Ruth Rosales
Están por dictaminar si soy culpable o no de haberte
arrojado aceite hirviendo y derretirte la cara. No hay misterio, ambos sabemos
que lo hice. Pero de lo que estás por enterarte, es que ahora el mundo entero
sabrá cómo usabas tu rostro para encerrarnos a todas en una vitrina y vendernos
al mejor postor.
No hay necesidad de molestarse. Es lo que es. Sucede que un
día entró a mi celda una mujer que se identificó como tu madre. Es curioso,
jamás se me ocurrió pensar que podrías tener una. Esta mujer me dijo que había
sido ella la culpable de mi orfandad. Me había visto hace dieciocho años en el
mercado junto a mis padres que me estaban comprando un vestido para mi primera
comunión. Ella los atendió y se sorprendió por mi belleza. Güerita, ojos color
miel, cabello rizado, piel blanca y dos hoyuelos que se marcaban en mis
mejillas al sonreír. La imagen perfecta de una criolla aspiracional en un
pueblo lleno de indios. Se sintió celosa y quiso apoderarse de mí.
Aprovechó que mi madre le preguntó por un par de zapatos que
combinaran con el vestido y entró a la trastienda para buscarlos. Entonces te
llamó y te rogó que la ayudaras. ¿Recuerdas, corazón, lo que te pidió? Sí. Me
dijo que te había parecido monstruoso, aun así aceptaste y le dijiste que lo
harías.
Seguiste a mis padres durante meses. Te aprendiste sus
rutinas de memoria. Fuiste creando posibles escenarios de cambios inesperados
para tener prevista cualquier ruta de escape. Se convirtieron en tu proyecto
principal. Bien valía la pena el botín. Nunca habías tenido un producto que te
garantizara entrar al primer mundo.
La noche en que habías planeado arrebatarme de sus brazos
sucedió algo que no previste. Mi padre le organizó una fiesta sorpresa a mi
madre para festejar sus diez años de casados. La casa se llenó de invitados.
Sería muy difícil que pudieras entrar sin que algún par de ojos no hubiese
reparado en ti. Pero el don de la improvisación siempre ha sido tu mejor carta.
¿De dónde sacaste aquel cerdito tiernamente vestido como obsequio para la
pareja de enamorados? Tú solo eras el repartidor y nadie reparó en ti. La
algarabía provocada por el animal corriendo por todas partes fue la perfecta
distracción para entrar a mi habitación y llevarme contigo.
Me encontraste durmiendo abrazada a mis monos de peluche.
Viste mi cuerpo acurrucado y los rayos de la luna iluminando mi rostro
chapeteado. Yo solo tenía ocho años, pero tu cuerpo reaccionó abultando tu
pantalón al grado de escupir obscenidades. La humedad te despertó del embrujo y
huiste por la ventana. Esa noche se quedó en mi memoria porque me despertó el
alboroto de la corretiza organizada por los adultos al querer capturar al cerdo
y ganar las apuestas que se habían empezado a formular. Recuerdo haber ido a
cerrar la ventana y ver esa pulserita con un cupido colgando que perdiste en la
huida. La tomé y me la puse. Ahí fue cuando me enamoré de ti.
Cuando tu madre me contó ese incidente sentí pena por ella.
Quiso avergonzarte ante mis ojos y lo único que hizo fue confirmar lo que mi
corazón siempre ha sabido. Eras una marioneta movida por las ambiciones de un
grupo de personas sin alma. Pero eso no te justifica ni exime de tus actos.
Eres tan repugnante como todos ellos.
Al día siguiente regresaste a terminar el trabajo, estabas
tan molesto por tu actitud de la noche anterior que no viste el camión del gas
descargando el cilindro que cayó sobre la camioneta de mis padres al momento de
tratar de esquivar la motocicleta que te transportaba. Yo solo recuerdo estar
en la puerta de mi casa y ver un chorro de agua, que ahora entiendo era aceite,
correr por el pavimento; un destello de luz y después nada.
Desperté un poco mareada en una cama rodeada de cortinas de
gasa. Una brisa apenas perceptible enmarañaba mi pelo y el aroma de tortillas
de maíz recién hechas despertaron a mis tripas. La puerta estaba abierta y salí
siguiendo el olor de la comida. Estaba en una especie de cabaña. Las ventanas
dibujaban árboles de diferentes tamaños y los pájaros carpinteros orquestaban
el ambiente dándole actividad a la mañana. Llegué a lo que se veía era la
cocina. En la mesa estaban ya servidos unos huevos rancheros, tortillas y un
vaso con leche. Volteé a todos lados buscando algún adulto, pero no vi a nadie.
Nunca vi a nadie y siempre era igual. Amanecer, desayunar, salir al bosque,
regresar, comer, entretenerme con los peluches y juegos de mesa, cenar, dormir.
No recuerdo cuántas noches pasaron antes de tu primera
visita. No tenía noción del tiempo. Fue el día en que me vino por primera vez
mi menstruación. Pensé que me había cortado cuando bajaba aquel ciprés que
había trepado, pero tú me lo explicaste tiempo después, una vez que te ganaste
mi confianza con tus historias de hadas y duendes.
Llevaba años sin ver a nadie. Para mí había sido cómodo
quedarme en el lugar en donde siempre había comida aunque no supiera cómo
llegaba. Me convencí de que eran los ángeles los que me cuidaban. Recordaba las
clases de catecismo en donde hablaban de ellos y nos decían que confiáramos y
nos entregáramos a su voluntad. Así lo hice. Confié y me entregué a su
voluntad. Por eso cuando entraste por la puerta todo vestido de blanco con tu
pelo largo cayendo en tus hombros supe que, por fin, el Señor había llegado.
Confieso que me asusté al principio, sobre todo porque me
sorprendiste lavando las sábanas que había manchado de sangre. Estaba
confundida, no sabía por qué de mi cuerpo salía ese líquido viscoso,
escandaloso, molesto y silencioso. Llegó sin que yo lo sintiera, al menos así
fue la primera vez. Ya después el dolor en el vientre vaticinaba su llegada.
Te sentaste en la mesa a observarme. En silencio, como
siempre. Ese día había dos platos servidos en la mesa, me señalaste con la
mirada el asiento vacío y me senté. Desayunamos por primera vez juntos y mi
rostro sintió la calidez de tu mano cuando tocaste mi mejilla para limpiarme
los restos de jabón producto de mi batalla contra la sábana manchada. Al
terminar te levantaste y te fuiste. La misma escena se repitió durante los
siguientes tres ciclos de mi menstruación. El tiempo ahora cobraba sentido. Existía
ya una forma de medirlo y un motivo para detenerlo. Empecé a desear la llegada
de las mañanas. Tu presencia me estaba siendo necesaria.
Los mareos matutinos nunca se terminaron, al contrario. La
emoción que me embriagaba ante la espera del siguiente amanecer, hacía que
quisiera permanecer despierta, pero siempre había algo en el ambiente que me
forzaba a dormir. Entre más me resistía, más atolondrada me despertaba al día
siguiente. Esta fue la primera confesión de tu madre. Se sintió tan orgullosa
de soltarme en la cara que todas las noches ponía una mezcla de pasiflora,
valeriana, melisa y lúpulo en mis alimentos. Por eso nunca me di cuenta cuando
ella y las otras mujeres entraban a la cabaña por las noches a preparar mis
tres comidas y hacer la limpieza del lugar. Vaya proyecto que tenían. Tanto
esmero invertido en su pequeño billetito de lotería.
Fueron muchos años los que pasé sumergida en una especie de
realidad drogada por el elixir de una ilusión. Después de tus primeros meses
silenciosos, llegaron aquellos en donde me contabas historias de mujeres que
siempre eran salvadas por príncipes encantadores cuya descripción encajaba en
tu imagen. ¿Dónde aprendías todos esos cuentos? Me parecía imposible pensar que
alguna vez hubieras tomado un libro entre tus manos. Eso también me lo aclaró
tu madre.
Desde chico disfrutabas colarte en el cine antiguo en donde
tu abuelo era el cácaro. Casablanca y
Lo que el viento se llevó, fueron
parte de la inspiración de tus historias. Aunque en tu mente retorcida, los
finales siempre eran felices. Querías tatuar en mis carnes la absurda idea de
que es necesario un hombre para lograr la plenitud. Hacías énfasis en los
besos, las caricias, la respiración entrecortada, los gemidos. Ese era el
romance para ti. Poco a poco fuiste subiendo el tono y los pechos, nalgas, penes
y vaginas, empezaron a hacerse presentes.
Así pasé de mi niñez a la pubertad. El tiempo corría y te
deseaba cada vez más. Quería sentir eso que me contabas. Deseaba que me
hicieras parte de tus historias. Soñaba que fueras tú quien me penetrara. Pero
lo único que obtuve de ti en esos días fueron tus dulces palabras y caricias
nerviosas, siempre respetando mi espacio e ignorando mis insinuaciones.
Acababa de pasar mi menstruación número doce cuando llegaste
con un pastel en la mano. Me dijiste que celebraríamos mi cumpleaños. ¡Vaya!
¿Tenía cumpleaños? Había olvidado que algún día hubiese nacido. «Hoy es un día
especial» susurraste despacito. Llenaste mis oídos de palabras suaves y
acariciaste mi cara con una mezcla de ternura y culpabilidad como nunca más
volvería a suceder. Vendaste mis ojos y me pediste que esperara sentadita.
Calladita.
Oí que te alejabas para abrir la puerta. Escuché unos pasos
acercarse a donde estaba sentada. Mi corazón empezó a latir con rapidez. ¿Quién
era? Me puse nerviosa. Estaba a punto de gritar cuando tu voz salió de tu
garganta y me dijiste: «Soy yo». Luego sentí tus manos acariciar mis piernas.
Yo llevaba ese día un vestido rojo cortito que apareció en mi armario esa
mañana. Me había parecido tan hermoso. La tela rozaba mi piel conforme tus
dedos iban explorando mi entrepierna hasta llegar a mi vagina. Me estremecí y
junté por instinto mis rodillas. Sentí tu respiración entrecortada al lado de
mi oído izquierdo. «Relájate», dijiste, mientras una palma rugosa subió por mi
vientre y se instaló en mi pecho levemente abultado.
Mis manos quisieron tocar tu rostro, pero las tuyas fueron
más ágiles y las amarraron detrás del respaldo de la silla. Subiste mi vestido
y me arrancaste las bragas de un tirón. «Despacio» te oí decir al tiempo en que
tus manos abrían mis piernas y tu cara se metía entre ellas para chuparme.
¿Cuál era esa extraña sensación que recorría mi cuerpo? Sentía calor, mi
corazón latía con una intensidad que parecía fuera a crecer al grado de llegar
a mi garganta y ahogarme. Tu lengua jugaba desesperada con mis labios oscuros,
ocultos por un bosque de vellos delgados y rizados. Me faltaba la respiración,
la humedad me estaba consumiendo, veía tu cara en mi imaginación y todas las
fantasías creadas en mi mente, producto de la mezcla de películas clásicas y
videos pornográficos que me contabas, hicieron que moviera mis caderas de una
forma nueva y desconocida para mí.
«Confía» salió de tus labios y entonces el dolor más grande
que jamás había sentido se apoderó de mi cuerpo en el momento en que algo se
introdujo en mi vagina. «¡¿Qué es esto?! ¡No! ¡No! ¡No quiero!» pensé, grité
hacia dentro, porque en ese momento tus labios tocaron los míos y nuestras
lenguas se entrelazaron en una mezcla de salivas nerviosas, confundidas y
enloquecidas. Quise morderte, pero lo único que pude hacer fue chuparte para
ahogar la desesperación de saberme desmembrada.
Lloré. Sí, lloré. Siempre lloraba. Eso es algo que a ellos
les excitaba. Llegué a ser famosa por ello. Porque mis lágrimas se
entremezclaban entre mis gemidos y el recuerdo del momento en que me quitaste
la venda y vi ese rostro desconocido frente a mí, desfigurado por el placer del
orgasmo, mientras que tú lo levantabas de la ridícula postura de jinete
primerizo que se agarra de donde puede para no caerse del caballo en pleno
galope. Mis caderas seguían agitándose. Mi mente estaba disociada. ¿Cómo es que
había tres personas en esta historia de amor? ¿Por qué estabas tú vestido y el
otro hombre desnudo? Y yo, ¿por qué seguía moviéndome?
Tu madre me presumió esa primera transacción. Niña virgen de
trece años, fresca, jamás tocada, himen intacto, sumisa, dispuesta a jugar y
cumplir fantasías. Veinte mil dólares. Grabación incluida. El cliente quedó
satisfecho. De nada. Supongo.
Esa noche me bañé hasta que me arranqué el último deseo de
mis poros. Me metí a la cama, pero no podía cerrar los ojos, porque al hacerlo
volvía a sentir todo aquello y luego veía el rostro del cerdo que mis padres
correteaban alegremente el día de su aniversario. Cuando por fin lograba
encontrar el sueño, te metiste en mi cama. «Soy yo», me dijiste, «ahora sí soy
yo» y me abrazaste y yo lloré desconsolada como una bebé, como esa niña que
nunca pudo llorar la muerte de sus padres. Y tú estuviste ahí, consolándome,
abrazándome, amándome. O al menos, esa fue la historia que me conté.
A partir de esa noche nunca más volví a dormir sola. Siempre
regresabas a serenarme. Los hombres desfilaban por la cabaña para arrancarme
mis lágrimas, las mismas que tú limpiabas con tus besos y promesas de un «y
vivieron felices para siempre».
Tu madre estaba sorprendida, ¿cómo habías logrado que yo
siguiera siendo una pieza inocente y a la vez apetecible para los clientes?
Decidió repetir la fórmula, y la cabaña dejó de ser nuestra para convertirse en
un orfanato lleno de hadas, elfas y princesas. A todas les ponías apodos, me
decías que ellas solo eran figurines de la puesta en escena que noche tras
noche presentabas para los hombres que venían mientras que yo era la estrella,
la protagonista de esta comedia, cuyo final siempre prometía ser tu cuerpo
limpiando las manos y bocas de los otros. Al final terminábamos siendo siempre
tú y yo, los demás no existían en mi mundo de fantasía.
Pasó el tiempo y yo dejé de ser una niña. Empezaste a darme
nuevas tareas conforme el negocio crecía. Me tocaba ser ese duende doméstico
que hacía el desayuno por las noches para las nuevas inquilinas. Ya no era una
cabaña, ahora era un prestigioso establecimiento con fachada de organismo no
gubernamental de asistencia para jovencitas sin padres. Tú te convertiste en
este hombre influyente de buen corazón, que todo el país ve como un santo.
Incluso yo, que sabía lo que pasaba dentro de esas paredes, me llegué a creer
el cuento. Siempre creyéndote. Eras mi mundo, mi cielo, mi todo.
Hay cosas que por supuesto no sabía. Tu madre se encargó de
decírmelas. Creyó que al hacerlo me lastimaría. ¡Qué equivocada estaba! Llevo
años entrenándome para no sentir. La única voz que podía modificarme era la
tuya. El negocio era mucho más grande. Nos tenías a todas grabadas. Distribuías
los encuentros a todo aquel que pagara una jugosa membresía. El menú incluía:
niñas vírgenes (pregunte por la edad mínima, somos flexibles), adolescentes de
cuerpo maleable y resistentes al dolor, domadoras de fieras y cachorros (usted
elige su rol), diosas del olimpo (mujeres hermosas fuera de este mundo, quietas
y sumisas o fieras guerreras que te llevarán al espacio). Nada me sorprendió,
solo el hecho de que me dijera que pasabas varias temporadas viajando para atender
a tus otras mujeres cruzando el océano. ¿Cómo le hacías, si todas las noches
dormías a mi lado?
La duda me la habían sembrado antes de que tu madre se
apareciera en mi celda. Fueron esas tres pequeñitas rusas que llegaron el
invierno pasado. Yo me dediqué a cuidarlas y a enseñarles español. Entre su
idioma y el mío llegué a entender que tú estuviste con ellas semanas antes en
una cabaña en medio del bosque en su país. Si eso era verdad, ¿quién había
estado en mi cama durmiendo durante todo este tiempo?
La noche en que te eché el aceite encima, fue una después de
preguntarte sobre alguna de tus películas antiguas favoritas. No supiste
responder, te limitaste a susurrarme en el oído como todas las noches: «Ahora
sí soy yo» y empezaste acariciarme. Mi nariz reconocía tu perfume, pero mi
cuerpo encendió la señal de alerta al identificar extranjeras tus manos.
Entonces lo supe. No eras tú. Quise vengarme del hombre que usurpaba tu lugar,
así que al día siguiente calenté dos litros de aceite y los subí a la habitación
después de trabajar. Cuando entraste a mi cama y me abrazaste arrimándome a ti,
saqué el recipiente que tenía oculto debajo de la cama y te lo vacié en la
cara.
¿Cómo iba a saber que esa noche serías tú quien durmiera a
mi lado? Me sentí un ser malvado por haber quemado tu piel y caí en un remolino
de culpabilidad. Tu hermoso rostro desecho. El joven influyente, alma
caritativa, ángel salvador al borde de la muerte por culpa de una de las niñas
rescatadas. ¡Qué ingrata! ¡A la hoguera por su crimen! Demandarme fue tarea
fácil. ¡Que pague la pecadora por los errores de los justos!
Tu madre me dijo que el servicio más sui géneris del
catálogo era yo. Hacer el amor con una mujer hermosa que te hace sentir
deseado. «Experimenta el placer de saberte amado por una diosa y dormir a su
lado sin reclamos absurdos».
Para todo hay un mercado y mientras haya demanda supongo que
hombres como tú y mujeres como tu madre existirán.
Una mujer siempre guarda secretos, el mío era que me
encantaba grabarte. Te admiraba tanto, te deseaba tanto, que cuando pensaste
que habías perdido tu teléfono viejo, yo lo había tomado para usar tu cámara y
grabadora. Me gustaba registrar tu voz, tus gestos, tus pasos. Tenía todo ahí
en ese aparato, para tenerte siempre junto a mí, eso me hacía sentir segura.
Ahí quedó registrado todo y se veía que solo eras tú la
mente maestra, el único orquestando esta gran maquinaria. Lo último que me
quedaba por saber, era que mis padres habían quedado vivos después del choque.
Pudiste salvarlos, pero prendiste un encendedor para provocar la explosión y
poderme llevar contigo. Fue la estocada final de tu madre, lo que necesitaba
para que yo le dijera dónde estaba ese teléfono y poderte culpar de todo. Ella
continuará siendo ese ente etéreo y el negocio seguirá funcionando. Sin ti, sin
mí. Por toda la eternidad.
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