jueves, 23 de marzo de 2023

El regreso

Cecilia Escobar


A su encuentro con el padre, Lucía asistió aquel día con su traje largo de caperuza oscuro. Este le cubría la cabeza y ocultaba parte de su rostro empapado a menudo por la lluvia de sus  lágrimas.

Lo encontró como permanecía en sus recuerdos, muy delgado, desplomado sobre su catre, cual soldado herido. Con su ojo derecho destrozado y encarnecido, como atravesado por una lanza. Tenía el rostro demacrado y la boca en un gesto agrio de dolor profundo, sin embargo, no se quejaba. La enfermedad le había robado la fuerza, el garbo y la belleza, pero no  lograba  arrebatarle la dignidad. A pesar de los reproches que albergaba su corazón, Lucía sentía gran admiración y respeto por su padre.

Se adentró unos pasos contemplando la cama con sábanas blancas y pulcras sobre la que él descansaba. La habitación parecía haberse empequeñecido con el tiempo. Observó la pared de  cemento sin pintar, el piso color ocre. Sobre la mesita de noche un libro de bolsillo: «Propiedades curativas del limón, el ajo y la cebolla», una imagen del señor de los milagros, un vaso con agua, varios analgésicos. En el aire sintió el olor a medicamentos caseros y ese hedor a herida abierta que la había perseguido durante casi toda su existencia. El tumor maligno se había abierto paso interiormente desde la nariz hasta la cavidad del ojo derecho, del cual quedaba solo una masa de carne sobresaliente.

El padre abrió el único ojo que le quedaba, respiró intensa y pesadamente al notar la presencia de su hija. Ella en cambio, permaneció inmóvil, cabizbaja, pensativa. Hasta entonces —desde hacía tres meses cada jueves al bajar al sótano de sus recuerdos para ir al encuentro con su progenitor, durante la terapia de autoregresión— se había quedado en el umbral de la puerta de aquella habitación sin atreverse a entrar del todo. Requería de algo más que valentía para franquear la barrera espacio-tiempo que existía entre ella y él. Había pasado más de treinta años desde aquel fatídico día. En el pecho aún le dolía su partida.

Lucía siguió allí de pie sin atreverse a mirarle a los ojos, él en cambio con mucho esfuerzo se los buscaba con insistencia. Una tormenta se desató en su cabeza y la hizo salir de súbito del trance. Se sintió frustrada al verse de nuevo en la realidad de su apartamento.

Llevaba varias semanas sintiendo que la vida le quedaba grande. Le faltaban las fuerzas para afrontar las olas del mar de su desesperanza. Sola y con dos hijos que alimentar, volvían a ella los fantasmas del pasado y la añoranza del padre que siempre le había hecho falta.

Conservaba recuerdos gratos de su progenitor; sin embargo, una extraña mezcla de amor y reproche sentía al recordarlo. Por eso algunas noches, se desconectaba de su realidad para volver al ayer y rebuscar detalles perdidos entre los escombros de su memoria.

Ella sabía que para navegar en las turbulentas aguas de los recuerdos de infancia, allí donde la mayoría de las enfermedades echan ancla, era necesario un especialista. Pero eso de hacer un contrato invisible de confiabilidad, volverse transparente ante los ojos de alguien, abandonarse con toda confianza, no era una de sus fortalezas.

Sin embargo, cuándo la pena persiste, es necesario mirarle a la cara. El dolor de la pérdida no es algo que pueda esconderse en algún rincón secreto, con el tiempo siempre hace grietas abriéndose paso hacia la superficie. También es difícil comprender la muerte cuando se tiene ocho años, a menudo porque no te dan explicaciones concretas. La gente mayor, en su ignorancia, tiende a usar eufemismos como: «No está muerto, está dormido», «…se ha ido al más allá». Aunque de niños sabemos que la muerte es inherente a todos los seres vivos, a  esa  edad cuesta entender que es algo permanente e irreversible.

Al hacerse mayor, Lucía se dio cuenta de que su falta de comprensión había afectado siempre su capacidad para procesar lo ocurrido y afrontar emociones en situaciones cotidianas. No recordaba haber llorado la muerte de su padre, cargaba en cambio con ella una inmensa y destructiva rabia. Llorar es una forma socialmente aceptada para expresar el dolor, pero la pérdida de un ser querido desencadena diferente tipo de emociones, que no está bien visto mostrarlas.

Toda herida sangra y la suya llevaba mucho tiempo haciéndolo, con los años se había convertido en una llaga supurante y pestilente. No quería estar encadenada de por vida a ese tormento. Decidió que era el momento perfecto para enfrentar su pasado, aunque solo ocurriera en su imaginación. Cerró los ojos y cubrió su rostro con las manos para no verse sobre el sofá gris de la sala de su casa que le servía como diván, especialmente aquellas noches en las que su alma zozobraba.

Volvió a sentir en su nariz ese hedor que le recordó sus erróneas construcciones internas: su odio por los hospitales, su repelencia por la gente débil y enferma, la necesidad de sentirse invencible. Supo entonces que estaba otra vez junto a él.

Lo miró por fin a la cara, perdiéndose en el verde océano de su mirada transparente. Había en él un amor profundo, pero también una infinita tristeza. Parecía que, en silencio, había suplicado mil veces por unos cuantos años más de vida junto a sus hijos.

Una avalancha de recuerdos se amontonó en su mente: su padre aferrándose a la vida, una vida cuyo único paliativo eran muchas dosis de morfina. Los cuidados de su madre y la esperanza de sanación conservada hasta el final.

«Maldita enfermedad. Me quitaste lo que más amaba» —pensó con rabia.

Lucía se quebró. Este no era el plan. Había venido del futuro a reprocharle su muerte, la orfandad, la miseria y las carencias en las que quedaron sumidos ella, su madre y sus hermanos.

No fue capaz de articular palabra alguna, sintió vergüenza al darse cuenta de que, él no había elegido ese destino fatal. Y así de pie ante su lecho, se quitó la caperuza que aquel día pesaba  más  que  de  costumbre y le producía frío. Empequeñecida otra vez y ahora vestida de lino, se acercó abrazándose a su pecho y gimió amargamente por todos los años que no había podido llorar su partida. No hubo reclamos por su parte. Él la contempló en silencio, acariciando con sus manos huesudas y rasposas su cara morena y sus cabellos rizados. Así permanecieron largo rato.

viernes, 17 de marzo de 2023

La certeza

Antonio Sardina


No sé por qué lo hicimos; tal vez solo para probarnos que podíamos, ya que veníamos imaginándolo y haciendo planes durante un año. Fue una fuerza poderosa e inconsciente la que nos llevó a entrar precisamente esa Navidad de 1985, en la madrugada, al Museo de Antropología, por los conductos de ventilación. Encontramos a los pocos guardias que estaban ese día borrachos y dormidos. Cargábamos nuestros bolsos del gimnasio y empezamos a recorrer las distintas salas: la azteca, la olmeca, la maya.

Con las técnicas que habíamos practicado pudimos extraer las distintas piezas que siempre habíamos admirado: la máscara de Pakal, la vasija olmeca, collares, piezas de oro y piedras preciosas. No sé por qué, al descuidarse Parches, tomé esa pequeña hoja delgada, más pequeña que la palma de mi mano, guardándola en mi cartera. No se nos ocurrió nada mejor que llevar el botín a su casa y dividirlo, mi parte de las piezas las llevé a mi casa y las guardé en el closet, diciéndole a mi madre que sólo eran unas herramientas y luego las recogería.

Es verdad que Parches y yo éramos solo un par de pequeños burgueses de clase media, estudiantes fósiles de la escuela de veterinaria de la UNAM con ínfulas de antropólogos. Así lo describieron claramente en la película realizada en 2017, Museo, que produjo, dirigió y actuó el gran Gael García Bernal, estableciendo con razón, que nunca imaginamos que esa travesura se iba a convertir en el robo del siglo, poniendo en jaque a las autoridades tanto mexicanas como de la interpol.

También planteaba la película que yo solo era un nerd influenciado y dominado por Parches y que él era la mente maestra de ese robo, el artífice de un gran plan. Lo cierto es que solo fue una casualidad que fuéramos ese día y resultara tan bien, y cabe decir, sin falsa modestia, que la idea original fue mía y que el inteligente de la pareja soy yo. La prueba es que él pasó quince años en la cárcel por tratar de vender su parte de las piezas a un narcotraficante y, en cambio yo, gracias a que entregué el botín a las autoridades, pude desaparecer hasta ahora que regreso a México.

 También es verdad que no sé por qué regresé, de repente sentí otra vez esa fuerza poderosa e inconsciente que me impelía a volver a México y buscar a Parches. Así, en pocos días, estaba en el avión de regreso a mi país después de más de treinta años, sin una causa ni un propósito claros.

Parches y yo éramos muy diferentes: amigos desde la escuela primaria, él me defendía cuando alguien quería abusar de mí. Y no es que físicamente fuera grande y fuerte, pero era valiente y por tener hermanos mayores, sabía defenderse de los abusivos de años superiores. Además, siempre tuvo una vena cruel y una rebeldía contra cualquier forma de autoridad que rayaba en la delincuencia.  Yo en cambio, pequeño y asustadizo, era carne de cañón para el abuso de mis compañeros.

Me habían operado a corazón abierto cuando tenía tres años, por lo que siempre fui sobreprotegido por mis padres y familiares. Dediqué mi tiempo y mis fuerzas a leer y a soñar. Mi mente y mi inteligencia me daban el poder que mi cuerpo y músculos no me proveían.  Eso nos hacía una pareja complementaria y nos permitía transitar en la vida con más altas que bajas. Soñábamos con hacer un gran descubrimiento arqueológico en alguno de los tantos asentamientos de culturas prehispánicas del país, con lo cual obtendríamos gran fama y seríamos millonarios.

Estoy seguro de que Parches se hizo mi amigo precisamente por esa necesidad de brindar protección. A él le gustaba ser necesitado y actuar como jefe.  Por mi parte debo decir que siempre he disfrutado jugar mi papel de débil y he aprendido a conseguir lo que yo quiero, haciendo que los demás piensen que se les ocurrió a ellos y que me ayudan, lo que los hace sentir muy bien. Me considero un manipulador talentoso y muy eficaz.

A los tres años del robo, todo se derrumbó a causa de tremendos errores de Parches: Se enamoró de una conocida vedette en Acapulco y se relacionó con narcotraficantes, intentando comercializar las piezas a través de esos contactos. Al atrapar la policía a uno de ellos, como era de esperarse, negoció un castigo menor entregando a las autoridades a uno de los autores del llamado robo del siglo.

El Parches que yo conocí al parecer ya no existía, vivir en el ambiente de narcotraficantes lo había convertido en un verdadero delincuente. Yo no lo volví a ver en tres años y el ya no se comunicó nunca más conmigo.

Mientras tanto, yo vivía en la costa oaxaqueña aprendiendo de los grandes brujos su conocimiento ancestral, se decía que mi maestro era el Nahual: Un ente espiritual de las culturas olmeca y mixteca que tiene el poder de convertirse en animal y atacar a la gente que hace mal.

Al enterarme de la captura de Parches, le pedí a mi hermano regresar mi parte del tesoro dejándola en una mochila en la recepción del museo. Y gracias a una relación que tenía con una turista salvadora, escapé con ella a su país. 

He podido salir de México y viajar todo este tiempo por Europa sin problemas gracias a que tengo pasaporte español. Nací como hijo natural de mi madre en España; es por eso que el nombre registrado, Isidro y el apellido de mi madre, son diferente al de mis identificaciones mexicanas. Mis padres decidieron venir a México conmigo y casarse aquí, ante la negativa de mis abuelos a aceptar su relación. Me registraron nuevamente en México con el apellido de mi padre y el nombre de su hermano Ramón, pero nunca dejé de actualizar mi pasaporte español.

Hace una semana aterricé en México y el mismo día tomé un vuelo a Puerto Escondido, un taxi me trajo a San Agustinillo, el pueblo maravilloso de la costa oaxaqueña en el cual me refugié después del robo y donde conocí a la turista que se convirtió en mi esposa.

En su país radicamos hasta hace un mes, cuando ella perdió la lucha contra el cáncer y yo quedé desamparado, solo y desubicado, entonces fue cuando sentí la imperiosa necesidad de regresar y buscar a Parches, no sé bien a bien por qué.

Estoy en el Rancho Cerro Largo, el mismo hotel ecológico donde residía hace más de treinta años. Un conjunto de cabañas enclavadas en la ladera de una montaña que ve a la más pequeña de las nueve bahías de Huatulco.  En la parte más alta, que da a la carretera, está el estacionamiento y la recepción del hotel, así como una estancia que funciona como comedor, donde se reúnen los huéspedes todos los días a disfrutar el menú vegetariano.

Para llegar a cada una de las doce cabañas se desciende por una escalera tallada en la montaña y se va encontrando cada una a diferente altura, con una puerta lateral y un camino de tierra que lleva a una terraza y a la habitación. Si se sigue bajando por el camino, se llega a la playa nudista del Amor, muy buscada por el turismo, en su mayor parte europeo, que frecuenta mayormente este paraíso mexicano. Lo encontré muy bien cuidado y con el mismo servicio impecable de la primera vez.

Cada cabaña tiene una forma diferente, pero todas tienen baños ecológicos sin agua corriente, solo un contenedor con agua para remojarse usando jícaras y limpiar la letrina. La principal característica de estas habitaciones es que no tienen ninguna pared frontal, por lo que desde la cama se admira la bahía y es inevitable despertarse al amanecer y sentir la naturaleza directamente, aspirar el rocío y llenarse de cielo, montaña y mar.

No sé por qué he citado aquí a Parches, después de treinta y cinco años de no verlo. Tal vez es esa curiosidad malsana que he tenido desde que lo apresaron por saber si me consideraba un traidor, al regresar mi parte del botín y escapar del país. Tal vez para corroborar mi idea de que se merecía el castigo por intercambiar su parte por droga.

Lo encontré por pura casualidad en Facebook hace pocos meses. A diferencia de mis costumbres ermitañas, tratando de no llamar la atención, estos últimos años Parches ha sido adicto a subir fotos, luciendo su inocultable fortuna: autos, casas, mujeres siempre muy jóvenes y hasta un pequeño yate en la bahía de Acapulco donde, al parecer, ha residido estos últimos años. Debo reconocer que esto me ha producido una gran envidia, al pensar que aún con las circunstancias tan adversas de su detención, él disfrute una vejez de excesos y diversión.

Lo contacté por in-box y no me sorprendió que aceptara mi invitación, ya que siempre fue curioso y debe haber fabricado cientos de conjeturas acerca de mi destino. Le pedí que viniera solo. Así que me encuentro esperándolo, en una mesa con dos sillas que tiene la habitación en la pequeña terraza, frente al barranco y la vista a la bahía.

Aparece como a las cinco de la tarde, más gordo de lo que se ve en las fotos, sudando profusamente por caminar la agreste pendiente que desciende hasta mi cabaña. Se observa viejo e hinchado, con una calvicie en la parte superior de la cabeza, pero una cola de caballo de pelo casi blanco colgando a su espalda. Me da gusto verlo tan deteriorado.

—¡Pinche Monchis! —me dice con los brazos abiertos al entrar y darnos un gran abrazo—, así que aquí fue donde te escondiste después de nuestra hazaña.

—Pues sí, tomamos caminos diferentes, yo escondido y tú, en cambio festejando como siempre, mi buen Parches. Pero siéntate y te traigo una cerveza fría. Supongo que sigues tomando tequila también, como siempre.

—Así es, ¡como siempre, pero más! Ja, ja, ja. Y me urge que me cuentes tu vida de pe a pa en estos años.

Me siento y le cuento cómo conocí a Bruna, mi ángel salvador. Que cuando me enteré de que lo habían detenido hice un trato para devolver mi parte de las joyas y salir del país para no volver jamás. Le cuento cómo viví en Europa muy feliz y tranquilo, con mi fachada de intelectual español, casado con una linda y culta heredera. Le conté también de mi extraña sensación, que me impelía a volver a México, y la necesidad de volver a verlo sin saber por qué o para qué.

—Ahora, cuéntame tu vida, que debes tener una historia mucho más interesante.

—Pues cuando me atraparon yo estaba seguro de que tú no ibas a tardar en llegar —me empezó a contar Parches—, pero simplemente no volví a saber de ti. Estuve quince años en la cárcel. Al principio fue terrible, pero el destino me llevó a conocer a uno de los grandes capos del cártel de Juárez y le caí muy bien, eso me permitió pasar esos años encerrado con un nivel de vida mejor que el que había soñado nunca: drógas, mujeres, dinero, no me hizo falta nada. Al salir, lo alcancé en Ciudad Juárez y empecé a manejar el negocio del que vivo hasta ahora; llamémosle placeres carnales ¡ja ja ja!: consigo por cualquier medio, y me refiero a cualquier medio… mujeres, niñas, niños, lo que sea que requieran nuestros adinerados clientes, tanto nacionales como internacionales, para los más variados apetitos. Y en realidad lo hago muy bien y lo disfruto muchísimo. No te cuento detalles porque te podrías escandalizar.

Sentí de repente como un mazazo. Todos los puntos se conectaron en ese momento. Supe por fin, de un golpe lo que quería esa fuerza poderosa e inconsciente y por fin sabía por qué estaba yo aquí.

Empezaba a caer el sol sobre la montaña y Parches se levantó y caminó al borde de la terraza para admirar el atardecer.

Le dije que iba a traer mi teléfono para tomar una foto. Fui a mi cartera y tomé la delgada hoja de obsidiana que llevaba a todos lados, indetectable por no ser de metal, sino una joya de piedra ancestral.

Caminé hacia él mientras nos llenaba la luz naranja del sol, tocando la montaña y coloreando el mar. Jalé su cola de caballo y le acaricié la garganta con mi hoja de obsidiana, de un profundo color negro, filosa… pura.

La sangre manó a borbotones y solo lo empujé al barranco. Me inundó una profunda tranquilidad. Una absoluta paz. Esa paz que solo produce la certeza de haber hecho algo bueno, por fin.

lunes, 13 de marzo de 2023

Reseña: «Expiación», de Ian McEwan

Siguiendo con nuestra serie de reseñas pensadas para escritores, hoy hablaremos de «Expiación», de Ian McEwan, desde el punto de vista de la construcción de los personajes.

Como seguro todos saben, Ian McEwan es uno de los principales escritores británicos vivos y «Expiación» es su obra maestra, una novela que mezcla el género romántico, erótico, y de guerra, y que contiene además una novela dentro de otra novela.

Como sabemos, la esencia de toda novela son los personajes, y estos se construyen con cuatro elementos:

Lo que los personajes dicen.

Lo que los personajes hacen.

Lo que los personajes piensan.

La descripción física.

Veamos como hace esto McEwan:

Lo que los personajes dicen:

Los personajes hablan por lo general en diálogos, pero también lo pueden hacer de manera epistolar, y una de las partes más famosas de la novela es cuando Robbie, el hijo de la sirvienta de la millonaria familia Tallis, escribe una carta para la hija mayor de la familia (que como él acaba de egresar de la universidad) en la que le dice:

«En mis sueños te beso el coño, tu dulce coño húmedo. En mis pensamientos te hago el amor sin parar todo el día».

Esto, que duda cabe, nos dice mucho de Robbie, del intenso deseo que siente por Cecilia, la hija de los patrones de su madre.

Lo que los personajes hacen:

Los cuatro elementos con los que construimos los personajes no tienen necesariamente que guardar armonía entre sí, de hecho, el que se contradigan puede hacer muy interesante a un personaje, no por nada es sabido que lo que las personas piensan muchas veces contradice lo que dicen, y lo que dicen contradice lo que hacen. Así, Robbie escribe esta carta deseoso de expresarle a Cecilia lo que siente, pero luego la oculta decidido a que ella jamás la lea. Este querer ocultar sus sentimientos nos habla de una persona que teme el rechazo de la mujer a la que ama, además del rechazo social en una sociedad fuertemente clasista.

Lo que los personajes piensan.

«Cuando sus caras se aproximaron él se sentía lo bastante inseguro como para pensar que ella se escabulliría, o le cruzaría, como en una película, la mejilla con la mano abierta».

Si había alguna duda sobre la inseguridad de Robbie respecto a Cecilia, lo que piensa nos lo termina de confirmar.

La descripción física:

Concluyamos con la cita de tres descripciones de Cecilia, a través de los ojos del enamorado Robbie:

«…la profunda curva de su talle, su extraordinaria blancura».

«El vestido de seda que llevaba parecía idolatrar cada curva y hondonada de su cuerpo ágil, pero la boca pequeña y sensual estaba apretada con expresión de censura, o acaso, incluso, de asco».

«Cuando ella extendió la mano para recoger su falda, un pie negligentemente levantado descubrió una pella de tierra en cada envés de sus dedos dulcemente decrecientes. Otro lunar del tamaño de un cuarto de penique en el muslo y algo purpúreo en la pantorrilla: una marca de color fresa, una cicatriz. No máculas. Ornatos».

La primera cita nos habla del aspecto físico de Cecilia. En la segunda sabemos más de su aspecto, pero además su expresión facial nos da indicios de lo que piensa, y en la tercera notamos la importancia de no limitar nuestras descripciones físicas a cuestiones generales: los detalles singularizan a un personaje diferenciándolo de todos los demás. Por último, una descripción nos habla también de quien describe, en este caso de Robbie, para quien una cicatriz en el cuerpo de Cecilia es un ornato.

Y si quieres saber más sobre cómo construir un buen personaje, no dejes de leer esta maravillosa novela.

jueves, 2 de marzo de 2023

Karen

Patricio Durán


Karen Jurado se desempeñaba como visitadora médica informando sobre nuevos productos de la industria farmacéutica o reforzando la permanencia de los que ya se comercializaban. El consultorio médico era el sitio ideal para desarrollar sus talentos; Karen estaba convencida de que es en allí donde el fracaso casi universal en el arte de conducir la propia existencia de un modo efectivo se revela plenamente con todas sus desdichadas complicaciones, por lo que su afán era ayudar a las personas a recuperar su salud y la alegría por vivir. Luego de terminar la secundaria, ingresó a la facultad de medicina de la Universidad Central, quería ser médica.

Los estudios de medicina representaron muchos retos. En el anfiteatro de anatomía se dispuso a practicar la disección cadavérica que realizan los estudiantes para adquirir habilidades y destrezas. Hizo una oración en señal de respeto al cuerpo que iba a diseccionar. El aire se sentía espeso por el olor acre del formol que no disimulaba bien la pestilencia de los cadáveres. Karen era una mujer espiritual, compasiva y se le hacía difícil creer que delante suyo, debajo del plástico azul, se encontraba una persona que había vivido y respirado; alguien que amó y también fue amado. Esto superaba a las prácticas y disecciones realizadas con ranas y conejillos de indias en el laboratorio de biología del colegio.

El olor de los cuerpos en descomposición fue algo a lo que Karen no pudo acostumbrarse. Tenía un fuerte sentido del olfato, así que apenas detectó el formol, la nariz le empezó a picar y comenzó a lagrimear. Para disimular el hedor, puso un poco de perfume en un pañuelo, hizo un ademán y se cubrió nariz y boca. Un profesor malgeniado detectó enseguida el gesto de Karen y la echó del anfiteatro diciéndole ásperamente: «No tienes vocación para la noble profesión médica». Su falta de resiliencia le pasaría una factura muy cara.

Karen presentó una apelación ante el decanato de la facultad de medicina, lamentablemente para ella, el decano era el profesor que la expulsó y su caso fue desestimado. Karen no deseaba abandonar del todo la medicina, así que se decidió por la visita médica. Tenía cierta formación en anatomía, hizo cursos sobre administración en salud, mercadeo y ventas; además, era una mujer alegre, comunicativa, creativa, llena de ilusiones lo que facilitaba su trabajo. Deseaba casarse con un médico exitoso y guapo, tener hijos y una casa grande.

Karen cumplió treinta y un años el mes pasado. Era bonita y le llovían las invitaciones a salir. Sin embargo, no sabía por qué siempre terminaba enredada en una relación tóxica, con hombres que no le convenían. Marcelo Méndez, ginecólogo, le causó buena impresión desde el primer día que lo conoció. El doctor Jorge Álvarez, director médico del Hospital General Ambato y amigo en común, los presentó casualmente unos días atrás en que se encontraron en una cafetería. Karen y Marcelo se gustaron desde el principio. «Creo que ustedes harían una bonita pareja» dijo Jorge. Deberían salir y conocerse más. Karen y Marcelo se miraron y sonrieron. «Sí, ¿por qué no?», dijo Marcelo y solicitó el número telefónico de Karen.

Mientras conducía a su domicilio, Marcelo pensaba en Karen. Estaba impresionado por su belleza. Para él no fue solamente su físico, sino el trato gentil y amable de su nueva amiga por lo que decidió llamarla. Marcó el número, empezó a timbrar y no hubo respuesta. «Más tarde vuelvo a llamar», pensó y puso atención a la carretera.

Cuando Karen se enteró que Carlos Montoya, el hombre con quien salía estaba casado, dio por terminada su relación. Le costó mucho dejarlo ir, porque era de las mujeres que idealizan a sus parejas hasta llegar a convertirlas en personajes de fantasía, como el príncipe encantado que la rescataría de la monotonía y la soledad. Confiaba ciegamente, por eso no se molestó en averiguar si Carlos tenía algún compromiso, nunca se lo preguntó siquiera. Jamás sospechó de esas noches y fines de semana que no pasaban juntos. Se decía ella misma que los hombres necesitan su espacio privado.  Se engañaba por miedo a disgustar a su pareja. Algunas de las amistades de Karen la consideraban una nefelibata.

Karen se dio cuenta que creaba un mundo irreal en el cual confundía el amor verdadero con las adulaciones y las manifestaciones rápidas de cariño. De la misma manera, empezó a entender que todos los hombres le parecían aburridos porque ninguno podía satisfacer sus excesivos anhelos de atención que requería para sentirse segura. Como confiaba ciegamente en sus parejas, muchas veces resultaba presa fácil de hombres inescrupulosos que se burlaban de sus sentimientos. Sus relaciones amorosas empezaban siempre con gran pompa, con un éxtasis fantástico, para luego ir declinando y finalmente se tornaban bruscas y turbulentas.

Recuperada del mal momento pasado con Carlos Montoya, y como Marcelo no volvió a llamar se puso a redactar un anuncio para enviar a Tinder y otros sitios de citas en línea con el propósito de conseguir pareja. Escribió: «Rubia, alta, ojos azules, bien proporcionada, romántica, sensual, sexy, generosa, inteligente, simpática, deportiva, pura dinamita…». De pronto dejó de escribir. Tuvo su epifanía: se dio cuenta de que tenía todos los atributos que un hombre busca en una mujer y, sin embargo, ahí estaba condenada a buscar el amor a través de un sitio en la red. Se puso de pie inmediatamente y gritó fuerte, con un grito de angustia, como todos los gritos que nacen de la soledad. Lo que más ansiaba en la vida era encontrar un hombre maravilloso a quien entregarse por entero y para siempre. Carolina Márquez, su mejor amiga, le había advertido que «un hombre maravilloso es aquel con quien todas las mujeres desearían estar casadas, menos su esposa».

Karen pensaba que sería una esposa estupenda para el hombre adecuado; lamentablemente, los tipos interesantes solamente querían usarla, otros eran homosexuales o bien no la trataban como se merecía y el resto eran aburridos. Ya no aguantaba más, por lo que se cambió de ropa, se puso deportiva y se fue trotando al gimnasio Fitness First que quedaba a dos cuadras de su casa. Un poco de ejercicio le vendría bien para pensar con claridad, cumplir con uno de sus objetivos de año nuevo: bajar de peso, además de aprender inglés y dejar de fumar. Cada fin de año era igual, como dar siempre vueltas a la misma noria de la cual no sale una gota de agua. Se proponía los mismos objetivos y nunca los cumplía, pero este año se dijo que va a ser distinto y lo primero que hizo fue apuntarse al gimnasio y esta vez no pensaba tirar la toalla.

En el Fitness First Karen se encontraba a gusto. Estaba bien equipado. Era limpio, sobre todo el baño que preocupa mucho a las mujeres su aseo. Contaba con buena circulación de aire. Por los parlantes se escuchaba el tema Físico, de Olivia Newton-John, cuando Karen se fijó en Patricio Saldaña, el entrenador. Como buen cubano era extrovertido, con facilidad de palabra, vestía ropa de marca y poseía sentido del humor. Además de jugar dominó y bailar bien, pretendía ser buena gente, simpático y conversador. Con la típica zalamería cubana y con su dialecto engolado envolvió a Karen, como las arañas envuelven a sus víctimas con su seda para devorarlas más tarde. Su autoestima, unida a una gran ambición —producto de llevar una vida llena de necesidades y privaciones en Cuba— le hizo posible transformar sus sueños en logros reales. Karen desdeñó las atenciones y galanterías de Patricio, pero, así como la trucha que en principio ignora un sabroso cebo prendido de un letal anzuelo, al fin la insistencia del pescador despierta un apetito adormecido en la trucha y muerde el anzuelo, así Karen sucumbió ante los requiebros amorosos y el tono melifluo de las palabras hipócritas del cubano. Ella se sumió en un estado de limerencia por su obsesión de ser amada.

Karen y Patricio iniciaron un apasionado romance. Parecía que por fin encontró su príncipe encantado. Ajena por completo a las verdaderas intenciones del cubano, fue cayendo en el precipicio del amor, del desamor, mejor dicho. Ella vivía en un mundo de emociones; tenía una rica imaginación, activa y entretenida. La alegría de vivir la llevaba a obrar por impulsos y a sacar provecho del momento. Él percibía la manera de pensar de Karen y enseguida supo cómo manipular sus sentimientos. La llenaba de elogios y atenciones y ella cayó rendida a sus pies. Además, era simpático, elocuente, encantador y buen amante. Cuando estaban juntos disfrutaban de su sexualidad al máximo. Lo exhibía y presentaba como su esposo, causando las murmuraciones de la gente porque bien se sabía que no estaban casados. «¿Y esta cuándo se casó?», murmuraban quienes la conocían.

Luego de un año de relaciones, Patricio desapareció misteriosamente. Karen se sintió traicionada y asqueada de los hombres.

Cierta mañana gris, Karen recibió una llamada de un número desconocido.

—Hola —dijo la voz— Soy yo, Patricio. Estoy en Miami.

Ella, sorprendida, apenas pudo articular un «hola», y cuando se repuso del shock, respondió.

—¡Desgraciado! ¡Infeliz! Hasta ahora te comunicas. Creí que estabas muerto.

—Mira, Karen —dijo Patricio azorado—. Primeramente, me disculpo por mi silencio. No fui honesto contigo. Soy casado y tengo dos hijas. Ellas viven aquí, en Miami.

—¡Te voy a matar cuando te vea! —gritó Karen histérica.

—Lo siento. No regresaré a Ecuador. Sigue adelante con tu vida. Te deseo buena suerte.

—¡Estoy embarazada!

Patricio había colgado. Karen llamó algunas veces sin éxito. Devastada por la noticia se recostó para no caer. Le temblaban las piernas. Luego de sobreponerse al impacto que le causó esa llamada, se sirvió un vaso de vino tinto, a pesar de que no podía hacerlo por su estado de gravidez. Karen se había hecho muchas ilusiones con Patricio y ahora su castillo de naipes se venía abajo. Estaba lamentándose, cuando recibió la llamada de Marcelo Méndez.

—Hola Karen, ¿cómo estás?

Karen, sorprendida, no quiso contar una historia triste, así que respondió.

—Muy bien, Marcelo. Qué gusto escucharte —dijo con entusiasmo.

—No he podido llamarte porque estuve de viaje. Ahora que regresé quisiera salir contigo a comer, luego a bailar, quizás.

—¡Excelente! ¿A qué hora me recoges?

Karen y Marcelo iniciaron una relación formal. Él nunca se enteró que Marcelito no era su hijo. Resultó ser el buen esposo que la valoraría y un abnegado padre como ella deseaba.

Karen realizó grandes cambios en su vida: dejó de depender emocionalmente de la pareja y superó sus problemas de baja autoestima acudiendo a terapia psicológica del doctor Guillermo Banderas, quien la ayudó para que su matrimonio no fracase.

domingo, 26 de febrero de 2023

Reseña: «Los Buddenbrook», de Thomas Mann

Hoy hablaremos de la primera novela de Thomas Mann publicada en 1901.

Como siempre, lo haremos no contando la historia (para no malograrles la diversión a los que todavía no la leen), sino fijándonos en aquello a lo que, como escritores, conviene que prestemos atención para utilizar en nuestras obras.

Publicada en 1901, Los Buddenbrook relata la decadencia de una familia a lo largo de cuatro generaciones.

—Lo primero que como escritores vemos aquí de aprovechable es que, si se desea narrar una historia que dure alrededor de cien años, conviene crear una familia y narrar la historia de varias generaciones. ¿Por qué? Porque toda historia gira en torno a personajes, y difícilmente un solo personaje vivirá cien años. No por nada García Márquez creo a la familia Buendía para a través de sus sucesivas generaciones narrarnos cien años en la historia de Macondo.

—Lo segundo que como escritores podemos aprender de esta novela es que si queremos hablar de la sociedad, debemos encarnar sus males y virtudes en personajes concretos. Así, por ejemplo, Mann plantea la idea que la burguesía comerciante alemana surgida en el siglo XIX decaerá y será remplazada por la burguesía industrial y financiera del siglo XX. Según Mann esto es debido a que sus miembros, que venían de familias pobres, luego que mueren los fundadores de las fortunas, las siguientes generaciones (que nunca conocieron estrecheces económicas) empiezan a dedicar menos tiempo a incrementar sus ingresos y más tiempo a la búsqueda de la felicidad. ¿Cómo se ve reflejado esto en la novela que nos ocupa? Las dos primeras generaciones de la rica familia Buddenbrook están dirigidas por serios hombres de negocios desinteresados de todo lo que no esté directamente relacionado con el incremento de la fortuna. En las dos últimas generaciones de la familia Buddenbrook, en cambio, mientras la fortuna familiar va decayendo paulatinamente, unos se interesan en la música, otros en la lectura, y alguno simplemente intenta vivir la vida alejado de ataduras laborales. La suma de esto llevará a unos a la depresión, a otro a la locura y a toda la familia a la ruina económica.

—El tercer y último elemento sobre lo que queremos llamar la atención en esta novela es el uso del leitmotiv. Esta es una técnica literaria que consiste en introducir un tema recurrente que servirá como hilo conductor de la novela, estructurándola, impregnándola de sentido y ayudando a despertar y mantener el interés del lector. En el caso de Los Buddenbrook el leitmotiv son las constantes referencias veladas, a lo largo de toda la obra, a los sentimientos de la protagonista, Antonie (Tony) Buddenbrook, por Morten, a quién conoció durante unas breves vacaciones de verano en un balneario al que acudió intentado alejarse del hombre con el que sus padres la querían casar.

viernes, 24 de febrero de 2023

Sobre misas negras

Roberto Murcia


No puedo prescindir de mi inveterada costumbre de visitar cuanta librería encuentro en la ciudad donde resido y en aquellas a las que viajo. Como escribió Ovidio: Nada hay más fuerte que el hábito. Mientras otros van a la playa o acuden a bares, yo visito librerías. No me da pena admitirlo, prefiero los anaqueles repletos de tomos al entretenimiento mundano. Me gustan mucho las tiendas de segunda mano, pues nunca sabe uno lo que se va a descubrir allí.

En lugares inesperados puede encontrarse una gema. Para el caso, Tischendorf afirmó haber encontrado el Codex Sinaiticus (la Biblia de mayor antigüedad que se conoce, considerada un tesoro escrito invaluable de la humanidad) en un basurero cuyo contenido iba a ser incinerado en el horno de un monasterio. Aunque no he tenido tanta fortuna como él, en mis andanzas he hallado hermosas joyas, raros ejemplares de obras agotadas a las que de otra manera no tendría acceso, las cuales engalanan con sus lomos multicolores las repisas de mi vivienda a falta de otros ornamentos. Mis más preciados hallazgos son una copia de la primera edición de Ulysses (1922) de James Joyce que encontré en un lote de libros antiguos y un ejemplar de la Biblia del oso, traducción de Casiodoro de Reina (1569) que compré por un precio módico.

Existe la opción de buscar en internet, y si bien es un recurso útil que empleo con frecuencia, nada sustituye la experiencia de indagar in situ. Hay algo seductor en la búsqueda en los estantes polvorientos en los que opúsculos de autores desconocidos o de poco renombre se sitúan al par de gigantes literarios —no hay lugar más democrático que las estanterías de libros usados—. Además, la sorpresa representa un rol considerable en el gozo lúdico de la pesquisa. Incontables publicaciones en extremo bellas no siempre son adecuadamente ponderadas en la actual época del mass market. Me gusta contemplar su encuadernado que de por sí puede considerarse una obra de arte, el aroma de sus páginas, tipo de papel utilizado, tipografía, la historia que sugieren sus accidentes, fecha y sitio de publicación. He encontrado apreciables bellezas en medio de las históricas avenidas de París, Roma, Ciudad de México, Madrid o cualquier otra a la que mi afición bibliófila me ha llevado.

Existen librerías exóticas alrededor del mundo, más allá de lo que la fantasía pudiera prever. Una se encuentra ubicada en una iglesia gótica restaurada para tal fin, Boekhandel Selexyz Dominicanen en Maastricht (Países Bajos). Allí la iluminación natural que penetra por los vitrales crea un ambiente místico que permite apreciar su magnífica bóveda cruzada por hermosos arcos, donde se hallan representadas escenas sacras. Todo este despliegue visual sirve de marco a los libros que coexisten con las pinturas y una decoración impresionante.

Acqua Alta, en Venecia, cuenta con canoas situadas en el interior del inmueble que sirven para alojar las obras, a la vez que se echa una mirada por las ventanas a los famosos canales. Como si la lectura no fuera de por sí un viaje a lo ignoto. Otras, cual es el caso de la librería Bardón, en Madrid, se especializan en primeras ediciones y cuentan con incunables (impresos antes de 1500, es decir, en los albores de la imprenta). Pero no se debe menospreciar las más modestas localizadas en una esquina, un pequeño espacio sin utilizar, un nicho e incluso sobre las mismas calles en las cuales los vendedores tienden su preciada mercancía a merced de los elementos. Lo que todas tienen en común es su amor por la literatura. Si bien toda aventura tiene su potencial galardón, también es posible afrontar riesgos aun cuando se haga con las mejores intenciones.

Fue en una librería olvidada por el tiempo en la que ocurrió el suceso que voy a narrar. El comercio en cuestión está localizado en un sótano a orilla de la calle al que llegué por azares del destino, ya que nunca me había aventurado por ese barrio anodino enclavado en el maremágnum urbano como una pequeña pasa en un pastel colosal. Puesto que todavía era temprano y vi un rótulo que decía: El Jardín Secreto: Libros poco comunes, ingresé al local. Tenían una buena colección de impresos raros, primeras ediciones, autografiados y esotéricos, sobre todo de estos últimos. Allí estaban las obras de Eliphas Lévi, Blabatski, Saint Germain, el Necronomicón el cual, aunque Lovecraft jurara, era producto de su imaginación, los amantes de lo oculto se han negado en aceptar y varios se han dado a la tarea de recrear siguiendo sus propios instintos e intereses; la Clavícula Salomonis, grimorio pseudoepígrafo de data renacentista, falazmente atribuido al tercer y último rey del reino unificado de Israel. Al fin y al cabo, los personajes históricos no pueden demandar por usurpación de identidad.

Dado que no tengo interés en el ocultismo más que como anécdota de sobremesa, había ya desistido de seguir buscando, pues se me hacía tarde, cuando reparé en un hombrecillo que tomó de un estante un misal para ritos satánicos. Me sorprendió su apariencia. Era un hombre entrado en años, de mediana estatura, cubierto por una túnica negra con capucha, delgado en demasía, prácticamente cadavérico, mejillas hundidas en las que casi se podían distinguir los dientes, y expresión lúgubre e inexpugnable. Un collar con la cruz en posición invertida que colgaba de su cuello era su único adorno. En resumen, digno representante de la santa muerte.

No fue inusual encontrar literatura sobre ese tema, la había visto con anterioridad, pero jamás presencié que una persona comprara una guía para verificar un rito satánico. El hecho de adquirirlo sugería la intención de realizarlo, pues que otro fin podría tener, máxime tomando en cuenta la presencia física del comprador. Si vemos que se adquiere una novela o un libro de no ficción, es lo más normal. No obstante, un ritual de satanismo se sale de lo común. Es como si alguien pidiera una guía para torturar, con el provocativo título: «Manual ilustrado del perfecto asesino». Sabía que si se pretende efectuar una misa negra de manera tradicional —una parodia de la liturgia católica— se requiere un sacerdote apóstata que presida la ceremonia, así que dejé volar mi imaginación, consideré que bien pudiera tratarse de un exsacerdote impío, y lo visualicé oficiando el sacrilegio con la hostia consagrada frente a una audiencia maligna, mientras una mujer desnuda servía de altar.

Se marchó tan pronto pagó. Puesto que su extravagante presencia imbuía mi alma en la sonrisa, lo seguí, lo reconozco, por pura curiosidad. No esperaba verlo ingresar en un templo satánico o unirse a un aquelarre, pero su aspecto me intrigó lo suficiente y deseé indagar más. Caminó por varias cuadras por la avenida principal. Luego continuó en dirección a una callejuela poco transitada hasta que se detuvo ante el umbral de un edificio. En ese momento yo era el único aparte de él en la acera. Se dio vuelta hacia mí y me miró con fijeza. Me pareció reconocer que una mueca malvada se dibujaba en su semblante. Sentí que su mirada me traspasaba como una espada. Concluí que durante todo el tiempo estuvo consciente de que yo lo seguía sin demostrarlo.

Al verme descubierto, mi rostro se encendió. No pude disimular mi aturdimiento, me detuve y regresé por el camino que había recorrido, caminando rápido primero, corriendo después. Voltee un par de veces a fin de asegurarme de que no era vigilado. Al llegar a mi apartamento cerré la puerta con doble llave y el pasador. Encendí las luces para verificar si no había nada extraño y miré por la ventana hacia afuera, sin notar algo anormal. Por la noche tuve sueños perturbadores.

A la mañana siguiente me levantó el despertador y me incorporé con la pesadez de un buey viejo, pues no había dormido bien con los sobresaltos de la víspera. Luego de ir al baño, tomé un recipiente con leche de la nevera, lo vertí sobre un vaso y lo ingerí. Me duché y vestí para ir al trabajo. Sabía que tras la tempestad llega la calma. Con el encanto de la claridad matinal que ilumina el espíritu, todo se mira con mayor serenidad. Pronto me olvidé casi por completo de lo sucedido y me introduje de lleno en las labores cotidianas. Al regresar a casa por la tarde, degusté una cena frugal, como corresponde a mi edad y condición física, ya que el almuerzo había sido copioso y cenas fuertes son presagio de mal dormir. Cuando me disponía a ir a la cama, recibí una llamada telefónica de un número desconocido. «Aló… ¿Quién habla?», contesté. Nadie respondió, pero me di cuenta de que había alguien al otro lado, pues pude escuchar su respiración. Eso me hizo recordar la situación del día anterior.

En los días siguientes recibí varias más. Al contestar, nadie respondía. El viernes por la noche el timbre de mi teléfono interrumpió mi cena. «Aló…», silencio. Minutos después otra. Perdí la paciencia y grité:

—¡Aló, diga que quiere de una vez! —No hubo respuesta—. ¡Deje de joder! ¡No tiene nada mejor que hacer! —Luego de un instante, una voz femenina que conocía muy bien contestó:

—¿Qué sucede hijo? ¿Pasa algo malo? —Era mi madre.

—No sucede nada malo, mamá… Es que he estado recibiendo llamadas anónimas que no responden cuando contesto. Lo siento —acerté a musitar. Se me caía la cara de vergüenza al contestarle así a la autora de mis días.

—Te noto un tanto alterado.

—No te preocupes, es solo el estrés del trabajo —expliqué, excusándome por la malacrianza.

Para empeorar las cosas, las luces de mi apartamento se encendían y apagaban espontáneamente. Reporté el problema con la administración, pero me dijeron que como era fin de semana enviarían un electricista hasta el lunes.

Por la mañana, reflexioné que no debía aguardar más. La circunstancia en que me hallaba estaba afectando mi psiquis. Si algo tenía que hacerse lo haría pronto. Así que decidí confrontar al sujeto que me había causado tal desasosiego. A veces es necesario tomar al toro por los cuernos y no esperar a que nos embista. Recién anochecía. Me subí al bus con la determinación de un cruzado que viaja a liberar Tierra Santa. Por el camino medité en lo que haría. Investigaría en el lugar donde lo vi con anterioridad a fin de localizarlo, de ser así, intentaría hablar con él y aclarar la situación. De no encontrarlo, nada se perdería.

No tuve inconveniente para localizar la librería. Parecía que se especializaba en lectores que preferían la vida nocturna, pues observé más clientes por la noche que la primera vez que la visité de día. De ahí tomé el camino seguido por el misterioso sujeto hasta llegar a la ubicación en que ingresó. Contemplé el inmueble con detenimiento, ya que en la oportunidad previa no tuve tiempo para observarlo. Era un antiguo edificio de apartamentos venido a menos en el que se adivinaba un pasado distinguido, pero al que la huella inclemente de los años había marcado —con seguridad databa de antes del siglo XX—. Pensé que sería difícil dar con el que buscaba entre tantos inquilinos, dado que contaba con varios pisos y múltiples domicilios.

Por poco me regreso sin haber cumplido mi cometido. Se me ocurrió husmear en la entrada, allí encontré un panel que consignaba los apellidos de los arrendatarios junto a sus respectivos timbres. Sin embargo, ¿sería capaz de encontrar el apartamento de un individuo cuyo nombre desconocía? Parece que en esta ocasión la suerte me acompañaba: en la lista se encontraba un tal señor Gastrell, a la par del cual se hallaba adosada una etiqueta con el apelativo «Mefistófeles». No me cupo la menor duda de que se trataba de él. ¿Quién más escogería un seudónimo tan sugestivo? No quise tocar el timbre correspondiente por temor a que se negara a recibirme. Esperé hasta que alguien salió, una dama mayor. Entonces aproveché que el portal aún estaba abierto cuando la mujer se alejó e ingresé sin dificultad.

Intenté usar el ascensor que de no ser por lo maltratado tendría valor histórico. Contaba con una puerta metálica oxidada tras la cual había una malla retráctil de metal que se corría para permitir el ingreso al mismo, pero al introducirme en aquel ámbito claustrofóbico comprobé que no funcionaban las teclas ni la iluminación, lo que me recordó las pesadillas catalépticas de Edgar Allan Poe. Subí por unas escaleras de viejos ladrillos manchados por décadas de abuso, cuyo pasamanos de madera semejaba una enorme culebra muerta digna de una epopeya homérica que se entornaba bordeando el interior mientras ascendía hacia los pisos superiores.

Al llegar al cuarto piso, apartamento 403, tal como indicaba la información consignada a la entrada, me detuve. La vieja puerta de madera al igual que el edificio había sufrido las inclemencias del tiempo. Era muy alta y estaba coronada por un tragaluz cuyo vidrio parcialmente roto había sido cubierto por un tablero contrachapado sin pintar que desentonaba con la antigüedad del resto. Toqué el timbre que resonó cual lata desbaratada. Después de unos segundos apareció en el umbral el peculiar habitante con su lúgubre apariencia de hechicero ancestral. Pude apreciar su extrema delgadez, rostro emaciado y pronunciadas ojeras.  Esta vez vestía de manera casual, un pantalón y camisa negros. Por su gesto de sorpresa comprendí que no esperaba visitas. Sus glaciales ojos grises me observaron como preguntando, ¿qué diablos quiere? Antes de que profiriera palabra alguna, me adelanté.

—Disculpe, sé que no me conoce, pero necesito hablarle.

—¿Sobre qué quiere hablar?

—Sobre algo que ha estado pasando en mi vida desde que lo vi a usted mientras compraba en una librería.

—No comprendo, ¿qué tengo yo que ver con eso?

—Probablemente nada, sin embargo, existe la posibilidad de que esté relacionado.

—Lo siento, en realidad no estoy interesado en lo que quiere decirme.

Antes de que cerrara la puerta, interpuse mi pie de manera que no la pudiera acerrojarla. El hombre expresó:

—Le repito que no estoy interesado.

—No le quitaré más que unos minutos, lo prometo. No soy ningún ladrón ni vendedor. Le puedo mostrar mis credenciales de profesor universitario si me lo permite —dije, entretanto le enseñaba mi carnet de identificación de la universidad en que trabajo.

Me miró de pies a cabeza y luego abrió el umbral para dejarme pasar. Supongo que más por curiosidad que por otra razón.

—Está bien, pero que sean solo unos minutos.

Pasamos a la sala que contaba con un sofá y dos sillas que lucían descuidadas. Las paredes estaban repletas de libros, algunos colocados en varios estantes, otros apilados. Las ventanas cubiertas por gruesas cortinas oscuras no permitían la entrada de luz exterior. Una lámpara de pie iluminaba la estancia a través de su pantalla de color blanco hueso. Había objetos extraños, máscaras africanas, claveras y una muñeca de trapo de antaño con cabeza de cerámica; distribuidos por el lugar. El lóbrego resplandor amarillento de varias velas rojas se reflejaba en un espejo. Para completar la fantasmagórica escena se escuchaban las solemnes notas de tocata y fuga en re menor de Johann Sebastian Bach. Al entrar, se dirigió al equipo de sonido y bajó el volumen de la música. Me indicó que tomara asiento al tiempo que él lo hacía.

—Y bien: ¿qué es lo que quiere decirme? ¿Qué hace un profesor universitario visitando mi humilde morada?

No sabía por dónde comenzar.

—La tarde del martes de la semana pasada yo estaba en la librería El jardín oculto cuando usted llegó. Lo vi comprar un misal de misa negra. Lo seguí, lo admito —por curiosidad— y en el momento en que se volteó me largué corriendo. Le garantizo que mi acción constituyó un error inexcusable, mas sin ninguna mala intención.

Él me había estado escuchando con atención. Su semblante se iluminó como si hubiera descubierto de repente el secreto de la inmortalidad.

—Un momento… era usted.

—Sí, fui yo, y le repito que únicamente lo seguí por el asombro que su apariencia despertó en mí. Me llamó la atención su singular indumentaria y me dejé llevar por las circunstancias. Lo siento mucho, comprendo que no debí hacerlo.

—Yo pensé que se trataba de un ladrón, pero no pude distinguir bien su rostro, pues el fulgor del sol del ocaso me cegó.

—Desde entonces están pasando situaciones inusuales e inexplicables. Quisiera saber si están relacionadas con su persona.

—¿A qué se refiere?

—A si el acto de seguirlo ha precipitado de alguna manera los acontecimientos insólitos que me han ocurrido. He recibido llamadas anónimas que cuelgan cuando respondo, las luces se encienden y apagan en mi apartamento sin intervención humana, escucho ruidos… en fin, he experimentado eventos a los cuales no encuentro explicación natural.

—¿De modo que cree que lo que le sucede podría estar relacionado con el hecho de que yo haya comprado un misal de magia negra? ¿Cómo una maldición o algo así? —expresó con sorpresa.

—Exactamente. Sé que debe parecer una locura, pero esas cosas en realidad están pasando.

Entonces sonrió por primera vez mostrando su dentadura blanca y simétrica que con toda seguridad era una prótesis dental.

—Le puedo asegurar que nada de lo que piensa tiene base alguna. En primer lugar, yo adquirí el libro, no con la finalidad de realizar un ritual diabólico, sino para una representación teatral. Soy dramaturgo y actor de profesión y estoy trabajando en una obra de teatro. Lo compré para poder ejecutar una interpretación realista de las ceremonias satánicas. El atuendo que lucía, lo uso para introducirme dentro de la caracterización. Soy seguidor del método de actuación y quiero crear una apariencia lo más verosímil posible, por lo que visto y actúo como mi personaje. Los vecinos conocen mi manía y no se alarman por mis metamorfosis creativas. Para mi actual representación he bajado más de veinte libras —sin contar con el hecho de que soy delgado por naturaleza—, permanezco despierto por la noche y duermo durante el día, visito el cementerio local después del ocaso, intento recrear una atmósfera macabra en el entorno en que vivo; todo en pos del realismo escénico.

Había leído con respecto al método de actuación propuesto por Stanislavski y Strasberg, que ha contado con practicantes de la talla de Marlon Brando, Gary Oldman, Tom Hanks, Dustin Hoffman, Jack Nicholson, entre otros. En este se intenta experimentar las emociones correspondientes al papel —en contraste con varios sistemas que solo pretenden la representación—. Según el enfoque de Strasberg, el actor busca incidentes acaecidos en su propia vida que han tenido un impacto emocional significativo —la memoria afectiva— a fin de acercarse a las vivencias del personaje.

Sé que algunos seguidores del método escogen permanecer en su rol aun cuando se encuentran fuera del escenario, llegando a extremos como el de Robert de Niro, quien aumentó sesenta y dos libras de peso para su rol en El toro salvaje y aprendió a boxear de manera profesional, ganando dos de tres peleas en las que participó; o Daniel Day-Lewis que pasó todo el periodo de filmación de Mi pie izquierdo en una silla de ruedas con la intención de emular a Christy Brown, el cual sufría de parálisis cerebral. Day-Lewis, quien contrajo neumonía mientras rodaba Pandillas de Nueva York, se negó a tomar antibióticos porque en la época en que se realizaba la acción no existían.

Tranquilizado por su aclaración, contesté:

—No me diga. Yo también soy escritor, me encanta el teatro, pero nunca he escrito para ese medio.

—¡Conque escritor! —manifestó con creciente interés—. Se puede saber, ¿qué tipo de literatura escribe?

—Cuentos y novelas. Me gusta el realismo, así como el género fantástico.

—Interesante. Por lo visto tenemos más en común de lo que podría suponerse.

—A decir verdad, me llamó la atención el nombre Mefistófeles colocado al par de su apellido en el portal de ingreso al edificio.

—Bueno, así es como me conocen en el medio artístico, pues uno de mis papeles más célebres y aclamados por la crítica es el homónimo en el drama de Goethe. Lo coloqué allí para que pudieran encontrarme con mayor facilidad los actores nuevos del reparto.

—Ahora comprendo.

—Disculpe la precariedad del entorno en que vivo. Solo puedo jactarme de los libros que poseo —mis compañeros de infortunio—. Pienso que el único libro que en realidad se posee es aquel que se lee. Considero superfluo el decorado y mis muebles como puede observar son los más básicos y absolutamente necesarios. Usted comprenderá que la situación económica de los actores en estos tiempos es difícil. Con la proliferación del cine barato y la accesibilidad que el internet brinda, casi nadie visita los teatros. Salvo aquellos amantes del género y no de las representaciones vulgares o las hollywoodenses actuales con efectos especiales, explosiones y toda la parafernalia efectista de espectáculo circense que se atreven a llamar arte dramático. Por desgracia, muy a mi pesar, me veo obligado a afirmar que el cine con verdadero valor artístico ha muerto. Algunos jurásicos empecinados en mantener la visión de épocas pasadas, nos hemos negado a abandonar el barco, pero, de manera lamentable, cada vez somos menos.

—Comparto su malestar por el derrotero —quizá sería más preciso decir despeñadero— que sigue el arte popular en la actualidad. Desafortunadamente, las nuevas generaciones solo se exponen, en su mayoría, a expresiones pseudoartísticas de ínfima calidad. Con independencia del campo en cuestión, ya sea música, literatura o representaciones dramáticas; la generalidad de los espectadores actuales carece de discernimiento para apreciar las obras meritorias, prefiriendo el entretenimiento de escaso valor con el propósito de satisfacer el consumo masivo.

A partir de ese día nos hicimos buenos amigos. Aunque no he escrito para el teatro, he leído mucho y he presenciado sublimes interpretaciones. Pasamos exquisitas horas charlando sobre la obra de autores de la talla de Shakespeare, Tennesse Williams, Ibsen, Samuel Becket; directores de cine como Kubric, Fellini, Bergman, Kurosawa, Buñuel; películas de altos kilates: El ciudadano Kane, 2001: una odisea espacial, Los siete samuráis, M el vampiro de Dusseldorf, Vértigo, El tercer hombre, L’astrada, 8 ½, Los olvidados; y otros muchos temas de conversación acompañados por música jazz y una copa de vino. En el calor de la plática, mi interlocutor recitaba de memoria, con espléndido talento e inmejorable dicción, parlamentos de inmortales piezas clásicas y modernas.

Debo admitir que mi compañero de apreciaciones artísticas contaba con un conocimiento enciclopédico de la historia del arte dramático, lo que hacía su discurso particularmente cautivador. Abordamos también temas literarios y filosóficos. De lo que nunca hablamos fue de lo cotidiano, del suceso, aquello que es novedoso un día y se olvida al siguiente. Me invitó a sus representaciones teatrales, las cuales disfruté y constituyeron una experiencia catártica para mi persona —en el sentido del efecto purificador de la tragedia griega, no de la concepción psicoanalítica—. Además, esas visitas me permitieron conocer entre telones a los actores y otros amantes del divino pasatiempo.

Los fenómenos que atribuí a poderes paranormales tuvieron explicaciones más bien pedestres. Resulta que las llamadas telefónicas incógnitas provenían de un número equivocado perteneciente a un joven afligido por cuitas de amor que deseaba contactar al objeto de su desdicha, pero sentía aprensión de hablar porque asumía que yo era el padre de la chica. Las luces oscilantes se debieron a un desperfecto del sistema eléctrico que se solucionó con la intervención de un electricista. Los ruidos fueron ocasionados por la incursión de una rata en mi apartamento que pereció sin pena ni gloria a manos de la administración del edificio. A veces el universo conspira para jugarnos una mala pasada, no obstante, aun de lo malo es conveniente extraer algo positivo. Continúo visitando librerías como quien va a la playa, sin embargo, ahora tengo cuidado de no dejarme llevar por las apariencias.

lunes, 20 de febrero de 2023

Inmaculada concepción

Rosario Sánchez Infantas


Por error tomé esa vía del poblado andino. Ya salía de ella cuando me atrajo Inmigrant song de Led Zeppelin en un volumen muy alto. Un par de parlantes estaban colocados delante de la puerta abierta de una casita anodina. La mayoría de los pobladores aprovechaba las primeras horas del día festivo para dormir un poco más de lo habitual, por lo cual no esperaba encontrarme con tan ruidosa manifestación. Venimos de la tierra del hielo y la nieve, del sol de medianoche, donde fluyen las fuentes termales, decía Robert Plant. Era, en esa zona residencial, la única vivienda con la puerta abierta. Los diversos objetos exhibidos en ella o colgados del marco de madera, así como la música altísima, sugerían que se intentaba llamar la atención hacia algún negocio.

Veo carillones de cerámica y de aluminio, una escultura con grandes discos de bronce y una inscripción en chino, todos con la pátina del tiempo. Se trata de una pequeña venta de antigüedades. Me acerco y observo diferentes piezas colocadas desde el piso hasta el techo. Me sedujeron unas pantallas de vidrio colorido y dos pequeñas esculturas de Buda. Siempre he gustado de ese tipo de tiendas, pero una creencia adquirida en la infancia me dice que no debería gastar dinero en cosas suntuarias. Ya en el interior de una habitación pequeña y oscura encuentro adosados a las paredes algunos cuadros de diferentes tamaños, motivos y estilos. Ocupando mesitas de diversos tamaños, miniaturas de porcelana, juguetes antiguos, floreros de cristal, cubiertos y fuentes de plaqué. Desde la penumbra me saluda un hombre gentil, de unos sesenta años, de tez blanca con el tono rojizo que ocasiona el clima seco y frío de los Andes. La ropa casual y la barba entrecana le dan un aire bonachón.

Va mencionando y señalando el tipo de objetos que tiene en el pequeño recinto: tallas de madera (algunas toscas y otras exquisitas), mesas de noche de cedro y percheros de madera de haya. Se aleja para encender un foco atrayendo mi atención hacia ese lado de la abarrotada habitación. Por una pequeña ventana, cerca al techo, ingresa luz solar la que al ser interrumpida por los barrotes forma varios haces oblicuos. Fluyen grácilmente muchísimas partículas de polvo en las vías de luz.

Fiel a mi costumbre de ser empática con el vendedor, pienso que debo comprar algo, y observo tratando de hallar algún objeto que valga la pena hacer el gasto imprevisto y que no cueste mucho. Me gusta un aplique ornamental de bronce proveniente de un marco de madera y pregunto el precio y procedencia, pues deseo alejar la atención de ambos de algunas piezas que me producen un sentimiento de vergüenza ajena: pequeños cofres de plástico junto con los de opalina o vidrio, flautas y clarinetes del siglo XIX de fabricante reconocido y flautas plásticas de uso escolar en un mismo recipiente, sencillas réplicas contemporáneas de la torre Eiffel junto con perfumeros de plata inglesa y cristal tallado a mano. Compro el aplique, señalo que regresaré al pueblo el próximo feriado largo de febrero y que, entonces, visitaré la tienda. Sin embargo, algo me lleva al día siguiente a la pequeña estancia de antigüedades.

El anticuario y yo conversamos con más familiaridad, así me entero de que conoce a algunos de mis familiares que viven en la localidad. Compro una pequeña talla que me gustó en mi visita previa. Me cuenta que coloca carteles en los poblados aledaños y con cierta regularidad le traen objetos antiguos que proceden, por lo general, de antiguas haciendas ganaderas ubicadas en los pastizales altoandinos. Decido comprar una hermosa, y barata, acuarela de un paisaje rural. El vendedor se apura en mostrarme otros cuadros, en especial una réplica del siglo XVII de La inmaculada concepción, de Murillo.

No me interesa, pero pensando en ayudarlo, considero que podría comprar el cuadro y me pregunto dónde colocaría ese lienzo o a quién se lo regalaría. El hombre me pide que me acerque a la pintura y anuncia que me revelará dos datos curiosos de ella:

–¡Observe, la virgen es virolita! –afirma.

–¡La modelo era virolita! –digo yo, sonriendo.

Sonríe. Me pregunto dónde he visto antes esa sonrisa.

–Otro dato curioso es lo que encontré insertado entre el marco y el lienzo.

Se dirige a un pequeño escritorio y saca, de entre varios papeles, una fotografía tamaño carnet y me la alcanza. Por cortesía se la recibo pues pienso que no es de mi interés. Está algo ajada y con los bordes dañados. En blanco y sepia veo un rostro de un hombre de mediana edad que me resulta familiar. A fin de mirarla mejor le pido observarla a la luz del sol que entra por la puerta. Tengo un sentimiento de irrealidad, como si se tratase de un sueño. Es el rostro de mi padre a sus cuarenta años. ¿Qué hace aquí? Él no era católico ferviente y nunca vi ese cuadro en casa. Aunque mi madre nació en este pueblo, mis padres, mis hermanos y yo vivimos en otra provincia, ¿cómo llegó esta fotografía a las manos del anticuario?

Tengo la desagradable sensación de que mi familia está expuesta a la curiosidad de cualquiera.

El vendedor se disculpa porque el lienzo no tiene autor reconocido ni tampoco puede darme un certificado de su anterior propietario, por lo cual ofrece hacer un descuento en el precio. Pienso que si compro la pintura puedo indagar más sobre su origen que me extraña sobremanera. Me cuenta que, hace una semana, un joven agricultor le trajo un par de cajas con objetos diversos con los cuales una vecina le terminó de saldar una deuda. La joven mujer, sus padres y sus abuelos habían servido en una hacienda ubicada en las inmediaciones de esta provincia. Muertos los dueños de la propiedad, sus herederos la lotizaron y vendieron tras llevarse lo que consideraban valioso. Dispusieron que lo demás lo tomaran sus antiguos trabajadores. Lo único que el anticuario había sacado a exhibir de dichas cajas era el cuadro y un par de espejos de marco dorado, aún sin clasificar, que me señaló en una de las paredes.

Como no le he pedido rebaja por La Inmaculada Concepción, imagino que el vendedor supone que tengo el dinero o el interés suficientes acerca de la sagrada imagen. Menciona que en el lote que le trajeron hay tallas coloniales, en madera polícroma, del niño Jesús y del arcángel San Gabriel, las cuales me las puede mostrar al día siguiente. Lo que me inquieta es cómo llegó la fotografía de mi padre a esa casa y a ese cuadro. Hago cálculos temerarios y le pregunto:

–¿Cuánto por las dos cajas?

Me mira muy sorprendido. Permanece en silencio; al parecer hace cuentas. Supongo que no debe vender mucho en este poblado pequeño.

–Quinientos soles, pero sin reclamos –afirma con un tono dubitativo–. ¿Le parece bien?

Acepto, pago y decido prolongar una semana mi estadía en el pueblo mientras buscaré respuestas en esas cajas.

A pesar que el pueblo ha ido perdiendo mucho de su campiña, la amplia y silenciosa casa de los abuelos mantiene sus hortensias, trinitarias, geranios, madreselvas y árboles frutales gracias a la pareja que cuida la vivienda. El viento trae el aroma del eucalipto, los cantos de las avecitas y el mugido de algún becerro despistado. El espíritu se sosiega como en las vacaciones escolares, tan lejanas ya. Tras rociar abundante insecticida a las cajas y provista de una mascarilla me instalo en el amplio balcón interno que da hacia el jardín. Escuchando álbumes de Led Zeppelin, que creo serán auspiciosos, empiezo mi búsqueda. En sobres viejos y empolvados encuentro discos de vinilo y de carbón de diferentes dimensiones. Hay música clásica, marchas militares, tangos, valses criollos y la fusión llamada fox incaico, que se permitían los hacendados al final de sus fiestas, cuando la ebriedad inhibía su rechazo a lo nativo. Recuerdo haber escuchado algunos de estos temas en mi casa.

Atadas en paquetes hay revistas desde los años cincuenta en adelante: religiosas, de política nacional y de cine (con la fotografía de Elvis Presley, Kim Novak, Natalie Wood, Víctor Mature, entre muchos otros, en las portadas). También encuentro ejemplares de la revista Life en español, solo les echo una mirada. Cuando niña disfrutaba mucho las hermosas imágenes de esta publicación. Hay muchísimas revistas Selecciones y Mecánica Popular y diversos cursos enviados por correspondencia desde Estados Unidos. Un tesoro aparte son los comics. Me fuerzo a no detenerme en ellos. Es triste verlos sucios y ajados, es como ver la propia infancia con una pátina de suciedad y desencanto. ¿Mi padre sería novio de la dueña de esta casa? ¿Habría trabajado para el dueño? ¿Sería su amigo?

En cajas de diversos tamaños encuentro tarjetas navideñas, capillos con dijes dorados, partes matrimoniales y postales diversas, las más antiguas en blanco y negro. Dado el poco tiempo que tengo y la magnitud de la tarea, me limito a leer los nombres que aparecen en ellos. Rellenando espacios vacíos de las cajas encuentro pequeños objetos frágiles protegidos con envolturas de papel, cartón o tela: medallitas, crucifijos, fotografías enmarcadas, rosarios, misales, insignias de colegios e imágenes de santos y vírgenes. Ya oscurece cuando decido postergar mi labor hasta el día siguiente. El sabor a ilusión que me embargaba cuando veía las hermosas imágenes en mi infancia se ve opacada con la inquietud. ¿Cómo llegó el retrato de mi padre a esa casa? A veces llevaba pasajeros a distintos lugares en su automóvil. ¿En algún viaje perdió la fotografía?

La mañana siguiente, navego en un mar de papeles y voy reconstruyendo la estructura e historia de esta familia. El padre fue un hacendado que proveía madera de eucalipto a la empresa Cerro de Pasco Corporation, además de criar ganado vacuno. La esposa, un ama de casa que mantenía abundante comunicación escrita con sus familiares de distintos lugares del país. Recibos de servicios básicos de varias décadas, escrituras públicas, actas de nacimiento, bautizo y defunción, libretas escolares y diplomas de un hijo y una hija que estudiaron en la capital del país. Pude seguir sus huellas laborales: el hijo que era ingeniero agrónomo trabajó en Instituto Nacional de Innovación Agraria y la hija, pedagoga, fue funcionaria en el Ministerio de educación peruano. Termino la jornada muy agotada, pues para sacar esto en limpio he debido revisar muchos documentos mezclados con fotografías, casetes, discos compactos y álbumes de figuritas. Y, ¡no hay nada que se relacione con mi padre!

Después de un abundante almuerzo, prolongada siesta y café amargo reinicio la tarea. Arremeto una caja con paquetes de postales, cartas y telegramas de épocas diversas y atados mediante cintas, la mayoría. Algunos se han desperdigado y mezclado su contenido con folletos religiosos, libros y material de escritorio echado a perder. Soy una persona curiosa, pero pese a encontrar datos interesantes, expresiones líricas e información histórica, me abate tanta lectura. El rasgo obsesivo de mi personalidad me impide saltarme papel alguno. Me entristece la forma en la cual la última generación de esta familia se deshizo de cosas que en su momento fueron valiosas para otros miembros de su estirpe. Literalmente continúo leyendo con náuseas. De pronto un telegrama atrapa mi atención:

«Envío doscientos. Partera y liquidar la Paulina. Llego lunes mediodía. Envía acémilas».

Recordé a la Paulina nuestra. Tendríamos mi hermana cinco y yo seis años. No sé de qué manera llegó a trabajar como empleada doméstica una adolescente de unos catorce o quince años, analfabeta y que provenía de la puna, región inhóspita y carente de servicios básicos. Imagino que la pobreza extrema de sus padres la había llevado a abandonar su hogar. Debió ser duro el proceso de adaptación a las condiciones de vida de una ciudad cosmopolita como aquella en la que vivíamos. Nunca supe con precisión cuánto tiempo se quedó a trabajar con nosotros la Paulina, ni por qué se fue. Con cierta frecuencia se renovaban las empleadas domésticas de casa. Alguna información subrepticia y confusa nos llegaba a las hijas de las discusiones de nuestros padres. En ocasiones se trataba de pequeños robos, incompetencia, acusaciones de que mi padre había molestado a la empleada y hoy, después de sesenta años, recuerdo que alguna de ellas se fue porque estaba gestando.

Siento como si me hubiera impactado algo contundente en la cabeza. Recién ahora pienso que nuestra Paulina pudo haber sido despedida por estar gestando y no habiendo más hombres en casa, ¡su criaturita sería un hermano mío! ¡Qué infausto trance el de la pequeña! ¡Tener que trabajar a los catorce años, ser violentada y echada tras quedar embarazada!

Me parece muy injusto lo ocurrido en mi hogar como en el de esta familia.

Mi racionalidad me lleva a pensar que es poco probable que la Paulina de esta familia sea la misma persona. Pero los hechos son contundentes. La fecha del telegrama es cercana a la época en que ella estuvo en mi casa. Y, hasta ahora una Paulina es lo único en común que tienen esa familia y la mía. Quizás buscaba trabajo en este pueblo, cuando contactó con mi madre quien la contrató como doméstica en nuestro hogar, fue abusada y al detectarse su embarazo echada sin más.

Posiblemente la desdichada niña regresó a buscar emplearse en este poblado, el de mis ancestros. A lo mejor le permitieron laborar en dicha hacienda hasta que dio a luz, luego la despidieron con unos soles y un bebé en brazos. ¡Pobre criatura! Y si fuera así, ¿con qué intención guardaría la fotografía de mi padre? ¡Y en un lugar sagrado como el cuadro de la Inmaculada Concepción! Imagino la pintura en un cuartucho donde ella y otros empleados dormían. Quizás quería enfatizar lo inmaculada que fue su concepción poniendo como testigo a la madre de Dios. Conmovida pido perdón en nombre de estos dos hogares católicos.

Mi escepticismo reaparece. A lo mejor un novio embarazó a nuestra empleada. El nombre Paulina era frecuente en el ande, donde se solía bautizar a los niños según el santoral católico y existe una santa Paulina. Se trataría de dos jóvenes diferentes. El anticuario podría saber más o darme información del muchacho que le vendió estas cajas. Lo visitaré al día siguiente. Tomo un diazepam e intento dormir. Led Zeppelin martillea en mi cabeza: Así que ahora, es mejor que te detengas/ y reconstruyas todas tus ruinas, / para que la paz y la confianza puedan ganar la batalla, / a pesar de todas tus pérdidas.

A la mañana siguiente, encuentro cerrada la tiendita de antigüedades. En un pedazo de cartulina, adherido con chinchetas a la puerta de madera, se lee:

«Nos vemos en febrero, tendremos novedades».

Los vecinos lo conocen muy poco pues alquila la pequeña vivienda hace un par de meses, siempre se lo vio solo y se rumorea que es escritor. Averigüé también que lleva mi apellido paterno, el cual es el más popular en mi país, por cierto.

Serán veinte muy largos días de espera.