Joe Monroy Oyola
Sue le acomodaba
las almohadas a Clarence. Él tomó la mano de su madre, y con ronca voz, en
forma pausada le preguntó:
—Mami, ¿cuándo yo muera iré al cielo?
—Hijo, seguro,
pero apenas tienes catorce años, de acá en muchísimo tiempo más irás al lado de
Dios ¡por toda la eternidad! Te ruego, no hables mucho; tienes la garganta muy
inflamada.
La familia Lindsey
vivía en un barrio residencial cercano al distrito escolar de Terrell, en una
propiedad de cuatro acres y medio. La vivienda se encontraba sobre una zona
algo elevada, desde donde podía divisarse el vecindario, la carretera. El aspecto
del césped era óptimo pues Elliot solía tomar recaudo cuando el estado de los
jardines lo precisaba; usaba el pequeño tractor rojo que tenían en el inmenso
garaje. La casa estaba pintada por fuera de tono verde claro, las puertas eran
de color marrón al igual que la cerca que rodeaba todo el hogar. Entrando al
porche había una banca con cadenas colgantes entornilladas a unas vigas del
cielo raso, a modo de columpio, estaban cercanas otras dos sillas y una pequeña
mesa, llena de marcas circulares marrones a negras provenientes de las bebidas,
pruebas tangibles de acuerdos, distancias o silencios entre los esposos disfrutando
del hermoso panorama. Los árboles de melocotón, fruta preferida de Clarence,
que con los frecuentes y fuertes vientos provocaban un sonido rítmico entre las
ramas y hojas golpeándose entre sí; formaban el límite natural con la propiedad
de los vecinos, la familia McCoy, quienes casi nunca se dejaban ver.
Clarence miraba el
marco de la puerta en la cocina. Sobre la pintura blanca estaban dos hileras de
marcas hechas con plumón negro, al lado derecho la hilera con el nombre de
Rachel, a la izquierda otra con su propio nombre. Las fechas de los trazos
pintados empezaban desde tres años atrás, pero las distancias físicas de las
señas se iban acortando. La puerta vaivén se abrió y entró Sue con algunos
trastes;
—¡Ay, hijo! —gritó
Sue, mientras recogía unos cubiertos que se le habían caído—, ¡¿qué haces allí
mirando la pared como zombi?!
—Mamá, mira mi
hermanita es dos años menor que yo, pero ya me alcanzó en tamaño —replica
mostrando las marcas con su dedo índice derecho—; creo que estoy creciendo muy
despacito.
—Hijo, te he dicho
que algunas personas crecen más rápido respecto a otras. Ya verás como hasta la
pasarás a Rachel —contestó su mamá, al mismo tiempo que le besaba la frente—.
Recuerda que ya nos lo dijo tu tío Andrew, él es doctor. No olvides tomar tus
vitaminas.
—¡¡¡Las tomo todos
los días!!!
«Ay, hijito, de
verdad te estás quedando chiquito».
Sue sale de la
cocina, al atravesar el pasillo que termina en la sala se queda contemplando
los dos marcos color marrón, colgados en la pared, conteniendo un retrato en
cada uno de ellos. En el primer cuadro se aprecia la imagen de un bebé envuelto
en un ropón celeste. Bajo el retrato tiene escrito a mano, con tinta negra, un
nombre y fecha: Clarence; veintitrés de junio del año dos mil seis. En la
siguiente fotografía, otro bebé con un ropón rosado, también anotado con tinta
oscura: Rachel, cinco de julio del año dos mil ocho. Posa su mano derecha en
cada uno; Elliot todavía no llega, y no le gusta que lo llame a menos que sea
una real emergencia. Igual hablaré con él, pues tenemos que llevar a Clarence a
un pediatra, algún especialista. Andrew es médico general, buena persona, pero
con eso de «no se preocupen ya va a crecer, cuando menos lo piensen dará un
estirón, y será alto como un roble», no sea que mi hijo se me quede enanito.
¡¡¡No, eso no le puede pasar a mi angelito!!!
A la mañana
siguiente Sue no habló más del asunto y mientras todos desayunaban le dijo a
Clarence que a partir de ese día debía tomar el doble de las vitaminas
recetadas por el tío Andrew, para nada valieron las protestas del hijo. Elliot
siguió apuntando direcciones en su libreta; eran clientes que precisaban se les
cambie el vidrio frontal de sus vehículos; la noche anterior la tormenta había
caído con fuertes lluvias y granizada, nada raro en la zona. Salieron Rachel,
Clarence y el papá con rumbo hacia la escuela. Sue se quedaba como ama de casa.
Los días viernes
desde la tarde hasta la madrugada, las cantinas en Terrell, que eran muchas, se
abarrotaban de trabajadores que anhelaban olvidarse de sus jefes y las órdenes.
Los hombres jugaban billar, y gritaban como locos con cada buen o mal tiro, las
damas relajadas, pues ya no tenían que esconder sus celulares para conversar
por texto con amistades, novios, esposos, con sus niños. Las solteras estarían
tomando unas copas y bailando al ritmo de la música country. En cambio,
la gran mayoría de las casadas llegarían a sus hogares con bolsas de víveres
comprados a la carrera para reunirse con sus hijos, y si eran de las
afortunadas, saludándose con sus esposos, tal vez compartiendo la preparación
de la cena, quizá solo conversando sobre cómo fue el día. Pero para Elliot cada
viernes era una larga jornada de trabajo, y algún sábado también.
Fue bueno que
cayera granizo, el negocio es lo primero; hasta ahora ya van seis carros con el
parabrisa quebrado. No entiendo qué ocurre con el carácter de Sue; cuántas
esposas quisieran que su marido tuviese un negocio propio. Nuestros pagos de la
hipoteca están al día, además estamos ahorrando para que, al terminar la
escuela, nuestros hijos puedan ir a la universidad. Está bien que yo llegue
desarreglado pues vengo de trabajar, en cambio ella está todo el día en la casa,
no tiene que salir cuando hace calor o frío; siempre está desarreglada: las
mismas sandalias amarillas, el pantalón jean que ya perdió todo su color, una
colita de caballo por peinado, sus uñas están más cortas que las mías, y solo
alterna esas tres camisetas que compramos hace un par de años en una venta de
garaje. ¡No valora mi sacrificio! Hasta cuando quiero estar con ella y le beso
el cuello, casi todas las veces está salado. Si le digo para ir al cuarto me
sale con la cantaleta: «Espera que termine de atender a los niños, lavo los
trastes, doy de comer al gato y a los perros, saco la basura, preparo la ropa
de ustedes tres para el día siguiente, me baño; entonces seré toda tuya
cariño».
La ciudad de
Terrell era una localidad con abundantes tierras, áreas industriales, algunos
vecindarios residenciales, también muchos barrios semirurales con casas
móviles. Aún se podían ver praderas verdes, en las largas planicies se hallaba
pastando ganado vacuno, ranchos provistos de caballerizas, y los infaltables
burros, quienes eran excelentes protectores, mejores aún que los canes, contra
el ataque de los odiados coyotes. La transitada carretera interestatal veinte
venía desde el este, y dividía en dos la ciudad; luego se dirigía hacia el
oeste, cruzando los estados de: Luisiana, Misisipi, Alabama, Georgia y Carolina
del Sur. El sonido de los motores casi formaba parte del paisaje. La ausencia
de montañas convirtió a Terrell, como a todo Texas, en corredor desprotegido
para el paso de los temibles tornados que solían azotar la región. En invierno
cuando caían algunas nevadas, moderadas en comparación con otras partes de los
Estados Unidos, los Lindsey se divertían bajando sentados sobre tablas
esquiadoras desde la ligera elevación donde estaba la casa. En una de las plataformas
deslizables Sue y su hijo, en la otra Elliott y Rachel; a cierta velocidad, en
medio de la fría ventisca, los copos blancos de nieve parecían venir al
encuentro, lo mismo ocurría con el aroma a leña que emanaba de casi todas las
chimeneas. Pero, un sábado, cuando jugaban resbalándose en la nieve ocurrió
algo que iría cambiando sus vidas. Fue la aparición de las primeras señales...
—¡Hijo, ahora nos
toca a nosotros! Agárrate fuerte de la baranda y vamos —dijo mientras abrazaba
por detrás la cintura de Clarence—. ¿Qué esperas hijito? ¿Clarence qué te
ocurre?
—¡¡¡Mamá mis
dedos, mis manos, se me han acalambrado!!!
—Es el frío, no te
preocupes, ponte detrás de mí.
—¡¡¡Ay, mami los
pies, se me acalambraron también!!!
La salud de
Clarence fue decayendo de a pocos entre los dos años siguientes. Todavía
asistía a la escuela; pero después de un alto rendimiento académico, sus
calificaciones empezaron a bajar. En el marco de la cocina no hubo más rayas
pintadas con la estatura de los hermanitos. Elliot y Sue encontraron recursos
de atención médica especializada en el prestigioso hospital en la ciudad de
Tyler, a casi hora y media en auto, les estaban por entregar los resultados de
unos exámenes para descartar un trastorno médico denominado acondroplasia, causa
común del enanismo, ese viernes quince de agosto del año dos mil dieciocho,
Clarence solo tenía entonces doce años; la cita era a las dos de la tarde...
Elliot y Sue
entraron al consultorio, la enfermera los invitó a tomar asiento. Después de
unos minutos el doctor Dennis Holland los hizo pasar a su despacho, luego de
los saludos, el galeno abordó el tema; comenzó explicándoles que realizaron los
análisis del caso para descartar el diagnóstico de acondroplasia, la causa del
enanismo. Les decía que esta se debía a una alteración genética del óvulo o del
espermatozoide antes de la concepción. Pero, señor y señora Lindsey, tengo aquí
los resultados, y ese no es el caso. Elliot y Sue se abrazaron, fue el momento
más íntimo de la pareja en casi un año, ¡excelente!, ¡gracias a Dios! gritó la
afectada mamá; el doctor Holland los quedó mirando sin mostrar emoción alguna
en su rostro. Se puso el dorso de su mano derecha sobre la boca y aparentó
aclarar su voz, entonces llamó a Hellen, su asistente. Por favor, tráigales a
los señores Lindsey unas botellitas de agua. Doctor esa es una buena noticia,
dijo Elliot. Lamento ser poco optimista respecto al estado de Clarence, agregó
el médico, creo que necesitamos hacer otras pruebas. Los esposos en un acto
involuntario entreabrieron sus labios, si alguna cámara filmadora hubiera
registrado el perfil de los dolientes progenitores, entonces mostraría la
victoria de un inmenso peso sobre sus cabezas, la ley de gravedad en su insano
triunfo. Por breves segundos solo se escuchó el silencio hasta cuando alguien
golpeó la puerta; Hellen entró con las bebidas.
—¡Pero doctor
Holland, ¿qué es lo que tiene nuestro hijo?! —exclamó Sue.
—Sí, doctor,
nosotros vinimos a usted porque se supone que es uno de los mejores
neurocirujanos del hospital —agregó Elliot dejando caer el llavero que tenía en
su mano izquierda.
El galeno les
planteó la remota posibilidad que se tratara de una esclerosis lateral
amiotrófica; luego agregó que este padecimiento afectaba el sistema nervioso,
por lo general a personas cercanas o en la tercera edad, que era muy bajo el
porcentaje de pacientes jóvenes o niños. Sue le preguntó si ese mal era peor
que el enanismo; el doctor expresó la importancia en descartar o confirmar el
posible diagnóstico. Aunque trató de ser delicado en la descripción del
probable escenario, dada la insistencia y llanto de la desesperada madre, se
vio en la necesidad de explicar que, si fuese confirmado, las expectativas de
vida podrían estar entre tres a siete años, aunque con muchos cuidados se han
encontrado casos en donde la supervivencia del paciente a partir del
diagnóstico podría alcanzar hasta diez años, con una aceptable calidad de vida.
Elliot y su esposa se habían tomado de la mano, por un instante dejaron de
hacer preguntas y se abrazaron. El doctor rompió el silencio:
—Disculpen la
interrupción, pero debemos actuar de inmediato. Preciso que traigan a su hijo
lo antes posible —dijo el médico mientras revisaba en la computadora la disponibilidad
del laboratorio —. ¿Cuándo lo pueden traer?
—Él está aquí,
está junto a su hermanita; mi esposa y yo los recogimos de la escuela.
—Los dejamos en la
guardería, aquí en el hospital —agregó Sue.
—¡Hellen!, por
favor, vaya por el niño Clarence a la guardería.
El doctor Dennis
Holland le entregó a Hellen, la enfermera, la hoja clínica con la orden para
practicarle a Clarence la prueba de tomografía cervical, además de una
electromiografía. Mientras Elliot y Sue Lindsey permanecían con el médico,
quien recababa información importante acerca de la familia por el lado paterno
y materno, la asistente médica llevaba al niño en camilla. El paciente vestía
una bata blanca, aquellas que son abiertas por detrás, él miraba las paredes
celestes de los pasillos; pero lo que más llamaba su atención era el cielo raso
color blanco, pues en cada lámpara del falso cielo se podía ver dibujado algún
personaje de caricaturas. El sonido provocado por las llantas al pasar sobre
cada línea transversal del piso le entretenía a Clarence; las iba enumerando en
voz alta...
—Cuarenta y siete,
cuarenta y ocho, cuarenta y nueve... —contaba.
—Dime Clarence,
¿cuántos hermanitos tienes? —preguntó la enfermera a la vez que esbozaba una
sonrisa.
—Oh, oh, ya me
hizo perder la cuenta de las rayitas —contestó mientras se recostaba sobre su
lado derecho—. Solo una, mi hermanita Rachel. Ella tiene diez años, ¡y es muy
alta!
Se escuchaba
música infantil en los pasillos del nosocomio, Hellen y el paciente llegaban al
laboratorio. Le pidieron al infante que se incorporara. Él trató de cubrirse el
desnudo dorso que siempre dejaba al descubierto este tipo de camisones, la
enfermera se percató de la vergüenza del niño; no te preocupes, déjame
ayudarte. Así pudo bajar de la camilla. Las pruebas empezarían de inmediato...
El viaje de
regreso a casa fue desolador, la madre secaba su nariz con un pedazo de papel
higiénico blanco que se fue convirtiendo una bola húmeda; por el reflejo del
vidrio del lado del copiloto Elliot distinguía el rictus doloroso de Sue; los
árboles parecían pasar de izquierda a derecha golpeando a la afligida madre. La
carretera en frente era un inacabable triángulo negro. Elliot tampoco hablaba,
jamás supo que Rachel le contaba del día en la escuela, las mucosidades cubrían
su denso bigote marrón. El viaje desde el hospital de Tyler se hizo eterno.
Eran dos padres en el sufrimiento más grande que pueda sentir el ser humano, la
imposibilidad de conocer, por ahora, la verdad sobre el destino del amado hijo.
Los hermanos, en el asiento posterior jugaban sin preocupación alguna.
Luego de unos días
fue confirmado el triste diagnóstico. Aún retumbaba en el cerebro de Sue, y en
la mente del padre: se confirmó el diagnóstico, «se trata de un caso de
esclerosis lateral amiotrófica. Cuando, rara vez, el mal ataca a un niño, le
impide el desarrollo físico normal. Los músculos al dejar de recibir impulsos
nerviosos terminarán atrofiándose, imposibilitando cualquier movimiento por
voluntad propia. Suele empezar por una mano extendiéndose al resto de los
miembros, con el tiempo devendrán problemas para tragar, dificultades para
respirar, los músculos del cuello no podrán sostener la cabeza, los calambres
serán frecuentes. Lo lamento, pero en algún momento necesitará estar conectado
a un respirador artificial, hasta que finalmente...».
—¡¡¡Finalmente,
¿qué?!!! —gritó Elliot.
—¡Contéstele a mi
esposo doctor Holland! ¡Solo nos da una relación de martirios por los que
pasará nuestro hijo, y usted como si nada!
—Lo siento
mucho..., mejoraremos, en lo posible su calidad de vida, pero al final
sobrevendrá el fallecimiento por una insuficiencia pulmonar.
Al llegar a casa
estacionaron el auto, y llevaron a Clarence a su habitación. Rachel se quedó
haciendo compañía a su hermano. Los angustiados padres tomaron asiento en la
sala, los muebles de cuero marrón parecieron hacerse muy hondos, Elliot
encendió la leña de la chimenea y se sentaron juntos abrazados, llorando.
La rutina diaria
de Clarence y de toda la familia cambió de manera radical. El seguro privado de
la familia Lindsey cubría, en gran porcentaje los gastos del tratamiento: las
medicinas para retardar el progreso de la enfermedad, otros fármacos
específicos para controlar los espasmos y otro medicamento ayudaría a combatir
el problema con la deglución de los alimentos. Las sesiones de fisioterapia, y
la rehabilitación harían su parte. Con el apoyo de familiares, amigos y una
cruzada de ayuda en la escuela pudieron comprar una silla de ruedas eléctrica preparada
con la más avanzada tecnología.
Al cabo de un año
y medio, la compañía del seguro privado de salud, en la cual estaba afiliada la
familia, dio por cancelada la póliza; las líneas en letras pequeñas mostraron
cómo era el negocio de esas empresas aseguradoras. El monto no cubría más, pues
se dio por entendido que era un mal preexistente a la firma del contrato. Los Lindsey
estaban sin posibilidades de afrontar esos inmensos gastos médicos.
Elliot y Sue
hicieron un inventario, y acordaron quedarse con la camioneta de uso familiar,
necesaria por la silla de ruedas que usaba Clarence, venderían los dos autos,
el tractor, cancelar la cuenta de ahorro a plazo fijo para los estudios
universitarios de sus hijos. Mira Sue, con eso podremos cubrir los tratamientos
por casi un año. Sue estaba callada, hasta que ella sugirió refinanciar la
casa. Elliot aceptó. Esa diferencia a favor cubriría los gastos médicos por
tres años más, tal vez, dijo ella.
Clarence ya tenía catorce
años. El cuerpo de niño había cambiado mucho, el declive de la salud era
notorio. Su comportamiento dejó de ser amable para convertirse en un
preadolescente malhumorado, solía tirar la vianda de los alimentos, se le
escucharon hablar algunas groserías, algo nunca visto en él. De pronto notaron
una evolución favorable en el decaído ánimo, pues empezó a estudiar por medio
del internet: tutoriales de fotografía, preparación de comida china, clases de
horticultura; luego llenó una solicitud de medio tiempo para ayudar en un
voluntariado dedicado a mascotas abandonadas, lo que hizo pegar el grito al
cielo a sus padres. No se detenía en su afán por adquirir nuevos conocimientos.
Elliot y Sue
estaban asustados, pidieron consejo en su iglesia, a familiares, al sicólogo quien
daba apoyo a Clarence; veían a su hijo tratando de participar en muchas
actividades. Ellos jamás le habían revelado la naturaleza de su mal, menos aun el desenlace del mismo. Las reuniones se
efectuaron en varias formas, algunas por internet, otras pocas fueron
conversaciones telefónicas debido al cuidado personalizado que precisaba su
hijo. Las opiniones eran de lo más diversas. Había quienes decían que esos
tutoriales lo agotaban y debían de prohibirle esto, otros pensaban que
resultaba una buena manera de mantenerlo motivado. Lo que resultó un consenso
general es que Clarence no debía enterarse de su real estado de salud.
Una mañana de
domingo, Elliot y Sue estaban deliberando al respecto en su habitación, cuando
de pronto, escucharon el toque de la puerta y la voz de Rachel preguntando si
podía entrar. Claro hija pasa afirmó la mamá; se acostó junto a sus padres.
¿Por qué no me habían dicho que mi hermano está muriendo? Estoy a punto de
cumplir los trece años, ¡ya no soy una niña! La sorpresa fue mayúscula para
Elliot y Sue; hijita, ¿de qué estás hablando?, claro que no, él tiene un
problema muscular, ya te lo hemos dicho, contestó Sue. Rachel se levantó de la
cama con el osito de peluche favorito de su hermano, que minutos antes Clarence
le había entregado, la niña continuó; él está muy enfermo, y ustedes debieron
decírmelo. Elliot miró a su hija y le preguntó quién le había dicho eso; la
adolescente contestó: ¡fue mi hermano!
Clarence había
investigado en internet las indicaciones sobre los medicamentos recetados,
encontró el nombre de la enfermedad que padecía y su proceso final. Después de
conversar y explicarle a su hija las razones de la mentira, Rachel reclamó lo
mal que hicieron en mentirles. Entonces Sue, se levantó de la cama y le dijo a
su esposo que debían de ir a conversar y disculparse con Clarence. Él estaba
descansando en su cama mirando algo en su computadora, instalada a manera de
mesita de hospital, acerca de primeros auxilios en caso de accidentes, la
familia entró. Estuvieron un largo tiempo sin decir palabras, solo lloraban los
cuatro, se acariciaban de modo indistinto; pues el dolor no era de uno, sino de
todos. Afuera el viento soplaba sobre la mala hierba que había cubierto la
propiedad, cada gallina, las pocas vacas y el asno habían sido vendidos, los
tres perros y el gato entregados en adopción con vecinos; pero los árboles de
melocotones, en forma increíble, seguían produciendo abundantemente.
Clarence pidió a
sus padres y hermana, que le ayudaran a participar en actividades donde él
pudiera ser útil con los ancianos, con otros niños en algún hospital donde, tal
vez, alguien esté sufriendo lo mismo que él. Todos escucharon, nada prometieron,
quizá luchar por un día más, cada vez. Elliot salió con Rachel, dijeron que
iban a preparar un jugo especial: el delicioso batido de melocotones; Clarence
hizo el amago de incorporarse y saltar sobre la cama, pero solo consiguió caer
de bruces sobre las sábanas y almohadas del lecho de sus padres; si su cortada
voz se lo hubiera permitido habría, al menos, pegado un grito de júbilo. Sue
sostuvo a su hijo en forma cuidadosa, y por primera vez notó que el grosor de
los brazos era cual los huesos, no sintió musculatura alguna, solo la
estructura ósea con la piel, por igual la pierna izquierda que estaba
descubierta.
Sue le acomodaba las almohadas a Clarence. Él
tomó la mano de su madre, y con ronca voz, en forma pausada le preguntó:
—Mami, ¿cuándo yo muera iré al cielo?
—Hijo, seguro,
pero apenas tienes catorce años, de acá, en muchísimo tiempo irás al lado de
Dios ¡por toda la eternidad! Te ruego, no hables mucho; tienes la garganta muy
inflamada.
—Mamá, no más
mentiras sobre mi enfermedad, te lo ruego.
Para ella fue
difícil, por primera vez, tomar la ruta de la verdad sobre la real situación de
su hijo.
—Perdóname —suplicó
mientras tomaba las manos de Clarence y le besaba la frente.
—Mami, ¿de qué
tamaño es nuestra alma, cabe exacto en nuestro cuerpo?
—¿Por qué
preguntas eso mi amor?
—Es que en la
escuela siempre fui el más pequeño, me daba vergüenza ser cada año el primero
en la formación— contestó al mismo tiempo que se limpiaba las mucosidades con
la manga de su pijama—. En el cielo no quiero ser el más pequeño por siempre,
¡¡¡no por toda la eternidad!!!
—Hijo, cuando Dios
creó al hombre lo hizo a su imagen y semejanza, pero no nuestros cuerpos, sí en
cambio nuestra alma. Estoy muy segura de que allá en el cielo, ante los ojos de
nuestro Creador, seremos todos iguales.
Clarence se acercó
a su madre y sonriendo la abrazó.
—Hijo, eres muy valiente enfrentando estas
circunstancias de salud, ¿tienes miedo a morir?
—Tengo mucho miedo
mamá —dijo, mientras los dedos de su mano izquierda parecían anudarse sin
control, y un esputo involuntario hacía caer la saliva en fina hilera hasta su
mentón.