Antonio Sardina
No sé por qué lo hicimos; tal vez solo para probarnos que
podíamos, ya que veníamos imaginándolo y haciendo planes durante un año. Fue
una fuerza poderosa e inconsciente la que nos llevó a entrar precisamente esa Navidad
de 1985, en la madrugada, al Museo de Antropología, por los conductos de
ventilación. Encontramos a los pocos guardias que estaban ese día borrachos y
dormidos. Cargábamos nuestros bolsos del gimnasio y empezamos a recorrer las
distintas salas: la azteca, la olmeca, la maya.
Con las técnicas que habíamos practicado pudimos extraer
las distintas piezas que siempre habíamos admirado: la máscara de Pakal, la
vasija olmeca, collares, piezas de oro y piedras preciosas. No sé por qué, al
descuidarse Parches, tomé esa pequeña hoja delgada, más pequeña que la palma de
mi mano, guardándola en mi cartera. No se nos ocurrió nada mejor que llevar el
botín a su casa y dividirlo, mi parte de las piezas las llevé a mi casa y las
guardé en el closet, diciéndole a mi madre que sólo eran unas herramientas y
luego las recogería.
Es verdad que Parches y yo éramos solo un par de pequeños
burgueses de clase media, estudiantes fósiles de la escuela de veterinaria
de la UNAM con ínfulas de antropólogos. Así lo describieron claramente en la
película realizada en 2017, Museo, que produjo, dirigió y actuó el gran Gael
García Bernal, estableciendo con razón, que nunca imaginamos que esa travesura
se iba a convertir en el robo del siglo, poniendo en jaque a las autoridades
tanto mexicanas como de la interpol.
También planteaba la película que yo solo era un nerd
influenciado y dominado por Parches y que él era la mente maestra de ese robo, el
artífice de un gran plan. Lo cierto es que solo fue una casualidad que fuéramos
ese día y resultara tan bien, y cabe decir, sin falsa modestia, que la idea
original fue mía y que el inteligente de la pareja soy yo. La prueba es que él
pasó quince años en la cárcel por tratar de vender su parte de las piezas a un
narcotraficante y, en cambio yo, gracias a que entregué el botín a las
autoridades, pude desaparecer hasta ahora que regreso a México.
También es verdad
que no sé por qué regresé, de repente sentí otra vez esa fuerza poderosa e
inconsciente que me impelía a volver a México y buscar a Parches. Así, en pocos
días, estaba en el avión de regreso a mi país después de más de treinta años,
sin una causa ni un propósito claros.
Parches y yo éramos muy diferentes: amigos desde la
escuela primaria, él me defendía cuando alguien quería abusar de mí. Y no es
que físicamente fuera grande y fuerte, pero era valiente y por tener hermanos
mayores, sabía defenderse de los abusivos de años superiores. Además, siempre
tuvo una vena cruel y una rebeldía contra cualquier forma de autoridad que
rayaba en la delincuencia. Yo en cambio,
pequeño y asustadizo, era carne de cañón para el abuso de mis compañeros.
Me habían operado a corazón abierto cuando tenía tres
años, por lo que siempre fui sobreprotegido por mis padres y familiares. Dediqué
mi tiempo y mis fuerzas a leer y a soñar. Mi mente y mi inteligencia me daban
el poder que mi cuerpo y músculos no me proveían. Eso nos hacía una pareja complementaria y nos
permitía transitar en la vida con más altas que bajas. Soñábamos con hacer un
gran descubrimiento arqueológico en alguno de los tantos asentamientos de
culturas prehispánicas del país, con lo cual obtendríamos gran fama y seríamos
millonarios.
Estoy seguro de que Parches se hizo mi amigo precisamente
por esa necesidad de brindar protección. A él le gustaba ser necesitado y
actuar como jefe. Por mi parte debo
decir que siempre he disfrutado jugar mi papel de débil y he aprendido a conseguir
lo que yo quiero, haciendo que los demás piensen que se les ocurrió a ellos y
que me ayudan, lo que los hace sentir muy bien. Me considero un manipulador talentoso
y muy eficaz.
A los tres años del robo, todo se derrumbó a causa de
tremendos errores de Parches: Se enamoró de una conocida vedette en Acapulco y
se relacionó con narcotraficantes, intentando comercializar las piezas a través
de esos contactos. Al atrapar la policía a uno de ellos, como era de esperarse,
negoció un castigo menor entregando a las autoridades a uno de los autores del
llamado robo del siglo.
El Parches que yo conocí al parecer ya no existía, vivir
en el ambiente de narcotraficantes lo había convertido en un verdadero
delincuente. Yo no lo volví a ver en tres años y el ya no se comunicó nunca más
conmigo.
Mientras tanto, yo vivía en la costa oaxaqueña aprendiendo
de los grandes brujos su conocimiento ancestral, se decía que mi maestro era el
Nahual: Un ente espiritual de las culturas olmeca y mixteca que tiene el poder
de convertirse en animal y atacar a la gente que hace mal.
Al enterarme de la captura de Parches, le pedí a mi hermano
regresar mi parte del tesoro dejándola en una mochila en la recepción del
museo. Y gracias a una relación que tenía con una turista salvadora, escapé con
ella a su país.
He podido salir de México y viajar todo este tiempo por
Europa sin problemas gracias a que tengo pasaporte español. Nací como hijo
natural de mi madre en España; es por eso que el nombre registrado, Isidro y el
apellido de mi madre, son diferente al de mis identificaciones mexicanas. Mis
padres decidieron venir a México conmigo y casarse aquí, ante la negativa de
mis abuelos a aceptar su relación. Me registraron nuevamente en México con el
apellido de mi padre y el nombre de su hermano Ramón, pero nunca dejé de
actualizar mi pasaporte español.
Hace una semana aterricé en México y el mismo día tomé un
vuelo a Puerto Escondido, un taxi me trajo a San Agustinillo, el pueblo
maravilloso de la costa oaxaqueña en el cual me refugié después del robo y
donde conocí a la turista que se convirtió en mi esposa.
En su país radicamos hasta hace un mes, cuando ella
perdió la lucha contra el cáncer y yo quedé desamparado, solo y desubicado, entonces
fue cuando sentí la imperiosa necesidad de regresar y buscar a Parches, no sé bien
a bien por qué.
Estoy en el Rancho Cerro Largo, el mismo hotel ecológico donde
residía hace más de treinta años. Un conjunto de cabañas enclavadas en la
ladera de una montaña que ve a la más pequeña de las nueve bahías de Huatulco. En la parte más alta, que da a la carretera,
está el estacionamiento y la recepción del hotel, así como una estancia que
funciona como comedor, donde se reúnen los huéspedes todos los días a disfrutar
el menú vegetariano.
Para llegar a cada una de las doce cabañas se desciende
por una escalera tallada en la montaña y se va encontrando cada una a diferente
altura, con una puerta lateral y un camino de tierra que lleva a una terraza y
a la habitación. Si se sigue bajando por el camino, se llega a la playa nudista
del Amor, muy buscada por el turismo, en su mayor parte europeo, que frecuenta
mayormente este paraíso mexicano. Lo encontré muy bien cuidado y con el mismo
servicio impecable de la primera vez.
Cada cabaña tiene una forma diferente, pero todas tienen
baños ecológicos sin agua corriente, solo un contenedor con agua para remojarse
usando jícaras y limpiar la letrina. La principal característica de estas
habitaciones es que no tienen ninguna pared frontal, por lo que desde la cama
se admira la bahía y es inevitable despertarse al amanecer y sentir la
naturaleza directamente, aspirar el rocío y llenarse de cielo, montaña y mar.
No sé por qué he citado aquí a Parches, después de
treinta y cinco años de no verlo. Tal vez es esa curiosidad malsana que he
tenido desde que lo apresaron por saber si me consideraba un traidor, al
regresar mi parte del botín y escapar del país. Tal vez para corroborar mi idea
de que se merecía el castigo por intercambiar su parte por droga.
Lo encontré por pura casualidad en Facebook hace pocos
meses. A diferencia de mis costumbres ermitañas, tratando de no llamar la
atención, estos últimos años Parches ha sido adicto a subir fotos, luciendo su
inocultable fortuna: autos, casas, mujeres siempre muy jóvenes y hasta un
pequeño yate en la bahía de Acapulco donde, al parecer, ha residido estos
últimos años. Debo reconocer que esto me ha producido una gran envidia, al
pensar que aún con las circunstancias tan adversas de su detención, él disfrute
una vejez de excesos y diversión.
Lo contacté por in-box y no me sorprendió que
aceptara mi invitación, ya que siempre fue curioso y debe haber fabricado
cientos de conjeturas acerca de mi destino. Le pedí que viniera solo. Así que me
encuentro esperándolo, en una mesa con dos sillas que tiene la habitación en la
pequeña terraza, frente al barranco y la vista a la bahía.
Aparece como a las cinco de la tarde, más gordo de lo que
se ve en las fotos, sudando profusamente por caminar la agreste pendiente que
desciende hasta mi cabaña. Se observa viejo e hinchado, con una calvicie en la
parte superior de la cabeza, pero una cola de caballo de pelo casi blanco
colgando a su espalda. Me da gusto verlo tan deteriorado.
—¡Pinche
Monchis! —me dice con los brazos abiertos al entrar y darnos un gran abrazo—, así
que aquí fue donde te escondiste después de nuestra hazaña.
—Pues
sí, tomamos caminos diferentes, yo escondido y tú, en cambio festejando como
siempre, mi buen Parches. Pero siéntate y te traigo una cerveza fría. Supongo
que sigues tomando tequila también, como siempre.
—Así
es, ¡como siempre, pero más! Ja, ja, ja. Y me urge que me cuentes tu vida de pe
a pa en estos años.
Me
siento y le cuento cómo conocí a Bruna, mi ángel salvador. Que cuando me enteré
de que lo habían detenido hice un trato para devolver mi parte de las joyas y
salir del país para no volver jamás. Le cuento cómo viví en Europa muy feliz y
tranquilo, con mi fachada de intelectual español, casado con una linda y culta
heredera. Le conté también de mi extraña sensación, que me impelía a volver a
México, y la necesidad de volver a verlo sin saber por qué o para qué.
—Ahora,
cuéntame tu vida, que debes tener una historia mucho más interesante.
—Pues
cuando me atraparon yo estaba seguro de que tú no ibas a tardar en llegar —me empezó
a contar Parches—, pero simplemente no volví a saber de ti. Estuve quince años
en la cárcel. Al principio fue terrible, pero el destino me llevó a conocer a
uno de los grandes capos del cártel de Juárez y le caí muy bien, eso me
permitió pasar esos años encerrado con un nivel de vida mejor que el que había soñado
nunca: drógas, mujeres, dinero, no me hizo falta nada. Al salir, lo alcancé en Ciudad
Juárez y empecé a manejar el negocio del que vivo hasta ahora; llamémosle
placeres carnales ¡ja ja ja!: consigo por cualquier medio, y me refiero a cualquier
medio… mujeres, niñas, niños, lo que sea que requieran nuestros adinerados
clientes, tanto nacionales como internacionales, para los más variados
apetitos. Y en realidad lo hago muy bien y lo disfruto muchísimo. No te cuento
detalles porque te podrías escandalizar.
Sentí
de repente como un mazazo. Todos los puntos se conectaron en ese momento. Supe
por fin, de un golpe lo que quería esa fuerza poderosa e inconsciente y por fin
sabía por qué estaba yo aquí.
Empezaba
a caer el sol sobre la montaña y Parches se levantó y caminó al borde de la
terraza para admirar el atardecer.
Le
dije que iba a traer mi teléfono para tomar una foto. Fui a mi cartera y tomé
la delgada hoja de obsidiana que llevaba a todos lados, indetectable por no ser
de metal, sino una joya de piedra ancestral.
Caminé
hacia él mientras nos llenaba la luz naranja del sol, tocando la montaña y
coloreando el mar. Jalé su cola de caballo y le acaricié la garganta con mi
hoja de obsidiana, de un profundo color negro, filosa… pura.
La sangre manó a borbotones y solo lo empujé al barranco. Me inundó una profunda tranquilidad. Una absoluta paz. Esa paz que solo produce la certeza de haber hecho algo bueno, por fin.
Me gustó mucho la narración y la forma de crear la historia dentro de las lagunas existentes alrededor de un hecho de la vida real. ¡Felicidades!
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