viernes, 15 de diciembre de 2023

La calle del Cartucho

Amanda Castillo


La mujer bajó la cortina del local, puso los candados y se dirigió hasta su casa. Iba ensimismada en sus pensamientos. Le preocupan muchas cosas, especialmente su situación económica, los clientes que llegaban a la peluquería cada vez eran menos y la plata que conseguía ya no era suficiente para el sostenimiento de sus tres hijas. Siete años atrás, cuando el esposo abandonó el hogar, se echó la responsabilidad de sacar adelante a su familia. Lo primero que hizo fue inscribirse en una academia de belleza y aprender peluquería, maquillaje y arreglo de uñas. En poco tiempo se volvió experta en el arte de embellecer a las mujeres, tanto así que decidió independizarse y abrir un pequeño salón cerca de casa. Al comienzo todo marchaba de maravilla, la clientela aumentaba y sus ingresos también. Pero ahora la situación no era la mejor y Sandra, la hija mayor, no estaba satisfecha; siempre exigía más. Quería vestir a la moda, comprarse un celular de alta gama, y hasta una motocicleta para ir al colegio.

—¿Por qué están a oscuras? —dijo Martina al entrar a su casa.

—Porque nos cortaron la electricidad, ma.

—Debieron comprar velas, ¿por qué no lo han hecho?

—Pero no dejaste plata, como siempre —reclamó Sandra.

Martina guardó silencio y buscó la billetera. Tendió su mano y entregó un billete a su hija.

—Por favor, compra un paquete de velas, mi amor. No sabemos cuándo volverá la electricidad.

Sandra se levantó como impulsada por un resorte, era un alivio para ella salir a la calle, se sentía encerrada en casa, sin televisión, sin señal de internet, sin música. Su nivel de aburrimiento estaba al límite.

—No tardes, por favor —dijo Martina—. Ve a la tienda de la esquina.

Impaciente, Martina miraba a la puerta esperando a que su hija llegara con el encargo. Ya habían pasado veinte minutos.

—¿Por qué se demora tanto, acaso no se da cuenta de que necesitamos alumbrarnos?

—¿La vamos a llamar? —preguntó Valeria—, la hija menor.

—No —respondió Martina enfáticamente—. Yo voy por ella, esa chiquilla me va a escuchar.

Al poco tiempo regresó Martina, muy enojada. Su hija no estaba en la tienda, y según le dijeron por allá no se había aparecido. Creyó que a propósito se había ido a otro lugar más distante, solo para tener tiempo de estar en la calle y conversar con los amigos.

Pasó más de una hora y Sandra no regresaba. Su madre se preocupó. Llamó a la casa de la mejor amiga de su hija, pero nadie sabía de ella.

Esa noche fue una pesadilla para Martina y sus dos hijas. La madre indagó hasta el cansancio para saber si ellas compartían algún secreto sobre su hermana. Las chicas lo negaron rotundamente.

—Pero ¿adónde se fue, con quién está?

—No lo sabemos ma. Ella no nos dijo nada.

Por la mente de Martina pasaron todo tipo de ideas. Intentaba controlarse, pero estaba desesperada, imaginó muchas cosas: Su hija se había fugado con algún hombre, otras veces pensaba que estaría en alguna fiesta clandestina con una amiga, también se le ocurría que quizá les estaba haciendo una broma a ella y a sus hermanas…

Al día siguiente, Martina se dirigió hasta la Estación de Policía más cercana a reportar lo sucedido con su hija, sin embargo, no obtuvo lo que esperaba. Le dijeron que debía esperar setenta y dos horas para que pudiera hacer una denuncia por desaparición. Entonces decidió acudir a otras fuentes: amigos, familiares, conocidos y hasta el colegio donde Sandra estudiaba. Desde ese momento la búsqueda empezó. La familia imprimió la fotografía de Sandra y pegaron afiches por todos lados, visitaron hospitales, hoteles y todos los sitios posibles donde se les ocurría que podía estar la muchacha. Todo fue en vano. Solo quedaba una última posibilidad, pero Martina se rehusaba ante ella. 

—Debes ir a la morgue —le decía con insistencia su hermana Carolina.

—¡¡No!!, mi hija no está allá.

Al quinto día de la desaparición de su hija, Martina aceptó ir a la morgue, fue acompañada de varias personas. La encargada de atenderlos revisó los expedientes e informó que no había ingresado ningún cuerpo de mujer adolescente. Martina sintió un gran alivio con esta noticia, mientras no hallaran un cuerpo, siempre existía posibilidad de que su hija apareciera un día cualquiera en la puerta de su casa. Sin embargo, a pesar de la fe, Sandra no apareció.

Tres meses después de la desaparición de Sandra, Martina transitaba por el Parque San Jerónimo, cuando casi tropieza con un habitante de calle que llevaba en la mano uno de los carteles que se habían publicado con la foto de su hija.  Ella se detuvo y le preguntó sin mayores esperanzas:

—¿Usted ha visto a la muchacha de la foto?

Él la miró fijamente, pero no le respondió. Martina insistió:

—¿La ha visto?

El hombre de aspecto sucio y maloliente le sostuvo la mirada y una expresión de tristeza se notó en su rostro.

—Ella estuvo allá. —Y señaló con su mano la calle aquella por la que todos temían pasar.

Se trataba de la llamada calle del Cartucho. Un lugar de terror. Asesinatos, violaciones, uso de drogas, tráfico de órganos y prostitución, eran algunos de los dramas humanos que padecían quienes de manera voluntaria o sin quererlo habían tenido la desdicha de llegar a ese sitio. El sinnúmero de «ollas» de consumo y distribución de sustancias ilícitas, siendo el bazuco una de las principales, crearon una economía millonaria para los jefes de la mafia. Quien llegaba a vivir al Cartucho se convertía irremediablemente en indigente o moría en el intento por sobrevivir. En las casas adecuadas como inquilinatos vivían cientos de niños sin padres, ancianos abandonados, mujeres solas con sus hijos, familias recicladoras, personas sin hogar, drogadictos, prófugos de la justicia, indigentes, entre otros. La deshumanización e impunidad del crimen circulaban rampantes en el día a día. Era un territorio sin Dios y sin ley.

La posibilidad de que su hija hubiera ingresado en aquel sitio jamás había pasado por su mente, pero con este indicio, habló con el detective asignado para el caso, sin embargo, no obtuvo mayor respaldo. Realmente el Cartucho era un territorio vedado. Eran varios agentes los que habían sido asesinados al ingresar a la zona.

Entonces Martina tomó una decisión. Sabía de los riesgos que esta tendría para ella, pero no le quedaba otra opción: Ella misma entraría a buscar a su hija.

Dado que, a sus cuarenta y cinco años, seguía siendo una mujer muy atractiva, debió hacer un esfuerzo enorme al disfrazarse de indigente.  Su intención era indagar lo que más pudiera sobre el paradero de su hija. Nadie se percató de ella, era una habitante de calle más, como tantas almas sin esperanza que transitaban por aquel lugar.

Se iba desde muy temprano de su casa, antes de que sus hijas se despertaran. Dejaba una nota con las instrucciones necesarias para los quehaceres del hogar, y salía con el anhelo de encontrar a Sandra, la veía en cada esquina, en cada jovencita que pasaba junto a ella. En más de una ocasión tocó el hombro de alguna de ellas, llamándola por su nombre. Cuando estas se volteaban, la ilusión se desvanecía. Ni siquiera se disculpaba, solo continuaba su camino reprimiendo su llanto para no llamar la atención de nadie.

Armó un toldo con plásticos y cartones, ahí pasaba las horas. Mirando, escuchando, descubriendo los secretos de aquel sitio. Rápidamente, aprendió la jerga que se usaba entre los habitantes y empezó a hablar con otras personas. Fue así como se enteró de quiénes eran los jefes que controlaban los negocios y el modo de operar de estas organizaciones. Fue descubriendo las trampas que utilizaban para llevar a muchachas incautas y venderlas como prostitutas a los proxenetas. Estas eran sometidas a los más inimaginables vejámenes. Siempre estaban drogadas y encerradas en sus cuartos. Se las ingenió para que la contrataran como ayudante de aseo de uno de los prostíbulos. Un día, mientras hacía su trabajo, escuchó una conversación de la administradora del lugar:

—¿Ya está lista la nueva mercancía?

—Sí, patrona.

—Pero que no vaya a pasar como la última colección. Ya sabes que una manzana podrida daña a las otras.

—No, patrona. Ya aprendieron la lección. Con lo que le hicimos a la pequeña zorra ya están calmadas.

—Mejor así.

Al día siguiente se ofreció para ayudar a limpiar las habitaciones donde dormían las muchachas. Lo hacía en silencio para no despertar sospechas y para evitar que la ansiedad la delatara. Ya habían pasado semanas de su presencia en aquella zona, y lo que descubría cada día era aterrador. Conoció niñas y niños apenas surcando la pubertad, drogados y usados como objeto de placer. Parecían zombis deambulando de un lado para otro, desconectados de la realidad. También supo de los crueles castigos a que eran sometidos cuando alguien osaba mostrar valentía y resistirse ante cualquier orden.

Los menores de edad eran un botín para los jefes de las pandillas, se manipulaban sin esfuerzo y con ellos la entrega de los pedidos de droga a domicilio se facilitaba sobre manera. Pasaban desapercibidos frente a la policía y los clientes pagaban muy caro por tener relaciones sexuales con menores. Entre más chicos, más costoso era el servicio.

Martina dejaba a sus hijas lo necesario para la subsistencia, había tenido que acudir a su exmarido en búsqueda de apoyo, quien, conmovido y atormentado por la culpa, quiso reivindicarse asumiendo los gastos de su antiguo hogar. Ella era consciente de que había descuidado su papel como madre, las veía muy poco, sentía pena por ellas, pero el deseo de encontrar a su hija desaparecida era superior a sus escrúpulos. Todos los días despertaba con la ilusión de encontrarla. Fantaseaba con que ella estaba en casa de nuevo, que había entrado a escondidas y dormía en su habitación.  Su corazón se desgarraba cuando cada mañana antes de salir, la cama seguía vacía, se encontraba de frente con la foto de su hija, la veía riendo ampliamente como solía hacerlo cuando estaba feliz, sin embargo, este mismo desaliento era lo que la impulsaba a meterse de nuevo a la calle del Cartucho.

Un día, al pasar por una de las habitaciones del prostíbulo, oyó a dos mujeres hablar:

—Yo no quiero estar aquí, quiero ver a mi familia.

—El que entra acá ya no sale más. Tienes que acostumbrarte.

—¡Nooo!, no quiero esta vida.

—¿Te quieres morir también?, ¿no ves lo que le hicieron a esa muchachita Sandra?, se quiso dar de rebelde y le metieron un pepazo en la frente.  

Martina se paralizó, su corazón latía con fuerza, necesitaba saber más, pero no era posible en ese momento. Si los demás la escuchaban se pondría en evidencia.

Con sigilo esperó a que las mujeres salieran y las siguió. Cuando lo consideró prudente, se acercó con disimulo a la chica más joven y le preguntó:

—¿Amiguita, estoy buscando a Sandra, la conoces?

—Aquí hay varias con ese nombre, ¿cómo es ella?

—Muy joven, una chiquilla. No pasa de quince años. Alta y muy delgada. Bonita la China.

Hace poco estuvo alguien así.

—¿Sabes dónde está?

—No amiga, ella ya no está aquí.

—¿Qué le pasó?

—Muy rebelde la China. La amarraron de pies y manos, le pegaron varias veces y nada, no se rendía. No quería obedecer al jefe, hasta que él se aburrió y la mandó pa’l otro lado.

Martina se sintió morir, pero lo disimuló muy bien.

—Qué pena…, pero bueno, ni modo —dijo Martina, sacando valor desde lo más profundo de su ser.

Ella ya conocía lo que hacían después con los cuerpos de las personas que asesinaban en el Cartucho, razón por la cual fue a buscar al día siguiente al inspector asignado a su caso. Esta vez la respuesta fue positiva, se iniciaron las acciones necesarias para la exploración en las zonas referenciadas por Martina. Los hallazgos de las autoridades fueron aterradores, sin embargo, los análisis de los forenses demostraban que los restos humanos encontrados no eran característicos de un cuerpo adolescente.

Un día inesperado, Martina recibió una llamada. Era el inspector García de la Policía. Le indicó que debían encontrarse en medicina legal. Con la esperanza de que fuera una falsa alarma Martina, acompañada de algunos familiares se trasladó al sitio. Los llevaron hasta una oficina y les informaron que meses atrás ingresó un cuerpo sin identificar, el cual no fue reclamado por nadie. Los análisis forenses posteriores indicaron que los restos pertenecían a una persona adolescente. Se habían hecho las comparaciones genéticas necesarias, y los resultados indicaban que se trataba de la menor Sandra Valencia Rentería, reportada como desaparecida.

Martina recibió la noticia con profundo dolor, pero sin desesperarse. De alguna manera lo «sabía». El haber estado camuflada en el Cartucho le hizo comprender que, si su hija había entrado en ese lugar, sus probabilidades de sobrevivir eran casi nulas. Ella era una muchacha de naturaleza rebelde, no iba a ceder con facilidad a las pretensiones de sus cautivadores.

Nunca se supo por qué ni cómo Sandra llegó al Cartucho, pero con la información que su madre compartió con las autoridades, se logró la captura de los temidos jefes de las bandas criminales.

Un año después, el alcalde ordenó un gran operativo para desalojar aquella zona e inició un proceso de recuperación social y económica de todos aquellos que quisieron darse la oportunidad de volver a vivir. Cientos de personas se reencontraron con familiares que habían sido dados por desaparecidos durante años, muchos otros fueron llamados para que se realizaran pruebas de ADN y cotejar con los restos humanos encontrados en las fosas comunes halladas en el Cartucho, pero muchísimos más se dispersaron a lo largo y ancho de la ciudad, refugiándose debajo de los puentes, en los parques y hasta en las alcantarillas de la inmensa Bogotá. Fue tarde para ella y su hija, pero al menos evitó que decenas de inocentes e indefensas muchachas sufrieran el mismo destino de Sandra.

Lo único que daba paz a Martina era saber que había una tumba donde ella y sus hijas podían visitarla y llevarle flores.

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