lunes, 28 de noviembre de 2022

Las niñas de Acapulco

Antonio Sardina Cecine


¡Cómo se me ocurre venir por aquí y a esta hora caray! Normalmente el boulevard de las Naciones es complicado, pero ahora es un estacionamiento. Qué habrá pasado… voy a preguntarle a ese limpiavidrios:

—¡¿Qué pasó chavo?!

—Otra niña perdida patrón, de catorce años la pobrecita, están deteniendo el tráfico para obligar a que la policía haga algo, ya ve que solo así investigan, pero tenga calma, dejan pasar de a poquito. 

Ni hablar, ya descubrieron que haciendo manifestaciones y causando el caos es la única manera que les hagan caso. Mientras, que se jodan todos los demás. Ni modo, a tomarlo con calma que el camino todavía es largo, tengo que pasar la carretera escénica y cruzar todo el Acapulco viejo.

Debí haber elegido el camino de la Riviera Diamante, rumbo a la laguna de Tres Palos y el fraccionamiento Tres Vidas, donde virtualmente termina el nuevo Acapulco. Es más bonito y no hubiera afectado mis planes. Podría haber dado la vuelta en el nuevo estadio de tenis, por el boulevard Diamante, pasar por el Pierre Marqués, el hotel Princess, continuar por el campo de golf del Vidanta, recorrer el boulevard con el marco de los nuevos edificios; torres lujosas ocupadas por los más ricos del país. Desarrollos que siguen construyéndose en este nuevo Acapulco, que no tiene nada que ver con el viejo y que cada vez se parece más a Miami.

En ese Acapulco se siente estar en una burbuja limpia y clara, protegidos contra el mundo obscuro y amenazante de este México, totalmente invadido por la delincuencia: droga, secuestros, asesinatos, extorsiones, y la pobreza, creciendo día a día; este México donde la gobernadora del estado es la hija de un senador acusado de violación, lo que le impidió participar en las elecciones. Pero lo peor, es que el pueblo ¡votó por ella! Así, ni como ayudarlos. 

¡Ah, el viejo Acapulco! aquel que inventó el presidente Miguel Alemán, allá por la década de los años cuarenta y que se desarrolló y floreció en los cincuenta y sesenta, con las playas de ese entonces: Caleta, Hornos; atracciones como la quebrada, con sus clavadistas arriesgando la vida para entretener al turismo, sobre todo estadounidense. Un turismo atraído por el fabuloso clima, con trescientos cincuenta días de sol garantizados, playas de arena suave y habitantes serviciales, con la alegría costeña de ese tiempo, que hizo que el mismísimo Johnny Weismuller, ni más ni menos que el fabuloso Tarzán llegara a vivir aquí, logrando que se hiciera famoso este puerto en todo el mundo.

Un México pujante que empezaba a formar parte del mundo industrializado de la posguerra, cambiando el estilo afrancesado del tiempo de don Porfirio, al mal gusto estadounidense.

El presidente Alemán y su camarilla decidieron hacer sus casas en Pichilingue, un fraccionamiento desarrollado en la bahía de Puerto Marqués, para lo que construyeron, además de la avenida costera, la carretera escénica, que comunicaba la bahía de Santa Lucía con esta. También se construyó un aeropuerto internacional y la carretera a la ciudad de México, incluyendo a este puerto en el ojo nacional y mundial. 

Después, México organizó las olimpiadas del sesenta y ocho y el mundo dirigía su mirada hacia este país, por ese evento y por la matanza de estudiantes que el presidente en esos años, Díaz Ordaz, y el siguiente, Luis Echeverría, habían orquestado para acabar con las protestas y presentarse al mundo como un país moderno.

Para refrendar esa imagen, se invitó al depuesto sah de Irán a vivir en Acapulco, donde el depuesto líder se construyó una mansión opulenta y espectacular en el fraccionamiento Las Brisas, eso disparó la imagen de Acapulco como un lugar paradisiaco y divertido.

En la década de los setentas, tiempo tanto de hippies como de psicodelia, Acapulco era el lugar preferido por potentados americanos y europeos, así como artistas de talla internacional, que construyeron casas fabulosas en las Brisas: un fraccionamiento y hotel exclusivo para millonarios. Lo anterior dio paso también a que se desarrollaran hoteles, así como nuevas colonias en la avenida costera, con restaurantes de primer orden, bares y discotecas, brindando diversión de gran calidad a una voraz vida nocturna, que conjuntaba a lo mejor de la sociedad mexicana con esos integrantes del jet set. 

Esta época sí me tocó vivirla, yo empecé a ir a Acapulco cuando tenía catorce años, aprovechando que mi tío manejaba un motel tipo gringo, que construyó en la nueva zona de la costera, a solo unos metros del mar.

Recuerdo esas épocas felices y despreocupadas del principio de mi adolescencia como de las mejores de mi vida. Conforme yo crecía lo hacía también ese Acapulco cosmopolita y despreocupado; se abrían discotecas icónicas y elitistas como el Armando’s Le Club, UBQ y otras, donde solo podían entrar clientes evidentemente ricos y bien vestidos, de acuerdo a los estándares de la época, poniendo de moda a los cadeneros: empleados con una autoridad circunstancial que les daba el poder de dejar entrar a quien ellos conocían o percibían como “gente bien”, lo que hacía que la sociedad mexicana buscara ser vista en esos lugares, como un símbolo de pertenencia y estatus.

El tráfico avanza a vuelta de rueda, ya estoy a la altura de las Brisas; es increíble el deterioro que se nota en el antes lujoso hotel ahora en esta tercera década del siglo veintiuno. Aunque la mayoría de las casas del fraccionamiento siguen siendo lujosas y muchas de ellas renovadas, se respira un aire pasado de moda, de otra época que ya se ha ido, dejando una pátina de decadencia y un aroma a cosa vieja.

Entro a la costera y paso por el lugar que marcó la mejor época de Acapulco, sin duda el mejor lugar de diversión que ha existido en este país, comparable solo al Studio 54 de Nueva york o el Pachá de Madrid: El gran y único Baby’O. Ahí vivieron grandes fiestas muchas de las celebridades de esa época: Bono, Mick Jagger, Rod Stewart y desde luego, el lugar favorito de Luis Miguel, el cantante mexicano que escogió Acapulco como principal residencia en ese tiempo.

Recuerdo esa época maravillosa, entre mis veinte y treinta años, bueno, en realidad hasta los cuarenta, como una sucesión de continuas fiestas y excesos. Había alcanzado una posición económica razonablemente próspera, pero, sobre todo, había tenido la suerte de relacionarme con un círculo de amigos deliciosamente decadentes y libertinos, que me introdujeron a placeres y substancias a las que solamente unos pocos podían acceder.

Fiestas exclusivas y delirantes que duraban a veces varios días, con visitas recurrentes al Baby’O y a casas palaciegas, donde se consumían e intercambiaban drogas y parejas, sin reparo de edades, colores y sabores. Así fue como me fui aficionando, ¿u obsesionando? con placeres cada vez más sofisticados y admitámoslo, depravados. Y ahora en mis sesenta y tantos, me resulta cada vez más elusiva la satisfacción, ensayando prácticas más abyectas, torcidas y obscuras. Ni modo, a la vejez, viruelas.

Al fin llegue al núcleo de la manifestación por el reclamo de la niña, en La Diana Cazadora, monumento que divide el Acapulco turístico del centro administrativo. Suerte que dejan pasar en un carril, ya llevo más de dos horas en el tráfico. 

En cuanto paso el nudo, enfilo directamente al rumbo de Pie de la Cuesta, en lo más alejado de Acapulco.

Ya es de noche, decido dar vuelta en una calle desierta y sin asfaltar. Me dirijo hasta el final, donde percibo una cuneta adecuada. Me detengo y abro la cajuela, el olor que emana es casi tan fétido como el de la calle. Cargo con dificultad la colchoneta enrollada, guardando un bulto no tan grande ni tan pesado. La desenvuelvo en dirección a la cuneta y cae desmadejado el cuerpo pequeño, frágil, brutalmente lacerado y triste de la niña… otra niña.

Volteo en todas direcciones para comprobar que no me ha visto nadie y vuelvo a subir al coche. Regreso por donde llegué y tomo nuevamente dirección al Acapulco Diamante, limpio y resplandeciente, nuevo; estoy cansado: «creo que es tiempo de regresar a Ciudad Juárez».

viernes, 25 de noviembre de 2022

Sirenita

Graciela Martel

 

A los tres años me la pasaba jalando la manga de mi mamá para convencerla de que deseaba aprender a nadar como mi hermano y después de unas semanas de insistencia logré que me inscribieran en la escuela de natación.

Al ser la más pequeña del grupo, mi mamá entró conmigo a la alberca y muy atenta seguía las indicaciones del instructor acerca de los ejercicios que tenía yo que realizar.

Con el paso del tiempo aprendí a nadar tan bien, que ya no fue necesario que mi mamá me acompañara dentro de la alberca. ¡Por fin pude estar en el segundo carril! Ahí estábamos quienes podíamos flotar y desplazarnos sin ayuda de otra persona.  

Siempre me había gustado nadar, realizaba con entusiasmo todo lo que nos indicaba el instructor. Mi maestro era muy amable y al cabo de unas semanas me llamó Sirenita.

—¡Ya llegaste, Sirenita! —me decía al entrar a la clase.

—Sí maestro ─le contestaba sonrojada.

Me encantaba ir a mis clases de natación debido a que el maestro siempre me hacía sonreír con sus amables palabras.  

—¿Por qué el maestro me dice Sirenita? —pregunté un día a mi madre al salir de clase.

—Pues, es una manera de decirte que nadas muy bien y que pareces una bella sirenita.

—¡Vaya! ¡Qué bonito! —contesté con una sonrisa de satisfacción.  

 

Así pasaron algunos años durante los cuales me sentía muy orgullosa de ser una sirena en el agua. Hasta que entré a la escuela primaria. La maestra de grupo nos leyó un libro acerca del origen de las sirenas. Mientras iba contando la historia me imaginaba que era yo a quien describía.

«Consideraban que eran genios marinos…» ─Leía la maestra.

Mi concepción se basaba en que los genios tienen cabezas enormes y yo no era así.

«Su cuerpo era mitad mujer y mitad pez…» ─Continuaba diciendo.

Mientras yo me imaginaba con pies de niña, pero con cabeza de pez.

¡Algo no me gustaba!

«Cantaban hermoso, para enloquecer a todo aquel que las escuchaba…»

¿Enloquecer? Yo no cantaba hermoso; lo sabía porque mi hermano me callaba a veces, lo hacía por molestarme porque no le gustaba la canción que entonaba.

«Se cree haber visto a tres sirenas; una tocaba la lira, otra cantaba y la otra tocaba la flauta…»

Pues no, yo no sabía tocar la lira y mucho menos la flauta.

«Decían que su música atraía a los marinos a quienes se aturdían y perdían el control del barco, estrellándose en los arrecifes…»

Entre más leía la maestra menos me parecía ser una sirena.

Recordé que un día tocaba una flauta de barro muy fuerte para que todos me escucharan bien; de repente, papá frenó porque íbamos a chocar. ¿Acaso lo aturdí con mi sonido de sirena?

Esta historia no me terminaba de gustar.

«La diosa del amor llamada Afrodita les quitó su belleza»

¿Quién era esa señora que me quitaría mi hermosura? Me preguntaba asustada mientras la maestra no paraba de leer. Perderla, ¡esa era una tontería!

«Las sirenas devoraban a los navegantes…»

Lo dicho, esta historia era horrible. ¡Yo no era caníbal! Definitivamente el maestro no me conocía. Si así de horrorosas eran las sirenas, yo no quería ser una de ellas.

Esa tarde mamá me llevó a mis clases de natación. Desde que salí de la escuela, ella me notó molesta.

—Hija, ¿te pasa algo? —preguntó mi madre.

—¡No quiero nadar más! —contesté tras un pequeño silencio—, y mucho menos con el maestro Mario.

—¿Por qué dices eso? —preguntó mi mamá muy sorprendida.

—La maestra nos habló de las sirenas en clase. ¡Yo no soy una sirena y el maestro Mario piensa que sí! Ni soy un genio marino ni mitad pez, no enloquezco a las personas con mi canto, no toco la lira ni la flauta y tampoco quiero me quiten mi belleza por amor. ¡A mí los niños me caen muy mal! Y lo peor de todo. ¡No soy caníbal! ¡Jamás he devorado a nadie!

Mamá soltó una sonora carcajada y me abrazó mientras la veía desconcertada. ¿Acaso no entendía lo que le acababa de decir?

—¡Mi vida! Quizá la maestra no terminó de leer ese mito. Son varias las historias que se cuentan de ellas. La lectura te hizo sentir que no es agradable lo que se dice de las sirenas, sin embargo, existen otros aspectos que podemos valorar.

—Pero mamá, ¡Yo no tengo cabeza de pez! —se lo dije apartándome de sus brazos.

—No, hija. Se cuenta que las sirenas tenían cola de pez. Hasta el momento nunca he escuchado que se mencione otra cosa.

—Entonces… ¿no existen las sirenas con cabeza de pez? —pregunté para cerciorarme que era correcto lo que entendía.

—No —lo expresó muy seria y continuó diciendo­—. A parte de esos aspectos que te causaron enfado; podemos decir que las admiraban justo por su infinita belleza, que eran excelentes nadadoras y al mismo tiempo, tan delicadas que podían deslizarse sobre la espuma del mar —tomó mi rostro con sus manos para girar mi cara y poder verme de frente—. El maestro Mario te dice Sirenita porque eres una niña fuerte, valiente, hermosa y capaz de nadar igual que una sirena. —lo sustentó, mirándome a los ojos.

La respuesta de mamá me tranquilizó. La suavidad de sus palabras me hizo comprender que yo era ese tipo de sirena y que el profesor Mario así me veía. Esa tarde, radiante de felicidad ¡nadé y nadé como nunca!

Ahora sabía que yo era la sirena más bella del lugar.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Esos rostros

Joe Monroy Oyola


Cada mañana, desde hacía ocho meses atrás, muy temprano, se oía el estridente motor de un vehículo transitando por la avenida Valley Ridge, en la ciudad de Lewisville. Parecía querer despertar a todo el vecindario cercano al complejo de apartamentos Valley Clouds. Iba dejando cual rastro una densa emanación de humo azulado y un horrible hedor a refrigerante.

Desinfectando la lavandería

Eusebio apagó las luces de su auto azul, era un Ford Escape del año dos mil tres, y cerró la puerta del vehículo. Se distingue una figura pequeña, esmirriada, sus dos manos estaban detrás de la cintura, el vaho de su respiración debido al frío invierno en Dallas parecía rodear su casaca negra. El carro se detuvo en uno de los lugares señalizados del estacionamiento. 

—¡Buenos días don Justo!

—Buenos días, Eusebio, buenos días, Violeta. Ustedes siempre a la hora: seis de la mañana en punto —contestó el anciano trabajador de mantenimiento, mirando el reloj en su delgada muñeca izquierda—. Chico, allá en mi Cuba ya son las siete.

—Tratamos de ser puntuales. ¿Está abierta la puerta de la oficina para desinfectar? —pregunta Violeta.

—Sí, señora, por favor adelante. Oiga Eusebio, le agradeceré que fumigue también el área de la lavandería. El gerente dice que dos familias residentes de aquí han reportado haber contraído el coronavirus.

Para los esposos Eusebio y Violeta Fernández, la desinfección de inmuebles por el ataque del infame mal ya resultaba rutinario. El protocolo de la vestimenta se iniciaba en las afueras de cada local. Sin embargo, cuando algún fallecimiento por coronavirus ocurría en una escuela, casa de reposo o algún orfanatorio, sí les resultaba doloroso en extremo. Con el mameluco blanco desechable, anteojos de seguridad, guantes plásticos y el respirador similar al que usan los pintores, se completaba el atuendo de trabajo para afrontar estos menesteres.

Hace quince años llegaron a Estados Unidos tras obtener la visa de turistas. Recién comprometidos en matrimonio planearon un aparente viaje de luna de miel. La consigna era poner pie en tierra y quedarse en busca del «sueño americano». Dejaron atrás sus amadas familias, amistades, la hermosa ciudad de La Paz en Bolivia.

Violeta fumigaba las tres oficinas contiguas del ala izquierda. El área del gerente tenía un calendario en tela inmenso con la foto de un campo lleno de las flores. Su vista se quedó fija en el dibujo. ¡Mentiroso!, que venir por el sueño americano, solo un par de años y tendríamos los documentos, además que traeríamos a nuestros padres. A mí solo me quedaba mi madre, ya se me murió hace siete años. Por eso se ha secado mi cariño. Es su culpa, tal vez nunca pueda arreglar su situación migratoria. Todo por su borrachera. Nuestra hija angélica va muy bien en la escuela. El proceso de inmigración de ella y el mío está avanzando. Si lo deportan, ¡que se joda solito!

Eusebio entró al área encomendada. Enchufó la máquina portátil para la fumigación. El piso era de cuadros blancos y negros, además, tenía sobre él paños desechables y bolsas plásticas vacías con marcas de detergentes. Había una hilera de seis máquinas lavadoras de ropa y en la pared contraria la misma cantidad de secadoras, todas eran blancas. Decidió empezar la desinfección sobre el lado derecho y seguiría con las lavadoras. ¿Qué estará haciendo mi hermano Víctor? Ya es un hombre, lo dejé de siete años. Cómo me lloraba porque él no entendía bien lo que ocurría. Pero veía acongojada a toda nuestra parentela y a los amigos. Si a duras penas pudimos enviarles ayuda económica, más parecían propinas. Pues también allá piensan que los dólares están en los árboles listos para recogerlos.

Todo por ese maldito arresto, solo me había tomado unas cuantas cervezas. Policías racistas, seguro me empapelaron porque me vieron hispano. Dice mi abogado que en cualquier momento podría salir mi orden de deportación; ni modo, mi mujer y nuestra hija se tendrán que regresar conmigo.

La niebla artificial empezaba a cubrir todo a su paso. Dirigió entonces la máquina hacia la única ventana por la que se podía ver los estacionamientos. Se dio cuenta que había humedecido un cartel que se hallaba pegado sobre una columna cercana a la puerta. Apagó la fumigadora y se fue acercando al letrero que mostraba unas fotos. Trató de secar el pequeño panfleto con la manga izquierda de su cobertor blanco.

Las fotos

Era una cartulina blanca donde se apreciaban nueve fotos. Se trataba de dos niños: Dustin Smith, y Allen Johnson. Además, cinco niñas: Tiana Williams, Sandra Walters, Erika Ventura, Briana Brown, Samajeria Miller. Algunas gotas aún caían del anuncio. Las edades de todos, según la información anotada, fluctuaban entre cinco y dieciséis años. Ellos desaparecieron en los alrededores de sus casas, de sus escuelas. Alguno fue visto por última vez en el parque. Casi todos habían sido declarados personas desaparecidas durante el año en curso. Solo Dustin Smith y Sandra Walters fueron la excepción. Eran buscados desde hacía una década atrás. De ambos se mostraba una foto adicional. Los peritos prepararon un retrato en progresión, tal como podrían verse en la actualidad.

Es triste, tantos niños perdidos en este país, tal vez para siempre. Y, ¿dónde estaban sus padres? ¿Los seguirán buscando la policía? Aquí en América tanto depravado. Bueno esto ocurre en todo el mundo. Seguro también en Bolivia. Recuerdo a Manuelito Melgar, en ese entonces tendríamos unos nueve años y jugábamos en plena plaza de armas mientras las madres conversaban, y luego las preguntas de su mamá. Aún en mi memoria las corridas de la madre de Manuelito, iba para todos lados y para ninguno. Nunca olvidaré sus gritos destemplados. Nuestras progenitoras tomándonos de la mano y buscándolo también, luego asustadas nos fueron llevando de regreso a casa. Si solo estábamos jugando a las escondidas y yo creí que se había ocultado bien. Pobre, apareció muerto a la semana en un descampado.

Luego de reunirse los esposos, se despiden del carismático don Justo. Guardaron sus equipos no sin antes desinfectarse ellos mismos.

—¿Lista Violeta? —pregunta Eusebio colocando al mismo tiempo la llave de ignición del auto—. A la una, dos...

—¡Qué vergüenza! Ya arranca.

Entonces el motor combustionó con una explosión, a la vez emanaba una neblina contaminante alrededor del auto que fue en retroceso y luego giró hacia la izquierda. El trabajador cubano retiraba los dedos índices de sus orejas. Esta gente, ¿cómo pueden trabajar así? Ni modo, hay quienes nunca van a progresar. Don Justo cerró con llave la oficina principal para dirigirse luego al cuarto de lavandería. Miró las máquinas, el piso húmedo, pero no distinguió foto alguna, ningún rostro. Jamás se había percatado de la existencia de aquel anuncio para encontrar a los niños desaparecidos. Se frotó los ojos con ambas manos «Ese médico me dijo sobre esa “glutroma, glaucoda, o glaucoma”, que era irreversible, ¡ja!, bien me aconsejó mi comadre por teléfono: solo échese dos gotas de sábila en cada ojo al levantarse y al acostarse. Tonterías de los doctores, solo por hacer gastar en medicinas a la gente. Ya creo que veo un poquito mejor».

En la escuela secundaria

Sonó el ruidoso timbre a través de los parlantes indicando el receso de clases. En cada salón las puertas abiertas permitían el brusco flujo de estudiantes entre los pasillos. Rosario y Angélica se encontraron en la zona de los casilleros metálicos.

—Oye, ¿le contestaste a ese chico de California? Está guapísimo —pregunta mientras jala la manga de Angélica —, porque si no lo quieres para ti, nomás avísame.

—Ja, Ja, graciosita tú, eh. Ya le contesté anoche. Tiene un rostro tan dulce.

—Pero, dime ¿qué tal es su voz? —inquiere Rosario entrelazando los dedos de sus manos cual ruego.

—Ay, es un mango, y su voz es como la de Justin Bieber. Me mandó varias fotos en pantalón de lycra, estaba en el gimnasio.

—Me muero por verlas. Comparte con tu amiga, aunque sea las migajitas. Ja, ja, ja. Al menos cuenta ¿cómo se llama?

—Su nombre es Enzo Petronelli, dice que toda su familia es de ascendencia italiana.

—¡Ay, que envidia Angélica!

Las dos adolescentes caminaron hacia el comedor, los estudiantes llegaban en grupos. Después de hacer cola con sus viandas, las camarillas se encontraban en las mesas de siempre, solo algunos pocos chicos y chicas caminaban solos. Se sentaban en alguna mesa apartada, tenían tal vez por compañía algún libro, quizá solo el alimento que iban mezclando con displicencia. Uno de ellos era John Wu.  

De vuelta en clases, los alumnos del aula esperaban el llamado a John cuando chequeaban la asistencia:

—Kevin Wagner.

—Presente.

—Lindsey Wilson.

—Presente.

—John Wu.

—Prese...

Entonces venía el coro que remedaban el sonido onomatopéyico: guau, guau, guau...

John nunca reclamó nada ante la risa general de las chicas y los muchachos del salón, tan solo los miraba uno por uno, aún mientras parecían ladrar cual perros, burlándose de la pronunciación de su apellido chino. Pero la mofa podía venir por ese lado, o bien por la figura obesa de John. Su estatura era solo media, pero era un chico con sobrepeso.  Cuando él tomaba asiento todos los estudiantes del salón saltaban de sus asientos al mismo tiempo. A veces contando con el cómplice silencio de algún maestro, otras con una tibia llamada de atención que era devorada por las sonoras carcajadas. Y si John Wu caminaba a la pizarra, cada paso era acompañado en coro por el sonido: pum, pum, pum...

De China con amor

Era un gélido invierno en la ciudad de Harbin, capital de la provincia de Heilongjiang. Durante el invierno las temperaturas varían entre menos trece a menos veinticuatro grados centígrados. Llamada también la ciudad del hielo. A pesar de ello era una urbe que iba logrando un sostenido desarrollo económico. Pero la situación para Jian Wu de veinticuatro años y su esposa Dishi Wu de veintiuno era difícil. Jian había terminado sus estudios de literatura en la universidad local. Sus poemas y ensayos se hacían populares, en ocasiones publicados en panfletos dentro de la universidad. Nunca pudo conseguir por ello trabajo como maestro en su especialidad, ninguna editorial china aceptó publicar sus obras, ni siquiera intentó en los periódicos bajo el total control del gobierno. Ambos esposos trabajaban en la misma fábrica cervecera de la ciudad.

Jian Wu y su esposa Dishi solicitaron asilo político al gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica. Los meses pasaban largos sin recibir la respuesta confirmatoria. Días antes ellos habían recibido la noticia en el hospital local. Dishi quien ya tenía ya seis meses de embarazo, daría a luz un varón.

Un sábado, mientras cocinaban juntos los esposos, se oyó detenerse un vehículo frente a la puerta de su pequeña casa. Jian miró a través de la ventana, era el cartero. Jian salió a recoger la correspondencia. La puerta de casa se abrió en forma brusca:

—¡¡¡Estados Unidos nos otorgó el asilo político!!! Dishi, a partir de ahora estamos protegidos. 

—¿Estás seguro Jian?, por favor, revisa bien...

—Acá está la fecha, desde el día diecisiete de marzo de este año dos mil cuatro. 

—¡¡¡Por fin, por fin, Jian!!!

Los esposos festejaron con la ración de cerveza que les dio la compañía. Era el final del invierno, la primavera casi llegando.

En menos de un mes la familia Wu llegaba a Nueva York. Al poco tiempo nació el bebé que se llamaría John Wu.

Karen Dylan, ¿ángel o demente?

Don Justo sale de las oficinas donde trabaja y toma su teléfono:

—Aló, Eusebio, ¿me oye?, hay mucho ruido aquí en el estacionamiento —dice, tapándose el oído izquierdo.

—Aló, sí, sí, buenas tardes don Justo. ¿Cómo le puedo servir?

—Mira chico, el gerente quiere que vengan hoy urgente. Hay otro caso del virus ese.

—Claro, sí podemos. La verdad no estamos lejos. Llegamos en una hora.

El trabajador de mantenimiento regresó a la oficina para confirmar la venida de los fumigadores. Eusebio le comentó a Violeta y apuraron el sándwich que comían sentados en el auto. Él sonriendo hizo una corta cuenta regresiva y devino una explosión que asustó a dos ardillas que saltaron sobre las ramas de aquel árbol bajo el cual estaban los esposos, una señora que cruzaba la calle saltó en plena pista emitiendo un alarido, la nube blanca cubría la penosa retirada del auto azul.

En el complejo de apartamentos don Justo caminaba con una escoba y un recogedor de plástico color rojo. Ya iba a tirar la basura recogida en los alrededores:

¡Vino otra vez! Esa rubia está hermosa. Así estaba mi Lucrecia, bueno hasta hace unos treinta años, ya ahora con sus setenta mejor ni acordarme. Hoy sí le hablo, bueno en español, debe saber algo, igual yo me defiendo con mi inglés. El anciano cubano usó todas las estrategias posibles para hacerse entender, a sus sesenta y ocho años sentía tener una amplia experiencia para entablar una conversación, se le acercó. Al cabo de un par de minutos, la dama que estaba pegando unos pequeños carteles en los postes, lo quedó mirando a la vez que movía su cabeza en forma oblicua para ambos lados, como hacen los perritos cuando oyen un sonido molesto e irreconocible, ella encogió sus hombros sin pronunciar una palabra. Le dio la espalda al anciano y miró por la ventana al interior de la lavandería.

La mujer observó los anuncios que había colocado hacía unos días y continuó su camino. Ya cuando iba a girar hacia la derecha en la esquina alcanzó a oír una detonación, se agazapo tratando de protegerse, cuando volteó el rostro, observó en medio de una humareda, un auto azul del que descendía una pareja de hispanos sosteniendo unas máquinas portátiles.

Al entrar en su casa, la dama rubia cerró su puerta, el viento provocó que se desprendieran unos papeles en la pared frente a ella, la cual se hallaba entre la sala, situada a la derecha, y el comedor de diario. Esta pared estaba entre la sala que se estaba a la derecha, y para el lado opuesto, el comedor de diario que junto con la cocina se ubicaban a la izquierda. Dejó rauda, sobre la mesa su cartera y un bolsón de tela lleno de afiches. Al tomar un par de ellos vio el encabezado: ¿Nos has visto?, debajo la foto de Emilie Ross. La fecha de su nacimiento en mil novecientos ochenta y cuatro. Desaparecida desde noviembre del año dos mil dos. El otro retrato y su posible evolución en el tiempo, de George Coleman, desaparecido en el mismo año.

Traía en su mano un par de sobres, los abrió: veamos qué me dicen del hospital... hum, señorita Karen Dylan, bla, bla, bla..., lamentamos informarle que los resultados de la biopsia confirmaron el diagnóstico anterior, da, da, da... comuníquese con el hospital lo antes posible para el procedimiento quirúrgico ya antes sugerido...

Solo tengo cuarenta y tres años, y me quieren extraer mi útero, las trompas. Pues, ni modo lo que se deba hacer hay que afrontarlo. Ya les contestaré.

Karen pegó, en uno de los pocos espacios disponibles sobre las paredes, las dos copias en papel de las fotos que levantó. Se acercó a la contestadora y presionó el botón, la voz grabada era de la secretaria del sheriff del condado de Denton, le recordaba sobre una reunión pendiente para su confirmación. De pronto entró una llamada. Provenía de una mujer nombrada Alicia Bejarano, le preguntó si era el teléfono de la fundación: Ayúdame a Encontrarlos. Karen le contestó que sí, que ella era la directora. Alicia Bejarano le pedía ayuda ante la desaparición de su hijo...

El hogar de los Wu

John arribó a casa. Desde que abrió la puerta, el hedor proveniente de comida descompuesta, y cervezas a medio consumir, parecía salir a recibirlo.

—¡Mamá! ¿Qué haces en el piso? —dijo John, a la vez que la ayudaba a sentarse sobre el mueble púrpura con manchas de grasa negras—. Estírate aquí en el sofá. Te traigo un vaso con agua.

—No hijo, déjame, por favor, vete a otro lugar hijo, soy un asco de madre —contestó Dishi, mientras se cubría el sucio rostro con ambas manos.

—Ya han pasado cuatro años desde que murió papá, tienes que sobreponerte. Te necesito madre.

El ronquido fue la única respuesta que recibió John. Sacó dos sobres de palomitas de maíz, las colocó en el horno microondas. Prendió la televisión y trajo junto a él un refresco tamaño familiar. Lo destapó y empezó a tomar a pico de botella. La campanita del horno provocó en él una inmensa sonrisa.

En su cuarto, John removía la ruma de ropa sucia, se le había extraviado un cuaderno con la tarea que debía desarrollar. Encontró la libreta de apuntes que buscaba; recordó haberlo hallado en el suelo debajo de su pupitre el martes pasado después del refrigerio. No lo había abierto desde entonces. Cuando lo hizo se quedó paralizado. Alguien había dibujado una caricatura de un perro bulldog, tenía los ojos achinados y la clásica representación de una burbuja simbolizando a alguien que hablaba. En este caso contenía escrito el apellido Wu, Wu, Wu..., cual si el animal estuviera ladrando.

Al día siguiente en la escuela

La clase de matemáticas transcurrió sin novedad, el pasado de lista era ya algo clásico en cada curso, cada día. Luego del receso para el almuerzo, al regresar a su casillero metálico, John Wu halló una caricatura pegada en la puerta del armario representando el mismo bulldog comiendo en un inmenso plato sobre el piso, a su lado otro garabato representando una perrita china, largas pestañas, moño rojo con tres pelitos en la cabeza, abrazada a una botella que en la etiqueta decía whisky. Desde lejos se escuchó un ruido seco de algún golpe sobre el metal. Él tomó sus cosas y se fue de la escuela. Caminó en dirección a su casa.

La tarea en grupo

Rosario le preguntaba a su amiga Angélica; entonces, es verdad que tu chico italiano ha llegado con sus padres aquí a Dallas. Angélica le confirmaba que ya estaban aquí, y por supuesto se iba a entrevistar con ellos. Por tanto, querida Rosario, tú me vas a ayudar. Les diré a mis padres que voy a tu casa para hacer un trabajo de historia; será hoy jueves como a las seis de la tarde. Estás loca, si te tardas y nos descubren mamá me asesina. El plan estaba hecho para que Angélica se pudiera reunir con Enzo Petronelli y su familia.

A las cinco y media de la tarde Angélica se despide de su mamá:

—Mami, ya me voy a la casa de Rosario.

—Por favor, confirma el teléfono de su casa —dice la mamá, mientras abre la puerta para dejar entrar a Eusebio, su esposo que traía unas bolsas de víveres del carro—. Espera ayudemos a tu padre.

—Violeta, ¿adónde se va nuestra hija?

—Cariño, ya te había dicho que tienen una tarea grupal.

—Sí, papito. Me voy que se me hace tarde.

—Mujer, ¿ya tienes la dirección de la casa y el teléfono?

—Eusebio, ya tengo todo, además como padres debemos tener confianza en nuestra hija.

—Chau, chau, nos vemos al rato.

John Wu de regreso a casa

La bienvenida fue la misma de siempre, al abrir la puerta salieron unas moscas como si huyeran ya hartas de tanto potaje. Su madre roncaba en el dormitorio, él se puso a freír seis huevos. Los sirvió en un gran plato y agregó seis piezas de pan. Estoy harto de esa escuela, de todas las burlas e insultos. Y mi madre, pobre mamá. John caminó hacia el garaje de la casa. Removió una rajada puerta de madera de un armario. Eran las armas de su padre a quien en ocasiones solía acompañar cuando iba de cacería. Junto al arma estaba una caja con municiones. Tomó el rifle sobre su hombro derecho y se puso un abrigo de tipo camuflaje, en el bolsillo la caja con balas.  Fue hacia el cuarto de su madre, la quedó mirando por unos segundos y salió de la casa.

La cita de Angélica

Angélica baja del bus en el paradero cercano al centro comercial en la ciudad de Lewisville. Caray, son las seis y diez, me dijo Enzo que llegaría a las seis en punto con sus padres, en un auto Cadillac plomo frente a la puerta de la tienda Ross. Deben de ser adinerados, dice que es hijo único. Oh, aquí viene el carro. La puerta trasera se abrió, al mismo tiempo que la del copiloto, dos hombres la levantaron en vilo metiéndola dentro del auto con lunas polarizadas.

Eusebio marca un número y escucha el timbrado. El celular es sostenido con su mano izquierda, y con su puño derecho golpea en forma repetida la mesa de madera; entonces le contesta la voz de una dama.

—Aló, buenas noches...

—Buenas noches, ¿hablo con la señora Enriqueta, la mamá de Rosario? —dice tirando con su diestra su negro y lacio cabello—. Disculpe la llamada a esta hora, soy Eusebio Fernández, el papá de Angélica, por favor, ¿me podría pasar con mi hijita? Ella no me contesta.

—Señor Fernández, buenas noches.  ¿Su hija? No, no ha venido hoy a mi casa. ¿Ha pasado algo, algún problema?

—¡¡¡Cómo que no está allí en su casa!!! Hoy me pidió permiso para ir a preparar un trabajo de historia con su hija Rosario. Son las diez y media de la noche y aún no ha regresado a casa.

—Lo siento, pero aquí estoy con mi hija, y como le dije hoy no ha venido Angélica. Déjeme que le pregunte a mi hijita si sabe algo de ella.

Rosario le decía a su mamá no saber nada, pero al no sostenerle la mirada doña Enriqueta entró en duda, insistió y le alzó la voz, más y más. Tras tensos minutos doña Enriqueta volvió a tomar el teléfono. Le informó al afligido padre lo que le confesó su hija Rosario, de la cita con un tal Enzo Petronelli en el centro comercial. Entonces Eusebio cortó la llamada.

Eusebio y Violeta se gritaban entre ellos culpándose el uno al otro por el permiso otorgado, a la vez que se cubrían con una casaca y salían presurosos hacia la estación de policía. Sonó el estallido del arranque del carro, esta vez además del humo blanco, una sombra muy oscura parecía cubrirlos. El ruido del motor es opacado por los desgarradores alaridos que emanan desde el vientre de una madre, del alma de un padre.

Wu, Wu, Wu...

Eran las ocho y cincuenta y cinco de la mañana, del viernes veintitrés de enero del año dos mil veintiuno. Sonó por los parlantes el timbre marcando el inicio de clases. Los pupitres estaban ocupados, excepto uno. El maestro de matemáticas iba a tomar lista, pero la secretaria del director se presentó en la puerta diciéndole que se le requería urgente en la oficina. El profesor salió.

El reloj marcaba las nueve con siete minutos de la mañana, el docente de matemáticas volvía al salón y alcanza a ver al alumno John Wu entrando al salón con su mochila al hombro. Al maestro se le cayeron unos papeles al piso, eso haría la gran diferencia entre seguir viviendo o morir.

John entró al salón, y mientras todos los alumnos repetían en coro el sonido onomatopéyico: pum, pum, pum; John que estaba parado junto a la pizarra se quita el largo abrigo, rastrilló el arma y empezó a disparar contra todos. El maestro se tiró al piso, en todos los salones los estudiantes se refugiaron bajo sus pupitres, sonó la alarma de evacuación...

Los oficiales de policía llegaron en pocos minutos, la comisaría de Lewisville se hallaba a tres cuadras del centro de estudios. Arribaron primero cuatro patrulleros juntos, luego muchos más, también unidades de bomberos. Después de entrar las fuerzas del orden se oyeron más disparos. Los cruces de la avenida Main fueron bloqueados. Un helicóptero sobrevolaba la escuela, reporteros de una televisora local se preparaban para transmitir.

Camillas con heridos salían empujadas por enfermeros, custodiados con policías que habrían paso. Por altoparlantes los oficiales pedían a las personas mantener la calma y la distancia. Las desgarradoras escenas ya eran transmitidas por televisión. Se hablaba de nueve estudiantes fallecidos hasta ese momento, cinco jóvenes estaban en la unidad de cuidados intensivos, que el presunto atacante sería un estudiante de nombre John Wu, quien fue abatido en el lugar.

Fundación: Ayúdame a Encontrarlos

Karen Dylan vestía su pijama color rosado, sin mangas y con pantalón corto. Revisaba su correspondencia en el buzón de la casa. El radiante sol le daba sobre su rostro mientras sostenía su taza de café. Cargaba algunos sobres con su mano izquierda, dio un sorbo a su bebida, miró alrededor del barrio. La vecina del frente caminaba con su perro de razas mezcladas, la saludaba con la mano, le correspondió. Aspiró hondo y entró a su casa.

En su refrigeradora tenía un calendario magnético, el lunes cinco del dos mil veintiuno estaba escrito con plumón rojo: ¡Hoy operación! Bueno, hay que afrontarlo, igual ya estaba muy mayor para tener hijos, peor aún si estoy sola. Frank fue el amor de mi vida. Desde nuestro divorcio hace once años no hemos hablado más. Sé que volvió a casarse, ojalá esté feliz, aunque..., no, no se lo merece. Se sentó en su mesa de cocina que estaba llena de folders. Tomó uno que tenía escrito al frente: Encontrados con vida, otro que en cambio mostraba escrito: Sin paradero, aún.

Tenía en sus manos la fotografía de una chica, su nombre: Angélica Fernández. Karen temblaba con el llanto, la colocó en el primer folio. Gracias a Dios te encontramos niña, tu foto nos ayudó tanto. Esos malhechores te drogaban en aquel antro del vicio para prostituirte. Eres fuerte, tú saldrás adelante. Cerró el folio, tomó un pedazo de papel toalla que estaba sobre la mesa y limpió su nariz. Se dirigió al baño pare preparase, tenía que ir al hospital.

Las fotos en el high school

Las fotos en letreros colocados, alrededor de los jardines externos, en la escuela secundaria rendían luctuoso homenaje a las doce víctimas mortales. Apenas dos de los cinco estudiantes heridos de gravedad pudieron sobrevivir, uno de los que perdieron la vida fue Rosario, la amiga de Angélica. Su foto era uno de... esos rostros.

Alrededor de ellos había globos alusivos al pedido de paz, también ramos de flores frescos, otros ya secos caídos. Un hombre menudo caminaba portando unos panfletos, iba colocándolos en las puertas, postes cercanos al complejo de apartamentos. Vio unos pequeños carteles y pegó los papeles. Eran en promoción de los apartamentos para rentar. Alguien le llamó la atención a don Justo, por pegar un volante publicitario sobre la fotografía de una de las víctimas, pero él casi nada pudo ver, menos entender. Se fue adosando la propaganda por doquier.

La familia Fernández

Eusebio, Violeta y Angélica miraban hacia la ventana del lado derecho del pasillo, las nubes parecían irse sobre las ventanas. Una voz femenina pedía abrocharse los cinturones; estamos llegando al aeropuerto de la ciudad de La Paz.

Al bajar del avión, después del chequeo de inmigración, los familiares se abalanzaron sobre la familia Fernández, se besaban, los abrazos resultaban confusos, nadie sabía con quién se estrechaba. A Eusebio le vino a la memoria ese partido que horas antes vio por televisión, de la Liga Premier, cuando un delantero de origen africano metió un gol sobre el minuto final, entonces, miró a su esposa junto a su hija, alrededor reconoció a su gente, la familia; lloró tras el beso en la mejilla de su hermano Víctor. Escuchaba el marcado acento de sus paisanos. Los octogenarios abuelos de Violeta se le acercaron, sus ropas tenían olor a chacra, al campo serrano. Le agradecían el haber regresado, sus sonrisas desdentadas, pero auténticas le hicieron contemplar con regocijo... esos rostros de América, de la América suya.

viernes, 18 de noviembre de 2022

El Cuerpo

Roberto Murcia


Corre el año 1987. Carlos Cuevas, el administrador del hotel Imperial, uno de los más exclusivos de la Ciudad de México —que cuenta entre sus clientes a presidentes de otros países, estrellas de cine y millonarios de paso por la metrópoli—, revisa la información de huéspedes. Al verificar los datos del sistema descubre que la señora Alice Crowley, de nacionalidad estadounidense, se ha hospedado durante cuatro días en el piso catorce, unidad 1409, y no ha pagado por su estadía de los últimos dos. Con extrañeza confirma que cuando ingresó no mostró identificación alguna: ni pasaporte, ni tarjeta de crédito. Lo que lo lleva a preguntarse cómo logró que le asignaran la suite, pues esto viola las reglas operativas. En los registros puede leerse: Alice Crowley, fecha de nacimiento, 9 de abril de 1963, su dirección en California, Estados Unidos de América, su número telefónico y el nombre de su cónyuge David Crowley.

Llama por teléfono a la habitación y no obtiene respuesta. Al preguntar a las mucamas y empleados de turno, estos afirman que solo la han visto un par de oportunidades y en ningún momento han tenido contacto con su esposo. Además, hoy no se hizo la limpieza, pues hay un rótulo que dice Don’t disturb en el picaporte de la puerta. Al no saber nada acerca de los huéspedes, el administrador decide subir para comprobar si se encuentran en la recámara. Después de tocar el timbre, nadie responde, por lo que intenta abrir con la llave maestra y verifica que la puerta está cerrada con doble seguro desde el interior. Luego informa de la situación al jefe de seguridad, ya que esta dependencia es la única autorizada para forzar una cerradura asegurada. Ellos utilizan la llave de emergencia para eventualidades excepcionales como esta. Al entrar observan que todo permanece en orden, no obstante, puede percibirse un olor extraño. Sobre la cama yace una mujer con un agujero de bala en la frente sosteniendo una pistola en la mano derecha. Viste de negro (traje sastre, medias y zapatos de tacón alto), salvo por una camisa blanca. De inmediato dan parte a la policía.

Los forenses realizan el levantamiento del cuerpo y la evidencia correspondiente. Con posterioridad se manifestó que no hay nada que indique que otra persona haya ocupado la estancia, ni se la vio acompañada, por lo que presumen que estuvo sola durante su estadía. Había restos de comida en un plato, lo que hace suponer que comió antes de morir. Se observó una mancha de líquido en la alfombra como si se hubiera derramado por accidente, si bien la copa vacía reposa encima de la mesa junto con los alimentos remanentes. No hay indicios de lucha. La occisa se encontraba recostada en el lecho en decúbito dorsal (viendo hacia el techo) con las pantorrillas y pies fuera de la cama apoyados en el suelo. Sostenía una pistola nueve milímetros en la mano derecha con su dedo pulgar en el gatillo. Presentaba un agujero de entrada en la frente sin abertura de salida. El disparo se realizó a corta distancia, presumiblemente en contacto con su piel.

Al examinar sus pertenencias no se halló tarjeta de crédito, licencia de manejo, pasaporte, billetera, llaves u otras que permitieran identificarla, lo que es muy extraño, pues son elementos que cualquiera que viaja llevaría consigo. Tampoco se encontró cepillo de dientes, cosméticos u otros enseres personales. Además, todas las etiquetas de su ropa habían sido removidas. Se efectuó un examen toxicológico en busca de alcohol, sin embargo, el resultado fue negativo. El número de serie del arma había sido borrado, por lo que no se pudo corroborar su procedencia. Se tomaron huellas digitales de la escena, las cuales, en su totalidad, eran de ella, pero que no coincidían con ninguna entrada de la base de datos.  

La muerte se situó alrededor de las diez de la mañana del jueves. Al revisar los movimientos de su tarjeta de acceso se ve que ingresó el martes once de agosto a las veintiún horas. Permaneció fuera desde las doce hasta las veinte del miércoles —lo que deja una ventana de ocho horas en que estuvo ausente— y fue hallada sin vida el viernes a las quince. No se vio entrar a nadie a su habitación durante su estadía. Se desconoce motivo de su visita al país y los lugares que visitó. No se encontraba inscrita en los archivos de ingresos de vuelos internacionales de las compañías aéreas.

Con posterioridad, la embajada americana confirmó que el nombre bajo el que se registró no existe entre los ciudadanos de esa nación que han pasado por las aduanas terrestres hacia México. Hay algunas homónimas que viven en territorio norteamericano que no coinciden con su filiación, ni están desaparecidas. No hay correspondencia con las huellas consignadas en la base de datos de la INTERPOL. Aunque la dirección que suministró es real, los residentes de ese domicilio niegan conocerla y el número telefónico es falso. Tampoco aparece en listados de personas perdidas. Se descartó la participación de alguno de los trabajadores del hotel, pues todos tenían coartadas. Luego de investigar las pistas y conjeturas pertinentes, estas no conducen a información adicional. Los oficiales consideran que la puerta sellada con doble llave desde adentro indica que no deseaba que la importunaran y no había nadie más en la alcoba al momento del disparo, ya que no era probable que alguien escapara por la ventana que carece de puntos de apoyo que le facilitaran la huida.

Concluyeron que la indocumentada utilizó las horas anteriores en los preparativos para su muerte, la cual es considerada un suicidio. Ellos explican que, por razones desconocidas, decidió terminar con su vida y borrar cualquier rastro de su pasado.  ¿Por qué haría algo así? Eso es un misterio que los detectives no pueden explicar. El dictamen de la investigación es que la señora Crowley, o como se llamara, resolvió ir a morir a la ciudad de México e hizo un intento exitoso por eliminar todos los indicios que permitieran identificarla. Después de un tiempo de espera prudencial por si aparecía algún conocido o pariente de la difunta, el caso es cerrado y sus restos mortales son enterrados en una tumba sin nombre en un cementerio local.

Años después, un miembro de la policía, Mauricio García, fue contactado por un empleado de la representación diplomática de los Estados Unidos de América. La embajada le informó que las autoridades de esa institución recapitularon el evento y deseaban determinar si era posible identificar a la occisa, la cual se creía era su connacional. García concluyó que la mejor manera de averiguar quién era la mujer era exhumar el cadáver y extraer el ADN para compararlo con los resultados de referencia disponibles. En la época en que ocurrió el suceso esas pruebas no eran de uso común, pero en ese momento sí. Luego de obtener los permisos correspondientes para llevar a cabo el examen, se dirigió al panteón junto con miembros de la división de antropología forense.

Era una mañana fría de diciembre. El viento del norte soplaba fuerte sobre la ciudad y sacudía los árboles como si fueran de trapo. Al salir del auto pudo apreciar el cielo de color gris debido a la polución. Al llegar recorrieron el sitio hasta encontrar la sepultura sin nombre. Sobre el terreno, una depresión de varios centímetros indicaba que el cieno se había reacomodado con el paso de los años. La excavadora perforó el suelo y dejó al descubierto un ataúd. Los expertos abrieron el cofre con cuidado. Para su sorpresa, dentro del mismo no hallaron restos humanos, sino un promontorio de tierra.

Al encontrarse con un enigma que no podía resolver usando los recursos de investigación a su alcance, García decidió recurrir al profesor Antón Greco, especialista en psicología forense, como lo había hecho en otros casos de alto perfil sin solución. Después de llamarlo por teléfono y concertar una cita, lo encontró en su oficina a las catorce horas. Estaba fumando un habano cuando lo recibió. El aroma del humo esparcido en la estancia tenía notas dulces de hierba seca y caramelo.

—Buen día mi estimado oficial García. Veo que tiene otro suceso interesante que mostrarme —dijo mientras le señalaba el asiento enfrente de él.

 —Así es doctor. Se trata de la desaparición de un cadáver del cementerio que pertenecía una dama cuyo nombre real desconocemos y que murió en circunstancias muy extrañas.

—Me imagino que quieren averiguar lo que pasó con el cuerpo y su identidad, ¿cierto?

—Correcto. La razón que nos llevó a desenterrar la tumba fue la de extraer ADN para intentar identificarla. Esto a petición de la embajada americana que solicito nuestra colaboración. Pero nos encontramos con la situación inusitada de que cualquier resto mortal había desaparecido. Solo hallamos un ataúd con un poco de tierra adentro.

—Me parece un incidente con matices extraordinarios —expresó el doctor Greco.

—Permítame darle los pormenores del suceso. Así podrá darme su opinión.

—Por supuesto oficial. Tiene toda mi atención.

A continuación, le relató los hallazgos de la forma más detallada que pudo y le mostró toda la documentación pertinente.

—Como comprenderá con la exposición de los hechos que le relaté y la información recabada, estamos desconcertados porque lo que sabemos no conduce a ningún lado. Si la mujer se suicidó, ¿Por qué desaparecieron sus restos? ¿Quién tendría interés en raptar el cadáver de una extranjera que se quitó la vida? —Después de un instante de silencio, le preguntó:

—Y bien profesor, ¿qué opinión le merecen los detalles del caso?

El doctor no respondió la pregunta de manera inmediata. Se levantó y se acercó a la ventana de la habitación, desde la que podía apreciarse un hermoso jardín. Luego de permanecer en silencio por espacio de unos minutos se volvió y le manifestó:

—Antes de dar mi opinión me gustaría meditar sobre el asunto. Deme algunas horas. Nos veremos a las dieciséis en la estación de policía, ¿le parece? —dijo mientras miraba su reloj de pulsera.

—Claro, con gusto. Lo espero por la tarde.

Al salir el teniente pudo escuchar la música clásica proveniente de la oficina, que el doctor escuchaba cuando quería concentrarse.

Por la tarde el oficial García se encontraba en su oficina. A través del cristal podía observar lo que ocurría en la estación. Enfrente pasaron dos agentes que custodiaban a un hombre esposado. Miró su reloj: eran las dieciséis horas en punto. En ese instante apareció el profesor Greco, quien sin preámbulos le dijo:

—Estimado inspector, creo que debemos realizar una visita al Hotel Imperial para hablar con el administrador.

—Bueno… le di toda la información que nos proporcionaron. ¿De verdad lo considera necesario?

—Absolutamente necesario.

—¿Le parece que sería de utilidad contactar a la embajada de los Estados Unidos, por si ellos saben algo más?

—De momento no. Lo más probable es que ni siquiera fuera norteamericana y su nombre real, casi con absoluta certeza, no es Alice Crowley. Se lo explicaré después.

Mientras se dirigían a su destino en la patrulla, el oficial García podía percibir el esmog que opacaba el ambiente, provocaba ardor en sus ojos y los hacía lagrimear. Nunca logra uno de acostumbrarse por completo a esta niebla contaminante, pensó.

Al llegar al hotel se le indicó al señor Domínguez —el administrador— que el doctor Greco estaba cooperando con la policía, por lo que debía colaborar con él proporcionando los datos que este le solicitara. El doctor manifestó:

—Buenos días. Me gustaría verificar el nombre del empleado que estaba en la recepción el día en que se registró la occisa y de ser posible, hablar con él.

—Bien, lo tenemos registrado, solo que ya les dimos a los investigadores toda la información pertinente y no sirvió para esclarecer la muerte. El hecho ocurrió hace varios años. En fin, si desean corroborar quién estuvo asignado, acompáñenme —respondió un tanto contrariado.

Después de revisar el registro de actividades, respondió:

—Orlando Sifuentes estaba de turno a la hora en que ingresó la señora Crowley.

—¿Trabaja todavía con ustedes? —preguntó el doctor Greco.

—No, ya no. Puedo darles los datos que tenemos de él.

Mientras salían del hotel, el doctor Greco se dirigió al oficial:

—Debe estar pensando acerca de la razón de interrogar de nuevo al empleado. Es tiempo para darle algunas explicaciones.

—Así es. Me muero de curiosidad por saber a qué conclusión ha llegado.

—En primer lugar, me gustaría aclararle que no se trató de un suicidio sino de un asesinato.

—¿Por qué está tan seguro?

—Fue colocada en la postura en la que la hallaron sosteniendo la pistola para aparentar que se había quitado la vida. No se identificó evidencia de pólvora en las extremidades superiores porque ella no la disparó. De acuerdo con el informe, tomó el arma —que era de considerable tamaño— con una sola mano y en una forma bastante incómoda, según indican las huellas recabadas. Suponiendo que quisiera suicidarse, estaría en un estado emocional alterado y la habría tomado con ambas manos. La posición en que suponen hizo fuego hubiera provocado que, una vez hecho el disparo, la pistola saltara, por lo que no se encontraría descansando en su diestra, como apareció. No solo eso, además fue efectuado con premeditación, alevosía y ventaja.

—Entiendo, pero ¿por qué con premeditación, alevosía y ventaja? ¿No pudo ser un homicidio pasional? Por ejemplo, si su esposo la asesinó por celos u otra causa similar.

—Fue planeado y ejecutado con cuidado y anticipación para despistar a los entes de investigación, así lo señala el hecho de que no se obtuviera indicio alguno de la identidad de la dama, incluyendo la eliminación de las etiquetas de la ropa y desaparición de objetos personales, tarjetas de crédito y pasaporte. Hubo ventaja porque al momento de ser asesinada, la víctima estaba drogada, lo que permitió que se cometiera el homicidio sin que ella se resistiera. Lástima que no se ordenó un examen toxicológico completo, de haberlo realizado, podría haberse encontrado la droga utilizada para sedarla. El líquido sobre la alfombra indica que se le cayó la copa que contenía la bebida con el somnífero. Presumiblemente, al sentir el efecto del mismo la dejo caer, el asesino debió levantarla y la colocó sobre la mesa. No se trató de un crimen pasional, pues si ese fuera el caso, abría señales de resistencia y lucha, lo que no existe, y no hubieran usado un hipnótico para asegurarse de que ella no se opusiera.

—Entonces, ¿quién cree que disparó?

—Es muy probable que fuera su presunto esposo, David Crowley.  

—¿Por qué dice su «presunto» esposo?

—Casi con seguridad era alguien enviado a asesinarla, aunque ella no lo sabía y confiaba en él. Llegaron juntos y se hospedaron bajo un nombre falso, lo que indica complicidad y deseo de permanecer anónimos. Ella no dejó datos reales ni número de tarjeta de crédito por la misma razón, no deseaba ser identificada. El hombre mantuvo un bajo perfil y debió utilizar una excusa para ausentarse, por lo que no permaneció con ella en la habitación para hacerla parecer una suicida solitaria. La única forma de que confiara en el perpetrador sería que trabajaran en equipo. Es muy plausible que ambos fueran asesinos, sin embargo, no sicarios ordinarios. El tipo de trabajo que permitiría circunstancias tan excepcionales es el efectuado en una agencia de inteligencia internacional.

—¿Qué le hace pensar eso? ¿Cómo llegó a esa conclusión?

—Para ellos sería posible realizar el asesinato y salir de la suite dejando la puerta sellada por dentro —esto es parte de su modus operandi, así como la eliminación de documentos personales y etiquetas de la ropa—.  Asimismo, borraron el número de serie del arma de manera efectiva, un proceso complejo que muy pocos delincuentes dominan, dadas las técnicas periciales de recuperación; y que sería impensable en un particular que solo desee quitarse la vida.

—Bueno, en eso tiene razón. El serial es difícil de borrar sin que se pueda detectar con los recursos disponibles, incluso para agencias especializadas ¿Cuál sería el motivo del homicidio?

—Todo parece indicar que una agencia de inteligencia decidió deshacerse de una de sus agentes, la enviaron a México pretextando que debía efectuar un trabajo, la asesinaron y dejaron su cuerpo abandonado, con la seguridad de que no serían descubiertos ni sería factible identificarla. Ya que actuaban de incógnito, con toda certeza cambiaron sus nombres para no ser reconocidos y se inscribieron con identidades falsas, aparentando ser esposos. Quizás haya vivido o visitado los Estados Unidos, pues el lugar de residencia consignado en su registro incluía datos precisos como la calle o el apartamento. Aunque no se puede descartar que los obtuviera por otros medios.

—Comprendo… eso tiene sentido ¿Por qué hizo investigar al empleado del hotel?

—Obviamente, contaron con ayuda de parte de un miembro del personal, de otra forma hubiera sido imposible que no se registrara su número de pasaporte ni el de su tarjeta de crédito. Así que un punto clave para resolver el caso es descubrir quién era el trabajador involucrado. Este debería ser el que la registró el día en que arribó, pues va en contra de las normas de este o cualquier otro hotel el que no lo hiciera.

—¿Cómo piensa que desapareció el cuerpo? No puedo imaginar una razón para hacerlo.

—Si hicieron desaparecer sus restos mortales fue porque era importante para ellos. Un cadáver no tiene ningún valor en sí mismo, así que debía contener algo que querían recobrar. Podría ser una joya o droga —ambos no coinciden con la naturaleza del incidente, asumiendo que fueran espías—, por lo que es más probable que se relacionara con información de mucho interés. Por ejemplo, pudo colocarla en su vagina o su ano, si estaba registrada en un dispositivo pequeño, de manera que le permitiera portarla sin despertar sospechas y tener acceso a ella en cualquier momento.

»Un artefacto muy utilizado en esa época para obtener copias de los documentos eran las cámaras fotográficas diminutas, que podían camuflarse en objetos de uso común y descartarse si era necesario, cuyos rollos de negativos tenían el ancho de una moneda y alrededor de siete milímetros de espesor. En su cavidad interna pudo alojar uno o varios de esos rollos colocados en un preservativo o una cápsula rectal (estas últimas fueron diseñadas con ese propósito). Incluso se han utilizado prótesis dentales para ocultar microfilmes.

»En ese tiempo no contábamos con los medios de comunicación electrónica actuales. La transmisión de datos se hacía por medio de buzones muertos —lugares escogidos de antemano como ladrillos o piedras huecos, hasta una rata muerta solía servir a tal fin— en los que se depositaba lo que deseaba enviarse, que luego era recogido por el contacto. Con seguridad era vigilada y no logró realizar la entrega. Al parecer obvia la causa de la muerte y dado el alto número de muertes por investigar, no se efectuó una autopsia completa, ni se indagó más allá de lo razonable.

—De ser así, ¿quién la exhumó? ¿Por qué no sacaron la información antes?

—Lo más probable es que la agencia de inteligencia enemiga estuviera enterada de que la víctima portaba en su humanidad el dispositivo que iba a entregarles y quisiera obtenerla, ya que, no logro enviárselas cuando aún vivía. Mientras que la organización para la que trabajaba oficialmente, lo ignoraba. De haberlo sabido la habrían sacado después de matarla. Esa hipótesis se deberá comprobar en el futuro.

Pasaron varios días en los que se buscó al empleado hasta que se localizó en Monterey, al norte de México. Cuando se le interrogó en la estación de policía, el individuo parecía próximo al llanto, sus manos temblaban y tartamudeaba al hablar. En un inicio negó que hubiera algo anormal en el registro de la víctima, sin embargo, al presionarlo e informarle que podría estar involucrado en un asesinato, confesó. La señora Crowley se presentó a la recepción acompañada por un hombre. Ambos le ofrecieron una generosa propina por registrar la habitación a nombre de ella a cambio de no consignar tarjeta de crédito ni número de pasaporte, ya que según dijo, lo había extraviado junto a sus demás documentos personales al salir del aeropuerto. Además, pagaron por toda la estadía en efectivo (dos noches). Ella afirmó que pronto obtendría su documentación por medio de la embajada de su país y los presentaría, así nadie saldría afectado.

Al consultarle sobre la apariencia del sujeto que la acompañaba, dijo que era caucásico, de alrededor de un metro ochenta centímetros de altura, complexión media, de unos treinta años, cabello rubio oscuro y ojos azules. Parecía extranjero. No volvió a ver al individuo y la dama se excusó por la tardanza en presentar sus documentos. Para entonces no podía alertar a sus superiores sin admitir su error y decidió callar. Luego de ocurrido el hecho recibió llamadas en las que lo amenazaron de muerte si decía algo sobre el acompañante. Sintió temor, por lo que calló y omitió la verdad en sus declaraciones a la policía. Así se comprobó que no llegó sola como asumieron los investigadores.

Se mostró un retrato hablado de la víctima en los medios de comunicación por si alguien la reconocía. Siguieron varias pistas falsas hasta que fueron contactados por una ciudadana alemana llamada María Kohler que afirmaba que vio el dibujo en un diario de su país y se parecía a su hija fallecida en esas fechas. Ella informó que su única hija, Eudora Kohler, trabajó para el servicio secreto alemán durante el régimen soviético. Las fotografías de la occisa se parecían a la descripción en poder de los investigadores. En la época en que se dieron los hechos, María recibió una visita de un funcionario, dándole sus condolencias de parte del estado, este afirmó que su hija había muerto en cumplimiento de su deber y era considerada una heroína. También se le indicó que no debía hablar con nadie sobre su pariente o el trabajo que realizaba, de lo contrario habría repercusiones negativas para ella.

A partir de esa fecha se le ofreció una generosa ayuda económica por el resto de su vida, pero al caer el gobierno comunista en 1990, le fue retirada, por lo que vive ahora en un hogar para ancianos. Interrogada con posterioridad, dio detalles precisos sobre la desaparecida, como una cicatriz en la pierna y un lunar en la cara. Se comparó una fotografía que poseía la señora Kohler en la que se observaba un tatuaje que la difunta tenía en el vientre, con las obtenidas post mortem y ambas coincidían, por lo que se concluyó que se trataba de la misma persona.

La Staatssicherheitsdienst, SSD (Servido de seguridad del Estado, en alemán) comúnmente denominada STASI, de la República Democrática Alemana, era una subsidiaria de la KGB rusa durante el período comunista y tenía fama de ser tan sanguinaria como su hermana mayor.  Aparte de vigilar a sus conciudadanos, realizaba operaciones de espionaje en otros países a través de su división: Hauptverwaltung Aufklärung (Directorio Principal de Reconocimiento). Después de la caída del muro de Berlín, pocos de sus oficiales fueron encausados y los condenados recibieron penas benevolentes. La reunificación nacional y la necesidad de sanar las heridas fueron las principales razones esgrimidas.

Miembros de la STASI destruyeron gran parte de los documentos sobre las actividades de la agencia y si bien, con posterioridad, se abrieron los expedientes personales existentes de ciudadanos alemanes para aquellos que quisieran inspeccionarlos, los de eventos que involucraran la seguridad nacional como el de la ciudadana Eudora Kohler no se dieron a conocer o se eliminaron. Un informante manifestó que la STASI sospechaba que Eudora era una traidora que había hecho contacto con el servicio de inteligencia británico y poseía acceso a documentación sensible sobre las operaciones de la STASI, la cual podría entregar al enemigo. Se presume que este sería el móvil de su asesinato. Hasta el presente se desconoce la naturaleza específica de la información y el paradero de su cuerpo.