viernes, 24 de septiembre de 2021

Mientras llega el fin del mundo

Omar Castilla Romero

 

Al final te das cuenta que tenías razón, aunque no te alegras de ello. Descubres que mentir para proteger del dolor a otro termina siendo peor. Sueltas esa piedra de Sísifo que es para ti el temor a que algo terrible pueda pasar, al salir del trabajo o a la vuelta de la esquina, convirtiendo tu vida en un incesante mosaico de posibles tragedias. Evocas los recuerdos de tu infancia, el olor a guayaba impregnado en las canciones de José Luis Perales que escuchaban en casa de tu mejor amigo o el picor agridulce de la piña madura inmerso en las cumbias de tu región. Pero también llegan los recuerdos más remotos del miedo: a la oscuridad y a los santos con sus rostros ocultos tras el altar. Creces con el temor a cuestas y un día ocurre algo que te cambia la vida. Te has mudado a la capital de la provincia después de terminar tu carrera y trabajas en la urgencia de un concurrido hospital. Un día, haciendo la ronda médica, encuentras en un cubículo a un paciente extranjero. Ingresas a examinarlo, pero notas que los demás se abstienen de entrar. Cuando volteas a ver, te están llamando por medio de señas.

—Venga para acá doctor —musita la enfermera—, este paciente viene de África y no se sabe lo que tiene.

Era el tiempo del brote de Ébola en el Congo, así que te marchas a casa despavorido. Pasas noches sin dormir pensando en que morirás de forma terrible con la sangre escurriéndose por tus poros. Por suerte unos días después te informan que se trata de paludismo. Le cuentas lo ocurrido a Ranita, tu novia, a quien llamas así por su traslúcida piel que permite ver el vino tinto bajar por su garganta.

—¿Cómo es posible que no me hubieras dicho? —te reclama—, nos hemos podido morir todos.

Tú respondes que no es para tanto, que se relaje. Sin embargo, el germen ha sido sembrado, no el del Ébola, por supuesto, pero sí el de la paranoia. Empiezas a pensar que en cualquier momento en algún lugar del mundo aparecerá una peste que arrasará la humanidad y cada vez que oyes sobre una nueva enfermedad dices ahí está. Pero no, el mundo sigue igual, solo que ahora tus amigos te miran como un bicho raro, obsesionado con teorías conspirativas. Pasado un año te has imaginado todos los fines apocalípticos posibles y el temor te lleva a aislarte de todos, incluso de tu novia y con los días sientes tal tranquilidad, que te hace comprender que es mejor estar separados. Ranita decide aceptar una oferta laboral en otra ciudad y se marcha. Después de un tiempo sin hablar, una noche la ves en la ciudad amurallada, te acercas a saludarla, pero no lo logras por más que lo intentas y te despiertas a medianoche con la respiración agitada, teniendo el mismo sueño durante varias semanas, hasta que la llamas.

—Hola Ranita, que alivio escucharte, no sabes cuanto te extraño.

—¿Ah sí?, pues no se nota.

—Había pensado que era mejor no llamarte, pero la verdad sueño todo el tiempo contigo y quisiera que nos diéramos otra oportunidad.

—La verdad, ahora yo soy quien se quiere tomar un tiempo.

Luego en el trabajo conoces a una rubia de ojos grandes y expresivos a quien llamas Abejita, debido a su gusto por las flores, te enamoras de ella, se van a vivir juntos y empiezan a hacer planes para casarse. El problema es que no le has contado la nueva situación a Rana. Una navidad encuentras gente agolpada frente al televisor de la cafetería y preguntas ¿qué pasa? Te responden que un virus está matando a la gente en China. Miras las imágenes de personas desplomándose en la calle y del personal de salud con trajes de bioseguridad. En año nuevo cierran la ciudad y el mundo aprieta el culo esperando que se logre contener la epidemia. Hay una calma aparente que genera la sensación de que está bajo control, incluso en una fiesta, escuchas decir:

—Ese virus es solo una gripita, más peligroso es el doctor Increíble —refiriéndose a un compañero de estudios tan malo, que era increíble que se hubiera graduado.

Sin embargo, unas semanas después, la enfermedad se ha propagado por el viejo continente y de nuevo ves imágenes inauditas, con salas de urgencias atestadas de pacientes en camillas y reportes de muertes diarias impensables un año atrás.

—¿Qué te parece esta locura? —le preguntas a doctor Camus, otro amigo que se definía a sí mismo como existencialista.

—Terrible, si así les va a ellos, ¿te imaginas a nosotros?

—Ajá, pero ¿qué vamos a hacer?

—Lo mismo que los monjes durante la peste negra, que dicho sea de paso eran los médicos.

—¿Hablas de irse a esconder a los bosques?

—En realidad me refería a dar lo mejor hasta el final —te responde encogiéndose de hombros—, por eso, se me ocurre que compremos máscaras de alta protección.

—Y ¿sí funcionan?

—Eso lo sabremos cuando las empecemos a usar.

Sigues trabajando y te obsesionas al punto, que cualquier paciente que tosa en frente tuyo lo consideras un posible portador, así haya ingresado por un balazo. Cuando llega la máscara, andas con ella por todas partes y no dejas que nadie se acerque a dos metros de distancia, por lo que empiezan a decir que te estás volviendo loco. Pero la protección funciona y sigues sin enfermarte. Todos los días envías pacientes a terapia intensiva y debes elegir entre los que están más graves. Empiezas a notar que esta enfermedad es diferente a cualquiera que hayas conocido, puesto que personas con oxigenación muy baja, hablan por video llamada como si nada, antes de ser conectados a un ventilador. No olvidas al abuelo que alcanzó a escribir una carta cuya última frase decía «misión cumplida». Pero con los días vas vislumbrando la magnitud de la tragedia, porque por mucho que se haga, los pacientes no mejoran y el día menos pensado fallecen. Por si fuera poco, transcurrido un mes de trabajo el agotamiento hace mella en el personal y algunos compañeros terminan hospitalizados. Una noche que llegas a casa encuentras a Abejita viendo el noticiero.

—Mira qué locuras —dice— hablan del cartel de la pandemia, donde pagan treinta millones de pesos por paciente.

—Increíble tanta desinformación —respondes indignado—, si así fuera ya anduviéramos en Audi. Dime, ¿habrá alguien qué pueda beneficiarse de esto?

—Quién sabe, de pronto a alguno se le ocurra escribir sus vivencias, al estilo del Decamerón.

—Aun así, falta ver que tan bueno pueda ser. El caso es que no concibo que crean tantas mentiras.

Pero tú también te crees las tuyas y ese es el comienzo del fin. Como no existe un medicamento efectivo para la enfermedad, todas las esperanzas están puestas en la vacuna. El problema es que para fabricar una se necesitan por lo menos diez años. Sin embargo, al cabo de doce meses anuncian que está lista, ¡cómo es esto posible!, ¿acaso quieren experimentar con la gente? Tus dudas se refuerzan al ver el video de un «exgerente de farmacéutica» diciendo que se trata de un plan de control global, por lo que decides no vacunarte. Visto en retrospectiva fue un error cabal. Comprendes que el motivo por el que las vacunas demoran en ser terminadas se relaciona con el presupuesto disponible y nunca en la historia hubo tanto dinero para conseguir una.

La cereza del pastel es el mensaje de Rana informándote que se había quedado sin trabajo, como tantos durante la pandemia y regresa a la ciudad, en ese momento te das cuenta de que has sido cruel al no decir la verdad, creándole falsas expectativas. Decides verla para aclarar todo, pero terminas sucumbiendo al suave olor de los recuerdos, al calor de su piel. Tienes la intención de decirle la verdad antes de irte, pero no lo haces. Durante esos días te ves pensativo y en una celebración de cumpleaños en el hospital, doctor Camus te pregunta:

—Bueno, ¿y qué te pasa compadre? —Le cuentas lo ocurrido y él responde— La verdad no quisiera estar en tu pellejo.

Por esos días Abejita manifiesta estar aburrida del encierro y qué quiere ir a la fiesta clandestina que se hará el fin de semana, al comienzo te niegas, pero terminas aceptando, aunque le adviertes que llevarás tu máscara de alta protección.

—Ni loca voy contigo así —te dice—, ¿qué crees?, ¿qué vamos a una fiesta de disfraces?

 Al final te pones un tapabocas y no te lo quitas durante toda la fiesta, sufriendo cada vez que Abejita se baja el suyo para tomar un trago. Unos días después, te llama tu ex diciéndote que se ha contagiado, luego de lo cual presentas malestar general por lo que Abejita se siente culpable al pensar que te enfermaste en la fiesta. No te atreves a sacarla de su error y con el paso de los días empiezas a sentir mayor debilidad hasta que te llevan a la clínica, donde te atiende tu mejor amigo, ingresándote a terapia intensiva para administrarte oxígeno.

Al siguiente día te sientes mejor, respiras tranquilo y los monitores muestran bien tus signos vitales. Es el momento de hacer las videollamadas por lo que se acerca la enfermera con celular en mano.

—Buenos días, ¿con quién desea hablar? —te pregunta—, lo han estado llamando dos damas.

—Buenos días, ¿podría decirle a doctor Camus que venga acá?

—Claro que sí, con gusto —te dice, volviendo al rato con tu amigo.

—Qué pasa hermano —te pregunta.

—Por favor sácame de un apuro, imagínate que voy a recibir la llamada de Abejita, pero Rana también quiere comunicarse conmigo, así que necesito que hables con ella y la distraigas.

—Uy llave, pero que enredos los tuyos.

Hablas con Abejita y estás decidido a confesar la verdad, sin embargo, al ver sus lágrimas, te arrepientes.

—Perdóname —le dices llorando.

—¿Por qué te voy a perdonar?, si tú solo me has hecho feliz.

Terminas la llamada y unos minutos más tarde vuelve doctor Camus.

—Qué favores pides compadre, esa mujer me preguntó lo mínimo, le tuve que decir que estabas grave y no podías hablar.

—¿Y te creyó?

—Creo que sí.

—Promete qué si me pasa algo, les dirás la verdad.

—Lo harás tú mismo cuando te recuperes.

Tu amigo se marcha y quedas pensativo. En las siguientes horas vuelves a respirar mal por lo que requieres cada vez más oxígeno. Doctor Camus regresa, te pone una nueva máscara y luego se va a continuar sus actividades. Al volver en la mañana te encuentra de nuevo desaturado y decide conectarte a un respirador.

—Hermano, debo intubarte —te dice colocando su mano en tu hombro—, ánimo que de esta sales.

Lo miras fijo y respondes: —Te lo dije pendejo, que algún día sucedería algo así.

Nojoda, cómo te puedes alegrar de eso —te contesta conmovido.

Te miras desde arriba acostado en una cama. A pocos metros en la sala de espera está Abejita llorando desconsolada sin saber que unos pasos más allá, hay otra mujer que solloza por el mismo motivo. Frente tuyo está tu amigo con expresión de impotencia. Comprendes que, si no sobrevives, no será capaz de decir la verdad para no afectar el recuerdo que de ti ellas tienen. Intentas levantarte de la cama, pero ya es tarde, estás bajo el efecto de los sedantes y tu cuerpo no obedece. En ese momento se te revela algo fundamental: unos días antes, cuando estabas sentado en la cafetería celebrando con tus compañeros, accediste a quitarte la máscara para tomar un refresco y en un descuido bebiste del vaso de otro. Tu consciencia se contrae y puedes ver los nefastos microbios coronados con espinas que pululan por millones en la superficie del vaso, entran a tus células y utilizan su maquinaria para multiplicarse, haciéndolas explotar. Este ciclo se repite una y otra vez, llevándote al punto donde estás. Ellas lo desconocen y sabes que se culparán por lo ocurrido, así que decides ver más allá del tapiz de las causas y efectos, comprendiendo que es posible que un día sepan la verdad de forma extraña. En ese instante entiendes que el fin del mundo coincide con el último día de tu vida.

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