jueves, 21 de diciembre de 2023

Pertenecer

Antonio Sardina Cecine


Nicolás nació abajo, en el pueblo acapulqueño de Puerto Marqués, donde sus padres tenían una pequeña tienda de abarrotes a dos calles de la playa. Su principal clientela eran los turistas nacionales que, principalmente los fines de semana, llegaban temprano de distintos pueblos y algunas ciudades de la república mexicana en grandes autobuses, regresando a sus lugares de origen en la tarde, después de pasar el día en algún restaurante de playa, disfrutando las tranquilas aguas del mar de la bahía más hermosa de Acapulco.

Desde pequeño le causaban gran curiosidad los tres grandes edificios de departamentos, de quince pisos cada uno, modernos y lujosos, ubicados en lo alto de la montaña al final del pueblo. Como tres titanes desentonando absurdamente con las casas y restaurantes de un piso del pueblo: «Condominio Torreblanca».

La entrada a los edificios estaba al final de la calle principal, resguardada por una caseta con guardias que se encargaban de que solo los dueños de los departamentos y sus huéspedes pudieran pasar.

Los inquilinos de los departamentos tenían alguna interacción con la gente de Puerto Marqués, ya que bajaban a una pequeña playa particular, la cual colindaba con la aún más pequeña marina, separada de las playas públicas por una malla. En esa playa, limpia y con el mar tan en calma que parecía una alberca, varios comerciantes locales rentaban sillas y sombrillas, servían mariscos y platillos típicos, además de vender las más variadas chucherías.

Los oriundos de Puerto Marqués tenían fama de ser extremadamente violentos y rebeldes, al grado que la policía prefería no entrar y los dejaba manejarse en una especie de autogobierno. Al ser los residentes de los condominios buenos clientes y que además contrataban a mucha gente del pueblo para el servicio, se les consideraba locales y no solo no se les agredía, sino que se les cuidaba.

Como conocía a uno de los guardias, cuando tenía doce años a Nico le permitieron pasar a lavar los coches de los inquilinos y ayudarlos con sus maletas, tarea que, además de darle a ganar algo de dinero y dado que no tenía un horario fijo, le permitió asistir a la escuela. Gracias a su espíritu amable y servicial, al pasar de los años fue ascendiendo a mejores empleos administrativos, tanto que, al terminar su carrera de auxiliar contable, lo nombraron gerente de administración.

Vivía en el pueblo y trabajaba en los condominios, esta dicotomía le impedía sentirse parte de ninguno de esos dos mundos. Para su familia y la gente del pueblo Nico era un arribista que no compartía y hasta se avergonzaba de las costumbres marquesanas y para la gente de Torreblanca era un empleado apreciado y respetado, pero no era como ellos. 

Caminaba en las mañanas por la calle principal de Puerto Marques, aspirando los olores a mariscos podridos y deshechos de toda clase de animales, ya que cruzaban la calle perros, gatos y hasta cerdos, chivos y ratas, desde luego; Y de repente, al cruzar la caseta de vigilancia, respirar el aroma a pasto recién cortado, palmeras y flores de los cuidados jardines del condominio. Claro que era diferente. 

Esto ocasionaba que en realidad no tuviera vida social y aunque saludaba y conversaba con la gente de los dos mundos, en realidad no sentía cercanía con nadie y se fue encerrando en sí mismo, cada vez más sus conversaciones eran solo diálogos internos:

«Estos pendejos deben pensar que yo solo estoy para servirlos. Quieren que les resuelva todo, desde su limpieza hasta los juegos de sus hijos».

«La chamaquita esta me hace ojitos solo para ver que me saca. En el pueblo ni me saluda y aquí me hace la barba solo por interés».

«Creen que porque tienen lana ya pueden humillarme y tratarme como su gato».

«Pinche negro, no me hables de tú que yo sí estudié».

«Mi familia es una mierda, quieren que viva jodido como ellos, los mata la envidia de que yo progrese».

Estaba resentido con unos y con otros. Y aunque su imagen seguía siendo amable y servicial, su alma cada vez más se corrompía por el odio.

El lunes dijeron que se aproximaba una tormenta tropical, llamada Otis y que podría formarse un huracán categoría uno. El martes el huracán categoría uno pasó a cuatro en menos de doce horas y se anunciaba que tocaría tierra en Acapulco esa misma noche ya con categoría cinco y vientos de más de doscientos cincuenta kilómetros por hora, algo nunca visto, ni siquiera aquella vez que pegó en Acapulco el huracán Paulina, que ha sido el peor que había vivido este puerto.

Nico decidió pasar esa noche en uno de los departamentos que no estaba ocupado y como conocía a los dueños, le dejaban las llaves. Le pareció más seguro que pasarlo en su casa del pueblo con su familia. Le habían tocado en el condominio temblores, tormentas e inundaciones y los había resistido muy bien, pero nunca un huracán de esa magnitud.

Se preparó llevándose pan, jamón y queso, dos refrescos y un libro, en el departamento tenía televisión y servicio de cable e internet. Se instaló en el cuarto del fondo y empezó a ver una serie danesa en Netflix.

A las seis empezó la lluvia, moderada y normal. A las diez se fue la luz y los vientos ya eran más fuertes de lo que nunca había conocido. A las once escuchó cómo se rompían los ventanales que daban al mar. Cerró la puerta del cuarto e instintivamente, empezó a rezar.

Había leído crónicas que hablaban del rugido del viento, pero esa descripción no se acercaba a este estruendo monumental. Era un sonido terrible, que le llenaba el oído, el cerebro y todo el cuerpo, invadía su organismo por completo y rebasaba su conciencia. Era un fragor indescriptible. El cuarto se movía, el edificio oscilaba, la cama trepidaba.

Un olor parecido a cuando rompía una rama, pero multiplicado por mil y mezclado con tierra mojada empezó a llegar a su nariz y al igual que el sonido, también se propagó por todo su cuerpo, provocando recuerdos de ciénagas y pantanos visitados alguna vez en lagunas de Oaxaca. Se sintió parte integrante del caos. Poseído por el.

Entonces ocurrió que su diálogo interno cambió:

«Gracias por lo que soy, gracias por mi vida, gracias por lo que no soy».

«Bendigo a los míos y a los otros».

«Todo está bien».

Y entonces, en el clímax de la destrucción… se durmió.

Mi barrio

Patricio Durán


Era el mejor de los barrios, era el peor de los barrios. Viví en el suburbio La Porciúncula toda mi niñez y parte de mi juventud. Experimenté una montaña rusa de emociones al recordar aquel lugar en el que dejé de ser niño y empecé a ser hombre; cuando pocas veces razonaba con lógica, en una edad en que el sentido común era el menos común de los sentidos y el tejido de mi vida se elaboraba con un hilo en el que lo bueno y lo malo se mezclaban a un tiempo: la época de la sensatez y de la locura, el lapso de la fe y de la incredulidad, luz y oscuridad, esperanza y desesperación. Entonces estaba el alma pura y todo el porvenir era mío. Me sentí tan confiado en mi barrio, en aquella vecindad, en la casa que se convirtió en el hogar apacible por el lapso de treinta años en el cual encontré paz, amor y aventuras.

Aquella mañana, el sol empezaba a vislumbrarse por entre las colinas. Pedaleaba en mi querida bicicleta cuando decidí visitar el antiguo barrio. No he vuelto a él en treinta años. Las calles ya no son empedradas sino asfaltadas y con modernos semáforos en las esquinas. Ya no está la tiendita en la que compraba el pan humeante y sabroso para el desayuno, en su lugar se yergue un gran centro comercial. Tampoco se encuentra la cantina en la que solían beber los beodos consuetudinarios sus pequeños vasos de vino, cerveza o «puro» hasta perder la conciencia. En cierta ocasión uno de ellos, despechado de la vida, se descerrajó un tiro en plena sien derecha causando conmoción. Allí había unas mesas de ping-pong, ajedrez y de billar en la que solíamos jugar después de clases.

Don Gerardo, el propietario, era un tipo de porte militar, alto y fornido, de unos cincuenta años, con excelente sentido del humor, pero de carácter implacable, firme y resuelto cuando se trataba de cobrar a los borrachines que querían marcharse sin pagar el consumo.  Se lo conocía como un buen jugador de ajedrez. «Si prohibieran el ajedrez, sería un contrabandista», solía decir. Nunca pude ganarle una partida, lo que me frustraba y me hacía sentir miserable, a lo que Don Gerardo decía con tono burlón «otra vez será», y retiraba apresurado las apuestas de la mesa.

Veo autos de alta gama que circulan por las vías; flamantes edificios mejoran las condiciones de vida, la arquitectura moderna sin duda las facilita lo que hace a los vecinos más felices.

En el recorrido visité mi querida escuela La Merced, regentada por los padres mercedarios. Recordé que caminaba soñoliento todas las mañanas con rumbo al colegio; atrás quedaba la cama calentita y la imagen de la Virgen que velaba mis sueños. Casi nadie prestaba atención a las charlas de los profesores. Había tantas cosas que hacer: fastidiar al compañero que se colocó el uniforme al revés, mirar pájaros de hermosos colores en el zoológico escolar, besar a hurtadillas a la niña inocente de rubios cabellos que atendía a clases sin pestañear, la que en las noches me causaba desvelos y ojeras.

Vino a mi mente la imagen del estricto y temido director del plantel, el padre Severo, quien era conocido por su rigidez y dureza en los castigosLas remembranzas empezaron a desfilar como en procesión al mirar las cúpulas de la iglesia La Merced. Recordé cuando hice la primera comunión. Mi padrino fue un sacerdote, el presbítero Benigno Navas, cura párroco. Se supone que el padrino es la persona que guiará y acompañará a su ahijado en el camino de cumplir los preceptos de una vida católica y ofrecer su ayuda económica de ser el caso, sin embargo, nunca recibí nada material de mi favorecedor, solo «bendiciones especiales» —y estampitas de la Virgen— que con seguridad tendrían una jerarquía superior a las «bendiciones comunes». 

«Te deseo las mejores bendiciones de Dios en este día y que sientas su presencia de forma especial. El Señor te bendiga y te acompañe hoy y por siempre, que su mano esté sobre ti y te libre del maligno. ¡Recibe hoy lo mejor de nuestro Creador para tu vida! Espero que aprecies su amor y su ayuda», me dijo mi padrino en el feliz día de mi primera comunión. Yahvé a mi mecenas no le dio hijos, pero el diablo le dio sobrinos, a ellos les dejó todo su patrimonio, a pesar de que hizo votos monásticos de pobreza, nunca se supo cómo amasó una gran fortuna.

Cuando hice la preparación para recibir por primera vez el sacramento de la eucaristía, que significa el recibimiento de Jesucristo bajo las especies del pan y del vino, quien se entrega en su cuerpo, sangre y divinidad, esta unión íntima con Cristo me hizo creer que iba a subir al cielo en cuerpo y alma, como Remedios, la bella.

Mi niñez y juventud han estado marcadas por la presencia de miembros de la Iglesia católica: un primo que llegó a ser arzobispo, un tío que fue cura párroco y una prima monja, a la que llamábamos con cariño «monjita», ella formaba parte de la congregación religiosa de las Marianitas y estaba obligada por los votos a la pobreza, la castidad y la obediencia. Sonreí al recordar una frase que alguien escribió en una pared de la capilla: «Monjas, curas, putas y pajes, todos vienen de grandes linajes». Nunca se descubrió al autor de semejante sacrilegio.

En la parte posterior de la iglesia había un cementerio exclusivo para los padres mercedarios que «pasaron a mejor vida». Una tarde llorosa, sombría y taciturna, decidimos con mis alegres y despreocupados compañeros de cuarto grado, de entre nueve y diez años, chicos y chicas, escaparnos a visitar los sepulcros, por el morbo innato que produce lo misterioso y desconocido. El campo santo estaba muy descuidado, con basura por todos lados, las lápidas abandonadas parecían ventanas con ojos vacíos, sucias, polvorientas, un olor de flores secas y marchitas —nardos con tufo a muerto— impregnaba el ambiente. La rama de una tenebrosa enredadera nos abrazó al descuido provocando pánico en los «profanadores de tumbas». Sentimos una atmosfera densa, pesada; los troncos deslucidos proyectaban una imagen fantasmagórica de ese osario triste de recoletos. Los tañidos de las campanas acentuaron nuestra sensación de angustia. Una enorme rata salió de la maleza, se paró en seco frente a nosotros, se alzó sobre sus patas traseras, echó un rápido vistazo y huyó despavorida.  

Bajamos a las criptas ubicadas en el subterráneo. Tal vez entre las ruinas habría algunos muertos memorables, difuntos tutelares que ahora están en el olvido, pero que en vida fueron grandes personajes reconocidos por la sociedad. Se respiraba una atmósfera de desolación. Un aire de profunda e irremediable melancolía lo envolvía todo. Varias tumbas, en cuyas lápidas ya no se veía ni siquiera el nombre del desafortunado que allí yacía, estaban entreabiertas y dejaban distinguir escombros de ataúdes y esqueletos de sus inquilinos.

«¡Mira! ¡Allí se ven unos huesos!», le dije a Leticia, mi compañerita de quien estaba enamorado. Ella, asustada y temblorosa, me apretaba la mano, luego me abrazaba con fuerza, y yo, claro, seguía descubriendo cadáveres, y a ratos la hacía saltar del susto al enseñarle una calavera. Un vaho hediondo, soporífero, nos envolvió de pronto obligándonos a abandonar el cementerio de los clérigos.

Mientras continuaba pedaleando por mi antiguo barrio me encontré con un compañero de escuela conocido como el gato Mayorga por sus ojos verdes. Era un infante muy apuesto por lo que fue escogido para desempeñar el papel de Niño Dios en los pesebres navideños del plantel. Yo apenas alcancé a representar al negro Baltasar.

El gato era callado, circunspecto, respetuoso. Hoy no queda ni la sombra de aquel hermoso infante de rostro celestial. Se podría decir que está más parecido a Satanás: arrugado, ajado y viejo, de pelo canoso y escaso. No perdió el brillo de su mirada, tal vez sea cierto aquello de que «los ojos son las ventanas del alma», porque es a través de ellos que podemos conocer las verdaderas intenciones de una persona, y el propósito del libidinoso gato Mayorga consistía en acostarse con cuanta mujer se le atravesara en el camino, en especial con las gorditas. «No piense mal de mí, señorita. Mi interés por usted es puramente sexual», expresó en tono burlón a una señora entrada en carnes que pasó a nuestro lado.

Aprendí a manejar bicicleta una noche en que los padres de familia tenían una reunión en la escuela para organizar el programa por las fiestas navideñas. Hernán García, un compañero descendiente de emigrantes, llevó su «chiva» y todos queríamos subirnos. Cuando llegó mi turno salí conduciendo como si siempre lo hubiera hecho. No quise soltar la bicicleta hasta que mis compañeros se impusieron. Desde ese momento anhelé mi propia bicicleta y empecé a presionar a mis progenitores para que me compraran una. Ese fue mi regalo aquella navidad.

No la solté hasta bien entrada la noche. Solo el vozarrón tonante de papá hizo que yo dejara mi nave en paz y me fuera a dormir satisfecho y con una sonrisa de oreja a oreja. Desde ese instante, la burrita fue mi medio de transporte y el pasaje para conocer el mundo, una máquina en las carreras de velocidad, la terapeuta en los momentos de aflicción, un juguete divertido, una herramienta que me permitía explorar todos los rincones, el escape de la cotidianidad y la musa que me inspiraba.

En una ocasión pedaleaba con mi hermano Fabricio por las polvorientas calles del barrio cuando dos jovencitas muy agraciadas nos llamaron la atención: «Amigos, préstennos sus bicicletas para pasear un rato, se las devolvemos enseguida». Ese «enseguida» duró toda la tarde. Bastante preocupados por la tardanza decidimos regresar a casa caminando, pensando en la reprimenda paterna por perder los caballitos de acero. Cuando no teníamos esperanzas de recobrarlas, divisamos a lo lejos a las dos ciclistas que pedaleaban satisfechas y orondas, ajenas por completo a la angustia que estábamos viviendo. Muy agradecidas nos entregaron las «bicis». Como compensación nos dieron un sonoro beso en las mejillas que compensaron el mal rato.

En el barrio también funcionaba la Universidad Técnica Central. Mi alma mater tenía nuevos edificios para las carreras de reciente creación que implementó con la finalidad de estar acorde con el avance de la ciencia y la tecnología. Ya no sentía la atmósfera tranquila y algo religiosa de antes, pues ahí fue creado un convento de monjas carmelitas. Sus paredes estaban garabateadas con grafitis que le daban un aspecto sombrío.

Recordé mi primer día de clases. Sentí vergüenza porque papá me acompañó. No hubo manera de persuadirle de que en la universidad las cosas son diferentes y que yo debía afrontar lo que venga.  La institución también fue el lugar de muchas batallas ideológicas, académicas y amorosas. No estudié la profesión de mi gusto —filosofía y letras— ya que antes se acostumbraba estudiar lo que los padres decidían y lo que ellos decidieron fue que estudiara administración de empresas, ya que esa era una profesión que aseguraría mi sustento y podría ayudar en el negocio familiar; así mismo uno debía casarse con la pareja que los progenitores escogían. Esto último no fue el caso, yo contraje nupcias con la mujer que quise, aunque después terminamos divorciados. Parece que la sabiduría paternal trasciende los tiempos. Los matrimonios que se realizaban en el pasado, cuando decidían papá y mamá, eran los que duraban «hasta que la muerte los separe», como dios manda. Ahora los casamientos duran «hasta que la plata los separe».

Algunos profesores universitarios no tenían la capacidad para ser maestros, eran profesionales, pero no pedagogos; en su mayoría mediocres y estaban más pendientes de las alumnas guapas para seducirlas que de preparar la materia. Calificaban bajo para que ellas acudan a solicitar recalificación, lo que los muy astutos aprovechaban para realizar sus propuestas indecentes, unas las aceptaban, otras preferían «arrastrar» la materia y no ceder.

Recuerdo una ocasión en que los estudiantes organizamos un baile con el propósito de recaudar fondos para el paseo anual. Invitamos a los profesores para congraciarnos y que no fueran tan duros al momento de calificar las pruebas. Yo estaba en la pista bailando bien pegadito con Olga, mi amor de estudiante. De pronto se acercó el temido profesor de Administración Aduanera, conocido como el pelado Cabrera. Me pidió con amabilidad que le permitiera bailar con Olga a lo que yo no accedí. Grande fue su sorpresa, claro, no esperó que un alumno, un guambra cagado, le hiciera un desaguisado de esa catadura. Me dijo: «Muchacho, conmigo estás jodido». Preferí sufrir las consecuencias de mi «atrevimiento» a entregar a Olguita en bandeja a un depredador sexual.

—¿Te enteraste de que falleció Olga? —me preguntó Sabina, una excompañera a la que encontré caminando por la estación del ferrocarril, frente a la universidad. 

Yo estaba concentrado mirando las viejas locomotoras y vagones que yacían hacinados y herrumbrosos, lo que parecía un cementerio de trenes, por lo que no atendí su pregunta. 

—¿A quién te refieres? —le respondí. 

—¡Olga! —repitió— nuestra compañera bonita, de nariz respingada, incluso tuviste un romance fugaz con ella…

¡No lo podía creer! ¡Mi Olguita! Ella salió de mi radar cuando viajé de aventura por algunos años a los Estados Unidos. Sentí un profundo malestar por haber perdido su rastro. Olga fue buena conmigo. Se sintió protegida por que no le permití bailar con el libidinoso profesor de Aduanas. «¿Sabes?, me gustó que no accedieras a que baile con él. En clases siempre me lanzaba miradas sugerentes que yo intentaba evitar», dijo Olga después.

—¡Cuéntame más! —le dije apesadumbrado a Sabina—. Vamos a tomar algo en el bar ferroviario, aquí cerca.

Pedí un tequila, quería algo fuerte para superar la impresión que me causó la muerte de Olga; Sabina pidió una cerveza. Del fondo del bar nos llegaba el canto del Ruiseñor de América, como se le conoce al cantante favorito de los ecuatorianos, Julio Jaramillo. En ese preciso momento cantaba el pasillo Historia de amor, que empieza así: «Olga se llamó la ingrata que en mi vida hallé, a ella con fe y con locura fue a quien más amé…». El tema me puso sensible, acentuó aún más los efectos del alcohol que empezó a interferir mis vías de comunicación. Cambió mi estado de ánimo y me parecía imposible aceptar la muerte de Olga, aunque la primera estrofa de la canción no le hacía mérito, porque ella fue una mujer fiel y discreta.

—¿Qué pasó? ¿Cómo murió? —le interrogué a Sabina con vehemencia.

—Como tú recordarás, Olga tenía las caderas anchas y se sentía un tanto avergonzada por sus grandes nalgas y gruesos muslos. Con el paso de los años acumuló mucha grasa en su trasero lo que desentonaba con la armonía de silueta ideal que ella quería, por lo que se sometió a una cirugía de reducción de glúteos por liposucción. Era una intervención de mediano riesgo que la debía realizar un cirujano plástico con experiencia, pero Olga prefirió viajar a Latacunga donde el costo de la operación era menor, pero mayores los riesgos. Olga sufrió una septicemia que los médicos no pudieron controlar y murió.

Apuré mi trago. Me costaba creer que la vanidad causó la muerte de Olga. Se me abrió la vena, ordené otro tequila, pero recordé que estaba tomando medicamentos y no los podía mezclar con alcohol, por lo que cambié mi orden y pedí agua mineral helada.

Mi barrio fue el semillero de amores juveniles. Pedaleando absorto en mis recuerdos, de pura casualidad encontré a Marisol Andrade —la recordaba de bonito rostro, de cabello castaño peinado en largos tirabuzones que caían sobre su esbelto cuello, de hermosos ojos pardos y de frente despejada e inteligente— con quien pensé que me casaría, incluso hicimos un «pacto de sangre entre novios», si novios puede decirse a un par de mocosos de catorce años.

Estaba tan feliz y enamorado que le propuse hacer un «pacto de sangre» —tal como lo vi en una película— sin saber bien de qué se trataba, cómo era o las consecuencias que tendría. Conseguí información al respecto, hice una especie de oración y realicé un pequeño corte en los pulgares y combiné mi linfa con la suya diciendo unas palabras parecidas a: «Ahora mi sangre corre por tus venas y la tuya por las mías…» lo que, en apariencia, aseguraba que nunca nos separaríamos.

La relación marchó bien durante varios meses, pero un día el amor se acabó y cada uno agarró por su lado; sin embargo, las secuelas empezaron a llegar por sí solas. Cuando intentábamos tener otro romance, las cosas no funcionaban. Alguien con conocimientos de estos temas esotéricos me dijo que debía hacer una especie de «limpia», con oraciones de liberación, baños de hierbas y otros mejunjes. Con el pasar del tiempo parece que funcionó, nos casamos con distintas parejas, pero al fin terminamos divorciados.

«Si estoy aquí mirándote y charlando contigo me parece un sueño», le dije a Marisol echando un vistazo a su alrededor con fascinación, con recelo, con el temor a que en cualquier instante se disipara todo a causa del «pacto de sangre». Su cabello castaño entonces y no blanco, igual de revuelto, sus ojos pardos agrandados y atónitos, aunque no más brillantes ni bellos; los dos sabíamos y aceptamos que nos íbamos a separar, pero no podíamos imaginar la magnitud del espacio, tampoco la duración de los años que teníamos por delante, demasiado jóvenes para sospechar siquiera esas amplitudes, las lejanías que pueden apartar las vidas humanas. Mucho más niños, inocentes y torpes de lo que creíamos, confiados de algún modo en la perduración del amor y del mundo que conocimos; cuando no existían teléfonos celulares ni redes sociales, una ausencia de uno o dos meses era una eternidad abreviada apenas por las cartas de amor.

Creíamos que lo vivido tenía raíces tan hondas que nada lo podía debilitar, y mucho menos destruir, ni siquiera la distancia que se abrió —un abismo que ya estaba ensanchándose entre los dos pero que no veíamos—, fijo cada uno en la mirada del otro, engañados por la familiaridad de la mutua presencia y del lugar donde estábamos, en el barrio de siempre que ya no era el mismo. 

—¿Sigues viviendo en el barrio? —le pregunté.

—Sí —respondió Marisol—. Viví unos años en España, pero tuve que regresar porque mis padres están mayores y enfermos.

—Con razón perdí tu rastro. Nunca más te volví a ver.

—Así es. Me casé y me fui con mi esposo en busca de un mejor futuro. Allá me divorcié.

—Mira, es extraño —le dije emocionado—. Aquella vez que discutimos no pensé que sería la última vez que te vería.

—¡Tú fuiste el culpable! —me respondió furiosa—. Siempre me traicionabas con las vecinas del barrio, con tus compañeras de estudios. Ya no podía con tus traiciones.

Marisol empezó a nombrar a aquellas con las que, supuestamente, mantuve algún romance fugaz; yo ya no recordaba mis devaneos, pero ella sí lo recordaba con pelos y señales.

—Tengo que irme —dijo con apuro—. Mi papá está enfermo y debo comprar unos medicamentos.

Me quedé un tanto perplejo por su súbita despedida.

Continuando con la cabalgata en el caballito de acero pasé por la antigua casa de mi profesor de biología, el licenciado Luzuriaga. Tenía cinco hijas, buscando el varón se llenó de mujeres. No culpó a su esposa por aquello —como en tiempos pretéritos—, ya que sabía que es el espermatozoide el que determina el sexo del futuro bebé. El «llaverito», le motejamos en el colegio por su baja estatura, nos dictaba clases siempre con ejemplos. Decía conocer a una persona que residía en La Porciúncula que padecía cierto trastorno físico o mental. Tanto repitió que trataba a personas que sufrían de algún mal, que vivían en mi distrito, que se ganó la fama de ser un sector habitado por fenómenos llegado a ser conocido de manera despectiva como «el barrio de los monstruos».  

Todo esto nos dejó un mal sabor a los habitantes de la vecindad, ya que fuimos objeto de burlas por parte de nuestros compañeros de clase. Esta mofa se suavizaba cuando visitaba a su hija, Myriam, una grácil chiquilla de cabello azabache, largo y ensortijado. Ella fue mi amor platónico de estudiante. No se consolidó el romance porque luego conocí a Natalia, aquella niña bonita, de nariz perfilada. Natalia tenía tres hermanas, todas muy atractivas. Los chicos interesados en ellas desfilaban por su casa, cada uno más conquistador que otro. Las muchachas no supieron elegir y sus matrimonios fracasaron estrepitosamente. Prefirieron a pretendientes con dinero, pero que eran unos crápulas, viles y viciosos. Como los que no se reforman terminan en la cárcel, hospitales o en el cementerio, sus esposas se convirtieron en viudas jóvenes. La ventaja es que ahora ellas saben en dónde están sus cónyuges. Por ventura, su traje negro se apolilló gracias al nuevo amor que nació entre sus pliegues.

En los años setenta, en mi barrio se armaban en las esquinas de las calles los ring o cuadriláteros de boxeo, inspirados por las peleas épicas de nuestro héroe de antaño y figura máxima del pugilismo mundial, Cassius Clay, el popular Muhammad Ali, quien no solo era considerado como el mejor boxeador de todos los tiempos, sino que fue un personaje con una gran iniciativa política, social y que luchó sobremanera a favor de los derechos de los afroamericanos y del islam en los Estados Unidos.

Los promotores de las peleas eran los langarotes del barrio, es decir, los más grandes. Ellos escogían a las parejas que iban a deleitar a la afición con sus trompadas. La manera de selección era el tamaño de los púgiles, que al igual que los gladiadores del circo romano, combatían a puñetazos, aunque, en este caso, sin espadas ni escudos. El boxeo es un deporte que enardece al que recibe un jab en pleno rostro. Los boxeadores novatos perdían la cordura al sentir el golpe directo en la jeta, y enseguida, el sabor salado de la sangre —que como el verdadero amigo acude a la herida sin esperar a que la llamen— exacerbaba los ánimos; entonces se quitaban los guantes y empezaban una pelea callejera, sin reglas, sin restricciones, con patadas y golpes a puño limpio.

En cierta ocasión la progenitora de un novel peleador callejero que perdió el combate y tenía su rostro bañado en sangre, fue a reclamar a la madre del ganador. «Mire, es inaceptable lo que su hijo le ha hecho al mío». La mamá del vencedor respondió: «Y qué quiere que haga, son juegos de niños. Solo que arreglemos este asunto “calzándonos” los guantes usted y yo». Esta ocurrencia causó la hilaridad de las señoras, dando por solucionado el problema.

Los vecinos de mi niñez y juventud, de los que perdí el rastro sin remordimiento muchos años atrás, hoy surgen como fantasmas. Ya no son los mismos, yo ya no soy el mismo. Ahora, los recuerdos vuelven con fuerza; por ventura, el corazón tiene memoria y no olvida: elimina los malos y engrandece los buenos, para que podamos sobrellevar el pasado.

viernes, 15 de diciembre de 2023

La calle del Cartucho

Amanda Castillo


La mujer bajó la cortina del local, puso los candados y se dirigió hasta su casa. Iba ensimismada en sus pensamientos. Le preocupan muchas cosas, especialmente su situación económica, los clientes que llegaban a la peluquería cada vez eran menos y la plata que conseguía ya no era suficiente para el sostenimiento de sus tres hijas. Siete años atrás, cuando el esposo abandonó el hogar, se echó la responsabilidad de sacar adelante a su familia. Lo primero que hizo fue inscribirse en una academia de belleza y aprender peluquería, maquillaje y arreglo de uñas. En poco tiempo se volvió experta en el arte de embellecer a las mujeres, tanto así que decidió independizarse y abrir un pequeño salón cerca de casa. Al comienzo todo marchaba de maravilla, la clientela aumentaba y sus ingresos también. Pero ahora la situación no era la mejor y Sandra, la hija mayor, no estaba satisfecha; siempre exigía más. Quería vestir a la moda, comprarse un celular de alta gama, y hasta una motocicleta para ir al colegio.

—¿Por qué están a oscuras? —dijo Martina al entrar a su casa.

—Porque nos cortaron la electricidad, ma.

—Debieron comprar velas, ¿por qué no lo han hecho?

—Pero no dejaste plata, como siempre —reclamó Sandra.

Martina guardó silencio y buscó la billetera. Tendió su mano y entregó un billete a su hija.

—Por favor, compra un paquete de velas, mi amor. No sabemos cuándo volverá la electricidad.

Sandra se levantó como impulsada por un resorte, era un alivio para ella salir a la calle, se sentía encerrada en casa, sin televisión, sin señal de internet, sin música. Su nivel de aburrimiento estaba al límite.

—No tardes, por favor —dijo Martina—. Ve a la tienda de la esquina.

Impaciente, Martina miraba a la puerta esperando a que su hija llegara con el encargo. Ya habían pasado veinte minutos.

—¿Por qué se demora tanto, acaso no se da cuenta de que necesitamos alumbrarnos?

—¿La vamos a llamar? —preguntó Valeria—, la hija menor.

—No —respondió Martina enfáticamente—. Yo voy por ella, esa chiquilla me va a escuchar.

Al poco tiempo regresó Martina, muy enojada. Su hija no estaba en la tienda, y según le dijeron por allá no se había aparecido. Creyó que a propósito se había ido a otro lugar más distante, solo para tener tiempo de estar en la calle y conversar con los amigos.

Pasó más de una hora y Sandra no regresaba. Su madre se preocupó. Llamó a la casa de la mejor amiga de su hija, pero nadie sabía de ella.

Esa noche fue una pesadilla para Martina y sus dos hijas. La madre indagó hasta el cansancio para saber si ellas compartían algún secreto sobre su hermana. Las chicas lo negaron rotundamente.

—Pero ¿adónde se fue, con quién está?

—No lo sabemos ma. Ella no nos dijo nada.

Por la mente de Martina pasaron todo tipo de ideas. Intentaba controlarse, pero estaba desesperada, imaginó muchas cosas: Su hija se había fugado con algún hombre, otras veces pensaba que estaría en alguna fiesta clandestina con una amiga, también se le ocurría que quizá les estaba haciendo una broma a ella y a sus hermanas…

Al día siguiente, Martina se dirigió hasta la Estación de Policía más cercana a reportar lo sucedido con su hija, sin embargo, no obtuvo lo que esperaba. Le dijeron que debía esperar setenta y dos horas para que pudiera hacer una denuncia por desaparición. Entonces decidió acudir a otras fuentes: amigos, familiares, conocidos y hasta el colegio donde Sandra estudiaba. Desde ese momento la búsqueda empezó. La familia imprimió la fotografía de Sandra y pegaron afiches por todos lados, visitaron hospitales, hoteles y todos los sitios posibles donde se les ocurría que podía estar la muchacha. Todo fue en vano. Solo quedaba una última posibilidad, pero Martina se rehusaba ante ella. 

—Debes ir a la morgue —le decía con insistencia su hermana Carolina.

—¡¡No!!, mi hija no está allá.

Al quinto día de la desaparición de su hija, Martina aceptó ir a la morgue, fue acompañada de varias personas. La encargada de atenderlos revisó los expedientes e informó que no había ingresado ningún cuerpo de mujer adolescente. Martina sintió un gran alivio con esta noticia, mientras no hallaran un cuerpo, siempre existía posibilidad de que su hija apareciera un día cualquiera en la puerta de su casa. Sin embargo, a pesar de la fe, Sandra no apareció.

Tres meses después de la desaparición de Sandra, Martina transitaba por el Parque San Jerónimo, cuando casi tropieza con un habitante de calle que llevaba en la mano uno de los carteles que se habían publicado con la foto de su hija.  Ella se detuvo y le preguntó sin mayores esperanzas:

—¿Usted ha visto a la muchacha de la foto?

Él la miró fijamente, pero no le respondió. Martina insistió:

—¿La ha visto?

El hombre de aspecto sucio y maloliente le sostuvo la mirada y una expresión de tristeza se notó en su rostro.

—Ella estuvo allá. —Y señaló con su mano la calle aquella por la que todos temían pasar.

Se trataba de la llamada calle del Cartucho. Un lugar de terror. Asesinatos, violaciones, uso de drogas, tráfico de órganos y prostitución, eran algunos de los dramas humanos que padecían quienes de manera voluntaria o sin quererlo habían tenido la desdicha de llegar a ese sitio. El sinnúmero de «ollas» de consumo y distribución de sustancias ilícitas, siendo el bazuco una de las principales, crearon una economía millonaria para los jefes de la mafia. Quien llegaba a vivir al Cartucho se convertía irremediablemente en indigente o moría en el intento por sobrevivir. En las casas adecuadas como inquilinatos vivían cientos de niños sin padres, ancianos abandonados, mujeres solas con sus hijos, familias recicladoras, personas sin hogar, drogadictos, prófugos de la justicia, indigentes, entre otros. La deshumanización e impunidad del crimen circulaban rampantes en el día a día. Era un territorio sin Dios y sin ley.

La posibilidad de que su hija hubiera ingresado en aquel sitio jamás había pasado por su mente, pero con este indicio, habló con el detective asignado para el caso, sin embargo, no obtuvo mayor respaldo. Realmente el Cartucho era un territorio vedado. Eran varios agentes los que habían sido asesinados al ingresar a la zona.

Entonces Martina tomó una decisión. Sabía de los riesgos que esta tendría para ella, pero no le quedaba otra opción: Ella misma entraría a buscar a su hija.

Dado que, a sus cuarenta y cinco años, seguía siendo una mujer muy atractiva, debió hacer un esfuerzo enorme al disfrazarse de indigente.  Su intención era indagar lo que más pudiera sobre el paradero de su hija. Nadie se percató de ella, era una habitante de calle más, como tantas almas sin esperanza que transitaban por aquel lugar.

Se iba desde muy temprano de su casa, antes de que sus hijas se despertaran. Dejaba una nota con las instrucciones necesarias para los quehaceres del hogar, y salía con el anhelo de encontrar a Sandra, la veía en cada esquina, en cada jovencita que pasaba junto a ella. En más de una ocasión tocó el hombro de alguna de ellas, llamándola por su nombre. Cuando estas se volteaban, la ilusión se desvanecía. Ni siquiera se disculpaba, solo continuaba su camino reprimiendo su llanto para no llamar la atención de nadie.

Armó un toldo con plásticos y cartones, ahí pasaba las horas. Mirando, escuchando, descubriendo los secretos de aquel sitio. Rápidamente, aprendió la jerga que se usaba entre los habitantes y empezó a hablar con otras personas. Fue así como se enteró de quiénes eran los jefes que controlaban los negocios y el modo de operar de estas organizaciones. Fue descubriendo las trampas que utilizaban para llevar a muchachas incautas y venderlas como prostitutas a los proxenetas. Estas eran sometidas a los más inimaginables vejámenes. Siempre estaban drogadas y encerradas en sus cuartos. Se las ingenió para que la contrataran como ayudante de aseo de uno de los prostíbulos. Un día, mientras hacía su trabajo, escuchó una conversación de la administradora del lugar:

—¿Ya está lista la nueva mercancía?

—Sí, patrona.

—Pero que no vaya a pasar como la última colección. Ya sabes que una manzana podrida daña a las otras.

—No, patrona. Ya aprendieron la lección. Con lo que le hicimos a la pequeña zorra ya están calmadas.

—Mejor así.

Al día siguiente se ofreció para ayudar a limpiar las habitaciones donde dormían las muchachas. Lo hacía en silencio para no despertar sospechas y para evitar que la ansiedad la delatara. Ya habían pasado semanas de su presencia en aquella zona, y lo que descubría cada día era aterrador. Conoció niñas y niños apenas surcando la pubertad, drogados y usados como objeto de placer. Parecían zombis deambulando de un lado para otro, desconectados de la realidad. También supo de los crueles castigos a que eran sometidos cuando alguien osaba mostrar valentía y resistirse ante cualquier orden.

Los menores de edad eran un botín para los jefes de las pandillas, se manipulaban sin esfuerzo y con ellos la entrega de los pedidos de droga a domicilio se facilitaba sobre manera. Pasaban desapercibidos frente a la policía y los clientes pagaban muy caro por tener relaciones sexuales con menores. Entre más chicos, más costoso era el servicio.

Martina dejaba a sus hijas lo necesario para la subsistencia, había tenido que acudir a su exmarido en búsqueda de apoyo, quien, conmovido y atormentado por la culpa, quiso reivindicarse asumiendo los gastos de su antiguo hogar. Ella era consciente de que había descuidado su papel como madre, las veía muy poco, sentía pena por ellas, pero el deseo de encontrar a su hija desaparecida era superior a sus escrúpulos. Todos los días despertaba con la ilusión de encontrarla. Fantaseaba con que ella estaba en casa de nuevo, que había entrado a escondidas y dormía en su habitación.  Su corazón se desgarraba cuando cada mañana antes de salir, la cama seguía vacía, se encontraba de frente con la foto de su hija, la veía riendo ampliamente como solía hacerlo cuando estaba feliz, sin embargo, este mismo desaliento era lo que la impulsaba a meterse de nuevo a la calle del Cartucho.

Un día, al pasar por una de las habitaciones del prostíbulo, oyó a dos mujeres hablar:

—Yo no quiero estar aquí, quiero ver a mi familia.

—El que entra acá ya no sale más. Tienes que acostumbrarte.

—¡Nooo!, no quiero esta vida.

—¿Te quieres morir también?, ¿no ves lo que le hicieron a esa muchachita Sandra?, se quiso dar de rebelde y le metieron un pepazo en la frente.  

Martina se paralizó, su corazón latía con fuerza, necesitaba saber más, pero no era posible en ese momento. Si los demás la escuchaban se pondría en evidencia.

Con sigilo esperó a que las mujeres salieran y las siguió. Cuando lo consideró prudente, se acercó con disimulo a la chica más joven y le preguntó:

—¿Amiguita, estoy buscando a Sandra, la conoces?

—Aquí hay varias con ese nombre, ¿cómo es ella?

—Muy joven, una chiquilla. No pasa de quince años. Alta y muy delgada. Bonita la China.

Hace poco estuvo alguien así.

—¿Sabes dónde está?

—No amiga, ella ya no está aquí.

—¿Qué le pasó?

—Muy rebelde la China. La amarraron de pies y manos, le pegaron varias veces y nada, no se rendía. No quería obedecer al jefe, hasta que él se aburrió y la mandó pa’l otro lado.

Martina se sintió morir, pero lo disimuló muy bien.

—Qué pena…, pero bueno, ni modo —dijo Martina, sacando valor desde lo más profundo de su ser.

Ella ya conocía lo que hacían después con los cuerpos de las personas que asesinaban en el Cartucho, razón por la cual fue a buscar al día siguiente al inspector asignado a su caso. Esta vez la respuesta fue positiva, se iniciaron las acciones necesarias para la exploración en las zonas referenciadas por Martina. Los hallazgos de las autoridades fueron aterradores, sin embargo, los análisis de los forenses demostraban que los restos humanos encontrados no eran característicos de un cuerpo adolescente.

Un día inesperado, Martina recibió una llamada. Era el inspector García de la Policía. Le indicó que debían encontrarse en medicina legal. Con la esperanza de que fuera una falsa alarma Martina, acompañada de algunos familiares se trasladó al sitio. Los llevaron hasta una oficina y les informaron que meses atrás ingresó un cuerpo sin identificar, el cual no fue reclamado por nadie. Los análisis forenses posteriores indicaron que los restos pertenecían a una persona adolescente. Se habían hecho las comparaciones genéticas necesarias, y los resultados indicaban que se trataba de la menor Sandra Valencia Rentería, reportada como desaparecida.

Martina recibió la noticia con profundo dolor, pero sin desesperarse. De alguna manera lo «sabía». El haber estado camuflada en el Cartucho le hizo comprender que, si su hija había entrado en ese lugar, sus probabilidades de sobrevivir eran casi nulas. Ella era una muchacha de naturaleza rebelde, no iba a ceder con facilidad a las pretensiones de sus cautivadores.

Nunca se supo por qué ni cómo Sandra llegó al Cartucho, pero con la información que su madre compartió con las autoridades, se logró la captura de los temidos jefes de las bandas criminales.

Un año después, el alcalde ordenó un gran operativo para desalojar aquella zona e inició un proceso de recuperación social y económica de todos aquellos que quisieron darse la oportunidad de volver a vivir. Cientos de personas se reencontraron con familiares que habían sido dados por desaparecidos durante años, muchos otros fueron llamados para que se realizaran pruebas de ADN y cotejar con los restos humanos encontrados en las fosas comunes halladas en el Cartucho, pero muchísimos más se dispersaron a lo largo y ancho de la ciudad, refugiándose debajo de los puentes, en los parques y hasta en las alcantarillas de la inmensa Bogotá. Fue tarde para ella y su hija, pero al menos evitó que decenas de inocentes e indefensas muchachas sufrieran el mismo destino de Sandra.

Lo único que daba paz a Martina era saber que había una tumba donde ella y sus hijas podían visitarla y llevarle flores.

viernes, 8 de diciembre de 2023

Psique

Ruth Rosales


Están por dictaminar si soy culpable o no de haberte arrojado aceite hirviendo y derretirte la cara. No hay misterio, ambos sabemos que lo hice. Pero de lo que estás por enterarte, es que ahora el mundo entero sabrá cómo usabas tu rostro para encerrarnos a todas en una vitrina y vendernos al mejor postor.

No hay necesidad de molestarse. Es lo que es. Sucede que un día entró a mi celda una mujer que se identificó como tu madre. Es curioso, jamás se me ocurrió pensar que podrías tener una. Esta mujer me dijo que había sido ella la culpable de mi orfandad. Me había visto hace dieciocho años en el mercado junto a mis padres que me estaban comprando un vestido para mi primera comunión. Ella los atendió y se sorprendió por mi belleza. Güerita, ojos color miel, cabello rizado, piel blanca y dos hoyuelos que se marcaban en mis mejillas al sonreír. La imagen perfecta de una criolla aspiracional en un pueblo lleno de indios. Se sintió celosa y quiso apoderarse de mí.

Aprovechó que mi madre le preguntó por un par de zapatos que combinaran con el vestido y entró a la trastienda para buscarlos. Entonces te llamó y te rogó que la ayudaras. ¿Recuerdas, corazón, lo que te pidió? Sí. Me dijo que te había parecido monstruoso, aun así aceptaste y le dijiste que lo harías.

Seguiste a mis padres durante meses. Te aprendiste sus rutinas de memoria. Fuiste creando posibles escenarios de cambios inesperados para tener prevista cualquier ruta de escape. Se convirtieron en tu proyecto principal. Bien valía la pena el botín. Nunca habías tenido un producto que te garantizara entrar al primer mundo.

La noche en que habías planeado arrebatarme de sus brazos sucedió algo que no previste. Mi padre le organizó una fiesta sorpresa a mi madre para festejar sus diez años de casados. La casa se llenó de invitados. Sería muy difícil que pudieras entrar sin que algún par de ojos no hubiese reparado en ti. Pero el don de la improvisación siempre ha sido tu mejor carta. ¿De dónde sacaste aquel cerdito tiernamente vestido como obsequio para la pareja de enamorados? Tú solo eras el repartidor y nadie reparó en ti. La algarabía provocada por el animal corriendo por todas partes fue la perfecta distracción para entrar a mi habitación y llevarme contigo.

Me encontraste durmiendo abrazada a mis monos de peluche. Viste mi cuerpo acurrucado y los rayos de la luna iluminando mi rostro chapeteado. Yo solo tenía ocho años, pero tu cuerpo reaccionó abultando tu pantalón al grado de escupir obscenidades. La humedad te despertó del embrujo y huiste por la ventana. Esa noche se quedó en mi memoria porque me despertó el alboroto de la corretiza organizada por los adultos al querer capturar al cerdo y ganar las apuestas que se habían empezado a formular. Recuerdo haber ido a cerrar la ventana y ver esa pulserita con un cupido colgando que perdiste en la huida. La tomé y me la puse. Ahí fue cuando me enamoré de ti.

Cuando tu madre me contó ese incidente sentí pena por ella. Quiso avergonzarte ante mis ojos y lo único que hizo fue confirmar lo que mi corazón siempre ha sabido. Eras una marioneta movida por las ambiciones de un grupo de personas sin alma. Pero eso no te justifica ni exime de tus actos. Eres tan repugnante como todos ellos.

Al día siguiente regresaste a terminar el trabajo, estabas tan molesto por tu actitud de la noche anterior que no viste el camión del gas descargando el cilindro que cayó sobre la camioneta de mis padres al momento de tratar de esquivar la motocicleta que te transportaba. Yo solo recuerdo estar en la puerta de mi casa y ver un chorro de agua, que ahora entiendo era aceite, correr por el pavimento; un destello de luz y después nada.

Desperté un poco mareada en una cama rodeada de cortinas de gasa. Una brisa apenas perceptible enmarañaba mi pelo y el aroma de tortillas de maíz recién hechas despertaron a mis tripas. La puerta estaba abierta y salí siguiendo el olor de la comida. Estaba en una especie de cabaña. Las ventanas dibujaban árboles de diferentes tamaños y los pájaros carpinteros orquestaban el ambiente dándole actividad a la mañana. Llegué a lo que se veía era la cocina. En la mesa estaban ya servidos unos huevos rancheros, tortillas y un vaso con leche. Volteé a todos lados buscando algún adulto, pero no vi a nadie. Nunca vi a nadie y siempre era igual. Amanecer, desayunar, salir al bosque, regresar, comer, entretenerme con los peluches y juegos de mesa, cenar, dormir.

No recuerdo cuántas noches pasaron antes de tu primera visita. No tenía noción del tiempo. Fue el día en que me vino por primera vez mi menstruación. Pensé que me había cortado cuando bajaba aquel ciprés que había trepado, pero tú me lo explicaste tiempo después, una vez que te ganaste mi confianza con tus historias de hadas y duendes.

Llevaba años sin ver a nadie. Para mí había sido cómodo quedarme en el lugar en donde siempre había comida aunque no supiera cómo llegaba. Me convencí de que eran los ángeles los que me cuidaban. Recordaba las clases de catecismo en donde hablaban de ellos y nos decían que confiáramos y nos entregáramos a su voluntad. Así lo hice. Confié y me entregué a su voluntad. Por eso cuando entraste por la puerta todo vestido de blanco con tu pelo largo cayendo en tus hombros supe que, por fin, el Señor había llegado.

Confieso que me asusté al principio, sobre todo porque me sorprendiste lavando las sábanas que había manchado de sangre. Estaba confundida, no sabía por qué de mi cuerpo salía ese líquido viscoso, escandaloso, molesto y silencioso. Llegó sin que yo lo sintiera, al menos así fue la primera vez. Ya después el dolor en el vientre vaticinaba su llegada.

Te sentaste en la mesa a observarme. En silencio, como siempre. Ese día había dos platos servidos en la mesa, me señalaste con la mirada el asiento vacío y me senté. Desayunamos por primera vez juntos y mi rostro sintió la calidez de tu mano cuando tocaste mi mejilla para limpiarme los restos de jabón producto de mi batalla contra la sábana manchada. Al terminar te levantaste y te fuiste. La misma escena se repitió durante los siguientes tres ciclos de mi menstruación. El tiempo ahora cobraba sentido. Existía ya una forma de medirlo y un motivo para detenerlo. Empecé a desear la llegada de las mañanas. Tu presencia me estaba siendo necesaria.

Los mareos matutinos nunca se terminaron, al contrario. La emoción que me embriagaba ante la espera del siguiente amanecer, hacía que quisiera permanecer despierta, pero siempre había algo en el ambiente que me forzaba a dormir. Entre más me resistía, más atolondrada me despertaba al día siguiente. Esta fue la primera confesión de tu madre. Se sintió tan orgullosa de soltarme en la cara que todas las noches ponía una mezcla de pasiflora, valeriana, melisa y lúpulo en mis alimentos. Por eso nunca me di cuenta cuando ella y las otras mujeres entraban a la cabaña por las noches a preparar mis tres comidas y hacer la limpieza del lugar. Vaya proyecto que tenían. Tanto esmero invertido en su pequeño billetito de lotería.

Fueron muchos años los que pasé sumergida en una especie de realidad drogada por el elixir de una ilusión. Después de tus primeros meses silenciosos, llegaron aquellos en donde me contabas historias de mujeres que siempre eran salvadas por príncipes encantadores cuya descripción encajaba en tu imagen. ¿Dónde aprendías todos esos cuentos? Me parecía imposible pensar que alguna vez hubieras tomado un libro entre tus manos. Eso también me lo aclaró tu madre.

Desde chico disfrutabas colarte en el cine antiguo en donde tu abuelo era el cácaro. Casablanca y Lo que el viento se llevó, fueron parte de la inspiración de tus historias. Aunque en tu mente retorcida, los finales siempre eran felices. Querías tatuar en mis carnes la absurda idea de que es necesario un hombre para lograr la plenitud. Hacías énfasis en los besos, las caricias, la respiración entrecortada, los gemidos. Ese era el romance para ti. Poco a poco fuiste subiendo el tono y los pechos, nalgas, penes y vaginas, empezaron a hacerse presentes.

Así pasé de mi niñez a la pubertad. El tiempo corría y te deseaba cada vez más. Quería sentir eso que me contabas. Deseaba que me hicieras parte de tus historias. Soñaba que fueras tú quien me penetrara. Pero lo único que obtuve de ti en esos días fueron tus dulces palabras y caricias nerviosas, siempre respetando mi espacio e ignorando mis insinuaciones.

Acababa de pasar mi menstruación número doce cuando llegaste con un pastel en la mano. Me dijiste que celebraríamos mi cumpleaños. ¡Vaya! ¿Tenía cumpleaños? Había olvidado que algún día hubiese nacido. «Hoy es un día especial» susurraste despacito. Llenaste mis oídos de palabras suaves y acariciaste mi cara con una mezcla de ternura y culpabilidad como nunca más volvería a suceder. Vendaste mis ojos y me pediste que esperara sentadita. Calladita.

Oí que te alejabas para abrir la puerta. Escuché unos pasos acercarse a donde estaba sentada. Mi corazón empezó a latir con rapidez. ¿Quién era? Me puse nerviosa. Estaba a punto de gritar cuando tu voz salió de tu garganta y me dijiste: «Soy yo». Luego sentí tus manos acariciar mis piernas. Yo llevaba ese día un vestido rojo cortito que apareció en mi armario esa mañana. Me había parecido tan hermoso. La tela rozaba mi piel conforme tus dedos iban explorando mi entrepierna hasta llegar a mi vagina. Me estremecí y junté por instinto mis rodillas. Sentí tu respiración entrecortada al lado de mi oído izquierdo. «Relájate», dijiste, mientras una palma rugosa subió por mi vientre y se instaló en mi pecho levemente abultado.

Mis manos quisieron tocar tu rostro, pero las tuyas fueron más ágiles y las amarraron detrás del respaldo de la silla. Subiste mi vestido y me arrancaste las bragas de un tirón. «Despacio» te oí decir al tiempo en que tus manos abrían mis piernas y tu cara se metía entre ellas para chuparme. ¿Cuál era esa extraña sensación que recorría mi cuerpo? Sentía calor, mi corazón latía con una intensidad que parecía fuera a crecer al grado de llegar a mi garganta y ahogarme. Tu lengua jugaba desesperada con mis labios oscuros, ocultos por un bosque de vellos delgados y rizados. Me faltaba la respiración, la humedad me estaba consumiendo, veía tu cara en mi imaginación y todas las fantasías creadas en mi mente, producto de la mezcla de películas clásicas y videos pornográficos que me contabas, hicieron que moviera mis caderas de una forma nueva y desconocida para mí.

«Confía» salió de tus labios y entonces el dolor más grande que jamás había sentido se apoderó de mi cuerpo en el momento en que algo se introdujo en mi vagina. «¡¿Qué es esto?! ¡No! ¡No! ¡No quiero!» pensé, grité hacia dentro, porque en ese momento tus labios tocaron los míos y nuestras lenguas se entrelazaron en una mezcla de salivas nerviosas, confundidas y enloquecidas. Quise morderte, pero lo único que pude hacer fue chuparte para ahogar la desesperación de saberme desmembrada.

Lloré. Sí, lloré. Siempre lloraba. Eso es algo que a ellos les excitaba. Llegué a ser famosa por ello. Porque mis lágrimas se entremezclaban entre mis gemidos y el recuerdo del momento en que me quitaste la venda y vi ese rostro desconocido frente a mí, desfigurado por el placer del orgasmo, mientras que tú lo levantabas de la ridícula postura de jinete primerizo que se agarra de donde puede para no caerse del caballo en pleno galope. Mis caderas seguían agitándose. Mi mente estaba disociada. ¿Cómo es que había tres personas en esta historia de amor? ¿Por qué estabas tú vestido y el otro hombre desnudo? Y yo, ¿por qué seguía moviéndome?

Tu madre me presumió esa primera transacción. Niña virgen de trece años, fresca, jamás tocada, himen intacto, sumisa, dispuesta a jugar y cumplir fantasías. Veinte mil dólares. Grabación incluida. El cliente quedó satisfecho. De nada. Supongo.

Esa noche me bañé hasta que me arranqué el último deseo de mis poros. Me metí a la cama, pero no podía cerrar los ojos, porque al hacerlo volvía a sentir todo aquello y luego veía el rostro del cerdo que mis padres correteaban alegremente el día de su aniversario. Cuando por fin lograba encontrar el sueño, te metiste en mi cama. «Soy yo», me dijiste, «ahora sí soy yo» y me abrazaste y yo lloré desconsolada como una bebé, como esa niña que nunca pudo llorar la muerte de sus padres. Y tú estuviste ahí, consolándome, abrazándome, amándome. O al menos, esa fue la historia que me conté.

A partir de esa noche nunca más volví a dormir sola. Siempre regresabas a serenarme. Los hombres desfilaban por la cabaña para arrancarme mis lágrimas, las mismas que tú limpiabas con tus besos y promesas de un «y vivieron felices para siempre».

Tu madre estaba sorprendida, ¿cómo habías logrado que yo siguiera siendo una pieza inocente y a la vez apetecible para los clientes? Decidió repetir la fórmula, y la cabaña dejó de ser nuestra para convertirse en un orfanato lleno de hadas, elfas y princesas. A todas les ponías apodos, me decías que ellas solo eran figurines de la puesta en escena que noche tras noche presentabas para los hombres que venían mientras que yo era la estrella, la protagonista de esta comedia, cuyo final siempre prometía ser tu cuerpo limpiando las manos y bocas de los otros. Al final terminábamos siendo siempre tú y yo, los demás no existían en mi mundo de fantasía.

Pasó el tiempo y yo dejé de ser una niña. Empezaste a darme nuevas tareas conforme el negocio crecía. Me tocaba ser ese duende doméstico que hacía el desayuno por las noches para las nuevas inquilinas. Ya no era una cabaña, ahora era un prestigioso establecimiento con fachada de organismo no gubernamental de asistencia para jovencitas sin padres. Tú te convertiste en este hombre influyente de buen corazón, que todo el país ve como un santo. Incluso yo, que sabía lo que pasaba dentro de esas paredes, me llegué a creer el cuento. Siempre creyéndote. Eras mi mundo, mi cielo, mi todo.

Hay cosas que por supuesto no sabía. Tu madre se encargó de decírmelas. Creyó que al hacerlo me lastimaría. ¡Qué equivocada estaba! Llevo años entrenándome para no sentir. La única voz que podía modificarme era la tuya. El negocio era mucho más grande. Nos tenías a todas grabadas. Distribuías los encuentros a todo aquel que pagara una jugosa membresía. El menú incluía: niñas vírgenes (pregunte por la edad mínima, somos flexibles), adolescentes de cuerpo maleable y resistentes al dolor, domadoras de fieras y cachorros (usted elige su rol), diosas del olimpo (mujeres hermosas fuera de este mundo, quietas y sumisas o fieras guerreras que te llevarán al espacio). Nada me sorprendió, solo el hecho de que me dijera que pasabas varias temporadas viajando para atender a tus otras mujeres cruzando el océano. ¿Cómo le hacías, si todas las noches dormías a mi lado?

La duda me la habían sembrado antes de que tu madre se apareciera en mi celda. Fueron esas tres pequeñitas rusas que llegaron el invierno pasado. Yo me dediqué a cuidarlas y a enseñarles español. Entre su idioma y el mío llegué a entender que tú estuviste con ellas semanas antes en una cabaña en medio del bosque en su país. Si eso era verdad, ¿quién había estado en mi cama durmiendo durante todo este tiempo?

La noche en que te eché el aceite encima, fue una después de preguntarte sobre alguna de tus películas antiguas favoritas. No supiste responder, te limitaste a susurrarme en el oído como todas las noches: «Ahora sí soy yo» y empezaste acariciarme. Mi nariz reconocía tu perfume, pero mi cuerpo encendió la señal de alerta al identificar extranjeras tus manos. Entonces lo supe. No eras tú. Quise vengarme del hombre que usurpaba tu lugar, así que al día siguiente calenté dos litros de aceite y los subí a la habitación después de trabajar. Cuando entraste a mi cama y me abrazaste arrimándome a ti, saqué el recipiente que tenía oculto debajo de la cama y te lo vacié en la cara.

¿Cómo iba a saber que esa noche serías tú quien durmiera a mi lado? Me sentí un ser malvado por haber quemado tu piel y caí en un remolino de culpabilidad. Tu hermoso rostro desecho. El joven influyente, alma caritativa, ángel salvador al borde de la muerte por culpa de una de las niñas rescatadas. ¡Qué ingrata! ¡A la hoguera por su crimen! Demandarme fue tarea fácil. ¡Que pague la pecadora por los errores de los justos!

Tu madre me dijo que el servicio más sui géneris del catálogo era yo. Hacer el amor con una mujer hermosa que te hace sentir deseado. «Experimenta el placer de saberte amado por una diosa y dormir a su lado sin reclamos absurdos».

Para todo hay un mercado y mientras haya demanda supongo que hombres como tú y mujeres como tu madre existirán.

Una mujer siempre guarda secretos, el mío era que me encantaba grabarte. Te admiraba tanto, te deseaba tanto, que cuando pensaste que habías perdido tu teléfono viejo, yo lo había tomado para usar tu cámara y grabadora. Me gustaba registrar tu voz, tus gestos, tus pasos. Tenía todo ahí en ese aparato, para tenerte siempre junto a mí, eso me hacía sentir segura.

Ahí quedó registrado todo y se veía que solo eras tú la mente maestra, el único orquestando esta gran maquinaria. Lo último que me quedaba por saber, era que mis padres habían quedado vivos después del choque. Pudiste salvarlos, pero prendiste un encendedor para provocar la explosión y poderme llevar contigo. Fue la estocada final de tu madre, lo que necesitaba para que yo le dijera dónde estaba ese teléfono y poderte culpar de todo. Ella continuará siendo ese ente etéreo y el negocio seguirá funcionando. Sin ti, sin mí. Por toda la eternidad.

lunes, 4 de diciembre de 2023

Rumbos

Rosario Sánchez Infantas


Uno a uno se desmoronan los peldaños de la escalera que subo angustiado. La noche es muy oscura. Desde abajo, una luz rojiza muestra las tablas que van cediendo a mi paso y el abismo que me absorbe. Ya nada me sostiene, me impulso desesperado y alcanzo el borde de la muralla negra que apoya los restos de la escalera. Con mucho dolor llevo un pie a lo que parece una explanada. Con un espasmo de pánico logró subir el cuerpo y rodar alejándome del abismo. Imagino que es un terraplén. Caigo en un hoyo circular de un metro de profundidad. Una fogata ilumina una pequeña área. Muy adolorido me pongo de pie y veo que estoy en el centro de una chakana de piedra, el cuadrado escalonado que simboliza nuestra visión quechua de cuanto existe. ¿Qué hago yo aquí? El círculo central en el que me encuentro representa la Pacha: mi tiempo y mi espacio. Cada extremo que rodea al círculo: arriba, abajo, izquierda y derecha, representa fechas en el calendario, lugares en el espacio y tiempo, actividades agrícolas y opuestos complementarios. ¿Por qué estoy aquí?  Poco a poco la chakana empieza a girar a mi alrededor, entonces arriba es derecha, derecha es abajo, abajo se vuelve izquierda e izquierda se vuelve arriba. El movimiento cada vez más veloz distorsiona los ángulos y es un círculo el que gira a gran velocidad a mi alrededor. Me angustia pensar que si el pesado móvil se desplazara horizontalmente, en el piso, el borde interno me impactaría. De pronto soy parte del cuerpo en movimiento. El vértigo me arrastra.

Despierto mojado en sudor y con náuseas. Tres delicadas líneas de luz de luna cruzan en diagonal la pequeña habitación circular de piedras donde pernocto. Reconozco el depósito de alimentos en el que me encuentro y se van aclarando mis ideas. Se tensa todo mi cuerpo cuando recuerdo haberme despedido el día anterior de Asiri. Me parece estar soñando. Siento que es otro el que yace en la improvisada cama, escucha muy lejano el canto de un ave nocturna y tiene el cuerpo adormecido. Respiro aceleradamente. Estoy mareado. Quisiera hacer algo para que desaparezca la realidad insoportable. ¡Asiri! Alegría, ternura, sencillez, y también pasión impostergable buscando su cauce. De pronto recuerdo el olor dulzón de la carne humana quemándose en medio de los gritos despavoridos de los pobladores de Yuraqmayu, encerrados e incinerados vivos, solo porque un grupo de avanzada español llegó a mantener el temor hacia los conquistadores. Algunos pudimos huir al cerro aledaño; allí me indicaron quién es Alonso el más entusiasta masacrador. Asiri, la joven que quiero, lleva su semilla. Lloro con rabia. Esto es real. No es un mal sueño. Será madre de otro enemigo. Por eso ayer le dije adiós.

Recuerdo los detalles, siento que se me adormece el rostro y me duele el pecho contraído que casi no retiene el aire. En el extremo más alejado vislumbro el recipiente en el que guardo agua. Camino sobre el frío piso de tierra apisonada buscando algo que me distraiga del dolor. Mojo mi rostro y nuca en agua fría. ¡Esto es insoportable! No solo roban, esclavizan y humillan. Los vi lanzar niñitos de pecho contra las rocas solo por diversión. Lo más sagrado que teníamos lo han envilecido. ¡Y no hay un hasta cuándo! Incluso las plagas se marchan después de arrasar todo, “volteamos” la tierra y empezamos de nuevo. Solo la esperanza de encontrar a mi familia me mantenía en este mundo. Pero, ya no puedo con esta nueva desgarradura. Tengo que olvidar a Asiri. Si me quedo aquí, seguiré respirando el mismo aire que ella, viendo el paisaje que sus ojos miran y todas las cosas que me la recuerdan. No soportaré encontrármela cobijando la semilla maldita. Debo odiarla u olvidarla. ¡Escaparé! Partiré, no sé a dónde, antes que un nuevo sol marque mi desgracia.

Mientras camino de un lado a otro de la habitación, piso un pequeño montículo hecho por las hormigas. De pronto recuerdo el Churo de Amanta, aquel monte cónico que semeja la valva en espiral de un caracol gigante, en el extremo norte del Tahuantinsuyo. Mi padre, capitán de Ataw Wallpa, había estado en aquella colina habilitada como una trinchera continua que la circundaba en espiral desde la base hasta la cima. De manera segura y rápida los guerreros ascendían o descendían fuera del alcance de sus enemigos, gracias al gran surco implementado como un camino llano. La pequeña explanada en la que termina el churo permite una visión completa a la redonda. Recuerdo que papá contó que al ir ascendiendo la espiral a veces enfrente está el levante y a veces está el poniente. En algún momento adelante están la región chala y la Mamacocha a la que llaman mar, pero en otro momento hacia el frente está el Antisuyo, la selva. Mi sueño en el cual vi que todo cambiaba con el movimiento, ¿no estará indicándome que debo viajar al Churo de Amanta? Quizás allí encuentre respuestas… y remedio para mi espíritu. 

Sin poder soportar ver a Asiri, odiada y amada al mismo tiempo, decido ir hacia el norte al territorio de los quitos y hago un atado con lo poco que necesito para subsistir. «Mi padre había participado en esa región, en las campañas de reconquista enfrentando a etnias rebeldes. Fue entonces cuando llegaron los españoles y le perdimos el rastro.  Pasaré por el Churo de Amanta, quizás mi sueño me anuncia que allá sabré algo de mi padre o, cuando menos, me permitirá escapar de esta vida sin vida. Desde Aypite debo caminar cuando menos siete jornadas, por las noches para evitar encuentros con los españoles, o transitando caminos secundarios lejanos al Qhapac Ñan. Al demandar esfuerzo y concentración me impedirán hundirme en pensamientos y sentimientos trágicos. Quizás aquel monte me pueda dar descanso para siempre.»

Partí antes del amanecer. Siguiendo una regla dada por mi madre ante los problemas, me impuse pensar en Asiri solo al mediodía. A otras horas ya tenía una sombra. Solo ahora que había perdido a mis padres, hermanitas y la vida que conocía, me di cuenta de que había sido feliz en un pueblo muy organizado y en el que se garantizaba el bienestar de todos. Luego de las masacres, amputaciones, desplazamientos, esclavitud y violaciones me preguntaba: ¿Qué fue de nuestros ejércitos? ¿Si Manco Inca Yupanqui se había rebelado contra los españoles, cómo es que Paullu Inca había aceptado ser nombrado inca gobernante y apoyar a los extranjeros? ¿Seguirán llegando invasores? ¿Qué tiene que pasar para volver a nuestra vida de antes?

 

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La espiral era visible a veinte kilómetros de distancia. Sigchos es un territorio agreste con algunos poblados desperdigados en estrechos valles o mesetas, tiene un clima cálido en las zonas bajas boscosas, y frío en las cimas. Subí por el cerro en cuya cima cónica está el Churo de Amanta. Rodeo unos quinientos metros antes de hallar su entrada y trepar cerca de tres metros para lanzarme hacia dentro de la trinchera. Pese al esfuerzo desplegado, una vez dentro, son vigorosas mi respiración y el latir de mi corazón, me invade el orgullo. Antes de que llegaran a conquistarnos hacíamos obras como estas. No somos unas alimañas para que nos echen a sus perros, cercenen manos, orejas, narices o marquen a hierro candente como a sus animales. Quizás mi cabeza ya no funciona del todo bien, porque, cándido, tengo la certeza que algo bueno tiene que pasar aquí donde estuvo mi padre.    

Voy ascendiendo por el interior del churo reflexionando mientras mastico unas hojas de coca. Veo a un colibrí libando el néctar de unas cantutas blancas. Me alegra el corazón, es un buen augurio. Recuerdo mi sueño de la chakana. Desde niño aprendí cómo interpretar los sueños cotidianos: eran presagios para el día. Pero aquel sueño tan extraño, ¿qué puede significar? Los sueños de los gobernantes los interpretaban los sacerdotes. No sé por qué ahora recuerdo la interpretación que se hizo, en la ciudad de Tumbes, de la respuesta mansa de pumas y otorongos liberados dentro del palacio para amedrentar a los conquistadores españoles en su incursión en el palacio del gobernante local. Los entendidos creyeron ver en ello las buenas intenciones de los extranjeros. ¿Por qué no buscamos más explicaciones? ¿por qué no fuimos más hostiles? De Tumbes no debieron pasar los invasores. Ahora que ellos han cuestionado nuestros conocimientos y nuestras creencias, yo mismo los veo tan frágiles. Sabíamos cultivar, construir, organizar, negociar, guerrear; pero le dimos un sentido a los sucesos que se volvió contra nosotros.

El aire húmedo está impregnado del aroma de la tierra húmeda y de las plantas silvestres que proliferan en las paredes y el piso de la trinchera. «Nuestros expertos camayoc observaban los astros, el ciclo de vida de plantas y animales, experimentaron cómo ayudar a la Mama Pacha a conseguir mejores frutos, a dominar sus accidentes, a navegar sus aguas. Sin embargo, ¿cómo creímos que estos seres flojos, sucios, crueles y ambiciosos podían ser hijos del dios Wiracocha? Los sacerdotes, willca uma, nos mantuvieron unidos basándose en importantes creencias, pero se necesitó que alguien discutiera sus conclusiones. Cada uno de nosotros en sus afanes menudos y nadie pensó que, si las fieras no se comían a los foráneos, quizás era porque estaban hartas de comer carne humana. Era impensable dudar de nuestros guías espirituales porque la tierra florecía, todos nos sentíamos parte de una comunidad, teníamos alimento, trabajo, fiestas. Ahora que los españoles cuestionan lo que pensábamos recién se me ocurre juzgarlo, llorando, llorando porque, a pesar de todo, lo quiero por mío».

Una zarigüeya cargando sus crías en el lomo se escurre entre unas matas de zarzamora. ¡Qué buen augurio! ¡Es inusual verlos de día, son animales nocturnos!

«¡Es real! Comencé a ascender hacia el levante, ahora delante de mí está el Cusco, al subir vi en esa dirección vi una apachigua que replica un cerro de la capital del Tahuantinsuyo. Quedó a mis espaldas el territorio de los pastos, caranquis y quitos. Siguiendo esta trayectoria tendré enfrente el poniente y caminando, caminando volveré a dirigirme al levante. Adelante es atrás, arriba es abajo, todo cambia, todo vuelve.»

El churo, ahora deshabitado, está siendo invadido por plantas silvestres. A pesar del esfuerzo del ascenso y de estar pensando todo el tiempo, me doy cuenta que he estado ahuyentando cualquier asociación o pensamiento relacionado a Asiri. Con disimulo he estado verificando lo que ya sabía: a esta hora sí tengo una sombra y no puedo pensar en ella. Mi familia anhelaba que nuestro señor Ataw Wallpa ganara la guerra contra su hermano Huáscar el gobernante legítimo. Ahora, sin embargo, he pensado que este último tenía razón en considerar que era un derroche destinar servidores, tierras y ganado a las momias de los gobernantes muertos. Y es que supe de Illateqsi, la joven sacada de su etnia, que se suicidó antes de ser una de las esposas de la momia de un gobernante. ¡Peor es lo que se le impuso a Asiri! Me muerdo los labios hasta sangrarlos y me obligo a no seguir pensando en ella.

 

Quizás se debió fortalecer nuestro ejército. Tal vez eran demasiados los hijos del inca gobernante, tenidos con princesas de etnias conquistadas, que no podían acceder a grandes privilegios. A lo mejor se debió evitar el enfrentamiento bélico con los rebeldes norteños. Alguien debió orientar mejor a Huáscar. ¿Cómo llenó de cañaris y chachapoyas el Cusco, luego aliados de los conquistadores? Nunca más voy a ver con ojos de aceptación algunas costumbres de mi amado pueblo.

Tropiezo con una piedra escondida en la maleza y caigo en un charco de agua sucia. Se agolpan todas mis penas. ¿Qué hago aquí perdiendo el tiempo? Debería estar buscando a mi familia, luchando por mi pueblo. ¿Con quién puede luchar este pobre muchacho? ¿Cómo se lucha con esto que no se parece a nada que hayamos conocido antes? Escucho bandadas de loros que, a lo lejos, van a pernoctar en los árboles. Me doy cuenta de que el sol se está ocultando. Caí mientras caminaba hacia adelante, hacia el poniente… ¡al igual que hace dos horas! Estoy donde estaba al comienzo, pero más arriba. Me doy cuenta que chakana significa «puente hacia lo alto». Me levanto y limpio con cuidado. Entiendo que el espacio y el tiempo son fluidos y continuos. Me doy cuenta que chakana es también «cruce de rumbos». Asiri no es el enemigo. Un perverso cruzó el rumbo de Asiri. ¡Ella y yo, estamos muy heridos!  Veo el final de la trinchera a unos pasos de distancia. Camino ligero. ¡Creo que esto es lo que vine a buscar, una línea de fuga!

Salgo a la explanada y quedo absorto y sobrecogido. Hay una visión panorámica. A lo lejos los volcanes Iliniza, Cotopaxi y Chimborazo. Voy girando apreciando innumerables montañas y montes, bosques y sembríos. Tardo en reconocer la gran franja que linda con el cielo. ¡Es el mar! Rodea a la cima del churo un gran círculo de pajonales; algunos kilómetros más abajo lo cercan tupidos bosques cubiertos por un lecho de nubes. Aunque no los mirase siempre estuvieron ahí. Ahora veo más y mejor. Un cruce de rumbos hace que todo cambie y no cambie. Se puede amar aun viendo algo diferente en lo que amamos. Necesitaba darme cuenta que mi Asiri, sigue siendo mi Asiri. Incluso distinta sigue siendo ella. Todavía puede ayudarme a ser mejor y yo aún puedo amarla… protegerla…, ¡palomita huérfana y madre! Corro cuesta abajo.

Un rojizo sol marchaba hacia otros rumbos.