Omar Castilla Romero
Al final te das
cuenta que tenías razón, aunque no te alegras de ello. Descubres que mentir
para proteger del dolor a otro termina siendo peor. Sueltas esa piedra de
Sísifo que es para ti el temor a que algo terrible pueda pasar, al salir del
trabajo o a la vuelta de la esquina, convirtiendo tu vida en un incesante
mosaico de posibles tragedias. Evocas los recuerdos de tu infancia, el olor a
guayaba impregnado en las canciones de José Luis Perales que escuchaban en casa
de tu mejor amigo o el picor agridulce de la piña madura inmerso en las cumbias
de tu región. Pero también llegan los recuerdos más remotos del miedo: a la
oscuridad y a los santos con sus rostros ocultos tras el altar. Creces con el
temor a cuestas y un día ocurre algo que te cambia la vida. Te has mudado a la
capital de la provincia después de terminar tu carrera y trabajas en la
urgencia de un concurrido hospital. Un día, haciendo la ronda médica,
encuentras en un cubículo a un paciente extranjero. Ingresas a examinarlo, pero
notas que los demás se abstienen de entrar. Cuando volteas a ver, te están
llamando por medio de señas.
—Venga para acá
doctor —musita la enfermera—, este paciente viene de África y no se sabe lo que
tiene.
Era el tiempo
del brote de Ébola en el Congo, así que te marchas a casa despavorido. Pasas
noches sin dormir pensando en que morirás de forma terrible con la sangre
escurriéndose por tus poros. Por suerte unos días después te informan que se
trata de paludismo. Le cuentas lo ocurrido a Ranita, tu novia, a quien llamas
así por su traslúcida piel que permite ver el vino tinto bajar por su garganta.
—¿Cómo es
posible que no me hubieras dicho? —te reclama—, nos hemos podido morir todos.
Tú respondes que
no es para tanto, que se relaje. Sin embargo, el germen ha sido sembrado, no el
del Ébola, por supuesto, pero sí el de la paranoia. Empiezas a pensar que en
cualquier momento en algún lugar del mundo aparecerá una peste que arrasará la
humanidad y cada vez que oyes sobre una nueva enfermedad dices ahí está. Pero
no, el mundo sigue igual, solo que ahora tus amigos te miran como un bicho
raro, obsesionado con teorías conspirativas. Pasado un año te has imaginado
todos los fines apocalípticos posibles y el temor te lleva a aislarte de todos,
incluso de tu novia y con los días sientes tal tranquilidad, que te hace
comprender que es mejor estar separados. Ranita decide aceptar una oferta
laboral en otra ciudad y se marcha. Después de un tiempo sin hablar, una noche
la ves en la ciudad amurallada, te acercas a saludarla, pero no lo logras por
más que lo intentas y te despiertas a medianoche con la respiración agitada,
teniendo el mismo sueño durante varias semanas, hasta que la llamas.
—Hola Ranita,
que alivio escucharte, no sabes cuanto te extraño.
—¿Ah sí?, pues
no se nota.
—Había pensado
que era mejor no llamarte, pero la verdad sueño todo el tiempo contigo y
quisiera que nos diéramos otra oportunidad.
—La verdad,
ahora yo soy quien se quiere tomar un tiempo.
Luego en el
trabajo conoces a una rubia de ojos grandes y expresivos a quien llamas
Abejita, debido a su gusto por las flores, te enamoras de ella,
se van a vivir juntos y empiezan a hacer planes para casarse. El problema es
que no le has contado la nueva situación a Rana. Una navidad encuentras gente
agolpada frente al televisor de la cafetería y preguntas ¿qué pasa? Te
responden que un virus está matando a la gente en China. Miras las imágenes de
personas desplomándose en la calle y del personal de salud con trajes de
bioseguridad. En año nuevo cierran la ciudad y el mundo aprieta el culo
esperando que se logre contener la epidemia. Hay una calma aparente que genera
la sensación de que está bajo control, incluso en una fiesta, escuchas decir:
—Ese virus es
solo una gripita, más peligroso es el doctor Increíble —refiriéndose a
un compañero de estudios tan malo, que era increíble que se hubiera graduado.
Sin embargo,
unas semanas después, la enfermedad se ha propagado por el viejo continente y
de nuevo ves imágenes inauditas, con salas de urgencias atestadas de pacientes
en camillas y reportes de muertes diarias impensables un año atrás.
—¿Qué te parece
esta locura? —le preguntas a doctor Camus, otro amigo que se definía a sí mismo
como existencialista.
—Terrible, si
así les va a ellos, ¿te imaginas a nosotros?
—Ajá, pero ¿qué
vamos a hacer?
—Lo mismo que los
monjes durante la peste negra, que dicho sea de paso eran los médicos.
—¿Hablas de irse
a esconder a los bosques?
—En realidad me
refería a dar lo mejor hasta el final —te responde encogiéndose de hombros—,
por eso, se me ocurre que compremos máscaras de alta protección.
—Y ¿sí
funcionan?
—Eso lo sabremos
cuando las empecemos a usar.
Sigues
trabajando y te obsesionas al punto, que cualquier paciente que tosa en frente
tuyo lo consideras un posible portador, así haya ingresado por un balazo. Cuando
llega la máscara, andas con ella por todas partes y no dejas que nadie se
acerque a dos metros de distancia, por lo que empiezan a decir que te estás
volviendo loco. Pero la protección funciona y sigues sin enfermarte. Todos los
días envías pacientes a terapia intensiva y debes elegir entre los que están
más graves. Empiezas a notar que esta enfermedad es diferente a cualquiera que
hayas conocido, puesto que personas con oxigenación muy baja, hablan por video
llamada como si nada, antes de ser conectados a un ventilador. No olvidas al
abuelo que alcanzó a escribir una carta cuya última frase decía «misión
cumplida». Pero con los días vas vislumbrando la magnitud de la tragedia,
porque por mucho que se haga, los pacientes no mejoran y el día menos pensado
fallecen. Por si fuera poco, transcurrido un mes de trabajo el agotamiento hace
mella en el personal y algunos compañeros terminan hospitalizados. Una noche
que llegas a casa encuentras a Abejita viendo el noticiero.
—Mira qué
locuras —dice— hablan del cartel de la pandemia, donde pagan treinta millones
de pesos por paciente.
—Increíble tanta
desinformación —respondes indignado—, si así fuera ya anduviéramos en Audi.
Dime, ¿habrá alguien qué pueda beneficiarse de esto?
—Quién sabe, de
pronto a alguno se le ocurra escribir sus vivencias, al estilo del Decamerón.
—Aun así, falta
ver que tan bueno pueda ser. El caso es que no concibo que crean tantas
mentiras.
Pero tú también
te crees las tuyas y ese es el comienzo del fin. Como no existe un medicamento
efectivo para la enfermedad, todas las esperanzas están puestas en la vacuna.
El problema es que para fabricar una se necesitan por lo menos diez años. Sin
embargo, al cabo de doce meses anuncian que está lista, ¡cómo es esto posible!,
¿acaso quieren experimentar con la gente? Tus dudas se refuerzan al ver el
video de un «exgerente de farmacéutica» diciendo que se trata de un plan de
control global, por lo que decides no vacunarte. Visto en retrospectiva fue un
error cabal. Comprendes que el motivo por el que las vacunas demoran en ser
terminadas se relaciona con el presupuesto disponible y nunca en la historia
hubo tanto dinero para conseguir una.
La cereza del pastel
es el mensaje de Rana informándote que se había quedado sin trabajo, como
tantos durante la pandemia y regresa a la ciudad, en ese momento te das cuenta de
que has sido cruel al no decir la verdad, creándole falsas expectativas.
Decides verla para aclarar todo, pero terminas sucumbiendo al suave olor de los
recuerdos, al calor de su piel. Tienes la intención de decirle la verdad antes
de irte, pero no lo haces. Durante esos días te ves pensativo y en una
celebración de cumpleaños en el hospital, doctor Camus te pregunta:
—Bueno, ¿y qué
te pasa compadre? —Le cuentas lo ocurrido y él responde— La verdad no quisiera
estar en tu pellejo.
Por esos días
Abejita manifiesta estar aburrida del encierro y qué quiere ir a la fiesta
clandestina que se hará el fin de semana, al comienzo te niegas, pero terminas
aceptando, aunque le adviertes que llevarás tu máscara de alta protección.
—Ni loca voy
contigo así —te dice—, ¿qué crees?, ¿qué vamos a una fiesta de disfraces?
Al final te pones un tapabocas y no te lo quitas
durante toda la fiesta, sufriendo cada vez que Abejita se baja el suyo para
tomar un trago. Unos días después, te llama tu ex diciéndote que se ha
contagiado, luego de lo cual presentas malestar general por lo que Abejita se
siente culpable al pensar que te enfermaste en la fiesta. No te atreves a
sacarla de su error y con el paso de los días empiezas a sentir mayor debilidad
hasta que te llevan a la clínica, donde te atiende tu mejor amigo, ingresándote
a terapia intensiva para administrarte oxígeno.
Al siguiente día
te sientes mejor, respiras tranquilo y los monitores muestran bien tus signos
vitales. Es el momento de hacer las videollamadas por lo que se acerca la
enfermera con celular en mano.
—Buenos días,
¿con quién desea hablar? —te pregunta—, lo han estado llamando dos damas.
—Buenos días,
¿podría decirle a doctor Camus que venga acá?
—Claro que sí,
con gusto —te dice, volviendo al rato con tu amigo.
—Qué pasa
hermano —te pregunta.
—Por favor
sácame de un apuro, imagínate que voy a recibir la llamada de Abejita, pero
Rana también quiere comunicarse conmigo, así que necesito que hables con ella y
la distraigas.
—Uy llave,
pero que enredos los tuyos.
Hablas con
Abejita y estás decidido a confesar la verdad, sin embargo, al ver sus
lágrimas, te arrepientes.
—Perdóname —le
dices llorando.
—¿Por qué te voy
a perdonar?, si tú solo me has hecho feliz.
Terminas la
llamada y unos minutos más tarde vuelve doctor Camus.
—Qué favores
pides compadre, esa mujer me preguntó lo mínimo, le tuve que decir que estabas
grave y no podías hablar.
—¿Y te creyó?
—Creo que sí.
—Promete qué si
me pasa algo, les dirás la verdad.
—Lo harás tú
mismo cuando te recuperes.
Tu amigo se
marcha y quedas pensativo. En las siguientes horas vuelves a respirar mal por
lo que requieres cada vez más oxígeno. Doctor Camus regresa, te pone una nueva
máscara y luego se va a continuar sus actividades. Al volver en la mañana te
encuentra de nuevo desaturado y decide conectarte a un respirador.
—Hermano, debo
intubarte —te dice colocando su mano en tu hombro—, ánimo que de esta sales.
Lo miras fijo y
respondes: —Te lo dije pendejo, que algún día sucedería algo así.
—Nojoda,
cómo te puedes alegrar de eso —te contesta conmovido.
Te miras desde
arriba acostado en una cama. A pocos metros en la sala de espera está Abejita
llorando desconsolada sin saber que unos pasos más allá, hay otra mujer que
solloza por el mismo motivo. Frente tuyo está tu amigo con expresión de
impotencia. Comprendes que, si no sobrevives, no será capaz de decir la verdad
para no afectar el recuerdo que de ti ellas tienen. Intentas levantarte de la
cama, pero ya es tarde, estás bajo el efecto de los sedantes y tu cuerpo no
obedece. En ese momento se te revela algo fundamental: unos días antes, cuando
estabas sentado en la cafetería celebrando con tus compañeros, accediste a
quitarte la máscara para tomar un refresco y en un descuido bebiste del vaso de
otro. Tu consciencia se contrae y puedes ver los nefastos microbios coronados con
espinas que pululan por millones en la superficie del vaso, entran a tus
células y utilizan su maquinaria para multiplicarse, haciéndolas explotar. Este
ciclo se repite una y otra vez, llevándote al punto donde estás. Ellas lo
desconocen y sabes que se culparán por lo ocurrido, así que decides ver más
allá del tapiz de las causas y efectos, comprendiendo que es posible que un día
sepan la verdad de forma extraña. En ese instante entiendes que el fin del
mundo coincide con el último día de tu vida.