viernes, 1 de octubre de 2021

La vida de una gota de agua

Laura Sobrera


Anoche, cuando la tormenta arreciaba y con ese temor que provoca el sentirse pequeña ante las fuerzas de la naturaleza, nació una gota.

Su vida surgió en los ojos de una pequeña niña huérfana a quien el dolor por la soledad había acompañado durante su corta existencia.

Su corazón latía triste y enviaba toda esa aflicción hacia los ojos que se inundaban barriendo con esas gotas salobres todo lo que se encontraba a su paso y dejando surcos en la suciedad de su rostro.

Cuando el desborde fue inminente se deslizó por su mejilla, cual lánguida y solitaria caricia triste confundiéndose con las gotas de una lluvia que caía densa y sin interrupción desde el cielo. De esa manera llegó de un salto a la calle que le serviría de hogar.

Su mirada las vio caer e hizo un gesto como queriendo retenerlas entre sus manos ateridas por el frío del agua y el ambiente, pero se escurrieron entre sus dedos. 

La gota se despidió en silencio de aquel ser cuyo dolor había provocado su existencia y se dispuso a seguir calle abajo sumada a otras que habían nacido como ella entremezcladas con esa lluvia que caía abundante imitando el profundo dolor infantil como si la naturaleza empatizara con la niña, cual madre desgarrada. 

Las lágrimas inocentes eran parte de un lamento profundo originado en ese misterio que una compañía que supiera llenar los huecos de su corazón.

El hambre de cariño carcome y la necesidad de un semejante hace mucho más daño que cualquier tormento físico. 

Hasta ese momento creyó que nada cambiaría en su vida o en la de aquellas que sumadas a las otras se enriquecían compartiendo dolor, angustia, alegría y lo vivido por cada una de ellas.

En ese deambular por un destino vertiginoso y sin norte, se cruzó con diferentes espectáculos que lograron que comprendiera que, por lo general, las apariencias son engañosas. 

Jugando a hacer una rueda con otras gotas, se encontró, en una esquina de aquella calle, una semilla y por fortuna quedaron el tiempo suficiente como para escuchar un: 

—Gracias, eran lo que necesitaba para renacer —y alcanzó a ver cómo entreabría sus gajos nutriéndose con parte de su presencia vital, aunada a las de sus compañeras de ruta, desdoblándose en un brote de porfiado vigor y esperanza.

Sus hermanas contribuían aportando también una cuota de sus nutrientes colaborando con su subsistencia y futuro.

Calles abajo alimentamos un charco donde unos niños jugaban a ser capitanes de sus barquitos de papel con la alegría dibujada en sus miradas descubriendo un mundo nuevo de aventuras.                                                                                                        
Casi inmediatamente oyó la voz de una madre intentando detener ese juego, pero de forma divertida, para lograr una pronta y eficaz respuesta de esos hijos:

—¡Atentos los capitanes! —dijo con tono enérgico y burlón—. Diríjanse al centro de mando donde los esperan toallas y ropa seca y luego al salón comedor que unas humeantes tazas de chocolate caliente y churros serán la merienda ideal para el rango que ostentan.

Escuchó sus risas mientras seguía vertiginosamente el camino por esa pendiente tan similar a la que los seres humanos llaman vida.

Mientras avanzaba, por momentos, el viento juguetón la levantaba por el aire o las arrojaba contra casas y autos provocando a su paso respuestas furibundas de quienes se cruzaban en esa ráfaga de aliento frío con que la naturaleza nos enfrenta en algunas tardes de crudo invierno.

Ese vendaval apuraba el viaje en un intento por hacerla llegar a su destino con una premura que atemorizaba a la exploradora, porque ese trayecto era disfrutable a pesar de todo.

Ya podía divisar ese final. Un gran mar se abría al término de aquel escarpado sendero. Su azul profundo daba la sensación de una intensa paz, aunque sobre él, ese cielo todavía plomizo anunciaba que quizá la calma no era su única opción existencial.

El descenso fue desenfrenado y por primera vez desde que nació pudo apreciar una pincelada de un tenue celeste abriéndose paso entre las nubes grises del firmamento.

Algunos rayos de sol comenzaban a colarse tímidos entre esa masa de porfiado celaje gris. Hasta se podía adivinar un suave calor manar de esos rayos de luz.

Y ahí ocurrió el milagro que la lágrima no pensó vivir. Solo era una humilde gota y creía que su destino era casi de forma exclusiva ser mar. Sintió una oleada de luz y calor envolverla. Este aumento de temperatura la volvió liviana, etérea y en un instante, merced a esa luz que se colaba entre las nubes, se abrió, cual abanico, en hilos de iridiscentes y luminosos colores.

Una nueva ráfaga de brisa juguetona la elevó lo suficiente para reconocer un rostro que se le hizo familiar.

Y si esta maravilla pareciera insuficiente se vio de nuevo reflejada en los ojos de aquella niña que dio origen a su corta vida. Notó, entonces, que había alguien a su lado y también que su rostro ahora estaba iluminado por una gran sonrisa. 

Lo único que pensó antes de que el travieso viento la depositara por fin en el mar fue que nacer y morir en torno a las pupilas de una pequeña, primero siendo dolor, ahora como esperanza, es lo más parecido a una bendición.

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