martes, 24 de abril de 2018

Loquito


Horacio Vargas Murga


Era el regalo más inusual que había recibido en su vida. Desde que empezó a trabajar como ingeniero obtuvo diversos obsequios de parte de sus trabajadores de construcción civil: frutas dulces que acariciaban el paladar; verduras suaves que transitaban libremente por el estómago; legumbres exquisitas; carnes con un sabor y textura envidiables; cuyo sonido y olor al cocinar despertaban una salivación repentina y unas ganas imperiosas de deglutir; hasta comida con un aroma que impregnaba todos los sentidos, pero esta vez uno de ellos apareció en la casa con un gallito de pelea. «Para que se entretenga al verlo pelear, ingeniero», dijo con emoción el modesto señor de estatura pequeña, tez trigueña y chompa de lana gris. Mi hermano lo recibió con una mezcla de sorpresa y agrado.

Dentro de casa, mi hermano llamó a toda la familia: mis padres, mi hermana, mi cuñado, mis dos sobrinas y yo. Meciendo al gallo en el aire, exclamó: «¡Miren lo que me han regalado!». Entre sus brazos, el gallo se mostraba tranquilo, sus ojos se mantenían alertas, mirándonos con cierta extrañeza, ladeando el rostro, como hacen las aves. Era agradable ver esa figura reluciente, con una mezcla de colores en su plumaje: cabeza roja, cuello anaranjado, cola azul; pecho y tronco en una combinación de esos tres tonos. Su belleza era impresionante, mucho más que en las revistas o pinturas.

Lo colocó en el jardín interior de la casa, pero él prefería deambular por el patio, junto al colgador de la ropa. Desde aquel día, pasó a ser el centro de atención de la familia. En una oportunidad, cuando caminaba por el pasadizo, sentí un picotazo cerca del talón derecho. Al voltear vi al gallito cuadrado frente a mí, como si esperara algo. Se me ocurrió alzar el pie y enseñarle la punta de mi zapato. Fue entonces que levantó las alas y empezó a realizar una danza en círculo, luego saltó sobre mi zapato colocando su pico sobre la punta, a la vez que propinaba patadas y aletazos consecutivos. Me pareció sumamente gracioso y divertido. Todos los días la escena fue repitiéndose. Previamente llamaba a varios miembros de la familia para que vieran este memorable espectáculo, que siempre entretenía a todos. Mi hermano riéndose dijo en una ocasión: «Se pone como un loco, es un loquito». A partir de ese momento, todos en casa empezamos a decirle: Loquito.

En otras oportunidades lo cogía con mi mano y lo elevaba lo más que podía paseándolo por la sala. Mi hermano se intranquilizaba y me decía: «¡Bájalo, lo vas a marear!». Otras veces lo ponía sobre mi hombro y camina con él, quien se mantenía inmóvil y vigilante. Mi hermano, otra vez intervenía: «No lo pongas en tu hombro, no es un loro». Mis sobrinas lo colocaban sobre sus piernas y lo acariciaban con mucha ternura. Se encantaban con la textura suave y el color de su plumaje. Mi hermano al verlas les increpaba: «No lo acaricien mucho, se va a volver maricón».

A los pocos meses, mi madre recibió de regalo una pareja de pavos por parte de un ahijado. Colocamos en el jardín a los nuevos inquilinos. El gallito al ver al pavo emprendió un feroz ataque, pero el pavo huyó subiéndose a un árbol, desde el cual miraba aterrado mientras le latía una vena en el cuello. La pava enseguida se arrojó contra el gallito sin darle opción a defenderse, y con fuertes aletazos, picotazos y patadas, lo lanzó al aire. El gallito se recuperó inmediatamente y le devolvió la golpiza, por lo que tuvimos que intervenir para que no continuaran haciéndose daño. Después de ese episodio convivieron sin mayores conflictos, pero sin relacionarse mucho, llevando sus vidas de manera independiente.

Semanas después mi madre recibió una gallina de una prima. Era grande, casi redonda, gorda y anaranjada. Desde que la vio el Loquito, mostró un interés especial. Era gracioso verlos juntos, ya que ella lo duplicaba en tamaño y grosor. Empezó a llamarnos la atención que, cuando le servíamos maíz, el gallito no ingería ni un solo grano.  Mis sobrinas lo cargaban y le acercaban con la mano los granos de maíz a su pico. Igual se negaba a comer. Cansados de insistir lo dejaban en el patio junto con los granos en el suelo para que coma solo. Lo sorprendente era que después de un tiempo, cuando pasábamos por el patio, ya no estaba el gallito ni tampoco los granos. Decidimos hacer una prueba, lo dejamos con los granos y nos fuimos, pero permanecimos cerca de la puerta. Él se mantenía parado y miraba de reojo. Pasados unos minutos empezó a emitir un sonido agudo: «cocococo, cocococo». La gallina apareció y se acercó con grandes pisadas que retumbaban sobre el piso. Al llegar al lugar, con picotazos furibundos arrasó con todos los granos. Fue entonces que una de mis sobrinas dijo: «Es un sonso».

En los días siguientes esta misma escena se volvió a repetir, para fastidio de los espectadores. Sin embargo, al quinto día, el gallito introdujo una variante. Mientras comía la gallina, empezó a danzar como lo hacía cuando iba a pelearse con mi zapato y luego saltó sobre ella, cogiéndola por la cabeza con su pico, mientras agitaba las alas emitiendo fuertes sonidos. Fue allí que entendimos su verdadero propósito. Lamentablemente, sus intentos eran en vano. La gallina se resistía y aprovechando su tamaño y grosor, terminaba tirándolo contra el suelo.

El tiempo pasó y el gallito era como un miembro más de la familia. En una oportunidad le dije a mi hermano:

—Es un gallo de pelea y hasta ahora no ha peleado con otros gallos, creo que es conveniente que lo entrenemos.

—No, todavía no, más adelante.

—Lo estamos criando como una mascota.

—¡Yo soy su dueño y decidiré cuándo hacerlo!

No insistí más, sabía que nunca lo convencería, era difícil que un joven de veintitrés años convenciera a un ingeniero que ya había pasado los treinta años. Mientras tanto, las peleas entre el gallo y mi zapato eran cada vez más intensas, tanto que ya me estaba doliendo el pie. El tiempo pasaba y la situación se mantenía igual, hasta que llegó un nuevo gallo a la casa. Lo envió un primo que vivía en la sierra. Era grande, gordísimo, de plumas blanquísimas y cresta colorada. Cuando estuvo en el jardín de la casa, se mostró desconcertado frente a la pareja de pavos y al gallito que lo miraba receloso. Fue entonces que el gallito empezó a cuadrarse y mi hermano lo cogió inmediatamente diciendo: «Mi Loquito no se chupa, llamaremos a toda la familia para que vean cómo mi gallito lo suena a este gallo».

La familia en pleno se acercó al jardín y mi hermano soltó al Loquito, que de inmediato se cuadró frente al enorme gallo y empezó con su baile característico. Poco después arremetió contra este, quien recibió el embate desconcertado y respondió de la misma forma, entablándose una pelea pintoresca, semejante a la de los coliseos, que  terminó cuando el gallo grande puso su pata sobre el cuello del Loquito, que se encontraba empolvado y vencido. Mi hermano le tiró una patada gritándole: «¡Abusivo!» y recogió del suelo a su gallito de pelea que estaba medio adormecido. Al ver un rastro de sangre dijo: «Esta sangre está sobre su pico, es del otro gallo, le ha sacado sangre mi Loquito, él ganó la pelea». Nadie se atrevió a contradecirlo ni se comentó la pelea. Al día siguiente el gallo grande fue sacrificado y repartido en nuestros platos junto con un tallarín rojo, cuyo sabor, olor y textura deleitaron a toda la familia.

Se acercaba mi cumpleaños y tendríamos visitas en la casa. Mi madre tomó la decisión de sacrificar a los pavos y a la gallina. Ese día comimos a lo grande y la pasamos muy bien, pero no sucedió lo mismo con el gallito. Estuvo buscando a la gallina por todas partes, emitiendo su característico: «cocococo, cocococo». Nos daba mucha lástima verlo así. Continuó varios días con esa conducta. Decidimos comprar una gallina, esta era más pequeña y más joven, tenía el plumaje plomizo. Sin embargo, el Loquito no mostró mayor interés por ella y al final nos la terminamos comiendo.

El gallito dejó de cantar en las mañanas y se le veía siempre cabizbajo, cada vez comía menos, su plumaje poco a poco se iba desluciendo. Un día empezó a estornudar y agitarse. Mi hermano dijo: «Tiene moquillo, eso les pasa con frecuencia a las aves». Mi madre le dio un preparado que funcionaba bien con los pollos que hemos tenido en la casa, pero él parecía no responder. Poco después, mi hermano y yo lo encontramos tendido en el patio. No se movía ni reaccionaba. Al cogerlo estaba húmedo. Había fallecido. Todos tuvimos una pena enorme. Lo enterramos en el jardín y colocamos un cartel con su nombre.

Siempre lo recordaremos con cariño, como alguien de nuestra familia. A pesar de que nunca peleó en un coliseo, siempre mostró su valentía innata, además fue romántico y sensible, quedando su imagen grabada en nuestra memoria.

viernes, 20 de abril de 2018

La amenaza Huaorani


Paulina Pérez


Antonio asistió al sorteo de su plaza para hacer la medicatura rural resignado a tener que vivir un año en algún lugar donde las comodidades de la ciudad tardarían todavía mucho en aparecer. Más de mil nuevos médicos eran convocados en un coliseo de la ciudad capital para asignarles su lugar de trabajo. Los diez mejores egresados podían escoger el sitio en el que les gustaría trabajar y luego se asignaban de acuerdo a las diferentes categorías: primero estaban los discapacitados, luego las mujeres embarazadas, madres con hijos menores de cinco años, mujeres casadas con hijos, mujeres casadas, mujeres solteras, luego los hombres casados y por último los hombres solteros. Antonio pertenecía a la última categoría y como es de suponer, ya no quedaba mucho de donde escoger.

Antonio buscó en el mapa las plazas que iban quedando y el nombre de un poblado le llamó la atención: Canelos, ubicado en el corazón de la selva. Preguntó a qué tiempo quedaba de la capital de provincia y el coordinador le informó que eran apenas unos veinte minutos, omitiendo que esos veinte minutos eran en avioneta. Una vez aceptada la plaza era imposible cambiarla así que recibió las credenciales y empezó a planificar su viaje a Canelos.

Antonio tenía una gran vocación de servicio, la medicina le apasionaba, a todo lo que hacía en nombre de ella le ponía mucho entusiasmo y dedicación.

La fecha de ingreso a los puestos médicos se acercaba y Antonio tenía casi listo su equipaje y una buena cantidad de provisiones para no pasar necesidades su primer mes selva adentro, hasta  determinar qué alimentos debía llevar y cuales podría comprar o conseguir en aquel lugar al que le dedicaría un año de su vida. No había refrigeradora, la luz eléctrica provenía de un generador de luz a diésel que alcanzaba para una iluminación mínima y mantener encendido el radio transmisor, imprescindible en sectores alejados como ese.

Antonio era un joven de cabellos negros, piel blanca, alto y delgado; alegre y entusiasta. Si bien es cierto que le asustaba un poco esta nueva aventura en un lugar tan distante y en condiciones bastante precarias, también le animaba mucho. «Es fácil cuando hay de todo y es una gran experiencia  lograrlo con apenas lo mínimo indispensable», respondía cuando alguien se quejaba de que faltaba algo o de las duras condiciones en que se ejercía la medicina, incluso en los hospitales públicos de las grandes ciudades.

Era el último lunes de septiembre cuando Antonio arribó a Canelos. A primera vista parecía que la única casa allí era la del centro médico, la pista de aterrizaje y un tupido bosque alrededor de ella era todo el paisaje, se podía escuchar el río aunque no verlo.

Una vez dentro de la casa que sería la vivienda, el consultorio médico y el odontológico; el piloto, un estadounidense de unos cincuenta años, parte de la misión evangélica que se hallaba asentada en la zona y el administrador del ministerio de salud que haría oficial el inicio del año rural, con firma de actas de entrega y recepción, enseñaron a Antonio el uso de la radio, del generador de luz y de los lugares donde había que darle ligeros golpecitos cuando dejara de funcionar o se negara a hacerlo. Luego de una conferencia rápida sobre lo importante del uso de las botas de caucho, del mosquitero y los bichos grandes que solo asustaban y aquellos pequeños, mortales enemigos, partieron dejando a Antonio solo en aquella vivienda de madera y techos de eternit.

El médico recién graduado se puso de inmediato manos a la obra; limpió todo el lugar con mucho esmero y en eso se le fue el día, cuando el cansancio le iba ganando se dio cuenta de que no había comido nada, abrió una lata de atún y se hizo unos emparedados para engañar el hambre hasta que la verdadera comida estuviera hecha y así cenar decentemente.

A la mañana siguiente decidió dar un paseo por los alrededores, iba uniformado, en previsión de que, si se encontraba con alguien, esa persona supiera que él era el nuevo médico y no un extraño del que había que esconderse y tener mucho cuidado. La vegetación era tan espesa y tan verde que los colores de las flores de algunos árboles se veían más intensos, volviendo el paisaje una obra de arte natural y única. Pudo observar que había algunas construcciones de madera muy alejadas entre sí.

Varios niños de ojos achinados con sus característicos taparrabos salían a su encuentro, tocaban su mandil, su mano y corrían a esconderse dejando escuchar sus risas.

El tercer día abrió el centro médico y esperó a los posibles pacientes. Ese día conoció a quien sería su auxiliar de enfermería y gran amiga. Irma, había nacido en una provincia de la sierra andina, luego de terminar sus estudios, decidió probar suerte en el oriente ecuatoriano junto a su esposo. Lograron comprar una buena extensión de tierra por los bajos costos en esa zona y su esposo se dedicó a hacerla producir mientras ella trabajaba en el centro de salud.

El entusiasmo de Antonio contagió a Irma y juntos diseñaron planes de visitas, campañas de vacunación, desparasitación, charlas para prevenir las picaduras de serpientes. A veces caminaban hasta dos días para llegar a uno de los caseríos y ayudar a la gente. Cuando Antonio había cumplido tres meses desde su llegada a Canelos, le fue asignado un odontólogo. Jorge tenía la misma edad de Antonio, había entrado a la escuela de odontología después de haber reunido dinero para poder pagarse la carrera, era un gordito simpático de abundante cabellera, la piel ligeramente oscura, pequeño y muy risueño, además de excelente cocinero lo cual fue un alivio para Antonio, estaba harto de sopas de sobre, atunes, sardinas y galletas de sal. Jorge se encargaba de las tres comidas diarias y Antonio de la limpieza.

Las semanas transcurrieron con días maravillosamente soleados y otros de clima tormentoso, al igual que días de trabajo intenso y otros más calmos. Unos tres buenos sustos que con la llegada a tiempo de la avioneta no pasaron a mayores y la muerte que siendo parte de la vida también oscureció los ánimos un par de veces.

Antonio trotaba todos los días alrededor de la pista de aterrizaje y un día encontró a varios indígenas muy asustados. En el sector habían dos tribus: los Shuaras y los Huaoranis. Los Shuaras eran más sedentarios y podría decirse que algo occidentalizados. Los Huaoranis eran nómadas guerreros, tenían fama de invadir otras tribus y llevarse mujeres y animales, colocando, previó a sus ataques, trampas y ollas con chicha a manera de señal.

Antonio convocó una reunión que se llevó a cabo en la vivienda de uno de los vecinos del centro de salud para enterarse bien del problema y planificar con la gente una defensa. El odontólogo e Irma se quedaron afinando detalles y Antonio regresó a la casa a terminar el informe diario de labores y dejar listas algunas cosas en caso de que la amenaza fuera real y se retiró a dormir.

Antonio se conocía de memoria el lugar de su temporal residencia, tanto que si ameritaba levantarse en la noche por alguna razón, no necesitaba encender la linterna. La madrugada estaba muy calurosa, salió de la cama y se dirigió hacia la cocina por agua entre dormido y despierto, al llegar a la mitad de la sala, sintió un golpe tan fuerte en el torso que perdió el equilibrio y cayó. Se incorporó rápidamente y puso sus brazos de manera que si el agresor quisiera apuñalarlo no le llegara a ningún órgano. Sintió un bulto y lo empujó con todas las fuerzas que el instinto de supervivencia da y nuevamente recibió un fuerte golpe que lo echó abajo. La pelea siguió, hasta que Antonio viéndose incapaz de someter a su atacante gritó: «¡Jorge, nos matan!».

Jorge, que tenía un sueño pesado, no había sentido nada, pero el grito de Antonio fue tan fuerte que lo despertó de un tirón.

Jorge se apresuró a buscar la linterna y la encendió, pasaron apenas unos segundos y dejó salir una carcajada.

Al salir de la reunión convocada por la amenaza Huaorani, a Jorge le habían obsequiado una cabeza de plátano verde; al llegar a casa la había colgado en una de las vigas en medio de la sala para ponerla en la cocina al día siguiente y como Antonio dormía profundamente no pudo avisarle.

Pese a sus nudillos sangrantes Antonio también se echó a reír.

Jorge y Antonio todavía pierden el aliento de tanta risa cuando recuerdan la amenaza Huaorani que le costó la vida a una cabeza de plátano verde.

Y con nostalgia, los ojos algo húmedos y una sonrisa, los habitantes de Canelos también rememoran cuando, ruidos extraños y después grandes risotadas de los «doctorcitos» rompieron el silencio de la noche.

jueves, 19 de abril de 2018

El pasado

Adrián González



La majestuosidad de la antigua catedral y el tono solemne del sacerdote, invitan a los devotos a mirar al cielo. «El Señor esté con nosotros. Lectura del libro de Eclesiastés, capítulo tres, versículos uno al ocho», se escucha, mientras todos se ponen de pie. «...Leamos: Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de cosechar; tiempo de matar, y tiempo de curar…». Parado en la sexta fila, Renato cierra los ojos, «tiempo de matar», retumba en su cabeza. «…Tiempo de destruir y tiempo de edificar; tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de callar, y tiempo de hablar…», continúa el clérigo, en tanto «destruir, llorar», son las únicas palabras que él escucha apretando los puños. «…Tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz. Esta es palabra de Dios», concluye la lectura. «Te alabamos, Señor», responde al unísono la congregación. «Abre, Señor, nuestros corazones, para que comprendamos tu palabra y la pongamos por obra», dice por último el sacerdote, en tanto los feligreses se sientan. «¡Señooor, ten piedad de nosoootros! ¡Señooor, ten piedad de nosoootros!...», se escucha el canto del coro desde lo alto del templo, a espaldas de los fieles, haciendo eco en la cúpula principal, mientras los diáconos recogen las limosnas.

—¿Cuándo fue la última vez que te confesaste, hijo? —pregunta el párroco desde el interior del confesionario.

—Nunca me he confesado, padre, esta es la primera vez —reconoce Renato en voz baja y de rodillas.

—Pero, supongo que cumpliste con el primero de los sagrados sacramentos. ¿Fuiste bautizado?

—No lo sé, padre —responde.

—¿Crees en Dios todopoderoso y en Jesucristo su único hijo, nuestro salvador?

—Sí, padre. ¡Sí creo! —declara con firmeza, mirando de reojo a su esposa del otro lado del templo, mientras esta prende una veladora y procede a persignarse ante la imagen de La Inmaculada Concepción de María, a quién le reza todas las noches por un hijo.

—Te escucho.

—No sé por dónde empezar —susurra Renato, con voz temblorosa, en tanto le vienen a la mente escenas violentas de su juventud, cuando fue pandillero y peleaba hasta con los dientes, robaba para subsistir y secuestró a un niño, pero sobre todo recuerda…—, hace muchos años maté a un hombre y, ahora debo matar a otro.

Es sábado; como de costumbre Silvia y Renato van al mercado del barrio por los víveres de la semana. Mientras ella regatea el precio de las verduras, él, parado a su lado, carga pacientemente las bolsas y observa los puestos repletos de fruta de la temporada a ambos lados de los pasillos: naranjas, cañas, cacahuates y tejocotes; más allá, en otros locales, alcanza a ver colgadas varias piñatas con picos de relucientes y variados colores; del otro lado, las carnicerías ostentan unas enormes piernas de cerdo colgando de afilados ganchos y desde el exterior se alcanza a escuchar el argüende de los guajolotes mientras los merolicos que los venden, tratan de hacerse escuchar para llamar la atención de la gente que pasa a media calle. «¡Pavos para la cena de Nochebuena!», gritan unos. «¡Bacalao noruego!», se escucha de otros. En el ambiente hay una extraña mezcla de aromas, bullicio y una contagiosa alegría que solo se percibe en la temporada navideña; Renato parpadea, y por unos instantes se ve a sí mismo de la mano de su madre recorriendo los pasillos de un mercado muy similar, mirando con asombro a ambos lados lo que a su entender y desde su corta estatura son verdaderas montañas de frutas que, sabe bien, su madre no le puede comprar.

De pronto, un rostro conocido —que inmediatamente le produce un vacío en el estómago— se asoma entre la gente; turbado, alza la vista y estira el cuello para cerciorarse de si es la persona que él supone. «Se parece mucho a…», piensa, cuando recibe un pellizco. «¿Qué tanto miras? —le pregunta Silvia—. Abre la bolsa para acomodar los jitomates». Renato se soba el brazo y no responde, continua el recorrido por el mercado siguiendo a su esposa y mirando constantemente hacia atrás con nerviosismo.

Pa’ empezar, deja te aclaro que ‘ora me gustan las mujeres, así que por ai’ no va la cosa.

—¿Cómo me encontraste, Aldonza? —pregunta Renato.

—¡Ah! Pu’s es que el mundo es requetechiquito, Rudo —responde ella con una sonrisa burlona—. Así te decían cuando boxeabas, ¿no?

—Eso no responde mi pregunta —señala él con seriedad.

—¡Huy! Sigues igualito de…, bueno, si no fuera por esa panza. Ambos cruzan miradas, recorriéndose de pies a cabeza. Ella lleva el cabello muy corto, casi rapada, y un extraño tatuaje baja de su cuello recorriendo el brazo hasta su mano izquierda. Una playera sin mangas y unos pantalones con bolsas tipo militar que rematan en unas pesadas botas, acentúan un cuerpo delgado y correoso que Renato inevitablemente compara con el de aquella muchacha despabilada, alegre y de atractiva figura, que lo inició en el sexo. Por su parte ella se da cuenta de que él también es otro, el matrimonio y un trabajo regular han hecho de él un hombre apacible y rechoncho.

—Ha pasado mucho tiempo —comenta él.

—Dímelo a mí; guardada todos estos años por tu pinche culpa.

—¿Qué quieres decir?

—¡Bueno, güey! —exclama ella con enfado—. ¿Pu’s es qué sigues sin entender nada?

A lo lejos, Silvia, en la esquina opuesta a la estación del metro y oculta tras un teléfono público, observa a Renato discutiendo de manera acalorada con esa mujer, en el acceso al subterráneo, junto a los puestos ambulantes, haciéndose a un lado de vez en vez para no estorbar a la gente que entra y sale con prisa. «¿Será eso, por lo que ha estado actuando tan raro? —se pregunta—. Nunca la había visto, tiene un aspecto muy extraño». Los ojos se le nublan, el semáforo cambia y un par de autobuses cruzan la avenida interrumpiéndole la vista. «Me mintió con pretextos para salir a verla —especula disgustada—, por eso lo tuve que seguir». Lo que Silvia no ve, es que, dentro de un auto estacionado en la misma calle, un hombre también observa a prudente distancia la escena y a ella. Está anocheciendo y a punto de llover, «será mejor que regrese a casa», piensa Silvia, procediendo a alejarse completamente consternada.

A la mañana siguiente, aún no amanece cuando Silvia y Renato arriban con prisa a la misma estación del metro, para dirigirse al hospital donde ambos trabajan haciendo limpieza. Junto a la entrada, una señora vende tamales y atole; la hoya humea y el aroma los invade al pasar.

—¿Se te antoja un tamal? —pregunta Renato, sin recibir respuesta de Silvia, que solo levanta los hombros como si le diera igual e inicia a descender por los escalones—. ¿Qué te pasa? Desde anoche no me hablas —reclama él, apresurándose a alcanzarla.

—¿De dónde conoces a esa? —lo cuestiona ella, deteniéndose a media escalera y enfrentándolo con mirada inquisitiva.

—Es…, es muy largo de explicar —tartamudea él, entendiendo que está por demás mentir.

Durante el trayecto, Renato cuenta a Silvia detalles que nunca había mencionado de su vida antes de conocerla, de cómo en su juventud llegó a pertenecer a un grupo de malvivientes y siendo pareja de Aldonza, ambos robaban en el metro y los camiones; de cómo también se vio obligado por unos policías corruptos —mismos que mataron a su madre—, a secuestrar a un niño y cómo huyó de todo aquello, enterándose ahora por ella, que como resultado de su última pelea con otro pandillero al que apodaban el Monge, aquél murió y ella fue culpada y encarcelada por los mismos policías en represalia por haberlo ayudado a huir; que todo aquello había quedado en el pasado y lo único que desea es borrarlo de su memoria.

—Y…, ¿para qué te busca ahora? —Renato agacha la mirada.

Circulando por las calles del centro de la ciudad, iluminadas con grandes adornos navideños, un auto se detiene en un semáforo donde la gente, abrigada con chamarras y bufandas, cruza de prisa huyendo del fuerte viento y tratando de alcanzar el autobús o tomar un taxi antes de que anochezca más y el frío recrudezca.

—Observa a todos esos infelices; corren como si quisieran alcanzar algo, sin saber que de cualquier forma la vida se les irá en un soplo…, como a ti y a mí —comenta el hombre al volante a Aldonza, sentada a su derecha—. A ti se te fue encerrada y a mí, de viejo. ¿Sabes? No voy a esperar a que este infeliz se decida. Iremos por su mujer.

—Conozco retebien al Rudo —advierte ella—. No te va a gustar despertar al animal que trai’ dentro.

—Parece que ya se te olvidó quién soy...

—Eras… —murmura ella en voz baja, provocando la ira del hombre, que inmediatamente le asesta un puñetazo recto con su puño derecho en la sien, provocando que se estrelle contra la ventanilla a su lado.

—Ya te jodí una vez y aún puedo hacerlo de nuevo. ¡Qué no se te olvide!

El semáforo ha cambiado a verde y las bocinas de los autos detrás empiezan a sonar. Ella se lleva las manos a la cabeza mientras el auto arranca; el impacto del golpe la ha dejado aturdida, así que decide guardar silencio y mirar por la ventanilla: sobre la acera observa a un hombre que lleva de la mano a una niña tan pequeña que casi tiene que correr para alcanzar el paso, parecería que le va a arrancar el brazo cada que la jala para que se apure y, no obstante el frío invernal, la pequeña apenas lleva un delgado suéter. Aldonza cierra los ojos, «¡Ven acá!», escucha la voz amenazante de su padre completamente ebrio, en tanto la arrastra de un brazo y levantándola por los aires la arroja a la cama. La siguiente imagen que le viene a la mente es cuando él se desabrocha el cinturón y saca su miembro, para proceder a tenderse sobre ella; entonces tapa con las manos su cara, apretándola con pavor, no puede soportar ver lo que está pasando, tampoco escucha nada, su mente la aísla, bloquea el olor a alcohol y sudor, y más le vale no moverse, no resistirse, porque entonces será peor, entonces la golpeará con sus puños en la cabeza, dejándola tan aturdida como ahora se siente. Sin embargo, una sonrisa se dibuja en sus labios, cuando creció lo entendió, nunca pudo violarla, demasiado viejo, demasiado ebrio, demasiado flácido. El auto gira con velocidad en una esquina y Aldonza abre los ojos.

Cuando salen ese domingo de la iglesia, Renato y Silvia se toman de la mano apretándose con fuerza, cruzan el atrio, llegan a la plaza principal y, como si nada estuviera sucediendo, compran una nieve de limón y se sientan en una banca frente al quiosco a la sombra de una jacaranda.

—¿Qué te dijo el padre? —pregunta ella, antes de dar un sorbo.

—Se alteró mucho, no permitió que le explicara nada más —le cuenta, interrumpiendo para pasar su lengua alrededor del barquillo, que ha empezado a derretirse—. Me reprendió, dijo que no era de cristianos pensar en matar, me mandó una penitencia de rezos que ni conozco y también que debía cumplir con los sagrados sacramentos, ¡sabrá Dios que es eso!, para librar a mi alma de los malos pensamientos.

Al siguiente día ambos salen del trabajo y, después de despedirse con un beso, Renato corre a la esquina para abordar el autobús que lo llevará a las afueras de la ciudad, en tanto Silvia camina ensimismada en sus pensamientos hacia la estación cercana del metro para dirigirse a su hogar, cuando una mano por detrás la jala del hombro forzándola violentamente a subir al asiento trasero de un auto que se ha detenido junto ella, en el que es obligada a callarse y agachar la cabeza; una mano firme de Aldonza le sujeta la nuca y la otra sostiene una navaja en sus costillas. El auto arranca a la vista de los transeúntes, sin que nadie intervenga.

Es de noche cuando Renato arriba a la zona de tolerancia en las afueras de la ciudad, el alumbrado público no funciona, pero una enorme luna ilumina las calles formando largas sombras sobre el pavimento sucio y lleno de baches. Conforme avanza, en una esquina y otra, va observando los antros con marquesinas de luces que prenden y apagan anunciando espectáculos de nombres sugestivos y siluetas de mujeres desnudas; un taxi se detiene y varias jóvenes descienden para dirigirse a uno de ellos a trabajar, dos fortachones abren la puerta y se escucha la música desde el interior. Renato mira a su alrededor y su mente lo transporta con total claridad a su infancia, cuando hacía de payasito en los semáforos y por las noches iba a trabajar a estos rumbos haciendo mandados a mujeres como esas, cuidando los autos de los clientes o simplemente estirando la mano esperando recibir alguna dádiva, pero sobre todo recuerda la noche en que descubrió que su madre trabajaba de prostituta en uno de esos lugares, misma noche en que la asesinaron a media calle frente a sus ojos. En ese momento, el sonido de un claxon lo hace reaccionar, «¡Muévete, pendejo!», le gritan desde el interior del auto que pasa rozando sus rodillas, provocando que caiga sentado sobre el lodo a media calle, «¡Ja, ja, ja, ja!», se escucha, en tanto el vehículo se aleja.

La dirección no es clara, pero sin duda esa bodega abandonada es el lugar que Aldonza le instruyó; de no presentarse, Silvia pagaría primero las consecuencias y él después. Al acercarse, la puerta se abre como si lo estuvieran esperando; Renato entra en completa obscuridad y escucha tras él que la pesada puerta se cierra. Un foco se enciende al fondo de la bodega. «¡Camina!», le ordena una voz a sus espaldas, seguida del ruido de un arma cortando cartucho. Con una calma inusual para la situación, Renato se acerca a la luz, en la que para su sorpresa encuentra a Silvia amordazada y amarrada a una silla con Aldonza parada tras de ella. La misma voz a sus espaldas le ordena detenerse y no voltear.

—Dice tu exnovia que eres un cabrón con el que nadie puede —comenta el hombre tras de él, sin que Renato responda una sola palabra; sin embargo, ya ha reconocido la voz—, veremos si es cierto.

—¿Tú qué dices, Renato? —interviene Aldonza, procediendo a inclinarse sobre Silvia, para abrazarla por la espalda y lamer su oreja, mientras con una mano aprieta bruscamente sus senos bajo la blusa y lleva la otra por debajo de la falda para hurgar los genitales con sus dedos. —Renato mira a los ojos a Silvia y aprieta los dientes.

—Ya no trabajo para la policía —continúa hablando el hombre a sus espaldas—, ya no tengo edad para eso, ahora trabajo para otros que pagan mejor. —Silvia empieza a retorcerse de dolor y repulsión—. ¿Sabes? Siempre me pareció que ya te conocía; después de que huiste, traté una y otra vez de recordar quién eras. Por cierto, apenas me enteré de que te convertiste en boxeador. ¡Ja, ja, ja! De haberme enterado, con unas cuantas peleas arregladas me hubieras pagado lo que me hiciste perder dejando libre a aquel niño. Pregunta… ¿Te chingaste intencionalmente al Monge o solo se te pasó la mano?

—¿A quién tengo que matar? —lo interrumpe Renato, mirando la mano de Aldonza entre las piernas de Silvia y tratando de contener su ira.

—A quien te ordenemos, cuando te lo ordenemos. Serás sicario, y mientras nos seas útil nada te pasará ni a ti, ni a tu mujercita. Mi trabajo es reclutar personas como tú. No necesitas pelear ni nada por el estilo, solo tener los güevos para jalar el gatillo. Oye…, se me está ocurriendo, debe ser excitante ver a tus dos mujeres tener sexo frente a ti, ¿o no? —dice con burla.

—Ordena a Aldonza que se detenga —reclama con firmeza.

—¿O qué? —responde el expolicía, disparando un tiro que pasa rozando la cabeza de Renato—. Me hiciste perder mucho la última vez. ¡No me provoques! —le advierte con rabia.

El balazo retumba con fuerza haciendo eco en el interior de la bodega abandonada y Silvia empieza a llorar con desesperación emitiendo solo gemidos a causa de la mordaza.

Al siguiente día, con el arma que le fue entregada oculta bajo su chamarra, Renato se detiene en un teléfono público para llamar al trabajo y avisar con cualquier pretexto que tanto él como su esposa van a faltar ese día y el siguiente. Posteriormente se dirige al metro y toma el tren en dirección opuesta al rumbo acostumbrado; durante el trayecto, ensimismado en sus pensamientos, lo distrae una niña que sostiene el teléfono móvil de su madre, en el que se escucha un villancico navideño: «Con mi burrito sabanero voy camino de Belén. Si me ven, si me ven, voy camino de Belén», la pequeña baila con gracia y él no puede evitar sonreír.

Cuando arriba al centro de la ciudad, Renato se ubica a prudente distancia de la entrada al estacionamiento del edificio de gobierno tratando de identificar la camioneta blanca, el número de placa y a la mujer que, de acuerdo con las instrucciones, debe asesinar; efectivamente la camioneta entra al estacionamiento y él se retira del lugar a prudente distancia para regresar por la tarde; espera a que la camioneta salga, observa que otra mujer va acompañando a la conductora y toma un taxi para seguirlas simplemente dando instrucciones al taxista en el recorrido para que, sin saberlo, a la distancia siga al vehículo. El plan original era seguir a su víctima para determinar el mejor lugar y momento para asesinarla de acuerdo al plazo impuesto, sin embargo, a lo lejos, desde el asiento trasero del taxi, observa a la camioneta entrar a un hotel de paso, así que tres cuadras más adelante desciende del taxi y se dirige a estudiar el lugar; en su trayecto ve pasar junto a él al expolicía en su auto y se da cuenta de que es vigilado.

Es un motel como tantos otros, en una calle secundaria y poco transitada, con una entrada y salida discretas. Renato se acerca y observa que desde una caseta de acceso el encargado cobra las habitaciones mientras una cámara graba las placas de los autos, también ve que una camarera indica a cada conductor a qué habitación dirigirse, cerrando tras cada auto una pesada cortina, así que decide rodear la manzana y entrar a una vieja vecindad en cuyo patio unos niños juegan, al fondo varias mujeres platican en los lavaderos, nadie le presta atención, cruza rumbo a las escaleras como si lo hubiera hecho mil veces y sube hasta la azotea desde donde entre tinacos y tendederos de ropa observa claramente el patio interior del motel. Cuando el sol se oculta ha encontrado la manera de brincar a la azotea de las habitaciones para cautelosamente descender e iniciar la búsqueda de la camioneta tras las cortinas de acceso a cada habitación; cuando la encuentra, se interna y pacientemente se esconde en cuclillas tras el vehículo. No mucho después, las dos mujeres salen de la habitación y suben a la camioneta; Renato escucha las portezuelas cerrar y se asoma cuidadosamente desde la ventanilla trasera antes de que vaya a arrancar, ve a ambas mujeres en lo que pareciera un último beso apasionado antes de salir, momento que aprovecha para acercarse abrir la camioneta por el lado de la conductora y amagarlas con su arma.

En tanto, en la bodega abandonada, Silvia, sentada y maniatada a una silla, pide agua.

—¿Cómo conociste a Renato? —pregunta, entre sorbos de la botella que Aldonza le inclina en la boca.

—Llegó solitito, descalzo y muerto de hambre, al parque ‘onde la pandilla se juntaba. ¿Y tú?

—Llegó solo… —da otro sorbo—, al circo donde yo trabajaba.

—¡Ja, ja, ja! —Se burla a carcajadas—. Seguro que Renato hacía de payaso. ¡Ja, ja, ja!

—Y yo de contorsionista —responde Silvia.

—¡Ja, ja, ja, ja! Par de fenómenos —sigue burlándose Aldonza, mientras aparta la botella de su boca y da media vuelta para retirarse.

Aprovechando que le ha dado la espalda, Silvia levanta con rapidez las piernas entrelazando con fuerza el cuello de Aldonza, quien deja caer la botella de agua, trata de zafarse, tira codazos a las costillas de Silvia, muerde su tobillo, jala, se tira, se revuelca en el piso, todo es inútil, la sangre no circula. La silla se ha roto y Silvia se ha golpeado la cabeza en el piso, su tobillo sangra, pero nunca deja de oprimir el cuello de su rival hasta que la ve desfallecer y sin embargo, sigue apretando.

Renato sale corriendo del motel, el estruendo de tres disparos al aire ha provocado caos entre los huéspedes que intentan salir de prisa en sus autos, las recamareras corren a la bodega y el hombre de la puerta sale de la caseta a tratar de calmar a las parejas en sus vehículos, situación que él aprovecha para escapar en la oscuridad. Apenas ha recorrido unas cuadras cuando el expolicía en su auto le cierra el paso en una esquina.

—¡Súbete! —le ordena.

—Vamos por Silvia —dice Renato, una vez que aborda.

—Deja el arma en la guantera —le indica el hombre y conduce el auto hacia una vía rápida para alejarse inmediatamente de la zona, en tanto Renato obedece, mira hacia atrás del auto, ve venir un camión de carga y abrocha su cinturón de seguridad—. ¿Qué ves?

—Nada, solo me preguntaba si nos seguían —responde, e intempestivamente jala con fuerza el volante del auto, provocando que este choque contra la barrera de contención y empiece a girar impactándose con otro vehículo, hasta que el camión los embiste por un costado provocando la volcadura del auto, que va a dar a los pies de un gran anuncio luminoso alusivo a la navidad en el que se lee: ¡Paz, amor y felicidad para todos!

Casi de madrugada, Renato, herido y cojeando, arriba a la bodega en busca de Silvia y lo único que encuentra es a Aldonza muerta.

miércoles, 18 de abril de 2018

Mujeres invisibles


Luz Hernández


Pasando por un puente llega Mariana a una calle, en la cual observa un área de edificios destinados al campus universitario con dos portezuelas de madera, una de ellas abierta, en la que se encuentra un señor uniformado que da la bienvenida y permite el acceso de las personas observándoles su respectivo carnet estudiantil.

A primera vista se aprecian diferentes entornos; una zona verde, el teatro, la cafetería (uno de los lugares más frecuentados), así como la biblioteca y los salones para las diversas cátedras.

Por estos senderos sigue caminando Mariana respirando el aire y aroma de los arbustos, de los eucaliptus, hasta llegar a la biblioteca; allí se dirige al anaquel del servicio de préstamo de libros. Al salir, recorre los jardines, que incentivan las corrientes de aire por la diferencia de temperatura entre el exterior y el interior, haciendo que las aulas a través de la ventilación cruzada se refresquen. En los lugares abiertos se ven grupos de jóvenes recostados en el césped estudiando, leyendo, charlando, escuchando música, comiendo pizza, o bebiendo una cerveza, para refrescarse y algunas parejas dedicadas al cortejo amoroso.

Estos son espacios para el debate, intercambio de criterios acerca de una sociedad conflictiva, consumista, conservadora, intolerante. Hacia el anhelo de poder construir una más condescendiente, justa, igualitaria.

Los pasos de Mariana se detienen, sus mejillas se enrojecen al ver a José. Quería silenciar los latidos de su corazón. Era muy extraño, no entendía lo que le sucedía, porque era la primera vez que le veía y desconocía lo que le pasaba.

Iba a buscar el autobús rumbo al lugar donde vivía, con el propósito de revisar y corregir unos trabajos de sus estudiantes. De pronto se le caen dos libros que sujetaba en el brazo. Quizás él la había atrapado.  

Ella se ladeó a recogerlos y dejó al descubierto, sin intención, una parte de su figura delgada, torneada y del bronceado de sus piernas. Vestía de azul. El cabello rizado miel sobre su frente. Él también se agachó y quedaron enfrentadas sus miradas: ojos almíbar contra negros azabache del gentil hombre, de cabello negro, liso, piel acanelada de sonrisa profunda. Quien recoge primero los libros. Se incorpora, le ofrece la mano para ayudarla a levantarse. María accede, le agradece y se despide tímidamente.

Pasando una semana vuelven a encontrarse. Ella saliendo de la cafetería. Él cruzando por aquel lugar. Pero esta vez, venciendo el recelo. Mariana le dice:

−Me llamo Mariana, ¿le agradaría acompañarme a la cafetería a tomar algo? Quiero agradecer su gentileza del otro día.

–Mi nombre es José, ahora tengo clase, pero ¿qué tal si nos encontramos el fin de semana y vamos a almorzar fuera de la ciudad? Si puede, claro está. Me encantaría que nos conociéramos y fuéramos amigos.

–Me agradaría mucho que nos encontráramos, ¿Dónde y a qué hora?

–A las diez de la mañana, el sábado en la fuente de la plaza de las Nieves para arribar el bus intermunicipal. ¿Te parece?

–De acuerdo –afirma Mariana. A partir de este momento inician una gran amistad.

Como José vivía muy lejos de la universidad y Mariana a unas pocas cuadras, al año ella le pregunta si quiere compartir la vivienda y él acepta. 

Así transcurre otro año conviviendo en el mismo apartamento, el cual tenía grandes ventanales por donde se colaba la luz de los rayos del sol, calentando el ambiente. Con dos amplias alcobas, para conservar cierta intimidad, cada una con su baño privado. Tenían camas sencillas, armarios, mesas auxiliares. Los pisos relucientes de madera rojiza, que aportaban un aire de pasión. Las puertas de madera de color caoba con vidrio de vitrales en la parte superior. Reflejando diversos matices. Las paredes de tonalidades suaves de violeta, azul, verde; un hornillo para calentarse en la sala, rodeada de cojines sobre una alfombra rojiza. El comedor de sillas rústicas y mesa redonda acanelada de mimbre, que utilizaban para estudiar con otros compañeros.

Una cocina en la cual se turnaban para prepararse sus platillos preferidos. Algunos recipientes, un patio, un fregadero y un colgadero para tender la ropa. Esto era de todo lo que disfrutaban.

Pero lo más importante era el cariño con el que se seducían. Algunos fines de semana los aprovechaban para el orden y el aseo, otros para viajar, conocerse, acompañarse, compartir sus confidencias: actitudes de personas que han querido interponerse en su relación. Pero lo más importante era la confianza que existía entre ellos. Todos los acaecimientos se los comunicaban. Aprovechaban cada momento para estar juntos: estudiando, laborando. Queriéndose y contradiciéndose. Aproximándose y apartándose, riñendo y reconciliándose, hasta aceptar sus defectos de carácter. Conociendo sus diferencias y debilidades. Cuando ella se encrespaba él se retiraba, hasta que le pasara. Y cuando él la increpaba, ella lo escuchaba en silencio. Luego le explicaba. Aunque ambos eran muy egóicos. Siempre uno de los dos cedía, domando al propio orgullo para buscar al otro. Quitándose la máscara.

Al finalizar los estudios, Mariana requiere realizar una práctica de un año fuera de la ciudad en una zona rural. Esta situación es una gran prueba para su relación. Él solo puede ir cada dos meses a visitarla.  

Aunque en este período se le sigue presentado a Mariana la presión de salir con el director; Jonathan, y el profesor teniente Carlos, que es muy amigo de él. Ella mantiene distancia de ellos, porque tienen mucho poder por los servicios que prestan al alcalde, que es muy amigo de varias personalidades políticas, que a su vez le deben favores principalmente en el tránsito por conducir en estado de embriaguez de él y de familiares y amigos, evitando en varias oportunidades el ser multados y detenidos.

Mariana prefiere pasar inadvertida y encontrarse con otras personas para compartir en grupo y evitar salir sola con ellos. Es por fidelidad hacia sus propios sentimientos y también por su prometido.

Ella viaja para asistir a la graduación de José y luego en la reunión en el salón, después de bailar un poco, él le dice:

–Te extrañé… Quiero que estemos juntos, que seas mi compañera.

Una de las alumnas de José, se acerca tomándolo del brazo y le dice a Mariana que otro poco y se queda sin novio, porque él tiene varias admiradoras por ser un gran compañero, comenta Romelia.

Mariana le contesta:

–Sí, sé que es un gran amigo y solo nos queda un mes para volver a estar juntos. Termino la práctica, recibo titulación y viajo definitivamente para laborar en la ciudad.

Romelia, un poco enfadada, se despide.

Al siguiente mes, José y Mariana, se encuentran en la notaría para celebrar una sencilla boda, con el acompañamiento de algunos pocos compañeros. El notario lee las palabras usuales y les hace firmar el compromiso.

Comparten con los amigos en su apartamento una rica ensalada, una crema de tomate, con un delicioso pavo horneado que degustan con agrado. Bailan un poco y luego se despiden porque salen de viaje. Desean conocer el mar.

José va a conducir quince horas. Con algunos descansos para comer y estirar las piernas.

Al llegar a la playa se descalzan para sentir como las olas cubren sus pies y se hunden en la arena como si fuese un tapiz. Les fascina ver el reflejo de la luna en el agua, el cielo estrellado, revelando un ambiente cálido y sereno.
Se abrazan, acarician y besan intensamente. Se recuestan cerca de una palmera a observar el movimiento de las olas. Y a beber agua fresca de coco. Se hospedan en una cabaña cerca del mar. La habitación es muy confortante, los pescadores con sus atarrayas de madrugada les ofrecen pescado asado fresco con caramañola, tajadas de plátano y café.

Al cabo de ocho días de una apasionada convivencia regresan a la ciudad y José sigue ejerciendo como docente universitario. Ella continúa como maestra de primaria inicialmente. Y posteriormente en el área de consejería en bachillerato. A los dos años llega su hijo Julio, el cual alegra con sus tiernos balbuceos y risas el hogar. Cuando tiene cuatro años es acompañado por su hermana Milena que es la gracia de papá, cuando lo ve, levanta los brazos con alegría, para acunarse en su regazo. Él todas las noches le cuenta historias, la arrulla con música. Hasta que se duerme.

Mariana realiza el trabajo en casa de directora de trabajos de grado, para cuidar a sus hijos. Y mayor comodidad deciden vivir cerca de la universidad para que sus chiquilines estén en el colegio de esta institución universitaria.

Como pareja cada encuentro nocturno era un redescubrir de sí mismos. Una experiencia ligada a la vida cotidiana de ambos, de un intercambio de criterios acerca de cómo afrontar los retos laborales. La crianza de sus hijos, su relación de pareja. Las experiencias respecto a las presiones sexuales externas, que abordaban con tranquilidad y la certeza de una relación sólida. A veces se bañaban juntos y jugaban con sus olores, se observaban sin tocarse, se acariciaban sin mirarse, después de una noche de pasión saboreaban ese dulce que se derretía en sus bocas y terminaban compartiendo en un beso que tocaba sus corazones conectándose con su propia respiración. En otras ocasiones jugaban a disfrazarse y desempeñar diferentes roles para realizar las fantasías del otro.

Cumplían veinte años de haberse encontrado. Con sus dos hijos: Julio, que había cumplido diecisiete y Milena quince. Habían superado muchas situaciones. Entre ellas: La de Mariana de trabajar a veces en el anonimato, para recibir los trabajos de la universidad, a través de José.

La noche anterior Mariana les comenta a sus hijos que desea celebrar en familia el aniversario de su casamiento. Que los tres buscarán a José en el trabajo.

Ese día Mariana sale temprano de la institución y se encuentra con ellos para ir a almorzar. Pero al ver a José por la ventana del segundo piso abrazando y besando en la mejilla a una mujer su corazón se encoge, siente que le faltan las fuerzas, decide sentarse con sus hijos sobre el césped y deja caer la cabeza entre sus manos, entrelazando su cabello con dedos temblorosos. 

Julio y Milena no se dieron cuenta, por eso no entendían lo que le sucedía a su madre. Sin embargo, se acercan y la rodean con sus brazos. De pronto una ola de rabia pasa por la mente de Mariana y a pesar de ser para ella José, su gran amor. Recuerda con mucho dolor lo que les decía a sus estudiantes: «El amor más grande es por nosotras mismas».

Se incorpora, mirando a sus hijos y les dice que van a esperar a su padre en el restaurante.

Milena lo llama por teléfono. Pero no le contesta.

Al ingresar al establecimiento el mesero se acerca con el menú. Julio y Milena piden solo pollo frito con papas y limonada. Mariana prefiere una ensalada y jugo.

«Hasta las ganas de comer se le han esfumado»

Cuando van saliendo los tres. Ven a José que ingresa al restaurante y una mujer lo acompaña. Milena le dice:

–¿Dónde estabas, papá? Yo te llamé para avisarte de que veníamos por ti, para ir a almorzar, pero no contestaste. ¿verdad, mami? 

José, un poco nervioso, les dice:

–Les presento a mi jefe, Romelia.

Mariana le responde:

–Mucho gusto, ya te conozco. Pasaste de alumna a jefe muy rápido. Tienes muy buen padrino, ¡felicitaciones! José le dice a Romelia: –¡Qué pena! Me voy con ellos a celebrar en familia.

–Tranquilo, me quedo a almorzar, que estén muy bien, gusto en conocer a tus hijos –responde Romelia.

Salen e ingresan a otro restaurante. José les dice: –Les pido excusas, se me olvidó esta fecha, he estado con mucho trabajo y muy distraído. 

Julio, mirando fijamente a su padre le pregunta: –¿Estás enredado con esta vieja desteñida, que sale con cualquiera?

Milena responde: –¿Cómo se te ocurre? Respétalo.

José baja la cabeza y dice: –Perdónenme, me equivoqué, solo fue una aventura. Ya le expliqué a ella, que mi hogar es lo más importante. Que a ustedes los amo y a Mariana, que son lo único que tengo.

Comen una torta de café con té helado; luego, salen rumbo a casa, en un trémulo silencio. Los tres se sientan en el asiento trasero. Al llegar, cada quien se despide y se dirige a su cuarto respectivo.

Mariana lleva al cuarto contiguo, las sábanas, cobijas, almohada, se despide y cierra la puerta.

Al día siguiente José le pide perdón a Mariana y le explica que fue solo algo pasajero. Que eso ya se acabó. Ella le contesta:

–Lo siento, este matrimonio también terminó.

–¿Recuerdas que lo primero que nos prometimos era la sinceridad? Pudiste haberme contado, habríamos buscado soluciones, pero en este momento ya es muy tarde. Ahora entiendo por qué estabas tan cansado, desmotivado para compartir los fines de semana con los muchachos y por las noches conmigo. Ya estás libre nuevamente. 

Voy a aceptar el trabajo con mujeres fuera de la ciudad, en la cooperativa de apoyo solidario. Viajo en un mes con mis hijos. ¡Gracias! Por todo lo que vivimos. Y por estos tiernos hijos. Me avisas cuando los quieras ver.

José dejóse caer sobre el sillón. Estaba pálido, mudo, inmóvil. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Y suspirando le dice:

–Ella es mi jefe. Estuve muy presionado. A ustedes los amo. ¡Son mi vida! Fue solo una aventura de unos dos meses.

–Yo quiero estar con mi familia. Ya hablé con ella y entendió. Eso se acabó. Te iba hoy a contar, aunque tenía miedo. Porque tuve muy presente algo que nos prometimos: «Que, si alguna vez aparecía otra persona en nuestras vidas y le permitíamos entrar, era porque se había acabado la magia entre nosotros, el respeto, la confianza y para no dejar que la culpa nos hundiera e hiciera daño, era mejor separarnos.» Esto me deprimió, me llenó de temor y me dejó en la oscuridad más grande.  

Pero Mariana ya no escuchaba, estaba dolida, había decidido ya la separación. Ese mes se había pasado volando. José dormía en el cuarto de estudio. La casa ya estaba helada por la falta de comunicación, ya nadie se reunía a la mesa a cenar, las cortinas palidecieron por efectos del sol y las ventanas permanecieron cerradas, las puertas solo se abrían cuando sus habitantes salían, se despedían y luego al atardecer, cuando regresaban. Estaban desolados. Cada uno se quedaba encerrado en su respectiva habitación.

Cuando él estaba trabajando… Mariana decide viajar con sus hijos. Sin despedirse, pero Milena llama a su padre y le avisa. Solo llevan las maletas con la ropa. Su amiga Rosa, le ofreció una nueva vivienda y un trabajo con la cooperativa solidaria, los acompaña para viajar. Pero cuando iban a abordar el avión Milena había desaparecido. Y como no la encuentran, deciden aplazar el viaje.

José que había ido al aeropuerto estaba con su hija, que lo vio desde lejos, corrió a sus brazos sollozando y no se desprendía de él.

En este momento llegan unos detectives que se identifican y le piden a José, apuntándole con su arma, disimuladamente en su espalda, que los acompañe. Él pregunta: 

¿Cuáles son los cargos? 

Le responde uno de ellos:

–Ya pronto lo sabrá.

Suben al auto blindado: José y los dos hombres.

Al siguiente día. Llaman para advertir que José ha sido secuestrado y que si acuden a la policía. «José desaparece.»

Le tapan los ojos a José, le amarran las manos y lo llevan a una casa retirada del centro de la ciudad. Las paredes eran heladas y enmohecidas, olía a mugre, comida descompuesta y licor.  El frío calaba los huesos. Solo hay una pequeña ventana enrejada, por donde penetra un poco de luz. Dejan a José en un catre con los tendidos revueltos y mal olientes, unas pocas hebras de cobijas, la almohada desbaratada, una mesa con solo dos patas, unas cucarachas que salen de las rendijas. Le quitan la venda y lo desanudan, le dejan una taza de café con pan y cierran con llave la puerta.

En la habitación contigua se escucha la voz del sargento mayor hablando con un amigo político, que dirigía la cooperativa que trabajaba con mujeres y sería el jefe de Mariana. El teniente Carlos le da un apretón de manos y le dice:

–Te debo una. Cuando necesites una ayudita me avisas. Y tú también, Romelia. Gracias por este gran favorcito.

José se acerca a la puerta y lo escucha todo. ¡Ahora cae en cuenta! Todo fue una trampa.

Mientras tanto Mariana llama a Ernesto, el abogado y él le da una cita. Ella guarda el celular por prevención en el bolsillo de la chaqueta rápidamente, lo deja en estado mudo y en grabación, al darse cuenta de que se le acercan dos hombres, armados, los mismos que se llevaron a José y la agarran de los brazos para forzarla a entrar a un carro blindado conduciéndola a un lujoso apartamento, de los edificios inteligentes, en total orden y brillantez…  

A un tronar de dedos de uno de los hombres, se abre la puerta en donde se encuentra el teniente Carlos. Un hombre de unos cincuenta y cinco años, de escaso cabello, de peso pesado y estatura media. Quien le dice:

—¡Hola! ¿Cómo estás? ¡Gusto en verte! Vas a aceptar el nuevo trabajo que te ofrece Rosa, mi hermana, ¿verdad?

Ella, sorprendida, le contesta:

Ahora… No sé. Por la situación de José… ¡No sabía que Rosa era tu hermana!

–Pues si quieres verlo libre, tendrás que aceptar el trabajo que te ofrezco.

–¿Por qué haces esto?

–¿Ya no lo recuerdas? Tú me gustabas cuando era tu profesor, te propuse que saliéramos y me rechazaste. Además, Carlos siempre se lucía contigo y me tiene embejucado, pendiente de mis triquiñuelas, de mis negocios… Algunos los perdí por su intromisión y vigilancia.

–No sabía nada de esto ya pasaron varios años. Estaba enamorada de José y saliendo con él. Así que no podía aceptarte.

–Pero ahora sí podrás acceder. Porque Romelia, mi amiga, la jefa de tu esposo, lo tiene enredado, ¿verdad? Ella aceptó darme una manito, a cambio de su ascenso laboral; eso se llama tener el poder.

–Si me niego, ¿qué sucederá?

–Que José será procesado. Tengo todo planeado. Le encontrarán vínculos con grupos extremistas y por narcóticos. Por ahora lo tengo secuestrado.

–Déjame pensarlo. En este momento quiero ir con mis hijos. Deben de estar preocupados.

A unas palmas como señal del jefe, los dos hombres vestidos de negro conducen a Mariana y la dejan cerca de su casa.

Mariana recordó el celular. Ahora vería si había funcionado. Al llegar a casa escucha la grabación. Volvió a sentir la esperanza que había perdido. Acudiría al abogado para que la orientara y saber qué hacer al respecto.

Sus hijos la estaban esperando y le preguntaron qué había pasado. Ella les cuenta y advierte que no contesten el teléfono, ni abran la puerta a nadie.

«Tengo que salir a encontrarme con Ernesto el abogado amigo de tu padre, para ver cómo le ayudamos». 

Cuando llega al apartamento de Ernesto lo ve nervioso. Él le dice que el teléfono está intervenido, porque escuchó una plática al levantar el auricular. Mariana le cuenta lo sucedido y le coloca la conversación que logró grabar. Que mejor se dirijan a la fiscalía para denunciar el secuestro de su esposo para que lo busquen y pidan medidas de protección. Porque el teniente Carlos es un hombre poderoso con mucha influencia política. Transcurren dos meses y José sigue secuestrado. Mariana acepta el nuevo empleo; puesto que pidió una licencia anual. Luego se instalan en la nueva vivienda rural.  Allí encuentran un poco de paz, porque nadie los conoce. Entablan amistad con algunos vecinos.

Durante este tiempo resolvieron suspender los estudios presenciales por seguridad. Y dedicarse a reconstruir la casa de campo otorgada, con estructura de madera y ladrillo, que requería de ciertos arreglos como sus tejas blancas, algunas rotas y la terraza que era amplia, pero le faltaba aseo y pintura. Las paredes las pintaron de colores vivos y llamativos, para que la vivienda luciera diferente, cálida y vibrante.

Las grandes puertas y ventanas necesitaron ser ajustadas, siempre abiertas, para tener un contacto permanente con la naturaleza y apreciar el maravilloso ambiente silvestre entre las montañas. La piscina ubicada en la parte trasera, necesitó fumigación, buen aseo y desinfección. Al terminar las jornadas de limpieza el aire rústico, cálido y fresco se respiraba en el entorno.

Entre los tres se animan para comprender y olvidar lo sucedido y poder ayudarle a José cuando regrese a recuperar su vida. Deciden volver a vivir juntos como antes. Aunque saben que ya se perdió la confianza, sin embargo, nadie es perfecto y merecen darse una nueva oportunidad.

Mariana conoce varios casos de mujeres que han vivido situaciones más difíciles. Y ella las ha apoyado para recuperar sus vidas.

En un día inesperado, Milena recibe una llamada del abogado diciéndole que ya tienen pistas de dónde está José. Que estén tranquilos.

De pronto Mariana escucha a sus hijos que la llaman y hacen algarabía. Cuando se levanta escucha:

Unos golpes en la puerta… Y tres guardas de seguridad que dicen:

–¡Encontramos al señor José, después de una búsqueda intensa!

–He vuelto, los extrañé. Perdónenme ¡Por favor, déjenme estar con ustedes! ¡Me equivoqué!

Al encontrarse y recordar por lo que habían tenido que pasar. Se abrazan los cuatro y comprenden que el amor es superior a los sucesos del pasado.

Detienen al teniente Carlos por varios cargos, entre ellos el secuestro, la extorsión, soborno, tráfico de influencias, desaparición forzada. A los dos meses pide la extradición y le es concedida.

Los cuatro, deciden quedarse durante este año en esta labor y todos colaboran y se incorporan en este proyecto de trabajo con las mujeres que se han invisibilizado en la sociedad.

Construyen una habitación doble con baño, el estudio, un gran ventanal, para José; al lado de la morada donde mamá dormita.