jueves, 28 de febrero de 2019

Resistiendo


María Marta Ruiz Díaz


Una nueva discusión. Otra vez gritos, insultos, portazos. ¿Hasta cuándo iba a soportar este trato? ¿Por qué lo estaba haciendo? Me planteaba estas preguntas cada vez que Ernesto entraba en sus crisis nerviosas. Eran espaciadas, pero cuando se presentaban era mejor desaparecer. Yo, como «lo amaba» permanecía a su lado tratando de hacerlo entrar en razón. Consiguiendo como recompensa, moretones y una terrible desolación.

Nuestra relación había comenzado tiempo después de que me separé de Fabián. Con él tuve años de inmensa alegría, hasta que alcanzó excesiva notoriedad en su profesión, un abogado prestigioso experto en defender a criminales de alta alcurnia a través de juicios que le dejaban fortunas. Siempre triunfaba, no puedo quitarle el mérito, pero se fue convirtiendo poco a poco en un ser tan creído que era imposible mantener una conversación con él. Sus ausencias de casa se acentuaban, varias veces volvía destilando alcohol, claro, festejando sus logros, me decía. Una noche me cansé de esperarlo, armé mis valijas y me fui para nunca más volver. No hizo ningún escándalo, vino a Tribunales, firmó el acta de divorcio y me deseó suerte. Veinte años a su lado para terminar así… por lo menos me dio dos hijos, Virginia y Tomás, mis ángeles custodios, mi vida entera. Ellos tampoco sufrieron la separación, nunca tuvieron una real presencia paterna, acostumbraban a ver en su estudio jurídico fotos y fotos de asesinos, ladrones, drogadictos, sin entender cómo su padre se esmeraba tanto en defenderlos, mientras ellos, sus hijos, no figuraban en ningún marco, ni contaban con la presencia de su padre cuando realmente lo necesitaban, porque siempre estaba apurado, ocupado, complicado, y qué sé yo cuantos verbos más usaba para excusarse ante ellos.

Virginia tenía veintitrés años cuando conocí a Ernesto, Tomás solo once. Se los compró enseguida. Pasaban mucho tiempo juntos, los ayudó con sus estudios y siempre estaba atento a ver si necesitaban algo, parecían hijos de él. Hasta que, pasados cinco años, se desató la primera discusión familiar cuando Tomy regresó borracho a casa. A esa altura vivíamos solo los tres, porque Virginia ya estaba casada compartiendo un pequeño dúplex con su marido. Cuando Ernesto vio en las condiciones en que se encontraba Tomás, lo agarró muy fuerte del brazo, lo empujó contra una pared y comenzó a gritarle e insultarlo de una manera que nunca olvidaré. Tuve que interceder, él no era su padre. Así que intenté calmarlo. Lo único que conseguí fue un cachetazo. A partir de esa vez nada fue igual. Mi vida poco a poco se fue convirtiendo en un martirio. Los pocos buenos momentos se nublaban en mi mente cuando volvía el maltrato. Día a día yo continuaba ahí, esperando que todo cambiara, como si la vida no me hubiera enseñado lo suficiente, sumisa, complaciente, intentando no generar nuevos altercados. Por otro lado Tomy, cada vez que llegaba a casa después de una salida nocturna, tenía que saludar a Ernesto, dejar que lo oliera y le controlara el horario; si todo estaba bien, se iba a dormir, si no venían los retos, las recriminaciones, los golpes… Y yo, consentía todo, sentía que ya no tenía fuerzas para enfrentarlo, ni siquiera para defender a mi hijo.

Cuando me recostaba por las noches al lado de ese personaje que hoy me parece un desconocido y que con tanto amor había recibido en mi lecho pensaba en cuáles serían los motivos que a mis casi cincuenta años hacían que me siguiera equivocando con los hombres que elegía para compartir mi vida. Soy actriz, divertida, me encanta la comedia, algo petiza y rellenita, con buenos rasgos heredados de mi padre. Mi madre tenía la misma pasión y por muchos años representó a un personaje que era una viejita graciosa, con la que hizo reír a infinidad de gente. Cuando ella se enfermó, compartir su agonía incrementó mis problemas con Ernesto. Me dediqué con alma y vida a cuidarla, a acompañarla, a sostenerla hasta su lecho de muerte. El día que partió, me juré seguir representando su papel y así lo venía haciendo hasta hoy. Mucha gente en mi ciudad la conocía y, por ende, me conocen a mí. Trabajo en la universidad nacional como profesora de teatro, soy comediante en fiestas y reuniones, y tengo unas cuantas cosas más que entretienen mi vida, pero no logro superar su ausencia, y ya pasaron más de dos años…

Mi hija también heredó nuestra pasión por la actuación, y se dedicó a eso desde que terminó su escuela. Actualmente también enseña, no a futuros profesores de teatro como yo, sino para los que desean simplemente aprender a actuar. Su figura, alta, delgada y bien proporcionada (herencia de su padre) le dan un toque de distinción especial en el escenario. Su pelo rubio y rojo teñido revuelto en rulos y sus ojos grises (eso debe de venir de algún abuelo) brillan con luz propia. Se ve poco con Fabián, diría que casi nada, capaz para los cumpleaños de ambos. A pesar de que a Ernesto lo adoraba, después de los últimos episodios que Tomás y yo le íbamos contando, lo único que me pedía era que lo sacara de mi vida.

Tomy había logrado terminar el colegio y decidió estudiar agronomía. Se anotó en la universidad nacional e ingresó sin problemas. Él es todo un personaje, un auténtico bohemio. Lleva la música en el alma, siempre anda acompañado de su guitarra, y si otro instrumento llega a sus manos aprende a tocarlo en poco tiempo. Su pelo corto, rubio y alborotado, como lo usan los jóvenes de ahora, le da un aspecto más infantil y cuesta creer que ya tiene dieciocho años. Además, siempre anda de musculosa, bermudas y ojotas o zapatillas. Parece desaliñado, pero contrariamente a su apariencia, es un chico muy ordenado y prolijo en sus cosas. Posee una dulzura increíble y es muy dócil. Para él Ernesto se había convertido en un ser detestable, casi no cruzaban palabras ni miradas. Convivir los tres era cada vez más difícil y yo seguía sin juntar las fuerzas necesarias para decirle a ese hombre que se marchara. ¿A qué le tenía miedo? No era ni demasiado alto, ni muy morrudo. Su pelo renegrido y el ceño fruncido eran lo único que le daba a su rostro una expresión de maldad. Tenía mucha fuerza porque desde chico había practicado artes marciales. Y un deporte que debería haber templado su personalidad, pareciera que le dio poderes de grandeza. Sus golpes eran precisos y secos. Dolían varios días. Jamás nos pidió perdón. Nunca explicó el porqué de su cambio tan brusco, era como si siempre hubiera sido así. Si le hablaba de un psicólogo me insultaba, si le sugería ir al médico se ponía como loco. Era imposible calmarlo cuando le daban sus ataques. El resto del tiempo se mantenía distante, pensativo, altanero. Mi miedo no era físico, una se va acostumbrando a soportarlo, sino psíquico, no podía dejarlo, inconscientemente me tenía atrapada.

Un día, aprovechando su buen ánimo lo invité a tomar un café. Necesitaba salir, airearme un poco. Había sido un sábado lluvioso y el domingo prometía perdonarnos un poco la caída de tanta agua. Estábamos sentados en una mesa frente al vidrio del fondo de la cafetería que daba a un jardín lleno de flores que regocijaba mi espíritu. Al estar la ventana abierta, podía oler un sinfín de aromas distintos, que, mezclados al olor a tierra húmeda, se tornaban muy delicados.

Al dar vuelta mi mirada hacia la izquierda, pude distinguir que se abría la puerta del lugar y entraba un hombre. Tendría alrededor de cincuenta y pico de años, bajo, panzón, medio calvo, con lentes y una hermosa sonrisa, que atrapó mi atención. Lo seguí visualmente con prudencia, y noté que venía hacia a nuestra mesa. Ernesto, que estaba a mi derecha mirando hacia el frente, parecía ensimismado en sus pensamientos, como la mayor parte de las veces.

El desconocido se acercaba cada vez más, para mi sorpresa y gratificación, hasta que en un momento inesperado escuchamos que decía: «¿Ernesto?». Mi pareja levantó la mirada y se puso de pie de un brinco.

―¡Osvaldo! ―exclamó con alegría―, ¡qué linda sorpresa!

―Ja, ja, ja, qué casualidad encontrarte. ¿Cómo estás, viejo?

―Bien por suerte, te presento a Luciana, con ella estamos compartiendo la vida hace varios años.

―Encantando, señora, soy Osvaldo, amigo de la infancia de Ernesto ―respondió mientras me extendía su brazo para saludarme.

Cuando nuestras manos se juntaron, sentí un pequeño escalofrío, lo miré a los ojos y vi la mirada más dulce que jamás hubiera notado en nadie. Ellos siguieron conversando por un buen rato, hasta que al despedirse querían dejarse los números telefónicos. Como Ernesto había olvidado su celular en casa me pidió que le pasara mi número a su amigo. Así lo hice, luego él me llamó para confirmarlo y su número quedó registrado también en mi teléfono. No demoré en sumarlo a los contactos y asignarle su nombre.

El tiempo pasó, la relación con Ernesto se hizo insoportable. Junté coraje y lo dejé. No fue nada fácil, amenazas, gritos, nuevos golpes… Por primera vez mi hijo intervino, se puso frente a él, tapándome con su cuerpo y me defendió de tal manera que mi corazón rebasaba de gozo pese al momento de tensión que estábamos viviendo. No sé qué de todo lo que le dijo Tomy lo hizo reaccionar, pero sin pronunciar más palabras, fue al cuarto preparó sus cosas y se marchó. Hasta hoy no supe más de él. Después de todo lo pasado, yo quedé anímicamente destruida.

Quizás por eso un día me sentía tan sola que comencé a buscar entre mis contactos a quién podría invitar para que me hiciera compañía. Y de pronto entre la lista apareció el nombre de Osvaldo. Mi dedo se paralizó. Sin dudarlo, entré en WhatsApp y le envié el siguiente mensaje: «¿Me perdonás si te cuento que tu amigo no estuvo haciendo bien las cosas?».

La respuesta no se hizo esperar: «Hola, Luciana, lo conozco desde siempre y sé muy bien de quién estamos hablando, sus dos personalidades, sus agresiones sin motivo y paralelamente su amistad o amor incondicional».

A partir de ese momento me abrió una puerta que aproveché inmediatamente, se convirtió en mi confidente, en mi amigo. Estaba radicado en Canadá, por lo que todo era a través de internet, hasta que me avisó que había llegado el momento de volver a su ciudad natal, que lo esperara en unos días.

Por entonces, Tomy había decidido abandonar la carrera de Agronomía y estudiar Medicina, por lo que se inscribió nuevamente en esa otra facultad y se puso a estudiar para el examen de ingreso. Él estaba encantado de verme más animada y feliz. Conocía a Osvaldo solo por fotos, pero por lo que yo le contaba fue asimilándolo como buena persona. Nada peor podría pasar que la experiencia anterior. Por lo menos eso suponíamos.

Tal como me dijo, pasados tres días se presentó en mi casa, nos dimos un abrazo interminable, teñido de magia. Durante más de un mes nos estuvimos conociendo más profundamente encontrando infinidad de coincidencias en gustos y forma de ver la vida. De a poco la amistad se fue convirtiendo en algo mayor, hasta que nos encontró uniendo nuestros cuerpos y almas en un hotel sencillo cercano a casa, donde descubrí por primera vez un amor maduro, verdadero, libre, increíble. Si hasta ese día mi cielo era gris, a partir de ese momento se convirtió en un espectro azul, lleno de estrellas luminosas, cometas y asteroides girando sin parar y una luna llena, brillante y sonriente, acompañando con su luz tanta belleza emocional.

Fui feliz esa noche y soy feliz hoy. Voy en avión rumbo a Canadá. No me fue difícil desligarme de mis tareas de la universidad. Simplemente renuncié. Mis otras tareas como las manejaba de forma independiente no fueron mayor obstáculo. Tomás, mi tan amado hijo, apostó por mí, y viaja a mi lado. En ese país no es fácil conseguir entrar a una universidad, igualmente está decidido a hacer el intento, y si lo logra, quedará junto a nosotros estudiando medicina. Mi hija queda acá, está esperando un bebé y vive muy feliz junto a su esposo.

La vida es un desafío permanente. Osvaldo me ayudó a entenderla. Por eso acá estoy, rumbo a un país desconocido, apostando todo por un hombre que conocí no hace mucho, pero que me hizo descubrir el valor de cada día. Hoy tomé esta decisión por mí. No sé si es el camino correcto. ¿Quién puede saberlo? En lo profundo de mi ser siento que este comienzo de una nueva vida me dará esa ansiada paz que tanto estuve buscando. Mi cuerpo ya no tiene magulladuras, mi espíritu por fin es libre, voy a disfrutar con alegría, hasta que el destino me vuelva a presentar una nueva encrucijada. Ojalá falte mucho para eso.

Me acabo de despertar, estoy en mi cuarto con Ernesto al lado. Me miro el brazo izquierdo y está lleno de moretones. Suena el despertador, no entiendo nada. Sacudo mi cabeza y me levanto. Voy al cuarto de Tomy. Ahí está, rodeado de libros de medicina, al parecer se quedó dormido estudiando para su ingreso. Ernesto me llama para contarme algo. Deja el celular sobre su mesa de luz y veo en su cara un gesto de sorpresa y dolor.

―¿Te acordás de mi amigo Osvaldo que nos saludó aquella vez en la confitería?

―Sí, el que vive en Canadá.

―Él precisamente… Me acaban de avisar que, viniendo para acá, los agarró una tormenta eléctrica y su avión ¡cayó al mar! ¡No lo puedo creer! Prendé la tele, veamos las noticias.

Caigo en la cama y creo que quedaré allí para siempre…

lunes, 25 de febrero de 2019

El sueño


Adrián González


Sentado frente a un espejo enmarcado con luces, Renato se dispone a maquillar cuidadosamente su rostro a fin de cubrir esas arrugas a ambos lados de los ojos y suavizar las bolsas debajo de ellos. «No hay mucho que hacer con los cachetes mofletudos, colgados, al igual que la papada», observa. Su mirada colmada de hastío, los hombros caídos y una frente cada día más amplia, denotan una edad de la que él nunca ha estado cierto. Al observarse a sí mismo, en su memoria aparece aquel viejo indigente y borrachín, que conoció bajo un puente aquella noche de lluvia cuando él, adolescente aún, vagaba por las calles buscando refugio. «Solo me falta la barba sucia», cavila, y parpadea sacudiendo ligeramente la cabeza como para evitar posibles conjeturas.

Detrás de él, entre penumbras, Silvia lo observa con complacencia a través del espejo; ciertamente lo sigue amando. Su cabello asoma canas; siempre flacucha, ahora se ha encorvado, aunque es un hecho que su postura cambió desde que él cojea. «Lo hace intencionalmente, como para seguirme el paso», especula en sus pensamientos. —Sus miradas se cruzan, no requieren hablar para comunicarse—. Renato toma una almohadilla para cubrirse de polvo blanco la cara y el cuello; continúa con la sombra en los ojos, parece sencillo, pero en realidad requiere de mucha precisión, deben estar afinadamente simétricos para dar profundidad a la mirada, pero sin que esta cause temor; pasa a delinear los labios con un lápiz rojo para que parezcan mas delgados, prolongando los extremos hacia abajo a fin de simular desconsuelo. —Alza la vista y Silvia ya no está ahí, a sus espaldas solo hay oscuridad—. «La nariz», recuerda, y saca de un cajón la pintura roja, ya no usa la de bola, un triangulo de esquinas redondeadas que inicia justo abajo del tabique —roto desde que se dedicó al boxeo— hasta cubrir sus fosas nasales, es suficiente; tampoco aquella peluca anaranjada, en cambio enfunda su cabeza con una gorra plástica, blanca y ajustable que lo hace parecer calvo. Los detalles son importantes: acercándose al espejo retoca la cara, el cuello, las orejas y la cabeza con la gorra, pues deben quedar perfectamente blancas y de apariencia natural; el resultado…, «un verdadero fantasma —concluye al observarse—, son muchas las veces que así me siento». Por último, una lágrima roja sobre los pómulos bajo cada ojo. «¿Por qué se fue Silvia? —Se pregunta en voz alta—. Necesito que me ayude a ponerme el traje», e inicia a meter con dificultad brazos y piernas —una rodilla no logra doblarse— en el disfraz blanco de payaso, que más bien pareciera un gran piyama de bebé; la colocación de los zapatos le hace refunfuñar. De vuelta frente al espejo coloca sobre su cabeza un sombrero negro de copa alta absurdamente pequeño, que lo hace ver ridículamente pueril.

Cuando por fin sale al escenario, lo hace con calma, su representación ha de transmitir cierta parquedad en su paso, lento, mesurado, fingiendo una discapacidad que en realidad sí padece y dando tiempo a los aplausos del público antes de iniciar su acto. Ya no es aquel joven que hacía malabares con agilidad e ingenio causando risas hilarantes y festivas, su actuación se ha vuelto una poética expresión silenciosa de emociones encontradas donde la gente, a través de su mímica, pasa de la risa sutil al llanto disimulado —nadie se atreve a emitir sonido alguno durante su acto—, sus cejas se alzan o su mandíbula cae de vez en vez por los destellos de lucidez en la narrativa fingida pero, tan real, que la audiencia entera se siente identificada y a la vez descubierta, expuesta.
No hay escenografía, Renato se mueve —aparentemente con torpeza, pero en realidad cuidando hasta el último detalle ensayado— entre la oscuridad y trémulos juegos de luz. Por momentos se escuchan truenos, lluvia, hojas al viento, el canto de algún pájaro o un tren a lo lejos, pero de su boca no se escapa nada, «soy un espectro, una aparición», piensa para sí, completamente inmerso en su papel. Al finalizar, sus oídos son sordos al estrepitoso aplauso; toda su atención está en Silvia, sentada en primera fila del teatro mirándolo a los ojos. Detrás de ella, todo son penumbras.

«¡Despierta!», escucha Renato, al tiempo que recibe un fuerte golpe en la cabeza, que no sabe si es real o parte de sus sueños. «Dame todo lo que traes. ¡Pero ya!», vuelve a oír los gritos. Tratando de reaccionar abre los ojos, al tiempo que lleva su mano a la cabeza como reacción al golpe y observa con dificultad entre la oscuridad, a un hombre mal encarado vociferando frente a él, mientras apunta una pistola hacia su frente. Más como reacción que habiéndolo decidido, agarra el cañón del arma con la misma mano que se había llevado a la cabeza y el forcejeo comienza. Un disparo retumba ensordeciendo el oído de Renato por el que pasa rozando y rompiendo la ventanilla tras de él. La gente grita. Desde su asiento en ese autobús Renato jala con fuerza al hombre y ahora lo tiene encima, ambos se golpean con la mano que tienen libre. La joven sentada en el asiento trasero sale al pasillo ante el riesgo de resultar herida. Renato tira puñetazos con todas sus fuerzas y golpea con su cabeza el rostro del agresor, pero su posición es incómoda, sus golpes no tienen el impacto deseado, su pierna rígida le impide moverse con destreza. Otro disparo. Los pasajeros corren desesperados tropezándose entre ellos para salir del autobús que ahora se ha detenido en medio de la carretera. Por fin alguien golpea al hombre por la espalda una y otra vez hasta que este desfallece. Cuando Renato logra quitárselo de encima y se levanta, observa el tacón puntiagudo de una zapatilla de mujer clavado en la nuca del asaltante y a la joven del asiento trasero con mirada impávida, parada ante él con un pie descalzo.

—¡Mira lo que has provocado! —grita desde el frente el chofer, mientras se aproxima por el pasillo.

—¿Qué? —pregunta confundido Renato, al ver al hombre vociferar pues, aturdido por los disparos, no escucha nada.

—Simplemente le debías entregar lo que trajeras —le increpa nuevamente, el chofer—. ¿Es que nunca te han asaltado?, en estas carreteras es común. Ahora vas a responder a los federales por… —voltea a mirar a la joven que mató al ladrón—, un muerto.

En ese momento, la oscuridad de la noche es interrumpida por los destellos intermitentes rojos y azules de una patrulla de la Policía Federal de Caminos deteniéndose tras el autobús. Los pasajeros parados junto a la carretera la rodean inmediatamente, todos hablan al mismo tiempo, tiritan de frío y señalan hacia el interior del autobús.

—¿Qué sucedió? —pregunta el oficial al chofer al subir al autobús y ver la escena.

—Subió como pasajero; a media noche se levantó y empezó a asaltar —responde, señalando el cadáver entre los asientos.

—Y…, ¿quién lo mató? —pregunta ahora, mirando a la joven.

—Fui yo —responde Renato, aún con el arma tomada por el cañón en su mano—, cuando forcejeaba vi en el piso esa zapatilla, la alcancé y se la clavé. Solo me estaba defendiendo —aclara al oficial, quién lo ignora y voltea a ver de nuevo al chofer.

—«No hagas nada, no te resistas. Tu vida y la de tus pasajeros está en riesgo…, cuando todo pase, conduce al poblado más cercano y llama a las autoridades». Esas son mis instrucciones, pero este hombre —explica el chofer señalando a Renato— provocó todo esto.

Una vez en el puesto de policía a la entrada de la siguiente ciudad, Renato y la joven descienden esposados del asiento trasero de la patrulla. Ya en el interior, a él lo sientan en un pasillo y a ella la conducen a una pequeña oficina; a través del cristal, él observa cómo la interrogan en tanto vacían sobre un escritorio el contenido de su maleta y su bolso, dos paquetes pequeños como ladrillos envueltos salen a relucir. Luego de un rato se escucha el frenar de lo que parecen ser unas camionetas arribando afuera de las oficinas, seguido de unos portazos y varias voces. La puerta se abre y entra un hombre de mezclilla y botas, que se dirige directamente a la oficina pasando de largo frente a Renato, quien observa un arma entre su cinturón y la espalda; la discusión da inicio, pero el zumbido en su oído no le permite escuchar lo que dicen. Por fin el hombre sale llevando sujeta del brazo a la joven y en su otra mano uno de los paquetes; al pasar, renqueando en un solo tacón, ella lo mira de reojo.

Sin entender lo que está sucediendo, Renato, aún esposado, es conducido de nuevo a una patrulla por un par de oficiales.

—¿Por qué cojeas? —le pregunta uno de ellos, luego de un rato de trayecto sobre la carretera.

—Tuve un accidente.

—¿A dónde te dirigías?

—Quiero llegar a la frontera.

—¿A qué?

—Espero encontrar a mi esposa —responde—. ¿A dónde me llevan? —pregunta, sin recibir respuesta, en tanto el que conduce se desvía hacia un camino secundario de terracería.

Dándose cuenta de que algo está mal, Renato, se acuesta en el asiento y patea con ambas piernas y todas sus fuerzas el cristal de la portezuela a su lado. Está a punto de amanecer; la patrulla acelera hacia un desértico paraje y se frena con fuerza tras unos matorrales secos.

«Eres un vulgar ladrón y asesino que huyo del camión después de matar a un pasajero que te enfrentó. Tenemos el arma que abandonaste en el autobús con tus huellas», le dice uno de los oficiales al abrir la puerta trasera e intentar sacarlo del vehículo, en tanto Renato trata de impedirlo defendiéndose a patadas recostado en el asiento, hasta que el otro oficial lo saca por la puerta opuesta con un fuerte jalón de cabellos. Renato, hincándose en la tierra, voltea en todas direcciones —el sol en el horizonte lo deslumbra con sus primeros rayos—, se da cuenta de que no hay a dónde huir, mira a los oficiales, ambos con lentes oscuros y expresión imperturbable, mismo cuerpo fornido, misma estatura. Una patada en la espalda lo hace yacer en el suelo seguida inmediatamente por otra en su cara; la sangre brota y salpica la tierra árida. Patadas y puñetazos se alternan una y otra vez —el amanecer proyecta largas sombras de los hombres en movimiento sobre el desolado paisaje, al tiempo que una nube de polvo se levanta y cubre toda la escena—. Renato se revuelca tras cada golpe, las costillas le punzan y siente que el abdomen le va a estallar —en su mente aparece el rostro de su esposa—; ambos federales parecen no cansarse de golpearlo y solo se detienen hasta que él deja de moverse. Sucio de pies a cabeza, solo la sangre de su rostro se asoma entre la tierra seca y blancuzca que lo cubre por completo. Dándolo por muerto, los oficiales le retiran las esposas y lo abandonan, alejándose lentamente en su patrulla.

El polvo en el aire empieza a descender poco a poco, Renato yace sin conocimiento sobre el desértico terreno, las horas transcurren y el sol eleva inmisericorde la temperatura. Una iguana surge de los matorrales, avanza lentamente, se deteniene a su lado por unos segundos y de repente trepa sobre su cuerpo hasta la cabeza para erguirse estoica hacia el sol, no hay señal de que él respire, pareciese que la iguana tampoco.

Anochece. «¡Levántate!», escucha Renato a lo lejos, pero los músculos no responden. Un rato después siente un dolor intenso. «Si no te levantas, las hormigas te comerán vivo», le exhorta la voz; pero es imposible, él continua inmóvil. «¡Levántate!», le insta de nuevo la voz.

Abriendo con dificultad un ojo, Renato ve luz de día y a un niño agachado frente a su cara. «No querrás morir aquí. ¿O sí? —le dice—. Las hormigas casi han cubierto tu pierna, pronto estarán sobre todo tu cuerpo». Renato trata de enfocar la cara del niño entre sus pestañas pegadas por la sangre y la tierra, su respiración es corta y aun cuando el dolor en su pierna es agudo, es incapaz de moverse. En ese momento, el niño se levanta de prisa y se aleja un poco para regresar de la mano de una mujer. Ambos usan ropas humildes y zapatos rotos. Ahora ella también se agacha frente a él. Renato la reconoce. «Mi madre…, ¿cómo?», se pregunta, dirigiendo su mirada al niño. «¡Yo!», exclama en su mente. «¿Recuerdas aquella noche cuando, cansado de correr para escapar de esos niños del barrio, te escondiste bajo una coladera del drenaje? —pregunta el niño—. Apestaba tanto que sentías que no podías respirar. Tuviste que permanecer ahí agachado aguantando los calambres en tus piernas hasta que se cansaron de buscarte y cuando trataste de salir no te podías mover, como ahora». Renato siente las manos de su madre sobre sus hombros tratando de darle vuelta en la tierra; al segundo impulso lo logra. Ahora, de cara al sol, la ve de reojo alejarse hasta una nopalera y hurgar debajo entre otros cactus; cuando regresa le retira los pantalones y abre su camisa; pronto siente alivio en su pierna, algo suave y fresco es untado sobre su piel, ahora el pecho, la frente. «Agua…», escapa de sus labios. «Esto ayudará más», responde su madre, mientras le da a chupar del trozo abierto de un cactus. Pronto siente que vuelve a perder el sentido, por más que lucha no puede mantener los ojos abiertos; pero ahora su cuerpo se reconforta con la frescura del cactus que su madre desliza sobre su piel, apaciguando al mismo tiempo el dolor en su pierna.

De pronto, Renato se incorpora y observa a su alrededor y hacia el cielo, maravillado por los colores brillantes e intensos de todo lo que le rodea, el cielo ha pasado a ser rosa y la tierra, árida y seca, ahora es azul. «¡Siempre quise conocer el mar!», exclama en su mente, al ver el suelo moverse ondulante bajo sus pies. Un soplo de viento color violeta golpea con fuerza su cara trayendo aromas extraños. Su vista se agudiza y se nubla; conforme trata de enfocar, piedras y arbustos cambian de forma como si fuesen elásticos, se estiran y encogen desprendiendo aromas y sonidos melodiosos. «¿En dónde estoy?», se pregunta, a la vez que trata de dar un paso al vacío que lo hace caer sumergiéndose en el mar de arena azul, dando volteretas que lo empapan de sensaciones desconocidas e inexplicables que arrebatan y confunden sus sentidos. «Nunca había olido los colores —reflexiona—. Tampoco las cosas habían tenido música propia». Extasiado por su experiencia, siente un gozo como jamás había creído posible experimentar, toda su piel, ahora hipersensible, le transmite emociones mezcladas con visiones extrañas, en las que, de repente… aparece la cabeza de una enorme hormiga acercándose a él, abriendo sus mandíbulas para devorarlo, mirándolo fijamente a los ojos y rozando sus antenas sobre su cabeza. La alucinación es terrible, Renato trata de huir, grita y se revuelca quitándose de encima las antenas con sus brazos, esquivando las mandíbulas, pero todo parece inútil, la hormiga, completamente encima de él, sometiéndolo con sus múltiples patas, está a punto de cercenar su cuello cuando, sin poderse contener empieza a vomitar una y otra vez, arqueando su vientre en un esfuerzo doloroso por vaciar su estómago.

—Así es con el peyote, unos echan risotadas y otros gritan con espanto —le dice la mujer a Renato, cuando por fin se recupera y la mira agachada frente a él.

—¿Qué…?, no entiendo —responde él, sentado en la tierra.

—Su frente estaba ardiendo, decía barbaridades —interviene el niño, dándole a beber un trago de agua de una pequeña garrafa—, pero mi madre sabe curar.

—Aquí está su ropa, le sacudimos todas las hormigas —vuelve a hablar la mujer, extendiéndoselas con una sonrisa—. Ya no nos podemos quedar más tiempo; si nos apuramos, podemos alcanzar al grupo antes de cruzar para el otro lado.

Renato, adolorido y confundido, trata de seguirle el paso a aquella mujer y su hijo, que se mueven con pericia saltando piedras y zigzagueando entre los arbustos, volteando hacia todos lados e internándose en las depresiones de los arroyos secos, por momentos se detienen y de repente se apuran sin que él entienda del todo su actuar. Él tropieza, cae, se levanta, jadea, tose, pero ellos no se detienen, ya perdieron mucho tiempo en salvarle la vida, ahora la de ellos también peligra, el agua no les durará un día más y él sabe bien que sin ellos no logrará salir de ese inhóspito valle.

Por la noche suspenden su marcha, la mujer saca de su morral una tortilla rancia para cada uno y después de comerla con unos tragos de agua, abraza a su hijo y ambos se quedan dormidos recargados en una gran piedra. El frío mantiene despierto a Renato, no sabe en dónde está ni qué día es, todo el cuerpo le duele, su pierna está inflamada por los piquetes de hormiga, al igual que su rostro por los golpes y siente que podría tener más de una costilla rota; voltea a ver el cielo despejado y repleto de estrellas, de la oscuridad a su alrededor, poco a poco y cada vez con más fuerza, surgen ruidos extraños que lo inquietan. «¿Insectos, reptiles?, seguramente hay víboras», imagina. Más tarde, la vigilia lo lleva a la introspección, recordando el sueño que tuvo en el autobús antes de recibir el golpe del asaltante en la cabeza. «¡Tan real! El sueño de toda mi vida», cavila, recordando el tiempo que trabajo en aquel circo y más allá, cuando de niño hacía de payaso en los semáforos. «Nunca había estado tan cerca de la muerte —piensa—; hasta ahora, en toda mi vida, no he hecho más que sobrevivir», recapacita.  Voltea a ver a la mujer y su hijo perdidamente dormidos enredados en el reboso de ella. «Pobres como yo, pero diferentes, ellos son de campo —infiere al observarlos—, piel oscura pero además requemada por el sol, sus pies agrietados, su forma de andar y hablar, vienen del sur, largo camino han recorrido. ¿Por qué se habrán detenido a ayudarme?», se pregunta. Muchas historias escuchó de los peligros que corren los que intentan cruzar la frontera, ahora sin buscarlo, él se encuentra entre ellos. Renato dormita de cansancio, pero no puede retirar a Silvia de su mente. «Quisiera que me llevaras a la frontera —pedía— para indagar sobre mi madre. ¡Quizás algún día regresó a buscarme al orfanato! ¡Quizás dejó alguna dirección, algún dato para mí!», insistía ella cada vez con más melancolía. Él nunca quiso desanimarla, pero siempre pensó que sería infructuoso un viaje a buscar a quien la abandonó a su suerte de niña, para irse a arriesgar todo —incluso su vida—, para buscar del otro lado al padre de Silvia. «Es inútil —pensaba siempre él—, sobre todo después de tantos años». Pero ahora que ella lo abandonó, la frontera o, mejor dicho, esa última ciudad antes de cruzar, es el único lugar que se le ocurre para buscarla.

Cuando por fin el cansancio lo vence, Renato se ve a sí mismo en penumbras, subiendo con dificultad las escaleras del viejo edificio donde habitaba con Silvia. Jadea, tropieza, se detiene de las paredes y casi gatea en los últimos escalones antes de llegar a la azotea, donde se ubica su pequeño cuarto. Encuentra la puerta abierta. Un agudo dolor en su rodilla y otras heridas no lo dejan pensar con claridad, siente que la cabeza le da vueltas como si aún estuviera en ese auto volcado. Ha amanecido y sabe que se debe mover con rapidez, sin embargo, todo parece suceder con lentitud. Al entrar no encuentra a Silvia; revisa a su alrededor solo para comprobar lo que teme. Se ha ido.

Antes del amanecer los tres emprenden la marcha a paso acelerado. Apenas empieza a levantar el sol cuando observan a lo lejos al grupo de migrantes, todos sentados en la tierra frente a unos hombres armados con tres camionetas tras de ellos. Renato se detiene y se tira al suelo para tratar de ocultarse tras unas piedras.

—No se esconda, ellos nos dirán por dónde cruzar. También nos darán agua —le anima el niño con una sonrisa— solo hay que hacer de mulas.

—¿Cómo? Yo no quiero cruzar —responde Renato, aún oculto, al no entender lo que el niño dice.

—Si no lo hacemos, entonces sí nos matan —le aclara con seriedad—. Solo hay que entregar la mochila con mota del otro lado.

Pero los han visto, una de las camionetas se aproxima con velocidad hacia ellos. El chofer baja y saca de su espalda una pistola, Renato se da cuenta de que es el hombre que recogió a la chica del autobús en la estación de la policía federal; tras él, sentada en la camioneta, está ella. El hombre inmediatamente apunta a Renato con su arma y engatilla; la chica baja de la camioneta y le grita que espere. «Si no fuera por él, el ladrón se hubiera llevado los dos paquetes», le dice, deteniéndolo del brazo. Ambos proceden a marcharse en la camioneta con la mujer y su hijo en la batea. Al alejarse, la madre señala algo con el brazo. «¡Hacia allá está el último pueblo!», grita el niño. Renato los observa entre la polvareda que levantan las camionetas, cargadas de gente, respira profundo y echa a caminar en la dirección señalada. «¡Tengo que encontrar a Silvia!», se dice a sí mismo.

jueves, 14 de febrero de 2019

Un cuento de otoño


Frank Oviedo Carmona


Era una tarde de otoño, fresca de suaves vientos, una de las estaciones preferidas de Tina. Ella se encontraba recostada en una banca con los brazos abiertos mirando hacia el cielo. Le encantaba sentir la brisa en su rostro; sus ojos sonreían de felicidad agradecida a la vida por lo que le permitía sentir.

Su cabellera era espesa y oscura como el petróleo, ojos negros avispados, mediana estatura, trigueña y deportista.

Ahora de veintiún años, vivía en Barranco, en una casa de dos pisos, de fachada alta de color blanco, puerta grande ovalada pintada de azul y manija de un tono dorado. Al ingresar te comunicaba a un camino de gradas que llegaba a una puerta principal; hacia la izquierda había un jardín grande rodeado de crisantemos, en el centro, una pileta de mármol negra, rodeada de bancas donde ella solía sentarse en las tardes de otoño.  Y hacia el lado derecho tenía espacio para parrillas, cuando hacían reuniones familiares. Mientras disfrutaba de la brisa, el teléfono sonaba pero ella no lo oía, hasta que escuchó una voz.

–¡Señorita Tina, tiene una llamada telefónica de la señora Claudia! –gritó  Josefina, la nana.

Tina se levantó de un salto y subió la escalinata corriendo hasta llegar a la sala. Agitada, se tiró al sofá, levantó el teléfono y respondió.

–¡Hola! ¿Con quién tengo el gusto?

–Tina, soy Claudia, amiga de tu hermana Alicia, ¿cómo estás?

–Bien, Claudia, ¿a qué debo el gusto de tu llamada?

–El sábado haré una reunión familiar en mi casa, celebraré mi cumpleaños y despedida de mi hermano Roberto que se va a Japón a hacer una maestría. Ven con Alicia, ¿qué dices? ¡Mira que tú no sales así nomás!  Seguro te da permiso tu mami.

–Sí, por supuesto que iré con mi hermana. Sí me deja salir mi madre pero igual debo pedirle permiso. –Sonrió Tina.

Zara, madre de Tina era una mujer recta, mandona y celosa con sus dos hijas. Sobre todo con Tina que era la última. Quizá porque enviudó a temprana edad y tuvo que hacer de padre, madre y trabajar jornadas largas ya que la herencia que le dejó su esposo no le alcanzaba para darles una buena educación y estilo de vida.

–Está bien, Tina, entonces lo doy por hecho que irás.

–Claro que sí, Claudia, te dejo; debo salir –y apresuradamente colgó el teléfono.

­­­–Josefina, Josefina, apúrate que tengo que contarte algo.

–Señorita Tina, no me apure pues, estoy preparando su almuerzo antes que salga usted a estudiar, si no su mamá me mata.

–Ya, Josefina pero almuerza conmigo para conversar, aprovechemos que mi madre no está.

–Está bien, señorita.

Josefina era la nana; pero para Tina, una segunda madre. Ella fue quien ayudó a Zara a criar a sus dos hijas. Su madre estaba agradecida por todo lo que había hecho, pero ella era quien ponía el orden porque Josefina era condescendiente, confidente y defensora de las dos. La madre le decía que era blanda para cuidarlas, pero sabía que ella las protegería y cuidaría bien.

–Señorita Tina, un día su mamá me va a encontrar sentada chismeando con usted y de patitas me pondrá en la calle –dijo entrelazadas sus manos hacia atrás.

–No digas eso, ella no llegaría a esos extremos y si te bota, nos vamos juntas.

Las dos sonrieron, Josefina le dio un beso en la frente,  y se sentaron  a almorzar.

El tiempo pasó rápido y llegó el día de la fiesta. Zara aceptó que Tina fuera a la fiesta. Quien llevaba un vestido negro con escote discreto, manga cero y de largo a la altura de la rodilla. Un collar de piedras turquesas, su cabellera suelta tirada hacia atrás y una cartera negra tipo sobre. Llegaron en taxi. Al tocar el timbre las recibió Claudia y les ofreció asiento.

Durante la noche llegaron más invitados y la reunión se hizo entretenida, bailaron, comieron y tomaron algunos tragos, hasta la media noche.

Tina, rendida de bailar sin parar, se recostó en un sofá sin darse cuenta de Roberto, hermano de Claudia, quien había bailado dos o tres piezas, pero ninguna con ella la observaba de lejos.

Tina se acercó y lo quedó mirando.

–Es tu despedida y el cumpleaños de tu hermana y no has bailado conmigo –le dijo mientras él estaba arreglando los cables del equipo.

Roberto no levantó la mirada y se quedó sin hablar por unos segundos, luego le respondió haciendo pausas para tomar aire.

–Oh perdón tú eres hermana de Alicia, ¿verdad? No te saqué a bailar porque estabas rodeada de amigos –sin  levantar la mirada le respondió.

–Sí, Roberto, así es, dime y ¿cuándo viajas?

–Ehhh la próxima semana, lástima que recién nos conozcamos –Roberto hablaba pausadamente como si le costase decirlo.

–Dime, ¡por qué no me miras cuando me hablas! Acaso te asusto –sonrió Tina.

–Perdón, ehhh no fue mi intención incomodarte y para que veas que no me asustas,  prometo escribirte y contarte de Japón.

Ambos se dieron la mano en señal de aceptación, Roberto como siempre sin poder sostener la mirada hacia Tina.

Al estar ya Roberto en Japón, cumplió su palabra de escribirle frecuentemente. Se hicieron amigos a la distancia, él le comentaba cómo era la cultura de Japón y las posibilidades que habían de quedarse un tiempo más prolongado a trabajar y seguir estudiando.

Pasaron unos años y Tina inició una relación con Renato,  quien era un joven atlético, bien parecido, alto y de tez clara. Trabajaba como subgerente en la empresa de repuestos para autos de su padre, no sabía mucho pero lo asesoraban; su padre deseaba que aprenda todo lo relacionado a la empresa, ya que Renato era inmaduro, caprichoso, ostentoso e irresponsable. Hasta que conoció a Tina. Él  decía que el amor lo había cambiado.

A pesar de que Tina estaba con Renato nunca dejó de escribirle a Roberto, ya que ella estaba contenta de tener un amigo, un confidente, alguien con quien conversar.

Al cabo de cinco años Roberto había terminado su maestría y con una propuesta de trabajo en Japón decide tomarse un respiro para venir a Perú y conversar con Tina, deseaba hablarle de lo que en verdad sentía por ella.

Una vez en Perú coordinaron para verse.           
                                      
–Roberto, no me asustes, ¿qué ha pasado? –preguntó Tina luego de abrazarlo y mirarlo fijamente a los ojos.

–Hay que tomar asiento, no es nada malo lo que te diré – respondió con una sonrisa.

–Qué bueno porque yo también debo contarte algo bello por lo que estoy pasando.

–Entonces, dime tú primero –dijo.

Roberto se puso nervioso e inclinó su cabeza.

–Roberto no sé por dónde empezar, estoy embarazada, tengo tres meses, voy a ser madre y te juro soy la mujer más feliz del mundo.

–¡Un hijo de Renato! ¡Vas a tener un hijo de Renato! –con voz entrecortada, lo repitió.

Trató de relajarse y felicitarla pero no pudo.

–Ahora te toca a ti hablar –susurró Tina, sonriendo–. Roberto, te  estoy hablando, dime lo que deseas contarme.

Volvió en  sí.

 –He sido contratado por cuatro años más; vacaciones una vez al año con viaje y todo pagado, entre otras gollerías, ¡qué  te parece! Por otro lado te felicito por tu embarazo, sé que serás una excelente madre. –¡Qué  te parece! –exclamó Roberto.

Tina salta de alegría y le pregunta:

–Pero, ¿eso nomás me ibas a decir?

Él con tranquilidad le respondió que eso era solamente.

Su rostro se desencajó al no poder decirle lo que sentía por ella, trató de calmarse para que no se diera cuenta. Solo quería salir de aquel lugar,  regresar a Japón y pensar bien en lo que haría.

Adelantó su viaje a Japón y continuó escribiéndose con Tina, sin decir palabra alguna de lo que sentía por ella.

Así pasaron los meses y Tina fue avanzando con su embarazo. Un día, mientras se recostaba en la banca de la terraza, como siempre Josefina pendiente de ella, se acercó y le dijo:

–Señorita Tina, hace mucho frío aquí afuera, le va agarrar el resfrío, pase a tomar algo caliente.

–Josefina, no exageres, es una brisa suave que acaricia y tú sabes que me gusta, igual te haré caso porque si no, te vas quedar parada sin moverte –sonrió Tina.

–Ay señorita Tina, su barriga está linda, cada día crece más, tómeme del brazo y suba con cuidado.

–Ay Josefina, el estar embarazada no es una enfermedad, estoy muy bien con mis ocho meses.

–Señora Tina, usted sabe cómo es su  mamá de celosa, me escucha llamarla Tina y me va a gritar –ambas sonrieron.

Llegaron a la sala muertas de la risa. Tina tomó algo ligero y salieron rumbo a la oficina de Renato.  Ya que siempre se quedaba hasta largas horas de la noche y Tina quería darle una sorpresa.

Subieron la escalinata, tomadas del brazo,  sin parar de reírse.

Al llegar a la oficina, Tina, luego de abrir la puerta dio un grito de desesperación porque vio a Renato con la secretaria abrazados y besándose.

–Tina perdóname te lo quería decir, pero cuando me hablaste del bebé no supe cómo explicártelo, tampoco quería tener un hijo, no me siento preparado.

–¡No puedo creer lo que me dices, me juraste que me amabas, eres un maldito, cómo pudiste hacerme eso! Con razón mi familia no te quería ni confiaba en ti y yo ciega te defendía, felizmente nunca nos casamos –completamente desencajada le increpó.

Josefina no pudo detener a Tina, que al retirarse le dio una bofetada a Renato.
Todo el camino lloró y tuvo que ir de emergencia a la clínica, ya que le vinieron los dolores y dio a luz a una hermosa niña.

Tina entró en una depresión en donde su apoyo fue su familia, la sicóloga y Roberto, que siempre estuvo en contacto con ella. Habían días en que conversaban por horas, él la escuchaba desahogar toda la cólera, rabia que sentía, él la aconsejaba diciéndole que le dé tiempo al tiempo y llegará el momento en que sea feliz.

Pasaron cuatro años y Roberto terminó su segunda  maestría.

 Hasta que un diecinueve de diciembre, Tina recibió una llamada.

–Hola Tina, soy Roberto iré a Perú, por favor no avises a nadie.

–No me asustes Roberto, dime, ¿qué pasa?

–Tranquila Tina, nunca podría decirte algo malo.

Efectivamente, llegó al Perú un veintinueve de diciembre, como lo había acordado. Se quedó en la casa de sus padres, en la playa de San Pedro, cerca de Lima, y en los siguientes días realizó un almuerzo al que estaba invitada Tina.

La tomó de las manos.

–Desde la primera vez que te vi, me enamoré de ti, de tu sonrisa,  tu forma de ser alegre, de tu cabellera larga, hasta de tu forma de bailar entre otras cosas –susurrando le dijo.

Roberto siempre fue un hombre serio y no creía que algún día se enamoraría así, pensaba que eso solo sucedía en las películas.

–Pero, ¿tú estás loco? ¿De qué hablas? No me hagas esas bromas, tú sabes muy bien por todo lo que he pasado  –Y lo soltó bruscamente de las manos.

–Lo sé muy bien, por favor escúchame. Hace mucho tiempo quise confesártelo, pero no tenía nada que ofrecerte.

–Pero Roberto, tú eres mi amigo, yo aún no tengo la capacidad para enamorarme nuevamente. ¡Cómo me vas a decir eso! –exclamó.

–Tina, no estoy bromeando, lo que te digo es verdad, cásate conmigo, a eso he venido. Mis acciones harán que te enamores de mí, solo tengo quince días para arreglar documentos y luego nos vamos y al regreso nos casamos por la Iglesia.
Tina se quedó pensando, le había demostrado durante años su lealtad y el interés por ella, siempre estuvo ahí, aunque en el otro lado del mundo, nunca la dejó.

Le respondió que en unos días le daría la respuesta, pero que no le prometía nada.

La madre de Tina no estaba de acuerdo pero su hermana Alicia la hizo entrar en razón, diciéndole que Tina había sufrido mucho, tenía todo el derecho de intentar algo y ser feliz.  Roberto es un buen hombre, y había estado a su lado siempre.

Tina aceptó casarse por civil e irse con él y su hija a Japón.

Después de un año, regresaron al Perú y se casaron según la religión católica.  Para ese entonces, debido a todas las atenciones y detalles que Roberto había tenido con Tina, él logró que ella lo amara. El amor de Roberto traspasó el dolor de Tina hasta curar su corazón.

Nuevamente salió embarazada de una  niña.

Él ahora está por jubilarse. Una de sus hijas está casada y haciendo una maestría en economía en Estados Unidos y la menor haciendo su último año de medicina.