miércoles, 27 de octubre de 2021

Emilia y la esperanza

José Camarlinghi


Era la primera vez que intentaban llegar al puerto. La multitud se aglomeraba alrededor del perímetro controlado por hombres armados. Estaban uniformados pero no tenían bandera. Hace ya rato que los países habían colapsado y el ejercito de mercenarios controlaba que solamente las personas que tuvieran el paso autorizado, se embarcaran en los navíos que partían al sur. Todo empezó con lo que llamaron el cambio climático. Las primeras zonas en convertirse en desiertos fueron las tropicales. La temperatura se elevó tanto que los seres humanos empezaron éxodos a los extremos norte y sur del planeta. Millones se trasladaban como podían. En sus coches, en pequeños barcos, en lanchas, hasta en bicicletas o incluso a pie. En el hemisferio sur, y en realidad en todo el mundo, quedaba un solo lugar seguro: la Antártida. Los multimillonarios y la comunidad científica levaban ya varios años construyendo algunas ciudades cercanas a las costas que daban al continente americano. Una alianza precaria dado que unos negaron hasta el último que la hecatombe era producida por las industrias y las políticas de las corporaciones; y los otros demostraban con pruebas y hechos lo contrario. Inevitablemente tuvieron que unirse los bandos contrarios. Unos necesitaban los recursos y los otros el conocimiento. Se hizo un desarrollo de ingeniería naturalista y se cubrieron los montes con bosques y las praderas con pastos. En la orilla que mira a Australia se desarrolló una especie de reserva natural donde se liberaron todas las especies, de plantas y animales, que pudieron salvar del apocalipsis climático. Algunas fotos se habían filtrado en las redes pero nadie podía decir si eran verdaderas. Los medios oficiales se encargaron de hacer creer que todo era parte de otra enésima teoría de conspiración. 

Emilia tenía el pase seguro al último continente habitable. Era ingeniera genética y doctora en biología evolutiva. Unas de las pocas profesiones que sobrevivieron al desarrollo de la inteligencia artificial y la robótica. Y eso no fue porque los algoritmos no pudieran desentrañar los mecanismos del desarrollo de la vida; más bien por cierta precaución que tomaron los líderes y científicos para no entregar a un autómata uno de los planes más ambiciosos de la humanidad: la inmortalidad. Emilia había estado trabajando en el desarrollo de un sistema para trasladar la conciencia de un individuo a un cuerpo nuevo y joven. Estaba muy cerca de lograrlo. Su laboratorio inicial estuvo en Trieste, Italia. El clima se hizo tan caliente que lo movieron a ciudad del Cabo en Sudáfrica y de allí tuvieron que emigrar a Punta Arenas, en la Patagonia chilena. 

Ella debería haber abordado los primeros vuelos a Antártida, pero decidió quedarse. Tenía que encontrar a su hija, Amanda, y convencerla de que la acompañara. Lo hubiera hecho antes si habría tenido el tiempo. Esa era la historia de siempre. Recién se daba cuenta. No le había dedicado mucho a su crianza. De hecho, se podría enumerar  el tiempo que pasaron juntas. Vivían en la misma casa y sin embargo compartían muy pocos minutos al día. Por lo general eran los del desayuno. Emilia hacía las mismas preguntas todos los días y recibía las mismas respuestas. Luego salía al trabajo y normalmente retornaba cuando la niña ya estaba dormida. Amanda creció conociendo más a las niñeras, cocineras y los tutores, que a su propia madre. En su memoria quedaba algún que otro episodio de las vacaciones que pasaron juntas cuando era pequeña. Esos recuerdos eran los que más apreciaba. A pesar de eso, un abismo se abrió entre ellas. Un espacio vacío que creció con los años de la adolescencia y por el cual ninguna de las dos encontraba un camino de reencuentro, por mucho que lo intentaran. Amanda, que no sólo era brillante, tenía además aptitudes natas par los deportes, no respondía en el colegio. La rabia y la frustración se hicieron cotidianos hasta el punto de perder todas sus amistades. Antes de terminar la secundaria se escapó de casa y nunca más volvió a hablar con su progenitora. 

El colapso climático ocurrió mucho más rápido de lo que todos los expertos pronosticaron. En cuestión de meses las grandes ciudades se quedaron sin agua. Los servicios básicos dejaron de funcionar. La electricidad fue lo último que se cortó y con ella se fueron Internet y los medios de comunicación. Entonces empezó el verdadero caos. 

Emilia tomó su vehículo para hacer el viaje de cuatro horas a donde sabía que vivía su hija. Solo esperaba que ella siguiera allí. Cuando la niña abandonó el hogar, contrató agentes privados para encontrarla y después de varios meses le dieron una dirección en Río Gallegos. Esa misma tarde llegó al lugar. Amanda cerró la puerta de golpe al verla en el pasillo. La madre le pidió que abriera, le dijo que arreglarían las cosas, que no entendía el porqué se había ido de casa y que haría todo para cambiar lo que le disgustaba. La respuesta de Amanda, detrás de la puerta, fue áspera y dolorosa. Emilia ni siquiera atinó a justificarse. Sabía que lo que le increpaba era cierto. Pidió perdón llorando frente a la puerta cerrada, mientras al otro lado las lágrimas caían, no de dolor, sino de resentimiento. Después de más de seis de horas, la madre abandonó el lugar. No podía creer que eran ya dos años desde ese incidente. 

La autopista estaba tan congestionada que después de varias horas de no poder moverse ni un milímetro, se dio cuenta que no iba a llegar a ningún lugar. Abandonó el coche y se dispuso a caminar los casi cien kilómetros que le faltaban. Calculó que llegaría en tres días como máximo. Consigo llevó una pequeña mochila con un abrigo y una botella de agua. En su bolsillo verificó el dispositivo GPS que le habían dado en el laboratorio donde trabajaba. Cuando ella lo necesitara, podría mandar un mensaje vía satelital para ser recogida. Empezó a caminar arrepintiéndose de no haber aceptado que uno de los oficiales de seguridad le acompañara. Lo cierto es que nadie se había imaginado que la ruina llegaría tan velozmente. Esa noche durmió en otro coche abandonado. El dispositivo le aseguró que apenas había veinticinco kilómetros. 

Al día siguiente caminó desde el amanecer hasta la última luz del día. Fue relativamente fácil conseguir  alimentos y agua. A lo largo de la carretera eran docenas los camiones de reparto abandonados. No estaba sola, muchas otras personas caminaban también. Había un sentimiento solidario y todas se acompañaban y se ayudaban. Unas de ida y otras de vuelta. La mayoría volviendo a casa o yendo a buscar a un ser querido. Se sintió tranquila por eso. Tenían el mismo objetivo y a pesar de la urgencia se sentía un ambiente de seguridad. Al atardecer, ella y otros caminantes, llegaron a un hotel abandonado. Se acomodaron como pudieron y durmieron sin comer. Algunos despertaron con los ecos de disparos en la distancia, pero el cansancio era tal que se volvieron a dormir sin llegar a preocuparse. 

El tercer día la situación cambió radicalmente. Habían estado caminando por una hora  en la carretera totalmente vacía. Ya no se veían vehículos atascados. No tenían qué comer ni beber. Por suerte, pensaban, que ya les faltaba poco y que llegarían a su destino al mediar la tarde. Algunos cojeaban por las ampollas o la macurca. Entonces, después de dar la vuelta por una curva cerrada, se encontraron con los restos de lo que parecía haber sido una batalla. Vehículos quemados y cadáveres. Alguien sugirió salir de la carretera y seguirla desde una distancia prudente. Lamentablemente la vegetación no era muy alta y de cualquier manera se podía ver un grupo de personas que avanza por el terreno. 

Al acercarse a la ciudad el caos fue creciendo. Se veían varias columnas de humo negro y se escuchaban escaramuzas de combates. El grupo de caminantes se fue disgregando hasta que Emilia se quedó sola con su miedo y su cansancio. No le fue difícil llegar al edificio donde esperaba siguiera viviendo Amanda. Tuvo que dar algunas vueltas para evitar grupos de saqueadores. Al final del día, ya entradas las sombras, llegó al pasillo donde hace unos años había implorado en vano. Tocó con indecisión y temor. 

—¿Amanda? —dijo con voz temblorosa. 

En ese instante se abrió la puerta y ambas mujeres se quedaron paralizadas sin saber cómo actuar. Emilia observó el rostro aterrorizado y dio el paso para abrazar a su hija. Lloraron juntas liberando en las lágrimas los años amargos de incomprensión mutua. Al unísono se pedían perdón y aunque no se entendían a cabalidad se dieron cuenta en ese instante que ya no importaba lo que había pasado entre ellas. 

—¿Qué vamos a hacer? 

—No te preocupes. Tenemos paso seguro a Antártida. 

Amanda la miró con cierto sarcasmo que interpretó mal. No se burlaba de ella, sino de si misma. Odiaba el trabajo de su madre y ahora ese sería el mecanismo que las salvaría a ambas. 

—Tengo este transmisor —Sacó el aparato de su bolsillo—, es muy simple pero seguro. Sólo tengo que mandar un mensaje, ellos sabrán donde estamos y vendrán a recogernos. 

«Están en una zona muy insegura. Tienen que ir a otro lugar. Mañana les mandamos las coordenadas». 

Decía el mensaje de vuelta. Esa noche casi no durmieron. Hablaron como nunca lo habían hecho. A eso de las tres de la mañana, decidieron no esperar el mensaje con la ubicación y salir de la ciudad antes de que amanezca. El alumbrado público no funcionaba, sin embargo, era la primera noche de luna llena; es decir que tendrían su compañía hasta el amanecer. Una vez que los ojos se acomodan, es posible ver todo. Pero la luz lunar es engañosa. Los contrastes son muy marcados y los que estamos acostumbrados a vivir en plena iluminación solar caemos en las trampas de la imaginación. Lo que parece un abismo insondable es solo una torrentera; lo que se ve en la distancia como un peldaño de una acera es en realidad un muro de varios metros; el vano de la puerta de una casa blanca se asemeja a la boca de una caverna tan oscura que se presenta amenazadora, como si en cualquier momento podrían salir seres indescriptibles de sus profundidades. Transitar bajo la luz lunar es muy extraño; hermoso y al mismo tiempo sobrecogedor. 

Caminaron por las calles vacías rumbo al sur. La ciudad desierta parecía que hubiera sufrido un ataque repentino y que todos la hubieran abandonado intempestivamente. De todas manera, caminaban intentando no hacer ruido. Amanda había visto cómo pandillas de jóvenes se habían hecho de armas y eran ahora los que controlaban la ciudad. Ellos se apropiaron de los supermercados y estaciones de gasolina. Le disparaban a cualquiera que se acercara. En cada esquina sacaban primero un poco la cabeza, miraban a ambos lados y recién cruzaban la calle. Probablemente porque sentía, como cuando era chiquita, la presencia maternal, Amanda recordó uno de los pocos episodios felices de su infancia y soltó una risita. Emilia la miró. 

—¿Qué? 

—Nada, no es nada —dijo negando con la cabeza. 

Amanda se detuvo y la miró con cierto reproche mostrándole las palmas de las manos. 

La joven entendió y volvió a sonreír. 

—Es algo tonto. Ni siquiera sé por qué se me ocurrió. 

Se acercó a su hija y la abrazó. El contacto desató un flujo de nostalgia en ambas. 

—Estábamos de vacaciones en algún resort del Caribe. No recuerdo dónde. Yo tenía cinco o seis. Una noche que no pude conciliar el sueño fui a tu cama. Dormías profundamente. Creo que es esa época te medicabas para dormir. ¿Lo sigues haciendo?

—Sin esperar respuesta continuó— Encontré unos bombones en tu velador. Los puse en tus calzones y volví a la cama. Al día siguiente me desperté con tu grito. No sabías lo que te había pasado. 

Amanda empezó a reír y Emilia al recordar la alarma que le había provocado el encontrar una masa obscura entre las piernas. Recordó que se enfureció cuando se dio cuenta que era chocolate, pero ahora, finalmente le encontraba la gracia y ambas rieron a carcajadas. Una luz brillante las detuvo en seco. 

—¡Son dos minitas! 

—Noooo. Una es una vieja. 

—No importa, hoy por hoy no hay mucho para escoger. 

La joven tomó la iniciativa, agarró la mano de su madre y la jaló en una carrera desesperada. Escucharon los disparos y casi al mismo tiempo las balas que silbaron cerca de ellas. 

—¡No les dispares cojudo! ¡Muertas no nos sirven! 

Los hombres salieron corriendo haciendo tiros al aire. No era fácil atravesar el laberinto de coches y cosas tiradas en la calle. Amanda había destacado en los deportes y era ágil y fuerte. Emilia tenía problemas para seguirla y sólo atinaba a poner un pie delante del otro, aferrándose a la mano. Sus piernas flaquearon, trastabilló, se soltó y terminó pegándose la nariz en el suelo. La hija volvió a por ella que intentaba despabilarse del golpe, con la mirada suplicante y llena de culpa. Se quedaron agachadas en silencio hasta que sintieron los pasos cercanos de uno de los hombres. A tientas la joven encontró un objeto pesado que no pudo precisar qué era y lo lanzó lejos de ellas. El ruido provocó que se desviaran los persecutores. Ellas siguieron a gachas  en la dirección contraria. Continuaron así hasta que las voces de los hombres se escuchaban tan lejanas que ya no se entendían. Levantaron la vista y al ver que no había nadie, caminaron de puntillas intentando no hacer ruido por unas cuadras. Luego empezaron a correr con todas las fuerzas que tenían. No se dieron cuenta cuanto tiempo estuvieron al máximo de su velocidad. Para la madre fue un espacio interminable hasta que no pudo más. Se detuvo de golpe y cayó de rodillas intentando tomar más aire del que sus pulmones le permitían. Amanda se arrodilló a su lado y le aseguró que ya estaban fuera de peligro. A pesar de la situación, se sintió reconfortada de estar con su hija. Sólo entonces se dio cuenta que el sabor en su boca era su propia sangre. Se sorprendió que fuera tan salada. 

Salieron de la ciudad antes de la llegada de la luz y en los primeros kilómetros de la carretera observaron varios lugares donde seguramente ocurrió un asalto armado o una escaramuza. Los camiones repartidores tenían impactos de balas y estaban vacíos. Cadáveres por doquier. Apenas pudieron encontrar algunas frutas y verduras a medio podrir. Se sentaron a comer un poco y descansar. Fue entonces que se percató que el GPS ya no estaba en su bolsillo. Empezó a llorar desconsoladamente, se arrepentía de la manera en la que había criado a su hija. Si se hubiera involucrado más con ella, tal vez nunca habría dejado la casa y ahora estarían en lugar seguro. La joven la abrazó e intentó consolarla. Cuando le contó que había perdido el aparato la soltó, se paró a un lado y se quedó mirando el piso. 

—¿Sabes qué es lo que más recuerdo de mi infancia? 

Emilia detuvo los sollozos con el temor de que empezara a recriminarla. Una sombra cayó sobre ella y se preparó a recibir su castigo. Era culpable de haber abandonado a su retoño por tantos años. Tenía que recibir una condena por haber dado más importancia a su trabajo que a la única familia que tenía. 

—¡No te rindas nunca!, me decías. ¡Los ganadores no se rinden! —Miró a su madre inquisitivamente. 

La mujer se sorprendió frente a la firmeza de la joven. Se secó las lágrimas e intentó ponerse a la altura de sus propias palabras. Primero volverían a Punta Arenas y luego buscarían la manera de contactarse con el único país organizado que quedaba en la tierra. Decidieron  entonces caminar solamente de noche. En el día se esconderían lejos de los caminos. La luna llena duraría todavía cinco noches. Tiempo suficiente. 

El viaje les tomó seis días. Casi no encontraron comida y tuvieron que dormir escondidas en lugares descampados. Al menos no hacía frío. No era la Patagonia de  décadas atrás, conocida por los vientos huracanados y sus bajas temperaturas. Ahora ya nunca llegaba al punto de congelación, ni siquiera en el invierno. Lo que se temía en estos días eran las tormentas de arena que bajaban la visibilidad a unos pocos metros y que duraban hasta varias jornadas. Tuvieron suerte y casi desfallecientes llegaron a su casa en Punta Arenas a la media noche del sexto día. Durmieron casi doce horas. En la tarde siguiente tuvieron la primera comida verdadera en más de diez días.  Luego fueron al puerto para intentar abordar alguno de los últimos barcos que partían al Polo Sur. 

No pudieron acercarse a menos de diez cuadras. Primero estaba el atasco de cientos de vehículos y luego la muchedumbre que se agolpaba por miles. Subieron a un edificio para tener mejor vista. Las peleas y los gritos eran constantes y se escuchaban disparos de rato en rato. En la distancia se podía ver el perímetro fortificado que se había levantado y que estaba custodiado por hombres armados. Cuando la multitud intentaba hacer un avance se escuchaban los tiros al aire. Algunos, esporádicamente, se hacían al gentío. Lanzaban gases lacrimógenos, pero parecían no hacer mucho efecto. La gente no tenía por donde escapar. La presión de los miles que estaban atrás no permitía salida alguna. La oleada humana provocaba que muchos murieran asfixiados o aplastados. Los soldados empezaron a disparar sin discriminar. Después de casi diez minutos de matanza, la gente empezó a escapar provocando una avalancha donde quedaron aplastados otros cientos. 

Emilia lloraba silenciosamente frente al horrendo espectáculo. ¿Era esta la base sobre la cual se fundaría la nueva civilización humana? ¿Sobre miles de millones de muertos y de especies desaparecidas? ¿Podrían superar el karma que esto les traería? Las dos mujeres se sentaron mirando dentro del edificio. No podían soportar el grotesco espectáculo. 

Una hora más tarde volvió la multitud y cautelosamente se fue acercando. Se pararon frente a los cadáveres por un tiempo y tuvieron dudas de seguir avanzando. La gente siguió llegando y la presión hizo que avanzaran nuevamente. 

—No puedo volver a ver. Vámonos —dijo Emilia. 

Tomaron el camino de retorno a casa en silencio. Parecía que se les habían acabado las opciones. De pronto Emilia tomó el brazo de Amanda con cara de esperanza. 

—¡El laboratorio! ¡Cómo no se me ocurrió! ¡Qué tonta que soy! 

El laboratorio donde trabajaba tenía la fachada de una agencia aduanera. Siendo un puerto de alto tráfico internacional, habían cientos de ese tipo de empresas. Pasó totalmente desapercibida. Nadie se dio cuenta que en las instalaciones se llevaban a cabo experimentos que cambiarían la naturaleza del ser humano. El problema sería acceder al lugar. Todo estaba controlado por lectores biométricos y no había energía eléctrica en la ciudad. Tendrían que encontrar la forma de burlar la seguridad. 

Emilia se llevó una gran sorpresa al llegar al edificio. Cuando se paró frente a la puerta  se prendieron algunas luces y automáticamente se abrió. El edificio tenía su propia fuente de energía. Aunque era lo más lógico, ella nunca lo había pensado. Solo ella pudo pasar. El sistema no reconocía a Amanda. Le pidió que se ocultara en el edificio de enfrente hasta que consiguiera la manera de hacerla ingresar. 

Volvió a poco tiempo con una sonrisa que la joven no veía desde que era niña. Le dotó de un pase electrónico y juntas subieron al helipuerto para esperar su transporte.

lunes, 11 de octubre de 2021

Nada que confesar

Rosario Sánchez Infantas


Los domingos por las tardes treinta estudiantes internas, entre los nueve y dieciocho años, marchábamos hacia el pequeño bosquecillo ubicado en el fondo del complejo educativo. En esta ciudad andina, a 3400 metros sobre el nivel del mar, la temperatura variaba entre cinco y veinte grados centígrados, por ello disfrutábamos tomar el sol sentadas sobre trozos grandes de algunos árboles talados. El internado y la sección primaria estaban ubicados en una casona antigua, bien conservada y con hermosos jardines, colindante con una pequeña capilla gótica. Las instalaciones de secundaria eran nuevas y equipadas con campos deportivos.

El cielo claro, aire seco, estaciones muy marcadas, sembríos, arboledas y un río caudaloso caracterizaban al amplio valle en el cual se ubicaban pequeños pueblos y algunas ciudades como ésta en la cual las Hijas de la caridad administraban el colegio desde inicios del siglo XX. Durante la semana el aroma a cipreses se sentía en los diversos ambientes; en el bosquecillo el viento frío traía la fragancia de la tierra cultivada, del eucalipto en los fogones aledaños, las retamas tiernas o el olor de la comida en preparación en la cocina del hospital psiquiátrico vecino de nuestra morada.  

Una vez cada dos semanas las internas podían ser visitadas por sus padres y salir hasta las tres de la tarde con ellos. La mayoría de las estudiantes éramos hijas de obreros o empleados de los centros mineros de la región central del país o de agricultores de la cercana selva alta. Muchas de ellas llegaban en abril y solo regresaban a sus hogares en diciembre al finalizar el año académico. Los fines de semana sin visita escuchábamos las canciones que la emisora local difundía con muchos meses de atraso en la radio a pilas que María Isabel tenía. Cantar, conversar, tejer era lo que las internas hacíamos hasta que el sol desaparecía tras la tapia vecina y la auxiliar nos llevaba a la misa en la capilla del colegio.

Mañana y tarde asistíamos a clases y permanecíamos dos horas en la sala de estudios antes de cenar. Una tarde nos enteramos en ella que la madre de María Isabel había fallecido. Siendo la hermana mayor debía acudir a las exequias y ayudar en la organización del hogar por un par de días. Lo solicitaba el padre en una misiva que trajo desde el lejano centro minero otro hijo suyo, de luto riguroso. Con el semblante cambiado regresó el martes siguiente y salió los siguientes dos fines de semana, para ayudar en casa. En este lapso las tardes de domingo fueron más silenciosas y nostálgicas, pues quizás la música no nos alegraba, sino que nos distraía de la tristeza por la familia, los amigos y el pueblo ausente. A las seis con treinta de la tarde mientras esperábamos abrieran la capilla la veíamos trasponer la gran reja y despedirse de su hermano, que la traía de regreso de su localidad, ambos vestidos de negro.

Era grande y feo. En la sala de estudio pasé mucho tiempo pensando en aquel cuadro que presidía la pared delantera. Un grueso marco de madera rojiza, que mostraba polvo y algunas cerdas adheridas al barniz, protegía un mensaje escrito con letras góticas que decía: «Tenéis una vocación que os obliga a asistir indistintamente a toda suerte de personas: hombres, mujeres y niños, y en general, a todos los pobres que os necesitan». Una mancha gris cubría parcialmente el nombre del autor, el santo cuyo nombre llevábamos en la insignia del colegio.

La primera vez que lo vi, aplicando la teoría de conjuntos que nos enseñaban en clases, me pregunté por qué «los hombres, mujeres y niños» estaban en otro conjunto que «todos los pobres que os necesitan». Luego trataba de entender qué significaba esa vocación que me generaba una obligación. El diccionario decía que era «la inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de la religión». Recordaba la historia del sacerdote sobre una muchacha que sentía debía ingresar como novicia en una congregación para servir a Dios. Se resistía, luchaba, pues la ilusionaban el mundo, los chicos, los placeres, las tentaciones del demonio; después de mucho sufrimiento se rendía al llamado divino. Y entonces la obediencia y la desobediencia, lo que quería y lo que debía, la virtud y el pecado combatían en mí. Quizás el Creador del universo me había llamado, pero yo, tentada por el demonio, no quería obedecer su mandato. Si Adán y Eva habían sido echados del paraíso por comer una manzana, yo de seguro ardería por toda la eternidad en el infierno.

Eran mucho temor y culpa para manejar a los diez años.

Un día reparé que estaba prohibido que las alumnas de una sección del internado ingresáramos a la otra. Quizás Cristo Pobre quería más a las internas de los dormitorios comunes, las que pagaban pensiones más baratas, porque eran más parecidas a él. Quizás por tener papá y mamá algo más de dinero para pagar dormitorios privados Jesús no nos quería tanto a mi hermanita de nueve años y a mí. ¿De dónde sería el Cristo Pobre? Recordé al Señor de los Milagros de las procesiones en mi ciudad, al Señor de la Agonía ubicado debajo de un arcángel con su arcabuz en una iglesia de la capital, los arcos y alfombras de flores con que celebraban al Nazareno resucitado en un valle cercano. Me sentí muy tonta por tardar en darme cuenta que Dios, aunque tomaba diferentes nombres, era el mismo siempre. Pero surgió la inquietud: «El santo patrono de mi colegio, ¿sería alemán como la hermana Hildegarde?» Ya había pasado una semana, pero al recordarla sentí el golpe, el ardor, la sorpresa y la humillación de la bofetada que no vi venir desde su cuerpo de cien kilos y un metro ochenta de altura. No pude terminar la explicación que estaba dándole y me mandó ir a confesar mi pecado: darle un empujón a una compañera por decir que mi apellido era vulgar. Me parecía fácil aprender lo que enseñaban en el colegio; pero la vida era más difícil de entender. En casa había asimilado que el apellido y la familia era algo sagrado que se debía defender, y resulta que aquí eso era un pecado. Más que nunca sentí el ramalazo del desarraigo familiar; y esa como casi todas las noches imaginé el camino de regreso que hacían mis padres hacia nuestra localidad, en plena oscuridad después de habernos visitado en el internado. Recordé que la carretera sinuosa al borde del caudaloso río tenía cada cierto trecho miniaturas de capillitas que recordaban accidentes mortales.

Cuando la tristeza era inmanejable me prestaba algún libro de las alumnas de secundaria, uno de los que más me impactó fue El retrato de Dorian Gray. Conocía otros lugares, personajes y circunstancias que me hacían olvidar la nostalgia, la culpa y la posibilidad de quedar huérfanas; pero las tareas escolares no se hacían solas. La añoranza de la familia y las llamadas de atención por no cumplir con lo encomendado por la profesora, se traducían en llanto por todo lo llorable, no solo por las asignaciones incompletas. Aquel día que la profesora me llevó, anegada en lágrimas, donde la hermana tutora para que me conmine a ser disciplinada recordé su obligación de asistir indistintamente a los hermanos, y esperé ser asistida sin saber exactamente lo que eso significaba. La religiosa de mediana edad me miró, se rio burlona y me dijo:

–¡Ah! Tú eres la llorona.

Algo sucedió en mi interior.

Su mirada vacía de afecto me recordó los ojos de la zarigüeya disecada que había en mi aula. Sentí que yo crecía. Respondí en silencio: «Soy llorona… y muchas cosas más». Regresé a mi aula sin pedir permiso para ello.

De vez en cuando todavía me preguntaba si no era pecado burlarme silenciosamente de los que me parecían actos injustos, inhumanos y falta de servicio de las Hermanas de la Caridad. Con la racionalidad de mis diez años me dije que siempre habría tiempo de hacer una buena confesión y arrepentirme… ¡algún día!

Con gran sonrisa, contemplé a las monjas, como en aquelarre, enterándose lo que ya se sabía en la sala de estudios: el supuesto hermano de María Isabel la había embarazado. Su madre alertada por un familiar que vio a la joven pareja un fin de semana en una ciudad aledaña, vino a reclamar la irresponsabilidad del colegio. Pero hay diversas fuentes de reclamos, este provenía de una modesta vendedora del mercado que se sintió agradecida con que le dieran un certificado de estudios aprobatorio de ese año académico.

Quise a los roedores la medianoche en la que, tras el alboroto, vi a Sor Hildegarde y la rata que trataba de matar, escoba en mano, pataleando juntas en el pasillo. La rata, más ágil, se repuso primero y echó a correr. Pensé: «algún día puedo arrepentirme bien».  Me preguntaba si hacían caridad las hermanas y, en ese caso, qué les daban a los pobres, ¿el caldillo en el cual flotaban cinco o seis filamentos casi transparentes de col, del cual tomábamos un plato y medio pues para disminuir el exceso de sal le añadíamos agua del grifo, o los conejos en salsa de maní que probamos las internas en el cumpleaños de la hermana superiora? Yo anticipaba la respuesta. Y cuando debíamos confesar nuestros pecados, me reservaba contarle al sacerdote que prefería a Caín respecto a Abel (qué culpa tenía el primero de que sus ofrendas no fueran agradables al Creador), que no me simpatizaba el Hijo pródigo (al que debían homenajear era al hijo que se quedó ayudando a su padre), que hallaba mucho más pecadores que yo en el pueblo escogido de Dios, que una vez mirando el cuadro El descendimiento de la cruz, me lo imaginé a él desnudo. En esas y muchas ocasiones solo resolvía que quedaba pendiente la confesión en la que revelara haber confesado parcialmente.

Después de amenazar a mi madre, con que escaparía del internado y que no me responsabilizaba si mi hermanita menor me seguiría en la fuga, un sábado nos llevaron a consulta en la capital de la región. Cuando regresamos al internado, mis padres permanecieron cerca de una hora en la dirección y cuando pensamos que venían a despedirse, empezaron a empacar nuestras cosas y regresamos juntos a casa. En el trayecto, vi una carpeta con el cargo de una carta en la que el psicólogo, visitado por la mañana, recomendaba que la edad de las niñas –ahí aparecía mi nombre y el de la pequeña– exigía que nos sacaran del internado y viviésemos con papá y mamá. El profesional la llamaba «Señora Hildegarde…». Yo sabía que las religiosas eran solteras, me supo muy bien pensar que no habría tenido a quien abofetear la señorita monja. Un pecado más que confesar… ¡en el futuro!

Las Hijas de la caridad y lord Henry Wotton: cóctel peligroso para influenciar tempranamente a una niña.

Aprendí a reírme para lidiar con el dolor. Más adelante preservaría mi salud mental escribiendo ficciones.

Enterada de que Francisco Franco restauró el control de las cárceles por parte de órdenes religiosas y que las ​Hijas de la Caridad son sospechosas y algunas acusadas, en el caso de los niños robados a sus padres por el franquismo, recuerdo que Cristo, el hombre, enseñó que hay iras santas, ¡y, yo no tengo nada que confesar!

viernes, 1 de octubre de 2021

La vida de una gota de agua

Laura Sobrera


Anoche, cuando la tormenta arreciaba y con ese temor que provoca el sentirse pequeña ante las fuerzas de la naturaleza, nació una gota.

Su vida surgió en los ojos de una pequeña niña huérfana a quien el dolor por la soledad había acompañado durante su corta existencia.

Su corazón latía triste y enviaba toda esa aflicción hacia los ojos que se inundaban barriendo con esas gotas salobres todo lo que se encontraba a su paso y dejando surcos en la suciedad de su rostro.

Cuando el desborde fue inminente se deslizó por su mejilla, cual lánguida y solitaria caricia triste confundiéndose con las gotas de una lluvia que caía densa y sin interrupción desde el cielo. De esa manera llegó de un salto a la calle que le serviría de hogar.

Su mirada las vio caer e hizo un gesto como queriendo retenerlas entre sus manos ateridas por el frío del agua y el ambiente, pero se escurrieron entre sus dedos. 

La gota se despidió en silencio de aquel ser cuyo dolor había provocado su existencia y se dispuso a seguir calle abajo sumada a otras que habían nacido como ella entremezcladas con esa lluvia que caía abundante imitando el profundo dolor infantil como si la naturaleza empatizara con la niña, cual madre desgarrada. 

Las lágrimas inocentes eran parte de un lamento profundo originado en ese misterio que una compañía que supiera llenar los huecos de su corazón.

El hambre de cariño carcome y la necesidad de un semejante hace mucho más daño que cualquier tormento físico. 

Hasta ese momento creyó que nada cambiaría en su vida o en la de aquellas que sumadas a las otras se enriquecían compartiendo dolor, angustia, alegría y lo vivido por cada una de ellas.

En ese deambular por un destino vertiginoso y sin norte, se cruzó con diferentes espectáculos que lograron que comprendiera que, por lo general, las apariencias son engañosas. 

Jugando a hacer una rueda con otras gotas, se encontró, en una esquina de aquella calle, una semilla y por fortuna quedaron el tiempo suficiente como para escuchar un: 

—Gracias, eran lo que necesitaba para renacer —y alcanzó a ver cómo entreabría sus gajos nutriéndose con parte de su presencia vital, aunada a las de sus compañeras de ruta, desdoblándose en un brote de porfiado vigor y esperanza.

Sus hermanas contribuían aportando también una cuota de sus nutrientes colaborando con su subsistencia y futuro.

Calles abajo alimentamos un charco donde unos niños jugaban a ser capitanes de sus barquitos de papel con la alegría dibujada en sus miradas descubriendo un mundo nuevo de aventuras.                                                                                                        
Casi inmediatamente oyó la voz de una madre intentando detener ese juego, pero de forma divertida, para lograr una pronta y eficaz respuesta de esos hijos:

—¡Atentos los capitanes! —dijo con tono enérgico y burlón—. Diríjanse al centro de mando donde los esperan toallas y ropa seca y luego al salón comedor que unas humeantes tazas de chocolate caliente y churros serán la merienda ideal para el rango que ostentan.

Escuchó sus risas mientras seguía vertiginosamente el camino por esa pendiente tan similar a la que los seres humanos llaman vida.

Mientras avanzaba, por momentos, el viento juguetón la levantaba por el aire o las arrojaba contra casas y autos provocando a su paso respuestas furibundas de quienes se cruzaban en esa ráfaga de aliento frío con que la naturaleza nos enfrenta en algunas tardes de crudo invierno.

Ese vendaval apuraba el viaje en un intento por hacerla llegar a su destino con una premura que atemorizaba a la exploradora, porque ese trayecto era disfrutable a pesar de todo.

Ya podía divisar ese final. Un gran mar se abría al término de aquel escarpado sendero. Su azul profundo daba la sensación de una intensa paz, aunque sobre él, ese cielo todavía plomizo anunciaba que quizá la calma no era su única opción existencial.

El descenso fue desenfrenado y por primera vez desde que nació pudo apreciar una pincelada de un tenue celeste abriéndose paso entre las nubes grises del firmamento.

Algunos rayos de sol comenzaban a colarse tímidos entre esa masa de porfiado celaje gris. Hasta se podía adivinar un suave calor manar de esos rayos de luz.

Y ahí ocurrió el milagro que la lágrima no pensó vivir. Solo era una humilde gota y creía que su destino era casi de forma exclusiva ser mar. Sintió una oleada de luz y calor envolverla. Este aumento de temperatura la volvió liviana, etérea y en un instante, merced a esa luz que se colaba entre las nubes, se abrió, cual abanico, en hilos de iridiscentes y luminosos colores.

Una nueva ráfaga de brisa juguetona la elevó lo suficiente para reconocer un rostro que se le hizo familiar.

Y si esta maravilla pareciera insuficiente se vio de nuevo reflejada en los ojos de aquella niña que dio origen a su corta vida. Notó, entonces, que había alguien a su lado y también que su rostro ahora estaba iluminado por una gran sonrisa. 

Lo único que pensó antes de que el travieso viento la depositara por fin en el mar fue que nacer y morir en torno a las pupilas de una pequeña, primero siendo dolor, ahora como esperanza, es lo más parecido a una bendición.