lunes, 17 de agosto de 2020

Avosaglo

Víctor Purizaca


Rivera y Müller reían en el patio mientras otros niños hacían una rueda de cinco tratando de patear a Gonzalo Chincha. Yo trataba de esquivar los pelotazos, cuero duro y curtido estampado en muchas caras, balón acariciado a puntapiés. El profesor Lozano a punta de silbatos reducía las agresiones y los juegos bruscos. Faltaban cinco minutos y yo ya estaba en el quiosco.

—Martín, ¿qué quieres muchacho? —don Tito me interroga rascándose la cabeza con la mano derecha.

—Una Inca Kola y un pan con pollo, por favor.

Chucho Martínez se remanga la chompa dejando ver un reloj Casio negro y mientras su escuálida figura se aproxima al quiosco el pantalón bambolea, se deja ver el escaso cabello entrecortado más de lo acostumbrado.

—¿Y tú? ¿vas a pedir algo?, vamos apurando que ya toca el timbre.

—Don Tito, una Coca Cola.

Qué delicioso pan con pollo y con el sorbete acabo la cuarta parte de mi gaseosa en un abrir y cerrar de ojos. Seguro Chucho empezaría con lo del examen extraviado. Müller y Chucho habían tomado prestado el examen, del pupitre de Ramírez, fotocopias en la esquina de la agencia de viajes, en el cruce de la calle Grau con la avenida Larco. Al principio el profe Ramírez no advirtió la movida. Quince, qué maravilloso, pero ¡claro que estudié! Chucho, dieciocho, la verdad es que llegaba a dieciocho desde quinto de primaria con la miss Maritza. Es que ahora estamos en secundaria. Müller, diecinueve, ese es un sinvergüenza, plagió el examen idéntico a como lo vimos y un recuadro vacío por si acaso algún malpensado hubiera. Casi todos en el salón aprobaron. Una semana había pasado de aquella hazaña. Chucho soltó una moneda de cinco soles en la madera de la recepción del quiosco, agradeció a Tito y que se quede con el vuelto. Me jaló del brazo y me llevó a dos metros más allá, entre los lavatorios del patio y el quiosco.

Oe Avosaglo, se han enterado, se han enterado.

—Estás paranoico Chuchín, es idea tuya.

—Nos van a botar del Champagnat y compadre, haremos segundo secundaria de nuevo el próximo año en el Skinner. Ese colegio especial para repitentes.

—Ja, ja, ja, ja, ja, ja, estás alucinando, brother.

—En la mañana el saludo de Ramírez fue diferente, antes de la formación y el hermano Rafael ni me sonrió, ¿entiendes?

—Ja, ja, ja, ja, ¿y de cuándo a acá sonríe el hermano?

Terminé mi gaseosa y me limpié los restos de mayonesa del pan con pollo de la comisura izquierda con una servilleta. Ya toca el timbre y Chucho le pasa la voz a Calvo con un gesto levantando la mano izquierda; iba por un lapicero o algo que escondía en el bolsillo de su camisa para entregárselo.

—Te veo en la formación Martín, date cuenta de lo que te digo, alguien nos ha echado, alguien les ha pasado el dato a los profesores y a los hermanos.

—Martín Avosaglo, ¿en qué andas? —Hizo el llamado el amable profesor de Geografía, Jorge Montoya, levantando las cejas mientras sobresalen sus ojos verdes.

Era atento, pero en ese momento y por el tono y textura de la voz me pareció extraño, pasé saliva pensando que lo que me dijeron minutos antes era cierto, el premeditado y audaz robo del examen de matemática había sido descubierto.

—Acá profe, a Dios rogando y con el mazo dando.

Me detuve para hacer un gesto a Jorgito Montoya y cuando íbamos a intercambiar más palabras en medio del patio impregnado de garúa otoñal limeña sonó la campana, ya todos se acomodaban para la formación, pantalones grises, medias blancas y brazos extendidos se colocaban frente a los salones.

Dos horas más de matemática nos esperaban, tenía el bimestre salvado, así que no me preocupaba mucho. Revirado pasó a mi lado, me dio un empujón y se apoyó en mi hombro izquierdo. Aproximó sus labios a mi oído:

 —He visto a tu vieja en la oficina del director, Martín.

No demoró Revoredo en acomodarse al inicio de la columna. Corrió un frío por mi dorso, el sudor se sobrepuso en mi frente y la garúa pronto había dejado de caer. El hermano Rafael hablaba con el profesor Ramírez, lo que dijo Chucho era cierto, ya no era idea suya, entonces no era una invención de Müller ni una pesadilla. Me miraban fijamente y recorrían la formación como ultimando detalles. Bueno es el que espera y sabe disimular ante el infortunio.

La formación guardaba distancia usando los brazos estirados. Una vez formados para ingresar al aula Ramírez descendió dos gradas y se dirigió hacia mí.

Deslizó su brazo derecho sobre mi espalda:

—Tienes que ir a la oficina de Normas Educativas, te están esperando.

—Pero…

Traté de excusarme sin éxito. Me acomodé el cabello y rompí formación, vi de reojo a Müller y a Chucho cómo palidecían augurando que correrían la misma suerte. Antes de que entrara a la oficina de disciplina del colegio ambas columnas de muchachos habían ingresado por completo al aula. Me increparían seguro lo del examen de matemática, lo de mis cómplices y de cómo un alumno con notas mediocres de un modo inesperado había mostrado una mejoría ostensible. En la oficina el escritorio con la bandera del Perú en miniatura y un folder amarillo con un sello negro y un tampón de mango marrón. El encargado de disciplina estaba ausente. Junto al sillón forrado de cuero beige de pie el hermano Mateo. Uno de los mayores del colegio, director de la banda, recio, disciplinado, consejero y encargado de la oficina de pastoral de primaria. Pero ¿qué tenía que hacer en este asunto? Yo para ese entonces tocaba clarinete en la banda y era de los más asiduos a los ensayos. Avancé un paso, dos.

—Hermano, buenos días. Me dijeron que viniera acá, no me especificaron y…

Con un tono pausado me invitó a tomar asiento. Mateo me dirigió sus ojos azules de un modo profundo y suave; extendiendo la mano derecha hacia el sillón forrado de cuero beige, se acomodó el terno azul marino y la corbata con rayas blancas y azules. Tomé asiento enseguida.

—Tú sabes Martín que nuestro tiempo en la tierra lo designa el Señor…

La verdad que las primeras palabras del hermano Mateo me causaban escalofríos, qué tal despedida, es una forma de expulsar, yo consideraba que una amonestación bastaba y…

—Nuestra buena madre nunca nos abandona a pesar de todo…

Me estaba conmocionando, todo por un examen y ¿los demás por qué no estaban?

—Tu hermano Isaac ha sido llamado por nuestro señor, nuestra buena madre intercederá por él y por todos nosotros.

Mi cabeza confusa aún por la vorágine de sucesos parecía acomodarse; era Isaac, el fin de semana había ido donde la tía Meche a Ica y regresaba ese mismo día por la tarde, un accidente llegando a Pisco cercenó su vida, mi hermano gemelo, el de los ojos bonitos. Era buen alumno, no tenía que conseguir examen de matemática, sacó veinte en el último, su tutor Noria, ¿tendría otro método?

Mateo me sostuvo y me sirvió un vaso de agua, no podía hablar, tomé dos sorbos, me incorporé y nos encaminamos a la oficina del director del colegio. Mi madre me esperaba, sentía su olor y me abrazó fuertemente, sus lágrimas mojaron un pañuelo celeste que ella sostenía con su mano derecha. Me besó repetidas veces en ambas mejillas, me abrazó y cruzamos la puerta principal del colegio. El hermano Mateo: Vayan, vayan.

En el auto, un Ford Escort del 98 azul marino, mi papá nos esperaba, mi madre se acomodó en el asiento del copiloto y se aseguró el cinturón. Me coloqué en la parte de atrás junto a la ventana izquierda y ni una sola palabra. Arrancamos en silencio. El auto dobló por Schell y el semáforo nos detuvo. Brotaban lágrimas y el moco me inundaba, la cara de Isaac volvía a mí y sus ojos cerrados y sin luz. Y al tornarse la luz verde limón las palabras matemática, Chucho y Müller ya no significaban nada para mí.