, taqe wiracocha y con voz grave dijo:

«Madre Pacha, totalidad de espacios y tiempos, te devuelvo a tu hijo Illary. Ha querido, respetado y reverenciado todo lo que existe en el cosmos infinito. Ahora habrá de ser Pumaqhawa, subirá a las montañas de nuestra cordillera o del espíritu para hallar los rastros de los hechos o de las grandes verdades. Hallará tiempo para llorar y amar a los suyos, a los nuestros, pero respetando su noble misión vigilará sereno y objetivo. Así, ayudará a nuestro pueblo en lo que se avecina».  

Volviéndose hacia el muchacho le dijo: 

–Pumaqhawa, tu sagrado nombre temple tu carácter y te acerque a Pachayachaquic, la sabiduría y la capacidad cósmica de enseñar. Observa, reflexiona y encontrarás respuestas. 

«Contaré sobre ti y tu grandeza hasta que un nuevo Pachacútec cambie el rumbo de esta tierra, amado señor», se dijo Pumaqhawa, mientras dejó caer dos silenciosas lágrimas, sintiendo el dolor de su soberano Ataw Wallpa, cuando Pushaq dijo en tono triste: 

–Sobre la pila de leña, atado a un palo, con el garrote colocado sobre su cuello, Ataw Wallpa, que ya entendía el español, escuchó decir a Valverde: «En nombre de Dios Trino y Uno, creador del cielo y la tierra y todas las cosas que hay en el mundo, yo te bautizo Francisco Ataw Wallpa».

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