martes, 28 de marzo de 2023

Te espero en la siguiente brisa

Érika Ramírez Levín


Tuve que detenerme y agudizar mis sentidos. «¿Dijiste algo?», pregunté en voz alta y me mantuve atenta a las copas de los árboles. Nada. Dejaron de mecerse y de nuevo todo quedó inmóvil, en silencio. Esa mañana de enero estaba más fría que las de días anteriores. Apreté los puños dentro de las bolsas de la chamarra y moví la cabeza negando la idea que me llevó a creer que querías comunicarte conmigo. «Qué tonta», musité y continué mi camino, cobijada por la obscuridad matutina, sintiendo una cascada salada brotar de mis ojos. Anduve en silencio los quince minutos en promedio que me tomaba regresar de la escuela tras haber dejado a mi hija y en algún punto de este trayecto mi mente se perdió:

—¡Ay! ¡Cómo se me antoja un cafecito! —dijo una voz desde la recámara principal un domingo en la mañana, hace poco más de treinta y cinco años.

—¡Vooooooy papá! ¡Yo te lo preparo! —contesté emocionada desde mi habitación, porque solo yo sabía prepararlo como te encantaba (o al menos eso me decías).

—¡Gracias, hija! —respondiste con un gesto triunfal mientras seguías recostado en la cama viendo el fútbol en la televisión.

Me enjugué las lágrimas y sonreí ligeramente, pues eso sucedía un domingo sí y otro también cuando aún mi mamá y tú seguían juntos y vivíamos en casa de Leopoldo, mi abuelo materno.

Subí los cinco pisos del edificio donde vivimos mi hija, nuestro perro y yo, y abrí la puerta del número diez jadeando por la falta de aire. «¿Cuándo vas a retomar el ejercicio?», me recriminé recordando cómo subías esos mismos cinco pisos haciendo carreritas con tu nieta y, sin un ápice de cansancio, llegabas al último escalón. Cerré con llave. Mi hija ya estaba en sus clases y yo tenía que conectarme al trabajo a pesar de la apatía y el dolor que traía atravesados en el pecho.

Me senté en el escritorio frente a la computadora mordisqueando la pluma con la que intentaba tomar notas del reporte que se proyectaba en la pantalla, pero otra vez me trasladé al pasado: tenía unos once años y entré corriendo a su recámara para encontrar a mi hermanita de unos cuatro años sentada junto a mi mamá que estaba tumbada en la cama, llorando, mientras tú llenabas unas maletas con ropa y otras cosas que ibas sacando del clóset.

—¿¡Nos vamos de viaje!? —grité exaltada—. Mamá, ¿por qué lloras?

—No, tu papá se… —y calló.

—¿Papá? —pregunté desconcertada volteándote a ver, mas continuaste guardando tus cosas sin mirarme o responder, como si te urgiera acabar lo más pronto posible.

De ahí… negro; no recuerdo más, ni cuando saliste de la casa con las maletas ni lo que sucedió después en la habitación con mi madre y mi hermana.

Vivíamos junto con mis abuelos maternos en la casa que Leopoldo diseñó y construyó tras concluir sus estudios de Ingeniería Civil en la UNAM. Era una construcción muy grande. La planta baja la habían acondicionado como departamento para ustedes, con el espacio antiguo de la sala dividido ahora en dos para su estancia y comedor; el área del cenador anterior se había cerrado para formar la habitación principal y lo que solía ser el antecomedor también la cerraron para crear otra recámara. Al fondo, en lugar de pared, había un ventanal enorme teniendo en medio una gran puerta corrediza de vidrio que daba a un jardín muy amplio, en bajada, donde aprendí a andar en bicicleta aventándome en esa resbaladilla de pasto sobre el aparatejo gigantesco marca Benotto que en ese entonces pesaba mil veces más que yo, con un respaldo larguísimo de piel blanca unido al asiento, también largo, para terminar aplastada una y otra vez por el metal con llantas a falta del equilibrio que no conseguía dominar.

En ese mismo jardín solías colgar en los tendedores unas cobijas gruesas en donde, con grapas o no sé con qué, acomodabas en un pequeño cuadrado globos inflados para que practicara mis tiros con tus dardos. ¡Cómo me encantaba cuando eso sucedía! Recuerdo los consejos que me dabas sobre la mejor forma de agarrar el jáculo, la fuerza y la altura con que debía arrojarlo, y la emoción que sentía en el momento justo en que la punta filosa hacía explotar al pequeño cuerpo ovalado relleno con el aire de tus pulmones. Gracias a esto, en la feria del parque cerca de la casa, los fines de semana siempre ganaba premios, contrario a ocasiones anteriores en que lo más que había logrado alcanzar mi dardo fue un árbol que estaba detrás del puesto y por lo cual el dueño del juego me dio un regalo porque: «Al menos le atinaste a algo», dijo. Hoy se me pone la piel chinita de pensar en que pude haberle atinado a alguien. ¡Qué horror!

Se compartía una cocina del tamaño de mi departamento actual, que estaba en una esquina de la casa y que conectaba a la planta de abajo, mediante una escalera de caracol, hacia arriba con el piso donde vivía mi abuela y hacia abajo con un sótano del tamaño de, fácil, la vivienda de mi hermana.

En el tercero y último nivel, en una especie de estudio-departamento, vivía solo mi abuelo, quien le llevaba veinte años de diferencia a mi abuela y, por lo tanto, hoy es fácil comprender el abismo en el que se encontraban después de treinta años, o más, de matrimonio.

El episodio de la recámara viéndote hacer maletas se confunde con otra escena en donde están ambos, tú y mi mamá (supongo que tiempo después), sentados en la sala, platicando con mi hermana y conmigo. Hay demasiados nubarrones en mi memoria y frases como «Siempre seremos sus papás» o «Juntos o separados las queremos igual» se logran colar en este mar de confusión que fue esa etapa de mi vida repleta de pérdida y angustia. Corrí a la cocina. Mi abuela estaba sentada, como solía, en su banco junto a la estufa al lado de una mesa de trabajo larga y cubierta de frijoles que limpiaba de piedritas. Me abracé a ella llorando y sollozando. «Ay, hijita, ya te dijeron».

Quién diría que dos años más tarde mi abuela fallecería tan joven, ni sesenta años, víctima de un infarto, cúspide de una vida solitaria, triste, llena de dolor y resentimiento por haber perdido al menor de sus tres hijos en un accidente casero cuando este tendría no más de cinco años. Mi abuela, que se convirtió en mi guía, en mi apoyo, en mi hombro para llorar cuando tenía preocupaciones. Mi abuela, que tomó la decisión de salirse de la casa poco tiempo después de que se fuera mi papá, por el maltrato psicológico que mi abuelo le proporcionaba desde muchos años atrás, yéndose a vivir con su otra hija con quien en realidad nunca se sintió tranquila ni en confianza. Mi abuela, que sucumbió un año después de haber decidido luchar por su bienestar.

Y quién hubiera podido predecir la resistencia que habría tenido mi abuelo para sobrevivirle varios años más, marginado en su estudio hasta que su independencia se vio comprometida por la edad y unos sobrinos lo recluyeran en una casa de reposo, falleciendo casi a los noventa años, dejándonos a mi mamá, a mi hermana y a mí viviendo en ese caserón.

Un timbrazo fuerte y sorpresivo me sacó de mi ensimismamiento haciéndome brincar sobre la silla en la que estaba tomando notas. El perro comenzó a ladrar tan fuerte y agudo que terminó por regresarme al presente. Pregunté por el interfono y era el señor que recolectaba la basura. Le dije que bajaría al día siguiente.

Me seguí a la cocina por un refrigerio, pero en el camino desvié la mirada hacia la fotografía que tengo de ti sobre la mesa en donde también está la urna con las cenizas de mi mamá, quien falleció a los cincuenta y nueve años, llevándose con ella el yugo que mantuvo sobre mí desde niña y la decepción que le generé por no cumplir con sus expectativas de vida. Hoy en día me sigo sintiendo mediocre y un vivo ejemplo de lo que es el fracaso, tal como me hacía sentir cuando vivía: «Tú y tus pensamientos mágicos», me repetía, como si cada palabra que salía de mi boca fuera un absurdo patético e irracional, contrario a mi hermana que de solo verla le brillaban los ojos de orgullo: «Es una cabrona, una rebelde; ¡me encanta!», solía decir.

¿Qué tan cierto es lo que los padres les cuentan a los hijos? ¿Qué de todo son manipulaciones para caer mejor o mentiras para ganar puntos por sobre el otro? Mi mamá siempre dijo que trató en varias ocasiones de recuperarte sin saber que tú ya habías dado vuelta a la página. Y entonces, ¿por qué no fuiste claro con ella y te dejabas seducir?

En esa misma sala en donde nos anunciaron su separación, tiempo después estábamos mi hermana y yo sentadas frente a ti. Dijiste que nos contarías algo importante y, sin previo aviso ni señal alguna, nos soltaste la bomba de que tenías otro hijo de seis meses de edad. La frase aquella que reza: «Sentí que me cayó un balde de agua helada» se queda corta en comparación a lo que experimenté al escuchar esas palabras. ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Con quién? ¿Por qué? ¡Ni siquiera sabíamos que ya estabas saliendo con alguien más! Mi cabeza se llenó de preguntas, de dudas, de sinsabores. Mi hermana y yo subimos desconsoladas a cobijarnos bajo las alas de mi mamá a quien, según percibí, también la golpeó fuerte la noticia. Mi hermanita gimoteaba y repetía: «¡Mi papá ya no me va a regalar más juguetes!».

Terminé de prepararme el emparedado y regresé al escritorio. «¡Vamos, concéntrate!», me dije en un intento de recuperarme. Di la primera mordida y ¡PUM! Me sacudió el recuerdo de ti llevándome a la escuela. En ocasiones, cuando no tenías cambio para que yo comprara algo en la cooperativa, me ofrecías el sándwich que yo sabía que te preparaba Beatriz, tu pareja, esposa o lo que haya sido en ese momento. Nunca lo acepté; prefería pedir prestado.

Después del anuncio de tu nueva familia, mi hermana y yo tomamos caminos distintos. Yo elegí no conocerlos. Sentía que le debía eso a mi mamá a manera de solidarizarme con ella por la traición que sintió. Mi hermana, en cambio, sí los conoció y convivió con ellos en varias ocasiones. Jamás se comentó esto con mi mamá; solo ubico su actitud seria y distante al regresar mi hermana de esas visitas. Tampoco recuerdo algún comentario a favor de que yo no los frecuentara, así es que nunca supe a ciencia cierta su sentir, aunque sí logró que las razones de mi decisión se tambalearan.

Conforme el tiempo pasó, fue evidente la distancia que se marcó entre nosotras y nuestra familia paterna. De forma gradual, a las fiestas, reuniones familiares, paseos, viajes y demás eventos como Navidades y Años Nuevos, quienes iban contigo eran tu esposa y tus otros dos hijos (dos años después tuviste otra hija) y no nosotras, dado que yo me mantuve por muchos años sin querer conocerlos. ¿Por qué, entonces, no iba mi hermana siempre con ustedes? No lo sé, no lo recuerdo, pero también la marginaron. 

Lamento en el alma esto por ella, porque si de por sí las vivencias que tuvo contigo en su infancia fueron escasas, con esto se reafirmó la brecha tan infinita que se abrió entre ambos. Sin embargo, ¿a quién le debió corresponder encontrar una solución? ¿Al adulto que propició el enredo o a la niña que no supo reaccionar ante la deslealtad de su padre al no involucrarla a ella y a su hermana en el camino previo a esos seis meses de que había nacido su tercer hijo? A la fecha sigo sin una respuesta. Se juzga fuerte a los padres, pero cuando se es uno, los colores toman nuevos matices que ni siquiera sabíamos que existían. Lo que es un hecho es que nadie me preguntó qué sentí o por qué reaccioné así; solo se me juzgó y se actuó en respuesta con la única variable a la que el ser humano accede al no saber qué hacer: lejanía.

Lo que sí reconozco es que intentaste mantenerte presente en nuestras vidas. Aun cuando llegabas tarde, procuraste vernos cada sábado para comer e ir al cine o dar un paseo por alguna plaza. ¿Por qué sabiendo que estabas con nosotras, pocas horas, Beatriz te llamaba o te mandaba mensajes? No lo sé, pero tus respuestas monosílabas con un tono de voz casi imperceptible, tu modo de ladear el celular a fin de ocultar la pantalla, me marcaron de una forma que solo tiempo después, en mis relaciones personales, supe que lastimaron mi confianza; era como si esa sensación desagradable se hubiera tatuado en mis poros y cada que ocurría una acción similar, exudaba ese recelo antiguo.

¡Las once! ¡La junta! ¡El reporte! Conecté los audífonos a la máquina y me enlacé a la reunión. Abrí la presentación, preparé las cifras que me tocaba exponer y navegué por mis mensajes en busca de los datos que mi jefe me había enviado días atrás. La prisa nunca ha sido la mejor aliada y por más que subía y bajaba los mensajes del celular, no encontraba la conversación que estaba buscando. En un nuevo intento, deslicé hacia arriba mi dedo con un impulso mayor al deseado hasta que los mensajes se detuvieron en el remitente: «Papá». El último mensaje que se leía era del dos de diciembre, un mes atrás: «Hola hija, ¿qué le puedo regalar a Atenea?». El cumpleaños de mi hija era el cuatro. La punzada en el corazón, el vuelco en el estómago, la falta de aire… todo hizo mella en mí: me sentí mareada y desubicada. «¿Casandra? ¿Estás ahí?», escuché por los audífonos. «Sí, sí, una disculpa, debió fallar el internet», respondí con el típico pretexto al que todos recurríamos en la actualidad.

Terminó la reunión y retomé el celular. Navegué por otros mensajes que habíamos intercambiado. Al final sí conocí a tu familia cuando tenía como diecinueve años porque decían que mi abuela paterna estaba muy enferma y quizás fuera la última reunión en que pudiéramos estar todos juntos. Por fortuna esto no fue así y vivió muchos años más como la matriarca que era a falta de su esposo al que, por cierto, jamás conocí. Aquel debió ser un golpe fuerte para ti, para ustedes como hijos al perder a su padre tan jóvenes.

No obstante, jamás se creó un vínculo entre tus hijos y nosotras, o bueno, y yo. No los culpo. De seguro no saben la verdad y, si la saben, no tienen la foto completa y solo cuentan con la versión que tú y su madre les brindaron a conveniencia. La ventaja fue que pudimos coincidir con la familia en celebraciones o reuniones domingueras y que, cuando ibas solo, eras el mejor padre y abuelo que alguien pudiera desear.

A pesar de todo, papá, hiciste un buen trabajo. Tu hijo hoy en día está haciendo un posgrado en el extranjero, tu hija terminó su carrera y supongo que ha de estar trabajando. ¿Nosotras? Somos fuertes, estamos luchando; sí, quizás quebradas, laceradas… a veces rotas, pero dicen por ahí que sobrevivir a esta vida tampoco está tan mal.

Abrí el grupo de WhatsApp que teníamos mi hermana, tú y yo, y regresé en el tiempo al diecinueve de diciembre: «Hola hijas, ya regresé de Huatulco. Llevaba un catarro de cinco días y allá se me incrementó la tos, el dolor de cabeza y desde el sábado he tenido fiebre. Hoy me fui a realizar la prueba a la farmacia y…». Debajo del texto venía una imagen del resultado del estudio: Antígeno (Ag) del SARS-CoV-2 POSITIVO.

Te preguntamos cómo te sentías y cómo estaba tu oxigenación. Respondiste que tenías escalofríos incontrolables, dolor de cuerpo y cabeza y la fiebre no cedía. La oxigenación estaba al noventa por ciento. Te pedimos mantenernos informadas. Mi hermana, para mi sorpresa, te escribió: «Te queremos mucho» y algo se estremeció en mi interior. Respondiste: «Yo también hijas» y nos mandamos caritas con corazones y besos.

Dos días después, a pesar de habernos estado reportando que te sentías mejor, nos escribiste: «Ya no fue así, se me bajó mucho la oxigenación y me van a llevar al hospital». «Ánimo pa, todo va a estar bien, tú puedes contra el bicho», te respondí, y mi hermana complementó: «Te queremos mucho… mucho, mucho». No tengo idea qué habrás sentido, pero agregaste: «Sí, hijas. Beatriz o Cecilia las mantendrán informadas, ok? Las quiero mucho también». Tu nieta, al saber esto, de inmediato te mandó un mensaje privado, pidiéndote que salieras adelante para enmendar esa lejanía que en muchas ocasiones también imperaba entre tú y ella porque, siendo honestos, siempre diste prioridad al tiempo con tu familia por sobre nosotras… por sobre ella. Ya no lo leíste.

Lo que siguió ni siquiera me es posible contarlo sin tener lagunas mentales o confusión en el detalle de los eventos. Todos nos trasladamos al hospital a acompañarte desde la calle, ya que, por el tipo de enfermedad, no podíamos pasar a verte. Solo a tu esposa le daban acceso para informar sobre tu situación, la cual se tornaba cada vez más grave y compleja con las horas. «Trajeron muy tarde al paciente», «Falla múltiple de órganos», «Pulmones cristalizados», «No le son suficientes los tanques de oxígeno»… ¿Qué hacer con esas frases cuando te niegas a reconocer que son sobre alguien a quien amas y con quien dos semanas atrás festejabas el cumpleaños de tu hija?

Esa misma tarde tu vida se apagó al tiempo que la mía se destrozó. Escuché perfectamente a mi corazón quebrarse en mil pedazos salpicando de vacuidad mi existencia. ¿Qué carajos voy a hacer sin ti? ¿Cómo demonios se reacciona ante una noticia de esa magnitud? ¿De qué manera quieren que continúe sin tu guía o tus palabras de aliento impulsando mi realidad?  Mi tía, unos días después, mientras yo vaciaba mi tristeza en llanto, me dijo: «Ay, hija, y luego ustedes que ya habían perdido a tu papá una vez».

La ventaja es que nos pudimos despedir de ti. No sé cómo tu esposa arregló para que nos dejaran pasar a verte antes de llevarte al crematorio y lo agradezco con todo mi ser. ¡Qué diferentes son el cuerpo y el alma! Tu alma quedó impresa en la mirada de las fotografías que guardo de ti, en tu sonrisa siempre discreta pero tan expresiva que aún reconforta al verla. En cambio, tu cuerpo inerte, alejado ya del sufrimiento, ajeno a tus continuas migrañas, me sacudió de forma inaudita. Tenías los ojos cerrados. Cuando ingresaste le hiciste jurar a Beatriz que no autorizaría que te intubaran; en el fondo sé que creías que intubarse era el último recurso de lucha, pero también el preludio a darse por vencido. Por eso, cuando firmaste para que procedieran a intubarte un día después, debiste haber estado al borde de la desesperación, jalando aire con todas tus fuerzas para seguir viviendo, pero ya agotado de dar todo de ti. ¡Ay, papá! Tu cara me lo dijo cuando te vi, lo supe y sufrí contigo. Nos despedimos con palabras y con pensamientos, al unísono, tomadas de la mano llorando tu partida.

Aventé el celular al sillón reviviendo ese día y, en un instante, lloré la muerte de mi mamá hace once años, de mi abuela materna, mi divorcio y la tristeza de ser testigo de una felicidad ajena, la frustración de sentir que nunca fui suficiente, la aterradora maternidad que amo, mi creciente soledad… tu pérdida.

Siento esta opresión en el pecho que no me abandona, quiero suspirar desde hace varios días, jalo aire hasta que mis pulmones se sienten reventar y no logro ese alivio característico. Hoy estás tan vivo en mi memoria que no tiene cabida el concepto de tu muerte. No tengo la fortaleza para aceptar que ya no estás y envío al fondo de mi conciencia esta necesidad amarga de querer escribirte o llamarte; trasciende en mis noches el impulso de revisar el celular con la esperanza de ver algún mensaje tuyo y te hablo en voz baja para saciar esta exigencia de mi alma por comunicarme contigo.

La novia de mi hermana nos dijo que estás en el viento, en el aire que sopla y que transmite tu presencia. Por eso me detuve, para escucharte, para sentirte, para abrazarte y que me abrazaras, pero no fuiste tú. No puedo papá, no puedo con tu ausencia. Te extraño tanto. Por favor, te lo suplico, ven a verme en los vientos de febrero, en las ráfagas de aire de marzo o de agosto impregnadas de ti, que yo, envuelta de esperanza, te estaré esperando en la siguiente brisa.

jueves, 23 de marzo de 2023

El regreso

Cecilia Escobar


A su encuentro con el padre, Lucía asistió aquel día con su traje largo de caperuza oscuro. Este le cubría la cabeza y ocultaba parte de su rostro empapado a menudo por la lluvia de sus  lágrimas.

Lo encontró como permanecía en sus recuerdos, muy delgado, desplomado sobre su catre, cual soldado herido. Con su ojo derecho destrozado y encarnecido, como atravesado por una lanza. Tenía el rostro demacrado y la boca en un gesto agrio de dolor profundo, sin embargo, no se quejaba. La enfermedad le había robado la fuerza, el garbo y la belleza, pero no  lograba  arrebatarle la dignidad. A pesar de los reproches que albergaba su corazón, Lucía sentía gran admiración y respeto por su padre.

Se adentró unos pasos contemplando la cama con sábanas blancas y pulcras sobre la que él descansaba. La habitación parecía haberse empequeñecido con el tiempo. Observó la pared de  cemento sin pintar, el piso color ocre. Sobre la mesita de noche un libro de bolsillo: «Propiedades curativas del limón, el ajo y la cebolla», una imagen del señor de los milagros, un vaso con agua, varios analgésicos. En el aire sintió el olor a medicamentos caseros y ese hedor a herida abierta que la había perseguido durante casi toda su existencia. El tumor maligno se había abierto paso interiormente desde la nariz hasta la cavidad del ojo derecho, del cual quedaba solo una masa de carne sobresaliente.

El padre abrió el único ojo que le quedaba, respiró intensa y pesadamente al notar la presencia de su hija. Ella en cambio, permaneció inmóvil, cabizbaja, pensativa. Hasta entonces —desde hacía tres meses cada jueves al bajar al sótano de sus recuerdos para ir al encuentro con su progenitor, durante la terapia de autoregresión— se había quedado en el umbral de la puerta de aquella habitación sin atreverse a entrar del todo. Requería de algo más que valentía para franquear la barrera espacio-tiempo que existía entre ella y él. Había pasado más de treinta años desde aquel fatídico día. En el pecho aún le dolía su partida.

Lucía siguió allí de pie sin atreverse a mirarle a los ojos, él en cambio con mucho esfuerzo se los buscaba con insistencia. Una tormenta se desató en su cabeza y la hizo salir de súbito del trance. Se sintió frustrada al verse de nuevo en la realidad de su apartamento.

Llevaba varias semanas sintiendo que la vida le quedaba grande. Le faltaban las fuerzas para afrontar las olas del mar de su desesperanza. Sola y con dos hijos que alimentar, volvían a ella los fantasmas del pasado y la añoranza del padre que siempre le había hecho falta.

Conservaba recuerdos gratos de su progenitor; sin embargo, una extraña mezcla de amor y reproche sentía al recordarlo. Por eso algunas noches, se desconectaba de su realidad para volver al ayer y rebuscar detalles perdidos entre los escombros de su memoria.

Ella sabía que para navegar en las turbulentas aguas de los recuerdos de infancia, allí donde la mayoría de las enfermedades echan ancla, era necesario un especialista. Pero eso de hacer un contrato invisible de confiabilidad, volverse transparente ante los ojos de alguien, abandonarse con toda confianza, no era una de sus fortalezas.

Sin embargo, cuándo la pena persiste, es necesario mirarle a la cara. El dolor de la pérdida no es algo que pueda esconderse en algún rincón secreto, con el tiempo siempre hace grietas abriéndose paso hacia la superficie. También es difícil comprender la muerte cuando se tiene ocho años, a menudo porque no te dan explicaciones concretas. La gente mayor, en su ignorancia, tiende a usar eufemismos como: «No está muerto, está dormido», «…se ha ido al más allá». Aunque de niños sabemos que la muerte es inherente a todos los seres vivos, a  esa  edad cuesta entender que es algo permanente e irreversible.

Al hacerse mayor, Lucía se dio cuenta de que su falta de comprensión había afectado siempre su capacidad para procesar lo ocurrido y afrontar emociones en situaciones cotidianas. No recordaba haber llorado la muerte de su padre, cargaba en cambio con ella una inmensa y destructiva rabia. Llorar es una forma socialmente aceptada para expresar el dolor, pero la pérdida de un ser querido desencadena diferente tipo de emociones, que no está bien visto mostrarlas.

Toda herida sangra y la suya llevaba mucho tiempo haciéndolo, con los años se había convertido en una llaga supurante y pestilente. No quería estar encadenada de por vida a ese tormento. Decidió que era el momento perfecto para enfrentar su pasado, aunque solo ocurriera en su imaginación. Cerró los ojos y cubrió su rostro con las manos para no verse sobre el sofá gris de la sala de su casa que le servía como diván, especialmente aquellas noches en las que su alma zozobraba.

Volvió a sentir en su nariz ese hedor que le recordó sus erróneas construcciones internas: su odio por los hospitales, su repelencia por la gente débil y enferma, la necesidad de sentirse invencible. Supo entonces que estaba otra vez junto a él.

Lo miró por fin a la cara, perdiéndose en el verde océano de su mirada transparente. Había en él un amor profundo, pero también una infinita tristeza. Parecía que, en silencio, había suplicado mil veces por unos cuantos años más de vida junto a sus hijos.

Una avalancha de recuerdos se amontonó en su mente: su padre aferrándose a la vida, una vida cuyo único paliativo eran muchas dosis de morfina. Los cuidados de su madre y la esperanza de sanación conservada hasta el final.

«Maldita enfermedad. Me quitaste lo que más amaba» —pensó con rabia.

Lucía se quebró. Este no era el plan. Había venido del futuro a reprocharle su muerte, la orfandad, la miseria y las carencias en las que quedaron sumidos ella, su madre y sus hermanos.

No fue capaz de articular palabra alguna, sintió vergüenza al darse cuenta de que, él no había elegido ese destino fatal. Y así de pie ante su lecho, se quitó la caperuza que aquel día pesaba  más  que  de  costumbre y le producía frío. Empequeñecida otra vez y ahora vestida de lino, se acercó abrazándose a su pecho y gimió amargamente por todos los años que no había podido llorar su partida. No hubo reclamos por su parte. Él la contempló en silencio, acariciando con sus manos huesudas y rasposas su cara morena y sus cabellos rizados. Así permanecieron largo rato.

viernes, 17 de marzo de 2023

La certeza

Antonio Sardina


No sé por qué lo hicimos; tal vez solo para probarnos que podíamos, ya que veníamos imaginándolo y haciendo planes durante un año. Fue una fuerza poderosa e inconsciente la que nos llevó a entrar precisamente esa Navidad de 1985, en la madrugada, al Museo de Antropología, por los conductos de ventilación. Encontramos a los pocos guardias que estaban ese día borrachos y dormidos. Cargábamos nuestros bolsos del gimnasio y empezamos a recorrer las distintas salas: la azteca, la olmeca, la maya.

Con las técnicas que habíamos practicado pudimos extraer las distintas piezas que siempre habíamos admirado: la máscara de Pakal, la vasija olmeca, collares, piezas de oro y piedras preciosas. No sé por qué, al descuidarse Parches, tomé esa pequeña hoja delgada, más pequeña que la palma de mi mano, guardándola en mi cartera. No se nos ocurrió nada mejor que llevar el botín a su casa y dividirlo, mi parte de las piezas las llevé a mi casa y las guardé en el closet, diciéndole a mi madre que sólo eran unas herramientas y luego las recogería.

Es verdad que Parches y yo éramos solo un par de pequeños burgueses de clase media, estudiantes fósiles de la escuela de veterinaria de la UNAM con ínfulas de antropólogos. Así lo describieron claramente en la película realizada en 2017, Museo, que produjo, dirigió y actuó el gran Gael García Bernal, estableciendo con razón, que nunca imaginamos que esa travesura se iba a convertir en el robo del siglo, poniendo en jaque a las autoridades tanto mexicanas como de la interpol.

También planteaba la película que yo solo era un nerd influenciado y dominado por Parches y que él era la mente maestra de ese robo, el artífice de un gran plan. Lo cierto es que solo fue una casualidad que fuéramos ese día y resultara tan bien, y cabe decir, sin falsa modestia, que la idea original fue mía y que el inteligente de la pareja soy yo. La prueba es que él pasó quince años en la cárcel por tratar de vender su parte de las piezas a un narcotraficante y, en cambio yo, gracias a que entregué el botín a las autoridades, pude desaparecer hasta ahora que regreso a México.

 También es verdad que no sé por qué regresé, de repente sentí otra vez esa fuerza poderosa e inconsciente que me impelía a volver a México y buscar a Parches. Así, en pocos días, estaba en el avión de regreso a mi país después de más de treinta años, sin una causa ni un propósito claros.

Parches y yo éramos muy diferentes: amigos desde la escuela primaria, él me defendía cuando alguien quería abusar de mí. Y no es que físicamente fuera grande y fuerte, pero era valiente y por tener hermanos mayores, sabía defenderse de los abusivos de años superiores. Además, siempre tuvo una vena cruel y una rebeldía contra cualquier forma de autoridad que rayaba en la delincuencia.  Yo en cambio, pequeño y asustadizo, era carne de cañón para el abuso de mis compañeros.

Me habían operado a corazón abierto cuando tenía tres años, por lo que siempre fui sobreprotegido por mis padres y familiares. Dediqué mi tiempo y mis fuerzas a leer y a soñar. Mi mente y mi inteligencia me daban el poder que mi cuerpo y músculos no me proveían.  Eso nos hacía una pareja complementaria y nos permitía transitar en la vida con más altas que bajas. Soñábamos con hacer un gran descubrimiento arqueológico en alguno de los tantos asentamientos de culturas prehispánicas del país, con lo cual obtendríamos gran fama y seríamos millonarios.

Estoy seguro de que Parches se hizo mi amigo precisamente por esa necesidad de brindar protección. A él le gustaba ser necesitado y actuar como jefe.  Por mi parte debo decir que siempre he disfrutado jugar mi papel de débil y he aprendido a conseguir lo que yo quiero, haciendo que los demás piensen que se les ocurrió a ellos y que me ayudan, lo que los hace sentir muy bien. Me considero un manipulador talentoso y muy eficaz.

A los tres años del robo, todo se derrumbó a causa de tremendos errores de Parches: Se enamoró de una conocida vedette en Acapulco y se relacionó con narcotraficantes, intentando comercializar las piezas a través de esos contactos. Al atrapar la policía a uno de ellos, como era de esperarse, negoció un castigo menor entregando a las autoridades a uno de los autores del llamado robo del siglo.

El Parches que yo conocí al parecer ya no existía, vivir en el ambiente de narcotraficantes lo había convertido en un verdadero delincuente. Yo no lo volví a ver en tres años y el ya no se comunicó nunca más conmigo.

Mientras tanto, yo vivía en la costa oaxaqueña aprendiendo de los grandes brujos su conocimiento ancestral, se decía que mi maestro era el Nahual: Un ente espiritual de las culturas olmeca y mixteca que tiene el poder de convertirse en animal y atacar a la gente que hace mal.

Al enterarme de la captura de Parches, le pedí a mi hermano regresar mi parte del tesoro dejándola en una mochila en la recepción del museo. Y gracias a una relación que tenía con una turista salvadora, escapé con ella a su país. 

He podido salir de México y viajar todo este tiempo por Europa sin problemas gracias a que tengo pasaporte español. Nací como hijo natural de mi madre en España; es por eso que el nombre registrado, Isidro y el apellido de mi madre, son diferente al de mis identificaciones mexicanas. Mis padres decidieron venir a México conmigo y casarse aquí, ante la negativa de mis abuelos a aceptar su relación. Me registraron nuevamente en México con el apellido de mi padre y el nombre de su hermano Ramón, pero nunca dejé de actualizar mi pasaporte español.

Hace una semana aterricé en México y el mismo día tomé un vuelo a Puerto Escondido, un taxi me trajo a San Agustinillo, el pueblo maravilloso de la costa oaxaqueña en el cual me refugié después del robo y donde conocí a la turista que se convirtió en mi esposa.

En su país radicamos hasta hace un mes, cuando ella perdió la lucha contra el cáncer y yo quedé desamparado, solo y desubicado, entonces fue cuando sentí la imperiosa necesidad de regresar y buscar a Parches, no sé bien a bien por qué.

Estoy en el Rancho Cerro Largo, el mismo hotel ecológico donde residía hace más de treinta años. Un conjunto de cabañas enclavadas en la ladera de una montaña que ve a la más pequeña de las nueve bahías de Huatulco.  En la parte más alta, que da a la carretera, está el estacionamiento y la recepción del hotel, así como una estancia que funciona como comedor, donde se reúnen los huéspedes todos los días a disfrutar el menú vegetariano.

Para llegar a cada una de las doce cabañas se desciende por una escalera tallada en la montaña y se va encontrando cada una a diferente altura, con una puerta lateral y un camino de tierra que lleva a una terraza y a la habitación. Si se sigue bajando por el camino, se llega a la playa nudista del Amor, muy buscada por el turismo, en su mayor parte europeo, que frecuenta mayormente este paraíso mexicano. Lo encontré muy bien cuidado y con el mismo servicio impecable de la primera vez.

Cada cabaña tiene una forma diferente, pero todas tienen baños ecológicos sin agua corriente, solo un contenedor con agua para remojarse usando jícaras y limpiar la letrina. La principal característica de estas habitaciones es que no tienen ninguna pared frontal, por lo que desde la cama se admira la bahía y es inevitable despertarse al amanecer y sentir la naturaleza directamente, aspirar el rocío y llenarse de cielo, montaña y mar.

No sé por qué he citado aquí a Parches, después de treinta y cinco años de no verlo. Tal vez es esa curiosidad malsana que he tenido desde que lo apresaron por saber si me consideraba un traidor, al regresar mi parte del botín y escapar del país. Tal vez para corroborar mi idea de que se merecía el castigo por intercambiar su parte por droga.

Lo encontré por pura casualidad en Facebook hace pocos meses. A diferencia de mis costumbres ermitañas, tratando de no llamar la atención, estos últimos años Parches ha sido adicto a subir fotos, luciendo su inocultable fortuna: autos, casas, mujeres siempre muy jóvenes y hasta un pequeño yate en la bahía de Acapulco donde, al parecer, ha residido estos últimos años. Debo reconocer que esto me ha producido una gran envidia, al pensar que aún con las circunstancias tan adversas de su detención, él disfrute una vejez de excesos y diversión.

Lo contacté por in-box y no me sorprendió que aceptara mi invitación, ya que siempre fue curioso y debe haber fabricado cientos de conjeturas acerca de mi destino. Le pedí que viniera solo. Así que me encuentro esperándolo, en una mesa con dos sillas que tiene la habitación en la pequeña terraza, frente al barranco y la vista a la bahía.

Aparece como a las cinco de la tarde, más gordo de lo que se ve en las fotos, sudando profusamente por caminar la agreste pendiente que desciende hasta mi cabaña. Se observa viejo e hinchado, con una calvicie en la parte superior de la cabeza, pero una cola de caballo de pelo casi blanco colgando a su espalda. Me da gusto verlo tan deteriorado.

—¡Pinche Monchis! —me dice con los brazos abiertos al entrar y darnos un gran abrazo—, así que aquí fue donde te escondiste después de nuestra hazaña.

—Pues sí, tomamos caminos diferentes, yo escondido y tú, en cambio festejando como siempre, mi buen Parches. Pero siéntate y te traigo una cerveza fría. Supongo que sigues tomando tequila también, como siempre.

—Así es, ¡como siempre, pero más! Ja, ja, ja. Y me urge que me cuentes tu vida de pe a pa en estos años.

Me siento y le cuento cómo conocí a Bruna, mi ángel salvador. Que cuando me enteré de que lo habían detenido hice un trato para devolver mi parte de las joyas y salir del país para no volver jamás. Le cuento cómo viví en Europa muy feliz y tranquilo, con mi fachada de intelectual español, casado con una linda y culta heredera. Le conté también de mi extraña sensación, que me impelía a volver a México, y la necesidad de volver a verlo sin saber por qué o para qué.

—Ahora, cuéntame tu vida, que debes tener una historia mucho más interesante.

—Pues cuando me atraparon yo estaba seguro de que tú no ibas a tardar en llegar —me empezó a contar Parches—, pero simplemente no volví a saber de ti. Estuve quince años en la cárcel. Al principio fue terrible, pero el destino me llevó a conocer a uno de los grandes capos del cártel de Juárez y le caí muy bien, eso me permitió pasar esos años encerrado con un nivel de vida mejor que el que había soñado nunca: drógas, mujeres, dinero, no me hizo falta nada. Al salir, lo alcancé en Ciudad Juárez y empecé a manejar el negocio del que vivo hasta ahora; llamémosle placeres carnales ¡ja ja ja!: consigo por cualquier medio, y me refiero a cualquier medio… mujeres, niñas, niños, lo que sea que requieran nuestros adinerados clientes, tanto nacionales como internacionales, para los más variados apetitos. Y en realidad lo hago muy bien y lo disfruto muchísimo. No te cuento detalles porque te podrías escandalizar.

Sentí de repente como un mazazo. Todos los puntos se conectaron en ese momento. Supe por fin, de un golpe lo que quería esa fuerza poderosa e inconsciente y por fin sabía por qué estaba yo aquí.

Empezaba a caer el sol sobre la montaña y Parches se levantó y caminó al borde de la terraza para admirar el atardecer.

Le dije que iba a traer mi teléfono para tomar una foto. Fui a mi cartera y tomé la delgada hoja de obsidiana que llevaba a todos lados, indetectable por no ser de metal, sino una joya de piedra ancestral.

Caminé hacia él mientras nos llenaba la luz naranja del sol, tocando la montaña y coloreando el mar. Jalé su cola de caballo y le acaricié la garganta con mi hoja de obsidiana, de un profundo color negro, filosa… pura.

La sangre manó a borbotones y solo lo empujé al barranco. Me inundó una profunda tranquilidad. Una absoluta paz. Esa paz que solo produce la certeza de haber hecho algo bueno, por fin.

lunes, 13 de marzo de 2023

Reseña: «Expiación», de Ian McEwan

Siguiendo con nuestra serie de reseñas pensadas para escritores, hoy hablaremos de «Expiación», de Ian McEwan, desde el punto de vista de la construcción de los personajes.

Como seguro todos saben, Ian McEwan es uno de los principales escritores británicos vivos y «Expiación» es su obra maestra, una novela que mezcla el género romántico, erótico, y de guerra, y que contiene además una novela dentro de otra novela.

Como sabemos, la esencia de toda novela son los personajes, y estos se construyen con cuatro elementos:

Lo que los personajes dicen.

Lo que los personajes hacen.

Lo que los personajes piensan.

La descripción física.

Veamos como hace esto McEwan:

Lo que los personajes dicen:

Los personajes hablan por lo general en diálogos, pero también lo pueden hacer de manera epistolar, y una de las partes más famosas de la novela es cuando Robbie, el hijo de la sirvienta de la millonaria familia Tallis, escribe una carta para la hija mayor de la familia (que como él acaba de egresar de la universidad) en la que le dice:

«En mis sueños te beso el coño, tu dulce coño húmedo. En mis pensamientos te hago el amor sin parar todo el día».

Esto, que duda cabe, nos dice mucho de Robbie, del intenso deseo que siente por Cecilia, la hija de los patrones de su madre.

Lo que los personajes hacen:

Los cuatro elementos con los que construimos los personajes no tienen necesariamente que guardar armonía entre sí, de hecho, el que se contradigan puede hacer muy interesante a un personaje, no por nada es sabido que lo que las personas piensan muchas veces contradice lo que dicen, y lo que dicen contradice lo que hacen. Así, Robbie escribe esta carta deseoso de expresarle a Cecilia lo que siente, pero luego la oculta decidido a que ella jamás la lea. Este querer ocultar sus sentimientos nos habla de una persona que teme el rechazo de la mujer a la que ama, además del rechazo social en una sociedad fuertemente clasista.

Lo que los personajes piensan.

«Cuando sus caras se aproximaron él se sentía lo bastante inseguro como para pensar que ella se escabulliría, o le cruzaría, como en una película, la mejilla con la mano abierta».

Si había alguna duda sobre la inseguridad de Robbie respecto a Cecilia, lo que piensa nos lo termina de confirmar.

La descripción física:

Concluyamos con la cita de tres descripciones de Cecilia, a través de los ojos del enamorado Robbie:

«…la profunda curva de su talle, su extraordinaria blancura».

«El vestido de seda que llevaba parecía idolatrar cada curva y hondonada de su cuerpo ágil, pero la boca pequeña y sensual estaba apretada con expresión de censura, o acaso, incluso, de asco».

«Cuando ella extendió la mano para recoger su falda, un pie negligentemente levantado descubrió una pella de tierra en cada envés de sus dedos dulcemente decrecientes. Otro lunar del tamaño de un cuarto de penique en el muslo y algo purpúreo en la pantorrilla: una marca de color fresa, una cicatriz. No máculas. Ornatos».

La primera cita nos habla del aspecto físico de Cecilia. En la segunda sabemos más de su aspecto, pero además su expresión facial nos da indicios de lo que piensa, y en la tercera notamos la importancia de no limitar nuestras descripciones físicas a cuestiones generales: los detalles singularizan a un personaje diferenciándolo de todos los demás. Por último, una descripción nos habla también de quien describe, en este caso de Robbie, para quien una cicatriz en el cuerpo de Cecilia es un ornato.

Y si quieres saber más sobre cómo construir un buen personaje, no dejes de leer esta maravillosa novela.

jueves, 2 de marzo de 2023

Karen

Patricio Durán


Karen Jurado se desempeñaba como visitadora médica informando sobre nuevos productos de la industria farmacéutica o reforzando la permanencia de los que ya se comercializaban. El consultorio médico era el sitio ideal para desarrollar sus talentos; Karen estaba convencida de que es en allí donde el fracaso casi universal en el arte de conducir la propia existencia de un modo efectivo se revela plenamente con todas sus desdichadas complicaciones, por lo que su afán era ayudar a las personas a recuperar su salud y la alegría por vivir. Luego de terminar la secundaria, ingresó a la facultad de medicina de la Universidad Central, quería ser médica.

Los estudios de medicina representaron muchos retos. En el anfiteatro de anatomía se dispuso a practicar la disección cadavérica que realizan los estudiantes para adquirir habilidades y destrezas. Hizo una oración en señal de respeto al cuerpo que iba a diseccionar. El aire se sentía espeso por el olor acre del formol que no disimulaba bien la pestilencia de los cadáveres. Karen era una mujer espiritual, compasiva y se le hacía difícil creer que delante suyo, debajo del plástico azul, se encontraba una persona que había vivido y respirado; alguien que amó y también fue amado. Esto superaba a las prácticas y disecciones realizadas con ranas y conejillos de indias en el laboratorio de biología del colegio.

El olor de los cuerpos en descomposición fue algo a lo que Karen no pudo acostumbrarse. Tenía un fuerte sentido del olfato, así que apenas detectó el formol, la nariz le empezó a picar y comenzó a lagrimear. Para disimular el hedor, puso un poco de perfume en un pañuelo, hizo un ademán y se cubrió nariz y boca. Un profesor malgeniado detectó enseguida el gesto de Karen y la echó del anfiteatro diciéndole ásperamente: «No tienes vocación para la noble profesión médica». Su falta de resiliencia le pasaría una factura muy cara.

Karen presentó una apelación ante el decanato de la facultad de medicina, lamentablemente para ella, el decano era el profesor que la expulsó y su caso fue desestimado. Karen no deseaba abandonar del todo la medicina, así que se decidió por la visita médica. Tenía cierta formación en anatomía, hizo cursos sobre administración en salud, mercadeo y ventas; además, era una mujer alegre, comunicativa, creativa, llena de ilusiones lo que facilitaba su trabajo. Deseaba casarse con un médico exitoso y guapo, tener hijos y una casa grande.

Karen cumplió treinta y un años el mes pasado. Era bonita y le llovían las invitaciones a salir. Sin embargo, no sabía por qué siempre terminaba enredada en una relación tóxica, con hombres que no le convenían. Marcelo Méndez, ginecólogo, le causó buena impresión desde el primer día que lo conoció. El doctor Jorge Álvarez, director médico del Hospital General Ambato y amigo en común, los presentó casualmente unos días atrás en que se encontraron en una cafetería. Karen y Marcelo se gustaron desde el principio. «Creo que ustedes harían una bonita pareja» dijo Jorge. Deberían salir y conocerse más. Karen y Marcelo se miraron y sonrieron. «Sí, ¿por qué no?», dijo Marcelo y solicitó el número telefónico de Karen.

Mientras conducía a su domicilio, Marcelo pensaba en Karen. Estaba impresionado por su belleza. Para él no fue solamente su físico, sino el trato gentil y amable de su nueva amiga por lo que decidió llamarla. Marcó el número, empezó a timbrar y no hubo respuesta. «Más tarde vuelvo a llamar», pensó y puso atención a la carretera.

Cuando Karen se enteró que Carlos Montoya, el hombre con quien salía estaba casado, dio por terminada su relación. Le costó mucho dejarlo ir, porque era de las mujeres que idealizan a sus parejas hasta llegar a convertirlas en personajes de fantasía, como el príncipe encantado que la rescataría de la monotonía y la soledad. Confiaba ciegamente, por eso no se molestó en averiguar si Carlos tenía algún compromiso, nunca se lo preguntó siquiera. Jamás sospechó de esas noches y fines de semana que no pasaban juntos. Se decía ella misma que los hombres necesitan su espacio privado.  Se engañaba por miedo a disgustar a su pareja. Algunas de las amistades de Karen la consideraban una nefelibata.

Karen se dio cuenta que creaba un mundo irreal en el cual confundía el amor verdadero con las adulaciones y las manifestaciones rápidas de cariño. De la misma manera, empezó a entender que todos los hombres le parecían aburridos porque ninguno podía satisfacer sus excesivos anhelos de atención que requería para sentirse segura. Como confiaba ciegamente en sus parejas, muchas veces resultaba presa fácil de hombres inescrupulosos que se burlaban de sus sentimientos. Sus relaciones amorosas empezaban siempre con gran pompa, con un éxtasis fantástico, para luego ir declinando y finalmente se tornaban bruscas y turbulentas.

Recuperada del mal momento pasado con Carlos Montoya, y como Marcelo no volvió a llamar se puso a redactar un anuncio para enviar a Tinder y otros sitios de citas en línea con el propósito de conseguir pareja. Escribió: «Rubia, alta, ojos azules, bien proporcionada, romántica, sensual, sexy, generosa, inteligente, simpática, deportiva, pura dinamita…». De pronto dejó de escribir. Tuvo su epifanía: se dio cuenta de que tenía todos los atributos que un hombre busca en una mujer y, sin embargo, ahí estaba condenada a buscar el amor a través de un sitio en la red. Se puso de pie inmediatamente y gritó fuerte, con un grito de angustia, como todos los gritos que nacen de la soledad. Lo que más ansiaba en la vida era encontrar un hombre maravilloso a quien entregarse por entero y para siempre. Carolina Márquez, su mejor amiga, le había advertido que «un hombre maravilloso es aquel con quien todas las mujeres desearían estar casadas, menos su esposa».

Karen pensaba que sería una esposa estupenda para el hombre adecuado; lamentablemente, los tipos interesantes solamente querían usarla, otros eran homosexuales o bien no la trataban como se merecía y el resto eran aburridos. Ya no aguantaba más, por lo que se cambió de ropa, se puso deportiva y se fue trotando al gimnasio Fitness First que quedaba a dos cuadras de su casa. Un poco de ejercicio le vendría bien para pensar con claridad, cumplir con uno de sus objetivos de año nuevo: bajar de peso, además de aprender inglés y dejar de fumar. Cada fin de año era igual, como dar siempre vueltas a la misma noria de la cual no sale una gota de agua. Se proponía los mismos objetivos y nunca los cumplía, pero este año se dijo que va a ser distinto y lo primero que hizo fue apuntarse al gimnasio y esta vez no pensaba tirar la toalla.

En el Fitness First Karen se encontraba a gusto. Estaba bien equipado. Era limpio, sobre todo el baño que preocupa mucho a las mujeres su aseo. Contaba con buena circulación de aire. Por los parlantes se escuchaba el tema Físico, de Olivia Newton-John, cuando Karen se fijó en Patricio Saldaña, el entrenador. Como buen cubano era extrovertido, con facilidad de palabra, vestía ropa de marca y poseía sentido del humor. Además de jugar dominó y bailar bien, pretendía ser buena gente, simpático y conversador. Con la típica zalamería cubana y con su dialecto engolado envolvió a Karen, como las arañas envuelven a sus víctimas con su seda para devorarlas más tarde. Su autoestima, unida a una gran ambición —producto de llevar una vida llena de necesidades y privaciones en Cuba— le hizo posible transformar sus sueños en logros reales. Karen desdeñó las atenciones y galanterías de Patricio, pero, así como la trucha que en principio ignora un sabroso cebo prendido de un letal anzuelo, al fin la insistencia del pescador despierta un apetito adormecido en la trucha y muerde el anzuelo, así Karen sucumbió ante los requiebros amorosos y el tono melifluo de las palabras hipócritas del cubano. Ella se sumió en un estado de limerencia por su obsesión de ser amada.

Karen y Patricio iniciaron un apasionado romance. Parecía que por fin encontró su príncipe encantado. Ajena por completo a las verdaderas intenciones del cubano, fue cayendo en el precipicio del amor, del desamor, mejor dicho. Ella vivía en un mundo de emociones; tenía una rica imaginación, activa y entretenida. La alegría de vivir la llevaba a obrar por impulsos y a sacar provecho del momento. Él percibía la manera de pensar de Karen y enseguida supo cómo manipular sus sentimientos. La llenaba de elogios y atenciones y ella cayó rendida a sus pies. Además, era simpático, elocuente, encantador y buen amante. Cuando estaban juntos disfrutaban de su sexualidad al máximo. Lo exhibía y presentaba como su esposo, causando las murmuraciones de la gente porque bien se sabía que no estaban casados. «¿Y esta cuándo se casó?», murmuraban quienes la conocían.

Luego de un año de relaciones, Patricio desapareció misteriosamente. Karen se sintió traicionada y asqueada de los hombres.

Cierta mañana gris, Karen recibió una llamada de un número desconocido.

—Hola —dijo la voz— Soy yo, Patricio. Estoy en Miami.

Ella, sorprendida, apenas pudo articular un «hola», y cuando se repuso del shock, respondió.

—¡Desgraciado! ¡Infeliz! Hasta ahora te comunicas. Creí que estabas muerto.

—Mira, Karen —dijo Patricio azorado—. Primeramente, me disculpo por mi silencio. No fui honesto contigo. Soy casado y tengo dos hijas. Ellas viven aquí, en Miami.

—¡Te voy a matar cuando te vea! —gritó Karen histérica.

—Lo siento. No regresaré a Ecuador. Sigue adelante con tu vida. Te deseo buena suerte.

—¡Estoy embarazada!

Patricio había colgado. Karen llamó algunas veces sin éxito. Devastada por la noticia se recostó para no caer. Le temblaban las piernas. Luego de sobreponerse al impacto que le causó esa llamada, se sirvió un vaso de vino tinto, a pesar de que no podía hacerlo por su estado de gravidez. Karen se había hecho muchas ilusiones con Patricio y ahora su castillo de naipes se venía abajo. Estaba lamentándose, cuando recibió la llamada de Marcelo Méndez.

—Hola Karen, ¿cómo estás?

Karen, sorprendida, no quiso contar una historia triste, así que respondió.

—Muy bien, Marcelo. Qué gusto escucharte —dijo con entusiasmo.

—No he podido llamarte porque estuve de viaje. Ahora que regresé quisiera salir contigo a comer, luego a bailar, quizás.

—¡Excelente! ¿A qué hora me recoges?

Karen y Marcelo iniciaron una relación formal. Él nunca se enteró que Marcelito no era su hijo. Resultó ser el buen esposo que la valoraría y un abnegado padre como ella deseaba.

Karen realizó grandes cambios en su vida: dejó de depender emocionalmente de la pareja y superó sus problemas de baja autoestima acudiendo a terapia psicológica del doctor Guillermo Banderas, quien la ayudó para que su matrimonio no fracase.