Roberto Murcia
No
puedo prescindir de mi inveterada costumbre de visitar cuanta librería
encuentro en la ciudad donde resido y en aquellas a las que viajo. Como escribió
Ovidio: Nada hay más fuerte que el hábito. Mientras otros van a la playa
o acuden a bares, yo visito librerías. No me da pena admitirlo, prefiero los
anaqueles repletos de tomos al entretenimiento mundano. Me gustan mucho las
tiendas de segunda mano, pues nunca sabe uno lo que se va a descubrir allí.
En
lugares inesperados puede encontrarse una gema. Para el caso, Tischendorf
afirmó haber encontrado el Codex Sinaiticus (la Biblia de mayor
antigüedad que se conoce, considerada un tesoro escrito invaluable de la
humanidad) en un basurero cuyo contenido iba a ser incinerado en el horno de un
monasterio. Aunque no he tenido tanta fortuna como él, en mis andanzas he hallado
hermosas joyas, raros ejemplares de obras agotadas a las que de otra manera no
tendría acceso, las cuales engalanan con sus lomos multicolores las repisas de
mi vivienda a falta de otros ornamentos. Mis más preciados hallazgos son una
copia de la primera edición de Ulysses (1922) de James Joyce que
encontré en un lote de libros antiguos y un ejemplar de la Biblia del oso,
traducción de Casiodoro de Reina (1569) que compré por un precio módico.
Existe
la opción de buscar en internet, y si bien es un recurso útil que empleo con
frecuencia, nada sustituye la experiencia de indagar in situ. Hay algo seductor
en la búsqueda en los estantes polvorientos en los que opúsculos de autores
desconocidos o de poco renombre se sitúan al par de gigantes literarios —no hay
lugar más democrático que las estanterías de libros usados—. Además, la
sorpresa representa un rol considerable en el gozo lúdico de la pesquisa. Incontables
publicaciones en extremo bellas no siempre son adecuadamente ponderadas en la
actual época del mass market. Me gusta contemplar su encuadernado que de
por sí puede considerarse una obra de arte, el aroma de sus páginas, tipo de
papel utilizado, tipografía, la historia que sugieren sus accidentes, fecha y sitio
de publicación. He encontrado apreciables bellezas en medio de las históricas
avenidas de París, Roma, Ciudad de México, Madrid o cualquier otra a la que mi
afición bibliófila me ha llevado.
Existen
librerías exóticas alrededor del mundo, más allá de lo que la fantasía pudiera
prever. Una se encuentra ubicada en una iglesia gótica restaurada para tal fin,
Boekhandel Selexyz Dominicanen en Maastricht (Países Bajos). Allí la iluminación
natural que penetra por los vitrales crea un ambiente místico que permite
apreciar su magnífica bóveda cruzada por hermosos arcos, donde se hallan representadas
escenas sacras. Todo este despliegue visual sirve de marco a los libros que coexisten
con las pinturas y una decoración impresionante.
Acqua
Alta,
en Venecia, cuenta con canoas situadas en el interior del inmueble que sirven
para alojar las obras, a la vez que se echa una mirada por las ventanas a los famosos
canales. Como si la lectura no fuera de por sí un viaje a lo ignoto. Otras,
cual es el caso de la librería Bardón, en Madrid, se especializan en primeras
ediciones y cuentan con incunables (impresos antes de 1500, es decir, en los
albores de la imprenta). Pero no se debe menospreciar las más modestas localizadas
en una esquina, un pequeño espacio sin utilizar, un nicho e incluso sobre las
mismas calles en las cuales los vendedores tienden su preciada mercancía a
merced de los elementos. Lo que todas tienen en común es su amor por la
literatura. Si bien toda aventura tiene su potencial galardón, también es
posible afrontar riesgos aun cuando se haga con las mejores intenciones.
Fue
en una librería olvidada por el tiempo en la que ocurrió el suceso que voy a
narrar. El comercio en cuestión está localizado en un sótano a orilla de la
calle al que llegué por azares del destino, ya que nunca me había aventurado
por ese barrio anodino enclavado en el maremágnum urbano como una
pequeña pasa en un pastel colosal. Puesto que todavía era temprano y vi un rótulo
que decía: El Jardín Secreto: Libros poco comunes, ingresé al
local. Tenían una buena colección de impresos raros, primeras ediciones,
autografiados y esotéricos, sobre todo de estos últimos. Allí estaban las obras
de Eliphas Lévi, Blabatski, Saint Germain, el Necronomicón el cual, aunque Lovecraft
jurara, era producto de su imaginación, los amantes de lo oculto se han negado
en aceptar y varios se han dado a la tarea de recrear siguiendo sus propios
instintos e intereses; la Clavícula Salomonis, grimorio pseudoepígrafo de
data renacentista, falazmente atribuido al tercer y último rey del reino
unificado de Israel. Al fin y al cabo, los personajes históricos no pueden demandar
por usurpación de identidad.
Dado
que no tengo interés en el ocultismo más que como anécdota de sobremesa, había
ya desistido de seguir buscando, pues se me hacía tarde, cuando reparé en un
hombrecillo que tomó de un estante un misal para ritos satánicos. Me sorprendió
su apariencia. Era un hombre entrado en años, de mediana estatura, cubierto por
una túnica negra con capucha, delgado en demasía, prácticamente cadavérico,
mejillas hundidas en las que casi se podían distinguir los dientes, y expresión
lúgubre e inexpugnable. Un collar con la cruz en posición invertida que colgaba
de su cuello era su único adorno. En resumen, digno representante de la santa
muerte.
No
fue inusual encontrar literatura sobre ese tema, la había visto con
anterioridad, pero jamás presencié que una persona comprara una guía para verificar
un rito satánico. El hecho de adquirirlo sugería la intención de realizarlo, pues
que otro fin podría tener, máxime tomando en cuenta la presencia física del
comprador. Si vemos que se adquiere una novela o un libro de no ficción, es lo
más normal. No obstante, un ritual de satanismo se sale de lo común. Es como si
alguien pidiera una guía para torturar, con el provocativo título: «Manual
ilustrado del perfecto asesino». Sabía que si se pretende efectuar una misa
negra de manera tradicional —una parodia de la liturgia católica— se requiere
un sacerdote apóstata que presida la ceremonia, así que dejé volar mi
imaginación, consideré que bien pudiera tratarse de un exsacerdote impío, y lo visualicé
oficiando el sacrilegio con la hostia consagrada frente a una audiencia maligna,
mientras una mujer desnuda servía de altar.
Se
marchó tan pronto pagó. Puesto que su extravagante presencia imbuía mi alma en
la sonrisa, lo seguí, lo reconozco, por pura curiosidad. No esperaba verlo ingresar
en un templo satánico o unirse a un aquelarre, pero su aspecto me intrigó lo
suficiente y deseé indagar más. Caminó por varias cuadras por la avenida
principal. Luego continuó en dirección a una callejuela poco transitada hasta
que se detuvo ante el umbral de un edificio. En ese momento yo era el único
aparte de él en la acera. Se dio vuelta hacia mí y me miró con fijeza. Me pareció
reconocer que una mueca malvada se dibujaba en su semblante. Sentí que su
mirada me traspasaba como una espada. Concluí que durante todo el tiempo estuvo
consciente de que yo lo seguía sin demostrarlo.
Al
verme descubierto, mi rostro se encendió. No pude disimular mi aturdimiento, me
detuve y regresé por el camino que había recorrido, caminando rápido primero,
corriendo después. Voltee un par de veces a fin de asegurarme de que no era vigilado.
Al llegar a mi apartamento cerré la puerta con doble llave y el pasador. Encendí
las luces para verificar si no había nada extraño y miré por la ventana hacia
afuera, sin notar algo anormal. Por la noche tuve sueños perturbadores.
A
la mañana siguiente me levantó el despertador y me incorporé con la pesadez de
un buey viejo, pues no había dormido bien con los sobresaltos de la víspera. Luego
de ir al baño, tomé un recipiente con leche de la nevera, lo vertí sobre un
vaso y lo ingerí. Me duché y vestí para ir al trabajo. Sabía que tras la
tempestad llega la calma. Con el encanto de la claridad matinal que ilumina el
espíritu, todo se mira con mayor serenidad. Pronto me olvidé casi por completo de
lo sucedido y me introduje de lleno en las labores cotidianas. Al regresar a
casa por la tarde, degusté una cena frugal, como corresponde a mi edad y
condición física, ya que el almuerzo había sido copioso y cenas fuertes son
presagio de mal dormir. Cuando me disponía a ir a la cama, recibí una llamada
telefónica de un número desconocido. «Aló… ¿Quién habla?», contesté. Nadie
respondió, pero me di cuenta de que había alguien al otro lado, pues pude
escuchar su respiración. Eso me hizo recordar la situación del día anterior.
En
los días siguientes recibí varias más. Al contestar, nadie respondía. El
viernes por la noche el timbre de mi teléfono interrumpió mi cena. «Aló…»,
silencio. Minutos después otra. Perdí la paciencia y grité:
—¡Aló, diga que quiere de una vez! —No
hubo respuesta—. ¡Deje de joder! ¡No tiene nada mejor que hacer! —Luego de un instante,
una voz femenina que conocía muy bien contestó:
—¿Qué sucede hijo? ¿Pasa algo malo? —Era
mi madre.
—No sucede nada malo, mamá… Es que he
estado recibiendo llamadas anónimas que no responden cuando contesto. Lo siento
—acerté a musitar. Se me caía la cara de vergüenza al contestarle así a la
autora de mis días.
—Te noto un tanto alterado.
—No te preocupes, es solo el estrés del
trabajo —expliqué, excusándome por la malacrianza.
Para
empeorar las cosas, las luces de mi apartamento se encendían y apagaban
espontáneamente. Reporté el problema con la administración, pero me dijeron que
como era fin de semana enviarían un electricista hasta el lunes.
Por
la mañana, reflexioné que no debía aguardar más. La circunstancia en que me
hallaba estaba afectando mi psiquis. Si algo tenía que hacerse lo haría pronto.
Así que decidí confrontar al sujeto que me había causado tal desasosiego. A
veces es necesario tomar al toro por los cuernos y no esperar a que nos embista.
Recién anochecía. Me subí al bus con la determinación de un cruzado que viaja a
liberar Tierra Santa. Por el camino medité en lo que haría. Investigaría en el
lugar donde lo vi con anterioridad a fin de localizarlo, de ser así, intentaría
hablar con él y aclarar la situación. De no encontrarlo, nada se perdería.
No
tuve inconveniente para localizar la librería. Parecía que se especializaba en lectores
que preferían la vida nocturna, pues observé más clientes por la noche que la
primera vez que la visité de día. De ahí tomé el camino seguido por el misterioso
sujeto hasta llegar a la ubicación en que ingresó. Contemplé el inmueble con
detenimiento, ya que en la oportunidad previa no tuve tiempo para observarlo.
Era un antiguo edificio de apartamentos venido a menos en el que se adivinaba
un pasado distinguido, pero al que la huella inclemente de los años había marcado
—con seguridad databa de antes del siglo XX—. Pensé que sería difícil dar con
el que buscaba entre tantos inquilinos, dado que contaba con varios pisos y múltiples
domicilios.
Por
poco me regreso sin haber cumplido mi cometido. Se me ocurrió husmear en la entrada,
allí encontré un panel que consignaba los apellidos de los arrendatarios junto
a sus respectivos timbres. Sin embargo, ¿sería capaz de encontrar el
apartamento de un individuo cuyo nombre desconocía? Parece que en esta ocasión la
suerte me acompañaba: en la lista se encontraba un tal señor Gastrell, a la par
del cual se hallaba adosada una etiqueta con el apelativo «Mefistófeles». No me
cupo la menor duda de que se trataba de él. ¿Quién más escogería un seudónimo
tan sugestivo? No quise tocar el timbre correspondiente por temor a que se
negara a recibirme. Esperé hasta que alguien salió, una dama mayor. Entonces
aproveché que el portal aún estaba abierto cuando la mujer se alejó e ingresé sin
dificultad.
Intenté
usar el ascensor que de no ser por lo maltratado tendría valor histórico.
Contaba con una puerta metálica oxidada tras la cual había una malla retráctil de
metal que se corría para permitir el ingreso al mismo, pero al introducirme en aquel
ámbito claustrofóbico comprobé que no funcionaban las teclas ni la iluminación,
lo que me recordó las pesadillas catalépticas de Edgar Allan Poe. Subí por unas
escaleras de viejos ladrillos manchados por décadas de abuso, cuyo pasamanos de
madera semejaba una enorme culebra muerta digna de una epopeya homérica que se
entornaba bordeando el interior mientras ascendía hacia los pisos superiores.
Al
llegar al cuarto piso, apartamento 403, tal como indicaba la información
consignada a la entrada, me detuve. La vieja puerta de madera al igual que el
edificio había sufrido las inclemencias del tiempo. Era muy alta y estaba
coronada por un tragaluz cuyo vidrio parcialmente roto había sido cubierto por
un tablero contrachapado sin pintar que desentonaba con la antigüedad del
resto. Toqué el timbre que resonó cual lata desbaratada. Después de unos
segundos apareció en el umbral el peculiar habitante con su lúgubre apariencia
de hechicero ancestral. Pude apreciar su extrema delgadez, rostro emaciado y
pronunciadas ojeras. Esta vez vestía de
manera casual, un pantalón y camisa negros. Por su gesto de sorpresa comprendí
que no esperaba visitas. Sus glaciales ojos grises me observaron como
preguntando, ¿qué diablos quiere? Antes de que profiriera palabra alguna, me
adelanté.
—Disculpe, sé que no me conoce, pero
necesito hablarle.
—¿Sobre qué quiere hablar?
—Sobre algo que ha estado pasando en mi
vida desde que lo vi a usted mientras compraba en una librería.
—No comprendo, ¿qué tengo yo que ver con
eso?
—Probablemente nada, sin embargo, existe
la posibilidad de que esté relacionado.
—Lo siento, en realidad no estoy
interesado en lo que quiere decirme.
Antes
de que cerrara la puerta, interpuse mi pie de manera que no la pudiera acerrojarla.
El hombre expresó:
—Le repito que no estoy interesado.
—No le quitaré más que unos minutos, lo
prometo. No soy ningún ladrón ni vendedor. Le puedo mostrar mis credenciales de
profesor universitario si me lo permite —dije, entretanto le enseñaba mi carnet
de identificación de la universidad en que trabajo.
Me
miró de pies a cabeza y luego abrió el umbral para dejarme pasar. Supongo que más
por curiosidad que por otra razón.
—Está bien, pero que sean solo unos
minutos.
Pasamos
a la sala que contaba con un sofá y dos sillas que lucían descuidadas. Las
paredes estaban repletas de libros, algunos colocados en varios estantes, otros
apilados. Las ventanas cubiertas por gruesas cortinas oscuras no permitían la
entrada de luz exterior. Una lámpara de pie iluminaba la estancia a través de
su pantalla de color blanco hueso. Había objetos extraños, máscaras africanas, claveras
y una muñeca de trapo de antaño con cabeza de cerámica; distribuidos por el
lugar. El lóbrego resplandor amarillento de varias velas rojas se reflejaba en
un espejo. Para completar la fantasmagórica escena se escuchaban las solemnes notas
de tocata y fuga en re menor de Johann Sebastian Bach. Al entrar, se dirigió al
equipo de sonido y bajó el volumen de la música. Me indicó que tomara asiento
al tiempo que él lo hacía.
—Y bien: ¿qué es lo que quiere decirme?
¿Qué hace un profesor universitario visitando mi humilde morada?
No
sabía por dónde comenzar.
—La tarde del martes de la semana pasada
yo estaba en la librería El jardín oculto cuando usted llegó. Lo vi
comprar un misal de misa negra. Lo seguí, lo admito —por curiosidad— y en el
momento en que se volteó me largué corriendo. Le garantizo que mi acción
constituyó un error inexcusable, mas sin ninguna mala intención.
Él
me había estado escuchando con atención. Su semblante se iluminó como si
hubiera descubierto de repente el secreto de la inmortalidad.
—Un momento… era usted.
—Sí, fui yo, y le repito que únicamente lo
seguí por el asombro que su apariencia despertó en mí. Me llamó la atención su singular
indumentaria y me dejé llevar por las circunstancias. Lo siento mucho,
comprendo que no debí hacerlo.
—Yo pensé que se trataba de un ladrón,
pero no pude distinguir bien su rostro, pues el fulgor del sol del ocaso me cegó.
—Desde entonces están pasando situaciones inusuales
e inexplicables. Quisiera saber si están relacionadas con su persona.
—¿A qué se refiere?
—A si el acto de seguirlo ha precipitado
de alguna manera los acontecimientos insólitos que me han ocurrido. He recibido
llamadas anónimas que cuelgan cuando respondo, las luces se encienden y apagan
en mi apartamento sin intervención humana, escucho ruidos… en fin, he
experimentado eventos a los cuales no encuentro explicación natural.
—¿De modo que cree que lo que le sucede podría
estar relacionado con el hecho de que yo haya comprado un misal de magia negra?
¿Cómo una maldición o algo así? —expresó con sorpresa.
—Exactamente. Sé que debe parecer una
locura, pero esas cosas en realidad están pasando.
Entonces
sonrió por primera vez mostrando su dentadura blanca y simétrica que con toda
seguridad era una prótesis dental.
—Le puedo asegurar que nada de lo que
piensa tiene base alguna. En primer lugar, yo adquirí el libro, no con la
finalidad de realizar un ritual diabólico, sino para una representación
teatral. Soy dramaturgo y actor de profesión y estoy trabajando en una obra de
teatro. Lo compré para poder ejecutar una interpretación realista de las
ceremonias satánicas. El atuendo que lucía, lo uso para introducirme dentro de
la caracterización. Soy seguidor del método de actuación y quiero crear una apariencia
lo más verosímil posible, por lo que visto y actúo como mi personaje. Los
vecinos conocen mi manía y no se alarman por mis metamorfosis creativas. Para
mi actual representación he bajado más de veinte libras —sin contar con el
hecho de que soy delgado por naturaleza—, permanezco despierto por la noche y
duermo durante el día, visito el cementerio local después del ocaso, intento
recrear una atmósfera macabra en el entorno en que vivo; todo en pos del
realismo escénico.
Había
leído con respecto al método de actuación propuesto por Stanislavski y
Strasberg, que ha contado con practicantes de la talla de Marlon Brando, Gary
Oldman, Tom Hanks, Dustin Hoffman, Jack Nicholson, entre otros. En este se intenta
experimentar las emociones correspondientes al papel —en contraste con varios
sistemas que solo pretenden la representación—. Según el enfoque de Strasberg, el
actor busca incidentes acaecidos en su propia vida que han tenido un impacto
emocional significativo —la memoria afectiva— a fin de acercarse a las
vivencias del personaje.
Sé
que algunos seguidores del método escogen permanecer en su rol aun cuando se
encuentran fuera del escenario, llegando a extremos como el de Robert de Niro,
quien aumentó sesenta y dos libras de peso para su rol en El toro salvaje
y aprendió a boxear de manera profesional, ganando dos de tres peleas en las
que participó; o Daniel Day-Lewis que pasó todo el periodo de filmación de Mi
pie izquierdo en una silla de ruedas con la intención de emular a Christy
Brown, el cual sufría de parálisis cerebral. Day-Lewis, quien contrajo neumonía
mientras rodaba Pandillas de Nueva York, se negó a tomar antibióticos
porque en la época en que se realizaba la acción no existían.
Tranquilizado
por su aclaración, contesté:
—No me diga. Yo también soy escritor, me
encanta el teatro, pero nunca he escrito para ese medio.
—¡Conque escritor! —manifestó con
creciente interés—. Se puede saber, ¿qué tipo de literatura escribe?
—Cuentos y novelas. Me gusta el realismo,
así como el género fantástico.
—Interesante. Por lo visto tenemos más en
común de lo que podría suponerse.
—A decir verdad, me llamó la atención el
nombre Mefistófeles colocado al par de su apellido en el portal de ingreso al
edificio.
—Bueno, así es como me conocen en el medio
artístico, pues uno de mis papeles más célebres y aclamados por la crítica es
el homónimo en el drama de Goethe. Lo coloqué allí para que pudieran
encontrarme con mayor facilidad los actores nuevos del reparto.
—Ahora comprendo.
—Disculpe la precariedad del entorno en
que vivo. Solo puedo jactarme de los libros que poseo —mis compañeros de
infortunio—. Pienso que el único libro que en realidad se posee es aquel que se
lee. Considero superfluo el decorado y mis muebles como puede observar son los
más básicos y absolutamente necesarios. Usted comprenderá que la situación
económica de los actores en estos tiempos es difícil. Con la proliferación del
cine barato y la accesibilidad que el internet brinda, casi nadie visita los
teatros. Salvo aquellos amantes del género y no de las representaciones vulgares
o las hollywoodenses actuales con efectos especiales, explosiones y toda la
parafernalia efectista de espectáculo circense que se atreven a llamar arte
dramático. Por desgracia, muy a mi pesar, me veo obligado a afirmar que el cine
con verdadero valor artístico ha muerto. Algunos jurásicos empecinados en
mantener la visión de épocas pasadas, nos hemos negado a abandonar el barco,
pero, de manera lamentable, cada vez somos menos.
—Comparto su malestar por el derrotero —quizá
sería más preciso decir despeñadero— que sigue el arte popular en la
actualidad. Desafortunadamente, las nuevas generaciones solo se exponen, en su
mayoría, a expresiones pseudoartísticas de ínfima calidad. Con independencia del
campo en cuestión, ya sea música, literatura o representaciones dramáticas; la generalidad
de los espectadores actuales carece de discernimiento para apreciar las obras meritorias,
prefiriendo el entretenimiento de escaso valor con el propósito de satisfacer
el consumo masivo.
A
partir de ese día nos hicimos buenos amigos. Aunque no he escrito para el
teatro, he leído mucho y he presenciado sublimes interpretaciones. Pasamos exquisitas
horas charlando sobre la obra de autores de la talla de Shakespeare, Tennesse Williams,
Ibsen, Samuel Becket; directores de cine como Kubric, Fellini, Bergman,
Kurosawa, Buñuel; películas de altos kilates: El ciudadano Kane, 2001: una
odisea espacial, Los siete samuráis, M el vampiro de Dusseldorf, Vértigo, El
tercer hombre, L’astrada, 8 ½, Los olvidados; y otros muchos temas de
conversación acompañados por música jazz y una copa de vino. En el calor de la plática,
mi interlocutor recitaba de memoria, con espléndido talento e inmejorable
dicción, parlamentos de inmortales piezas clásicas y modernas.
Debo
admitir que mi compañero de apreciaciones artísticas contaba con un
conocimiento enciclopédico de la historia del arte dramático, lo que hacía su
discurso particularmente cautivador. Abordamos también temas literarios y
filosóficos. De lo que nunca hablamos fue de lo cotidiano, del suceso, aquello
que es novedoso un día y se olvida al siguiente. Me invitó a sus representaciones
teatrales, las cuales disfruté y constituyeron una experiencia catártica para
mi persona —en el sentido del efecto purificador de la tragedia griega, no de
la concepción psicoanalítica—. Además, esas visitas me permitieron conocer entre
telones a los actores y otros amantes del divino pasatiempo.
Los
fenómenos que atribuí a poderes paranormales tuvieron explicaciones más bien
pedestres. Resulta que las llamadas telefónicas incógnitas provenían de un
número equivocado perteneciente a un joven afligido por cuitas de amor que
deseaba contactar al objeto de su desdicha, pero sentía aprensión de hablar porque
asumía que yo era el padre de la chica. Las luces oscilantes se debieron a un
desperfecto del sistema eléctrico que se solucionó con la intervención de un electricista.
Los ruidos fueron ocasionados por la incursión de una rata en mi apartamento
que pereció sin pena ni gloria a manos de la administración del edificio. A
veces el universo conspira para jugarnos una mala pasada, no obstante, aun de lo
malo es conveniente extraer algo positivo. Continúo visitando librerías como
quien va a la playa, sin embargo, ahora tengo cuidado de no dejarme llevar por
las apariencias.