viernes, 8 de diciembre de 2023

Psique

Ruth Rosales


Están por dictaminar si soy culpable o no de haberte arrojado aceite hirviendo y derretirte la cara. No hay misterio, ambos sabemos que lo hice. Pero de lo que estás por enterarte, es que ahora el mundo entero sabrá cómo usabas tu rostro para encerrarnos a todas en una vitrina y vendernos al mejor postor.

No hay necesidad de molestarse. Es lo que es. Sucede que un día entró a mi celda una mujer que se identificó como tu madre. Es curioso, jamás se me ocurrió pensar que podrías tener una. Esta mujer me dijo que había sido ella la culpable de mi orfandad. Me había visto hace dieciocho años en el mercado junto a mis padres que me estaban comprando un vestido para mi primera comunión. Ella los atendió y se sorprendió por mi belleza. Güerita, ojos color miel, cabello rizado, piel blanca y dos hoyuelos que se marcaban en mis mejillas al sonreír. La imagen perfecta de una criolla aspiracional en un pueblo lleno de indios. Se sintió celosa y quiso apoderarse de mí.

Aprovechó que mi madre le preguntó por un par de zapatos que combinaran con el vestido y entró a la trastienda para buscarlos. Entonces te llamó y te rogó que la ayudaras. ¿Recuerdas, corazón, lo que te pidió? Sí. Me dijo que te había parecido monstruoso, aun así aceptaste y le dijiste que lo harías.

Seguiste a mis padres durante meses. Te aprendiste sus rutinas de memoria. Fuiste creando posibles escenarios de cambios inesperados para tener prevista cualquier ruta de escape. Se convirtieron en tu proyecto principal. Bien valía la pena el botín. Nunca habías tenido un producto que te garantizara entrar al primer mundo.

La noche en que habías planeado arrebatarme de sus brazos sucedió algo que no previste. Mi padre le organizó una fiesta sorpresa a mi madre para festejar sus diez años de casados. La casa se llenó de invitados. Sería muy difícil que pudieras entrar sin que algún par de ojos no hubiese reparado en ti. Pero el don de la improvisación siempre ha sido tu mejor carta. ¿De dónde sacaste aquel cerdito tiernamente vestido como obsequio para la pareja de enamorados? Tú solo eras el repartidor y nadie reparó en ti. La algarabía provocada por el animal corriendo por todas partes fue la perfecta distracción para entrar a mi habitación y llevarme contigo.

Me encontraste durmiendo abrazada a mis monos de peluche. Viste mi cuerpo acurrucado y los rayos de la luna iluminando mi rostro chapeteado. Yo solo tenía ocho años, pero tu cuerpo reaccionó abultando tu pantalón al grado de escupir obscenidades. La humedad te despertó del embrujo y huiste por la ventana. Esa noche se quedó en mi memoria porque me despertó el alboroto de la corretiza organizada por los adultos al querer capturar al cerdo y ganar las apuestas que se habían empezado a formular. Recuerdo haber ido a cerrar la ventana y ver esa pulserita con un cupido colgando que perdiste en la huida. La tomé y me la puse. Ahí fue cuando me enamoré de ti.

Cuando tu madre me contó ese incidente sentí pena por ella. Quiso avergonzarte ante mis ojos y lo único que hizo fue confirmar lo que mi corazón siempre ha sabido. Eras una marioneta movida por las ambiciones de un grupo de personas sin alma. Pero eso no te justifica ni exime de tus actos. Eres tan repugnante como todos ellos.

Al día siguiente regresaste a terminar el trabajo, estabas tan molesto por tu actitud de la noche anterior que no viste el camión del gas descargando el cilindro que cayó sobre la camioneta de mis padres al momento de tratar de esquivar la motocicleta que te transportaba. Yo solo recuerdo estar en la puerta de mi casa y ver un chorro de agua, que ahora entiendo era aceite, correr por el pavimento; un destello de luz y después nada.

Desperté un poco mareada en una cama rodeada de cortinas de gasa. Una brisa apenas perceptible enmarañaba mi pelo y el aroma de tortillas de maíz recién hechas despertaron a mis tripas. La puerta estaba abierta y salí siguiendo el olor de la comida. Estaba en una especie de cabaña. Las ventanas dibujaban árboles de diferentes tamaños y los pájaros carpinteros orquestaban el ambiente dándole actividad a la mañana. Llegué a lo que se veía era la cocina. En la mesa estaban ya servidos unos huevos rancheros, tortillas y un vaso con leche. Volteé a todos lados buscando algún adulto, pero no vi a nadie. Nunca vi a nadie y siempre era igual. Amanecer, desayunar, salir al bosque, regresar, comer, entretenerme con los peluches y juegos de mesa, cenar, dormir.

No recuerdo cuántas noches pasaron antes de tu primera visita. No tenía noción del tiempo. Fue el día en que me vino por primera vez mi menstruación. Pensé que me había cortado cuando bajaba aquel ciprés que había trepado, pero tú me lo explicaste tiempo después, una vez que te ganaste mi confianza con tus historias de hadas y duendes.

Llevaba años sin ver a nadie. Para mí había sido cómodo quedarme en el lugar en donde siempre había comida aunque no supiera cómo llegaba. Me convencí de que eran los ángeles los que me cuidaban. Recordaba las clases de catecismo en donde hablaban de ellos y nos decían que confiáramos y nos entregáramos a su voluntad. Así lo hice. Confié y me entregué a su voluntad. Por eso cuando entraste por la puerta todo vestido de blanco con tu pelo largo cayendo en tus hombros supe que, por fin, el Señor había llegado.

Confieso que me asusté al principio, sobre todo porque me sorprendiste lavando las sábanas que había manchado de sangre. Estaba confundida, no sabía por qué de mi cuerpo salía ese líquido viscoso, escandaloso, molesto y silencioso. Llegó sin que yo lo sintiera, al menos así fue la primera vez. Ya después el dolor en el vientre vaticinaba su llegada.

Te sentaste en la mesa a observarme. En silencio, como siempre. Ese día había dos platos servidos en la mesa, me señalaste con la mirada el asiento vacío y me senté. Desayunamos por primera vez juntos y mi rostro sintió la calidez de tu mano cuando tocaste mi mejilla para limpiarme los restos de jabón producto de mi batalla contra la sábana manchada. Al terminar te levantaste y te fuiste. La misma escena se repitió durante los siguientes tres ciclos de mi menstruación. El tiempo ahora cobraba sentido. Existía ya una forma de medirlo y un motivo para detenerlo. Empecé a desear la llegada de las mañanas. Tu presencia me estaba siendo necesaria.

Los mareos matutinos nunca se terminaron, al contrario. La emoción que me embriagaba ante la espera del siguiente amanecer, hacía que quisiera permanecer despierta, pero siempre había algo en el ambiente que me forzaba a dormir. Entre más me resistía, más atolondrada me despertaba al día siguiente. Esta fue la primera confesión de tu madre. Se sintió tan orgullosa de soltarme en la cara que todas las noches ponía una mezcla de pasiflora, valeriana, melisa y lúpulo en mis alimentos. Por eso nunca me di cuenta cuando ella y las otras mujeres entraban a la cabaña por las noches a preparar mis tres comidas y hacer la limpieza del lugar. Vaya proyecto que tenían. Tanto esmero invertido en su pequeño billetito de lotería.

Fueron muchos años los que pasé sumergida en una especie de realidad drogada por el elixir de una ilusión. Después de tus primeros meses silenciosos, llegaron aquellos en donde me contabas historias de mujeres que siempre eran salvadas por príncipes encantadores cuya descripción encajaba en tu imagen. ¿Dónde aprendías todos esos cuentos? Me parecía imposible pensar que alguna vez hubieras tomado un libro entre tus manos. Eso también me lo aclaró tu madre.

Desde chico disfrutabas colarte en el cine antiguo en donde tu abuelo era el cácaro. Casablanca y Lo que el viento se llevó, fueron parte de la inspiración de tus historias. Aunque en tu mente retorcida, los finales siempre eran felices. Querías tatuar en mis carnes la absurda idea de que es necesario un hombre para lograr la plenitud. Hacías énfasis en los besos, las caricias, la respiración entrecortada, los gemidos. Ese era el romance para ti. Poco a poco fuiste subiendo el tono y los pechos, nalgas, penes y vaginas, empezaron a hacerse presentes.

Así pasé de mi niñez a la pubertad. El tiempo corría y te deseaba cada vez más. Quería sentir eso que me contabas. Deseaba que me hicieras parte de tus historias. Soñaba que fueras tú quien me penetrara. Pero lo único que obtuve de ti en esos días fueron tus dulces palabras y caricias nerviosas, siempre respetando mi espacio e ignorando mis insinuaciones.

Acababa de pasar mi menstruación número doce cuando llegaste con un pastel en la mano. Me dijiste que celebraríamos mi cumpleaños. ¡Vaya! ¿Tenía cumpleaños? Había olvidado que algún día hubiese nacido. «Hoy es un día especial» susurraste despacito. Llenaste mis oídos de palabras suaves y acariciaste mi cara con una mezcla de ternura y culpabilidad como nunca más volvería a suceder. Vendaste mis ojos y me pediste que esperara sentadita. Calladita.

Oí que te alejabas para abrir la puerta. Escuché unos pasos acercarse a donde estaba sentada. Mi corazón empezó a latir con rapidez. ¿Quién era? Me puse nerviosa. Estaba a punto de gritar cuando tu voz salió de tu garganta y me dijiste: «Soy yo». Luego sentí tus manos acariciar mis piernas. Yo llevaba ese día un vestido rojo cortito que apareció en mi armario esa mañana. Me había parecido tan hermoso. La tela rozaba mi piel conforme tus dedos iban explorando mi entrepierna hasta llegar a mi vagina. Me estremecí y junté por instinto mis rodillas. Sentí tu respiración entrecortada al lado de mi oído izquierdo. «Relájate», dijiste, mientras una palma rugosa subió por mi vientre y se instaló en mi pecho levemente abultado.

Mis manos quisieron tocar tu rostro, pero las tuyas fueron más ágiles y las amarraron detrás del respaldo de la silla. Subiste mi vestido y me arrancaste las bragas de un tirón. «Despacio» te oí decir al tiempo en que tus manos abrían mis piernas y tu cara se metía entre ellas para chuparme. ¿Cuál era esa extraña sensación que recorría mi cuerpo? Sentía calor, mi corazón latía con una intensidad que parecía fuera a crecer al grado de llegar a mi garganta y ahogarme. Tu lengua jugaba desesperada con mis labios oscuros, ocultos por un bosque de vellos delgados y rizados. Me faltaba la respiración, la humedad me estaba consumiendo, veía tu cara en mi imaginación y todas las fantasías creadas en mi mente, producto de la mezcla de películas clásicas y videos pornográficos que me contabas, hicieron que moviera mis caderas de una forma nueva y desconocida para mí.

«Confía» salió de tus labios y entonces el dolor más grande que jamás había sentido se apoderó de mi cuerpo en el momento en que algo se introdujo en mi vagina. «¡¿Qué es esto?! ¡No! ¡No! ¡No quiero!» pensé, grité hacia dentro, porque en ese momento tus labios tocaron los míos y nuestras lenguas se entrelazaron en una mezcla de salivas nerviosas, confundidas y enloquecidas. Quise morderte, pero lo único que pude hacer fue chuparte para ahogar la desesperación de saberme desmembrada.

Lloré. Sí, lloré. Siempre lloraba. Eso es algo que a ellos les excitaba. Llegué a ser famosa por ello. Porque mis lágrimas se entremezclaban entre mis gemidos y el recuerdo del momento en que me quitaste la venda y vi ese rostro desconocido frente a mí, desfigurado por el placer del orgasmo, mientras que tú lo levantabas de la ridícula postura de jinete primerizo que se agarra de donde puede para no caerse del caballo en pleno galope. Mis caderas seguían agitándose. Mi mente estaba disociada. ¿Cómo es que había tres personas en esta historia de amor? ¿Por qué estabas tú vestido y el otro hombre desnudo? Y yo, ¿por qué seguía moviéndome?

Tu madre me presumió esa primera transacción. Niña virgen de trece años, fresca, jamás tocada, himen intacto, sumisa, dispuesta a jugar y cumplir fantasías. Veinte mil dólares. Grabación incluida. El cliente quedó satisfecho. De nada. Supongo.

Esa noche me bañé hasta que me arranqué el último deseo de mis poros. Me metí a la cama, pero no podía cerrar los ojos, porque al hacerlo volvía a sentir todo aquello y luego veía el rostro del cerdo que mis padres correteaban alegremente el día de su aniversario. Cuando por fin lograba encontrar el sueño, te metiste en mi cama. «Soy yo», me dijiste, «ahora sí soy yo» y me abrazaste y yo lloré desconsolada como una bebé, como esa niña que nunca pudo llorar la muerte de sus padres. Y tú estuviste ahí, consolándome, abrazándome, amándome. O al menos, esa fue la historia que me conté.

A partir de esa noche nunca más volví a dormir sola. Siempre regresabas a serenarme. Los hombres desfilaban por la cabaña para arrancarme mis lágrimas, las mismas que tú limpiabas con tus besos y promesas de un «y vivieron felices para siempre».

Tu madre estaba sorprendida, ¿cómo habías logrado que yo siguiera siendo una pieza inocente y a la vez apetecible para los clientes? Decidió repetir la fórmula, y la cabaña dejó de ser nuestra para convertirse en un orfanato lleno de hadas, elfas y princesas. A todas les ponías apodos, me decías que ellas solo eran figurines de la puesta en escena que noche tras noche presentabas para los hombres que venían mientras que yo era la estrella, la protagonista de esta comedia, cuyo final siempre prometía ser tu cuerpo limpiando las manos y bocas de los otros. Al final terminábamos siendo siempre tú y yo, los demás no existían en mi mundo de fantasía.

Pasó el tiempo y yo dejé de ser una niña. Empezaste a darme nuevas tareas conforme el negocio crecía. Me tocaba ser ese duende doméstico que hacía el desayuno por las noches para las nuevas inquilinas. Ya no era una cabaña, ahora era un prestigioso establecimiento con fachada de organismo no gubernamental de asistencia para jovencitas sin padres. Tú te convertiste en este hombre influyente de buen corazón, que todo el país ve como un santo. Incluso yo, que sabía lo que pasaba dentro de esas paredes, me llegué a creer el cuento. Siempre creyéndote. Eras mi mundo, mi cielo, mi todo.

Hay cosas que por supuesto no sabía. Tu madre se encargó de decírmelas. Creyó que al hacerlo me lastimaría. ¡Qué equivocada estaba! Llevo años entrenándome para no sentir. La única voz que podía modificarme era la tuya. El negocio era mucho más grande. Nos tenías a todas grabadas. Distribuías los encuentros a todo aquel que pagara una jugosa membresía. El menú incluía: niñas vírgenes (pregunte por la edad mínima, somos flexibles), adolescentes de cuerpo maleable y resistentes al dolor, domadoras de fieras y cachorros (usted elige su rol), diosas del olimpo (mujeres hermosas fuera de este mundo, quietas y sumisas o fieras guerreras que te llevarán al espacio). Nada me sorprendió, solo el hecho de que me dijera que pasabas varias temporadas viajando para atender a tus otras mujeres cruzando el océano. ¿Cómo le hacías, si todas las noches dormías a mi lado?

La duda me la habían sembrado antes de que tu madre se apareciera en mi celda. Fueron esas tres pequeñitas rusas que llegaron el invierno pasado. Yo me dediqué a cuidarlas y a enseñarles español. Entre su idioma y el mío llegué a entender que tú estuviste con ellas semanas antes en una cabaña en medio del bosque en su país. Si eso era verdad, ¿quién había estado en mi cama durmiendo durante todo este tiempo?

La noche en que te eché el aceite encima, fue una después de preguntarte sobre alguna de tus películas antiguas favoritas. No supiste responder, te limitaste a susurrarme en el oído como todas las noches: «Ahora sí soy yo» y empezaste acariciarme. Mi nariz reconocía tu perfume, pero mi cuerpo encendió la señal de alerta al identificar extranjeras tus manos. Entonces lo supe. No eras tú. Quise vengarme del hombre que usurpaba tu lugar, así que al día siguiente calenté dos litros de aceite y los subí a la habitación después de trabajar. Cuando entraste a mi cama y me abrazaste arrimándome a ti, saqué el recipiente que tenía oculto debajo de la cama y te lo vacié en la cara.

¿Cómo iba a saber que esa noche serías tú quien durmiera a mi lado? Me sentí un ser malvado por haber quemado tu piel y caí en un remolino de culpabilidad. Tu hermoso rostro desecho. El joven influyente, alma caritativa, ángel salvador al borde de la muerte por culpa de una de las niñas rescatadas. ¡Qué ingrata! ¡A la hoguera por su crimen! Demandarme fue tarea fácil. ¡Que pague la pecadora por los errores de los justos!

Tu madre me dijo que el servicio más sui géneris del catálogo era yo. Hacer el amor con una mujer hermosa que te hace sentir deseado. «Experimenta el placer de saberte amado por una diosa y dormir a su lado sin reclamos absurdos».

Para todo hay un mercado y mientras haya demanda supongo que hombres como tú y mujeres como tu madre existirán.

Una mujer siempre guarda secretos, el mío era que me encantaba grabarte. Te admiraba tanto, te deseaba tanto, que cuando pensaste que habías perdido tu teléfono viejo, yo lo había tomado para usar tu cámara y grabadora. Me gustaba registrar tu voz, tus gestos, tus pasos. Tenía todo ahí en ese aparato, para tenerte siempre junto a mí, eso me hacía sentir segura.

Ahí quedó registrado todo y se veía que solo eras tú la mente maestra, el único orquestando esta gran maquinaria. Lo último que me quedaba por saber, era que mis padres habían quedado vivos después del choque. Pudiste salvarlos, pero prendiste un encendedor para provocar la explosión y poderme llevar contigo. Fue la estocada final de tu madre, lo que necesitaba para que yo le dijera dónde estaba ese teléfono y poderte culpar de todo. Ella continuará siendo ese ente etéreo y el negocio seguirá funcionando. Sin ti, sin mí. Por toda la eternidad.

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