Amanda Castillo
La mujer bajó la cortina del local, puso los candados y se dirigió hasta su
casa. Iba ensimismada en sus pensamientos. Le preocupan muchas cosas,
especialmente su situación económica, los clientes que llegaban a la peluquería
cada vez eran menos y la plata que conseguía ya no era suficiente para el
sostenimiento de sus tres hijas. Siete años atrás, cuando el esposo abandonó el
hogar, se echó la responsabilidad de sacar adelante a su familia. Lo primero
que hizo fue inscribirse en una academia de belleza y aprender peluquería,
maquillaje y arreglo de uñas. En poco tiempo se volvió experta en el arte de
embellecer a las mujeres, tanto así que decidió independizarse y abrir un
pequeño salón cerca de casa. Al comienzo todo marchaba de maravilla, la
clientela aumentaba y sus ingresos también. Pero ahora la situación no era la
mejor y Sandra, la hija mayor, no estaba satisfecha; siempre exigía más. Quería
vestir a la moda, comprarse un celular de alta gama, y hasta una motocicleta
para ir al colegio.
—¿Por qué están a oscuras? —dijo Martina al entrar a su casa.
—Porque nos cortaron la electricidad,
ma.
—Debieron comprar velas, ¿por qué no lo han hecho?
—Pero no dejaste plata, como siempre —reclamó Sandra.
Martina guardó silencio y buscó la billetera. Tendió su mano y entregó un billete a su
hija.
—Por favor, compra un paquete de velas, mi amor. No sabemos cuándo volverá
la electricidad.
Sandra se levantó como impulsada por un resorte, era un alivio para ella
salir a la calle, se sentía encerrada en casa, sin televisión, sin señal de
internet, sin música. Su nivel de aburrimiento estaba al límite.
—No tardes, por favor —dijo Martina—. Ve a la tienda de la esquina.
Impaciente, Martina miraba a la puerta esperando a que su hija llegara con
el encargo. Ya habían pasado veinte minutos.
—¿Por qué se demora tanto, acaso no se da cuenta de que necesitamos
alumbrarnos?
—¿La vamos a llamar? —preguntó Valeria—, la hija menor.
—No —respondió Martina enfáticamente—. Yo voy por ella, esa chiquilla me va
a escuchar.
Al poco tiempo regresó Martina, muy enojada. Su hija no estaba en la
tienda, y según le dijeron por allá no se había aparecido. Creyó que a
propósito se había ido a otro lugar más distante, solo para tener tiempo de
estar en la calle y conversar con los amigos.
Pasó más de una hora y Sandra no regresaba. Su madre se preocupó. Llamó a
la casa de la mejor amiga de su hija, pero nadie sabía de ella.
Esa noche fue una pesadilla para Martina y sus dos hijas. La madre indagó
hasta el cansancio para saber si ellas compartían algún secreto sobre su
hermana. Las chicas lo negaron rotundamente.
—Pero ¿adónde se fue, con quién está?
—No lo sabemos ma. Ella no nos
dijo nada.
Por la mente de Martina pasaron todo tipo de ideas. Intentaba controlarse,
pero estaba desesperada, imaginó muchas cosas: Su hija se había fugado con
algún hombre, otras veces pensaba que estaría en alguna fiesta clandestina con
una amiga, también se le ocurría que quizá les estaba haciendo una broma a ella
y a sus hermanas…
Al día siguiente, Martina se dirigió hasta la Estación de Policía más
cercana a reportar lo sucedido con su hija, sin embargo, no obtuvo lo que
esperaba. Le dijeron que debía esperar setenta y dos horas para que pudiera
hacer una denuncia por desaparición. Entonces decidió acudir a otras fuentes:
amigos, familiares, conocidos y hasta el colegio donde Sandra estudiaba. Desde
ese momento la búsqueda empezó. La familia imprimió la fotografía de Sandra y
pegaron afiches por todos lados, visitaron hospitales, hoteles y todos los
sitios posibles donde se les ocurría que podía estar la muchacha. Todo fue en
vano. Solo quedaba una última posibilidad, pero Martina se rehusaba ante
ella.
—Debes ir a la morgue —le decía con insistencia su hermana Carolina.
—¡¡No!!, mi hija no está allá.
Al quinto día de la desaparición de su hija, Martina aceptó ir a la morgue,
fue acompañada de varias personas. La encargada de atenderlos revisó los
expedientes e informó que no había ingresado ningún cuerpo de mujer
adolescente. Martina sintió un gran alivio con esta noticia, mientras no hallaran
un cuerpo, siempre existía posibilidad de que su hija apareciera un día
cualquiera en la puerta de su casa. Sin embargo, a pesar de la fe, Sandra no
apareció.
Tres meses después de la desaparición de Sandra, Martina transitaba por el
Parque San Jerónimo, cuando casi tropieza con un habitante de calle que llevaba
en la mano uno de los carteles que se habían publicado con la foto de su hija. Ella se detuvo y le preguntó sin mayores
esperanzas:
—¿Usted ha visto a la muchacha de la foto?
Él la miró fijamente, pero no le respondió. Martina insistió:
—¿La ha visto?
El hombre de aspecto sucio y maloliente le sostuvo la mirada y una
expresión de tristeza se notó en su rostro.
—Ella estuvo allá. —Y señaló con su mano la calle aquella por la que todos
temían pasar.
Se trataba de la llamada calle del Cartucho. Un lugar de terror. Asesinatos,
violaciones, uso de drogas, tráfico de órganos y prostitución, eran algunos de
los dramas humanos que padecían quienes de manera voluntaria o sin quererlo
habían tenido la desdicha de llegar a ese sitio. El
sinnúmero de «ollas» de consumo y distribución de sustancias ilícitas, siendo
el bazuco una de las principales, crearon una economía millonaria para los
jefes de la mafia. Quien llegaba a vivir al Cartucho se convertía
irremediablemente en indigente o moría en el intento por sobrevivir. En las
casas adecuadas como inquilinatos vivían cientos de niños sin padres, ancianos
abandonados, mujeres solas con sus hijos, familias recicladoras, personas sin
hogar, drogadictos, prófugos de la justicia, indigentes, entre otros. La
deshumanización e impunidad del crimen circulaban rampantes en el día a día.
Era un territorio sin Dios y sin ley.
La posibilidad de que su hija hubiera ingresado en aquel sitio jamás había
pasado por su mente, pero con este indicio, habló con el detective asignado
para el caso, sin embargo, no obtuvo mayor respaldo. Realmente el Cartucho era
un territorio vedado. Eran varios agentes los que habían sido asesinados al ingresar
a la zona.
Entonces Martina tomó una decisión. Sabía de los riesgos que esta tendría
para ella, pero no le quedaba otra opción: Ella misma entraría a buscar a su
hija.
Dado que, a sus cuarenta y cinco años, seguía siendo una mujer muy atractiva,
debió hacer un esfuerzo enorme al disfrazarse de indigente. Su intención era indagar lo que más pudiera
sobre el paradero de su hija. Nadie se percató de ella, era una habitante de
calle más, como tantas almas sin esperanza que transitaban por aquel lugar.
Se iba desde muy temprano de su casa, antes de que sus hijas se despertaran.
Dejaba una nota con las instrucciones necesarias para los quehaceres del hogar,
y salía con el anhelo de encontrar a Sandra, la veía en cada esquina, en cada
jovencita que pasaba junto a ella. En más de una ocasión tocó el hombro de
alguna de ellas, llamándola por su nombre. Cuando estas se volteaban, la
ilusión se desvanecía. Ni siquiera se disculpaba, solo continuaba su camino
reprimiendo su llanto para no llamar la atención de nadie.
Armó un toldo con plásticos y cartones, ahí pasaba las horas. Mirando,
escuchando, descubriendo los secretos de aquel sitio. Rápidamente, aprendió la
jerga que se usaba entre los habitantes y empezó a hablar con otras personas.
Fue así como se enteró de quiénes eran los jefes que controlaban los negocios y
el modo de operar de estas organizaciones. Fue descubriendo las trampas que
utilizaban para llevar a muchachas incautas y venderlas como prostitutas a los
proxenetas. Estas eran sometidas a los más inimaginables vejámenes. Siempre
estaban drogadas y encerradas en sus cuartos. Se las ingenió para que la
contrataran como ayudante de aseo de uno de los prostíbulos. Un día, mientras
hacía su trabajo, escuchó una conversación de la administradora del lugar:
—¿Ya está lista la nueva mercancía?
—Sí, patrona.
—Pero que no vaya a pasar como la última colección. Ya sabes que una
manzana podrida daña a las otras.
—No, patrona. Ya aprendieron la lección. Con lo que le hicimos a la pequeña
zorra ya están calmadas.
—Mejor así.
Al día siguiente se ofreció para ayudar a limpiar las habitaciones donde
dormían las muchachas. Lo hacía en silencio para no despertar sospechas y para
evitar que la ansiedad la delatara. Ya habían pasado semanas de su presencia en
aquella zona, y lo que descubría cada día era aterrador. Conoció niñas y niños
apenas surcando la pubertad, drogados y usados como objeto de placer. Parecían zombis deambulando de un lado para otro, desconectados
de la realidad. También supo de los crueles castigos a que eran sometidos
cuando alguien osaba mostrar valentía y resistirse ante cualquier orden.
Los menores de edad eran un botín para los jefes de las pandillas, se manipulaban
sin esfuerzo y con ellos la entrega de los pedidos de droga a domicilio se facilitaba
sobre manera. Pasaban desapercibidos frente a la policía y los clientes pagaban
muy caro por tener relaciones sexuales con menores. Entre más chicos, más
costoso era el servicio.
Martina dejaba a sus hijas lo necesario para la subsistencia, había tenido
que acudir a su exmarido en búsqueda de apoyo, quien, conmovido y atormentado por
la culpa, quiso reivindicarse asumiendo los gastos de su antiguo hogar. Ella era
consciente de que había descuidado su papel como madre, las veía muy poco,
sentía pena por ellas, pero el deseo de encontrar a su hija desaparecida era
superior a sus escrúpulos. Todos los días despertaba con la ilusión de
encontrarla. Fantaseaba con que ella estaba en casa de nuevo, que había entrado
a escondidas y dormía en su habitación.
Su corazón se desgarraba cuando cada mañana antes de salir, la cama seguía
vacía, se encontraba de frente con la foto de su hija, la veía riendo
ampliamente como solía hacerlo cuando estaba feliz, sin embargo, este mismo
desaliento era lo que la impulsaba a meterse de nuevo a la calle del Cartucho.
Un día, al pasar por una de las habitaciones del prostíbulo, oyó a dos
mujeres hablar:
—Yo no quiero estar aquí, quiero ver a mi familia.
—El que entra acá ya no sale más. Tienes que acostumbrarte.
—¡Nooo!, no quiero esta vida.
—¿Te quieres morir también?, ¿no ves lo que le hicieron a esa muchachita
Sandra?, se quiso dar de rebelde y le metieron un pepazo en la frente.
Martina se paralizó, su corazón latía con fuerza, necesitaba saber más,
pero no era posible en ese momento. Si los demás la escuchaban se pondría en
evidencia.
Con sigilo esperó a que las mujeres salieran y las siguió. Cuando lo
consideró prudente, se acercó con disimulo a la chica más joven y le preguntó:
—¿Amiguita, estoy buscando a Sandra, la conoces?
—Aquí hay varias con ese nombre, ¿cómo es ella?
—Muy joven, una chiquilla. No pasa de quince años. Alta y muy delgada.
Bonita la China.
—Hace poco estuvo alguien así.
—¿Sabes dónde está?
—No amiga, ella ya no está aquí.
—¿Qué le pasó?
—Muy rebelde la China. La amarraron
de pies y manos, le pegaron varias veces y nada, no se rendía. No quería
obedecer al jefe, hasta que él se aburrió y la mandó pa’l otro lado.
Martina se sintió morir, pero lo disimuló muy bien.
—Qué pena…, pero bueno, ni modo —dijo Martina, sacando valor desde lo más
profundo de su ser.
Ella ya conocía lo que hacían después con los cuerpos de las personas que
asesinaban en el Cartucho, razón por la cual fue a buscar al día siguiente al inspector
asignado a su caso. Esta vez la respuesta fue positiva, se iniciaron las
acciones necesarias para la exploración en las zonas referenciadas por Martina.
Los hallazgos de las autoridades fueron aterradores, sin embargo, los análisis
de los forenses demostraban que los restos humanos encontrados no eran
característicos de un cuerpo adolescente.
Un día inesperado, Martina recibió una llamada. Era el inspector García de
la Policía. Le indicó que debían encontrarse en medicina legal. Con la
esperanza de que fuera una falsa alarma Martina, acompañada de algunos
familiares se trasladó al sitio. Los llevaron hasta una oficina y les
informaron que meses atrás ingresó un cuerpo sin identificar, el cual no fue
reclamado por nadie. Los análisis forenses posteriores indicaron que los restos
pertenecían a una persona adolescente. Se habían hecho las comparaciones
genéticas necesarias, y los resultados indicaban que se trataba de la menor
Sandra Valencia Rentería, reportada como desaparecida.
Martina recibió la noticia con profundo dolor, pero sin desesperarse. De
alguna manera lo «sabía». El haber estado camuflada en el Cartucho le hizo comprender que, si su
hija había entrado en ese lugar, sus probabilidades de sobrevivir eran casi
nulas. Ella era una muchacha de naturaleza rebelde, no iba a ceder con
facilidad a las pretensiones de sus cautivadores.
Nunca se supo por qué ni cómo Sandra llegó al Cartucho, pero con la
información que su madre compartió con las autoridades, se logró la captura de
los temidos jefes de las bandas criminales.
Un año después, el alcalde ordenó un gran operativo para desalojar aquella
zona e inició un proceso de recuperación social y económica de todos aquellos
que quisieron darse la oportunidad de volver a vivir. Cientos de personas se
reencontraron con familiares que habían sido dados por desaparecidos durante
años, muchos otros fueron llamados para que se realizaran pruebas de ADN y
cotejar con los restos humanos encontrados en las fosas comunes halladas en el Cartucho,
pero muchísimos más se dispersaron a lo largo y ancho de la ciudad,
refugiándose debajo de los puentes, en los parques y hasta en las alcantarillas
de la inmensa Bogotá. Fue tarde para ella y su hija, pero al menos evitó que
decenas de inocentes e indefensas muchachas sufrieran el mismo destino de Sandra.
Lo único que daba paz a Martina era saber que había una tumba donde ella y sus hijas podían visitarla y llevarle flores.
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