Patricio Durán
Era el mejor de
los barrios, era el peor de los barrios. Viví en el suburbio La Porciúncula
toda mi niñez y parte de mi juventud. Experimenté una montaña rusa de emociones
al recordar aquel lugar en el que dejé de ser niño y empecé a ser hombre;
cuando pocas veces razonaba con lógica, en una edad en que el sentido común era
el menos común de los sentidos y el tejido de mi vida se elaboraba con un hilo
en el que lo bueno y lo malo se mezclaban a un tiempo: la época de la sensatez
y de la locura, el lapso de la fe y de la incredulidad, luz y oscuridad,
esperanza y desesperación. Entonces estaba el alma pura y todo el porvenir era
mío. Me sentí tan confiado en mi barrio, en aquella vecindad, en la casa que se
convirtió en el hogar apacible por el lapso de treinta años en el cual encontré
paz, amor y aventuras.
Aquella mañana, el
sol empezaba a vislumbrarse por entre las colinas. Pedaleaba en mi querida
bicicleta cuando decidí visitar el antiguo barrio. No he vuelto a él en treinta
años. Las calles ya no son empedradas sino asfaltadas y con modernos semáforos
en las esquinas. Ya no está la tiendita en la que compraba el pan humeante y
sabroso para el desayuno, en su lugar se yergue un gran centro comercial.
Tampoco se encuentra la cantina en la que solían beber los beodos
consuetudinarios sus pequeños vasos de vino, cerveza o «puro» hasta perder la
conciencia. En cierta ocasión uno de ellos, despechado de la vida, se
descerrajó un tiro en plena sien derecha causando conmoción. Allí había unas
mesas de ping-pong, ajedrez y de billar en la que solíamos jugar después de
clases.
Don Gerardo, el
propietario, era un tipo de porte militar, alto y fornido, de unos cincuenta
años, con excelente sentido del humor, pero de carácter implacable, firme y
resuelto cuando se trataba de cobrar a los borrachines que querían marcharse
sin pagar el consumo. Se lo conocía como
un buen jugador de ajedrez. «Si prohibieran el ajedrez, sería un
contrabandista», solía decir. Nunca pude ganarle una partida, lo que me
frustraba y me hacía sentir miserable, a lo que Don Gerardo decía con tono
burlón «otra vez será», y retiraba apresurado las apuestas de la mesa.
Veo autos de alta
gama que circulan por las vías; flamantes edificios mejoran las condiciones de
vida, la arquitectura moderna sin duda las facilita lo que hace a los vecinos
más felices.
En el
recorrido visité mi querida escuela La Merced, regentada por los padres
mercedarios. Recordé que caminaba soñoliento todas las mañanas con rumbo al
colegio; atrás quedaba la cama calentita y la imagen de la Virgen que velaba
mis sueños. Casi nadie prestaba atención a las charlas de los profesores. Había
tantas cosas que hacer: fastidiar al compañero que se colocó el uniforme al
revés, mirar pájaros de hermosos colores en el zoológico escolar, besar a
hurtadillas a la niña inocente de rubios cabellos que atendía a clases sin
pestañear, la que en las noches me causaba desvelos y ojeras.
Vino a mi
mente la imagen del estricto y temido director del plantel, el padre Severo,
quien era conocido por su rigidez y dureza en los castigos. Las
remembranzas empezaron a desfilar como en procesión al mirar las cúpulas de la
iglesia La Merced. Recordé cuando hice la primera comunión. Mi padrino fue un
sacerdote, el presbítero Benigno Navas, cura párroco. Se supone que el padrino
es la persona que guiará y acompañará a su ahijado en el camino de cumplir los
preceptos de una vida católica y ofrecer su ayuda económica de ser el caso, sin
embargo, nunca recibí nada material de mi favorecedor, solo «bendiciones
especiales» —y estampitas de la Virgen— que con seguridad tendrían una
jerarquía superior a las «bendiciones comunes».
«Te deseo las
mejores bendiciones de Dios en este día y que sientas su presencia de forma
especial. El Señor te bendiga y te acompañe hoy y por siempre, que su mano esté
sobre ti y te libre del maligno. ¡Recibe hoy lo mejor de nuestro Creador para
tu vida! Espero que aprecies su amor y su ayuda», me dijo mi padrino en el
feliz día de mi primera comunión. Yahvé a mi mecenas no le dio hijos, pero el
diablo le dio sobrinos, a ellos les dejó todo su patrimonio, a pesar de que
hizo votos monásticos de pobreza, nunca se supo cómo amasó una gran fortuna.
Cuando hice la
preparación para recibir por primera vez el sacramento de la eucaristía, que
significa el recibimiento de Jesucristo bajo las especies del pan y del vino,
quien se entrega en su cuerpo, sangre y divinidad, esta unión íntima con Cristo
me hizo creer que iba a subir al cielo en cuerpo y alma, como Remedios, la
bella.
Mi niñez y
juventud han estado marcadas por la presencia de miembros de la Iglesia católica:
un primo que llegó a ser arzobispo, un tío que fue cura párroco y una prima
monja, a la que llamábamos con cariño «monjita», ella formaba parte de la
congregación religiosa de las Marianitas y estaba obligada por los votos a la
pobreza, la castidad y la obediencia. Sonreí al recordar una frase que alguien
escribió en una pared de la capilla: «Monjas, curas, putas y pajes, todos
vienen de grandes linajes». Nunca se descubrió al autor de semejante
sacrilegio.
En la parte
posterior de la iglesia había un cementerio exclusivo para los padres
mercedarios que «pasaron a mejor vida». Una tarde llorosa, sombría y taciturna,
decidimos con mis alegres y despreocupados compañeros de cuarto grado, de entre
nueve y diez años, chicos y chicas, escaparnos a visitar los sepulcros, por el
morbo innato que produce lo misterioso y desconocido. El campo santo estaba muy
descuidado, con basura por todos lados, las lápidas abandonadas parecían
ventanas con ojos vacíos, sucias, polvorientas, un olor de flores secas y
marchitas —nardos con tufo a muerto— impregnaba el ambiente. La rama de una
tenebrosa enredadera nos abrazó al descuido provocando pánico en los
«profanadores de tumbas». Sentimos una atmosfera densa, pesada; los troncos
deslucidos proyectaban una imagen fantasmagórica de ese osario triste de
recoletos. Los tañidos de las campanas acentuaron nuestra sensación de
angustia. Una enorme rata salió de la maleza, se paró en seco frente a
nosotros, se alzó sobre sus patas traseras, echó un rápido vistazo y huyó
despavorida.
Bajamos a las
criptas ubicadas en el subterráneo. Tal vez entre las ruinas habría algunos
muertos memorables, difuntos tutelares que ahora están en el olvido, pero que
en vida fueron grandes personajes reconocidos por la sociedad. Se respiraba una
atmósfera de desolación. Un aire de profunda e irremediable melancolía lo
envolvía todo. Varias tumbas, en cuyas lápidas ya no se veía ni siquiera el
nombre del desafortunado que allí yacía, estaban entreabiertas y dejaban
distinguir escombros de ataúdes y esqueletos de sus inquilinos.
«¡Mira! ¡Allí se
ven unos huesos!», le dije a Leticia, mi compañerita de quien estaba enamorado.
Ella, asustada y temblorosa, me apretaba la mano, luego me abrazaba con fuerza,
y yo, claro, seguía descubriendo cadáveres, y a ratos la hacía saltar del susto
al enseñarle una calavera. Un vaho hediondo, soporífero, nos envolvió de pronto
obligándonos a abandonar el cementerio de los clérigos.
Mientras
continuaba pedaleando por mi antiguo barrio me encontré con un compañero de
escuela conocido como el gato Mayorga por sus ojos verdes. Era un infante muy
apuesto por lo que fue escogido para desempeñar el papel de Niño Dios en los
pesebres navideños del plantel. Yo apenas alcancé a representar al negro
Baltasar.
El gato era
callado, circunspecto, respetuoso. Hoy no queda ni la sombra de aquel hermoso
infante de rostro celestial. Se podría decir que está más parecido a Satanás:
arrugado, ajado y viejo, de pelo canoso y escaso. No perdió el brillo de su
mirada, tal vez sea cierto aquello de que «los ojos son las ventanas del alma»,
porque es a través de ellos que podemos conocer las verdaderas intenciones de
una persona, y el propósito del libidinoso gato Mayorga consistía en acostarse
con cuanta mujer se le atravesara en el camino, en especial con las gorditas.
«No piense mal de mí, señorita. Mi interés por usted es puramente sexual»,
expresó en tono burlón a una señora entrada en carnes que pasó a nuestro lado.
Aprendí a manejar
bicicleta una noche en que los padres de familia tenían una reunión en la
escuela para organizar el programa por las fiestas navideñas. Hernán García, un
compañero descendiente de emigrantes, llevó su «chiva» y todos queríamos
subirnos. Cuando llegó mi turno salí conduciendo como si siempre lo hubiera
hecho. No quise soltar la bicicleta hasta que mis compañeros se impusieron.
Desde ese momento anhelé mi propia bicicleta y empecé a presionar a mis progenitores
para que me compraran una. Ese fue mi regalo aquella navidad.
No la solté hasta
bien entrada la noche. Solo el vozarrón tonante de papá hizo que yo dejara mi
nave en paz y me fuera a dormir satisfecho y con una sonrisa de oreja a oreja.
Desde ese instante, la burrita fue mi medio de transporte y el pasaje para
conocer el mundo, una máquina en las carreras de velocidad, la terapeuta en los
momentos de aflicción, un juguete divertido, una herramienta que me permitía
explorar todos los rincones, el escape de la cotidianidad y la musa que me
inspiraba.
En una ocasión
pedaleaba con mi hermano Fabricio por las polvorientas calles del barrio cuando
dos jovencitas muy agraciadas nos llamaron la atención: «Amigos, préstennos sus
bicicletas para pasear un rato, se las devolvemos enseguida». Ese «enseguida»
duró toda la tarde. Bastante preocupados por la tardanza decidimos regresar a
casa caminando, pensando en la reprimenda paterna por perder los caballitos de
acero. Cuando no teníamos esperanzas de recobrarlas, divisamos a lo lejos a las
dos ciclistas que pedaleaban satisfechas y orondas, ajenas por completo a la
angustia que estábamos viviendo. Muy agradecidas nos entregaron las «bicis».
Como compensación nos dieron un sonoro beso en las mejillas que compensaron el
mal rato.
En el barrio
también funcionaba la Universidad Técnica Central. Mi alma mater tenía nuevos edificios para las carreras de reciente
creación que implementó con la finalidad de estar acorde con el avance de la
ciencia y la tecnología. Ya no sentía la atmósfera tranquila y algo religiosa
de antes, pues ahí fue creado un convento de monjas carmelitas. Sus paredes
estaban garabateadas con grafitis que le daban un aspecto sombrío.
Recordé mi primer
día de clases. Sentí vergüenza porque papá me acompañó. No hubo manera de
persuadirle de que en la universidad las cosas son diferentes y que yo debía
afrontar lo que venga. La institución
también fue el lugar de muchas batallas ideológicas, académicas y amorosas. No
estudié la profesión de mi gusto —filosofía y letras— ya que antes se
acostumbraba estudiar lo que los padres decidían y lo que ellos decidieron fue
que estudiara administración de empresas, ya que esa era una profesión que aseguraría
mi sustento y podría ayudar en el negocio familiar; así mismo uno debía casarse
con la pareja que los progenitores escogían. Esto último no fue el caso, yo
contraje nupcias con la mujer que quise, aunque después terminamos divorciados.
Parece que la sabiduría paternal trasciende los tiempos. Los matrimonios que se
realizaban en el pasado, cuando decidían papá y mamá, eran los que duraban
«hasta que la muerte los separe», como dios manda. Ahora los casamientos duran
«hasta que la plata los separe».
Algunos profesores
universitarios no tenían la capacidad para ser maestros, eran profesionales,
pero no pedagogos; en su mayoría mediocres y estaban más pendientes de las
alumnas guapas para seducirlas que de preparar la materia. Calificaban bajo
para que ellas acudan a solicitar recalificación, lo que los muy astutos
aprovechaban para realizar sus propuestas indecentes, unas las aceptaban, otras
preferían «arrastrar» la materia y no ceder.
Recuerdo una
ocasión en que los estudiantes organizamos un baile con el propósito de
recaudar fondos para el paseo anual. Invitamos a los profesores para
congraciarnos y que no fueran tan duros al momento de calificar las pruebas. Yo
estaba en la pista bailando bien pegadito con Olga, mi amor de estudiante. De
pronto se acercó el temido profesor de Administración Aduanera, conocido como
el pelado Cabrera. Me pidió con amabilidad que le permitiera bailar con Olga a
lo que yo no accedí. Grande fue su sorpresa, claro, no esperó que un alumno, un
guambra cagado, le hiciera un desaguisado de esa catadura. Me dijo: «Muchacho,
conmigo estás jodido». Preferí sufrir las consecuencias de mi «atrevimiento» a
entregar a Olguita en bandeja a un depredador sexual.
—¿Te
enteraste de que falleció Olga? —me preguntó Sabina, una excompañera a la que
encontré caminando por la estación del ferrocarril, frente a la universidad.
Yo
estaba concentrado mirando las viejas locomotoras y vagones que yacían
hacinados y herrumbrosos, lo que parecía un cementerio de trenes, por lo que no
atendí su pregunta.
—¿A
quién te refieres? —le respondí.
—¡Olga!
—repitió— nuestra compañera bonita, de nariz respingada, incluso tuviste un
romance fugaz con ella…
¡No lo podía
creer! ¡Mi Olguita! Ella salió de mi radar cuando viajé de aventura por algunos
años a los Estados Unidos. Sentí un profundo malestar por haber perdido su
rastro. Olga fue buena conmigo. Se sintió protegida por que no le permití
bailar con el libidinoso profesor de Aduanas. «¿Sabes?, me gustó que no
accedieras a que baile con él. En clases siempre me lanzaba miradas sugerentes
que yo intentaba evitar», dijo Olga después.
—¡Cuéntame más! —le dije
apesadumbrado a Sabina—. Vamos a tomar algo en el bar ferroviario, aquí cerca.
Pedí un tequila,
quería algo fuerte para superar la impresión que me causó la muerte de Olga;
Sabina pidió una cerveza. Del fondo del bar nos llegaba el canto del Ruiseñor
de América, como se le conoce al cantante favorito de los ecuatorianos, Julio
Jaramillo. En ese preciso momento cantaba el pasillo Historia de amor, que
empieza así: «Olga se llamó la ingrata que en mi vida hallé, a ella con fe y
con locura fue a quien más amé…». El tema me puso sensible, acentuó aún más los
efectos del alcohol que empezó a interferir mis vías de comunicación. Cambió mi
estado de ánimo y me parecía imposible aceptar la muerte de Olga, aunque la
primera estrofa de la canción no le hacía mérito, porque ella fue una mujer
fiel y discreta.
—¿Qué pasó? ¿Cómo
murió? —le interrogué a Sabina con vehemencia.
—Como tú
recordarás, Olga tenía las caderas anchas y se sentía un tanto avergonzada por
sus grandes nalgas y gruesos muslos. Con el paso de los años acumuló mucha
grasa en su trasero lo que desentonaba con la armonía de silueta ideal que ella
quería, por lo que se sometió a una cirugía de reducción de glúteos por
liposucción. Era una intervención de mediano riesgo que la debía realizar un
cirujano plástico con experiencia, pero Olga prefirió viajar a Latacunga donde
el costo de la operación era menor, pero mayores los riesgos. Olga sufrió una
septicemia que los médicos no pudieron controlar y murió.
Apuré mi trago. Me
costaba creer que la vanidad causó la muerte de Olga. Se me abrió la vena,
ordené otro tequila, pero recordé que estaba tomando medicamentos y no los
podía mezclar con alcohol, por lo que cambié mi orden y pedí agua mineral
helada.
Mi barrio fue el semillero de amores
juveniles. Pedaleando absorto en mis recuerdos, de pura casualidad encontré a
Marisol Andrade —la recordaba de bonito rostro, de cabello castaño peinado en
largos tirabuzones que caían sobre su esbelto cuello, de hermosos ojos pardos y
de frente despejada e inteligente— con quien pensé que me casaría, incluso
hicimos un «pacto de sangre entre novios», si novios puede decirse a un par de
mocosos de catorce años.
Estaba tan feliz y enamorado que le
propuse hacer un «pacto de sangre» —tal como lo vi en una película— sin saber
bien de qué se trataba, cómo era o las consecuencias que tendría. Conseguí
información al respecto, hice una especie de oración y realicé un pequeño corte
en los pulgares y combiné mi linfa con la suya diciendo unas palabras parecidas
a: «Ahora mi sangre corre por tus venas y la tuya por las mías…» lo que, en
apariencia, aseguraba que nunca nos separaríamos.
La relación marchó bien durante
varios meses, pero un día el amor se acabó y cada uno agarró por su lado; sin
embargo, las secuelas empezaron a llegar por sí solas. Cuando intentábamos
tener otro romance, las cosas no funcionaban. Alguien con conocimientos de
estos temas esotéricos me dijo que debía hacer una especie de «limpia», con
oraciones de liberación, baños de hierbas y otros mejunjes. Con el pasar del
tiempo parece que funcionó, nos casamos con distintas parejas, pero al fin
terminamos divorciados.
«Si estoy aquí mirándote y charlando contigo
me parece un sueño», le dije a Marisol echando un vistazo a su alrededor con
fascinación, con recelo, con el temor a que en cualquier instante se disipara
todo a causa del «pacto de sangre». Su cabello castaño entonces y no blanco,
igual de revuelto, sus ojos pardos agrandados y atónitos, aunque no más
brillantes ni bellos; los dos sabíamos y aceptamos que nos íbamos a separar,
pero no podíamos imaginar la magnitud del espacio, tampoco la duración de los
años que teníamos por delante, demasiado jóvenes para sospechar siquiera esas
amplitudes, las lejanías que pueden apartar las vidas humanas. Mucho más niños,
inocentes y torpes de lo que creíamos, confiados de algún modo en la
perduración del amor y del mundo que conocimos; cuando no existían teléfonos
celulares ni redes sociales, una ausencia de uno o dos meses era una eternidad
abreviada apenas por las cartas de amor.
Creíamos que lo vivido tenía raíces
tan hondas que nada lo podía debilitar, y mucho menos destruir, ni siquiera la
distancia que se abrió —un abismo que ya estaba ensanchándose entre los dos
pero que no veíamos—, fijo cada uno en la mirada del otro, engañados por la
familiaridad de la mutua presencia y del lugar donde estábamos, en el barrio de
siempre que ya no era el mismo.
—¿Sigues viviendo en el barrio? —le
pregunté.
—Sí —respondió Marisol—. Viví unos
años en España, pero tuve que regresar porque mis padres están mayores y
enfermos.
—Con razón perdí tu rastro. Nunca
más te volví a ver.
—Así es. Me casé y me fui con mi
esposo en busca de un mejor futuro. Allá me divorcié.
—Mira, es extraño —le dije
emocionado—. Aquella vez que discutimos no pensé que sería la última vez que te
vería.
—¡Tú fuiste el culpable! —me
respondió furiosa—. Siempre me traicionabas con las vecinas del barrio, con tus
compañeras de estudios. Ya no podía con tus traiciones.
Marisol empezó a nombrar a aquellas
con las que, supuestamente, mantuve algún romance fugaz; yo ya no recordaba mis
devaneos, pero ella sí lo recordaba con pelos y señales.
—Tengo que irme —dijo con apuro—. Mi
papá está enfermo y debo comprar unos medicamentos.
Me quedé un tanto perplejo por su
súbita despedida.
Continuando con la
cabalgata en el caballito de acero pasé por la antigua casa de mi profesor de
biología, el licenciado Luzuriaga. Tenía cinco hijas, buscando el varón se
llenó de mujeres. No culpó a su esposa por aquello —como en tiempos
pretéritos—, ya que sabía que es el espermatozoide el que determina el sexo del
futuro bebé. El «llaverito», le motejamos en el colegio por su baja estatura,
nos dictaba clases siempre con ejemplos. Decía conocer a una persona que
residía en La Porciúncula que padecía cierto trastorno físico o mental. Tanto
repitió que trataba a personas que sufrían de algún mal, que vivían en mi
distrito, que se ganó la fama de ser un sector habitado por fenómenos llegado a
ser conocido de manera despectiva como «el barrio de los monstruos».
Todo esto nos dejó
un mal sabor a los habitantes de la vecindad, ya que fuimos objeto de burlas
por parte de nuestros compañeros de clase. Esta mofa se suavizaba cuando
visitaba a su hija, Myriam, una grácil chiquilla de cabello azabache, largo y
ensortijado. Ella fue mi amor platónico de estudiante. No se consolidó el
romance porque luego conocí a Natalia, aquella niña bonita, de nariz perfilada.
Natalia tenía tres hermanas, todas muy atractivas. Los chicos interesados en
ellas desfilaban por su casa, cada uno más conquistador que otro. Las muchachas
no supieron elegir y sus matrimonios fracasaron estrepitosamente. Prefirieron a
pretendientes con dinero, pero que eran unos crápulas, viles y viciosos. Como
los que no se reforman terminan en la cárcel, hospitales o en el cementerio,
sus esposas se convirtieron en viudas jóvenes. La ventaja es que ahora ellas
saben en dónde están sus cónyuges. Por ventura, su traje negro se apolilló
gracias al nuevo amor que nació entre sus pliegues.
En los años setenta, en mi barrio se
armaban en las esquinas de las calles los ring
o cuadriláteros de boxeo, inspirados por las peleas épicas de nuestro héroe
de antaño y figura máxima del pugilismo mundial, Cassius Clay, el popular
Muhammad Ali, quien no solo era considerado como el mejor boxeador de todos los
tiempos, sino que fue un personaje con una gran iniciativa política, social y
que luchó sobremanera a favor de los derechos de los afroamericanos y del islam
en los Estados Unidos.
Los promotores de las peleas eran
los langarotes del barrio, es decir, los más grandes. Ellos escogían a las
parejas que iban a deleitar a la afición con sus trompadas. La manera de
selección era el tamaño de los púgiles, que al igual que los gladiadores del
circo romano, combatían a puñetazos, aunque, en este caso, sin espadas ni
escudos. El boxeo es un deporte que enardece al que recibe un jab en pleno rostro. Los boxeadores
novatos perdían la cordura al sentir el golpe directo en la jeta, y enseguida,
el sabor salado de la sangre —que como el verdadero amigo acude a la herida sin
esperar a que la llamen— exacerbaba los ánimos; entonces se quitaban los
guantes y empezaban una pelea callejera, sin reglas, sin restricciones, con
patadas y golpes a puño limpio.
En cierta ocasión la progenitora de
un novel peleador callejero que perdió el combate y tenía su rostro bañado en
sangre, fue a reclamar a la madre del ganador. «Mire, es inaceptable lo que su
hijo le ha hecho al mío». La mamá del vencedor respondió: «Y qué quiere que
haga, son juegos de niños. Solo que arreglemos este asunto “calzándonos” los
guantes usted y yo». Esta ocurrencia causó la hilaridad de las señoras, dando
por solucionado el problema.
Los vecinos de mi
niñez y juventud, de los que perdí el rastro sin remordimiento muchos años
atrás, hoy surgen como fantasmas. Ya no son los mismos, yo ya no soy el mismo.
Ahora, los recuerdos vuelven con fuerza; por ventura, el corazón tiene memoria
y no olvida: elimina los malos y engrandece los buenos, para que podamos sobrellevar
el pasado.