Rosario Allpas
«Entre
la normalidad y la locura
hay
tan solo una línea borrosa.
Puedes
estar aquí o allá,
pero
tú no decides».
Ayer encontré a Nelly de
casualidad. Hacía tanto tiempo que no nos veíamos que incluso me costó
reconocerla. ¡Habíamos sido tan delgaditas hace..., ¿quince?, ¿dieciocho años?!
No lo sé, tampoco nos dimos aliento para hacer cálculos. Después de los saludos efusivos empezamos a recordar
el hospital, aquel que ella dejó para irse a trabajar a la seguridad social; yo
hice lo mismo, pero fue después de que me jubilé del querido nosocomio estatal.
Mientras hablábamos de una u otra colega enfermera, el pensamiento se hizo nudo
y apareció un espacio guardado con tanto recelo, el que volvió con toda
nitidez. Por supuesto que no mencionamos aquello. Mas, ese pasado, ese
pequeñito pasado me removió y, una vez en casa, en la oscuridad de mi cuarto,
entre la somnolencia que no quiere ser sueño, recordé cuando estaba en otra
cama, muy lejos de Lima.
Primer
día:
Me desperté transpirando,
no me gustaba dormir después de haber comido. Además..., ¡hacía tanto calor!
Por la mañana trabajé
muchísimo pues había venido desde Lima un joven de apenas veintidós años
enviado por el Ministerio de Salud para hacer entrega de equipos e instrumental
para algunos servicios del Hospital General, en Iquitos. Gran parte de las
tempranas horas del día me encargué de recibir el instrumental destinado para
sala de operaciones y algunas máquinas para utilizar en la central de
esterilización. Luego me ocupé de ubicar todo lo admitido. Terminado el turno,
me dirigí al comedor. ¡Qué hambre tenía!
En el salón de comidas
volví a encontrarme con el joven venido de Lima, quien se puso a formar la cola
para recibir el almuerzo. De postre nos habían servido un trozo de papaya; a mí
no me gustaba y le dije a la compañera que estaba detrás de mí si le apetecía;
fue grande mi sorpresa cuando aquel joven respondió: «Sí, gracias». No tuve más
remedio que darle el trozo de papaya a él y por supuesto, nos sentamos juntos.
Conversamos de muchas cosas, entre estas me dijo que su sueño se había hecho
realidad: venir a Iquitos, a esta selva del encanto, y qué mejor manera de hacerlo
que, con todos los gastos pagados por el Ministerio de Salud. Sus ojos
brillaban de emoción contándome lo que iba a hacer esa tarde: ir al río Nanay,
alquilar un bote para navegar y quizás se animaría a nadar en sus tranquilas
aguas. Al término del almuerzo nos despedimos. «Que la pases muy bien, que te
diviertas», le dije. Se fue sonriendo.
No acostumbraba a echarme
una siesta después de almorzar, sin embargo, me quedé dormida mientras leía un
libro para luego despertar con la sensación de haber tenido un sueño pesado. A
los pocos minutos llegó agitadísima mi menuda compañera de cuarto, Martha. Ella
era la nutricionista del hospital. Abría sus grandes ojos color miel, movía el
alborotado cabello castaño, aleteaba su pequeña nariz para decirme de manera
entrecortada:
—Ha venido un ahogado, lo
están trayendo a sala de necropsias. ¿Quieres ir a ver?
—¡Oh, no! A mí no me
gusta ver a los muertos —le respondí.
Martha era lugareña y en
Iquitos había una costumbre —mala, para mi entender— de ver a los muertos. Cada
vez que moría alguien ya sea por accidente, asesinato o suicidio, los
pobladores acudían a verlo. Era como un ritual que realizaban, no sé si lo
hacían porque deseaban dar tributo al término de la vida o simplemente por
curiosidad morbosa o por enterarse quién había muerto y, sobre todo, cómo.
Después de desalentarla,
Martha me preguntó si conocía al joven enviado por el Ministerio de Salud,
quien vino a dejar instrumental y le respondí:
—Sí, lo he visto. ¿Por qué?
¿Te gusta?
Traté de emparejarlo con
ella, mas no me permitió seguir. De inmediato recibí una mirada de reprobación
y se apresuró a responderme:
—Es él a quien han traído
ahogado. Había ido al río Nanay y tratando de nadar parece que le dio calambre
y no pudo salir. No pudieron salvarlo. ¡Qué tristeza! Y él no es de aquí, no
tiene familia. Y ahora, ¿dónde avisarán de que ha fallecido?
—¡Oh, Dios! No me
imaginaba —respondí— y, además, hoy es viernes. A esta hora ya no trabajan en
el Ministerio de Salud. Tendrán que esperar hasta el lunes para avisar a sus
familiares.
—El mortuorio carece de
salas refrigerantes, ¿sabías? —acotó Martha, con un aire de pena.
Y..., ¡hacía tanto calor!
Segundo
día:
Al despertar, me apresuré
para ir al comedor del hospital a desayunar, pues me había quedado dormida.
Luego me dirigí al trabajo. Un sentimiento muy sutil se apoderó de mis
pensamientos, a medida que pasaban los minutos y las horas, la idea se hacía
más y más segura: algo fatal me iba a suceder.
Estaba en mi centro de
trabajo cuando una auxiliar de enfermería me dijo que me había soñado vestida
de novia. Alguna vez había escuchado que cuando alguien sueña con casamiento no
es precisamente que la persona se vaya a casar, sino que algo nefasto podría
sucederle. Callé. Pasaron algunos minutos cuando de pronto me sentí abatida. Lo
comenté con el anestesiólogo; mas, el buen Juanito me respondió que cuando esto
se contaba antes del mediodía, no ocurría tal cosa. Sonreímos.
No quise contar a nadie
más lo que mis pensamientos clamaban. Temía que pensaran mal, que me estuviera
volviendo loca, pues el sentimiento de fatalidad se agigantaba como una sombra
deseando engullirme y no sabía qué hacer para impedirlo.
«Creo que hay una línea
muy delgada que separa a las personas cuerdas de las que no son», pensé y, me parecía que yo estaba a punto de dar el
paso, de saltar aquel límite.
Tercer
día:
El pensamiento de
fatalidad no salía de mi mente. No pude dormir bien y la idea de tragedia la
tenía metida en la piel y se empeñaba en no salir, me perseguía y el temor de
que el hecho se haga realidad parecía inminente. No estaba enferma, pero...
Opté por no salir a la
calle, tenía miedo de sufrir un accidente, hacía mucho que manejaba motocicleta
y eran frecuentes los accidentes graves y mortales con dicha movilidad. Vivía
en el mismo hospital, así que decidí no salir. Por la tarde, fui al servicio de
pediatría, por hacer algo, para ocupar mi mente. Al llegar, encontré al
personal completo que me miraba pasmado, nervioso. Me acerqué y antes de
preguntarles qué hacían reunidos en el estar de enfermeras, fueron ellos los
que me interrogaron bastante perturbados:
—¿Escuchó silbar al tunchi? Hemos escuchado clarito que este
silbaba. ¿No lo escuchó?
—No —repliqué—. ¿Y quién
o qué es el tunchi?
—El tunchi es un fantasma que anuncia que alguien va a morir —me
respondieron.
—Este es un hospital y
siempre hay alguien que muere. —Me defendí porque no quería pensar que lo
dijeran por mí.
—Bueno... escuchamos el
silbido y cuando dejó de hacerlo usted apareció.
De inmediato sentí la
imperiosa necesidad de huir de ese servicio, no aguantaba escuchar acerca de la
muerte. Emprendí la fuga hacia mi cuarto. Desesperada busqué alivio en la Biblia,
la abrí, comencé a leer, las líneas con letra pequeñita traían lecturas acerca
de muertes, busqué otra página y, una y otra vez las historias de martirio,
destrucción y muerte estaban allí. No encontrando consuelo, traté de dormir. No
podía. Me eché a llorar...
Cuarto
día:
Siento un peso en el
cuerpo que me agobia. Fui al trabajo desganada. Juanito me preguntó: «¿Qué te pasa?» Le contesté: «Nada». Y, ¿qué le voy a decir, que creo que me voy a morir?
Ya me imagino riéndose de mí: «¿Y de qué te vas a
morir?». «Pues, no lo sé». Traté de trabajar y
dejar de pensar en aquello. Terminé el turno muy mal. Me sentía extenuada. «Quizás
–me dije a mí misma—, por no haber dormido bien anoche».
Fui al comedor a pesar de
no tener hambre, no le sentí gusto a la comida, por lo tanto, probé algo de
mala gana y me fui a mi habitación. Quería dormir y no podía. Contemplé la
biblia en mi mesa de noche, mas no me atreví a leer pues recordé la última vez
donde las letras bailaban confirmando algo que ya sabía: que me iba a morir.
Martha, mi compañera,
tampoco venía. ¿Dónde estaba? Creo que me dijo que había venido un familiar
desde Lima y se iba a ausentar, que volvía en la noche solo para dormir. La extraño
más que nunca, sin embargo, tampoco quisiera que me vea en esta condición y me
pregunte: ¿qué te pasa?, te veo rara. No, mejor que no esté aquí. Decidí salir
de la habitación.
Caminé por el interior
del hospital bordeando los servicios de hospitalización. Me acabo de dar cuenta
de que cada ambiente está unido por veredas que son como esos dibujos que van
dando curvas para encontrar y llegar a uno u otro punto hasta alcanzar la
salida, como si fuese un laberinto. También observé que el hospital cuenta con
unos jardines preciosos, jamás antes los había visto con detenimiento. Por
ello, decidí recorrer lento los pasadizos, aspirando el aire aromático que
brindan los árboles y las flores que los adornan. Caí en cuenta de que no sé el
nombre de ningún árbol, planta o flor que engalana los alrededores de cada
ambiente. Después de recorrer por completo y dar tres vueltas enteras por el
interior del hospital sin entrar a ningún área de hospitalización, me fui a
sentar a la entrada de este, donde hay un trozo de jardín. Me arrellané en la
pequeña berma que separa la vereda de los arbustos y observé las largas hojas
verdes que cambiaban de color, a un rojo o amarillo con unas nervaduras negras profundas
que parecían pintadas. Las vi tan hermosas, se presentaban como ramilletes de
variados colores, sin embargo, no tenían flores ni frutos. Estaba tan
ensimismada que no me percaté de que el viejo portero del hospital había venido
a mi encuentro. Me preguntó que cómo estoy. Bien, le dije. Estoy disfrutando de
estos arbustos que me parecen estupendos, nunca me había fijado en ellos. Son
hermosos, ¿verdad? Él, con una sonrisa comprensiva, me contestó: ¡Qué va,
señorita! Estas matas son de cementerio. Me levanté como si me hubiese picado
un aguijón y poniéndome nerviosa le pregunté casi molesta y desafiante: ¿por
qué dice que son plantas de cementerio?, ¡eh!, ¿por qué? Pues, porque en el
camposanto abundan estos arbustos, señorita, por eso.
Me sentí desarmada y con
ganas de correr hacia mi habitación, el único lugar seguro, hasta hoy, para que
nada ni nadie me recuerde a la muerte. Escapé de allí.
Quinto
día:
La sensación de agonía no
se me pasaba, convine meterme de lleno en el trabajo, no quise contar a nadie
lo que me sucedía. «¿Qué pensarían de mí si contara esto? No, no puedo»,
pensaba. Además «¿Por qué me vienen estas ideas, de dónde salieron?». Traté de
tranquilizarme. Iba del trabajo a mi cuarto, de mi cuarto al trabajo. Hacía
días que estaba en lo mismo. Por la tarde no aguanté más, no quería estar
encerrada y me fui muy temprano al comedor. Al llegar, el personal de cocina me
recibió inquieto, cuatro personas se encontraban afuera, venían corriendo hacia
mí espantados. ¿Qué había pasado? Pues, ellos habían escuchado ruidos extraños
en el comedor y fueron a ver qué pasaba. Pensaron que quizás la señorita Martha,
la nutricionista habría venido. «Pero qué raro
porque ella no viene a esta hora, aunque quizás vino a supervisarnos, tal vez
se le olvidó algo o, en fin, qué bicho le habrá picado. Cuando abrimos la
puerta de su despacho, no había nadie. Entonces patitas pa' qué os quiero, señorita, corrimos fuera como perseguidos por
el demonio o el tunchi que viene a
ser lo mismo», dijeron.
Y allí estaban,
asustados, alarmados, llevados lejos, ahuyentados por el viento helado que
precede a la muerte, erizados los vellos del cuerpo, pálidos sus rostros, frías
sus manos, tal era el pánico que, cuando me vieron lanzaron un grito. Y me
cuentan y sonríen nerviosos y tiemblan y no saben si entrar de nuevo, o quedarse
en el rellano. El miedo los había devorado y..., «¿si
el tunchi está?», decían, sin
moverse. Y yo me desarmé otra vez y ya no supe qué pensar. No obstante, como
ellos estaban demasiado asustados, los ayudé a entrar de nuevo.
Sexto
día:
Comencé a desalentarme, a
sentirme sola, no tenía a quien contar lo que me sucedía. Además, ¿quién me iba
a entender?, ¿quién me va a explicar? Y..., ¿por qué pienso esto? Me miré al
espejo y me vi más delgada de lo que siempre fui y demacrada. «¡Vaya, siempre
fui delgada!», me contenté a mí misma, sin embargo, hoy me vi y casi no me
reconocí. Mis ojos pequeños y rasgados estaban redondos y grandes, como
asustados. Cubrí mis párpados con maquillaje marrón, mis pálidas mejillas las
coloreé de rojo, mi cabello largo estaba marchito, lo recogí en una cola de
caballo, no quise trenzarlo como me gustaba. No usaba ningún perfume por la
alergia que tengo, empero, esta vez, me pareció necesario y me eché un poco de
la colonia que usaba Martha, la que siempre me ofrecía usar, y me fui a
trabajar. Luego me la tuve que quitar pues no aguantaba el aroma dulce a
frambuesa. Me concentré, otra vez, en el trabajo. Cuando terminé el turno me
dirigí a mi habitación. Por la tarde me dijeron que una auxiliar de enfermería se
encontraba hospitalizada en el servicio de ginecología con diagnóstico de “embarazo
ectópico”. La estaban preparando para intervenirla quirúrgicamente. Fui a
visitarla para ocupar mi mente en algo constructivo, a darle un poco de ánimo y
seguridad. ¿Yo? ¿Ánimo y seguridad? Bueno... traté de pensar que sí podía. La
ubiqué en su cama, esperando ser llevada a sala de operaciones. Me senté a su
lado, la escuchaba atenta; me contaba lo que le había sucedido, cómo es que
vino al hospital; cuando de pronto, en la misma dirección donde estábamos, pero
fuera del servicio, un perro empezó a aullar lastimeramente. ¿Un perro?, ¿si en
el hospital no hay animales? ¡Increíble! ¿De dónde vino, cómo se metió al
hospital a aullar de esa forma? Entonces, María, mi paciente, mirándome a los
ojos, dijo: «Alguien va a morir, esto es mal agüero».
Sentí como que me
incrustaran un cuchillo directo al corazón, me hundí en la desesperación porque
ahora sí estaba segura de que era la elegida para la muerte anunciada por el
animal canino. Me excusé y me fui casi llorando de la habitación. Corrí hacia
la residencia de enfermeras, a mi cuarto, a mi refugio. Sin embargo, ya no era
tal, no podía respirar, me ahogaba en mi propio llanto y por primera vez no
deseé estar en la pieza, sentía que no hacía nada allí y consideré que no podía
seguir así, debía hacer algo. Salí de mi habitación, de la residencia, del hospital
y hui como alma que lleva el viento preguntándome qué voy a hacer, adónde ir, a
quién recurrir.
Me vi sola en la calle,
la noche se había adueñado de todo, me puse a caminar sin rumbo, a la izquierda
encontré una pequeña iglesia que estaba cerrada. Los faros de los vehículos
emitían luces desordenadas y amenazantes que iban y venían, que luego se
difuminaban a través de mis lágrimas. En ese momento, recordé que al frente
había una casa donde vivían unos sacerdotes, uno de ellos era psicólogo, no
precisaba su nombre. No soy tan religiosa, no creo en los curas y peor en los
psicólogos, pero me encontraba en el límite de la zozobra, así que crucé la
calle y toqué la puerta. Nadie abría. Toqué más fuerte, con desesperación,
hasta que al fin salió un cura viejito y me dijo:
—¿Qué pasa, hija? ¿Por
qué tocas tan fuerte?
—Quiero hablar con el
sacerdote psicólogo —dije.
—¡Oh, bien! Quizás él no
la pueda recibir… —me respondió amablemente.
Yo le pedí, no le rogué,
le exigí verlo. ¿Cuál sería el estado de turbamiento mío? Sentí que el sacerdote
me miraba con pena y en un arranque de piedad me dejó pasar a una sala pequeña,
sencilla, con muy poco mobiliario.
—Tiene que esperar. Tome
asiento. Voy a decirle que usted lo solicita. Él recién ha venido de viaje. No
le prometo nada.
Esperé y para consuelo
mío vino exactamente el padre que deseaba ver. Le conté a borbotones lo que
sentía y que no podía aguantar más el peso de mis pensamientos y mis fatales
seguridades, la muerte estaba en mí y no sabía por qué.
—¿Algún familiar
recientemente ha muerto? —me preguntó.
—No.
—¿Y algún familiar de una
amiga o amigo cercano que haya muerto?
—No. El hermano del
esposo de una amiga murió, mas, yo no lo conocía.
—¿Otra persona que haya
muerto y que su muerte le haya impactado?
—No.
Entonces recordé al
muchacho que había venido al hospital a dejar el instrumental, aunque ninguna
vez en estos días lo había recordado. Le dije aquello, haciendo la salvedad que
tampoco lo conocía.
—¿Había alguna similitud
con usted?
—No lo creo, no lo
conocía —contesté con rapidez.
El padre comenzó a explicarme,
apenas lo escuchaba. Entre sollozos y reticencias entendí algo más o menos así:
«Has venido hacia mí en el momento más oportuno porque he regresado de un
seminario realizado en Colombia donde tratamos estos hechos», y enseguida me
preguntó:
—¿Cuánto tiempo estás
así?
—Seis días.
—Ya se te va a pasar —me
explicó—. Cuando una persona muere, sobre todo en circunstancias repentinas, no
por enfermedad, la energía se va extinguiendo poco a poco, generalmente dura
una semana. A veces más, pero es muy raro.
No lo escuchaba, mi
llanto tapaba mis ojos y también mis oídos; además mi razón no deseaba admitir
lo que él decía.
—Ya va a pasar. Mañana, o
pasado mañana esto se habrá ido —me decía en tono conciliador.
—Y..., ¿de qué energía me
habla?, ¿y por qué debo creerle? —objetaba obstinada.
Él seguía explicándome:
—Es que nosotros, los
seres humanos somos energía y cuando nos enfermamos, esta poco a poco va
bajando de intensidad y al morir se diluye. Sin embargo, no sucede lo mismo con
una persona que muere repentinamente; cuando la muerte no avisa, esta energía
queda suspendida y vaga y, algunas veces se fusiona a la de otra persona,
aunque de igual modo va bajando de intensidad y desaparece.
Me costaba darle crédito
a sus palabras y aún me quedaban fuerzas para preguntar:
—Y mañana, ¿se me pasará?
—Sí, puede ser mañana o
pasado mañana.
Y otra vez irrumpí en
llanto y no le creí.
—Nada más te puedo decir.
Si quieres mañana o pasado vuelve, sin embargo, si te sientes bien ya no vengas
—sentenció.
Y yo... ya no volví más.
Guardé en mi corazón,
cerrado con llave de doble giro, este episodio de mi vida, tan raro, tan loco y
me olvidé de él.
Epílogo:
Salí de Iquitos después
de haber prestado mis servicios como enfermera por cinco años y me afinqué en
Lima. Un día que estaba realizando mi ciclo de rotación por el servicio de
emergencia en el Hospital Santa Rosa, me encontré de pronto conversando, por
primera vez, con una colega acerca de esta oscura experiencia mía. Nelly, me
escuchaba con atención y cuando terminé de contarle me dijo:
—Yo conocí al joven del
que me estás hablando.
—¿Qué? ¿Cómo es posible?
—le dije sorprendida.
—Se llamaba Martín, vivía
en San Martín de Porras y era vecino mío. Su familia no podía creer que tan
joven perdiera la vida.
—¡¿?!
Me quedé sin habla. Ella
continuó:
—Su cuerpo llegó a
Lima con signos de putrefacción, por los tres días en el mortuorio de
Iquitos, ¡con ese calor! Lo tuvieron que colocar en un cajón especial
para enviarlo en la bóveda del avión, completamente soldado. En su casa lo
velaron poco tiempo, y con velas perfumadas; después sus amigos cargaron el
ataúd y recorrieron las calles de la vecindad. Así le dimos el último adiós —finalizó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario