miércoles, 2 de julio de 2025

El último hombre

Doris Verónica Martínez Méndez


La pequeña Lua se encontraba en cuclillas en el patio exterior del centro de formación al que asistía. Sus ojos eran dos agujeros negros absorbiendo la imagen de un par de hormigas aladas que parecían tener una especie de lucha. Eran mucho más grandes que aquellas que solían colarse entre sus calcetines cuando atravesaba el campo cercano al Instituto donde trabajaba su madre. Con un delicado movimiento de pinza, las llevó a la palma de su mano para apreciarlas mejor: sus vientres parecían estar pegados entre sí, como si ahora fueran un mismo cuerpo.

—¿Qué haces? —preguntó una de sus compañeras al acercarse y bajó la voz—. ¿Pelean?

—No, no se muerden —reconoció Lua con una expresión contemplativa—, es... otra cosa... están...

—¿Qué hacen ustedes dos aquí? —regañó una tercera niña con sus manos en la cintura—. ¡Qué asco! ¡Son cucarachas!

—Son hormigas —instruyó Lua sin apartar su mirada de ellas y amplió una sonrisa—. ¡Mira, Sefi, se han separado!

—He llamado a la maestra para que las castiguen...

Una de las hormigas salió volando. Un nudo se formó en la garganta de Lua al reconocer la agonía de aquella que ya no pudo irse. Por primera vez comprendió lo efímero de la vida y lo solitario de la muerte.

—La... mató... —balbuceó, sorprendida.

—Lua, Sefi —llamó una mujer de cuerpo larguirucho vistiendo un mono de una pieza que apenas le hacía notar la cintura—, ¿otra vez escapándose de clases?

—Estaban jugando con cucarachas —acusó su compañera.

Lua cerró el puño y escondió su mano detrás de la espalda.

—Vamos, todas adentro —apuró la maestra cubriendo su rostro del fuerte resplandor del sol.

Lua dio un último vistazo al lugar donde encontró a la naturaleza por fuera de los libros de hojas censuradas que había en la biblioteca. Pasó el resto de la mañana escuchando las mismas doctrinas del nuevo orden, este que sobrevino después del colapso de la civilización a manos del «Hombre».

En medio de las doctrinas políticas, Lua recordaba la voz susurrante de su madre relatando la historia escondida en el olvido: que la humanidad había agotado los recursos naturales y, con ello, el planeta sufrió catástrofes climáticas que propagaron enfermedades devastadoras. Miraba junto a ella viejos recortes de papel con los detalles de una guerra nuclear, producto del delirio humano. Las fechas y los culpables no le importaban, su estupor había quedado en el titular de una fotografía gris de un mundo pulverizado: «Polvo eres y al polvo volverás».

El hombre de la posguerra se sumió en una crisis postraumática y no supo liderar más. La fragilidad de las generaciones jóvenes, en su desvarío mental, condenó a la masculinidad como un crimen. Con la implementación de la ideología de género, el feminismo radical y el enorme resentimiento ante la crisis, la apología eugenésica se volcó hacia el exterminio del hombre y su intervención en el nuevo orden social, incluyendo su participación en la continuidad de la especie humana.

«La única utilidad del hombre resultó ser una sola costilla de donde se supone se creó a la mujer», dijo la senadora Márquez al tomar las riendas de una sociedad mancillada.

Tras el desarrollo del nuevo régimen, con la recuperación de herramientas tecnológicas y científicas, se estableció la ley sobre la aplicación de ingeniería genética avanzada para la mejora cualitativa y biológica de la población remanente. Se autorizó la castración química y el cambio irreversible de género en los últimos hombres y niños varones. La asignación de progenie únicamente se haría por diseño genético en el laboratorio con el fin de controlar las tasas de natalidad y aprovechar los limitados recursos del planeta. La guerra ideológica escaló a la persecución y total erradicación de la familia tradicional.

Lua esperaba afuera del edificio de estructuras prefabricadas, comunes en todos los inmuebles construidos después de la guerra. Al horizonte, por detrás de la densa capa de esmog, se miraban las siluetas negras de lo que alguna vez fueron rascacielos. Sus esqueletos soportaban el paso del tiempo como ruinas silenciosas, testigos inertes de la caída definitiva de la era del hombre. A las tres de la tarde, todas las niñas eran recogidas en vehículos híbridos de conducción automática y enviadas a las diversas cooperativas encargadas de su crianza. Estos modelos estructurales tenían la finalidad de proporcionar un ambiente comunitario sustituto de la familia.

Cada década se realizaba la asignación de nuevos embriones a grupos cuidadosamente seleccionados por la regencia, siendo indispensable una figura política que perpetuara la doctrina social que empezaba a debilitarse. A solo un año de una nueva generación in vitro, muchas cooperativas se habían reestructurado debido al incremento de las tasas de suicidio, adicciones, agresiones domésticas y enfermedades crónicas incapacitantes. Lo espiritual se había extinguido como algo retrógrado, fruto del hombre en su papel del favorito de Dios.

Mientras esperaba, Lua miraba con curiosidad cómo unas máquinas antiguas vertían brea caliente en una de las calles para repararla. El olor a humo saturaba el aire. Una mujer de cuerpo ancho y robusto mezclaba el líquido viscoso mientras otra, de mayor corpulencia, cargaba un saco enorme sobre sus hombros y espalda ancha. Su rostro estaba cubierto por una pañoleta roja, pero Lua notó los rasgos toscos en sus cejas gruesas y una prominencia frontal distinta a la del promedio. Aquella mujer descargó la grava con facilidad, levantando una nube de polvo gris sobre la brea caliente, mostrando la musculatura de sus gruesos brazos al empujar el azadón y extender el material sobre la calle. La niña se preguntó si aquella figura andrógina pudiera ser uno de los últimos transgénero que sobrevivieron la purga al final de la guerra.

—¿Nadie ha venido por ti tampoco? —preguntó Sefi, preocupada, y se sentó a su lado.

Eran las cinco de la tarde, el castigo había consistido en limpiar los salones al terminar la jornada. Lua apretó sus labios y miró alrededor para ubicar algún vehículo que estuviera varado por falta de electricidad. Los apagones eran comunes en ciertos lugares de la ciudad, pese al uso de energía solar y eólica. El mantenimiento de los aerogeneradores era complicado sin las maquinarias especializadas y los cambios climáticos seguían siendo impredecibles, haciendo difícil la recolección de energía. Las mujeres asignadas a este tipo de trabajo eran propensas a sufrir lesiones y accidentes, lo cual afectaba el desarrollo de la comunidad.

—¿Te puedo mostrar algo? —continuó Sefi en voz baja y sacó de su pantalón un papel amarillento y desteñido: el dibujo de una mujer en un vestido de pliegues elegantes bailando en brazos de otra de cuerpo distinto, más neutro, usando pantalones, corbata al cuello y vello facial: un hombre.

—¡No, Sefi! Que nadie te vea con eso —advirtió Lua en un susurro y dobló aquel papel con rapidez para esconderlo.

—Aquí están —llamó una mujer de mediana edad, vistiendo un overol negro y zapatillas grises de suela alta.

—¡Mamá! —reconoció Lua y de inmediato se cubrió la boca.

—¿Mamá? —preguntó Sefi, pues era la primera vez que escuchaba esa palabra.

—Vamos, vamos, ya se hace tarde —apuró aquella mujer y se agachó para acercarse a Sefi—. Vendrás con nosotros hoy, Sefi. Pasó algo con tu cooperativa.

Un antiguo monasterio se erigía majestuoso entre la vegetación al pie de la montaña. Sefi se sintió intimidada entre los gélidos muros hechos de bloques gigantes de piedra caliza y granito. Sus cortos pasos sobre el mármol hacían eco en lo alto de la bóveda del techo donde el viento susurraba, en silbidos intermitentes, los antiguos cantos gregorianos. El aire frío traía el olor metálico y medicinal de la ciencia mezclada al aroma del incienso y las velas de siglos pasados. Lua caminaba junto a su madre con naturalidad, mientras que Sefi tenía la sensación de que alguien la miraba secretamente en algún rincón y daba cada paso con reverencia en aquel Instituto de Investigación Genética y Reproductiva.

La madre de Lua era una médica del programa de castración química y control poblacional y la encargada de la generación de embriones. Lua disfrutaba mucho pasar las tardes junto a ella en el laboratorio; su curiosidad y fascinación por la ciencia la había convertido en una excelente aprendiz. Esa tarde se esmeró en mostrarle a Sefi todas las maravillas que se contenían en los rincones en los que se le permitía el acceso: los huertos clonales en el refectorio y la biblioteca que contenía más libros de los que jamás había visto, la mayoría encadenados a un atril. Aquel aroma resinoso se convertiría en un vicio incurable para toda su vida.

Sefi terminó agotada por todos los acontecimientos del día. Se acomodó en el pequeño dormitorio que compartía Lua con su madre en lo que alguna vez fuera el presbiterio de la iglesia del monasterio. La regencia había accedido a utilizarse como residencia, lo cual mostraba el alto grado de confianza que la científica gozaba en la sociedad.  

—Tuviste mucha suerte. Lo que viste se llama copulación, cuando un macho y una hembra unen sus partes genitales con el fin de crear nueva vida —explicó aquella científica apenas en un susurro—. Alguna vez nuestra especie hacía lo mismo.

—¿Acaso el hombre moría por eso? —preguntó Lua, afligida.

—No, no era así —respondió sin negarle una sonrisa enternecida y miró hacia la cama donde estaba Sefi—. Ahora que Sefi estará con nosotras, debemos ser cuidadosas, ¿de acuerdo?

—¿Cuántos días se quedará aquí?

—No te puedo mentir, cariño. Ocurrió una tragedia en su cooperativa. Sefi tuvo suerte de estar castigada contigo esta tarde. Dependerá de la regencia su reasignación.

Pasó un año y la nueva asignación de embriones se vio afectada a causa de nuevas mutaciones genéticas por incompatibilidad cromosómica. Lua y Sefi pertenecían a la última generación viable. Habían pasado treinta y tres años desde entonces y no todas llegaron a la edad adulta. El ministerio de obras públicas echaba de menos a aquellos últimos hombres sometidos a transición química. La terapia de reemplazo hormonal había causado enfermedades incapacitantes: osteoporosis y tumores cancerígenos en su mayoría, afectando su desempeño físico en labores de fuerza. La nueva juventud, además, empezaba a añorar aquello que se convertía en un mito: la maternidad. Había un silencio que no volvería a llenarse con el llanto o las risas de un niño. En esa agonía se desbarataba la idea de una sociedad perfecta.

Lua había crecido bajo la tutela protectora de su madre. Sus ojos negros almendrados estaban delineados por tupidas pestañas, sus cejas rectas eran pobladas por un vello grueso y oscuro que ceñía su mirada. Tenía un rostro ovalado, pómulos elevados, una nariz recta y labios delgados. Esa androginia no era común, y su madre lo sabía.

Sefi, por el contrario, se había volcado a una moda más creativa y femenina, usando cinturones que marcaban su silueta como un reloj de arena, levantando el busto y exponiendo sus clavículas desnudas en escotes más pronunciados. El tiempo había debilitado el régimen, permitiendo la libertad de elección en el vestuario y la creación de prendas más atrevidas, regresando la fascinación por las faldas y los vestidos a la rodilla. La última generación buscaba un mundo más diversificado, con roles más equilibrados. Anhelaban, en secreto, una masculinidad que protegiera su fragilidad desgastada por el paso del tiempo.

Lua era ahora la nueva responsable del programa de reproducción controlada tras el lamentable fallecimiento de su madre, apenas unos años atrás. Había realizado varios estudios para resolver los problemas de compatibilidad cromosómica. En contra de las normativas políticas existentes, empezó a experimentar con células embrionarias y cigotos creados con óvulos y espermatozoides rescatados de una época anterior a la castración química. Pero llevaban tanto tiempo congelados que, con los apagones y alteraciones de la cadena de frío, mucho de su código genético se había rasgado y no lograba reparar las cadenas rotas y parchar con nuevo material, los huecos existentes. Tampoco había logrado revertir la infertilidad de los castrados químicamente.

Sefi, por otro lado, había avanzado mucho en la tecnología digital, recuperando lo que alguna vez fue conocida como una red global de comunicaciones, prohibida durante la instauración del régimen para ocultar toda la información del pasado. Su fascinación nació al conocer, por primera vez, la impresionante caja sonora que se utilizaba en el laboratorio para comunicarse a distancia: la radio. Tenía una mente brillante y perspicaz, atributos otorgados por diseño genético y elementos de crianza que le diera su madre adoptiva.

—Estaremos esperando los resultados de sus nuevos estudios —finalizó una de las ejecutivas en la videoconferencia que presidía Lua en una de las celdas que utilizaba como oficina.

El eco de algo parecido a un fino martillar resonó en el corredor y Lua reconoció la figura de Sefi caminando a prisa en unos zapatos que elevaban su altura sobre una especie de cono bajo el calcañar.

—¿Qué sucede, Sefi? —preguntó al cortar la transmisión—. ¿Qué son esos zapatos?

—Tú sabrás de cromosomas, Lua, pero yo sé de moda —respondió sin lograr disimular el tono nervioso de su voz—. Tenemos que hablar.

—Espera —detuvo Lua al escuchar una notificación en su computadora—, ya están los resultados del laboratorio.

Lua revisó los datos en la pantalla. Su mascarilla no dejaba ver su expresión, pero Sefi notó una sombra de tristeza en sus ojos.

—¿No son viables?

—Todos muestran la misma mutación de proteínas, los segmentos de ADN que se han reciclado provocan un cuello de botella —explicó Lua con un suspiro—. Mamá tenía razón. Las posibilidades no son infinitas, no sin material genético puro. No podemos forzar las cadenas de ADN a nuestro antojo... El último intento ha fallado.

—Eso sería el fin de nuestra especie.

—Ese reloj empezó a correr hace mucho, Sefi, con la última guerra, la contaminación nuclear, la manipulación climática y, sobre todo, con las ideologías radicales —resumió Lua y se acercó un poco más a ella, absteniéndose de rozar su rostro—. Creímos que podríamos ganarle a Dios en su juego, pero Él siempre nos llevó la delantera.

—Nadie cree en Dios.

—Cuando te esmeras en querer ser como Dios, ya crees en Él: «Tendrás el conocimiento del bien y del mal y serán como Dios». ¿No fue así como empezó todo?

En una de las visitas clandestinas a la biblioteca, siendo niñas, Lua y Sefi habían encontrado un antiguo libro de la extinta civilización en el cual conocieron, por primera vez, la idea de la creación por un ser omnipotente en solo cinco días, atreviéndose en el sexto a arriesgarlo todo dándole vida al hombre.

Sefi bajó la cabeza sin poder contener sus lágrimas y disintió.

—No —respondió y, dándole una mirada agresiva a Lua, se acercó—. «Dios creó al hombre a su imagen… Hombre y mujer los creó…»

—Sefi —murmuró Lua mientras miraba en todas direcciones.

Sefi retiró con suavidad su mascarilla. Sus ojos se encontraron en una creciente fuerza magnética que acercó inevitablemente sus cuerpos.

—Deja la farsa un momento y escúchame…

—Alguien nos puede ver —murmuró Lua con una voz más grave.

—Mamá hizo todo por protegerte y ahora sé que sabía lo que hacía.

—¿Hay más como yo? —preguntaba una Lua adolescente, cuando su madre inyectaba los medicamentos en su brazo de hueso largo.

—No, por eso debemos esconder algunos rasgos… Estás creciendo... muy rápido.

—Yo puedo ayudar —propuso Sefi y fue a buscar sus pinturas en polvo y ungüentos para el rostro.

Lua se mantuvo quieta mientras Sefi le aplicaba el maquillaje. Le atraía el brillo de sus ojos claros y la manera en que fruncía sus labios rojos cuando se concentraba. Una electricidad inquietante recorrió su cuerpo por primera vez al sentir el roce de sus dedos sobre su piel.

Esa misma sensación de años atrás la hizo temblar cuando Sefi limpió el colorete rojo de sus labios.

—Tal vez no todo esté perdido. Puede haber un milagro…

Lua se alejó y se reclinó sobre un escritorio, dándole la espalda.

—¡No somos dioses, no hay milagros! No uno que pueda hacer yo, al menos. No seré quien devuelva al hombre su dignidad como creyó mamá —lamentó con una risa herida y deslizó su mano en su rostro y su cabello—. Mírame… No la he tenido para conmigo mismo. Fue una soberbia suya querer rescatarnos de nuestra merecida extinción.

—¿De allí nací yo? —preguntó de niña cuando acompañaba a su madre a supervisar los embriones empacados en bolsas sintéticas, llenas de agua clara.

—No… —respondió su madre y se acercó a su oído en un susurro—, tú estuviste en mi vientre… como solía hacerse hace mucho tiempo… Quise sentir en carne propia el milagro de la vida.

—¿Eres como una hormiga reina?

—Se puede decir —bromeó y continuó su trabajo en el laboratorio.

—Fue una valentía suya… —continuó Sefi, sacándola de sus recuerdos, y retiró las prótesis falsas de su rostro—, y no ha sido en vano.

—Quizás la Tierra tenga mejores probabilidades sin nuestra especie. Tal vez extinguirnos sea el propósito de todo esto. Si hay un Dios, puede hacer todo nuevo; tardaría otros cinco días, sin nosotros al sexto para arruinarlo otra vez… Mamá decía: «La vida siempre encuentra un camino… si no la estorbas».

Lua no contuvo unos sollozos y arrancó el rebozo que escondía la protuberancia laríngea de su garganta. Desde la pequeña ventana se podía ver un horizonte más despejado en el que volaban aves de paso. Los rumores señalaban que la contaminación nuclear en la región del norte se había diluido, permitiendo la propagación de la vegetación en nuevos campos y bosques que revestían los esqueletos grises de antiguos rascacielos a los cuales llegaban los animales y, se especulaba, muchos expulsados por el régimen.

Sefi sonrió a la vez que sus lágrimas corrían por su rostro y se acercó a besarlo apasionadamente, como tantas otras veces en las que exploraron las diferencias y particularidades de sus cuerpos y caracteres, apretándose luego en un fuerte abrazo.

—Moisés… estoy embarazada.

lunes, 30 de junio de 2025

Desalojo

Rosario Sánchez Infantas


«¡Me costó mucho sacarlo del ataúd!».

Eso dijo. Lo escuché claramente.

Con enormes letras de color amarillo sobre las mamparas de vidrio negro se leía Funeraria Descanso Eterno. Entré a ella para averiguar el horario de atención de una imprenta vecina. Sin darme cuenta, ya estaba atravesando un salón alfombrado: A ambos lados se alineaban ataúdes de diversos modelos, tamaños y colores. La pintura de una hermosa pradera cubría la pared del fondo. El sexagenario dueño de la funeraria, a quien conozco solo de vista, hablaba por un teléfono fijo. Cuando me vio, se despidió apresurado y colgó. Parecía sentirse descubierto haciendo algo de lo que se avergonzaba pues abrió mucho la boca y llevó sus manos crispadas delante de ella.   

Me pregunté: ¿Con quién hablaba? ¿Qué fue lo que extrajo?

Pienso que se refería a algo valioso, parte del ajuar de un difunto. Imagino que podría ser un anillo de oro encajado en el dedo de su dueño. El rigor mortis habría dado batalla aferrando la joya, aunque inútilmente por lo visto.

Parece increíble. Creo que alguien, como don Eugenio Villafuerte, cercano a la idea de la muerte, debería estar más próximo a la virtud en comparación con los demás mortales. Eso agrava lo repudiable de su comportamiento. En varias décadas que viene regentando su empresa, ¡cuántas cosas habrá extraído de los ataúdes! Y al parecer tiene un cómplice porque comentaba su fechoría con alguien.

Lo que le oí decir me desconcentró del propósito de mi ingreso a la funeraria. Tartamudeando formulo mi pregunta y él, balbuceante, me da información vaga, siendo necesario repreguntarle. Me despido y salgo torpemente. Siento que me observa porque he puesto en evidencia su delito.

Quedé conmocionado. Enfocarme en el asunto de la imprenta me tomó algunos minutos. Todavía falta una hora para que abra. No estoy dispuesto a perder el viaje. Esperaré en el café de la esquina.

¡Tengo que hacer algo! No puedo dejar que este aparente viejito nervioso y bonachón medre a costa de la confianza de sus clientes. Especialmente en momentos tan dolorosos.

Luego de dos tazas de café me reafirmé en que tenía que ser valiente y asumir la defensa de tanta gente cándida.

Visitaré nuevamente al viejo. ¿Qué invento? Debe ser creíble, algo como que... mi suegro tiene los días contados y quiero aprovechar que estoy aquí para obtener información y tomar decisiones cuando le llegue la hora final.

Traspongo las mamparas de vidrio, atisbo al interior. Villafuerte no está a la vista, ingreso silenciosamente hacia el fondo del salón. Sí que son hermosos los ataúdes. Estos lucen acabados barnizados relucientes: negros, marrones, unos blancos y pequeños para niños e incluso diminutos para parvulitos. ¿Quién es el socio del viejo? ¿A quién le contaba su atropello? Quizás a un hijo no satisfecho con lo que le tocó en el testamento de su padre.

¡El corazón me da un vuelco y se me enfría el cuerpo! En la esquina más alejada del salón, bastón en ristre, pálido y aparentemente amenazante está el viejo. Levanté ambas manos instintivamente y pensé que se sentía descubierto y me atacaría. Don Eugenio también se sorprendió y tardó unos instantes en reconocer al hombre que lo había visitado media hora antes. Suspiró, se acercó y tartamudeando se disculpó. Titubeante le conté la historia que había preparado, solicitándole información acerca de los servicios que ofrecía su empresa.

El hombre mayor me indicó que tomara asiento en el sofá que, con su mano temblorosa, señalaba, y puso en mis manos un fino catálogo en papel satinado. Señaló que en tres minutos se reuniría conmigo; así terminé dando la espalda al lugar en el que lo encontré con el bastón amenazante. Avanzó con pasitos apurados hacia un ataúd de color nogal que tenía la parte superior del cajón levantada. Levantó nuevamente el bastón. Yo no perdía detalle a través del reflejo en un espejo que tenía delante de mí.

¿Qué iba a hacer? ¿Qué se hace con un bastón al interior de un ataúd? Vi que dio varios golpes con los nudillos en la madera del féretro. Miró hacia el interior. Introdujo varias veces el bastón hacia el fondo. ¿Qué quería lograr? ¿Pretendía ocultar algo? Yo no creo en la vida después de la muerte. Pero que se ofendiera así a un ser destinado al descanso eterno me despertó un temor atávico: de existir el Todopoderoso podría fulminarnos en el acto por tal atropello. Villafuerte alternó algunos golpecitos en el exterior del cajón y remociones enérgicas del bastón en el interior. Secó el sudor de la frente en la manga de la camisa y se acercó a explicarme el catálogo. Ambas manos no dejaban de temblarle. Sí que era un pillo el tal Don Eugenio, aunque yo no lograba apreciar objeto valioso alguno que hubiera salido de algún ataúd.

¡Quizás vendía órganos!... o partes de los cuerpos que le confiaban. ¿Quién revisaría un cadáver embalsamado, vestido y peinado, colocado convenientemente en un ataúd cerrado con tornillos? Quedaba apenas una ventanilla para ver el tercio superior del cuerpo.

Mientras él hablaba de maderas, barnices, placas personalizadas, acolchados, velatorios, y carrozas, yo pensaba que le resultaba muy conveniente tener el cadáver de un día para el otro para su arreglo. Y hay tantos estudiantes de medicina deseosos de aprender aunque ello requiera comprar piezas anatómicas. ¡Motivo y oportunidad! Engaña fácilmente su pequeña estatura, cuerpo rechoncho y rostro sonrosado. ¡Este es el rostro de la maldad, la ambición y el irrespeto extremo!

De pronto se me enfrió el cuerpo y mi corazón comenzó a latir como loco. Los bisturíes, sierras eléctricas y cuchillos deben ser parte de su arsenal en la trastienda.

Mientras el hombrecillo seguía ofreciéndome el libro de condolencias, servicios religiosos y asistencia psicológica a los deudos, yo me preguntaba cuál sería la mejor estrategia de acción. ¿Denunciar ante una fiscalía? ¿No tendrá cómplices en el poder público? ¿A cuál de las fiscalías debo denunciar? Quizás a la de Prevención del Delito.

¡Cristo! ¡Ya sé lo que hace Villafuerte! Vende un ataúd, por la noche con la ayuda de un cómplice, lo recupera, lo arregla y lo vuelve a vender. ¡Deja el pobre cuerpo sin ataúd! Tiene que estar involucrado el vigilante del cementerio. ¡Cómo avanza la corrupción! Literalmente desalojan al muertito.

El viejo me dijo que podía conservar el catálogo y me dio su tarjeta de presentación. Secó el sudor de su frente en el dorso de su mano y me preguntó con una vocecilla que se extinguía:

—Creo que es suficiente, ¿verdad? ¿Desea ver los ataúdes? —Como no contesté, añadió—: Puedo mostrarle solamente los de la derecha. Vamos a pintar el local, el encargado estuvo lijando y no he podido limpiar, aun, los de la izquierda.

El calor me encendió el rostro al corroborar mi hipótesis: algo escondía en esa parte del salón.

Acepté observar los féretros que me mostraba mi guía mientras no cesaba de preguntar sobre la edad, anterior ocupación y preferencias de mi pariente agónico candidato a difunto. Para no cometer errores le iba describiendo a mi único tío, entretanto no dejaba de pensar que con ese interrogatorio el inescrupuloso imaginaba qué botín podía esconder cada ataúd.

En ese momento, un sonido suave llamó mi atención. Giré rápidamente la cabeza y vi cómo un gordo gato amarillo cruzaba la sala y desaparecía tras la puerta de salida. Durante unos segundos me quedé paralizado. Salí finalmente de la funeraria, con el corazón aún latiendo con fuerza.

Me dirigí a la imprenta, donde me alegró saber que mi próximo libro de narrativa estaría listo en una semana. Por la tarde voy a estar muy sonrojado cuando el psicoterapeuta que me atiende diga que abordaremos mi hostilidad... que yo llamaría creatividad.

miércoles, 25 de junio de 2025

Claro de luna

C.M. Hollens


Emilio San Román apuró el último sorbo de su café espresso. Eran las nueve menos diez de la mañana. Sentado en una esquina olvidada del restaurante, se ocultaba en esa penumbra cómplice, con los ojos profundamente azules brillando ante el resplandor tenue de su celular. El aroma del café flotaba entre las notas de Beethoven, mientras en su mente punzaban las lacerantes palabras del doctor: «Te queda poco tiempo con ella».

Apretó la taza con fuerza. Al soltarla, se levantó sin titubeo, llamó con autoridad a uno de los meseros, firmó la cuenta y abandonó a paso enérgico aquel mágico refugio.

Con la destreza que da la asiduidad, cruzó la avenida de cuatro carriles hasta alcanzar la esquina opuesta. A esa hora, el ruido de la ciudad era una sinfonía desordenada in crescendo, y el bullicio de las tertulias en los locales cercanos daba vida a una urbe vibrante y colorida. Emilio suspiró antes de entrar a su oficina, miró su reloj inteligente y sonrió, satisfecho al ver que eran exactamente las nueve menos cinco de la mañana.

Carmen, no me transfiera llamadas. No estoy para nadie dijo, dirigiéndose en tono recio al pasar frente a la mesa de trabajo de la joven.

La chica detuvo sus actividades, dirigió la mirada a su compañero del escritorio contiguo, Roberto Fonseca y, sin pensarlo mucho, apuró el paso detrás de San Román. 

—¿Qué quiere, Carmen? —vociferó, impaciente, Emilio al notar que su asistente lo seguía.

—Na... nada, señor —respondió la joven, visiblemente nerviosa—. So... sólo espero instrucciones, señor.

San Román resopló con impaciencia. 

—Esas son mis instrucciones, Carmen: que nadie me moleste. ¿Está claro?

—Sí, señor. Di… disculpe, señor —. Se retiró la chica, sudando copiosamente, de nuevo a su escritorio.

Roberto la abordó de inmediato con intención de calmarla. Le dijo, en voz susurrante que, ocasionalmente, el jefe llegaba de mal humor, pero con el transcurrir del día lo notaría más sereno. La joven esbozó una sonrisa leve y continuó su trabajo.

—Sé que es tu primer día, dulzura —dijo Roberto, intentando seguir la conversación—, pero pronto te acostumbrarás a la bipolaridad del jefe. No por nada conocemos entre seis y ocho asistentes nuevos cada año… aunque, honestamente, espero que tú te quedes mucho más tiempo. 

La chica lo miró, estoica, por un momento y continuó tecleando la información que le habían solicitado en Recursos Humanos. Roberto regresó a su lugar, esperando volver a construir la oportunidad de acercarse a ella.

San Román era un hombre extremadamente disciplinado. Sonreía pocas veces, pero cuando lo hacía, dejaba entrever una bondad genuina. Nadie se imaginaba el vacío que experimentaba la mayor parte del tiempo: buscaba sin saber qué era lo que debía encontrar.

A sus cuarenta y dos años había construido —durante quince años de trabajo arduo, con errores, aprendizajes y superación de obstáculos— una franquicia mediana de restaurantes que fusionaban la comida internacional contemporánea, café de alta especialidad y postres artesanales.

La sucursal matriz quedaba justo enfrente de las oficinas centrales, donde se encontraba el despacho de Emilio, quien además fungía como presidente ejecutivo. Desde la ventana, se podía observar que se alzaba ufano el elegante letrero que ostentaba el nombre Maison San Román, en cuyo interior, cada día de seis a nueve menos diez, Emilio repetía su rutina con exactitud matemática.

La fama de la cadena residía en su ambiente exquisito, casi hogareño, y en la música clásica envolvente que rescataba un espacio perfecto para conversaciones profundas y románticas. La atmósfera intimista contrastaba de forma curiosa con la naturaleza evitativa de Emilio, quien era una mezcla desconcertante de líder amado y temido.

Los gerentes de todas las sucursales sabían que durante el horario laboral —aunque faltara apenas un minuto para concluir—, debían estar completamente disponibles, e incluso dejar todo para entrar a junta virtual en el momento que deseara el jefe. Era agotador, sí, pero posible, gracias a que San Román había dotado a cada restaurante con la mejor tecnología para asegurar una comunicación eficaz e inmediata. Ya cerca del final de la jornada, llamó a su asistente.

—Carmen, envíe los mensajes pertinentes para una junta virtual con los gerentes de las sucursales. Genere el enlace correspondiente y anote que el asunto es la cultura de calidad dentro de la compañía. Quiero que se incorpore a la reunión para redactar la minuta ordenó mostrándose indiferente, mientras pensaba escéptico si por fin habrían contratado a la secretaria adecuada.

Sí, señor respondió Carmen con una sonrisa forzada. 

Justo terminando el día, pensó la joven. ¿A quién se le ocurre empezar a trabajar a las cuatro de la tarde? Esto es un atropello…—mascullaba para sí, mientras identificaba los correos de los gerentes y enviaba el enlace de la videoconferencia—. Su habilidad era, por demás, evidente. Organizó todo lo necesario y completó la tarea con precisión. Emilio se sorprendió cuando, quince minutos después, recibió la llamada de Carmen anunciándole que todo estaba listo para iniciar.

La pantalla pronto mostró los recuadros encendidos, sin que faltara ninguno de los gerentes. San Román apareció en el suyo: camisa blanca impecable, sin corbata, el gesto serio y una taza de espresso en la mano. Detrás de él, apenas visible, se distinguía una estantería con botellas de vino, libros de arte culinario y una placa con el logotipo de Maison San Román.

—Buenas tardes, ya saben por qué estamos aquí —dijo sin preámbulos, mientras revisaba que los asistentes pertenecieran a todas las sucursales. Conocía a cada uno por su nombre—. ¿Ya llegó Laura? —preguntó, buscando entre los recuadros.

—Sí, Emilio, aquí estoy —contestó una voz dulce y vivaz que provenía de una hermosa joven morena, de ojos grandes y largo cabello obscuro y rizado.

—Muy bien —respondió complacido y luego continuó con tono recio—, ustedes saben que el éxito de la empresa que juntos vamos expandiendo depende de continuar con excelencia lo que sabemos hacer. No quiero que nadie se desvíe un milímetro del sistema de la compañía.

En la esquina inferior, Jorge Cisneros —gerente de la sucursal de Monterrey— frunció el ceño. Hizo clic en su micrófono.

—Emilio, la gente quiere cosas nuevas. He recibido comentarios de que el menú es reducido y sólo hay música clásica.  

Un silencio tenso siguió al comentario.

—Esto no es un mercado de antojos —replicó Emilio—. Nuestro menú es una sinfonía. Si un músico improvisa, arruina todo el concierto. O, para los que son visuales: cuando cada uno hace lo que se le viene en gana, se desdibuja nuestro propósito.

Andrea, de la sucursal de Querétaro, no pudo evitar esbozar una sonrisa. Emilio continuó con tono enfático:

—La musicalidad del ambiente de los restaurantes tampoco está en discusión. A las seis de la tarde, hora central, debe escucharse Claro de Luna en todas nuestras sucursales. No quiero excusas. En un sistema diseñado, no cabe mucho lugar a la creatividad. Cada uno tiene que hacer lo que está establecido, y ya. ¿Entendido?

Todos asintieron, excepto Fernando, quien, desde la sucursal matriz en Guadalajara, intervino con voz contenida:

—Pero también podría ser una oportunidad, jefe. Eso impulsaría nuestra ya exitosa presencia en redes.

Emilio entrecerró los ojos. Inclinó el cuerpo hacia la cámara y respondió con pasión:

—No me interesa ser viral, Fernando. Me interesa ser inolvidable. Que las personas encuentren un espacio para ser, en profundidad, ellos mismos, en medio del insufrible barullo de la vida diaria. Maison San Román es un oasis en medio de la jungla urbana.

Todos guardaron silencio. Nadie sabía los motivos de fondo de Emilio. En su historia había dolor, amor, lealtad… y un interminable vacío que había sido cavado en el olvido. Antes de cerrar la sesión, sostuvo la mirada fija en la cámara. La voz, más baja, más lenta:

Maison San Román no es un nombre. Es una promesa. Y yo no rompo promesas.

Con estas palabras, desde su silla de caoba tapizada en piel genuina, Emilio despidió a todos de la junta, incluida su asistente. Solo pidió que se quedara la gerente de la sucursal de Oaxaca: Laura Altamirano, reconocida por su inteligencia y su nobleza. La profunda mirada de la joven hacía que Emilio se sintiera desnudo, descubierto y casi inerme. Le gustaba estar con ella sin saber bien por qué; su presencia era para él, un manantial en medio de su desierto.  

—Laura. —Se dirigió a ella con un tono más suave.

—Presente —respondió Laura con una risa juguetona, muy acorde a su carácter extrovertido.

—Estoy enterado que solicitaste vacaciones en Recursos Humanos.

—Ajá —respondió aun sonriendo—. ¿Tengo algún impedimento? ¿O me vas a inventar una nueva tarea imprescindible e ineludible de último momento?

Emilio sintió el rubor subirle al rostro. Las dos veces anteriores que Laura pidió receso, él abrió un par de nuevas sucursales y acompañó a Oaxaca a los gerentes en entrenamiento. Sorprendido por su franqueza, San Román gesticuló una sonrisa para disimular el bochorno.

—No, Laura —continuó más serio—, tú sabes que valoro mucho tu eficiencia.

Poniéndose creativo inventó:

—Es que quiero integrar el café oaxaqueño artesanal al menú del restaurante.

—Pensé que el objetivo de esta junta era aclararnos que no harías cambios —respondió ella ágilmente.

—No diametralmente opuestos al espíritu de la compañía —dijo ya más dueño de la situación. 

—Está bien, mientras no me suspendas mis vacaciones, dime con qué te apoyo.

—Quiero que me acompañes a un tour por los diferentes pueblos de Oaxaca para identificar la mejor especie de café.  Me queda claro que será arabica por la región, pero estoy entre la bourbon, caturra o garnica.

—Emilio —contestó Laura con la confianza que le daba intuir que era muy aceptada—, sabes que para Maison San Román, la mejor opción es una mezcla con arabica typica y mundo novo.

Emilio sonrió. Se sintió expuesto, ella conocía el negocio y a él se le habían acabado las excusas. De verdad estaba interesado en convivir más con ella. Algo de Laura le parecía irresistible. Quizás su serenidad, su confianza desenfadada, su elegancia simple y la pulcritud de sus maneras. Nadie más le había interesado de esa forma. A él, que era hermético, evitativo y solitario, considerado de los hombres solteros más apuestos de su entorno, le era totalmente aburrido el perfil de mujeres con las que trataba en su exiguo círculo social.

—Laura —reiteró enfático—, será cuestión de tres días. Tú tendrás tu habitación y yo me encargaré del itinerario.

Laura se quedó pensativa con la mirada ligeramente perdida. ¿Qué pretendía Emilio? ¿Sería una treta del destino? ¿Una prueba en el camino que ella había elegido? Su silencio permaneció unos segundos más de los que exige la cortesía y tras un profundo y suave suspiro, contestó:

—¿Cuándo necesitas que te acompañe?

Emilio sintió brincar su espíritu como un niño en un parque de diversiones, pero haciendo un estupendo control de sus emociones, contestó de manera profesional mientras revisaba su agenda.

—Sería… a ver… 2018… marzo, sería el 28, 29 y 30 de marzo.

—¡Emilio, eso es la próxima semana y es Semana Santa! —exclamó Laura, casi contrariada.

—No se diga más. Carmen te mandará todo el itinerario y yo llegaré el 28 a tu sucursal.

—Espera, espera, espera… —interrumpió Laura— ¿viste mi fecha de vacaciones? Salgo el 26 de marzo y regreso el 9 de abril. No puedo cambiar mis planes, Emilio. Incluso estoy dispuesta a rescindir mi contrato de trabajo, que tanto disfruto, si me obligas a cambiar mi itinerario.

San Román se sintió desilusionado. Fue un balde de realidad. De repente, se dio cuenta de que no importaba tener un imperio de restaurantes o ser un hombre considerado atractivo, si no era capaz de relacionarse con la mujer que le gustaba y ganarse un lugar a su lado para compartir la vida. Tendría que cambiar su manera de acercarse. Hasta ahora, había sido frío, formal y distante, siempre dentro del ámbito profesional… ¿Qué tendría que hacer para que ella le abriera un espacio en su cotidianidad?

—Entiendo, Laura —respondió, tratando aún de disimular su desencanto—. De ninguna manera sería capaz de obligarte de nuevo a cambiar las vacaciones a que tienes derecho. Verás —dijo en tono más humilde—, ese es el único tiempo que tengo y, a decir verdad, me gustaría compartirlo contigo —agregó tragando saliva y deseando que ella no lo rechazara de manera cruenta. Era curioso ver en esa posición al siempre estoico empresario San Román.

—Oh, Emilio —profirió perpleja Laura, quien no esperaba que su jefe abriera así su corazón. Le inspiró tanta ternura. Su amiga Tina, de la sucursal de Guerrero, constantemente le hacía ver las preferencias que San Román tenía con ella, pero pensó que eran especulaciones de una celosa ilusa. Este giro la obligaba a tener que abrirse. Laura tenía un secreto que no era fácil que el mundo entendiera.

—Mira, seré más claro —continuó Emilio con valentía—. Quiero conocerte, convivir contigo en otro plano que no sea el profesional. Me interesa ser tu amigo… y también…

—¿Ser mi amigo? —interrumpió Laura—. Así la cosa cambia. Ven conmigo a donde iré de vacaciones —se atrevió a invitarlo, apostando internamente a que no aceptaría.

Los ojos vivaces de Emilio se iluminaron. ¿Escuchó bien? ¿O sus deseos le estaban jugando una broma inesperada? Su mente saltó de improviso a los pasillos pulcros de una casa familiar para él. Sabía que era difícil dejar tanto tiempo su mayor responsabilidad, más profunda que su exclusiva cadena de restaurantes, pero tenía que apostar por esta relación.

—De acuerdo —contestó más que emocionado.

—Espera, espera, espera —declaró Laura tratando de regresar las cosas a su lugar.

—Te estoy invitando, como amigo, a la misión a la que iré en Semana Santa. ¿Estás dispuesto a pasar de miércoles a domingo bajo mis términos, para regresar el Lunes de Pascua?

—Por supuesto. ¿Qué debo hacer?

—Te mando un email con las instrucciones.

—Excelente.

Emilio se despidió sin poder disimular su alegría, y Laura, más que preocupada. Siendo sincera, no creía que Emilio pudiera sobrellevar con éxito aquel viaje. A ella le había costado muchas renuncias realizarlo y a pesar del atractivo de su jefe, no estaba interesada en compartir tiempo con él, sin embargo, algo en su interior le decía que debía permitirle vivir esa experiencia a su lado, incluso aunque se metiera en problemas sentimentales.

San Román salió sin despedirse de los empleados que se habían quedado haciendo horas extra, incluida su novel asistente. Condujo a una velocidad inusual hacia esa casa familiar para él: un oasis de descanso situado en una zona exclusiva de la ciudad.

Al llegar, saludó al personal encargado de turno y se dirigió hacia una mujer que estaba sentada en el patio, con la mirada perdida y las manos entrelazadas.

Emilio se sentó frente a ella y la contempló con cariño desbordado. Ella era su dulce secreto y al mismo tiempo el motor de su vida. Observó detenidamente su pelo cano, sus arrugas profundas, y tomó sus pálidas manos. Su mente agolpaba un sin fin de recuerdos con ella y el dolor atravesaba su corazón. El olvido duele más que la muerte.

Desde lejos, dos enfermeras encargadas del turno —ambas ya en sus sesentas— los observaban.

—Ahí está Emilio, como siempre —comentó una con tono cálido.

—Hoy llegó un poco más tarde —respondió su compañera.

—No he conocido un hijo más devoto. Mira, Lupita —añadió con énfasis—, llevo quince años trabajando aquí. Yo iba iniciando cuando ingresó doña Selene San Román. Fue cuatro meses después de la muerte de su esposo. En todo este tiempo, este muchacho ha sido el único familiar que le he visto. Todas las tardes las pasa a su lado, trabajando y platicando como si aún tuviera la esperanza de que ella le conteste.

—Ya quisiera yo que mis hijos me hablaran al menos una vez por semana —replicó Lupita. Ambas suspiraron al unísono antes de continuar con sus labores.

—Mamá hermosa —susurró Emilio con ternura—, escucha —dijo mientras buscaba un canal de música en su celular.

Un breve momento después, comenzó a sonar la entrañable melodía que tanto significaba para ella: Claro de Luna. Aquellas hermosas notas vibraban en el corazón de la dulce anciana y de sus ojos comenzaron a fluir sendas lágrimas. Aunque permaneció inmóvil, presionó ligeramente la mano de Emilio y él sonrió, increíblemente reconfortado en medio del doloroso eco de la voz que, dos días atrás, había sentenciado: «Te queda poco tiempo con ella».

—Sé que sabes que estoy aquí, viejita hermosa. Sí, me quedaré contigo, como siempre. También trabajaré a tu lado, como cada tarde. Mamá —continuó, casi susurrando—, creo que conocí a la indicada, y una vez me dijiste: «Cuando la encuentres, lucha por ella hasta donde Dios lo permita». No he sido muy amigo de Dios en este tiempo, pero el recuerdo de tus palabras me impulsa a seguir mi corazón —dijo, mientras sellaba la frente de su anciana madre con un beso tierno. Bajo la luz del atardecer que se extinguía, Emilio sacó su tableta y comenzó a trabajar hasta pasadas las once de la noche.

Tal como lo acordaron, una semana después, siguiendo las indicaciones de Laura, Emilio aterrizó en la capital de Oaxaca y, desde ahí, localizó el camión que lo llevaría a un pequeño pueblo en la zona mixe, llamado Santo Domingo Latani.

Latani era un pueblo pintoresco enclavado en el corazón de una zona montañosa del noroeste de Oaxaca. Su banda musical, las fiestas del pueblo y la fe sencilla de su gente, enmarcaban la deliciosa comida, siempre acompañada de un humeante café negro y grandes tortillas amarillas como girasoles.

Al llegar a Latani, el grupo misionero de Laura fue recibido entre música y alboroto. La gente amaba el tiempo que los misioneros pasaban entre ellos, pues se mezclaban con la comunidad y llevaban palabras de esperanza a un pueblo sediento de enseñanzas… con sabor a eternidad.

Emilio estaba impresionado con el recibimiento. Se sentía fuera de lugar, pero, al mismo tiempo, sorprendido de conocer aquella faceta de Laura. Recordaba con amor a su madre, aunque seguía sintiendo un vacío que creía poder llenar con la mujer indicada.

Laura aprovechaba cualquier momento para explicarle el trasfondo de cada actividad: desde la historia de la salvación humana hasta la cosmovisión católica que animaba su misión.

Cada noche, Emilio terminaba exhausto por las andanzas vividas junto a Laura. Recostado en un sencillo petate, sonreía al recordarse tratando de controlar a los párvulos en el catecismo; cuando estuvo en el río, intentando atrapar acociles para la comida principal; o cuando debía atravesar largos silencios que no sabía cómo llenar, mientras buscaba, sin éxito, la mirada de Laura, capaz de pasar más de dos horas en profunda y quieta reflexión. Sin embargo, en medio de tanta felicidad, había en ella algo que no alcanzaba a descifrar: era tan cercana y a la vez tan lejana. Buscaba en su mirada algún gesto de coqueteo, una señal de atracción…pero ese anhelo quedaba suspendido sin respuesta.  

La noche del lunes de Pascua, justo antes de regresar, cansados, pero felices, se dieron un momento para conversar bajo la luz de la hermosa luna oaxaqueña.

—Gracias, Laura —dijo Emilio, abriendo la conversación.

—Nada que agradecer. Estoy sorprendida de lo bien que te adaptaste a la comunidad y a las actividades —respondió ella, sonriendo.

—Te voy a ser sincero —dijo Emilio, en tono solemne—: vine aquí por ti… pero me voy con el alma llena. La felicidad de la gente, en medio de lo sencillo, es algo nuevo para mí. El romper con mis estructuras… eso sí —añadió, frunciendo el entrecejo— les falta mucha organización.

Ambos rieron divertidos, y él continuó:

—Esto es lo que yo estaba buscando y no lo sabía: entregar mi vida al servicio. Sin interés. Sin ganancias económicas. Sin matemáticas. Pero aún me falta algo…

—Me alegro tanto, Emilio —interrumpió Laura, anticipándose a cualquier situación romántica que pudiera ponerla en aprietos. Aún no sabía cómo decirle su secreto a aquel atractivo hombre. ¿Sería el momento indicado? Una vez dicho, no habría retroceso. Hablar es renunciar, pensaba.

—Laura, estoy muy interesado en seguir compartiendo tiempo contigo…

—Emilio —pronunció su nombre dulcemente y con la resolución de quien ha tomado una decisión sin vuelta atrás—: hay algo que debes saber de mí.  

—Me encantará conocer todo de ti —susurró Emilio, ilusionado.

—Quizá ya lo hayas notado, Emilio —continuó Laura, ahora más seria—. Yo… estoy consagrada.

Un silencio profundo se apoderó del instante. Emilio se quedó con el alma suspendida.

—No entiendo —atinó a decir—. ¿Qué significa eso?

—Significa que he consagrado mi soltería al servicio de Dios desde mi ser laico. Entiendo que no lo comprendas. No es sencillo. Pero, en términos mundanos, soy como una monja que puede vivir en su casa y trabajar, pero he elegido no formar una familia y quedarme al servicio de Dios y de mis hermanos.

Emilio se quedó en silencio. El «luchar hasta donde Dios lo permita» de su madre, retumbó en su corazón. En ese instante comprendió los límites de Dios, donde ya no se puede pelear.

—Laura, eso es… eso es… —titubeó Emilio— extraordinario… creo.

Ambos rieron juntos y pasaron un momento de entrañable amistad. Emilio aceptó la realidad de Laura y comprendió la necesidad de construir relaciones más significativas, agradecer lo que tenía y servir sin esperar nada a cambio. Pidió, al Dios que empezaba a tratar, que la ilusión que sentía por Laura, fuera semilla para sembrar nuevas esperanzas de encontrar, un día, a la indicada.

El camino de regreso a casa fue un tiempo de reflexión profunda. Mientras observaba las límpidas nubes desde el cómodo asiento del avión, pensaba en la magnificencia de cada elemento de la creación. Sabía que todo había sido hecho por amor… y desde el amor. Por vez primera, se sentía enamorado de la vida.

Al reincorporarse el martes, aún flotaba entre aquellos campos de algodón que había observado en el azul sereno del cielo. Esa mañana decidió abandonar la seguridad de su rincón en el restaurante y comenzó a conversar con el personal. Llegó al trabajo animado, notando incluso el impecable desempeño de Carmen. Inició sus jornadas más temprano, decidido a respetar el horario de sus colaboradores. Bromeó con su asistente, quien le respondió con un tímido guiño. San Román reparó entonces en sus grandes ojos verdes, su candor e inteligencia. Roberto Fonseca, atento a cada gesto, percibió el cambio, temiendo tener un nuevo y fuerte rival. Emilio, por su parte, también miró con recelo a Fonseca, pero supo que era un adversario al que sí podría enfrentar.

Agradeció con hondura la amistad de Laura y las silenciosas lecciones de la anciana que le había regalado la vida. Sabía que estaría a su lado mientras Dios lo permitiera. Pero su mente también regresó a aquella tarde oscura, a las seis en punto, cuando el corazón de su amado padre colapsó y se apagó para siempre. Se veía entonces, abrazado a su madre, llorando, mientras le prometía honrar la memoria de su viejo, amante del buen café, de las tertulias profundas y de Claro de Luna, la apasionada melodía de Beethoven.

Selene, ese satélite de nombre antiguo, tendría siempre un significado profundo para Emilio. Como las letras doradas de su logotipo: Maison San Román, sostenidas sobre la base de una luna llena plateada entre las montañas, símbolo del hombre que, al fin, cambió el vacío por plenitud, el dolor por gratitud y el olvido por recuerdos encendidos.

jueves, 19 de junio de 2025

Una de policías (primera parte)

Luis Orellana Díaz


Cumplía ocho años cuando la televisión llegó al barrio. Acostumbrados a la radio, nos parecía un verdadero milagro contemplar estos deslumbrantes aparatos tras las vidrieras de los almacenes. Mis hermanos menores y yo no entendíamos cómo podían introducir personas pequeñitas dentro de una caja de diecisiete pulgadas, y no contentos con aquello, la llenaban de caballos, carros, incluso ciudades enteras. Regresando una tarde de la escuela encontré a un grupo de niños que habían dejado de lado aros, trompos y pelotas. Permanecían como hipnotizados frente a la ventana de una casa vecina. Los más pequeños se sostenían en puntillas para llegar con sus barbillas hasta el alféizar de la ventana. En su interior, las imágenes de un televisor en blanco y negro los mantenía cautivados.

Todos Los Santos era un barrio humilde poblado por panaderos, obreros y ancianos sostenidos por la beneficencia. Por ello, la llegada de este aparato a la casa de doña Elena fue todo un acontecimiento. La buena señora no se imaginaba el revuelo que iba a causar en nuestra cuadra este invento infernal. Fastidiada por las aglomeraciones afuera de su casa, no le quedó más remedio que colocar cortinas dobles para evitar la tentación. Y así lo hizo por una semana, sin lograr ahuyentar la «manada» de niños ociosos que comenzábamos a merodear su ventana a partir de las cinco de la tarde. Hora en que terminaba la escuela e iniciaba la transmisión del único canal que había en la ciudad: Teletortuga, canal tres.

Con los días, a doña Elena se le ablandó el corazón al ver en nuestras caras esa mezcla de angustia e ilusión y dispuso unas bancas largas de madera cruda, sin apoyos ni espaldar, para acomodarnos en su sala de cinco a seis de la tarde frente a la pequeña pantalla. Con dos condiciones: cumplir con las tareas de la escuela y cancelar cinco centavos de Sucre —según acordase con nuestros padres—. Veíamos un solo programa aparte de las caricaturas iniciales que multiplicaban las sonrisas en los rostros de la improvisada platea. Las series policiales eran mis preferidas: Misión imposible, Hawaii Five-0, Los Intocables, El Santo…

No exagero al afirmar que esa caja marca Sharp, sostenida sobre un cuartero de finas patas y rematada por una antena de conejo, erosionó nuestra niñez. Quedaron de lado los juegos grupales, las carreras, las escondidas. Los trompos y canicas perdieron toda su magia. Cuando mamá nos formaba en fila y de rodillas rezábamos antes de ir a la cama: «Santo ángel de mi guarda, mi dulce compañía…», a mi mente acudía la imagen de Simón Templar (El Santo —Roger Moore—) con su peinado impecable, su talante sereno y una mirada que penetraba en la mente de los perversos como perforar una mantequilla. Si la historia sagrada nos pintó un ángel alado, esta serie lo puso en acción y, por supuesto, lo vestía en Savile Row.

Afuera de la caja mágica, el barrio parecía suspendido en un letargo silencioso. Las mismas casas de adobe con el repello descascarillado y los tejados carcomidos por los líquenes, donde los gatos hacían su siesta en las mañanas calurosas. Sus calles de lastre, convertidas en polvo por el viento del verano, y en un muladar por las lluvias de diciembre a mayo, nos veían deambular entre la escuela y los mandados. Los sábados al Tomebamba a soltar nuestros botes de papel o simplemente a vagar por sus riveras. Los domingos temprano a misa de seis.  Y todos los primeros viernes de cada mes a confesarse y comulgar para no morir en pecado mortal. La televisión era el peor de los pecados según el cura Soriano.

La nieta de doña Elena, Ligia, tenía diez años y estaba en mi clase. Una rara alergia había retrasado su inicio escolar. Vivaz, colaboradora, excelente con los números —quizá porque las chicas maduran más temprano—. Con frecuencia resolvía las columnas de sumas apenas llegaba a la pizarra, mientras el resto de nosotros recién comenzábamos a llevar las cuentas en los dedos de la mano. Las primeras semanas de clase me avergonzaba en su presencia porque la sentía superior, inalcanzable, inclusive me pasaba en altura con un palmo; pero, sobre todo, porque ejercía sobre mí una fascinación indescriptible que me cortaba las palabras.

Dedicada al estudio, no frecuentaba nuestro grupo, pero los sábados bajaba al río con otras chicas a lavar. Jugaban a las rondas en espera de que la ropa se orease sobre las piedras de la orilla. Los domingos en misa solía mirarla de reojo. Ella, de rodillas, en actitud contrita, con las manos juntas frente a sus labios era la encarnación de la castidad. En el aula o en el patio, a donde fuera la seguía con la mirada. En mis fantasías tocaba su pelo negro rizado, tomaba su mano, la misma mano que volaba en la pizarra dibujando con la tiza grafemas como alas de mariposa. Con el tiempo los programas de televisión se convirtieron en algo más: una oportunidad para encontrarla en su casa.

De vez en cuando se juntaba con nosotros para ver los dibujos animados y luego desaparecía. Me daba la impresión de que se marchaba como un personaje más de las caricaturas, dejando en la sala un gran vacío y ese olor a manzanilla recién cortada. Algo raro pasaba con esa chica de mejillas sonrosadas. Tenía una extraña forma de ser niña, siempre alerta, aun cuando jugaba. Al salir de casa miraba hacia ambos lados antes de hacerse a la calle y se asomaba con cautela a las esquinas. Yo atribuía esos detalles al cumplimiento de las reglas de precaución que nos inculcaban en la casa y en la escuela. Aunque yo nunca las apliqué, admiraba la impecabilidad con la que Ligia las observaba.   

La gallada a la que pertenecíamos era suficiente para completar un equipo de fútbol. De entre todos ellos, cuatro fuimos inseparables: Manuel, el mayor, el sabelotodo, estaba por terminar la escuela, sus padres hacían el pan más sabroso del barrio; temprano en la mañana, antes de salir para la escuela, lo repartía en las tiendas montado en su bicicleta. Carlitos, fantasioso por naturaleza, contaba historias de aparecidos como si él mismo las hubiese vivido. Su madre, viuda de un telegrafista, disponía de una pensión razonable y de todo el tiempo libre para dedicarse a su único hijo que, a diferencia de nosotros, se mantenía siempre limpio; usaba pantalones cortos, planchados con raya al medio y camisas abotonadas hasta el cuello.

 Alfonso, el más hermético, su padre era propietario de una sombrerería, un hombre torvo que le obligaba a trabajar después de la escuela, con frecuencia llegaba atrasado y con las tareas inconclusas. En una ocasión lo castigó a cintarazos delante del maestro. Nosotros lo contemplamos paralizados en nuestros pupitres. Fue una época difícil, padres y maestros tenían una sola consigna: «La letra con sangre entra».

Nunca olvidaremos aquel agosto aciago en el que Ligia desapareció. Ese día, el cielo era de un azul intenso y la mañana tan límpida que se podía contar a simple vista los eucaliptos en las crestas de los cerros lejanos. Terminadas las clases, los chicos de familias acomodadas disfrutaban el verano en sus fincas a las afueras de la ciudad. Transcurrían las vacaciones del sesenta y ocho y en el barrio se organizaba el concurso de cometas. Con Manuel a la cabeza, construíamos la nuestra con cañas secas de sigsal —que son tan livianas como una pluma— y papel de seda rojo. Ligia le había prometido a Carlitos algunos retazos de tela para la cola de nuestra cometa. Los dos eran buenos amigos, pues la madre de Ligia cosía la ropa que usaba él y su mamá. Esperamos hasta el mediodía y ella no llegó.

Estábamos a la mesa cuando doña Elena tocó la puerta para preguntar por Ligia. Antes de eso, había golpeado varias puertas averiguando por su nieta sin que nadie diera razón. Mi madre supo decirle que no la había visto durante la mañana. Sin sospechar la gravedad del asunto, aprovechamos la distracción de mamá para tirar a la basura las espinacas de la sopa. Nos deshacíamos de vegetales cuando era posible, a pesar de que a la hora del almuerzo aparecía mágicamente una correa en la esquina de la mesa —Manuel solía burlarse de mis hermanos y de mí, asegurando que nuestro plato favorito era «la sopa con correa»—. Cuando mi madre regresó a la cocina ni siquiera se percató de que terminamos de comer en tiempo récord.

—¿Han visto a Ligia esta mañana? —preguntó preocupada.

La expresión de su rostro nos puso a todos en alerta y negamos con la cabeza

—Si terminaste de comer, ve con tus amigos y averigua por la chica —me dijo—. Su abuela asegura que fue temprano en la mañana a comprar víveres en el mercado y carbón para la Bilbaína, desde entonces no aparece —lo dijo levantando las cejas y abriendo los párpados en señal de asombro—. El fogón estaba frío y tenía que llevar el almuerzo a su madre al taller de costura. ¿En verdad no la han visto? —volvió a preguntar como dándonos una última oportunidad.

Nos miramos los unos a los otros tratando de descubrir algún secreto en nuestros rostros asustados, pero era inútil.

—No, no… no —respondimos respectivamente.

—Entonces… ¿Qué esperas? Ve y averigua entre tus amigos.

Salí disparado y en un dos por tres alboroté a toda la gallada. En una ciudad pequeña, era muy raro que alguien se pierda, mucho menos alguien tan inteligente y desenvuelto como Ligia. Actuando en equipo golpeamos las puertas de sus amigas. No estaba con ninguna de ellas. Margarita dijo que la vio en el mercado. La morena, su mejor amiga, aseguró haberla visto en la calle De las Herrerías caminando de la mano de un hombre adulto. Florinda afirmaba haberla visto en el puesto de la vieja Maruja Gualpa, hablaba discretamente con la yerbatera como compartiendo algún secreto paradójicamente, a la misma hora en que Jacinta había saludado con la extraviada en la plaza de las flores.

Las versiones se multiplicaban y la información se volvía falaz, daba la impresión de que Ligia se había desdoblado y se encontraba en varios lugares a la vez. Para las tres de la tarde el barrio entero se puso en alerta. Elenita, su madre, abandonó el taller de modas en el que laboraba como dependiente para comandar la búsqueda. Lo primero que hizo fue acudir donde el padre de la niña, un tal José Segarra, un militar que vivía en una ciudad ubicada a una hora en carro, era un señor casado y tenía dos hijos mayores a Ligia. Frente a la realidad de los hechos, la angustia dibujada en el rostro de los adultos comenzó a hacer mella en nosotros los pequeños, que al principio pensábamos que se trataba de un juego. Cuando empezó a oscurecer la preocupación dio paso a una desesperación creciente.          

A su abuela doña Elena se le bajó la presión cuando vio regresar a Elenita desconchinflada   y sin ninguna información de la hija. Tuvo que venir su médico de cabecera para inyectarle unos calmantes, luego le recetó una infusión de valeriana con ajo. Yo lo supe porque mi madre le comentaba todo lo sucedido en el barrio a papá. Agustín Orejuela, mi padre, era cabo de policía del tercer distrito. Basándose en su experiencia, pidió calma a los vecinos: «La mayoría de los niños suelen aparecer al día siguiente. Andan por allí mataperreando con amigos y se les va el tiempo sin preocuparse por sus padres. Hay que esperar hasta mañana para hacer la denuncia. Incluso —dijo— se debe esperar hasta cuarenta y ocho horas antes de que se inmiscuya a la policía en la búsqueda». Los que la conocíamos estábamos seguros de que ese no era el caso de Ligia, pero ¿cómo discutir con papá?, él era la autoridad.

Nos imaginábamos los peores escenarios: Carlitos estaba seguro de que se la llevaron los terroríficos «gagones». Escuchó a su madre decir: «Elenita se metió con un hombre casado, por eso, Ligia está sentenciada a que un día, esa pareja de diablos con cuerpo de perro y cabeza humana, vendrán a llevársela».

—¡No hables de esas cosas! —increpó Manuel—. Mamá nos prohíbe nombrarlos, porque pueden estar muy cerca sin que nosotros lo sepamos, aunque mi padre opina que son inventos de los viejos para evitar los amores prohibidos. Yo creo que el «shunsho» carbonero le hizo algo. Porque cada vez que la veía, la tiraba de las trenzas. Pienso que estaba enamorado de ella —lo dijo con toda la certeza.

—¿Por qué dices eso? —le pregunté.

—Porque esa es la manera de querer de los tontos…, al menos es lo que dice papá. —Sonrió.

Avico, el carbonero, un colorado de pelo ensortijado al que le chorreaba la baba. Rubio y de ojos verdes, con los dientes en recreo; lucía su piel de leche una vez al año, en los carnavales, cuando el juego con el agua era mandatorio, el resto del año pasaba cubierto de hollín. Tenía la mentalidad de un niño, aunque rondaba los diecisiete. Sus padres vendían leña y carbón en la plaza del Otorongo. Nunca se supo cómo ni por qué, pero un día desaparecieron de la ciudad dejando a su hijo abandonado. Una de las hermanas Gualpa, Gertrudis, la carbonera, lo crio como se cría a un animal doméstico. En el día halaba una carreta con rumas de leña y sacos de carbón para entregarlas en las panaderías, y por las noches dormía en el quiosco sobre saquillos de paja; entre la leña y el carbón hacía las veces de celador. Esa noche nos reuniríamos en la cuadra para comentar el caso y planificar el rescate, pero papá nos encerró bajo llave. El miedo se apoderó también de los adultos.

Cumplidas las cuarenta y ocho horas la policía tomó cartas en el asunto. Comenzaron por investigar a los allegados de Ligia. El coronel Sanches descargó su responsabilidad en el cabo Orejuela, quien se apersonó —como dice doña Elena— del caso, porque conocía a la familia de primera mano. A simple vista, uno no puede imaginarse la cantidad de recovecos que contiene la vida privada de las personas, incluso de la más simple de ellas. Doña Elena, por ejemplo, una señora madura que velaba por su familia, no era viuda como se hacía llamar, era madre soltera. El padre de su única hija, un ferrocarrilero venido del Sur, no existía. En su lugar, un cura de apellido Aguirre que fungía de tío de Elena, era su verdadero padre. En largas noches, durante el tiempo que duró la investigación, me fui enterando por boca de papá —sin que él lo sospechara, por supuesto— de muchas cosas que a un niño le están ocultas.

Vivíamos en una casa de tres habitaciones, sala, cocina-comedor y una pieza grande en la que cabían dos camas. Estaba dividida por un viejo guardarropa de cedro rojo que olía a naftalina. Luego de las oraciones, a eso de las ocho, nos íbamos a dormir. Mis padres solían quedarse en la sala hasta que terminaran las radionovelas. Mamá aprovechaba esos momentos para tejer y charlar con papá. En época de crisis, las conversaciones continuaban en la cama y se extendían hasta la medianoche. Las ansias por saber el destino de Ligia me mantenían en vilo, pendiente del diálogo de mis padres:

—Hace rato que la curia está enterada de las infracciones al voto de celibato del cura Aguirre —relataba papá con tono indignado.

—¡Es algo inaudito! —dijo mi madre entre susurros para no despertarnos. —¿Y no han hecho nada para castigarlo?  

—Absolutamente nada —respondió.  —¿Sabías que Elena no era la única hija de Aguirre?    

—Ave María Purísima —respondió mamá (y de seguro que se persignó tres veces, porque siempre lo hacía cuando lanzaba esa frase). — y pensar que yo me confesaba con ese cura desde que era una niña.

—Fíjate —dijo, —Elena tiene un hermano mayor de apellido Camacho que resulta ser tío de Ligia. Estamos tratando de localizarlo. Es chofer de bus en la cooperativa que hace recorridos a la costa. No se lo ha visto desde el día en el que desapareció la niña.

La revelación nos asombró. Se hizo un largo silencio hasta escuchar la respiración profunda de mis padres. Una luz tenue bañaba de plata el aguamanil sobre la palangana que descansaba en la mesita de noche. Las siluetas de los objetos en el dormitorio refulgían conforme el astro ascendía detrás de la ventana. En mi imaginación yo encarnaba al Santo enfrentando al tal Camacho y rescatando a Ligia de sus malévolas manos. Afuera los perros se alborotaron. Un ruido extraño, mezcla de aullido y llanto de bebe, se agigantaba y menguaba. Me cubrí la cabeza con la manta para no escucharlo y me apretujé contra mis hermanos. Cuando todo quedó en silencio, corrí la manta y miré en la pared, del cuarto en penumbra, la sombra de dos grandes perros que cruzaban por detrás de la ventana. Dentro de mí, el niño Simón Templar se congeló de miedo y lo apabulló la pena de pensar en la pobre de Ligia, tal vez prisionera de esos seres del averno.

Cuando comenzaron las pesquisas, las verduleras del mercado afirmaron haberla visto a eso de las ocho de mañana comprando en sus puestos de expendio. Dos de ellas coincidieron en que la niña en cuestión usaba un vestido violeta con randas blancas en el cuello y llevaba las trenzas tejidas con cintas del mismo color del vestido, pero las otras no recordaban los detalles. Maruja Gualpa fue interrogada de forma acuciosa a cerca de la supuesta conversación que tuvo con Ligia aquella mañana de la desaparición. La yerbatera miró impávida al agente con el único ojo que le servía —el otro lo tenía cubierto por una carnaza blanca en forma de nube— y negó haber hablado con ella. Su rostro, surcado de arrugas como la corteza de los sauces viejos, no mostraba emoción alguna. Las vendedoras de los puestos cercanos no la contradijeron, quizá por temor o quizá Maruja no mentía.

En la plaza de carbón, otro destino probable de la niña, tampoco se obtuvieron resultados.  Algunas vendedoras manifestaron haberla visto conversando en señas con el Avico, aunque no estaban muy seguras del día. Gertrudis lo negó, posiblemente porque no quería ver a su apoderado involucrado en problemas. Las averiguaciones continuaron y se confrontaron las versiones de las amigas que decían haberla visto. Se llegó a la conclusión que no eran fidedignas. Se intentó obtener información del carbonero, pero cuando Avico vio a la policía que lo buscaba, trato de huir. Lo detuvieron al instante. Estaba tan asustado que no entendía nada de lo que le preguntaban. De tanto en tanto repetía: «Ligia amiga, amiga».  

Por su parte Segarra, padre de Ligia, fue interrogado en la comisaría. La mañana de la desaparición participaba en maniobras militares del Primer Batallón de Infantería, nada tenía que ver con el asunto. La desgracia de su hija no le preocupaba tanto como el hecho de ver su antigua infidelidad expuesta ante su familia. Después de tantos esfuerzos para ocultárselos, sus hijos se enteraron por la tragedia de que tenían en Ligia una hermana de padre. Impactada por la noticia su esposa lo abandonó, dejándole los hijos a su cargo.  Camacho, su tío, fue ubicado en un pueblo de la costa bebiendo en un cabaret mientras reparaban su transporte; llevaba varios días desarmado en la mecánica, en espera de un repuesto. Dijo que conocía bien a su sobrina pero que nunca se acercó a ella, porque ni ella ni su media hermana estaban enteradas de su parentesco a través del cura Aguirre. Él sí lo sabía, por supuesto.

Las sesiones televisivas en la sala de doña Elena cesaron de golpe. El aparato, que resultó ser un regalo secreto de Aguirre, terminaría en una tienda de artefactos usados para pagar los gastos clínicos de la doña, a quien le sobrevino un infarto por el sufrimiento. Escuché decir a papá que las sesiones televisivas infantiles no eran las únicas. Caída la noche, gente del barrio se reunía a mirar las novelas de moda, los shows y las demás programaciones, por el módico costo de veinticinco centavos. El abanico de sospechosos crecía día a día y no había pistas del paradero de la niña. Al quinto día de su desaparición la policía y el ejército ­—gracias a las gestiones de Segarra—, procedieron a la búsqueda por los bosques aledaños y los márgenes de los cuatro ríos que riegan la ciudad.

Elenita estaba segura de que el padre de Ligia la había raptado. En varias ocasiones la amenazó con hacerlo, cada vez que Elenita le reclamaba los gastos de la hija. Era mejor pensar así, al menos esa teoría le dejaba la esperanza de volver a verla. Insistía a la policía que se enfocaran en Segarra. Papá comentaba con mi madre que ello era imposible, porque el sargento tenía una coartada impecable, aparte de ser el más perjudicado con la desaparición de su hija.

La gallada se diezmó. Las vacaciones, que prometían estar llenas de aventuras, quedaron truncas. Los asustados padres mantenían a sus hijos en un «arresto domiciliario». Las noticias de lo que acontecía con los chicos llegaban junto con el pan en la bici de Manuel. Como nos prohibieron salir a la calle, ideamos un nuevo sitio de encuentro. Casi todas las casas del barrio tenían un patio interior con huertos frutales. Carlitos y Alfonso vivían en casas contiguas a la mía y usábamos los árboles para encaramarnos al tejado como gatos vagabundos que sesionaban en lo alto. Mamá se sentía tranquila con la puerta principal trancada y con nosotros «jugando» en el patio.

Carlitos, el más cercano a Ligia, nos contó sobre el destino que corrió la televisión y las conjeturas que se hacían en el entorno de Elenita. Alfonso se nos juntaba unas pocas horas. Con suerte, su padre lo ponía a vigilar los sombreros de paja recién blanqueados.  Una tarde, estaba por cumplirse una semana de la desaparición, llegó más hermético que de costumbre. Dibujaba círculos y líneas sobre el musgo seco del tejado con una rama de durazno. Nosotros ensayábamos imaginariamente las infinitas formas en las que podíamos rescatar a Ligia.

—No es nada de lo que piensan, están fríos, fríos —dijo y tiró la rama a un estanque que había detrás de la casa.

—¡Qué sabes? —murmuró Carlitos.

—¿Qué sabes? —dije—. ¡Ya suéltalo de una vez!

—Oí a mi padre decir algo, pero… ¡no puede enterarse nadie! ¡lo juran?

—Lo juramos por la gallada —dijimos y cruzamos nuestros puños en señal de compromiso, al tiempo que sonaban las aldabas en la puerta de la sombrerería. Alfonso se escabulló deslizándose por el duraznero antes de que su padre llegue al patio trasero. Se fue con el secreto en la punta de los labios.

A los pocos días de aquello, el caso dio un giro inadvertido: Un vestido violeta apareció sobre el reclinatorio que daba frente al púlpito de la iglesia. Cuando el padre Soriano lo desdobló, Un mechón de pelo castaño se deslizó hasta el piso, aún estaba trenzado con la cinta violeta que describieron las verduleras del mercado. La seda del vestido violeta tenía, a nivel del pecho, una extraña marca de color ferroso como de sangre seca. No era la mancha de una herida, más bien parecía un dibujo hecho con un pincel un tanto gordo, pero que mantenía claros los trazos de una media luna sobre un pentagrama de cinco puntas.

El pánico se apoderó del barrio, incluso de la ciudad. El padre Soriano llamó al cardenal, quien ofició una misa a puerta cerrada, solamente para los presbíteros. Era la primera vez que escuché términos como: liberales, masones, ocultistas. La noche de ese día los hermanos partimos con mamá para Alausí, a casa de la abuela. Las vacaciones apenas comenzaban y el peligro se sentía en el interior de las casas, en las calles. Los padres imaginaban que alguien podría acecharnos en los patios traseros o en los lotes abandonados que atravesábamos para ir a la escuela.

La madre de mi madre, una anciana mayor con muy mal genio, al principio nos acogió con ilusión. Se daba el caso de que nos conocíamos por primera vez en este viaje, luego de unas pocas semanas estaba hasta la coronilla de nosotros. Perseguíamos al gato, alborotábamos cajones y poníamos de cabeza los miles de recuerdos que guardaba en el ático. Ella prefería que anduviésemos fuera, libres, siguiendo las líneas del ferrocarril y ojalá que no regresásemos. En esos dos meses lejos de casa solo una noticia de mi padre imprimió un giro a esta historia: Habían apresado al carbonero. ¿Qué fue lo que lo incrimino? La otra trenza encontrada en el quiosco de carbón en el que él dormía, pero de Ligia… nada.

«La cuerda se rompe en el punto más frágil», le oí decir a la abuela. Papá no estaba convencido de que Avico tuviese algo que ver con el caso. Esta desaparición era un complot muy bien maquinado, imposible de ser realizado por una mente torpe y chapucera. Para el coronel Sanches, que no aceptaba el fracaso, esta era la forma más fácil de echar tierra sobre el asunto. Nuestro retorno al barrio pasó desapercibido, luego de dos meses de nuestra partida, los niños nos miraban de forma diferente como si fuésemos extraños. Sin embargo, los sucesos que vendrían después, pondrían a prueba la salud mental de los habitantes de Todos los Santos.