jueves, 21 de diciembre de 2023

Mi barrio

Patricio Durán


Era el mejor de los barrios, era el peor de los barrios. Viví en el suburbio La Porciúncula toda mi niñez y parte de mi juventud. Experimenté una montaña rusa de emociones al recordar aquel lugar en el que dejé de ser niño y empecé a ser hombre; cuando pocas veces razonaba con lógica, en una edad en que el sentido común era el menos común de los sentidos y el tejido de mi vida se elaboraba con un hilo en el que lo bueno y lo malo se mezclaban a un tiempo: la época de la sensatez y de la locura, el lapso de la fe y de la incredulidad, luz y oscuridad, esperanza y desesperación. Entonces estaba el alma pura y todo el porvenir era mío. Me sentí tan confiado en mi barrio, en aquella vecindad, en la casa que se convirtió en el hogar apacible por el lapso de treinta años en el cual encontré paz, amor y aventuras.

Aquella mañana, el sol empezaba a vislumbrarse por entre las colinas. Pedaleaba en mi querida bicicleta cuando decidí visitar el antiguo barrio. No he vuelto a él en treinta años. Las calles ya no son empedradas sino asfaltadas y con modernos semáforos en las esquinas. Ya no está la tiendita en la que compraba el pan humeante y sabroso para el desayuno, en su lugar se yergue un gran centro comercial. Tampoco se encuentra la cantina en la que solían beber los beodos consuetudinarios sus pequeños vasos de vino, cerveza o «puro» hasta perder la conciencia. En cierta ocasión uno de ellos, despechado de la vida, se descerrajó un tiro en plena sien derecha causando conmoción. Allí había unas mesas de ping-pong, ajedrez y de billar en la que solíamos jugar después de clases.

Don Gerardo, el propietario, era un tipo de porte militar, alto y fornido, de unos cincuenta años, con excelente sentido del humor, pero de carácter implacable, firme y resuelto cuando se trataba de cobrar a los borrachines que querían marcharse sin pagar el consumo.  Se lo conocía como un buen jugador de ajedrez. «Si prohibieran el ajedrez, sería un contrabandista», solía decir. Nunca pude ganarle una partida, lo que me frustraba y me hacía sentir miserable, a lo que Don Gerardo decía con tono burlón «otra vez será», y retiraba apresurado las apuestas de la mesa.

Veo autos de alta gama que circulan por las vías; flamantes edificios mejoran las condiciones de vida, la arquitectura moderna sin duda las facilita lo que hace a los vecinos más felices.

En el recorrido visité mi querida escuela La Merced, regentada por los padres mercedarios. Recordé que caminaba soñoliento todas las mañanas con rumbo al colegio; atrás quedaba la cama calentita y la imagen de la Virgen que velaba mis sueños. Casi nadie prestaba atención a las charlas de los profesores. Había tantas cosas que hacer: fastidiar al compañero que se colocó el uniforme al revés, mirar pájaros de hermosos colores en el zoológico escolar, besar a hurtadillas a la niña inocente de rubios cabellos que atendía a clases sin pestañear, la que en las noches me causaba desvelos y ojeras.

Vino a mi mente la imagen del estricto y temido director del plantel, el padre Severo, quien era conocido por su rigidez y dureza en los castigosLas remembranzas empezaron a desfilar como en procesión al mirar las cúpulas de la iglesia La Merced. Recordé cuando hice la primera comunión. Mi padrino fue un sacerdote, el presbítero Benigno Navas, cura párroco. Se supone que el padrino es la persona que guiará y acompañará a su ahijado en el camino de cumplir los preceptos de una vida católica y ofrecer su ayuda económica de ser el caso, sin embargo, nunca recibí nada material de mi favorecedor, solo «bendiciones especiales» —y estampitas de la Virgen— que con seguridad tendrían una jerarquía superior a las «bendiciones comunes». 

«Te deseo las mejores bendiciones de Dios en este día y que sientas su presencia de forma especial. El Señor te bendiga y te acompañe hoy y por siempre, que su mano esté sobre ti y te libre del maligno. ¡Recibe hoy lo mejor de nuestro Creador para tu vida! Espero que aprecies su amor y su ayuda», me dijo mi padrino en el feliz día de mi primera comunión. Yahvé a mi mecenas no le dio hijos, pero el diablo le dio sobrinos, a ellos les dejó todo su patrimonio, a pesar de que hizo votos monásticos de pobreza, nunca se supo cómo amasó una gran fortuna.

Cuando hice la preparación para recibir por primera vez el sacramento de la eucaristía, que significa el recibimiento de Jesucristo bajo las especies del pan y del vino, quien se entrega en su cuerpo, sangre y divinidad, esta unión íntima con Cristo me hizo creer que iba a subir al cielo en cuerpo y alma, como Remedios, la bella.

Mi niñez y juventud han estado marcadas por la presencia de miembros de la Iglesia católica: un primo que llegó a ser arzobispo, un tío que fue cura párroco y una prima monja, a la que llamábamos con cariño «monjita», ella formaba parte de la congregación religiosa de las Marianitas y estaba obligada por los votos a la pobreza, la castidad y la obediencia. Sonreí al recordar una frase que alguien escribió en una pared de la capilla: «Monjas, curas, putas y pajes, todos vienen de grandes linajes». Nunca se descubrió al autor de semejante sacrilegio.

En la parte posterior de la iglesia había un cementerio exclusivo para los padres mercedarios que «pasaron a mejor vida». Una tarde llorosa, sombría y taciturna, decidimos con mis alegres y despreocupados compañeros de cuarto grado, de entre nueve y diez años, chicos y chicas, escaparnos a visitar los sepulcros, por el morbo innato que produce lo misterioso y desconocido. El campo santo estaba muy descuidado, con basura por todos lados, las lápidas abandonadas parecían ventanas con ojos vacíos, sucias, polvorientas, un olor de flores secas y marchitas —nardos con tufo a muerto— impregnaba el ambiente. La rama de una tenebrosa enredadera nos abrazó al descuido provocando pánico en los «profanadores de tumbas». Sentimos una atmosfera densa, pesada; los troncos deslucidos proyectaban una imagen fantasmagórica de ese osario triste de recoletos. Los tañidos de las campanas acentuaron nuestra sensación de angustia. Una enorme rata salió de la maleza, se paró en seco frente a nosotros, se alzó sobre sus patas traseras, echó un rápido vistazo y huyó despavorida.  

Bajamos a las criptas ubicadas en el subterráneo. Tal vez entre las ruinas habría algunos muertos memorables, difuntos tutelares que ahora están en el olvido, pero que en vida fueron grandes personajes reconocidos por la sociedad. Se respiraba una atmósfera de desolación. Un aire de profunda e irremediable melancolía lo envolvía todo. Varias tumbas, en cuyas lápidas ya no se veía ni siquiera el nombre del desafortunado que allí yacía, estaban entreabiertas y dejaban distinguir escombros de ataúdes y esqueletos de sus inquilinos.

«¡Mira! ¡Allí se ven unos huesos!», le dije a Leticia, mi compañerita de quien estaba enamorado. Ella, asustada y temblorosa, me apretaba la mano, luego me abrazaba con fuerza, y yo, claro, seguía descubriendo cadáveres, y a ratos la hacía saltar del susto al enseñarle una calavera. Un vaho hediondo, soporífero, nos envolvió de pronto obligándonos a abandonar el cementerio de los clérigos.

Mientras continuaba pedaleando por mi antiguo barrio me encontré con un compañero de escuela conocido como el gato Mayorga por sus ojos verdes. Era un infante muy apuesto por lo que fue escogido para desempeñar el papel de Niño Dios en los pesebres navideños del plantel. Yo apenas alcancé a representar al negro Baltasar.

El gato era callado, circunspecto, respetuoso. Hoy no queda ni la sombra de aquel hermoso infante de rostro celestial. Se podría decir que está más parecido a Satanás: arrugado, ajado y viejo, de pelo canoso y escaso. No perdió el brillo de su mirada, tal vez sea cierto aquello de que «los ojos son las ventanas del alma», porque es a través de ellos que podemos conocer las verdaderas intenciones de una persona, y el propósito del libidinoso gato Mayorga consistía en acostarse con cuanta mujer se le atravesara en el camino, en especial con las gorditas. «No piense mal de mí, señorita. Mi interés por usted es puramente sexual», expresó en tono burlón a una señora entrada en carnes que pasó a nuestro lado.

Aprendí a manejar bicicleta una noche en que los padres de familia tenían una reunión en la escuela para organizar el programa por las fiestas navideñas. Hernán García, un compañero descendiente de emigrantes, llevó su «chiva» y todos queríamos subirnos. Cuando llegó mi turno salí conduciendo como si siempre lo hubiera hecho. No quise soltar la bicicleta hasta que mis compañeros se impusieron. Desde ese momento anhelé mi propia bicicleta y empecé a presionar a mis progenitores para que me compraran una. Ese fue mi regalo aquella navidad.

No la solté hasta bien entrada la noche. Solo el vozarrón tonante de papá hizo que yo dejara mi nave en paz y me fuera a dormir satisfecho y con una sonrisa de oreja a oreja. Desde ese instante, la burrita fue mi medio de transporte y el pasaje para conocer el mundo, una máquina en las carreras de velocidad, la terapeuta en los momentos de aflicción, un juguete divertido, una herramienta que me permitía explorar todos los rincones, el escape de la cotidianidad y la musa que me inspiraba.

En una ocasión pedaleaba con mi hermano Fabricio por las polvorientas calles del barrio cuando dos jovencitas muy agraciadas nos llamaron la atención: «Amigos, préstennos sus bicicletas para pasear un rato, se las devolvemos enseguida». Ese «enseguida» duró toda la tarde. Bastante preocupados por la tardanza decidimos regresar a casa caminando, pensando en la reprimenda paterna por perder los caballitos de acero. Cuando no teníamos esperanzas de recobrarlas, divisamos a lo lejos a las dos ciclistas que pedaleaban satisfechas y orondas, ajenas por completo a la angustia que estábamos viviendo. Muy agradecidas nos entregaron las «bicis». Como compensación nos dieron un sonoro beso en las mejillas que compensaron el mal rato.

En el barrio también funcionaba la Universidad Técnica Central. Mi alma mater tenía nuevos edificios para las carreras de reciente creación que implementó con la finalidad de estar acorde con el avance de la ciencia y la tecnología. Ya no sentía la atmósfera tranquila y algo religiosa de antes, pues ahí fue creado un convento de monjas carmelitas. Sus paredes estaban garabateadas con grafitis que le daban un aspecto sombrío.

Recordé mi primer día de clases. Sentí vergüenza porque papá me acompañó. No hubo manera de persuadirle de que en la universidad las cosas son diferentes y que yo debía afrontar lo que venga.  La institución también fue el lugar de muchas batallas ideológicas, académicas y amorosas. No estudié la profesión de mi gusto —filosofía y letras— ya que antes se acostumbraba estudiar lo que los padres decidían y lo que ellos decidieron fue que estudiara administración de empresas, ya que esa era una profesión que aseguraría mi sustento y podría ayudar en el negocio familiar; así mismo uno debía casarse con la pareja que los progenitores escogían. Esto último no fue el caso, yo contraje nupcias con la mujer que quise, aunque después terminamos divorciados. Parece que la sabiduría paternal trasciende los tiempos. Los matrimonios que se realizaban en el pasado, cuando decidían papá y mamá, eran los que duraban «hasta que la muerte los separe», como dios manda. Ahora los casamientos duran «hasta que la plata los separe».

Algunos profesores universitarios no tenían la capacidad para ser maestros, eran profesionales, pero no pedagogos; en su mayoría mediocres y estaban más pendientes de las alumnas guapas para seducirlas que de preparar la materia. Calificaban bajo para que ellas acudan a solicitar recalificación, lo que los muy astutos aprovechaban para realizar sus propuestas indecentes, unas las aceptaban, otras preferían «arrastrar» la materia y no ceder.

Recuerdo una ocasión en que los estudiantes organizamos un baile con el propósito de recaudar fondos para el paseo anual. Invitamos a los profesores para congraciarnos y que no fueran tan duros al momento de calificar las pruebas. Yo estaba en la pista bailando bien pegadito con Olga, mi amor de estudiante. De pronto se acercó el temido profesor de Administración Aduanera, conocido como el pelado Cabrera. Me pidió con amabilidad que le permitiera bailar con Olga a lo que yo no accedí. Grande fue su sorpresa, claro, no esperó que un alumno, un guambra cagado, le hiciera un desaguisado de esa catadura. Me dijo: «Muchacho, conmigo estás jodido». Preferí sufrir las consecuencias de mi «atrevimiento» a entregar a Olguita en bandeja a un depredador sexual.

—¿Te enteraste de que falleció Olga? —me preguntó Sabina, una excompañera a la que encontré caminando por la estación del ferrocarril, frente a la universidad. 

Yo estaba concentrado mirando las viejas locomotoras y vagones que yacían hacinados y herrumbrosos, lo que parecía un cementerio de trenes, por lo que no atendí su pregunta. 

—¿A quién te refieres? —le respondí. 

—¡Olga! —repitió— nuestra compañera bonita, de nariz respingada, incluso tuviste un romance fugaz con ella…

¡No lo podía creer! ¡Mi Olguita! Ella salió de mi radar cuando viajé de aventura por algunos años a los Estados Unidos. Sentí un profundo malestar por haber perdido su rastro. Olga fue buena conmigo. Se sintió protegida por que no le permití bailar con el libidinoso profesor de Aduanas. «¿Sabes?, me gustó que no accedieras a que baile con él. En clases siempre me lanzaba miradas sugerentes que yo intentaba evitar», dijo Olga después.

—¡Cuéntame más! —le dije apesadumbrado a Sabina—. Vamos a tomar algo en el bar ferroviario, aquí cerca.

Pedí un tequila, quería algo fuerte para superar la impresión que me causó la muerte de Olga; Sabina pidió una cerveza. Del fondo del bar nos llegaba el canto del Ruiseñor de América, como se le conoce al cantante favorito de los ecuatorianos, Julio Jaramillo. En ese preciso momento cantaba el pasillo Historia de amor, que empieza así: «Olga se llamó la ingrata que en mi vida hallé, a ella con fe y con locura fue a quien más amé…». El tema me puso sensible, acentuó aún más los efectos del alcohol que empezó a interferir mis vías de comunicación. Cambió mi estado de ánimo y me parecía imposible aceptar la muerte de Olga, aunque la primera estrofa de la canción no le hacía mérito, porque ella fue una mujer fiel y discreta.

—¿Qué pasó? ¿Cómo murió? —le interrogué a Sabina con vehemencia.

—Como tú recordarás, Olga tenía las caderas anchas y se sentía un tanto avergonzada por sus grandes nalgas y gruesos muslos. Con el paso de los años acumuló mucha grasa en su trasero lo que desentonaba con la armonía de silueta ideal que ella quería, por lo que se sometió a una cirugía de reducción de glúteos por liposucción. Era una intervención de mediano riesgo que la debía realizar un cirujano plástico con experiencia, pero Olga prefirió viajar a Latacunga donde el costo de la operación era menor, pero mayores los riesgos. Olga sufrió una septicemia que los médicos no pudieron controlar y murió.

Apuré mi trago. Me costaba creer que la vanidad causó la muerte de Olga. Se me abrió la vena, ordené otro tequila, pero recordé que estaba tomando medicamentos y no los podía mezclar con alcohol, por lo que cambié mi orden y pedí agua mineral helada.

Mi barrio fue el semillero de amores juveniles. Pedaleando absorto en mis recuerdos, de pura casualidad encontré a Marisol Andrade —la recordaba de bonito rostro, de cabello castaño peinado en largos tirabuzones que caían sobre su esbelto cuello, de hermosos ojos pardos y de frente despejada e inteligente— con quien pensé que me casaría, incluso hicimos un «pacto de sangre entre novios», si novios puede decirse a un par de mocosos de catorce años.

Estaba tan feliz y enamorado que le propuse hacer un «pacto de sangre» —tal como lo vi en una película— sin saber bien de qué se trataba, cómo era o las consecuencias que tendría. Conseguí información al respecto, hice una especie de oración y realicé un pequeño corte en los pulgares y combiné mi linfa con la suya diciendo unas palabras parecidas a: «Ahora mi sangre corre por tus venas y la tuya por las mías…» lo que, en apariencia, aseguraba que nunca nos separaríamos.

La relación marchó bien durante varios meses, pero un día el amor se acabó y cada uno agarró por su lado; sin embargo, las secuelas empezaron a llegar por sí solas. Cuando intentábamos tener otro romance, las cosas no funcionaban. Alguien con conocimientos de estos temas esotéricos me dijo que debía hacer una especie de «limpia», con oraciones de liberación, baños de hierbas y otros mejunjes. Con el pasar del tiempo parece que funcionó, nos casamos con distintas parejas, pero al fin terminamos divorciados.

«Si estoy aquí mirándote y charlando contigo me parece un sueño», le dije a Marisol echando un vistazo a su alrededor con fascinación, con recelo, con el temor a que en cualquier instante se disipara todo a causa del «pacto de sangre». Su cabello castaño entonces y no blanco, igual de revuelto, sus ojos pardos agrandados y atónitos, aunque no más brillantes ni bellos; los dos sabíamos y aceptamos que nos íbamos a separar, pero no podíamos imaginar la magnitud del espacio, tampoco la duración de los años que teníamos por delante, demasiado jóvenes para sospechar siquiera esas amplitudes, las lejanías que pueden apartar las vidas humanas. Mucho más niños, inocentes y torpes de lo que creíamos, confiados de algún modo en la perduración del amor y del mundo que conocimos; cuando no existían teléfonos celulares ni redes sociales, una ausencia de uno o dos meses era una eternidad abreviada apenas por las cartas de amor.

Creíamos que lo vivido tenía raíces tan hondas que nada lo podía debilitar, y mucho menos destruir, ni siquiera la distancia que se abrió —un abismo que ya estaba ensanchándose entre los dos pero que no veíamos—, fijo cada uno en la mirada del otro, engañados por la familiaridad de la mutua presencia y del lugar donde estábamos, en el barrio de siempre que ya no era el mismo. 

—¿Sigues viviendo en el barrio? —le pregunté.

—Sí —respondió Marisol—. Viví unos años en España, pero tuve que regresar porque mis padres están mayores y enfermos.

—Con razón perdí tu rastro. Nunca más te volví a ver.

—Así es. Me casé y me fui con mi esposo en busca de un mejor futuro. Allá me divorcié.

—Mira, es extraño —le dije emocionado—. Aquella vez que discutimos no pensé que sería la última vez que te vería.

—¡Tú fuiste el culpable! —me respondió furiosa—. Siempre me traicionabas con las vecinas del barrio, con tus compañeras de estudios. Ya no podía con tus traiciones.

Marisol empezó a nombrar a aquellas con las que, supuestamente, mantuve algún romance fugaz; yo ya no recordaba mis devaneos, pero ella sí lo recordaba con pelos y señales.

—Tengo que irme —dijo con apuro—. Mi papá está enfermo y debo comprar unos medicamentos.

Me quedé un tanto perplejo por su súbita despedida.

Continuando con la cabalgata en el caballito de acero pasé por la antigua casa de mi profesor de biología, el licenciado Luzuriaga. Tenía cinco hijas, buscando el varón se llenó de mujeres. No culpó a su esposa por aquello —como en tiempos pretéritos—, ya que sabía que es el espermatozoide el que determina el sexo del futuro bebé. El «llaverito», le motejamos en el colegio por su baja estatura, nos dictaba clases siempre con ejemplos. Decía conocer a una persona que residía en La Porciúncula que padecía cierto trastorno físico o mental. Tanto repitió que trataba a personas que sufrían de algún mal, que vivían en mi distrito, que se ganó la fama de ser un sector habitado por fenómenos llegado a ser conocido de manera despectiva como «el barrio de los monstruos».  

Todo esto nos dejó un mal sabor a los habitantes de la vecindad, ya que fuimos objeto de burlas por parte de nuestros compañeros de clase. Esta mofa se suavizaba cuando visitaba a su hija, Myriam, una grácil chiquilla de cabello azabache, largo y ensortijado. Ella fue mi amor platónico de estudiante. No se consolidó el romance porque luego conocí a Natalia, aquella niña bonita, de nariz perfilada. Natalia tenía tres hermanas, todas muy atractivas. Los chicos interesados en ellas desfilaban por su casa, cada uno más conquistador que otro. Las muchachas no supieron elegir y sus matrimonios fracasaron estrepitosamente. Prefirieron a pretendientes con dinero, pero que eran unos crápulas, viles y viciosos. Como los que no se reforman terminan en la cárcel, hospitales o en el cementerio, sus esposas se convirtieron en viudas jóvenes. La ventaja es que ahora ellas saben en dónde están sus cónyuges. Por ventura, su traje negro se apolilló gracias al nuevo amor que nació entre sus pliegues.

En los años setenta, en mi barrio se armaban en las esquinas de las calles los ring o cuadriláteros de boxeo, inspirados por las peleas épicas de nuestro héroe de antaño y figura máxima del pugilismo mundial, Cassius Clay, el popular Muhammad Ali, quien no solo era considerado como el mejor boxeador de todos los tiempos, sino que fue un personaje con una gran iniciativa política, social y que luchó sobremanera a favor de los derechos de los afroamericanos y del islam en los Estados Unidos.

Los promotores de las peleas eran los langarotes del barrio, es decir, los más grandes. Ellos escogían a las parejas que iban a deleitar a la afición con sus trompadas. La manera de selección era el tamaño de los púgiles, que al igual que los gladiadores del circo romano, combatían a puñetazos, aunque, en este caso, sin espadas ni escudos. El boxeo es un deporte que enardece al que recibe un jab en pleno rostro. Los boxeadores novatos perdían la cordura al sentir el golpe directo en la jeta, y enseguida, el sabor salado de la sangre —que como el verdadero amigo acude a la herida sin esperar a que la llamen— exacerbaba los ánimos; entonces se quitaban los guantes y empezaban una pelea callejera, sin reglas, sin restricciones, con patadas y golpes a puño limpio.

En cierta ocasión la progenitora de un novel peleador callejero que perdió el combate y tenía su rostro bañado en sangre, fue a reclamar a la madre del ganador. «Mire, es inaceptable lo que su hijo le ha hecho al mío». La mamá del vencedor respondió: «Y qué quiere que haga, son juegos de niños. Solo que arreglemos este asunto “calzándonos” los guantes usted y yo». Esta ocurrencia causó la hilaridad de las señoras, dando por solucionado el problema.

Los vecinos de mi niñez y juventud, de los que perdí el rastro sin remordimiento muchos años atrás, hoy surgen como fantasmas. Ya no son los mismos, yo ya no soy el mismo. Ahora, los recuerdos vuelven con fuerza; por ventura, el corazón tiene memoria y no olvida: elimina los malos y engrandece los buenos, para que podamos sobrellevar el pasado.

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