miércoles, 25 de mayo de 2022

El tamaño del alma

Joe Monroy Oyola


Sue le acomodaba las almohadas a Clarence. Él tomó la mano de su madre, y con ronca voz, en forma pausada le preguntó:

—Mami, ¿cuándo yo muera iré al cielo?

—Hijo, seguro, pero apenas tienes catorce años, de acá en muchísimo tiempo más irás al lado de Dios ¡por toda la eternidad! Te ruego, no hables mucho; tienes la garganta muy inflamada.

La familia Lindsey vivía en un barrio residencial cercano al distrito escolar de Terrell, en una propiedad de cuatro acres y medio. La vivienda se encontraba sobre una zona algo elevada, desde donde podía divisarse el vecindario, la carretera. El aspecto del césped era óptimo pues Elliot solía tomar recaudo cuando el estado de los jardines lo precisaba; usaba el pequeño tractor rojo que tenían en el inmenso garaje. La casa estaba pintada por fuera de tono verde claro, las puertas eran de color marrón al igual que la cerca que rodeaba todo el hogar. Entrando al porche había una banca con cadenas colgantes entornilladas a unas vigas del cielo raso, a modo de columpio, estaban cercanas otras dos sillas y una pequeña mesa, llena de marcas circulares marrones a negras provenientes de las bebidas, pruebas tangibles de acuerdos, distancias o silencios entre los esposos disfrutando del hermoso panorama. Los árboles de melocotón, fruta preferida de Clarence, que con los frecuentes y fuertes vientos provocaban un sonido rítmico entre las ramas y hojas golpeándose entre sí; formaban el límite natural con la propiedad de los vecinos, la familia McCoy, quienes casi nunca se dejaban ver.

Clarence miraba el marco de la puerta en la cocina. Sobre la pintura blanca estaban dos hileras de marcas hechas con plumón negro, al lado derecho la hilera con el nombre de Rachel, a la izquierda otra con su propio nombre. Las fechas de los trazos pintados empezaban desde tres años atrás, pero las distancias físicas de las señas se iban acortando. La puerta vaivén se abrió y entró Sue con algunos trastes;

—¡Ay, hijo! —gritó Sue, mientras recogía unos cubiertos que se le habían caído—, ¡¿qué haces allí mirando la pared como zombi?!

—Mamá, mira mi hermanita es dos años menor que yo, pero ya me alcanzó en tamaño —replica mostrando las marcas con su dedo índice derecho—; creo que estoy creciendo muy despacito.

—Hijo, te he dicho que algunas personas crecen más rápido respecto a otras. Ya verás como hasta la pasarás a Rachel —contestó su mamá, al mismo tiempo que le besaba la frente—. Recuerda que ya nos lo dijo tu tío Andrew, él es doctor. No olvides tomar tus vitaminas.

—¡¡¡Las tomo todos los días!!!

«Ay, hijito, de verdad te estás quedando chiquito».

Sue sale de la cocina, al atravesar el pasillo que termina en la sala se queda contemplando los dos marcos color marrón, colgados en la pared, conteniendo un retrato en cada uno de ellos. En el primer cuadro se aprecia la imagen de un bebé envuelto en un ropón celeste. Bajo el retrato tiene escrito a mano, con tinta negra, un nombre y fecha: Clarence; veintitrés de junio del año dos mil seis. En la siguiente fotografía, otro bebé con un ropón rosado, también anotado con tinta oscura: Rachel, cinco de julio del año dos mil ocho. Posa su mano derecha en cada uno; Elliot todavía no llega, y no le gusta que lo llame a menos que sea una real emergencia. Igual hablaré con él, pues tenemos que llevar a Clarence a un pediatra, algún especialista. Andrew es médico general, buena persona, pero con eso de «no se preocupen ya va a crecer, cuando menos lo piensen dará un estirón, y será alto como un roble», no sea que mi hijo se me quede enanito. ¡¡¡No, eso no le puede pasar a mi angelito!!!

A la mañana siguiente Sue no habló más del asunto y mientras todos desayunaban le dijo a Clarence que a partir de ese día debía tomar el doble de las vitaminas recetadas por el tío Andrew, para nada valieron las protestas del hijo. Elliot siguió apuntando direcciones en su libreta; eran clientes que precisaban se les cambie el vidrio frontal de sus vehículos; la noche anterior la tormenta había caído con fuertes lluvias y granizada, nada raro en la zona. Salieron Rachel, Clarence y el papá con rumbo hacia la escuela. Sue se quedaba como ama de casa.

Los días viernes desde la tarde hasta la madrugada, las cantinas en Terrell, que eran muchas, se abarrotaban de trabajadores que anhelaban olvidarse de sus jefes y las órdenes. Los hombres jugaban billar, y gritaban como locos con cada buen o mal tiro, las damas relajadas, pues ya no tenían que esconder sus celulares para conversar por texto con amistades, novios, esposos, con sus niños. Las solteras estarían tomando unas copas y bailando al ritmo de la música country. En cambio, la gran mayoría de las casadas llegarían a sus hogares con bolsas de víveres comprados a la carrera para reunirse con sus hijos, y si eran de las afortunadas, saludándose con sus esposos, tal vez compartiendo la preparación de la cena, quizá solo conversando sobre cómo fue el día. Pero para Elliot cada viernes era una larga jornada de trabajo, y algún sábado también.

Fue bueno que cayera granizo, el negocio es lo primero; hasta ahora ya van seis carros con el parabrisa quebrado. No entiendo qué ocurre con el carácter de Sue; cuántas esposas quisieran que su marido tuviese un negocio propio. Nuestros pagos de la hipoteca están al día, además estamos ahorrando para que, al terminar la escuela, nuestros hijos puedan ir a la universidad. Está bien que yo llegue desarreglado pues vengo de trabajar, en cambio ella está todo el día en la casa, no tiene que salir cuando hace calor o frío; siempre está desarreglada: las mismas sandalias amarillas, el pantalón jean que ya perdió todo su color, una colita de caballo por peinado, sus uñas están más cortas que las mías, y solo alterna esas tres camisetas que compramos hace un par de años en una venta de garaje. ¡No valora mi sacrificio! Hasta cuando quiero estar con ella y le beso el cuello, casi todas las veces está salado. Si le digo para ir al cuarto me sale con la cantaleta: «Espera que termine de atender a los niños, lavo los trastes, doy de comer al gato y a los perros, saco la basura, preparo la ropa de ustedes tres para el día siguiente, me baño; entonces seré toda tuya cariño».

La ciudad de Terrell era una localidad con abundantes tierras, áreas industriales, algunos vecindarios residenciales, también muchos barrios semirurales con casas móviles. Aún se podían ver praderas verdes, en las largas planicies se hallaba pastando ganado vacuno, ranchos provistos de caballerizas, y los infaltables burros, quienes eran excelentes protectores, mejores aún que los canes, contra el ataque de los odiados coyotes. La transitada carretera interestatal veinte venía desde el este, y dividía en dos la ciudad; luego se dirigía hacia el oeste, cruzando los estados de: Luisiana, Misisipi, Alabama, Georgia y Carolina del Sur. El sonido de los motores casi formaba parte del paisaje. La ausencia de montañas convirtió a Terrell, como a todo Texas, en corredor desprotegido para el paso de los temibles tornados que solían azotar la región. En invierno cuando caían algunas nevadas, moderadas en comparación con otras partes de los Estados Unidos, los Lindsey se divertían bajando sentados sobre tablas esquiadoras desde la ligera elevación donde estaba la casa. En una de las plataformas deslizables Sue y su hijo, en la otra Elliott y Rachel; a cierta velocidad, en medio de la fría ventisca, los copos blancos de nieve parecían venir al encuentro, lo mismo ocurría con el aroma a leña que emanaba de casi todas las chimeneas. Pero, un sábado, cuando jugaban resbalándose en la nieve ocurrió algo que iría cambiando sus vidas. Fue la aparición de las primeras señales...

—¡Hijo, ahora nos toca a nosotros! Agárrate fuerte de la baranda y vamos —dijo mientras abrazaba por detrás la cintura de Clarence—. ¿Qué esperas hijito? ¿Clarence qué te ocurre?

—¡¡¡Mamá mis dedos, mis manos, se me han acalambrado!!!

—Es el frío, no te preocupes, ponte detrás de mí.

—¡¡¡Ay, mami los pies, se me acalambraron también!!!

La salud de Clarence fue decayendo de a pocos entre los dos años siguientes. Todavía asistía a la escuela; pero después de un alto rendimiento académico, sus calificaciones empezaron a bajar. En el marco de la cocina no hubo más rayas pintadas con la estatura de los hermanitos. Elliot y Sue encontraron recursos de atención médica especializada en el prestigioso hospital en la ciudad de Tyler, a casi hora y media en auto, les estaban por entregar los resultados de unos exámenes para descartar un trastorno médico denominado acondroplasia, causa común del enanismo, ese viernes quince de agosto del año dos mil dieciocho, Clarence solo tenía entonces doce años; la cita era a las dos de la tarde...

Elliot y Sue entraron al consultorio, la enfermera los invitó a tomar asiento. Después de unos minutos el doctor Dennis Holland los hizo pasar a su despacho, luego de los saludos, el galeno abordó el tema; comenzó explicándoles que realizaron los análisis del caso para descartar el diagnóstico de acondroplasia, la causa del enanismo. Les decía que esta se debía a una alteración genética del óvulo o del espermatozoide antes de la concepción. Pero, señor y señora Lindsey, tengo aquí los resultados, y ese no es el caso. Elliot y Sue se abrazaron, fue el momento más íntimo de la pareja en casi un año, ¡excelente!, ¡gracias a Dios! gritó la afectada mamá; el doctor Holland los quedó mirando sin mostrar emoción alguna en su rostro. Se puso el dorso de su mano derecha sobre la boca y aparentó aclarar su voz, entonces llamó a Hellen, su asistente. Por favor, tráigales a los señores Lindsey unas botellitas de agua. Doctor esa es una buena noticia, dijo Elliot. Lamento ser poco optimista respecto al estado de Clarence, agregó el médico, creo que necesitamos hacer otras pruebas. Los esposos en un acto involuntario entreabrieron sus labios, si alguna cámara filmadora hubiera registrado el perfil de los dolientes progenitores, entonces mostraría la victoria de un inmenso peso sobre sus cabezas, la ley de gravedad en su insano triunfo. Por breves segundos solo se escuchó el silencio hasta cuando alguien golpeó la puerta; Hellen entró con las bebidas.

—¡Pero doctor Holland, ¿qué es lo que tiene nuestro hijo?! —exclamó Sue.

—Sí, doctor, nosotros vinimos a usted porque se supone que es uno de los mejores neurocirujanos del hospital —agregó Elliot dejando caer el llavero que tenía en su mano izquierda.

El galeno les planteó la remota posibilidad que se tratara de una esclerosis lateral amiotrófica; luego agregó que este padecimiento afectaba el sistema nervioso, por lo general a personas cercanas o en la tercera edad, que era muy bajo el porcentaje de pacientes jóvenes o niños. Sue le preguntó si ese mal era peor que el enanismo; el doctor expresó la importancia en descartar o confirmar el posible diagnóstico. Aunque trató de ser delicado en la descripción del probable escenario, dada la insistencia y llanto de la desesperada madre, se vio en la necesidad de explicar que, si fuese confirmado, las expectativas de vida podrían estar entre tres a siete años, aunque con muchos cuidados se han encontrado casos en donde la supervivencia del paciente a partir del diagnóstico podría alcanzar hasta diez años, con una aceptable calidad de vida. Elliot y su esposa se habían tomado de la mano, por un instante dejaron de hacer preguntas y se abrazaron. El doctor rompió el silencio:

—Disculpen la interrupción, pero debemos actuar de inmediato. Preciso que traigan a su hijo lo antes posible —dijo el médico mientras revisaba en la computadora la disponibilidad del laboratorio —. ¿Cuándo lo pueden traer?

—Él está aquí, está junto a su hermanita; mi esposa y yo los recogimos de la escuela.

—Los dejamos en la guardería, aquí en el hospital —agregó Sue.

—¡Hellen!, por favor, vaya por el niño Clarence a la guardería.

El doctor Dennis Holland le entregó a Hellen, la enfermera, la hoja clínica con la orden para practicarle a Clarence la prueba de tomografía cervical, además de una electromiografía. Mientras Elliot y Sue Lindsey permanecían con el médico, quien recababa información importante acerca de la familia por el lado paterno y materno, la asistente médica llevaba al niño en camilla. El paciente vestía una bata blanca, aquellas que son abiertas por detrás, él miraba las paredes celestes de los pasillos; pero lo que más llamaba su atención era el cielo raso color blanco, pues en cada lámpara del falso cielo se podía ver dibujado algún personaje de caricaturas. El sonido provocado por las llantas al pasar sobre cada línea transversal del piso le entretenía a Clarence; las iba enumerando en voz alta...

—Cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve... —contaba.

—Dime Clarence, ¿cuántos hermanitos tienes? —preguntó la enfermera a la vez que esbozaba una sonrisa.

—Oh, oh, ya me hizo perder la cuenta de las rayitas —contestó mientras se recostaba sobre su lado derecho—. Solo una, mi hermanita Rachel. Ella tiene diez años, ¡y es muy alta!

Se escuchaba música infantil en los pasillos del nosocomio, Hellen y el paciente llegaban al laboratorio. Le pidieron al infante que se incorporara. Él trató de cubrirse el desnudo dorso que siempre dejaba al descubierto este tipo de camisones, la enfermera se percató de la vergüenza del niño; no te preocupes, déjame ayudarte. Así pudo bajar de la camilla. Las pruebas empezarían de inmediato...

El viaje de regreso a casa fue desolador, la madre secaba su nariz con un pedazo de papel higiénico blanco que se fue convirtiendo una bola húmeda; por el reflejo del vidrio del lado del copiloto Elliot distinguía el rictus doloroso de Sue; los árboles parecían pasar de izquierda a derecha golpeando a la afligida madre. La carretera en frente era un inacabable triángulo negro. Elliot tampoco hablaba, jamás supo que Rachel le contaba del día en la escuela, las mucosidades cubrían su denso bigote marrón. El viaje desde el hospital de Tyler se hizo eterno. Eran dos padres en el sufrimiento más grande que pueda sentir el ser humano, la imposibilidad de conocer, por ahora, la verdad sobre el destino del amado hijo. Los hermanos, en el asiento posterior jugaban sin preocupación alguna.

Luego de unos días fue confirmado el triste diagnóstico. Aún retumbaba en el cerebro de Sue, y en la mente del padre: se confirmó el diagnóstico, «se trata de un caso de esclerosis lateral amiotrófica. Cuando, rara vez, el mal ataca a un niño, le impide el desarrollo físico normal. Los músculos al dejar de recibir impulsos nerviosos terminarán atrofiándose, imposibilitando cualquier movimiento por voluntad propia. Suele empezar por una mano extendiéndose al resto de los miembros, con el tiempo devendrán problemas para tragar, dificultades para respirar, los músculos del cuello no podrán sostener la cabeza, los calambres serán frecuentes. Lo lamento, pero en algún momento necesitará estar conectado a un respirador artificial, hasta que finalmente...».

—¡¡¡Finalmente, ¿qué?!!! —gritó Elliot.

—¡Contéstele a mi esposo doctor Holland! ¡Solo nos da una relación de martirios por los que pasará nuestro hijo, y usted como si nada!

—Lo siento mucho..., mejoraremos, en lo posible su calidad de vida, pero al final sobrevendrá el fallecimiento por una insuficiencia pulmonar.

Al llegar a casa estacionaron el auto, y llevaron a Clarence a su habitación. Rachel se quedó haciendo compañía a su hermano. Los angustiados padres tomaron asiento en la sala, los muebles de cuero marrón parecieron hacerse muy hondos, Elliot encendió la leña de la chimenea y se sentaron juntos abrazados, llorando.

La rutina diaria de Clarence y de toda la familia cambió de manera radical. El seguro privado de la familia Lindsey cubría, en gran porcentaje los gastos del tratamiento: las medicinas para retardar el progreso de la enfermedad, otros fármacos específicos para controlar los espasmos y otro medicamento ayudaría a combatir el problema con la deglución de los alimentos. Las sesiones de fisioterapia, y la rehabilitación harían su parte. Con el apoyo de familiares, amigos y una cruzada de ayuda en la escuela pudieron comprar una silla de ruedas eléctrica preparada con la más avanzada tecnología.

Al cabo de un año y medio, la compañía del seguro privado de salud, en la cual estaba afiliada la familia, dio por cancelada la póliza; las líneas en letras pequeñas mostraron cómo era el negocio de esas empresas aseguradoras. El monto no cubría más, pues se dio por entendido que era un mal preexistente a la firma del contrato. Los Lindsey estaban sin posibilidades de afrontar esos inmensos gastos médicos.

Elliot y Sue hicieron un inventario, y acordaron quedarse con la camioneta de uso familiar, necesaria por la silla de ruedas que usaba Clarence, venderían los dos autos, el tractor, cancelar la cuenta de ahorro a plazo fijo para los estudios universitarios de sus hijos. Mira Sue, con eso podremos cubrir los tratamientos por casi un año. Sue estaba callada, hasta que ella sugirió refinanciar la casa. Elliot aceptó. Esa diferencia a favor cubriría los gastos médicos por tres años más, tal vez, dijo ella.

Clarence ya tenía catorce años. El cuerpo de niño había cambiado mucho, el declive de la salud era notorio. Su comportamiento dejó de ser amable para convertirse en un preadolescente malhumorado, solía tirar la vianda de los alimentos, se le escucharon hablar algunas groserías, algo nunca visto en él. De pronto notaron una evolución favorable en el decaído ánimo, pues empezó a estudiar por medio del internet: tutoriales de fotografía, preparación de comida china, clases de horticultura; luego llenó una solicitud de medio tiempo para ayudar en un voluntariado dedicado a mascotas abandonadas, lo que hizo pegar el grito al cielo a sus padres. No se detenía en su afán por adquirir nuevos conocimientos.

Elliot y Sue estaban asustados, pidieron consejo en su iglesia, a familiares, al sicólogo quien daba apoyo a Clarence; veían a su hijo tratando de participar en muchas actividades. Ellos jamás le habían revelado la naturaleza de su mal, menos aun el desenlace del mismo. Las reuniones se efectuaron en varias formas, algunas por internet, otras pocas fueron conversaciones telefónicas debido al cuidado personalizado que precisaba su hijo. Las opiniones eran de lo más diversas. Había quienes decían que esos tutoriales lo agotaban y debían de prohibirle esto, otros pensaban que resultaba una buena manera de mantenerlo motivado. Lo que resultó un consenso general es que Clarence no debía enterarse de su real estado de salud.

Una mañana de domingo, Elliot y Sue estaban deliberando al respecto en su habitación, cuando de pronto, escucharon el toque de la puerta y la voz de Rachel preguntando si podía entrar. Claro hija pasa afirmó la mamá; se acostó junto a sus padres. ¿Por qué no me habían dicho que mi hermano está muriendo? Estoy a punto de cumplir los trece años, ¡ya no soy una niña! La sorpresa fue mayúscula para Elliot y Sue; hijita, ¿de qué estás hablando?, claro que no, él tiene un problema muscular, ya te lo hemos dicho, contestó Sue. Rachel se levantó de la cama con el osito de peluche favorito de su hermano, que minutos antes Clarence le había entregado, la niña continuó; él está muy enfermo, y ustedes debieron decírmelo. Elliot miró a su hija y le preguntó quién le había dicho eso; la adolescente contestó: ¡fue mi hermano!

Clarence había investigado en internet las indicaciones sobre los medicamentos recetados, encontró el nombre de la enfermedad que padecía y su proceso final. Después de conversar y explicarle a su hija las razones de la mentira, Rachel reclamó lo mal que hicieron en mentirles. Entonces Sue, se levantó de la cama y le dijo a su esposo que debían de ir a conversar y disculparse con Clarence. Él estaba descansando en su cama mirando algo en su computadora, instalada a manera de mesita de hospital, acerca de primeros auxilios en caso de accidentes, la familia entró. Estuvieron un largo tiempo sin decir palabras, solo lloraban los cuatro, se acariciaban de modo indistinto; pues el dolor no era de uno, sino de todos. Afuera el viento soplaba sobre la mala hierba que había cubierto la propiedad, cada gallina, las pocas vacas y el asno habían sido vendidos, los tres perros y el gato entregados en adopción con vecinos; pero los árboles de melocotones, en forma increíble, seguían produciendo abundantemente.

Clarence pidió a sus padres y hermana, que le ayudaran a participar en actividades donde él pudiera ser útil con los ancianos, con otros niños en algún hospital donde, tal vez, alguien esté sufriendo lo mismo que él. Todos escucharon, nada prometieron, quizá luchar por un día más, cada vez. Elliot salió con Rachel, dijeron que iban a preparar un jugo especial: el delicioso batido de melocotones; Clarence hizo el amago de incorporarse y saltar sobre la cama, pero solo consiguió caer de bruces sobre las sábanas y almohadas del lecho de sus padres; si su cortada voz se lo hubiera permitido habría, al menos, pegado un grito de júbilo. Sue sostuvo a su hijo en forma cuidadosa, y por primera vez notó que el grosor de los brazos era cual los huesos, no sintió musculatura alguna, solo la estructura ósea con la piel, por igual la pierna izquierda que estaba descubierta.  

 Sue le acomodaba las almohadas a Clarence. Él tomó la mano de su madre, y con ronca voz, en forma pausada le preguntó:

 —Mami, ¿cuándo yo muera iré al cielo?

—Hijo, seguro, pero apenas tienes catorce años, de acá, en muchísimo tiempo irás al lado de Dios ¡por toda la eternidad! Te ruego, no hables mucho; tienes la garganta muy inflamada.

—Mamá, no más mentiras sobre mi enfermedad, te lo ruego.

Para ella fue difícil, por primera vez, tomar la ruta de la verdad sobre la real situación de su hijo.

—Perdóname —suplicó mientras tomaba las manos de Clarence y le besaba la frente.

—Mami, ¿de qué tamaño es nuestra alma, cabe exacto en nuestro cuerpo?

—¿Por qué preguntas eso mi amor?

—Es que en la escuela siempre fui el más pequeño, me daba vergüenza ser cada año el primero en la formación— contestó al mismo tiempo que se limpiaba las mucosidades con la manga de su pijama—. En el cielo no quiero ser el más pequeño por siempre, ¡¡¡no por toda la eternidad!!!

—Hijo, cuando Dios creó al hombre lo hizo a su imagen y semejanza, pero no nuestros cuerpos, sí en cambio nuestra alma. Estoy muy segura de que allá en el cielo, ante los ojos de nuestro Creador, seremos todos iguales.

Clarence se acercó a su madre y sonriendo la abrazó.

 —Hijo, eres muy valiente enfrentando estas circunstancias de salud, ¿tienes miedo a morir?

—Tengo mucho miedo mamá —dijo, mientras los dedos de su mano izquierda parecían anudarse sin control, y un esputo involuntario hacía caer la saliva en fina hilera hasta su mentón.

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