Patricio Durán
Karen Jurado se desempeñaba como visitadora médica informando sobre nuevos
productos de la industria
farmacéutica o reforzando la permanencia de los que ya se comercializaban. El consultorio
médico era el sitio ideal para desarrollar sus talentos; Karen estaba
convencida de que es en allí donde el fracaso casi universal en el arte de
conducir la propia existencia de un modo efectivo se revela plenamente con
todas sus desdichadas complicaciones, por lo que su afán era ayudar a las
personas a recuperar su salud y la alegría por vivir. Luego de terminar la
secundaria, ingresó a la facultad de medicina de la Universidad Central, quería
ser médica.
Los estudios de
medicina representaron muchos retos. En el anfiteatro de anatomía se dispuso a
practicar la disección cadavérica que realizan los estudiantes para adquirir
habilidades y destrezas. Hizo una oración en señal de respeto al cuerpo que iba
a diseccionar. El aire se sentía espeso por el olor acre del formol que no disimulaba
bien la pestilencia de los cadáveres. Karen era una mujer espiritual, compasiva
y se le hacía difícil creer que delante suyo, debajo del plástico azul, se
encontraba una persona que había vivido y respirado; alguien que amó y también
fue amado. Esto superaba a las prácticas y disecciones realizadas con ranas y
conejillos de indias en el laboratorio de biología del colegio.
El olor de los
cuerpos en descomposición fue algo a lo que Karen no pudo acostumbrarse. Tenía
un fuerte sentido del olfato, así que apenas detectó el formol, la nariz le
empezó a picar y comenzó a lagrimear. Para disimular el hedor, puso un poco de
perfume en un pañuelo, hizo un ademán y se cubrió nariz y boca. Un profesor
malgeniado detectó enseguida el gesto de Karen y la echó del anfiteatro
diciéndole ásperamente: «No tienes vocación para la noble profesión médica». Su
falta de resiliencia le pasaría una factura muy cara.
Karen presentó una
apelación ante el decanato de la facultad de medicina, lamentablemente para
ella, el decano era el profesor que la expulsó y su caso fue desestimado. Karen
no deseaba abandonar del todo la medicina, así que se decidió por la visita
médica. Tenía cierta formación en anatomía, hizo cursos sobre administración en
salud, mercadeo y ventas; además, era una mujer alegre, comunicativa, creativa,
llena de ilusiones lo que facilitaba su trabajo. Deseaba casarse con un médico
exitoso y guapo, tener hijos y una casa grande.
Karen cumplió
treinta y un años el mes pasado. Era bonita y le llovían las invitaciones a
salir. Sin embargo, no sabía por qué siempre terminaba enredada en una relación
tóxica, con hombres que no le convenían. Marcelo Méndez, ginecólogo, le causó
buena impresión desde el primer día que lo conoció. El doctor Jorge Álvarez,
director médico del Hospital General Ambato y amigo en común, los presentó
casualmente unos días atrás en que se encontraron en una cafetería. Karen y
Marcelo se gustaron desde el principio. «Creo que ustedes harían una bonita
pareja» dijo Jorge. Deberían salir y conocerse más. Karen y Marcelo se miraron
y sonrieron. «Sí, ¿por qué no?», dijo Marcelo y solicitó el número telefónico
de Karen.
Mientras conducía a su domicilio, Marcelo
pensaba en Karen. Estaba impresionado por su belleza. Para él no fue solamente su
físico, sino el trato gentil y amable de su nueva amiga por lo que decidió
llamarla. Marcó el número, empezó a timbrar y no hubo respuesta. «Más tarde
vuelvo a llamar», pensó y puso atención a la carretera.
Cuando Karen se
enteró que Carlos Montoya, el hombre con quien salía estaba casado, dio por
terminada su relación. Le costó mucho dejarlo ir, porque era de las mujeres que
idealizan a sus parejas hasta llegar a convertirlas en personajes de fantasía,
como el príncipe encantado que la rescataría de la monotonía y la soledad.
Confiaba ciegamente, por eso no se molestó en averiguar si Carlos tenía algún
compromiso, nunca se lo preguntó siquiera. Jamás sospechó de esas noches y
fines de semana que no pasaban juntos. Se decía ella misma que los hombres necesitan
su espacio privado. Se engañaba por
miedo a disgustar a su pareja. Algunas de las amistades de Karen la
consideraban una nefelibata.
Karen se dio
cuenta que creaba un mundo irreal en el cual confundía el amor verdadero con
las adulaciones y las manifestaciones rápidas de cariño. De la misma manera,
empezó a entender que todos los hombres le parecían aburridos porque ninguno
podía satisfacer sus excesivos anhelos de atención que requería para sentirse
segura. Como confiaba ciegamente en sus parejas, muchas veces resultaba presa
fácil de hombres inescrupulosos que se burlaban de sus sentimientos. Sus
relaciones amorosas empezaban siempre con gran pompa, con un éxtasis
fantástico, para luego ir declinando y finalmente se tornaban bruscas y
turbulentas.
Recuperada del mal
momento pasado con Carlos Montoya, y como Marcelo no volvió a llamar se puso a
redactar un anuncio para enviar a Tinder
y otros sitios de citas en línea con el propósito de conseguir pareja. Escribió:
«Rubia, alta, ojos azules, bien proporcionada, romántica, sensual, sexy,
generosa, inteligente, simpática, deportiva, pura dinamita…». De pronto dejó de
escribir. Tuvo su epifanía: se dio cuenta de que tenía todos los atributos que
un hombre busca en una mujer y, sin embargo, ahí estaba condenada a buscar el
amor a través de un sitio en la red. Se puso de pie inmediatamente y gritó
fuerte, con un grito de angustia, como todos los gritos que nacen de la
soledad. Lo que más ansiaba en la vida era encontrar un hombre maravilloso a
quien entregarse por entero y para siempre. Carolina Márquez, su mejor amiga,
le había advertido que «un hombre maravilloso es aquel con quien todas las
mujeres desearían estar casadas, menos su esposa».
Karen pensaba que sería
una esposa estupenda para el hombre adecuado; lamentablemente, los tipos
interesantes solamente querían usarla, otros eran homosexuales o bien no la trataban
como se merecía y el resto eran aburridos. Ya no aguantaba más, por lo que se
cambió de ropa, se puso deportiva y se fue trotando al gimnasio Fitness First que quedaba a dos cuadras
de su casa. Un poco de ejercicio le vendría bien para pensar con claridad, cumplir
con uno de sus objetivos de año nuevo: bajar de peso, además de aprender inglés
y dejar de fumar. Cada fin de año era igual, como dar siempre vueltas a la
misma noria de la cual no sale una gota de agua. Se proponía los mismos
objetivos y nunca los cumplía, pero este año se dijo que va a ser distinto y lo
primero que hizo fue apuntarse al gimnasio y esta vez no pensaba tirar la
toalla.
En el Fitness First
Karen se encontraba a gusto. Estaba
bien equipado. Era limpio, sobre
todo el baño que preocupa mucho a las mujeres su aseo. Contaba con buena circulación de aire. Por los parlantes se escuchaba
el tema Físico, de Olivia Newton-John, cuando Karen se fijó en
Patricio Saldaña, el entrenador. Como
buen cubano era extrovertido, con facilidad de palabra, vestía ropa de
marca y poseía sentido del humor. Además de jugar dominó y bailar bien,
pretendía ser buena gente, simpático y conversador. Con la
típica zalamería cubana y con su dialecto engolado envolvió a Karen, como las
arañas envuelven a sus víctimas con su seda para devorarlas más tarde. Su
autoestima, unida a una gran ambición —producto de llevar una vida llena de
necesidades y privaciones en Cuba— le hizo posible transformar sus sueños en
logros reales. Karen desdeñó las atenciones y galanterías de Patricio, pero, así
como la trucha que en principio ignora un sabroso cebo prendido de un letal
anzuelo, al fin la insistencia del pescador despierta un apetito adormecido en
la trucha y muerde el anzuelo, así Karen sucumbió ante los requiebros amorosos
y el tono melifluo de las palabras hipócritas del cubano. Ella se sumió en un
estado de limerencia por su obsesión de ser amada.
Karen
y Patricio iniciaron un apasionado romance. Parecía que por fin encontró su
príncipe encantado. Ajena por completo a las verdaderas intenciones del cubano, fue cayendo en el precipicio
del amor, del desamor, mejor dicho. Ella vivía en un mundo de emociones; tenía
una rica imaginación, activa y entretenida. La alegría de vivir la llevaba a
obrar por impulsos y a sacar provecho del momento. Él percibía la manera de pensar de Karen y enseguida supo cómo
manipular sus sentimientos. La llenaba de elogios y atenciones y ella cayó
rendida a sus pies. Además, era simpático, elocuente, encantador y buen
amante. Cuando estaban juntos
disfrutaban de su sexualidad al máximo. Lo exhibía y presentaba como su esposo, causando
las murmuraciones de la gente porque bien se sabía que no estaban casados. «¿Y
esta cuándo se casó?», murmuraban quienes la conocían.
Luego de un año de
relaciones, Patricio desapareció misteriosamente. Karen se sintió traicionada y
asqueada de los hombres.
Cierta mañana
gris, Karen recibió una llamada de un número desconocido.
—Hola —dijo la
voz— Soy yo, Patricio. Estoy en Miami.
Ella, sorprendida,
apenas pudo articular un «hola», y cuando se repuso del shock, respondió.
—¡Desgraciado!
¡Infeliz! Hasta ahora te comunicas. Creí que estabas muerto.
—Mira, Karen —dijo
Patricio azorado—. Primeramente, me disculpo por mi silencio. No fui honesto
contigo. Soy casado y tengo dos hijas. Ellas viven aquí, en Miami.
—¡Te voy a matar
cuando te vea! —gritó Karen histérica.
—Lo siento. No
regresaré a Ecuador. Sigue adelante con tu vida. Te deseo buena suerte.
—¡Estoy
embarazada!
Patricio había
colgado. Karen llamó algunas veces sin éxito. Devastada por la noticia se
recostó para no caer. Le temblaban las piernas. Luego de sobreponerse al
impacto que le causó esa llamada, se sirvió un vaso de vino tinto, a pesar de que
no podía hacerlo por su estado de gravidez. Karen se había hecho muchas
ilusiones con Patricio y ahora su castillo de naipes se venía abajo. Estaba
lamentándose, cuando recibió la llamada de Marcelo Méndez.
—Hola Karen, ¿cómo
estás?
Karen,
sorprendida, no quiso contar una historia triste, así que respondió.
—Muy bien,
Marcelo. Qué gusto escucharte —dijo con entusiasmo.
—No he podido
llamarte porque estuve de viaje. Ahora que regresé quisiera salir contigo a
comer, luego a bailar, quizás.
—¡Excelente! ¿A
qué hora me recoges?
Karen y Marcelo
iniciaron una relación formal. Él nunca se enteró que Marcelito no era su hijo.
Resultó ser el buen esposo que la valoraría y un abnegado padre como ella
deseaba.
Karen realizó grandes cambios en su vida: dejó de depender emocionalmente de la pareja y superó sus problemas de baja autoestima acudiendo a terapia psicológica del doctor Guillermo Banderas, quien la ayudó para que su matrimonio no fracase.
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