lunes, 28 de noviembre de 2022

Las niñas de Acapulco

Antonio Sardina Cecine


¡Cómo se me ocurre venir por aquí y a esta hora caray! Normalmente el boulevard de las Naciones es complicado, pero ahora es un estacionamiento. Qué habrá pasado… voy a preguntarle a ese limpiavidrios:

—¡¿Qué pasó chavo?!

—Otra niña perdida patrón, de catorce años la pobrecita, están deteniendo el tráfico para obligar a que la policía haga algo, ya ve que solo así investigan, pero tenga calma, dejan pasar de a poquito. 

Ni hablar, ya descubrieron que haciendo manifestaciones y causando el caos es la única manera que les hagan caso. Mientras, que se jodan todos los demás. Ni modo, a tomarlo con calma que el camino todavía es largo, tengo que pasar la carretera escénica y cruzar todo el Acapulco viejo.

Debí haber elegido el camino de la Riviera Diamante, rumbo a la laguna de Tres Palos y el fraccionamiento Tres Vidas, donde virtualmente termina el nuevo Acapulco. Es más bonito y no hubiera afectado mis planes. Podría haber dado la vuelta en el nuevo estadio de tenis, por el boulevard Diamante, pasar por el Pierre Marqués, el hotel Princess, continuar por el campo de golf del Vidanta, recorrer el boulevard con el marco de los nuevos edificios; torres lujosas ocupadas por los más ricos del país. Desarrollos que siguen construyéndose en este nuevo Acapulco, que no tiene nada que ver con el viejo y que cada vez se parece más a Miami.

En ese Acapulco se siente estar en una burbuja limpia y clara, protegidos contra el mundo obscuro y amenazante de este México, totalmente invadido por la delincuencia: droga, secuestros, asesinatos, extorsiones, y la pobreza, creciendo día a día; este México donde la gobernadora del estado es la hija de un senador acusado de violación, lo que le impidió participar en las elecciones. Pero lo peor, es que el pueblo ¡votó por ella! Así, ni como ayudarlos. 

¡Ah, el viejo Acapulco! aquel que inventó el presidente Miguel Alemán, allá por la década de los años cuarenta y que se desarrolló y floreció en los cincuenta y sesenta, con las playas de ese entonces: Caleta, Hornos; atracciones como la quebrada, con sus clavadistas arriesgando la vida para entretener al turismo, sobre todo estadounidense. Un turismo atraído por el fabuloso clima, con trescientos cincuenta días de sol garantizados, playas de arena suave y habitantes serviciales, con la alegría costeña de ese tiempo, que hizo que el mismísimo Johnny Weismuller, ni más ni menos que el fabuloso Tarzán llegara a vivir aquí, logrando que se hiciera famoso este puerto en todo el mundo.

Un México pujante que empezaba a formar parte del mundo industrializado de la posguerra, cambiando el estilo afrancesado del tiempo de don Porfirio, al mal gusto estadounidense.

El presidente Alemán y su camarilla decidieron hacer sus casas en Pichilingue, un fraccionamiento desarrollado en la bahía de Puerto Marqués, para lo que construyeron, además de la avenida costera, la carretera escénica, que comunicaba la bahía de Santa Lucía con esta. También se construyó un aeropuerto internacional y la carretera a la ciudad de México, incluyendo a este puerto en el ojo nacional y mundial. 

Después, México organizó las olimpiadas del sesenta y ocho y el mundo dirigía su mirada hacia este país, por ese evento y por la matanza de estudiantes que el presidente en esos años, Díaz Ordaz, y el siguiente, Luis Echeverría, habían orquestado para acabar con las protestas y presentarse al mundo como un país moderno.

Para refrendar esa imagen, se invitó al depuesto sah de Irán a vivir en Acapulco, donde el depuesto líder se construyó una mansión opulenta y espectacular en el fraccionamiento Las Brisas, eso disparó la imagen de Acapulco como un lugar paradisiaco y divertido.

En la década de los setentas, tiempo tanto de hippies como de psicodelia, Acapulco era el lugar preferido por potentados americanos y europeos, así como artistas de talla internacional, que construyeron casas fabulosas en las Brisas: un fraccionamiento y hotel exclusivo para millonarios. Lo anterior dio paso también a que se desarrollaran hoteles, así como nuevas colonias en la avenida costera, con restaurantes de primer orden, bares y discotecas, brindando diversión de gran calidad a una voraz vida nocturna, que conjuntaba a lo mejor de la sociedad mexicana con esos integrantes del jet set. 

Esta época sí me tocó vivirla, yo empecé a ir a Acapulco cuando tenía catorce años, aprovechando que mi tío manejaba un motel tipo gringo, que construyó en la nueva zona de la costera, a solo unos metros del mar.

Recuerdo esas épocas felices y despreocupadas del principio de mi adolescencia como de las mejores de mi vida. Conforme yo crecía lo hacía también ese Acapulco cosmopolita y despreocupado; se abrían discotecas icónicas y elitistas como el Armando’s Le Club, UBQ y otras, donde solo podían entrar clientes evidentemente ricos y bien vestidos, de acuerdo a los estándares de la época, poniendo de moda a los cadeneros: empleados con una autoridad circunstancial que les daba el poder de dejar entrar a quien ellos conocían o percibían como “gente bien”, lo que hacía que la sociedad mexicana buscara ser vista en esos lugares, como un símbolo de pertenencia y estatus.

El tráfico avanza a vuelta de rueda, ya estoy a la altura de las Brisas; es increíble el deterioro que se nota en el antes lujoso hotel ahora en esta tercera década del siglo veintiuno. Aunque la mayoría de las casas del fraccionamiento siguen siendo lujosas y muchas de ellas renovadas, se respira un aire pasado de moda, de otra época que ya se ha ido, dejando una pátina de decadencia y un aroma a cosa vieja.

Entro a la costera y paso por el lugar que marcó la mejor época de Acapulco, sin duda el mejor lugar de diversión que ha existido en este país, comparable solo al Studio 54 de Nueva york o el Pachá de Madrid: El gran y único Baby’O. Ahí vivieron grandes fiestas muchas de las celebridades de esa época: Bono, Mick Jagger, Rod Stewart y desde luego, el lugar favorito de Luis Miguel, el cantante mexicano que escogió Acapulco como principal residencia en ese tiempo.

Recuerdo esa época maravillosa, entre mis veinte y treinta años, bueno, en realidad hasta los cuarenta, como una sucesión de continuas fiestas y excesos. Había alcanzado una posición económica razonablemente próspera, pero, sobre todo, había tenido la suerte de relacionarme con un círculo de amigos deliciosamente decadentes y libertinos, que me introdujeron a placeres y substancias a las que solamente unos pocos podían acceder.

Fiestas exclusivas y delirantes que duraban a veces varios días, con visitas recurrentes al Baby’O y a casas palaciegas, donde se consumían e intercambiaban drogas y parejas, sin reparo de edades, colores y sabores. Así fue como me fui aficionando, ¿u obsesionando? con placeres cada vez más sofisticados y admitámoslo, depravados. Y ahora en mis sesenta y tantos, me resulta cada vez más elusiva la satisfacción, ensayando prácticas más abyectas, torcidas y obscuras. Ni modo, a la vejez, viruelas.

Al fin llegue al núcleo de la manifestación por el reclamo de la niña, en La Diana Cazadora, monumento que divide el Acapulco turístico del centro administrativo. Suerte que dejan pasar en un carril, ya llevo más de dos horas en el tráfico. 

En cuanto paso el nudo, enfilo directamente al rumbo de Pie de la Cuesta, en lo más alejado de Acapulco.

Ya es de noche, decido dar vuelta en una calle desierta y sin asfaltar. Me dirijo hasta el final, donde percibo una cuneta adecuada. Me detengo y abro la cajuela, el olor que emana es casi tan fétido como el de la calle. Cargo con dificultad la colchoneta enrollada, guardando un bulto no tan grande ni tan pesado. La desenvuelvo en dirección a la cuneta y cae desmadejado el cuerpo pequeño, frágil, brutalmente lacerado y triste de la niña… otra niña.

Volteo en todas direcciones para comprobar que no me ha visto nadie y vuelvo a subir al coche. Regreso por donde llegué y tomo nuevamente dirección al Acapulco Diamante, limpio y resplandeciente, nuevo; estoy cansado: «creo que es tiempo de regresar a Ciudad Juárez».

1 comentario:

  1. La historia es muy apegada a la realidad, pero más allá, tu lectura me remontó a esos años donde Acapulco era un antro “seguro” donde lo peor que te podía pasar era que te pusieran ether en los hielos de la bebida y el alcohol hiciera efecto más rápido en ti, o que se armara una pelea y salieras golpeado. Un Acapulco que podías ir de antro en antro tratando de caerle bien a los cadeneros para poder pasar y ver el amanecer saliendo de alguno de ellos con ganas de ir al hotel a descansar para esperar la noche siguiente. Muy bien esa combinación de la historia en sí del cuento y los recuerdos de aquellos años maravillosos. ¡¡ Que ganas de ir!!, lastima de tanta inseguridad que tenemos actualmente. Gracias por este cuento

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