Antonio Sardina Cecine
Nicolás nació abajo, en el pueblo acapulqueño de Puerto Marqués, donde sus
padres tenían una pequeña tienda de abarrotes a dos calles de la playa. Su principal
clientela eran los turistas nacionales que, principalmente los fines de semana,
llegaban temprano de distintos pueblos y algunas ciudades de la república
mexicana en grandes autobuses, regresando a sus lugares de origen en la tarde,
después de pasar el día en algún restaurante de playa, disfrutando las
tranquilas aguas del mar de la bahía más hermosa de Acapulco.
Desde pequeño le causaban gran curiosidad los tres grandes edificios de
departamentos, de quince pisos cada uno, modernos y lujosos, ubicados en lo
alto de la montaña al final del pueblo. Como tres titanes desentonando
absurdamente con las casas y restaurantes de un piso del pueblo: «Condominio Torreblanca».
La entrada a los edificios estaba al final de la calle principal,
resguardada por una caseta con guardias que se encargaban de que solo los
dueños de los departamentos y sus huéspedes pudieran pasar.
Los inquilinos de los departamentos tenían alguna interacción con la gente
de Puerto Marqués, ya que bajaban a una pequeña playa particular, la cual
colindaba con la aún más pequeña marina, separada de las playas públicas por
una malla. En esa playa, limpia y con el mar tan en calma que parecía una
alberca, varios comerciantes locales rentaban sillas y sombrillas, servían
mariscos y platillos típicos, además de vender las más variadas chucherías.
Los oriundos de Puerto Marqués tenían fama de ser extremadamente violentos
y rebeldes, al grado que la policía prefería no entrar y los dejaba manejarse
en una especie de autogobierno. Al ser los residentes de los condominios buenos
clientes y que además contrataban a mucha gente del pueblo para el servicio, se
les consideraba locales y no solo no se les agredía, sino que se les cuidaba.
Como conocía a uno de los guardias, cuando tenía doce años a Nico le
permitieron pasar a lavar los coches de los inquilinos y ayudarlos con sus
maletas, tarea que, además de darle a ganar algo de dinero y dado que no tenía
un horario fijo, le permitió asistir a la escuela. Gracias a su espíritu amable
y servicial, al pasar de los años fue ascendiendo a mejores empleos
administrativos, tanto que, al terminar su carrera de auxiliar contable, lo
nombraron gerente de administración.
Vivía en el pueblo y trabajaba en los condominios, esta dicotomía le
impedía sentirse parte de ninguno de esos dos mundos. Para su familia y la
gente del pueblo Nico era un arribista que no compartía y hasta se avergonzaba
de las costumbres marquesanas y para la gente de Torreblanca era un empleado
apreciado y respetado, pero no era como ellos.
Caminaba en las mañanas por la calle principal de Puerto Marques, aspirando los olores a mariscos podridos y deshechos de toda clase de animales, ya que cruzaban la calle perros, gatos y hasta cerdos, chivos y ratas, desde luego; Y de repente, al cruzar la caseta de vigilancia, respirar el aroma a pasto recién cortado, palmeras y flores de los cuidados jardines del condominio. Claro que era diferente.
Esto ocasionaba que en realidad no tuviera vida social y aunque saludaba y
conversaba con la gente de los dos mundos, en realidad no sentía cercanía con
nadie y se fue encerrando en sí mismo, cada vez más sus conversaciones eran
solo diálogos internos:
«Estos pendejos deben pensar que yo solo estoy para servirlos. Quieren que
les resuelva todo, desde su limpieza hasta los juegos de sus hijos».
«La chamaquita esta me hace ojitos solo para ver que me saca. En el
pueblo ni me saluda y aquí me hace la barba solo por interés».
«Creen que porque tienen lana ya pueden humillarme y tratarme como su
gato».
«Pinche negro, no me hables de tú que yo sí estudié».
«Mi familia es una mierda, quieren que
viva jodido como ellos, los mata la envidia de que yo progrese».
Estaba resentido con unos y con otros. Y aunque su imagen seguía siendo
amable y servicial, su alma cada vez más se corrompía por el odio.
El lunes dijeron que se aproximaba una tormenta tropical, llamada Otis y
que podría formarse un huracán categoría uno. El martes el huracán categoría
uno pasó a cuatro en menos de doce horas y se anunciaba que tocaría tierra en
Acapulco esa misma noche ya con categoría cinco y vientos de más de doscientos
cincuenta kilómetros por hora, algo nunca visto, ni siquiera aquella vez que pegó
en Acapulco el huracán Paulina, que ha sido el peor que había vivido este
puerto.
Nico decidió pasar esa noche en uno de los departamentos que no estaba
ocupado y como conocía a los dueños, le dejaban las llaves. Le pareció más
seguro que pasarlo en su casa del pueblo con su familia. Le habían tocado en el
condominio temblores, tormentas e inundaciones y los había resistido muy bien,
pero nunca un huracán de esa magnitud.
Se preparó llevándose pan, jamón y queso, dos refrescos y un libro, en el
departamento tenía televisión y servicio de cable e internet. Se instaló en el
cuarto del fondo y empezó a ver una serie danesa en Netflix.
A las seis empezó la lluvia, moderada y normal. A las diez se fue la luz y
los vientos ya eran más fuertes de lo que nunca había conocido. A las once
escuchó cómo se rompían los ventanales que daban al mar. Cerró la puerta del
cuarto e instintivamente, empezó a rezar.
Había leído crónicas que hablaban del rugido del viento, pero esa
descripción no se acercaba a este estruendo monumental. Era un sonido terrible,
que le llenaba el oído, el cerebro y todo el cuerpo, invadía su organismo por
completo y rebasaba su conciencia. Era un fragor indescriptible. El cuarto se
movía, el edificio oscilaba, la cama trepidaba.
Un olor parecido a cuando rompía una rama, pero multiplicado por mil y
mezclado con tierra mojada empezó a llegar a su nariz y al igual que el sonido,
también se propagó por todo su cuerpo, provocando recuerdos de ciénagas y
pantanos visitados alguna vez en lagunas de Oaxaca. Se sintió parte integrante
del caos. Poseído por el.
Entonces ocurrió que su diálogo interno cambió:
«Gracias por lo que soy, gracias por mi vida, gracias por lo que no soy».
«Bendigo a los míos y a los otros».
«Todo está bien».
Y entonces, en el clímax de la destrucción… se durmió.
Buen cuento.
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