jueves, 18 de abril de 2024

La Muerte como consejera

Luis Orellana Díaz


No es que esté pensando en volver a hacerlo, y aunque volviera a hacerlo, estoy seguro que esta vez tampoco entenderías, como no me entendiste en aquella ocasión. Tú me dirás: «¡Estás loco! ¿Cómo se te ocurre repetir esa experiencia? ¿Cómo se te puede, tan solo, pasar por la cabeza después de todo lo que nos obligaste a vivir? No lo digo por mí, sino por tus hijas». No sé si es tozudez o es simplemente el hecho de no vivir como un ratón escondido dentro de una madriguera, sin saber que el gato que me espera es de verdad o un simple Maneki-Neko de porcelana. Recuerdas lo que decía tu padre: «Si te bota el caballo vuelve a montarlo so pena de no montar un caballo en tu vida».

En enero serán cinco años desde aquella experiencia. ¿O no…? Tienes razón: fue un veintidós de febrero, la fecha de tu cumpleaños. Recuerdo que casi logré que tomaras ese San Pedro. Perdóname. «¡Eres la bestia!», siempre me lo repetías. Pero ya ves, tuve mi merecido, no siempre se aprende por las buenas. Mira, Nancy, aunque pienses que soy un inconsciente; aún ahora, después de todos los estragos, la sigo valorando como una experiencia trascendental. Hofmann —el padre del LSD— no se equivocó cuando dijo que todos deberíamos experimentar con los enteógenos; pensaba que el único requisito era: «Un hígado sano y un ánimo sereno» —quizá lo que yo carecía en aquella ocasión—. La psicosis en la que me sumergí, mi enfermedad ficticia, y luego, ese diálogo constante con la muerte hasta llegar a aceptarla, dejó en mí una enseñanza rotunda: Lo que no te mata te hace más fuerte. Ya sé que es una frase trillada, lo que no es trillado, es vivirlo en carne propia.

Sí, sí, lo sé: volver en compañía de Xavier, no significa que —como tú de seguro estarás pensando— vaya a tomar de nuevo aquel brebaje. Aún me revuelve el estómago de solo imaginarlo, acaso se deba a que no estoy listo. Tal vez nunca esté listo, entonces: ¿Por qué no solo hacerlo y ya?, y qué pase lo que pase. No quiero seguir contemplando el borde del abismo. Si junté el coraje para buscarte después de tanto tiempo, creo que ya puedo encontrar el coraje para otra toma. No tienes que estar de acuerdo, pero para mí es importante. No, no es una cuestión de orgullo… Por supuesto que ya no creo en brujos —en eso ahora coincidimos—; es algo que me impele a liberarme de antiguas ataduras, no sé cómo explicarte.

¿Qué si recuerdo lo mucho que nos afectó?, seguro que sí, ¡fue tan real! Sé que en el fondo aún piensas que fui el culpable de la muerte del pobre Samuel. Sé cuánto lo querías, también yo lo amaba, pero estaba muy asustado por mí, por mis hijas, por ti; era preferible que haya sido él. «Por suerte que fue él». No te enojes, regresa, te lo repito: sé cuánto lo querías… termina tu café.

Lo raro, todo iba bien hasta una semana después de la «bendita toma», nuestra vida seguía normal: la casa, el trabajo, el supermercado, la rutina con el colegio de las niñas, hasta parecía que en la cama nos iba mejor… ¿no lo crees?; bueno, pensé que estábamos mejor en ese sentido. Aquella noche, la del sueño que marcó el inicio de mi «enfermedad», veías las noticias en la televisión y me dijiste: «Hay una epidemia de rabia en la ciudad, tienes que vacunar al Samuel». Samuel estaba vacunado, no había por qué preocuparse. Recuerdo que cuando me fijé en la pantalla de la Sony Trinitron mostraban a una niña que convulsionaba en la cama de un hospital, había máquinas y sueros a su alrededor —escenas a las que estoy acostumbrado dada mi profesión—. Para ti no será lo mismo un niño con rabia que un perro con rabia, pero a mí me daba igual. Fíjate que no resultó así, uno nunca debería dar por sentado las cosas; algo diferente debió habérseme grabado en el inconsciente, de qué otra manera explicar los sucesos que se desataron en los días siguientes.

¿Y el sueño… qué significó?:

Tú y yo dormidos en la segunda planta de la antigua casa de Sayausí, había un pequeño balconcito en nuestro dormitorio, recuerdas: ¿no…? Ese no, el que daba hacia el patio posterior donde solía hacer las ceremonias. Cuando desperté, en el sueño, escuchaba voces de gente que llegaba a la casa. Parecía una multitud por todo el ruido que se armaba en el patio. En medio del barullo reconocí la voz de Renato. Pensé: «Es mi compadre que viene a la ceremonia del achuma».

Los escuché subir las escaleras, intenté levantarme de la cama para salir a su encuentro; de pronto estaban dentro del cuarto rodeando nuestro lecho. No era Renato, era mi archi enemigo —no diré su nombre por obvias razones—, venía con una banda de músicos. Cuando quise interpelarlo me faltó la voz. En vano hacía esfuerzos guturales para pedir que se marcharan. No podía despegar la cabeza de la almohada. Quería decirles que no estaban invitados, que nunca haría una ceremonia de San Pedro con ellos. ¡Qué se marchen de nuestra casa! Abrí la boca de forma descomunal para pronunciar un anatema; no tenía aire. Mi enemigo X dijo: uno, dos, tres con un tenedor en la mano a modo de batuta.

Una música estridente nos envolvió, las notas que flotaban visuales en colores neón comenzaron a aletear como una miríada de polillas —de esas nocturnas, aquellas que temes más que a las arañas— y se lanzaron sobre nosotros. Sentí como se colaban por mi boca y se apretujaban en la garganta. Desperté con el corazón hecho un puño. Tú te desperezaste a mi lado, estuviste a punto de despertar. Algo dijiste, algo sobre las flores de los cactus y continuaste durmiendo.

¿Por qué te lo cuento ahora después de tantos años? ¿Por qué no te lo conté al día siguiente? Sabía que me lo reprocharías, que me saldrías con el típico: «Yo te dije. Te dije que dejaras de andar con esas “dichosas” ceremonias, que nada bueno van a traerte». Lo que pasó esa misma noche, más bien esa madrugada después de ese sueño tan raro, terminaría por darte la razón definitivamente.  Tardé más de una hora en volver a dormir y cuando al fin lo logré: atravesó por mi brazo una descarga eléctrica que me llegó hasta la cabeza despertándome en el acto.

¿Recuerdas esa mordedura que tenía en la palma de la mano izquierda…? No la recuerdas, de seguro. ¿Por qué habrías de recordar esa específicamente? Me la hizo un samoyedo cuando le administraba unas pastillas; el paciente venía deprimido, como la mayoría de los perros que llegan enfermos. Era una de tantas heridas que he recibido, dada mi profesión, por ello no me preocupé hasta esa madrugada. Cuando desperté sobresaltado estaba seguro de que la descarga se originó en aquella lesión; segundos antes la sentí cruzar como una ráfaga, como un par de rayos que recorrieron el radio y el cúbito antes de juntarse para ascender por mi húmero. Desde esa noche, la sensación iba a regresar en los momentos más inoportunos a instalarse sobre mi hombro izquierdo como una fatídica presencia. No soy aprensivo, tú bien lo sabes, pero allí mismo comencé a naufragar en la sospecha de que podrían ser síntomas de la rabia.

Me incorporé en el lecho hasta quedar sentado de espaldas a la cabecera. La atmósfera del cuarto, sumergida en un verdor, el verdor del cactus, me traía de regreso las alucinaciones de la última toma. Era el verdor del achuma que impregnaba como una lama las paredes; ciertos destellos de luz dorada en forma de escamas se deslizaban por las cortinas. La sensación de que algún reptil descomunal había pernoctado con nosotros esa noche se me revolvió como una larva dentro del pecho, el olor del San Pedro lo impregnaba todo. Me quedé en silencio, respirando profundo para evitar la náusea que me provocaba. ¡Cómo se agigantan los problemas en la soledad de la madrugada! Todo parece trascendente. Tuve, como nunca antes, la certeza de que mi muerte era inminente.

Tú respirabas tranquila, semejabas una nave amarrada a la seguridad de un muelle. Cuando levanté las mantas para abandonar el lecho contemplé por un instante tu cuerpo desnudo; refulgía coruscante, con esa fosforescencia con que la naturaleza viste a ciertas criaturas marinas. Nunca sentí más pena como aquella noche, viéndote así: perfecta, con ese infinito poder que ejerces sobre mí y, aun así, indefensa frente a la muerte. Lloré despacio para que no despertaras y seguí así un rato hasta que el nudo de mi garganta se disolvió.

Salí al balconcito y encendí un cigarrillo. Sí, un cigarrillo. Para ti había dejado de fumar hace algún tiempo. ¿Por qué tenía que andar ocultándote cosas? La noche todavía deambulaba por esos rumbos, la línea del horizonte no se pintaba aún con ese rosa violáceo con el que solíamos amanecer en aquella casa. Las luces de la ciudad iluminaban el firmamento allá a lo lejos. A mi derecha, la negra mole del Cabogana daba la impresión de evaporarse con el humo del cigarrillo. Contemplé el patio, Samuel estaba allí mirándome fijamente, agitando su cola. Era el único ser que velaba conmigo, en el cuarto adyacente nuestras hijas navegaban en un sueño sin oleajes.

Me fijé en la herida de la mano, estaba seca, aunque la sentía inflamada. Pensé en la niña de las noticias mientras hacía memoria de mis últimas inmunizaciones. Ese año no me había vacunado aún. «Ni modo, razoné, venía vacunándome varios años de forma consecutiva —era la regla en mi región» así que me tranquilicé. Terminé el cigarrillo y me fijé en el perro. Estaba parado en el centro de un rectángulo de luz que se marcaba sobre el césped, pero su cuerpo no proyectaba sombra. Miré hacia arriba para identificar la fuente de luz y no logré localizarla. ¿Seguía alucinando? Bajé a la primera planta me lavé manos y boca para no dejar rastros de cigarrillo.

Cuando salí al patio, Samuel estaba esperándome en la puerta, me dirigí al rectángulo de luz ignorando sus atenciones. La fuente no se divisaba por ningún lado. «¡Qué “alucine”!», me dije y sonreí relajado, nunca me había pasado y no sabía de nadie a quién el «vuelo» del San Pedro le regresara a la semana de haberlo tomado. Incluso reí danzando como un chalado para exorcizar el miedo y devolverme la compostura. El perro se contagió de mi energía y comenzó a retozar invitándome al juego. Siempre tuvo la energía de un cachorro, ¿lo recuerdas? Lo agarré por su melena de león y rodamos sobre el pasto humedecido por la brisa de la madrugada. Luego nos sentamos en la banquita de troncos a esperar al lucero del amanecer. Samuel apoyó en mis muslos su morro gordo de peluche y sus ojos de cocuyos fluorescentes se fueron apagando hasta volverse opacos como el vidrio esmerilado, su mirada verdecida se iba tornando hueca.    

Estos eventos los habría olvidado si a la mañana siguiente no hubiesen llegado a la clínica con aquel samoyedo: tenía fiebre alta y estaba convulsionando. ¡Eran demasiadas coincidencias! Cuando lo vi en la puerta de la consulta volví a sentir ese tirón eléctrico en el brazo izquierdo, pero esta vez estaba completamente despierto. Era como si la palabra HIDROFÓBIA se me dibujara en la frente. Ese mismo día lo pusimos a dormir. En cuestión de horas su cabeza cercenada reposaba en un laboratorio de salud pública a la espera de una confirmación por rabia. Dio positivo. Así comenzó mi viacrucis.

Al regresar a casa después de mi jornada me recibiste con la noticia: «¡Algo le pasa al Samuel!, esta mañana no ha probado bocado y está escondido en un rincón».  Ese tirón en el brazo volvió a paralizarme, me contuve para evitar que te alarmaras. Me relajé, no quería perder la objetividad, lo busqué en su casita de madera. Estaba triste, me saludó apenas, movía levemente la cola. Lo examiné meticulosamente, no había signos de alarma por el momento. Lo mantuve hidratado, lo manejé como un simple empacho; es frecuente que los perros coman basura o animales muertos, nada que un poco de ayuno no solucione.

Al día siguiente Samuel amaneció más deprimido, lo llevé a la clínica y lo interné. Me apoyé en imágenes y laboratorio, pero no descubrí algo que explicara su condición. Tú me insistías, me presionabas por un diagnóstico, sobre todo por un pronóstico. Apoyado en mi perspectiva científica te aseguraba que todo iba a estar bien. Los días fueron pasando y la salud de nuestro perro se iba deteriorando inexorablemente al igual que mi estado mental.

Poco a poco se fueron apoderando de mí las supersticiones. Esas descargas eléctricas en mi mano izquierda se volvieron frecuentes: dormido o despierto, leyendo o manejando, en la cama o en la mesa; llegaban de súbito y se quedaban por más tiempo. Comencé a sentirlas como una presencia constante sobre mi hombro izquierdo. Era la personificación de la angustia, la psicosis de la muerte o la muerte misma que comenzaba a hablarme al oído. Cambié los libros de medicina por los de esoterismo. Mi escritorio se fue poblando otra vez con los textos de Carlos Castaneda: Las Enseñanzas de don Juan. Relatos de Poder, Una Realidad Aparte, Viaje a Ixtlán entre muchos otros.

Un viernes por la noche, cuando llegué al cambio de turno, te encontré allí recostada al lado de tu querido chow chow. No avisaste que lo visitarías, ¡me miraste de una manera!, pocas veces vi en tus ojos tanto reproche. «¡Se muere —me dijiste—, el Samuel se muere!». ¿Qué podía decirte? Yo mismo tenía a la muerte instalada sobre el hombro susurrándome. Me sentí derrotado, ya no encontraba argumentos que pudiera esgrimir para calmarte. Tampoco yo hallaba explicación a todo lo que estaba viviendo en esa última semana. Estuve a punto de contártelo todo, habría podido refugiarme en ti…, pero le temía más a la forma en que podías reaccionar; y estaban las niñas, dependíamos de tu cordura.

¿Cómo podía decirte: estoy en la segunda etapa de la rabia? Me recosté a tu lado en medio de los sueros y los tubos de oxígeno, lloramos abrazados a nuestro viejo amigo. Tú llorabas por Samuel y yo: lo hacía por ti, por las niñas, por mí mismo. Esa noche, cuando todos se marcharon, salí en busca de rudas y de guantos para limpiarlo de las «malas vibras». Tal era mi locura. Murió en la madrugada acurrucado en mis brazos, no supimos que lo mató, de seguro no era rabia.

El lunes a primera hora visitaba el consultorio de nuestro médico. Le confesé todo a René: la toma del San Pedro, mis extraños sueños, esos síntomas en mi brazo y el temor de estar sufriendo de rabia. Era un manojo de nervios. Cuando le relaté lo sucedido con el perro, lloraba y me responsabilizaba por su muerte: «Descargué toda mi mala energía sobre el perro cuando lo miré fijamente a los ojos, ¡ahora estoy aterrado de ver los ojos de mis hijas!», le dije. El viejo médico me miró sonriendo y me tranquilizó, luego de auscultarme concienzudamente recomendó unas tabletas. Explicó que todo se debía a alteraciones en mis neuro trasmisores: «Los alucinógenos pueden provocar esos desfases. Está viviendo un proceso de psicosis». Le pregunté cómo explicar lo sucedido con el perro. «Posiblemente es una nefasta coincidencia. Si usted no lo sabe como veterinario. ¿Qué podría decirle yo?»; sonrió. Luego añadió: «Tómese unas vacaciones, vaya a la playa o a la montaña, haga lo que más le guste, ¡pero por Dios, deje de leer esos libros!».

Salí de la consulta, me sentía más vivo que nunca; esa crisis reprogramó mi cabeza, entendí que era vulnerable, que no era eterno y supe en carne propia cuán frágiles son los seres que amaba. Estaba decidido a liberarme de esa angustia que me inmovilizaba, que crecía dentro de mí como una nube cargada de tormentas. Hice una llamada y me cité con Xavier en el bar El Dorado. Un poco antes del mediodía nos despedimos, no sin antes ponerle al tanto de los pormenores de la consulta con el médico. Evité a conciencia entrar en divagaciones sobre plantas sagradas o filosofías de la New Edge. De vuelta en la clínica me integré a mis labores en el turno de la tarde. El personal me reiteraba las condolencias por la muerte de mi perro. No me presté a comentarios, quería abandonar cuanto antes esos tópicos escabrosos. Esa tarde salí temprano, antes que las niñas regresen del instituto. Cavé una tumba para Samuel en el mismo sitio donde vi reflejado aquel rectángulo de luz.

Esa noche reunidos en casa estaba exultante, había recuperado mi vida. Me enfrasqué en los teoremas matemáticos que Dianita había traído de tarea, luego jugué con Sofía a la rayuela, la que yo mismo dibujé con una tiza en el patio trasero, y a la que me había resistido durante los días de mi psicosis. Caída la noche me metí en tu cama, seguro que ya no lo recuerdas. No sé si dormías o fingías dormir. Evité rozarte con las manos o con las palabras. Estaba feliz de escuchar tu respiración, de flotar contigo sobre esa serena nave de nuestro lecho, amarrada por fin al muelle de las certezas. Esa semana transcurrió sin sobresaltos: las tabletas a sus horas, los turnos de la clínica, los viajes diarios a las academias de las niñas inclusive el cine del viernes por la noche.

Ese fin de semana, domingo, fuimos a la montaña, ¿recuerdas? El Cabogana lucía despejado desde el amanecer, la claridad se escurría por el mínimo resquicio de puertas y ventanas como apurándonos para la aventura. Las niñas estaban listas desde las seis.  Xavier con sus hijos, Juan Pablo y Ricardo, llegaron temprano. Renato y Hernán ya nos esperaban en la base de la montaña; la meta era alcanzar la laguna Estrella que nos había sido esquiva en los ascensos anteriores.

El viejo Trooper traqueteaba por las laderas entre cantos de niños, adivinanzas y bromas. Tú ibas a mi lado, un tanto reservada, demasiado ensimismada para una ocasión como esta. Miré el retrovisor: la cajuela estaba huérfana, faltaba Samuel. Quizá extrañabas a tu viejo compañero de caminatas sin siquiera darte cuenta. Xavier comentaba sobre Las Huaringas: «¡Tenemos que ir! ¡Allí están los brujos más poderosos del mundo!» Lo tenía todo planeado, incluso había sacado cuentas y aseguraba que la aventura nos saldría barata, por aquello del cambio en dólares. Mientras conducía por esos caminos serpenteantes y polvorientos iba meditando en lo valiosos que eran los seres que poblaban mi vida y cómo esta crisis me hizo reparar en ello, sobre todo valorar el milagro de tenerte a mi lado.

¿Recuerdas que al mediodía nos detuvimos a almorzar y luego hicimos dos grupos de avanzada, que Hernán y Renato tomaron una dirección y yo una alternativa? Sí, los niños se quedaron jugando en el río a tu cuidado y al de Xavier. ¿Recuerdas que el plan era seguir una hora más en diferentes direcciones para ver si divisábamos la laguna y luego retornaríamos donde ustedes?  Ya sabes que todo fue en vano. Cumplida la infructuosa hora de avanzada, regresaba siguiendo la cañada del río y algo extraño me sucedió: llevaba el torso desnudo y una rama de mora se me prendió en el pecho, cuando me la quité, unas espinas se me incrustaron bajo la piel. Las arranqué de prisa entre dolor y sangre y las arrojé al aire, las espinas se alejaron volando como unas extrañas moscas verdes. Me acerqué al río para enjuagarme y al mirarme en el agua transparente, descubrí que alguien más miraba a través de mis ojos, yo le atribuí al cansancio, pero dentro de mí sabía que algo andaba mal.

Cuando los divisé, los niños comenzaron a gritar agitando los brazos: «¡Luis, Luis, papá, papá!». Los alcancé y les di la noticia de que no había laguna, se desilusionaron; pero enseguida reclamaron: «déjanos ver, déjanos ver». ¿A qué se refieren? les pregunté. «ese animalito que brillaba en tu hombro» dijo Sofía. «¡Deja de asustar a los niños!» Me recriminaste. No sabía a lo que se referían, quizá no era el único que alucinaba en esa montaña. Esa noche de vuelta en casa las visiones regresaron; ya no fueron suficientes las tabletas ni mi actitud serena y positiva para detener esa avalancha de sensaciones. Volví a caer en la ansiedad de la muerte. Ya no era el temor a la rabia, era algo más profundo, una presencia ominosa, un parásito metafísico que me poseía.

¿Nunca te conté lo del psicólogo? Sí, fui a dar en el diván de un psicólogo, aunque siempre hablé pestes del psicoanálisis. Luego fui a mayores y pasé por las manos de los psiquiatras. Nada que haya inventado la ciencia hasta ese momento surtiría efecto. Fue la época en que abandoné la casa y me negué rotundamente a visitar a las niñas, temía que si las miraba a los ojos sufrirían el mismo destino de Samuel. Me encerraba en el cuarto de pensión y me negaba a recibir a los amigos. Dejé de ir al cine, mi pasión de toda la vida, y encargué la dirección de la clínica. Regresé a los libros de esoterismo andino en los momentos en los que la ansiedad me daba tregua, que era casi siempre en las mañanas.

Lo más terrible: el insomnio. Pasaba noches enteras contemplando la danza de serpientes fractales que se escurrían por las paredes entre caimanes, lagartos, y toda una fauna de reptiles; me bullían en la mente, aun cuando cerraba los ojos no dejaba de verlos. Lo dantesco era la sensación que venía con ellos: el vértigo de caer al vacío. Llegaban a cualquier hora, aunque en las noches era su horario habitual; llegaban es un decir, podría entenderse mejor si digo que se despertaban, que se agitaban dentro de mi ser en cualquier momento y que se esparcían como una tinta verde y lamosa en la transparencia de mi mente. Fueron meses así. Un buen día, Xavier me comentó que estabas preparando los papeles del divorcio, que si me importaba mi familia tenía que sacudirme. Aún recuerdo sus palabras: «Tienes que pararte fuerte —me dijo—, si sigues así, de aquí sales en “estuche de peluche”». ¿A qué se refería?, obvio: a un ataúd.

Me armé de valor y al día siguiente fui a esperar en tu consulta, quería contártelo todo. Tenías a un paciente en el sillón, recostado con la boca abierta; el ruido de las turbinas me ponía los pelos de punta, esperé estoicamente a que lo atendieras. Yo sé que me viste sentado en la sala de espera. Me clavaste una mirada que por poco triza el cristal de la ventana. Me imaginé lo que te preguntabas: «¿Con qué cara viene a aparecerse aquí después de tanto tiempo!, ¡qué “conchudo”!» era como oír tus palabras zumbando en mi cabeza, sin embargo, esperé. Te quitaste el mandil y apagaste el equipo. El pecho se me desbordaba ideando la manera de explicar mis razones. Un largo rato después, tu asistente me dijo que te fuiste. Saliste por la puerta de servicio.

Nunca encontré el valor para volver a buscarte, estaba al garete; el compadre Xavier se hizo cargo de mis huesos. Leímos todo lo que había, consultamos con los tomadores de San Pedro, probamos con diferentes brebajes; la terapia del Amaroli, ayuno… Una noche, habría transcurrido algo más de medio año desde mi declive; me encontraba leyendo un viejo manual, de un tal Tuno que mi compadre compró en un puesto de libros usados. El ejemplar estaba en su mayor parte intonso, me tocó desbarbarlo. Se mostraba plagado de dibujos a plumilla y sobre ellos caligrafiadas: recetas de brebajes, pociones mágicas que más bien sonaban a poemas o mantras. Nada en ello parecía coherente, no obstante, la labor de hojearlo me distrajo de problemas. Me entretuve en los dibujos de flores y columnas de cactus que ilustraban la mayoría de sus páginas, no sé el momento que caí rendido de cansancio, llevaba muchas horas sin dormir. Tuve un sueño salvífico.

Clavado en la cama de una pensión, inmóvil, entre despierto y dormido como un cataléptico; soportaba las visiones de reptiles en procesión caleidoscópica, las mismas sensaciones de ansiedad y ese sufrir por todo y por nada. De pronto las imágenes se iban precipitando como una cascada que horadaba la tierra; esta la absorbía y absorbía mientras emanaba un vapor amarillento, tibio y luminoso que se trasmutaba en pájaros y flores conforme ascendía. Me concentré en él, me «subí» en él y comencé a flotar. Desde esa posición observaba las estrellas, las veía estallar y caer en una lluvia de vilanos, luego descendía suavemente hasta sumergirme en la arena. El secreto estaba en la tierra. Esa secuencia se repetía una y otra vez como un juego de vaivén. El bienestar era total. Desperté aliviado. Fue una revelación, no para mi mente, sino para mi cuerpo. Entonces recordé a los guerreros que se enterraban después de volver de las batallas en los Relatos de Poder.

Un sábado temprano ascendimos al Cabogana armados de pico y pala. Seguimos la cañada del río hasta esa poza grande donde solíamos bañarnos. ¿La recuerdas? En ese arenal contiguo me enterré de pie con la cabeza fuera. Xavier me cubrió con hojas grandes para protegerme del sol y vigiló mientras duró el proceso. Sí, como lo oyes: me enterré…, pero esa es otra historia. Solo te diré que fue el inicio de una larga recuperación, si prometes que nos volveremos a ver podría contártela con lujo de detalle. Por ahora pienso acompañar a Xavier en esta ceremonia. Rogó que me hiciera cargo del fuego. ¿Si voy a tomar el brebaje? Tal vez, ya te dije que no quiero vivir con miedos. Quizá lo tome, eso lo decidiré esta noche frente a la fogata.

miércoles, 17 de abril de 2024

En un sueño

Doris Verónica Martínez Méndez


—Victoria, cariño, hay que hacerlo.

La dulzura de Camila fue un suave somnífero por unos segundos. En aquel cuarto de hospital resonaban las alarmas de los monitores en pitidos intercalados de distintas intensidades. La melodía revelaba la trágica coreografía alrededor de Victoria, la mujer que en la cama se aferraba al deseo de vivir. Una mascarilla de oxígeno cubría casi todo su rostro. Sus facciones juveniles se habían marchitado por la enfermedad: unas ojeras oscuras hundían sus ojos marrones y sus párpados caían, pesados, por la fatiga. Tenía una palidez lívida, casi fantasmal. Sus esfuerzos perdían la batalla y ya no quedaban opciones.

Las enfermeras de la sala de procedimientos preparaban el escenario con una agilidad solemne. Una de ellas sirvió jeringas, algodones, cintas de adhesivos y algunos tubos orotraqueales sobre la bandeja metálica; las demás acomodaron a Victoria en una posición supina que hizo notar aún más su ahogo.

—No te preocupes —tranquilizó Camila al acercarse, vestía un traje blanco que la cubría de pies a cabeza, una mascarilla sobre su nariz y boca y una careta acrílica—, solo serán unos días, es para que descanses mejor y te recuperes.

Victoria le dio una mirada llena de angustia, más que por la falta de aire, por los movimientos inquietos dentro de su vientre abultado. Intentó hablar entre sus jadeos y apenas soltó un susurro: «Ella...».

—Ella estará bien, es lo mejor para ambas. Diego mueve cielo y tierra para poder estar con ustedes pronto; lo logrará, ten fe.

El cuerpo de Victoria fue cediendo al efecto de los sedantes y los medicamentos. Sin embargo, ella aún podía escuchar cómo las alarmas enloquecían a su alrededor; sintió una presión fría y un sabor metálico deslizarse sobre su lengua hacia su garganta y tuvo náuseas.

Camila sostuvo la hoja del laringoscopio con firmeza y con dos movimientos precisos introdujo un tubo plástico en la garganta de su cuñada, lo conectó a la bolsa autoinflable e inició una ventilación rítmica; de inmediato notó la neblina en las paredes del tubo y el movimiento simétrico del tórax. Las constantes vitales en los monitores se estabilizaron y las alarmas se silenciaron poco a poco. Victoria ya estaba sumida en un profundo sueño en el cual su subconsciente repasaba las últimas dos semanas.

—No puedo esperar a que vuelvas —dijo Victoria entre algunos regalos dispersos sobre su cama y mostró un vestido color lila frente a la cámara de su computadora—. Mira esto, ¿no es precioso?

—Lo es —respondió Diego con una sonrisa—. Espero que al final de la semana todo esté listo para regresar y no apartarme de tu lado.

—¿Seguro no quieres quedarte hasta la ceremonia de graduación?

—No, amor, no es obligatoria mi asistencia. Me enviarán el diploma por correo. No quisiera perderme el nacimiento de mi hija por una tontería.

Victoria puso la mano sobre su vientre y sonrió.

—Falta un poco para eso, pero yo tampoco quiero que nada te detenga de regresar pronto.

—¿Cómo te has sentido?

—Cansada, no te lo niego, pero en unas semanas tomo mis vacaciones. Contigo aquí, ya podré relajarme un poco antes que nazca la niña.

—¿Ya hablaste con Camila sobre tu traslado?

—Ya. Cuando vuelva de la maternidad podré asumir la jefatura en neonatología.

—Estoy orgulloso de ti.

 

Dentro de la unidad intensiva Victoria escuchaba los ecos de los monitores y el murmullo del respirador artificial llenando de aire sus pulmones. Podía sentir las manos tibias de la enfermera que la acomodaba un par de veces al día y los diminutos golpes dentro de su vientre. La rutina a su alrededor hacía pasar el tiempo como en un bucle y los sedantes la mantenían en un sueño vívido, lleno de recuerdos.

—¿Cómo que cancelaron tu vuelo? —preguntó Victoria en su videollamada con Diego—. ¿Hasta cuándo?

—No lo sé, amor, esto del coronavirus es serio, hay una histeria colectiva en todo el mundo por lo que ocurre en Italia. España está muy cerca, no quieren correr riesgos.

—Tienes que cuidarte, por favor.

—No te preocupes por mí, ¿cómo están las cosas allá?

—Estamos a suficiente distancia como para tomarlo en serio todavía.

Victoria dio un rápido vistazo a su alrededor. La sala tenía algunas incubadoras rodeadas de monitores y ventiladores mecánicos que murmuraban en un ritmo constante. Una enfermera realizaba una ronda por las cunas al fondo. La luz intensa de las lámparas resaltaba el blanco del piso y las paredes. Se sentía el aroma acre del glutaraldehído en los rincones, mezclado con el penetrante olor del yodo.

—No se confíen. Mejor pide una licencia y vete a casa.

—No, Diego, no quiero estar sola en casa, aquí estoy bien resguardada. El traje es incómodo y me hace ver como teletubbie, pero es seguro. Mis prematuros y yo estamos a salvo. Este lugar ha sabido de protocolos de aislamiento mucho antes del coronavirus...

El cuerpo de Victoria se oponía al efecto de los sedantes que intentaban mantener su respiración rítmica y sosegada. La rutina a su alrededor había cambiado. Las voces eran lejanas e ininteligibles, su vientre se sentía más grande y tenía frío. No recordaba la última vez que tuvo frío.

—Te ves cansada, Victoria, ¿te sientes bien?

Victoria llevaba un traje azul de una sola pieza, con mangas largas y cuello alto; una mascarilla circular con elásticos amarillos le ceñía el rostro, ruborizado, y sus lentes se empañaban en cada respiración.

—Me siento un poco irritada, Camila, no he dormido bien por la preocupación.

—Tienes fiebre… —dijo al apuntar el termómetro infrarrojo a su frente y escuchar tres pitidos de alarma.

—No, seguro es este traje el que me hace sentir acalorada; no he tomado mucha agua porque iría al baño cada tres minutos y este enorme mameluco lo haría complicado.

—Te irás a casa, cariño —ordenó Camila con dulzura—. El ministerio no quiere decirlo, pero hay dos casos sospechosos de coronavirus en Santa Ana. Solo es cuestión de tiempo para que esta pandemia estalle y tú debes cuidarte por dos.

En aquella sala aislada, Victoria escuchaba nuevos pitidos de monitores alrededor. Seguramente eran de otros pacientes en cuidados intensivos. Las cosas podrían haber empeorado los últimos días, ¿o eran semanas? No lo sabía. Entonces reconoció a lo lejos los ruidos amortiguados del transductor y luego unos latidos acelerados y rítmicos. ¡Venían de ella!

—La embajada está revisando mi caso, si me autorizan, regreso de inmediato —explicó Diego en su última videollamada.

—Eso espero —musitó Victoria en un cuarto del hospital y quiso sonreír, sin lograrlo.

Tenía el rostro contraído por el cansancio, una cánula le aportaba oxígeno por la nariz y sus labios estaban secos y escamados. Un oxímetro de pulso en su dedo índice conectaba a un monitor que pitaba a ritmo estable y sosegado, mostrando unos números en color verde.

—No desesperes, amor, debes ser fuerte.

Victoria empezó a toser con fuerza. Sus ojos se llenaron de lágrimas, el teléfono cayó de su mano y se perdió entre las sábanas. Su pecho crujió con cada intento de tomar aire y su vientre se contrajo en aquel paroxismo. La voz de Diego sonó apagada hasta cortarse. Los números del monitor parpadearon y cambiaron de color verde a amarillo, y luego a rojo. Todas las alarmas se encendieron y una enfermera se apresuró a entrar, acomodándose el traje de protección dando brincos inestables, tomó unos guantes de látex con un temblor fino: el guante derecho en su mano izquierda y viceversa. En la urgencia por cumplir el protocolo, derramó un poco de alcohol, impregnando la habitación de un fuerte aroma mineral.   

—Lo siento, Diego —explicó Camila por el teléfono—. Ya no podemos perder más tiempo, debemos intubar.

—Por favor, Camila, mantenlas a salvo.

—Intentaremos llevar el embarazo a término, Diego, pero es una situación delicada.

—Victoria resistirá.

 

Un fuerte dolor apretó el vientre de ella con fuerza, pero no logró vencer el efecto de los sedantes. El monitor, sin embargo, alarmó a las enfermeras y trajeron al médico encargado. Victoria apenas escuchó un pitido largo e ininterrumpido que venía de su cabecera y sintió una opresión dolorosa en su pecho, a nivel de su esternón, luego otra, y otra, y otra...

Pum, pum, pum, pum. Diego cesó de martillar y revisó el clavo en la pared.

—Ya está. ¿Qué quieres colgar?

—Una fotografía —respondió Victoria con una sonrisa y colocó un marco rectangular de bronce.

—No tiene nada.

—Pero no por mucho —aseguró con un sonrojo y mostró un tubo plástico con una abertura al centro que marcaba dos rayas azules.

Diego tardó pocos segundos en procesar aquella imagen, tomó a Victoria entre sus brazos y la estrechó largamente.

Bip, bip, bip, bip. Las risas de aquel recuerdo se atenuaron en un eco lejano. Un destello de luz blanca se perdió en su mirada.

El médico de turno apagó la linterna luego de revisar las pupilas de Victoria y miró el trazo cardíaco en el monitor.

—Avisen a obstetricia de inmediato. No hay más tiempo para ella.

Los rodos de una camilla chillaban por el pasillo que llevaba a sala de operaciones. Los pasos raudos de los médicos y enfermeras se amortiguaban por las calzas de tela. El cuerpo de Victoria permanecía inmóvil entre tubos y cables. Para ella todo había callado, no escuchaba más las alarmas, las voces o el murmullo del respirador. Se sentía liviana e inmaterial. De repente logró verse como en un espejo: recostada en la cama de cirugía, dormida, con el tubo en su garganta y su vientre expuesto.

El médico miraba el reloj y el monitor con regularidad; el sudor que bajaba de su frente a sus pestañas lo hacía parpadear con insistencia. Pronto tomó entre sus manos a la bebé y la extrajo rápidamente: su piel estaba cubierta de una pasta blanca y mantuvo una postura enrollada en sí misma; sus manos y pies tenían un tono azulado. El llanto agudo de su primer respiro rompió el silencio.

Victoria quiso tocarla y reconoció a alguien acercarse para tomarla entre sus brazos.

«Diego».

—Es hermosa —dijo él al abrazar a su hija contra su pecho.

La cubrió con una manta cálida y junto a aquel llanto vigoroso no pudo esconder sus propios sollozos. Entonces miró el trazo cardíaco del monitor: los picos sinusales iban alargándose entre sí. Entregó a la bebé a una de las enfermeras y fue a la cabecera de la cama; se quitó los lentes empañados, arrancó la mascarilla húmeda y mordió sus labios un momento.

—Diego... el protocolo —advirtió Camila desde la puerta de la sala.

—Déjame despedirme —pidió con un hilo de voz y se acercó un poco más a su esposa—. Gracias por mantenerla a salvo, amor mío, y esperarme. Te amo...

Victoria escuchó sus palabras con claridad y sintió un beso cálido en la frente. La opresión de su pecho la fue adormeciendo poco a poco...

lunes, 8 de abril de 2024

Camino de dioses

Rosario Sánchez Infantas 


Henry no podía estar más aburrido. Llevaba dos horas sentado a la mesa del comedor, apoyaba los codos en ella, tenía la espalda encorvada, sostenía su cabeza con la mano izquierda y con la derecha pasaba, uno tras otro, videos de TikTok que iba viendo en su teléfono móvil. Ocasionalmente sonreía y en dos oportunidades había reído a carcajadas. Pero hacía un buen rato que esto último no ocurría. Comenzó a tamborilear los dedos, bostezó, echó el celular sobre la mesa, reclinó aún más la cabeza y se cubrió los ojos con ambas manos. En Huay-Huay, el pequeño poblado de la sierra central peruana, las vacaciones escolares coincidían con la época de lluvias. Le parecían muy aburridas, especialmente en tardes como esta en la que una tormenta los había dejado sin fluido eléctrico y era peligroso salir de casa. El pueblo de Henry bordeaba los dos mil habitantes y se ubicaba a tres mil novecientos metros de altitud. Era un lugar frío, entre quince grados y tres bajo cero. El distrito se extendía hacia el oeste con montañas de nieves eternas próximas a los seis mil metros de altura. Las estribaciones de este ramal de la Cordillera de los Andes de forma progresiva descendían hacia la costa.

El distrito de Huay-Huay se denomina Valle Dorado de los Andes, pues al estar cubierto de ichu o paja silvestre, esta resplandece con los rayos del sol. Matizan el paisaje uno que otro árbol nativo. En el siglo veinte se introdujo tanto el ganado ovino como el vacuno y desde hace un par de décadas se crían truchas en sus lagunas y riachuelos. La comunidad campesina era una de las pocas que se resistía a vender sus terrenos a las empresas mineras vecinas por su impacto ambiental, en la salud y en el bienestar social.

Henry disfrutaba mucho la temporada de clases. Desde que ingresó a la escuela destacó como un chico inteligente, sociable, deportista y colaborador con los adultos. Era el tipo de estudiante ideal para sus docentes. Toleraba bien las frustraciones, pero cuando estas se sobreponían, se abatía y aislaba. El segundo de cuatro hijos era el brazo derecho de sus padres, luego que Pedro, el hermano cuatro años mayor, partiera a estudiar ingeniería a la capital. El padre, en sus labores agrícolas desde la madrugada, y la madre, atendiendo el hogar y criando animales menores, agradecían que Henry ayudara a Joel y a Rosita con las tareas escolares.

Delgado, atractivo, de tez clara algo resquebrajada por la sequedad y frío ambiental, era muy popular y desenvuelto con las chicas, aunque torpe con aquella que le gustara. Después de cursar varias asignaturas de ciencias sociales con el joven profesor Armando Sifuentes, quiso ser un docente de historia. Gracias a él había vislumbrado cuánto hay por conocer, cómo muchas cosas tenían sentido conociendo el pasado y que había mucho de lo cual estar orgullosos, como peruanos. Sobre todo, aprendió de él lo que era la integridad.  Quedó muy triste luego de que, analizando la situación familiar, sus padres decidieran que acabada la secundaria le buscarían algún empleo, pues el dinero solo alcanzaba para sobrevivir y ayudar un poco a Pedro. Por ello se entretenía en las redes sociales o en los juegos descargados en el móvil; evadía así la profunda tristeza y el vacío que le producían no poder estudiar en la universidad. 

El último año académico para Henry comenzó peor aún. Armando Sifuentes no regresó a enseñar a su colegio y lo reemplazó un docente que solo trasmitía información incompleta, desactualizada y desarticulada de otros saberes. En el colegio fue evidente la desmotivación y el retraimiento social de Henry. Su intento de hacer mandados por unas monedas en el pueblo, y así ahorrar para estudiar en la universidad el próximo año, no prosperó. A su comunidad también le estaba impactando la desaceleración económica nacional y el cierre, al parecer definitivo, del centro metalúrgico vecino de La Oroya que más de medio siglo había movilizado la economía regional. Desmotivado, el muchacho vegeta en el colegio y las magras propinas que gana apoyando en su pueblo pasan a formar parte de los ingresos familiares.

Una tarde lluviosa le avisan que su padre, al intentar cruzar una acequia, ha caído del caballo y se ha fracturado ambas piernas y tres costillas.  La operación debe realizarse en otra ciudad y el seguro universal no cubre todos los gastos que las desabastecidas farmacias estatales demandan. Al igual que hace siglos, debe esperar que yerbas tradicionales y la inmovilización suelden sus huesos. Como entonces, la comunidad campesina le da trabajo a Henry ayudando al chofer en los viajes del bus comunal. Al muchacho le alegra ayudar a su familia subiendo y bajando bultos, limpiando el carro, cobrando los pasajes y llevando la contabilidad; pero el desconsuelo al ver diluidos sus sueños sigue creciendo. En esos días se entera, por un familiar, que su Pedro ha abandonado la universidad y trabaja como obrero en una fábrica para sostener a su compañera y la hijita de ambos. 

Las autoridades de un colegio de la cercana ciudad de Canchayllo solicitan el servicio del autobús de la comunidad de Huay-Huay para un viaje de estudios, de un día, de sus estudiantes por lugares de interés de su distrito llegando hasta las inmediaciones de Pariacaca, la montaña sagrada desde tiempos preincas en el Perú.  Henry se avergüenza profundamente cuando ve que el profesor Armando es uno de los docentes que harán el viaje. El joven maestro, mientras le da un abrazo prolongado, le susurra:

—¡Eres admirable, Henry! —Y le da un nuevo significado al trabajo del muchacho y al haber abandonado sus estudios.

En el camino, el maestro y Lewis, un promotor turístico de la comunidad de Canchayllo, se van turnando al ir explicando el recorrido. 

—Muchachos, a que no sabían que los incas trazaron un camino que unía la sierra central del Tahuantinsuyo con la costa. Algunos tramos permanecen igual como hace cinco siglos, otros se han deteriorado y en algunos casos se han hecho carreteras, como esta, sobre la vía inca — señala Armando con pasión—. Imaginen, este era un paso obligado de los chasquis, correo por postas del incario. ¿Saben ustedes qué es el Pariacaca?

—¡Un nevado! —exclaman muchos chicos con entusiasmo.

—Una deidad tutelar pre hispana —afirma Henry, aunque luego se avergüenza porque él no es parte de los excursionistas.

—Ambas respuestas son correctas. Esta ruta permitía el acceso a los peregrinos de la montaña sagrada cuyo culto era uno de los más importantes del imperio incaico. Y ¿qué creen? Este accidentado ramal unía Pariacaca con otro importante centro religioso: Pachacámac. Y les cuento: los incas les daban cualidades humanas a sus deidades, estas viajaban, dialogaban, concertaban, amaban, castigaban, entonces por aquí transitaban en sus afanes los dioses, este fue un camino de dioses —explica Armando.

Las exclamaciones de sorpresa se interrumpen cuando Lewis, llama la atención sobre unas formaciones rocosas:

—Son obra de los antepasados incas que dieron a la roca forma de sus dioses: el puma, el cóndor y la serpiente.

Henry sabe que las rocas han adoptado esas imprecisas formas producto de la erosión de la lluvia y el viento.

—Aquellos animales eran sagrados para los incas, y los españoles creyeron que tenían carácter de dioses. —Media Armando Sifuentes tratando de que los chicos no se queden con el error, pero sin dejar mal al guía.

En una parada para apreciar una pequeña piscigranja, Lewis lleva al grupo por una trocha, les señala que ese es el camino real de los incas. Henry sabe que la aludida vía era parte de una red de veinticinco mil kilómetros de caminos que permitía el tránsito a grandes grupos humanos y empleaba técnicas diversas para adecuarse a la geografía tan accidentada. Además, contaba con instalaciones de servicios complementarios: hospedaje, depósitos, viviendas para los miembros del correo y los viajeros y sus animales de carga. Este angosto caminito no puede ser parte del denominado Qhapaq Ñan. 

Producto de los deshielos de las montañas próximas, conforme van ascendiendo, aprecian muchas cascadas, riachuelos y lagunas. Realizan una nueva parada al borde de una laguna que refleja el cielo azul y los montes aledaños. Diferentes aves nadan en ella.

—Chicos, observen estos juncos alrededor, sirven de refugio a múltiples aves. Estas lagunas son el hábitat, alimento y refugio de diversidad de especies de fauna silvestre, estacional y especies migratorias de Groenlandia, Canadá, Estados Unidos de América y México —señala el maestro—. Analicen lo que significa, para estas agotadas aves, encontrar las lagunas llenas de relave minero —dice tras el suspiro.

Se van prestando unos pocos binoculares para avistar, en un roquedal cercano, a unas vizcachas acicalándose mientras toman el sol.

—Hace tres millones de años los camélidos sudamericanos han habitado esos parajes: guanacos, vicuñas, llamas y alpacas; pequeños venados, vizcachas, zorrinos. Cada vez menos se avistan gatos, pumas y zorros andinos. En la puna árida solo prosperan los cactus y las suculentas.

El maestro va describiendo la antigüedad de las diferentes formaciones geológicas, el guía muestra una pequeña cascada que se asemeja a una sirena y le atribuye importancia religiosa para los incas; Armando de manera sutil trata de enmendar las incoherencias. Se detienen un momento para mostrar el camino hacia un cañón rocoso de creciente atractivo turístico. Henry compara los muchos atractivos de Canchayllo con los nulos de su pueblo; pero se enternece cuando recuerda el esfuerzo de algunos de sus paisanos por darle un carácter atractivo a su feria dominical y difundirla en otros poblados. Visto así, incluso le conmueve el esfuerzo con el que Lewis pretende convencer a sus oyentes de que la pequeña laguna en forma de corazón otorga éxito en las relaciones de pareja y «Les aseguro que esta costumbre viene desde los incas». Le parece incorrecto, pero bien intencionado para crear atractivos turísticos. Piensa que quizás se pueda hacer algo semejante para promocionar a su pueblo.

Por la noche al regresar a Huay-Huay, luego de dejar en su localidad a los escolares, ven que, debido a lluvias intensas en las partes altas del valle, ha crecido el río y está dañando las jaulas artesanales de crianza de truchas. Observar el esfuerzo denodado de algunos pobladores dentro de las gélidas aguas para proteger sus instalaciones lo hace sentirse parte de esta comunidad. Esa noche no duerme dando forma a proyectos que la ayuden. Saca en claro que debe convocar a los muchachos del colegio para dar nuevos significados a lugares, recursos, procesos, comportamientos y así ayudar en lo económico y en el bienestar general de su pueblo. Amanecía cuando llama por teléfono al profesor Armando pidiéndole ayuda con el director del colegio de Huay-Huay a fin de contar con la participación de los chicos de los últimos años. Este convence a la autoridad de implementar el aprendizaje basado en proyectos comprometiéndose a asesorar a docentes y estudiantes.  

A partir de entonces veinte equipos de escolares van resignificando la comunidad. Los roquedales más escarpados ahora podían ser espacios de escalado en roca y descenso en rapel, las instalaciones de piscicultura serían centros de prácticas de los futuros ingenieros acuícolas, el chaco de vicuñas dentro de un plan de turismo vivencial puede ser muy interesante, los ingenieros zootecnistas realizarían sus investigaciones en los criaderos de camélidos u ovinos. El centro arqueológico de Tasapata, los tramos reconocibles del Qhapaq Ñan y los abrigos rocosos deben ser valorados como ancestrales y sagrados, además de ser objeto de estudios de las escuelas de antropología.

Las ideas bullen y algunas se desbordan:

—El festival de la trucha.

—Se puede implementar un observatorio de aves en las inmediaciones de las lagunas, yo lo vi en los Pantanos de Villa.

—Podemos organizar en el municipio un museo con los fósiles que todos hemos ido encontrando en las canteras.

—Debemos volver a llamar por su nombre nativo, makirwa o titanca, a las puyas de Raimondi y hacer circuitos guiados a nuestros bosques.

—Podemos envasar y vender, en los principales centros turísticos del país, agua sagrada de los manantiales incas, Made in Valle Dorado de los Andes.

—Se pueden alquilar las ruinas del centro metalúrgico colonial de Callapampa para filmar películas de terror pues son tétricas y debieron sufrir mucho nuestros paisanos allí.

Este aniversario del pueblo ha sido muy atareado. El estudiante de Ciencias Geográficas e Históricas, Henry Carhuamaca Surichaqui, se sienta a descansar y sonríe mientras los participantes en el Tercer Festival de escalada Valle Dorado de los Andes, en la carrera de canotaje y en experiencias de turismo vivencial, así como los asistentes al Primer Congreso Internacional en Cosmovisión Andina y los pobladores en general hacen un fin de fiesta en la plaza del pueblo.

El sol, como hace siglos, transita el camino de dioses rumbo al mar.

lunes, 1 de abril de 2024

Malas noticias

Amanda Castillo


La sala de urgencias del hospital estaba abarrotada como siempre. El bullicio era insoportable y ese día, en especial, había un halo de pestilencia en el ambiente.

A pesar del día tan trajinado, llamaron al doctor Meléndez, jefe de urgencias, para que compareciera en la oficina del director del hospital. Cuando tuvo un breve descanso, acudió al llamado de su jefe.

—Buenas tardes, doctor —lo saludó el director—. Siéntese, por favor. Lo mandé a llamar porque necesito comunicarle una situación.

Meléndez lo miró con expresión curiosa.

—¿De qué se trata, doctor? —dijo pausadamente mientras tomaba asiento.

 —He recibido órdenes del ministerio frente al personal de salud. Una de esas tiene que ver con usted. Me han exigido que le pida su renuncia, doctor. Lo siento mucho —añadió apesadumbrado.

Meléndez sintió un vacío en la boca del estómago. Preguntó muy intrigado:

—No entiendo, doctor, ¿por qué tendría que renunciar?

—Ya sabe cómo son las cosas en este país. El régimen no tolera que la oposición tenga cargos que les permita influir en el pueblo.

—Influir, pero ¿cómo puedo hacerlo? ¡Si solo me dedico a salvarle la vida a mis pacientes!

—Es por su familiaridad con Rodolfo Hernández. La última marcha que organizó en contra del gobierno los tiene muy enojados. La orden es arrinconar a todo aquel que tenga alguna relación con él.

—Yo no tengo nada que ver con eso, es solo mi primo y casi no hablamos. Es el colmo que sucedan estas cosas. Ya no solo persiguen a los políticos, ¿ahora nos toca a los médicos?

Miró a su colega esperando una respuesta sensata. Sin embargo, este no se inmutó. Permanecía sentado con actitud cabizbaja.

—¡Usted no puede permitir esto, doctor! ¡Es un atropello!

—No puedo hacer nada, Meléndez, la orden vino directamente del ministerio.

El médico permaneció sentado sin pronunciar palabra. Su mente era un torbellino de pensamientos. Sentía una rabia incontrolable. Salió de la oficina sin cerrar la puerta. Se tomó unos minutos para calmarse antes de regresar a la sala de urgencias. Le dolían las injusticias de la vida, él no tenía nada que ver con el movimiento opositor a Nicolás Maduro. Si bien pertenecía a una familia de políticos, él no hacía parte de esa élite.

«Justo ahora, cuando mi hija está a punto de hacer su viaje de intercambio. Con la crisis en que estamos me costará conseguir un trabajo bien pagado».

El doctor Meléndez era padre de familia, su esposa había fallecido cinco años atrás. Como era hijo único y sus padres también murieron hacía mucho tiempo, su red de apoyo era reducida, solo unos cuantos amigos y familiares. La familia de su esposa vivía en el extranjero, no podía contar con ellos de manera inmediata. Su situación económica era estable pero no pudiente. Cuando su esposa enfermó, invirtió los ahorros de toda una vida en un innovador tratamiento para curar el cáncer.

 

Ya en casa, esperó la hora de la cena y les comunicó a sus tres hijos las últimas noticias. Mario y Sebastián guardaron silencio mientras su padre les explicaba las consecuencias de lo sucedido.

Sin embargo, su hija mayor, Antonella, reaccionó airadamente.

—Yo no sé, papá, pero a mí me cumples con lo planeado. Yo me voy de intercambio a Estados Unidos.

—Eso no será posible, hija. Necesitamos guardar ese dinero porque no tengo la certeza de que encontraré trabajo pronto.

—Pero ¿cómo, papá? ¡No puedes tirar la toalla! Tú sabes que yo quiero irme, todos los chamos de mi cole se irán al extranjero para aprender inglés.

—No estoy diciendo que no irás, solo que no puede ser ahora, hay que esperar.

—¡No quiero esperar, yo no voy a esperar! —dijo molesta y se levantó de la mesa sin terminar su comida.

Antonella era una bella adolescente de dieciséis años, inquieta, orgullosa y demandante. La noticia que le dio su padre le causó una gran angustia. Para ella era inconcebible la idea de no viajar al extranjero como el resto de sus amigos. Lloró de rabia y de frustración: «Qué oso, qué vergüenza, seré la única pobretona que se queda aquí en este piche país».

Al día siguiente se levantó temprano y llamó a su amiga Valentina. Esta le había hablado sobre una agencia de modelaje que estaba buscando jovencitas para que modelaran ropa interior. Como sabía que su padre no la autorizaría, estaba decidida a hacerlo a escondidas con tal de ganar dinero para su viaje.

Cuando obtuvo el contacto de la persona indicada, la llamó y agendó una cita a la cual iría ese mismo día. Le dijeron que se estaban cerrando los cupos. Antonella vio que esta era la gran oportunidad y se fue al encuentro.

El lugar donde funcionaba la agencia estaba ubicado en una zona lujosa de Caracas. Antonella llegó puntual, le dijeron que esperara para una entrevista. Al poco tiempo la hicieron pasar a un salón cuya decoración era exclusivamente de color rojo, grandes espejos y varias cámaras de video. Un fuerte olor a sándalo inundaba el recinto. La música, proveniente de un pequeño equipo de sonido, resonaba apagada, como un lamento constante. Conversaciones susurradas y risas nerviosas flotaban en el aire, mezclándose con la melodía que intentaba en vano tapar la realidad cruda que se vivía allí.

La mujer que la recibió era de piel oscura, cabello negro, una larga cabellera negra resaltaba su mirada penetrante. Tenía alrededor de cuarenta años, vestía con elegancia y llevaba puestas joyas costosas en apariencia. Sus movimientos eran lentos y pausados.

—Hola, Antonella. Soy la dueña de la agencia. Un gusto conocerte. Qué bueno que hayas venido. Te va a ir súper con nosotros.

Antonella sonrió emocionada mientras preguntaba:

—¿Cuándo puedo empezar a modelar?

—Ahora mismo, pero antes debemos hacerte una pequeña prueba. Es algo sencillo, no te preocupes. ¡Aah!, se me olvidó preguntarte: ¿tus padres saben que estás acá?

—No, no, señora.

—Necesito preguntarte otra cosa, debes decirme la verdad, será nuestro secreto —le dijo guiñando un ojo en señal de complicidad.

—Bueno —murmuró la chica, un poco intimidada.

—¿Todavía eres virgen?

La pregunta desconcertó a la muchacha, pero movió la cabeza en señal de afirmación.

—Muy bien. Desnúdate, bebé.

Antonella abrió los ojos sorprendida. Al notarlo, la mujer la tranquilizó.

—No te achantes, niña, que quiero ver cómo es tu cuerpo para poder decidir qué ropa usarás.

—Pero… yo…

Antonella sintió miedo, pensó en huir. No era tonta y sabía que esa petición no era lo indicado.

—¿Quieres ser modelo, sí o no? ¡No estoy pa’ perder el tiempo!

La muchacha no respondió, se quedó inmóvil sin saber qué hacer. La mujer se levantó y le trajo un vaso con agua.

—Tómalo, eso te va a calmar.

La chica accedió temblorosa y lo bebió todo.

Era el último día de Meléndez en el hospital y sus compañeros habían organizado una cena de despedida, motivo por el cual llegó tarde a su casa. Como era costumbre, entró a la habitación de los chicos, para darles las buenas noches. Cuando fue el turno de saludar a Antonella, llamó a la puerta despacio y al no obtener respuesta asumió que ya estaba dormida. Entonces decidió no despertarla, necesitaba hablar con ella para tranquilizarla y convencerla de la necesidad de posponer su viaje. «Mañana lo haré temprano», pensó.

La ausencia de Antonella se hizo evidente la mañana siguiente. Su padre, muy enojado, la llamó infinidad de ocasiones, pero el celular estaba apagado. También llamó a casa de sus amigos. Nadie sabía dónde estaba. Decidió tranquilizarse pensando que era una pataleta de su hija a causa de la noticia.

Anocheció y a pesar de las múltiples llamadas, nadie sabía nada. Meléndez pasó la noche en vela, esperando que el celular por fin sonara.

Muy preocupado, llamó a un conocido suyo que tenía contacto con la Policía Nacional Bolivariana. Después de las averiguaciones respectivas, su amigo le informó que no se había reportado ningún accidente o situación relacionada con una menor de edad el día anterior. Si la chica no aparecía podía poner una denuncia, no obstante, tendría que esperar a que se cumplieran setenta y dos horas de su desaparición.

Pasó el fin de semana y Antonella no apareció. Nadie la había visto, ni sabía nada. Recibió muchas llamadas de personas cercanas preocupadas por Antonella. Pero hubo una que lo alteró.

Se trataba de una amiga de su hija llamada Valentina. La chica le contó que Antonella acudió a una entrevista en una agencia de modelaje el viernes en la tarde y le dio la dirección. Con esta información, Meléndez se apresuró hacia el lugar señalado. Encontró el sitio y timbró varias veces. Nadie atendió. De inmediato, el médico se dirigió a la Policía e informó sobre lo acontecido. Se ordenó una pesquisa en la zona y se interrogaron a las personas de los locales vecinos.

Meléndez se caracterizaba por ser una persona calmada y extremadamente racional, sin embargo, ante los últimos acontecimientos su mente empezó a divagar y no pudo evitar sentir una gran angustia ante la posibilidad de no volver a ver a su hija. Lo invadía una tristeza inmensa. Le había prometido a su esposa en el lecho de muerte que cuidaría de sus hijos como el tesoro más valioso. Con lo que estaba sucediendo, creía que le estaba fallando a sus hijos, a la memoria de su esposa y a él mismo.

«¿Qué significa esto?», preguntó mirando al cielo. «Por favor, cuida a nuestra hija».

Se fue a su casa con una sensación de vacío y soledad. Les contó a sus hijos menores lo sucedido y los tres lloraron abrazados.

Al día siguiente llamó a la Policía en búsqueda de información, pero aún no había avances. Meléndez sentía que se encontraba en un laberinto sin salida. La espera lo desesperaba. Así que decidió presentarse nuevamente en la comandancia de la Policía para presionar que se agilizaran las investigaciones. Tenía claro que cada día transcurrido era tal vez uno menos para que su hija regresara a casa. Al verlo, el jefe de investigaciones lo invitó a seguir y le dijo:

—Le tengo noticias, doctor. Las indagaciones ya dieron los primeros resultados.

—Por favor, dígame qué le pasó a mi hija, ¿ya saben dónde está?

—Todo indica que ha sido captada por una red de trata de personas. Se han denunciado desapariciones de varias mujeres jóvenes. En un registro de las cámaras de seguridad del sector se observa que una persona con la descripción de su hija llegó al lugar un poco antes de las tres de la tarde.

—¿Y a qué hora salió?

—Las cámaras no registran la salida de la muchacha, pero sí grabaron a varios vehículos que partieron ese mismo día. Hay un retrato hablado de las personas que frecuentaban el lugar: una mujer y dos hombres. A ella la hemos identificado como alias la Gata. Una colombiana con un amplio historial delictivo. Tenemos serios indicios de que probablemente hace parte de la banda El Tren de Aragua, quizás como proxeneta. Lo más preocupante de esto es que, por lo general, las personas que caen en esta red son trasladadas a otros países de manera clandestina y con documentación falsa.

Meléndez estaba consternado. No pensaba con claridad. No podía creer que su pequeña Antonella hubiera caído en esta desgracia y ahora mismo estuviera siendo víctima de los más temibles vejámenes en manos de criminales. Estaba abatido y desorientado, como pocas veces en su vida. Por fin atinó a decir:

—¿Hay algo que yo pueda hacer por mi hija?

—No, señor, nada, deje todo en nuestras manos.

Meléndez salió de la comandancia. No sabía a dónde ir ni qué hacer. Decidió caminar sin rumbo fijo, necesitaba ordenar sus ideas. Se detuvo un momento en una farmacia para comprar un analgésico y aliviar el intenso dolor de cabeza que le aquejaba.

Llevaba caminando más de una hora, inmerso en sus pensamientos. De repente se paró y tuvo una epifanía.

«Claro, eso es lo que debo hacer. Yo mismo voy a ir a buscar a mi hija».

Necesitaba volver a la comandancia. El teniente Mayolo se sorprendió al verlo de nuevo.

—Por favor, teniente. Necesito que me ayude con más información.

—Hay un soplón que nos está ayudando con el caso. Se presume que su hija fue sacada por una de las trochas que comunican a Venezuela con el norte de Colombia. Además, tenemos un agente infiltrado en uno de los burdeles de Cúcuta. Estamos esperando que nos confirmen si han visto a alguien como su hija entre las muchachas nuevas. Denos tiempo para confirmar.

Transcurrieron varios días y Meléndez llamó en búsqueda de más información. Le confirmaron que efectivamente, una chica con las características de Antonella había sido vista en unos de los burdeles.

—¿Y por qué no hacen nada?

—Estamos en eso, pero en Colombia la prostitución no es delito. Hacer los trámites con las autoridades de otro país, toma tiempo. Nosotros no podemos allanar un lugar fuera de Venezuela. Compréndanos, doctor.

Al día siguiente, el médico se presentó en la comandancia. No soportada quedarse en casa solo esperando.

—¿En qué puedo servirle doctor?

—Ayúdeme, por favor, teniente. Deme más detalles sobre lo que han investigado hasta ahora.

—No puedo hacerlo, es confidencial.

—¿Es en serio? ¡Confidencial! ¿Creen que de esa manera están ayudando a mi hija? —gritó exasperado.

—Cálmese hombre. Lo entiendo. Yo también tengo una hija adolescente. Sé quedó pensativo por un momento, luego añadió: Mire, lo voy a ayudar. Pero me promete que no le dirá a nadie.

Meléndez miró fijamente al policía.

—Le doy mi palabra de que así será.

El teniente le entregó  un papel  donde se leía una dirección. No sabía por qué, pero confiaba en aquel hombre.

—Dígame, doctor, ¿qué piensa hacer?

Meléndez permanecía en silencio y antes que pudiera responder, el policía le advirtió:

—Tenga mucho cuidado, recuerde que no se trata de principiantes. Esta es una banda de malandros muy poderosa que ha trascendido las fronteras de Suramérica. Son peligrosos y sanguinarios.

—Gracias, teniente —dijo—. No pienso hacer nada, ¿qué puedo hacer yo solo? Estaré atento a sus noticias.

Ir en búsqueda de su hija significaba un desajuste en la vida familiar, pero estaba decidido. Hizo los arreglos necesarios para que una persona de confianza cuidara a sus hijos y se quedara a cargo del hogar mientras él se marchaba hacia Colombia. Indagó todo lo que pudo sobre el negocio de la prostitución en Colombia. Se enteró de que, en ese país, las autoridades de salud exigían a los establecimientos un certificado de salubridad, el cual debían actualizar con cierta periodicidad.  Para ello, debían efectuar evaluaciones médicas frecuentes a sus trabajadoras.

A los pocos días salió de viaje y se las ingenió para contactar con la administradora del burdel, ofreciendo sus servicios como médico a muy bajo costo para examinar a las trabajadoras sexuales del lugar. Dada la situación económica de Venezuela, esto era muy normal. Nadie sospechaba de un médico desempleado que migraba a Colombia a trabajar por un pago mejor.

A pesar del ambiente lúgubre y sombrío de aquel lugar, cada día se presentaba a la hora acordada con la esperanza de encontrar en una de sus pacientes a su desventurada hija. Sin embargo, no la halló. Indagó con sutileza sobre los últimos ingresos. Se enteró de que un día antes de su llegada se había realizado un «despacho» de mujeres hacia el Ecuador. Esta noticia lo dejó desolado por varias horas, sin embargo, recuperó la determinación y le comunicó a la administradora que en realidad viajaba hasta el Perú. Si ella lo consideraba prudente, podría atender a las chicas de la sede de Ecuador durante su estancia, antes de llegar a su destino final. La mujer, evidentemente encantada con el atractivo médico, accedió. Le entregó las indicaciones y el contacto para llegar al lugar.

El trayecto desde Cúcuta hasta Ipiales duró cerca de cuarenta horas. Fue una travesía agotadora, pero por fin había llegado a la oficina de inmigración ubicada al otro lado del puente Rumichaca, frontera con Ecuador. Esa noche durmió en un pequeño hotel y al día siguiente tomaría otro bus para llegar a Quito. Ahora solo le esperaban seis horas de viaje.

El doctor Meléndez se había documentado muy bien sobre el delito de la trata de personas. Conoció de organizaciones internacionales que tenían programas de atención a las víctimas y sus familiares. Se contactó con los responsables, a quienes reportaba su derrotero y la información que iba obteniendo. De igual manera, contrató a un abogado especialista en derechos humanos para que lo asesorara sobre el procedimiento.

En Quito se instaló en un pequeño hostal y se dirigió a la dirección indicada por Soraya, la administradora del burdel en Colombia. Al día siguiente inició con las consultas médicas. A medida que pasaban los días, tenía la esperanza de que quien tocaba la puerta del improvisado consultorio fuera su amada Antonella. Pero esto tampoco sucedió.

De nuevo se sintió derrotado, pero al poco tiempo retomó su valor y de una manera muy sutil indagó sobre las muchachas que habían llegado desde Colombia. Se enteró de que varias fueron enviadas días antes a Perú. Era una estrategia para evitar que las chicas organizaran planes para escapar.

Usó el mismo ardid de la vez anterior y le pidió a la administradora que lo referenciara con la sede del burdel en Lima. Esta vez esperaba contar con mayor suerte y quizá encontrara a Antonella en aquel lugar.

Tendría que viajar otras cuarenta horas para llegar a su destino, pero esto no le importaba. El ferviente deseo de encontrar su hija lo impulsaba a afrontar cualquier desafío.

Llevaba varios días atendiendo a hombres y mujeres trabajadores del burdel. Antonella tampoco aparecía. En aquel lugar el ambiente era más tenso, hombres armados lo vigilaban constantemente. Razón por la que se abstuvo de preguntar más allá de lo necesario.

Recostado en la cama del hostal, trataba de comprender la dinámica de los delincuentes que tenían a su hija. En medio de sus reflexiones, escuchó la notificación de un mensaje por WhatsApp de un número desconocido. Desprevenido, lo abrió y la sorpresa hizo que se sentara de golpe.

Era un video de Antonella dirigido a él en el cual le decía:

«Hola, papá. No te preocupes por mí. Estoy chévere. Yo decidí irme de viaje con unos amigos para conocer otro país. Quédate tranquilo y saluda a mi mamá y mis hermanas».

Meléndez se quebró. Lloró como un niño al que le quitan su juguete más preciado. No eran las palabras de su hija lo que le causaba el llanto. Fue la expresión de sus ojos lo que le desgarró el alma. Esa mirada apagada, sin esperanzas, sin brillo, con la ilusión perdida. Poco quedaba de aquella muchacha vivaz, alegre y altiva que semanas atrás había dejado el hogar.

Cuando por fin se recuperó del impacto, empezó a procesar el mensaje de su hija. Reaccionó y envió un mensaje de voz:

«Hola, mi amor, me alegra saber de ti. Debes ser fuerte. Recuerda que te amamos y cuando estés triste, piensa en el ángel que te cuida desde el cielo».

Fingió una voz tranquila. No quería alarmar a los delincuentes que tenían a su hija. El mensaje se fue y se registró como leído. Guardó el número y envió el video a su abogado. Al menos sabía que ella estaba viva y eso alivianaba un poco su dolor.

A la mañana siguiente, Meléndez se vio enfrentado a un nuevo dilema al recibir una llamada de María, la persona que había contratado para que cuidara de sus dos hijos. Ella le contó que el chico se estaba comportando de una manera extraña. En ocasiones no llegaba a la casa, y otras no iba a estudiar, no comía y se encerraba todo el día en su habitación. No contaba con este inconveniente, estaba decidido a seguir buscando a su hija. Sin embargo, le preocupaba mucho la salud de su hijo menor. Decidió volver a su país «Ya perdí una hija, no puedo perder a otro». Le dolía profundamente abandonar la búsqueda de Antonella, sabía que el tiempo era su peor enemigo.

Ya en Venezuela, descubrió que la situación de su hijo era mucho peor de lo que imaginó. Padecía de un trastorno depresivo grado tres, lo cual significaba cuidados muy avanzados desde el punto de la salud mental. Ante esta situación, tomó la decisión de quedarse y empezar a buscar trabajo.  El temor a que una nueva crisis impulsara a su hijo a atentar contra su vida impidió viajar de nuevo en búsqueda de Antonella.

El médico permanecía en contacto con las organizaciones humanitarias que le ofrecieron ayuda. Compartió toda la información que tenía sobre la red de trata de personas y proporcionó detalles cruciales para las investigaciones. Trabajó incansablemente para desmantelar la organización que tenía a su hija y a otras jóvenes bajo su control. Hubo operativos encubiertos y se realizó una labor colaborativa entre diferentes países para combatir esta red de crimen organizado.

Con el tiempo, las acciones dieron frutos y se logró liberar a varias jóvenes que estaban bajo el control de la banda. Sin embargo, la ubicación de Antonella seguía siendo esquiva. La zozobra del doctor Meléndez aumentaba día a día, pero mantenía la esperanza de que, con cada golpe a la organización, se acercaba un poco más a su hija.

Cinco años después, alguien llamó a la puerta de la casa de los Meléndez. Una mujer apareció en el umbral. Era alta y esbelta. Llevaba el pelo corto y rubio, intenso. Vestía camiseta blanca y pantalones de mezclilla, desgarrados a la altura de las rodillas.

—Hola, papá, soy yo.

Meléndez se quedó paralizado al escuchar aquella voz, tardando en reaccionar. La miró fijamente y notó que estaba muy cambiada, pero no había dudas: era su niña, su amada Antonella, por quien había derramado tantas lágrimas. Finalmente, después de tantas luchas, de incontables plegarias y el desgarrador dolor de su ausencia, ella estaba ahí, frente a él. Incapaz de articular palabra, simplemente abrió los brazos y la envolvió en un abrazo, apoyando con ternura su cabeza contra su pecho. Lágrimas brotaban sin cesar, mojando la rubia cabellera de la muchacha, mientras ella se estremecía aferrada a él.