jueves, 23 de marzo de 2023

El regreso

Cecilia Escobar


A su encuentro con el padre, Lucía asistió aquel día con su traje largo de caperuza oscuro. Este le cubría la cabeza y ocultaba parte de su rostro empapado a menudo por la lluvia de sus  lágrimas.

Lo encontró como permanecía en sus recuerdos, muy delgado, desplomado sobre su catre, cual soldado herido. Con su ojo derecho destrozado y encarnecido, como atravesado por una lanza. Tenía el rostro demacrado y la boca en un gesto agrio de dolor profundo, sin embargo, no se quejaba. La enfermedad le había robado la fuerza, el garbo y la belleza, pero no  lograba  arrebatarle la dignidad. A pesar de los reproches que albergaba su corazón, Lucía sentía gran admiración y respeto por su padre.

Se adentró unos pasos contemplando la cama con sábanas blancas y pulcras sobre la que él descansaba. La habitación parecía haberse empequeñecido con el tiempo. Observó la pared de  cemento sin pintar, el piso color ocre. Sobre la mesita de noche un libro de bolsillo: «Propiedades curativas del limón, el ajo y la cebolla», una imagen del señor de los milagros, un vaso con agua, varios analgésicos. En el aire sintió el olor a medicamentos caseros y ese hedor a herida abierta que la había perseguido durante casi toda su existencia. El tumor maligno se había abierto paso interiormente desde la nariz hasta la cavidad del ojo derecho, del cual quedaba solo una masa de carne sobresaliente.

El padre abrió el único ojo que le quedaba, respiró intensa y pesadamente al notar la presencia de su hija. Ella en cambio, permaneció inmóvil, cabizbaja, pensativa. Hasta entonces —desde hacía tres meses cada jueves al bajar al sótano de sus recuerdos para ir al encuentro con su progenitor, durante la terapia de autoregresión— se había quedado en el umbral de la puerta de aquella habitación sin atreverse a entrar del todo. Requería de algo más que valentía para franquear la barrera espacio-tiempo que existía entre ella y él. Había pasado más de treinta años desde aquel fatídico día. En el pecho aún le dolía su partida.

Lucía siguió allí de pie sin atreverse a mirarle a los ojos, él en cambio con mucho esfuerzo se los buscaba con insistencia. Una tormenta se desató en su cabeza y la hizo salir de súbito del trance. Se sintió frustrada al verse de nuevo en la realidad de su apartamento.

Llevaba varias semanas sintiendo que la vida le quedaba grande. Le faltaban las fuerzas para afrontar las olas del mar de su desesperanza. Sola y con dos hijos que alimentar, volvían a ella los fantasmas del pasado y la añoranza del padre que siempre le había hecho falta.

Conservaba recuerdos gratos de su progenitor; sin embargo, una extraña mezcla de amor y reproche sentía al recordarlo. Por eso algunas noches, se desconectaba de su realidad para volver al ayer y rebuscar detalles perdidos entre los escombros de su memoria.

Ella sabía que para navegar en las turbulentas aguas de los recuerdos de infancia, allí donde la mayoría de las enfermedades echan ancla, era necesario un especialista. Pero eso de hacer un contrato invisible de confiabilidad, volverse transparente ante los ojos de alguien, abandonarse con toda confianza, no era una de sus fortalezas.

Sin embargo, cuándo la pena persiste, es necesario mirarle a la cara. El dolor de la pérdida no es algo que pueda esconderse en algún rincón secreto, con el tiempo siempre hace grietas abriéndose paso hacia la superficie. También es difícil comprender la muerte cuando se tiene ocho años, a menudo porque no te dan explicaciones concretas. La gente mayor, en su ignorancia, tiende a usar eufemismos como: «No está muerto, está dormido», «…se ha ido al más allá». Aunque de niños sabemos que la muerte es inherente a todos los seres vivos, a  esa  edad cuesta entender que es algo permanente e irreversible.

Al hacerse mayor, Lucía se dio cuenta de que su falta de comprensión había afectado siempre su capacidad para procesar lo ocurrido y afrontar emociones en situaciones cotidianas. No recordaba haber llorado la muerte de su padre, cargaba en cambio con ella una inmensa y destructiva rabia. Llorar es una forma socialmente aceptada para expresar el dolor, pero la pérdida de un ser querido desencadena diferente tipo de emociones, que no está bien visto mostrarlas.

Toda herida sangra y la suya llevaba mucho tiempo haciéndolo, con los años se había convertido en una llaga supurante y pestilente. No quería estar encadenada de por vida a ese tormento. Decidió que era el momento perfecto para enfrentar su pasado, aunque solo ocurriera en su imaginación. Cerró los ojos y cubrió su rostro con las manos para no verse sobre el sofá gris de la sala de su casa que le servía como diván, especialmente aquellas noches en las que su alma zozobraba.

Volvió a sentir en su nariz ese hedor que le recordó sus erróneas construcciones internas: su odio por los hospitales, su repelencia por la gente débil y enferma, la necesidad de sentirse invencible. Supo entonces que estaba otra vez junto a él.

Lo miró por fin a la cara, perdiéndose en el verde océano de su mirada transparente. Había en él un amor profundo, pero también una infinita tristeza. Parecía que, en silencio, había suplicado mil veces por unos cuantos años más de vida junto a sus hijos.

Una avalancha de recuerdos se amontonó en su mente: su padre aferrándose a la vida, una vida cuyo único paliativo eran muchas dosis de morfina. Los cuidados de su madre y la esperanza de sanación conservada hasta el final.

«Maldita enfermedad. Me quitaste lo que más amaba» —pensó con rabia.

Lucía se quebró. Este no era el plan. Había venido del futuro a reprocharle su muerte, la orfandad, la miseria y las carencias en las que quedaron sumidos ella, su madre y sus hermanos.

No fue capaz de articular palabra alguna, sintió vergüenza al darse cuenta de que, él no había elegido ese destino fatal. Y así de pie ante su lecho, se quitó la caperuza que aquel día pesaba  más  que  de  costumbre y le producía frío. Empequeñecida otra vez y ahora vestida de lino, se acercó abrazándose a su pecho y gimió amargamente por todos los años que no había podido llorar su partida. No hubo reclamos por su parte. Él la contempló en silencio, acariciando con sus manos huesudas y rasposas su cara morena y sus cabellos rizados. Así permanecieron largo rato.

1 comentario:

  1. Hermoso!!!ese dolor tambien lo llevo...y con este cuento encontre consuelo

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