viernes, 20 de abril de 2018

La amenaza Huaorani


Paulina Pérez


Antonio asistió al sorteo de su plaza para hacer la medicatura rural resignado a tener que vivir un año en algún lugar donde las comodidades de la ciudad tardarían todavía mucho en aparecer. Más de mil nuevos médicos eran convocados en un coliseo de la ciudad capital para asignarles su lugar de trabajo. Los diez mejores egresados podían escoger el sitio en el que les gustaría trabajar y luego se asignaban de acuerdo a las diferentes categorías: primero estaban los discapacitados, luego las mujeres embarazadas, madres con hijos menores de cinco años, mujeres casadas con hijos, mujeres casadas, mujeres solteras, luego los hombres casados y por último los hombres solteros. Antonio pertenecía a la última categoría y como es de suponer, ya no quedaba mucho de donde escoger.

Antonio buscó en el mapa las plazas que iban quedando y el nombre de un poblado le llamó la atención: Canelos, ubicado en el corazón de la selva. Preguntó a qué tiempo quedaba de la capital de provincia y el coordinador le informó que eran apenas unos veinte minutos, omitiendo que esos veinte minutos eran en avioneta. Una vez aceptada la plaza era imposible cambiarla así que recibió las credenciales y empezó a planificar su viaje a Canelos.

Antonio tenía una gran vocación de servicio, la medicina le apasionaba, a todo lo que hacía en nombre de ella le ponía mucho entusiasmo y dedicación.

La fecha de ingreso a los puestos médicos se acercaba y Antonio tenía casi listo su equipaje y una buena cantidad de provisiones para no pasar necesidades su primer mes selva adentro, hasta  determinar qué alimentos debía llevar y cuales podría comprar o conseguir en aquel lugar al que le dedicaría un año de su vida. No había refrigeradora, la luz eléctrica provenía de un generador de luz a diésel que alcanzaba para una iluminación mínima y mantener encendido el radio transmisor, imprescindible en sectores alejados como ese.

Antonio era un joven de cabellos negros, piel blanca, alto y delgado; alegre y entusiasta. Si bien es cierto que le asustaba un poco esta nueva aventura en un lugar tan distante y en condiciones bastante precarias, también le animaba mucho. «Es fácil cuando hay de todo y es una gran experiencia  lograrlo con apenas lo mínimo indispensable», respondía cuando alguien se quejaba de que faltaba algo o de las duras condiciones en que se ejercía la medicina, incluso en los hospitales públicos de las grandes ciudades.

Era el último lunes de septiembre cuando Antonio arribó a Canelos. A primera vista parecía que la única casa allí era la del centro médico, la pista de aterrizaje y un tupido bosque alrededor de ella era todo el paisaje, se podía escuchar el río aunque no verlo.

Una vez dentro de la casa que sería la vivienda, el consultorio médico y el odontológico; el piloto, un estadounidense de unos cincuenta años, parte de la misión evangélica que se hallaba asentada en la zona y el administrador del ministerio de salud que haría oficial el inicio del año rural, con firma de actas de entrega y recepción, enseñaron a Antonio el uso de la radio, del generador de luz y de los lugares donde había que darle ligeros golpecitos cuando dejara de funcionar o se negara a hacerlo. Luego de una conferencia rápida sobre lo importante del uso de las botas de caucho, del mosquitero y los bichos grandes que solo asustaban y aquellos pequeños, mortales enemigos, partieron dejando a Antonio solo en aquella vivienda de madera y techos de eternit.

El médico recién graduado se puso de inmediato manos a la obra; limpió todo el lugar con mucho esmero y en eso se le fue el día, cuando el cansancio le iba ganando se dio cuenta de que no había comido nada, abrió una lata de atún y se hizo unos emparedados para engañar el hambre hasta que la verdadera comida estuviera hecha y así cenar decentemente.

A la mañana siguiente decidió dar un paseo por los alrededores, iba uniformado, en previsión de que, si se encontraba con alguien, esa persona supiera que él era el nuevo médico y no un extraño del que había que esconderse y tener mucho cuidado. La vegetación era tan espesa y tan verde que los colores de las flores de algunos árboles se veían más intensos, volviendo el paisaje una obra de arte natural y única. Pudo observar que había algunas construcciones de madera muy alejadas entre sí.

Varios niños de ojos achinados con sus característicos taparrabos salían a su encuentro, tocaban su mandil, su mano y corrían a esconderse dejando escuchar sus risas.

El tercer día abrió el centro médico y esperó a los posibles pacientes. Ese día conoció a quien sería su auxiliar de enfermería y gran amiga. Irma, había nacido en una provincia de la sierra andina, luego de terminar sus estudios, decidió probar suerte en el oriente ecuatoriano junto a su esposo. Lograron comprar una buena extensión de tierra por los bajos costos en esa zona y su esposo se dedicó a hacerla producir mientras ella trabajaba en el centro de salud.

El entusiasmo de Antonio contagió a Irma y juntos diseñaron planes de visitas, campañas de vacunación, desparasitación, charlas para prevenir las picaduras de serpientes. A veces caminaban hasta dos días para llegar a uno de los caseríos y ayudar a la gente. Cuando Antonio había cumplido tres meses desde su llegada a Canelos, le fue asignado un odontólogo. Jorge tenía la misma edad de Antonio, había entrado a la escuela de odontología después de haber reunido dinero para poder pagarse la carrera, era un gordito simpático de abundante cabellera, la piel ligeramente oscura, pequeño y muy risueño, además de excelente cocinero lo cual fue un alivio para Antonio, estaba harto de sopas de sobre, atunes, sardinas y galletas de sal. Jorge se encargaba de las tres comidas diarias y Antonio de la limpieza.

Las semanas transcurrieron con días maravillosamente soleados y otros de clima tormentoso, al igual que días de trabajo intenso y otros más calmos. Unos tres buenos sustos que con la llegada a tiempo de la avioneta no pasaron a mayores y la muerte que siendo parte de la vida también oscureció los ánimos un par de veces.

Antonio trotaba todos los días alrededor de la pista de aterrizaje y un día encontró a varios indígenas muy asustados. En el sector habían dos tribus: los Shuaras y los Huaoranis. Los Shuaras eran más sedentarios y podría decirse que algo occidentalizados. Los Huaoranis eran nómadas guerreros, tenían fama de invadir otras tribus y llevarse mujeres y animales, colocando, previó a sus ataques, trampas y ollas con chicha a manera de señal.

Antonio convocó una reunión que se llevó a cabo en la vivienda de uno de los vecinos del centro de salud para enterarse bien del problema y planificar con la gente una defensa. El odontólogo e Irma se quedaron afinando detalles y Antonio regresó a la casa a terminar el informe diario de labores y dejar listas algunas cosas en caso de que la amenaza fuera real y se retiró a dormir.

Antonio se conocía de memoria el lugar de su temporal residencia, tanto que si ameritaba levantarse en la noche por alguna razón, no necesitaba encender la linterna. La madrugada estaba muy calurosa, salió de la cama y se dirigió hacia la cocina por agua entre dormido y despierto, al llegar a la mitad de la sala, sintió un golpe tan fuerte en el torso que perdió el equilibrio y cayó. Se incorporó rápidamente y puso sus brazos de manera que si el agresor quisiera apuñalarlo no le llegara a ningún órgano. Sintió un bulto y lo empujó con todas las fuerzas que el instinto de supervivencia da y nuevamente recibió un fuerte golpe que lo echó abajo. La pelea siguió, hasta que Antonio viéndose incapaz de someter a su atacante gritó: «¡Jorge, nos matan!».

Jorge, que tenía un sueño pesado, no había sentido nada, pero el grito de Antonio fue tan fuerte que lo despertó de un tirón.

Jorge se apresuró a buscar la linterna y la encendió, pasaron apenas unos segundos y dejó salir una carcajada.

Al salir de la reunión convocada por la amenaza Huaorani, a Jorge le habían obsequiado una cabeza de plátano verde; al llegar a casa la había colgado en una de las vigas en medio de la sala para ponerla en la cocina al día siguiente y como Antonio dormía profundamente no pudo avisarle.

Pese a sus nudillos sangrantes Antonio también se echó a reír.

Jorge y Antonio todavía pierden el aliento de tanta risa cuando recuerdan la amenaza Huaorani que le costó la vida a una cabeza de plátano verde.

Y con nostalgia, los ojos algo húmedos y una sonrisa, los habitantes de Canelos también rememoran cuando, ruidos extraños y después grandes risotadas de los «doctorcitos» rompieron el silencio de la noche.

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