viernes, 30 de septiembre de 2022

Carpe diem

Roberto Murcia


Todos en el pueblo estaban de acuerdo en que la señorita Altagracia De la Cuesta era la mujer más hermosa que hubo en esta zona desde que se tiene noticia. Sus facciones de diosa, piel inmaculada de color blanco marmóreo, adorable figura y porte aristocrático, la hacían merecedora de ese título, que, aunque no era oficial, era parte de la memoria colectiva. Bardos inspirados compusieron espléndidos sonetos alabando sus virtudes legendarias. Se la comparó con María Félix, la gran dama del cine mexicano por su parecido físico y altivo carácter. Bien podría adjudicársele el comentario que el cineasta francés Jean Cocteau hizo de la actriz: «Maria, elle est si belle qu'elle fait mal (María, ella es tan bella que duele)». Desde el mismo instante en que nació, en febrero de 1914, se supo que había algo especial en aquella criatura, pues en ese preciso momento ocurrió un eclipse de sol. Eso, aunado a que no tenía arrugas ni la coloración rojiza propia de los neonatos, su expresión calma —ya que no lloró al nacer—, y sus ojos que no parpadeaban, así lo hacían presagiar.

La familia De la Cuesta, una de las más antiguas de la comarca, podía rastrear su abolengo hasta los albores de la conquista, que se realizó con violencia atroz en contra de una población indígena que fue sojuzgada durante varios siglos hasta que se rebeló junto a los criollos y logró su independencia, pero en la que persistían ideas introyectadas de sus antiguos amos como la creencia en la superioridad de los peninsulares.  Su residencia —una vivienda con valor histórico construida en 1540, que perteneció a sus antepasados por generaciones—, fue casa de habitación del primer oidor de la Real Audiencia de los Confines, establecida por la corona española en estas provincias. Tenía espaciosas estancias bordeadas por amplios corredores que encuadraban un hermoso jardín donde cuatro avenidas convergían hacia una fuente con forma de flor que se abastecía de agua proveniente de las bocas de cuatro leones imponentes. Por el portón principal podían pasar con facilidad hombres montados a caballo por un pasillo que llevaba hacia el jardín en el que espléndidas rosas reinaban a sus anchas.

La urbe llegó a su apogeo con rapidez, pero su declive también ocurrió con prontitud, así como un destello fugaz que ilumina el firmamento por unos segundos y deja ver su magnitud, para luego desaparecer. Abandonada por el Virreinato de la Nueva España que trasladó la facultad jurisdiccional a la ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala, que, en lo sucesivo, pasó a ser la sede oficial, y diezmada por pestes, sufrió una reducción drástica de su población y quedó congelada en el tiempo cual si fuera una reliquia viviente de un pasado remoto. En la actualidad, después de arribar a la localidad, los visitantes de tierras lejanas pueden afirmar sin temor a equivocarse que han experimentado en carne propia lo que era vivir en la época colonial, tal es la arquitectura y la particular atmósfera ibérica que se respira en sus parajes. 

Ya en su infancia, Altagracia se destacaba por su belleza e inteligencia. Sus maestros la ponían de ejemplo a seguir a los demás condiscípulos por su comportamiento y aplicación en los estudios. Su desempeño escolar, como cabría esperar, era óptimo. Sus padres, Marco Aurelio y Dorotea, perdieron dos de sus hijos posteriores, un varón y una niña, a causa de disentería y difteria respectivamente. No fue sino hasta ocho años después; cuando tuvieron a su siguiente hija sobreviviente, seguida de dos niñas más; que conformaron un núcleo familiar desarrollado en torno a una madre que cuidaba de las hijas y un papá que proveía para sus necesidades y deseos.

Cuando ingresó a la adolescencia el esplendor de su hermosura se reveló como una epifanía largamente anunciada. Era solicitada de manera reiterada para los reinados que se llevaban a cabo en el pueblo, en los que siempre ocupaba el lugar de reina y era fotografiada junto a su séquito, cual si fuera una monarca. Ganaba todos los concursos de belleza al grado que se eliminaron, puesto que nadie osaba competir con Altagracia. A su fiesta de quince años asistieron los jóvenes solteros de las mejores familias de la región, quienes ambicionaban cortar esa flor. Al graduarse de maestra —el título más alto al que aspiraban la mayoría de las damas en esa época en la que pocas llegaban a las universidades—, ella fue la única de su promoción en concluir sus estudios, porque los demás fueron incapaces de aprobar todas las materias, dada la extrema dificultad de las mismas; por lo que se dio la situación particular de que en la ceremonia solemne en la que estuvieron presente las autoridades de educación del país, hubo tan solo una graduada, a la que llegaron las felicitaciones y flores de sus amistades.

Mas la felicidad es frágil, en la familia De la Cuesta también hubo sinsabores. Se supo que había desavenencias entre los cónyuges y hasta hubo rumores de infidelidad que ellos negaron en todo momento. La señora, Dorotea, enfermó de gravedad, por lo que se temía lo peor.  Después de una corta convalecencia, falleció, dejando a Marco Aurelio al cuidado de sus cuatro hijas. Altagracia les llevaba un mínimo de ocho años a sus hermanas menores; razón por la que pasó a desempeñar el papel de madre sustituta. Su padre, un hombre que perdió parte de su empuje vital luego de la muerte de su cónyuge, desconocedor de las intrincadas complicaciones que pueblan el alma femenina y sin conocimiento de cómo criar a un grupo de mujeres, delegó esa tarea en su hija mayor, quien para entonces era una señorita juiciosa y responsable; que gobernaba el hogar a su discreción, con mano de hierro; mientras él se dedicaba a los negocios en lo cual era diestro, lo que le permitió amasar una considerable fortuna.

Después de las exequias, la joven hizo confeccionar trajes negros para ella y sus hermanas en señal de luto —que debieron usar durante muchos años, más de los que dictaba la etiqueta—, e hizo una fogata con todos sus vestidos sin importarle el llanto de las pequeñas al ver consumidos sus atuendos favoritos; también decretó que, en lo sucesivo, en esa casa no se escucharía música, ni habría motivo alguno de celebración, por lo que no hubo más piñatas ni fiestas de cumpleaños en aquel hogar.

Con el auge de su belleza, aparecieron una multitud de pretendientes a los cuales rechazó de forma sistemática, quizá debido a su sentido del deber que le exigía cuidar de su padre y sus hermanas en ausencia de su madre, papel que asumió por completo, aunque con severidad.

Fueron muchos los que se perdieron en las hermosas, pero peligrosas aguas de sus ojos azules. Alejandro Rojas, muchacho de buena familia, la cortejó de todas las maneras posibles, le enviaba presentes que eran retornados sin abrir, hacía piruetas montado de pie sobre la silla de montar del caballo con el fin de llamar su atención, lo cual a ella solo le producía hilaridad. Tal fue su obsesión al verse rechazado, que no comía y descuidó sus estudios, al punto que sus padres temían por él. Le dirigía misivas que redactaba con cuidado y primorosa caligrafía en un intento desesperado para ablandar el corazón de su adorado tormento, las que Altagracia rompía sin siquiera mirarlas. En su desesperación, le envió un mensaje por medio de una conocida común, suplicándole que le diera su amor, afirmando, además, que, si no lo correspondía, se quitaría la vida, a lo que la joven respondió «No permito que me hagan chantaje. Haga el favor de no volver a enviarme mensajes». Alejandro apareció muerto en su alcoba. Dejó una carta de despedida en la cual afirmaba que moría por ella. Si bien hubo una tristeza general ocasionada por la pérdida del que fuera una promesa truncada en la flor de su juventud, no podían señalarla como culpable, pues cada quien otorga su afecto al que juzga merecedor de sus favores y nadie está obligado a amar en contra de su voluntad.

Muchos otros sufrieron suerte similar y fueron rechazados, se alejaron derrotados, lloraron su desamor y terminaron contrayendo matrimonio con otras señoritas. De ellos, Isaías Garza, un poco más comedido, alimentó un amor platónico por la beldad. De carácter tímido, no compartía los exabruptos y muestras emocionales extremas de Alejandro. Según afirmaba, se sentía contento con el hecho de que lo considerara su amigo, atesoraba los minutos que estaba en su presencia, que eran escasos, y no aspiraba a merecer sus favores. Eso le permitió acercarse a ella sin sufrir su rechazo. Durante años cultivó esa pasión sin esperanza hasta que su madre lo hizo entrar en razón, le dijo: «Hijo, si sigues aquí, terminarás siendo un anciano solitario y amargado. Es mejor que te vayas a vivir a otra ciudad. Allí encontrarás a alguien que sepa valorar tu bondad y abnegación». Aunque no concordaba por completo con las ideas de su progenitora, Isaías, aceptó el consejo, se trasladó a una población lejana y terminó casándose con otra mujer, sin que lograra olvidar a la diva, a quien siempre colocó en un pedestal. Tuvo una hija llamada Altagracia, a la que le relataba la historia del amor de su vida.

Aparte de su autoimpuesto celibato, ella exigía lo mismo de sus hermanas, que al crecer fueron cortejadas por jóvenes de su edad. El advenimiento de la pubertad no representó para estas el despertar de tiernas ilusiones, sino más bien un recrudecimiento de la censura inquisitorial. Se interpuso de manera tenaz a cuanta aproximación sentimental observaba en su entorno familiar. Toda epístola era interceptada y destruida cual si se tratara de un asunto vital de estado. Cualquier intento de acercamiento era arrancado de raíz. Los pocos que se atrevieron a frecuentar el hogar eran despedidos con la admonición de que no debían volver a poner un pie allí, si se sospechaba que albergaban intenciones románticas hacia las señoritas.

Al parecer consideraba su deber, y el de las chicas, permanecer en luto y soltería perpetua, algo que ellas rechazaban en su interior, pero a lo que eran incapaces de oponerse de forma explícita. Los placeres de la carne constituían un fruto prohibido que había extraviado a muchas almas piadosas en el pasado y no permitiría que la perdición del infierno, amenaza de la virtud, se propagara como cáncer en su hogar. Ante la menor falta al pudor, real o supuesta, —por ejemplo, si alguna recibía una misiva de un admirador, aun si esta no era solicitada sino enviada por su autor, sin tomar en cuenta las intenciones de la destinataria —ellas sufrían castigos barbáricos, siendo azotadas y obligadas a hincarse sobre granos de maíz durante horas; posteriormente debían confesarse con el cura párroco y hacer penitencia para expiar sus pecados.

No obstante, el sometimiento inflexible de su imperiosa voluntad sufrió un resquebrajamiento gradual, en la medida en que sus hermanas, que para entonces pasaban de los veinticinco años, y ante la perspectiva nada halagüeña de permanecer solteras por el resto de sus vidas —algo que consideraban seguro si seguían bajo el mando de su familiar—, decidieron, cada una a su manera, romper su círculo de control.

Susana, influenciada por una religiosa que se dio a la tarea de inculcarle altos ideales religiosos, ingresó al convento de las carmelitas descalzas y, en lo sucesivo, llevó una existencia contemplativa en el interior de un monasterio, alejada de las miserias mundanas. Antes de irse manifestó que prefería la paz del claustro a la persecución policial a la que era sometida en el hogar paterno.

Eliza, cansada de tantos romances frustrados y atormentada por un amor avasallador que le hizo contemplar la posibilidad del suicidio, se marchó con un comerciante, quien la convenció de que su única opción para casarse y burlar el férreo cerco impuesto por su pariente, era huir con él. Consciente de que su decisión la apartaría para siempre de su familia, pues en el futuro se la considerarían una paria, siguió con su designio a pesar de las consecuencias. No se volvió a saber nada de ella.

Ángela, la menor, más inteligente, persuadió a su padre de que debía aceptar una beca del gobierno para estudiar en los Estados Unidos de América, que le había ofrecido un funcionario gubernamental conocido de la familia que deseaba quedar bien con ellos; a pesar de que Altagracia protestó por lo que consideraba entregar su hermana a un futuro incierto, —y, aunque no lo declarara, fuera de su control personal—, no hizo que esta desistiera en su propósito, y la pequeña, quien mostró en ese momento crucial el temple del que estaba hecha, se salió con la suya; obtuvo la aprobación de su papá y viajó al extranjero; estando allá conoció al que sería su esposo y formaron un hogar feliz; de manera que no regresó a vivir a su pueblo natal.

Altagracia compartió los últimos años de su padre, Marco Aurelio, quien sufrió un deterioro mental que lo mantuvo postrado en su lecho por largo tiempo. Él, que se caracterizó en su juventud por su brillantez, perspicacia de negociante y capacidad para prever el futuro, se vio reducido a depender de sus cuidadores aun para las necesidades más básicas. Pasaba de los sesenta, cuando murió su progenitor. Ángela recibió su herencia en efectivo que se le envió a los Estados Unidos. Ella quedó sola con su criada, María Exaltación, una muchacha virgen y soltera, al igual que ella, de raigambre indígena, de rostro nada agraciado y expresión taciturna, pequeña pero fuerte como una mula, que provenía de una aldea cercana.

Entonces sintió el peso de su intolerable soledad, acostumbrada como estaba a la compañía de sus hermanas, primero, y de su padre, después. La embargó la congoja, la nostalgia por una época que no volvería. La belleza fue remplazada por la decadencia; la fuerza se tornó debilidad; la firmeza, flacidez; la lozanía, vejez; tal es la inevitable consecuencia de la carcoma del tiempo que no se puede evitar. Sus contemporáneos, en su mayoría, habían abandonado su tierra natal en pos de mejores oportunidades que las ofrecidas por un anquilosado pueblo en el que solo sobrevivía el recuerdo de un pasado glorioso; se habían casado y tenían hijos y nietos.

Nuevas generaciones suplantaron a las anteriores, constituidas principalmente por foráneos que venían de aldeas vecinas a ocupar los puestos de aquellos que se habían marchado. Trajeron consigo hábitos que los pobladores originales no siempre aprobaban. Hubo un decaimiento de las buenas costumbres y una relajación de la moral. Proliferaron los lupanares y tabernas de mala muerte donde se hacía honor a la inmundicia y la concupiscencia. Las niñas salían embarazadas antes de llegar a la mayoría de edad, sin casarse, amancebadas bajo la mirada impávida de sus progenitores. Ante la presencia soez de tal gentuza, perdió toda esperanza de encontrar entre sus vecinos un alma gemela que aliviara su soledad. Entonces lamentó haber despreciado a tantos jóvenes de bien en su juventud.

Cuando se encontraba en el ocaso de su existencia llegó al pueblo Armando Vidal, quien tenía en esa época alrededor de cincuenta años. Vestía con elegancia, el cabello bien cuidado, reluciente de brillantina y un diente de oro que mostraba al sonreír. De trato amable y buen parecer, trabó conocimiento incidental con ella, permaneció por un corto tiempo y luego debió marcharse a otra ciudad. Altagracia viajaba con cierta regularidad a dicha urbe para recibir tratamiento médico, puesto que en su población no existía un hospital con facultativos de todas las especialidades.

Un día en que oró a la virgen para que aliviara su soledad —lo que hacía con frecuencia—, se encontró por casualidad con Armando en una calle de la referida localidad. Consideró que este hecho del azar era una señal divina, por lo que al verlo le dijo: «Usted, es la repuesta a mis oraciones». Él se sorprendió ante tal declaración. En un principio sospechó de la cordura de la dama, no obstante, luego de algunas explicaciones comprendió a que se refería. Poco después se casaron. Muchos consideraron que se trataba de un matrimonio por conveniencia. Altagracia, que acariciaba los setenta, era solo la sombra de lo que fue en su mocedad, pues su belleza devino en flor marchita, sin embargo, contaba con recursos económicos heredados de su padre quien falleció como un hombre acaudalado.

En esa época descubrió los placeres carnales que se había negado en su juventud y este despertar tardío de Eros fue tan fuerte como lo fue su represión. Exigía de su esposo que la atendiera cual si fuera una quinceañera que recién experimenta la sexualidad, esperando recuperar en forma tardía todo el tiempo que perdió en aras de su deber filial. Deseaba hacer el amor con inusitada frecuencia para una mujer mayor, a cualquier hora, de manera que fue sorprendida en más de una ocasión por su fiel servidora, quien al ver ese comercio impúdico solo acertaba a persignarse y elevaba su mirada al cielo en señal de contrición. Los gestos de cariño que en público le prodigaba a su amado incomodaban a muchos espectadores, pues en esos momentos de éxtasis, parecía olvidarse de que, al ser observada, convenía mantener el recato propio de su edad. También cambió su apariencia externa, vestía colores vivos, trajes ligeros y hasta se atrevía a mostrar sus rodillas de vez en cuando.

Por si fuera poco, mostró una notable debilidad: complacía a su marido en todos sus caprichos. En contra del consejo de sus amistades, le regaló un auto último modelo, le obsequió varios terrenos —que él le exigía poner a su nombre como prueba amor— y le dio diversas sumas en efectivo que él aseguraba, invertiría en negocios que los harían millonarios y de los que nunca se supo el fin. Bajo el hechizo de su pasión otoñal, se desentendió de la administración de los bienes heredados y los confió en manos de su consorte. Tal era la renuncia de su voluntad a la que el nacimiento del amor la había inclinado. Una a una, fueron traspasadas las posesiones familiares producto del trabajo de su padre a su cónyuge, y el dinero transferido a su cuenta bancaria. Aunque algunos amigos bienintencionados quisieron disuadirla de su error, ella no los escuchó, pues lo miraba todo a través de los ojos de su enamoramiento. Como dice el adagio popular: «Es más fácil parar una mula en bajada que una vieja enamorada». Cuando ya no tenía más que ofrecer, Armando la abandonó por una chica de dieciocho años, embarazada de otro hombre que la dejó, y a la que convenció de irse con él.

Lloró y permaneció en su lecho sin apenas comer por varios días. Cuando por fin se levantó, destruyó todo aquello que le recordara al bellaco con la furia de un torbellino. Lanzó contra las paredes y el piso las fotografías de su boda haciéndolos añicos. Los marcos que se desprendieron y múltiples fragmentos de vidrio volaron por los aires. Desgarró su ajuar de novia centenaria. Destrozó con saña la ropa de su exesposo, zapatos de las mejores marcas y trajes de cachemir, que ella le había obsequiado. Hasta que el suelo quedó cubierto de trozos de cristal, cerámica, partes de calzado y jirones de tela. Una vez que hubo terminado, se tendió a llorar sobre el estropicio. María Exaltación, al verla en tal estado de agitación, temió que hubiera perdido el juicio y corrió donde una vecina para pedirle consejo. Esta la miró con parsimonia y le dijo: «Déjela, es mejor expulsar el veneno de la culebra para que no siga haciendo daño».

Con posterioridad, Armando le envió la orden de desalojo de la casa familiar, que ahora le pertenecía a él. En un principio casi le da un infarto. Luego sentenció que primero muerta antes que salir del que había sido su hogar por tantos años. Ante la perspectiva de que sería expulsada por la fuerza, sus amistades intentaron en vano convencerla de abandonar su vivienda por su propia voluntad. De forma que tuvieron que sacarla en andas, sentada sobre una silla a manera de trono, como santo en procesión, seguida por una cuadrilla de mozos que cargaban sus posesiones, frente a la mirada atónita de sus vecinos. Entonces Altagracia saboreó lágrimas amargas al contemplar como el último reducto que la unía a su pasado grandioso le era arrebatado.

Malbarató los tesoros familiares, joyas de oro, vajillas de plata y objetos ancestrales, para recaudar fondos que ahora le harían falta. La mayoría fueron adquiridos por un usurero que los valoró a precio de gallo muerto. «Usted no es más que una rata inmunda» le dijo tragándose su orgullo al recibir el pago. El hombre sonrió y le contestó: «Pero mi dinero es tan bueno como el de cualquiera». Solo conservó su lecho antiguo tallado en cedro, algunos muebles básicos, sus más preciados recuerdos y un baúl grande que siempre la acompañó en el que guardaba sus documentos, cuya llave colgaba de su cuello. Se fue a vivir a una humilde vivienda de dos habitaciones que fue lo único que pudo encontrar dada su menguada economía.

Por las tardes, con lágrimas de cólera e impotencia, observaba pasar a su exmarido junto a su nueva pareja, conduciendo el carro que le regaló, para visitar las propiedades adquiridas con su patrimonio. Además, este se daba la gran vida, prodigándose toda clase de lujos y derrochando el dinero con prostitutas y cuanta mujer bonita se cruzaba en su camino. Si alguna vez se encontraban en la calle, ella le gritaba epítetos tales como bribón, pícaro, vividor, a lo que él respondía alejándose lo antes posible. Se afirma que interrogado acerca de si no le pesaba ver en la ruina a la que fue su esposa, Armando habría dicho: «Bastante soporté a esa momia lasciva. Ni con todo el oro del mundo podría pagarme por el asco que sentí cada vez que sostuve relaciones sexuales con ella». Se supo que él había contraído nupcias con otras viudas ricas en el pasado, a las que persuadió de traspasarle sus pertenencias para luego abandonarlas y, en lo sucesivo, disfrutaba la fortuna mal adquirida mientras esta duraba, dado que no se negaba ningún placer y ninguna suma de dinero le parecía suficiente para satisfacer sus caprichos.

Altagracia pasó sus postreros años en compañía de su fiel sirvienta, quien a pesar de que ella no contaba con recursos para pagarle, se mantuvo a su lado. Sobrevivían con cantidades pequeñas de dinero que su hermana Ángela le enviaba desde el extranjero y dádivas de caridad de algunos vecinos, que les servían para sufragar sus necesidades más básicas. Permaneció en la penuria, afligida por las deudas y la soledad. Sin embargo, no abandonó su fe religiosa que le ayudó a sobrellevar las miserias de la existencia. Asistía a misa vestida con sus raídos vestidos, únicos testigos de un pasado mejor, y recibía a diario el sacramento eucarístico. Arrepentida de su desvarió crepuscular, retornó a una vida de penitencia y abrazó la pobreza como una oportunidad que el cielo le ofrecía para expiar sus pecados y aligerar el tiempo que su alma inmortal permanecería en el purgatorio.

Sus últimos días no fueron mejores. Padeció de una debilidad que le impidió levantarse de la cama durante una semana. Apenas probó alimento a pesar de que su criada le proporcionó sus comidas preferidas: cuajada recién colectada, caldo de gallina y atol de elote. «Todo me sabe igual, desabrido» dijo. Todo hacía presagiar que su existencia llegaba a su fin. Alarmada por el estado de su ama, María Exaltación solicitó la ayuda del médico de cabecera de Altagracia, don Policarpo Raudales, quien la había tratado a ella y su familia durante muchos años. Este acudió a su lecho de enferma sin cobrar sus honorarios en vista de su precaria situación económica. De nada sirvieron sus atenciones, después de realizar sus mejores esfuerzos se dio por vencido y declaró que no había algo más que pudiera hacer por su paciente. La luz vital se apartó de su debilitado cuerpo como si fuera una llama que se apaga lentamente. Murió una mañana de mayo en que los rosales dieron sus más hermosas flores.

Tras el deceso, todo el pueblo, ricos y pobres, jóvenes y adultos, vinieron a su velorio, que se llevó a cabo en la antigua residencia familiar, comprada a Armando por una sociedad cuyo presidente era un viejo amigo de la finada, quien la prestó gustoso al enterarse de su muerte, dijo: «No es correcto que Altagracia sea velada y enterrada en medio de la miseria. Ya que le tocó vivir en esta sus últimos días, que al menos disfrute de un funeral digno del recuerdo de su esplendor».

Se abrieron las puertas de la vieja residencia —que fue adquirida con la intención de construir un hotel de lujo, un proyecto que aún no se había ejecutado— a todos aquellos que quisieran llegar a darle el último adiós. Su hermana envió de los Estados Unidos una modesta suma para ocuparse de los visitantes. Los pobladores pudieron observar por primera vez después de muchos años las augustas estancias y preciosos jardines que evocaban imágenes del pasado. Se obsequió con nacatamales de carne de cerdo, ponche de frutas, vino, café y refrescos, a los miembros de familias de bien. La plebe, que se coló forzando el portón por donde entraban las bestias y se instaló en el pasillo, fue provista con aguardiente, comida y naipes para que pasaran el rato. En su mayoría, los asistentes no habían conocido a Altagracia en vida, ni les importaba en absoluto que hubiera muerto; al fin y al cabo, los funerales en los aislados poblados del interior donde reina el aburrimiento no son más que una excusa para reunirse y departir a expensas de los deudos.

Pocos quedaban de quienes la conocieron en el auge de su belleza. Apenas vagos recuerdos de la que fuera la máxima beldad que la ciudad hubiera conocido. Los vecinos acudieron en gran parte por curiosidad, por lo que habían escuchado de los mayores. Muchos integrantes de las nuevas generaciones no parecían dispuestos a creer que aquella anciana de aspecto senil e insignificante, arrugada como una pasa, cuyos restos descansaban en la capilla ardiente, causara tal desasosiego entre los jóvenes en su época de lozanía.

Su exesposo ni siquiera se dio por enterado, cuando le comentaron que había fallecido su exmujer dijo: «Tengo asuntos más importantes que atender funerales». Su hermana Ángela, que entonces era una mujer mayor, hizo el esfuerzo de viajar con su marido y sus hijos, pero no pudieron llegar sino hasta después de pasados dos días del entierro, al celebrarse las misas de novenario. En el funeral, aparte de María Exaltación, solo un extraño lloraba desconsolado, era Isaías Garza, el que, a pesar de los padecimientos propios de su avanzada edad, al enterarse de la infausta noticia, viajó acompañado por su hija en cuanto pudo. «No podía faltar a las honras fúnebres de quien fuera el amor de mi juventud, la que despertó en mí la más sublime de las pasiones», expresó en esa ocasión.

Los pocos bienes que dejó le fueron cedidos a María Exaltación, ya que su hermana, única heredera, no manifestó interés en los mismos. El juez le hizo entrega de las posesiones en presencia de testigos. Al abrir el cofre, cuya llave Altagracia guardaba con tanto celo, se encontraron documentos antiguos, algunos recuerdos personales y una carta de amor escrita de puño y letra por su madre, Dorotea, poco antes de morir, dirigida a su amante, un tal Tranquilino Valverde. Fue así como todos se enteraron del oscuro secreto de la familia De la Cuesta.

miércoles, 28 de septiembre de 2022

Sin perdón

Joe Monroy Oyola


Armando se abrocha la correa marrón del reloj y mira la cama por el espejo del tocador.  Unas caderas se levantan bajo las sábanas de color verde claro que asoman sobre la colcha blanca, cumbres ondulantes y móviles que atraen la atención del marido.

Detiene el ritual del vestuario para contemplar la silueta de su esposa, un aroma a rosas proveniente de dos varillas sahumadoras que están sobre la cómoda rodean el cuarto matrimonial. En la radio al lado donde descansa Claudia, se oye una balada interpretada por el cantante Enrique Iglesias, Armando no recuerda cuál es.

El embeleso del marido desapareció raudo, como su presencia en la habitación. Llega a la cocina y recoge de la mesa el llavero cuyos apéndices dentados empujan el uno al otro cual efecto dominó creando unos cortos sonidos metálicos, con un tenue raspón tratan de aferrarse a la superficie lisa de la blanca mesa.

Al cerrar la puerta principal, se queda sosteniendo la perilla externa con su mano izquierda; en ese instante se abren los bellos ojos pardos de Claudia. La esposa retira los cobertores que la cubren y exhala un prolongado suspiro.

Ya en la calle, Armando mira la placa del domicilio. Por los números de esta dirección decidimos rentar este apartamento: el día de los enamorados, y el de su cumpleaños, veintitrés de setiembre. Luego él se dirige hacia la esquina y pasa frente al mercado de abastos hispano «El Torito» del que proviene un estruendoso corrido mejicano. Es uno de los establecimientos más populares del suburbio Boyle Height. Armando cambia su rumbo hacia la derecha…                                

Claudia mira la foto revelada en blanco y negro dentro de un marco dorado, a la moda antigua. En el retrato Armando viste un esmoquin, ella con el vestido blanco que fue de su madre, cuando se casó con su padre, ambos ya fallecidos. Tienen entrecruzados los brazos y cada uno sostiene una copa de cristal con champaña, se miran el uno al otro. Los retoques del fotógrafo disimulan el huesudo rostro del novio, y la pose favorece a Claudia atenuando su papada.

¿Cómo pudo olvidarlo? Es nuestro quinto aniversario y ni siquiera un beso me ha dado. La cocaína lo está consumiendo, ya lo detuvo la policía drogándose con ese vecino sinvergüenza, el tal Tony. ¿Qué es lo que le ocurre? Delincuentes, seguro Armando viene a ser su mejor cliente. Ya le advertí, aunque estemos casados, si encuentro esa cochinada en sus bolsillos significa que está traficando aún con ese hampón; entonces los denunciaré con la policía. Yo no sé en qué irá a parar esto. Todo está mal en este horrible lugar.

El barrio Boyle Heights, también conocido como Brooklyn Heights, está ubicado al lado este, en la ciudad de Los Ángeles, donde predomina la población hispana. Es un área con alto índice delincuencial. Hay varias bandas que frecuentan este vecindario, una de las más temidas es la de «Los Barrios Mojados». Esta pandilla se dedica al tráfico de drogas, extorsión, sicariato, y cualquier otra actividad ilegal donde pueda haber una buena ganancia.

Las construcciones en ladrillo rojo, los muchos negocios con letreros y publicidad en español hacen que se asemeje a un barrio de alguna ciudad de México, u otros países de América Central o Sudamérica.

En el apartamento 1423 de la calle E 4th St. suena un teléfono:

─Aló, ah, hola suegrita, ¿cómo se siente hoy de su jaqueca?

─Claudita, estoy mejor, pero, ¿cómo estás tú con Armando? Siento gran preocupación por ustedes.

─Mire, yo creo que todo se está derrumbando. Él sigue consumiendo drogas con ese tipo que vive en nuestra misma cuadra, el Tony, los vecinos lo conocen como un traficante minorista.

La señora Inés le dice a Claudia que debe perdonar a su esposo, se casaron para siempre, además todos cometemos pecados, pero debemos tener misericordia y amar hasta a nuestros enemigos. Claudia se ofusca; por favor, mejor hablamos en otro momento, luego de despedirse corta la llamada.

En un callejón de la avenida Ascot en el suburbio South Central de Los Ángeles, alguien golpea con el puño la descascarada puerta de madera con algunos raídos vestigios de pintura roja.  Rodrigo Guillén voltea a mirar la puerta y con un movimiento instintivo se levanta de la cama y toma la pistola que está junto a él quitándole el seguro. Camina hacia la puerta de entrada y pregunta:

─¿Quién es?

─¡Soy Nacho, me manda el patrón, dice que ya te habló por teléfono!

Rodrigo está apenas cubierto con una ropa interior color azul, mira en su celular, abre los mensajes y confirma el nombre del mensajero. Mueve la cabeza en forma afirmativa y abre la puerta.

─Oye, para ser sicario estás bien chaparro y más flaco que un perro roñoso.

─Para usar esto ─dice Rodrigo mientras levanta la pistola encañonando al visitante─, no necesito tamaño, sino tenerlos bien puestos.

─Bueno, tranquilo, si ambos somos de «Los Barrios Mojados». Nomás que tú eres uno de los que se encargan de mandar gente al otro mundo.

Se sientan en cada una de las dos únicas sillas que hay en el cuartucho. Rodrigo le pide que le dé el encargo del patrón, él contesta que le ha mandado quinientos dólares de la semana pasada. El jefe quiere que te encargues de un traidor, quien se quedó con su dinero y la mercancía. Pero, tienes que hacerlo mañana, nueve de abril, por la mañana pues es el cumpleaños de ese cadáver andante. Él vive solo en su apartamento y sale siempre a las ocho y diez de la mañana, a esa hora empieza a vender a los que quieren «empolvarse la nariz» en ayunas. Eso es lo que le gustaba de él al jefe, su puntualidad para empezar el negocio, ja, nomás que se tardó para el pago. Pero, cúbrete bien para que no vea nuestros tatuajes, no sea que se te escape y entonces, ¡tú la pagas!, además dicen que eres muy bueno para eso de los disfraces, eh. Ahora apunta la dirección, dice Nacho.

─Es que no tengo lapicero a la mano ─contesta Rodrigo mientras muestra las palmas─. Mejor le insistes al Paco mándaselo por texto, él se encarga de los detalles para los trabajos.

─Toma este ─contestó Nacho y le avienta un lapicero Bic con tapa azul.

─No tengo papel.

─Escríbelo en tu mano.

Empieza Nacho a dictar la dirección a la vez que Rodrigo va escribiendo en su mano izquierda.

Al terminar de dictar, el visitante le comenta acerca de su compinche Paco; dice el patrón que ya te sabes: cambia a tu ayudante porque ese Paco, no le contestó el teléfono; no lo quiere más en esto. Rodrigo asintió con la cabeza y se quedó con el sobre de manila que contenía el dinero, empezó a contarlo mientras Nacho se fue sin cerrar la puerta del cuarto.

Luego de asegurar la puerta, Rodrigo vuelve a la silla, está sosteniendo el lapicero de cuerpo transparente, lo gira hacia la derecha, luego hacia la izquierda, la tapa azul cae al piso. Cierra sus ojos, escucha risas lejanas que parecen acercarse hasta cubrirlo todo… Los niños del salón de clases le gritan, animal, bruto, oye bestia hazlo, ¿no puedes? Las risotadas parecen salir de una película de terror, como aquellas donde los duendes se le aparecen al niño, a la víctima, cual Chucky, el muñeco asesino…, miren no sabe; el maestro Hernández con una sonrisa en su rostro interviene:

Ya, ya, basta, silencio, vamos a dejar al alumno Guillén que nos explique por qué hizo la tarea de esta manera. Rodrigo levanta la mirada, por sus mejillas ruedan unas lágrimas que parecen competir en velocidad en su carrera loca hacia el vacío, es como si la vergüenza quisiera escapar en estado líquido desde el fondo de su alma.

Entonces Rodrigo enjuga su sollozo con la manga de su chompa marrón, y recibe el lapicero Bic con tapa azul:

─Niño genio, ahora muéstreme cómo se escribe de forma correcta la fecha de la batalla de El Álamo, adelante…

─¿De qué se ríe? ─contesta Rodrigo al mismo tiempo que levanta el bolígrafo con su diestra y lo tira sobre el rostro del maestro.

Las risas cesan mientras Rodrigo huye. No recoge sus útiles del pupitre, solo corre, pero percibe sus movimientos como si transitara sobre una lenta faja estacionaria. Puede ver el rostro de cada uno de sus compañeros en las primeras filas, sus bocas abiertas dejan notar los dientes, se asemejan a horribles colmillos de fieras aullando frente a la presa que se les escapa. Jamás volvió al cuarto donde vivía con su padre, un alcohólico que lo golpeaba cuando no había vendido los suficientes caramelos para comprarse una de esas botellas de licor sin etiqueta, aquellas que vendían en el antro cercano a la antigua estación ferroviaria.

Rodrigo abrió sus ojos, el bolígrafo que tenía en su mano estaba partido por la mitad, la tinta azul corría entre los dedos y goteaban hasta su mesa, el fluido azul parecía un chorro volcánico amenazando con derramarse sobre las moscas posadas en la superficie.

¡Nunca volví! Jamás nadie se ha vuelto a reír de mí, las escuelas no enseñan nada bueno, solo hay chicos abusivos que no deberían de existir. Al menos del maestro Hernández me encargué en aquella cantina donde iba todos los viernes. Valió la pena esperarlo algunos años, era el último en salir y justo cuando yo venía de quitar de en medio a ese policía, fue pura suerte, ni me reconoció, solo le dije que lo ayudaría, fueron las más divertidas cuadras que camine esa madrugada, y gasté solo un tiro, fue lo justo. Al polizonte lo despaché por encargo del jefe, era un miserable oficial corrupto, la paga fue buena. Ambos merecían morir. Le hice un favor a este mundo.

A sus diecinueve años ya es un sicario con experiencia, conocido por su sangre fría, debido también a su habilidad para camuflarse según la conveniencia.

Claudia conduce su viejo auto Volkswagen amarillo, mira su reloj de pulsera son las ocho con cuarenta y dos minutos cuando llega al edificio de su centro laboral. Qué rutina, ahora entrar, marcar la tarjeta y saludar a los jefes, sentarme por horas en ese viejo mostrador para atender a todos los jardineros cuando vengan por mangueras, o caños, alguna válvula, en fin, lo bueno es que pagan bien. Oh, un mensaje de texto: es doña Inés, ella sí es una santa, no se merece un hijo como Armando, ya la llamaré más tardecito.

Tony Velásquez camina por las calles de Boyle Heights, se detiene un auto junto a su lado, el conductor estira su cuerpo hasta la ventana del lado del copiloto, Tony se agacha y se estrechan las manos, se despiden. El piloto guarda algo en su bolsillo, mientras Tony mira hacia los lados, abre en forma discreta unos billetes enrollados y cuenta el dinero. Este es un buen día, sí, ya falta poco para terminar de juntar mi capital de trabajo, al fin me independizaré de don Carlos, ya ni sé por qué tanta reverencia, todos le dicen «el patrón», patrón su abuela. Falta poquito. Ajá, otro cliente. Hola...

Para doña Inés Ayala oír las incorrecciones de su hijo Armando, desde que era un niño, es pan de cada día. Ahora con cincuenta y seis años a cuestas, y sus recurrentes problemas de presión alta, el peso de la preocupación se tornaba insoportable.

El proceso de decaimiento moral de Armando es como una bola de nieve en deslizamiento desbocado. Conforme fueron pasando los años, el adolescente extrovertido se convirtió en un joven rebelde, irrespetuoso. Dejó la secundaria en el penúltimo año, tuvo altercados con familiares de cada una de sus novias por agresión verbal, incluso física contra ellas. Ahora es un adulto casado, sin embargo, los problemas crecen conforme decrece su responsabilidad.

Doña Inés, pone sobre la mesa su celular al terminar la conversación con su nuera Claudia ¡Hijo, por Dios, qué estás haciendo de tu vida! Hice todo lo que estaba a mi alcance como madre soltera, y eres mi único hijo; tal vez sí fui demasiado blanda contigo, quizá debí forzarte a terminar tu secundaria. Jamás debí encubrirte aquella vez que la policía llegó a la casa, cuando tiré por el inodoro esos paquetes de tu cochinada. Claudita ya está harta, pero él es bueno, solo un poco irresponsable, ella no debería estar amenazando con denunciarlo a la policía, eso puede violentar a mi hijo. Debemos perdonar.

Durante la primavera, en Los Ángeles la temperatura fluctúa entre setenta, cincuenta y cinco grados. Es la tarde del ocho de abril del año dos mil veintiuno. En el suburbio de Boyle Heights la presencia de vendedores ambulantes resulta ser parte del panorama diario. También la de sujetos que tras el disfraz de comerciantes ambulatorios esconden a rapaces depredadores de sueños y vidas, como es el caso de Tony.

─Hola Tony, buenas tardes ─saluda un hombre uniformado mientras hace girar en círculos un largo llavero con cadena─. ¿Tendrás algún paquete de chicles que me vendas?

─Oficial Nalvarte, qué gusto. Claro ─contesta Tony mientras saca de su bolsillo una cajita de gomas de mascar─, pero estas se las convido.

─¡Caray qué amable! ─contesta en voz alta, a la vez que recibe la cajita.

El oficial de policía le pregunta entre dientes si está también lo de la semana pasada; estúpido no pagaste tu cupo anterior. Tony le dice que solo es de una semana, que la plaza ha estado baja. Espérame a la siguiente y te sorprenderé. El oficial muestra una tenue sonrisa. Lo abraza y al oído le dice haber escuchado rumores de que «El Patrón» lo está buscando. Se despiden con un apretón de manos.

Armando viene de regreso de la gasolinera donde trabaja, cuando Tony le da el alcance por la espalda. Empiezan una conversación que se va tornando acalorada. Armando niega con la cabeza y se separa sin despedirse de Tony.

Al poco rato Claudia estaciona su auto Volkswagen en frente de la puerta de su apartamento en el 1423 de E 4th St. Cierra la puerta del conductor, tiene su bolso sobre su hombro izquierdo, pero cuando sube a la vereda se acerca Tony.

─Claudita, hola qué gusto verte ─saluda tratando al mismo tiempo de darle un beso en la mejilla.

─¡Oye, a mí no me saludes con beso, delincuente! ─responde empujándolo con su mano derecha.

─Caray, qué carácter, y uno que solo quiere ser amigable.

─Aléjate de mí y de mi esposo ─dice y se dirige hacia la puerta de su domicilio.

Tony toma su celular y le envía un mensaje de voz a Armando; ya te puse algo de mercancía son siete paquetitos en una cajetilla de cigarrillos, la metí ahorita en el bolso de Claudia. A mí tú no me vas a dejar. Confírmame que recibiste el mensaje. Desde la esquina te vi entrar. ¡Contesta!

Dentro del apartamento, Armando espera por su esposa. El ruido del motor del Volkswagen le resulta inconfundible. En ese momento deniega una llamada entrante de Tony, la puerta se está abriendo y el sonido de una campanita le indica un mensaje de voz, él apaga su celular, sin siquiera percatarse del urgente mensaje de Tony.

Al entrar, Claudia muestra el ceño fruncido, con la parte interna del zapato derecho se saca el izquierdo, y con el lado interno del pie descalzo retira el otro. Armando la saluda, ella no responde. Claudia va hacia la salita donde se desabrocha los cuatro botones blancos del lado izquierdo de su falda jean azul y tira la cartera sobre el mueble anaranjado de tres cuerpos. Su esposo le pregunta por su hosquedad. ¿Qué te hice?, ¿por qué esa cara? Ella le reclama por continuar en sus negocios turbios con Tony, Armando le asegura que ya no tiene nada con él. Hemos cumplido cinco años de matrimonio hoy y ni siquiera te has acordado, al menos un ramo de flores, las más baratas, pero, nada. ¿Cómo?, ¿hoy?, ¿estás segura? Armando mira la fecha en el calendario que está sobre la refrigeradora, se golpea con su mano el lado derecho de la cabeza.

La cena entre los esposos es un monólogo de Armando, ella a nada contesta. Al terminar la comida, él trata de lavar los platos, pero Claudia puso su mano mojada en señal de alto, al mejor estilo de algún policía de tránsito. De su palma derecha chorreaba agua jabonosa, luego siguió con el aseo. El celular suena en la sala, presurosa se seca en el delantal a cuadritos rojos y blancos que la navidad anterior le regaló doña Inés, va hacia el mueble donde dejó su bolso, era su suegra, pero ya había cortado. Con sorpresa, pues no fuma, alcanza a ver dentro de su bolso una cajetilla de cigarrillos, la abre; entonces llama a gritos a su esposo, le pide explicaciones. Claudia le pregunta por qué ha puesto en su cartera esa cajetilla conteniendo unos paquetitos con un polvo blanco que parece ser cocaína. De entre las más secretas memorias de Claudia asoma aquel corto tiempo en que también consumió, la reconoce. ¡Mañana te denuncio descarado!

Luego de unos pocos minutos Armando dice que va a comprar baterías para una linterna y sale del apartamento. Regresa casi a las dos horas, trae consigo un paquete en una bolsa plástica negra. Él murmura que es más económico adquirirlas por paquete tamaño familiar, luego se va hacia el dormitorio.

Al otro lado de la ciudad de Los Ángeles, en la zona South Central, alguien toca la puerta del cuarto de Rodrigo.

─Abre, soy Paco ─grita, toca otra vez la puerta─. Apúrate que necesito el baño.

Rodrigo baja el volumen de su radio, le fastidia interrumpir su canción en ritmo de rap, se va acercando a la puerta y escucha:

──Te digo que soy Paco.

─Ya espera ─contesta, y al llegar a la puerta la abre─. Pensé que ya estabas muerto, baboso, el patrón te va a liquidar.

─Estoy vivito y coleando ─responde mientras entra corriendo en dirección al baño.

Rodrigo abre por segunda vez la puerta de su vivienda, y le grita a Paco, pues así como huele, ya apestas a muerto. Animal qué has tragado. Al salir del baño su compinche le explica que se pasó de tragos con su novia y no se había dado cuenta que se había descargado su celular.

─Se supone que tú te encargas de las llamadas para los trabajos, de ir a revisar los lugares, reconocer a los sujetos que nos vamos a tumbar, sus rutinas, todo lo que debemos de saber.

─Lo siento, no te preocupes, dame los datos y mañana empiezo el rastreo.

─Ya no hay tiempo, el trabajo lo tengo que hacer mañana por la mañana. Te la perdiste.

─Caray, te la vas a llevar solo. Entonces me largo.

Ya en la mañana, Armando escucha el mensaje de Tony que no quiso atender. Le avisaba sobre la cocaína colocada en la cartera de Claudia para que él vendiera. De forma sigilosa va hacia el auto de Claudia, entra por el lado del copiloto, luego de un par de minutos cierra la puerta del Volkswagen. Su intención es caminar con rumbo hacia la gasolinera donde trabaja.

En la esquina de el frente, desde está mercado de abarrotes, se puede oír la música mejicana en alto volumen. El aroma a comida emanaba de la carretilla ubicada junto a la puerta del establecimiento comercial, el olor a choclo sancochado era tan consistente que podría decirse que viajaba hacia los cuatro puntos cardinales, como si no tomara en cuenta la dirección del  cambiante viento. Un par de pequeños perros vagabundos, uno negro, el otro de algún tono plomizo, exhiben balanceándose las greñas colgantes en sus orejas y barrigas, cual clientes, caminando extasiados en dirección a la tienda.                                                                         

En la acera del frente dos hombres van comiendo sándwiches, una anciana renga, con bastón, viene acercándose, su blanca cabellera y figura encorvada inspira compasión. Armando ha salido del apartamento, por primera vez antes que su esposa, para colocar el paquete. Recuerda que no había echado llave a la puerta de su vivienda, así que regresa hasta el umbral de la entrada y mientras la asegura con llave se queda mirando los números. Recuerda otra vez las fechas: catorce por el día de los enamorados y el veintitrés por el cumpleaños de Claudia, cuando la viejita que camina con un papelito en su mano izquierda mirando las placas de los apartamentos lo ve, y lo sigue.                                  

En ese momento sale Tony de su vivienda y reconoce a Armando. Trata de cerrar rápido su puerta para alcanzarlo, pero no encuentra su llave. A media cuadra los pasos de la anciana dejan de ser pausados para convertirse en una rápida caminata, y ya casi en la esquina al frente de la tienda de abastos la mujer cana alcanza a Armando, quien solo puede oír: ¡feliz cumpleaños!, y luego una detonación, quizá no tuvo tiempo de sentir el proyectil impactando su ser, quitándole el bien más valioso que solo se recibe y pierde una vez… la vida.          

A media cuadra Tony queda paralizado con la boca abierta, el cigarrillo que fuma pierde todo sostén cayendo al piso; Tony corre en la dirección opuesta.

Claudia sale a las ocho con veinte minutos, como cada día, al sentarse en su auto mientras revisa su espejo retrovisor, nota un tumulto de personas en la esquina frente al local comercial. Otra vez, esta gente y sus riñas, todo lo quieren arreglar a puñetazos. He estado pensando que Armando parecía decirme la verdad sobre esa droga en aquella cajetilla, ¡caray ya recuerdo, ayer, aquí se me acercó ese Tony! Mejor volveré a conversar hoy con Armando, quizá esta vez me dijo la verdad.                               

Llegando a la primera luz roja escucha un sonido como el tic tac de un reloj despertador, esos antiguos con las campanas sobre él, y con una cuerda manual metálica al dorso, similar a la prehistórica llave para abrir latas de sardinas, como el que aún tiene su suegra. Bajó el volumen del radio. Tarde se da cuenta del artefacto que está activado en el piso del copiloto. Los nervios la traicionan, recuerda la amenaza hecha primero a Tony, luego a su esposo, que los denunciaría con la policía, cambia la luz del semáforo a verde, cuando trata de alcanzarlo estirando su brazo derecho a todo lo que da para tirarlo por la ventana, el extraño aparato detonó…

Los carros tocaron sus claxon, la línea por donde venía conduciendo Claudia se congestionó. Pudo ver flotando un polvito multicolor, como papelitos brillosos picados, y un payasito en miniatura que sobresalía de la cajita del piso, con un pequeño letrero que decía: ¡Perdóname! Emana un aroma a rosas, el favorito de Claudia.

 Se estaciona llorando y sonriendo. Ella sostiene el regalo sorpresa, lo acerca a su pecho y lo besa, luego toma su celular y marca el número de su esposo, vuelve a hacerlo, otra vez, por tercera ocasión; entonces deja el mensaje de voz:

─Armando, mi amor, eres un bandido. Gracias, claro que te perdono. Voy a confiar en ti. Esta noche te daré una sorpresa, sorpréndeme tú también mi tigre. Te amo.

Cuando Claudia llega al estacionamiento de su trabajo ve a su jefe hablando con tres oficiales de policía. Dos autos patrulleros están al lado de la entrada, la quedan mirando.

Rodrigo está viendo la televisión, cuando pasan por el noticiero la información del asesinato que perpetró. Dan el nombre de la víctima y nota que no coincide con el de Tony. Una mujer lloraba a gritos era la madre del occiso, doña Inés Ayala. Al verla Rodrigo se levantó del mueble y tomándose los pelos exclamó: ¡doña Inés!

Su mente cabalgó hasta aquel día, el último que asistió a clases, una década atrás, cuando sale corriendo y llorando; entonces la señora que vendía tamales afuera de la escuela lo vio con su rostro contra los muros externos del centro de estudios. Se le acercó, él la conocía por las pocas veces que había podido quedarse con unas cuantas monedas tras la venta de caramelos y pudo comprarle un tamal.

Por algunas noches Rodrigo accedió a ir al cuarto de aquella quinta dónde vivía doña Inés Ayala con su hijo Armando Zapata de diecinueve años entonces, Rodrigo con solo nueve. Si bien doña Inés no logró que volviera a la escuela, lo llevó al hospital donde tenía una amiga enfermera. El examen médico mostró un cuadro severo de desnutrición; la evaluación psicológica, diagnosticó que padecía de esquizofrenia, además de dislexia, lo cual provocó dificultad para la lectura o escritura de letras y números. Desapareció sin despedirse, sin agradecer después de pernoctar tres semanas con doña Inés y Armando. Fue el mejor tiempo de su vida.

Rodrigo se dio cuenta del terrible error, él mata a delincuentes, gente de mal vivir, cree que hace justicia. En la televisión, las imágenes muestran a la joven viuda llorando, quien dice al reportero, que perdona al asesino, como le ha enseñado su suegra. Al lado doña Inés grita, ojalá que al asesino de mi hijo lo maten de igual o peor manera, que agonice sin misericordia alguna. Claudia la mira sorprendida, apenas balbucea: ¿Y el perdón?

El teléfono celular de Rodrigo suena trayéndolo de regreso a la realidad:

─¡Rodrigo, el jefe te está buscando!, el Tony está cantando todo como canario con la policía. Aquel que mataste vivía en el apartamento catorce veintitrés tres, Tony vivía en el catorce ochenta y tres. Mataste a un inocente.

Rodrigo quedó estupefacto, después de unos segundos pudo contestar:

─No, Paco, no lo maté yo, sino la dislexia, y también me mató a mí.

Antes de terminar la conversación, derriban la puerta de un golpe y entran tres hombres fornidos de raza hispana, los brazos tatuados con calaveras, y una leyenda en las vinchas negras, con letras rojas, que dice: «Los Barrios Mojados»; portan armas automáticas y las rastrillan frente al indefenso Rodrigo.

lunes, 26 de septiembre de 2022

Todo fluye

Rosario Sánchez Infantas


Fui yo quien le negó el último favor que solicitó en vida.

Pasaron cosas insólitas aquel setiembre en la ciudad de la eterna primavera. Enclavada en la sierra central peruana, la localidad en la que vivo permite transitar desde el último ramal de la cordillera de los Andes hacia la selva amazónica. Al atravesar un túnel de cuatrocientos metros se deja atrás el clima templado y seco y uno se sumerge en el ambiente cálido y húmedo de la jungla.

A los sesenta años empecé a tener miedo de utilizar mi cuarto de baño. Parte de mi rutina cada sábado era ordenar, limpiar y trapear. El agua del trapeado la echaba por el inodoro. Aquel sábado, de improviso, pensé que esa agua sucia iba al sistema de desagüe de la ciudad y de ahí al río Huallaga, el cual se interna en la Amazonía rumbo al océano Atlántico. Era cuestión de tiempo. Veinte o treinta horas de recorrido y estas aguas residuales, pasarían por dónde estaba flotando su cadáver. O por donde quizás estuviera atrapado en las ramas de algún árbol ribereño, atascado en un médano o playa que el río forma de trecho en trecho.

El día anterior me impactaron los titulares de los diarios: un poeta foráneo se había ahogado en el río Huallaga cerca de un poblado selvático ubicado a dos horas de mi ciudad. El desarrollo de la noticia confirmaba que era él: Fredy Santibáñez Pérez. Nadaba en el caudaloso río, fue atrapado por un remolino y luego arrastrado por la corriente. Lo estaban buscando río abajo. Ahora me parecía que verter agua sucia por el desagüe era afrentar su cuerpo y lo que en este momento constituía su entorno.

Ese sábado no trapee mi casa. Barrí y me engañé diciéndome que no tenía tiempo suficiente. Evité ingresar y usar el cuarto de baño porque al estar entrando sentí una opresión en el pecho al pensar en el ahogado. Una hora más tarde al acercarme al lavabo, experimenté una violenta compresión y el corazón empezó a latir desbocado. Me dije que ya era hora de hacer pintar la sala, que podía aprovechar el fin de semana y que siendo dañinas las partículas de la pintura, me alojaría un par de días en un hotel cercano. Coordiné con el pintor, saqué un breve equipaje, cerré puertas y ventanas y al pasar frente al cuarto de aseo el sudor mojó mi rostro y sentí la dolorosa constricción del pecho y la garganta.

Ese día estuve muy ocupada haciendo diversas gestiones pendientes y regresé muy tarde al hotel. Hacia la medianoche cuando fui al baño, de manera súbita, comprendí lo obvio: todos los subproductos de mi vida civilizada van al Huallaga…y llegan a él. No tengo alternativa. Vivir modernamente implica echar todo lo vil y despreciable al agua que habrá de llegar hasta donde se encuentra su cuerpo aún no rescatado.

Aquella noche no dormí. Varias veces sentí que iba a sucumbir cuando mi corazón latía violentamente, mi cuerpo tenso temblaba sin control y mi respiración se agitaba. Y es que en el silencio de la ciudad que yacía percibí ruidos escalofriantes en las tuberías del cuarto de baño. De pronto me di cuenta que la cama estaba demasiado próxima a la puerta del retrete y por lo tanto conectada con él. El pánico me hizo saltar de ella. Arrastré una silla colocándola cerca a la puerta de la habitación y me senté a esperar que amaneciera. ¡Fue una eternidad! Necesitaba usar el inodoro y tomar una ducha. Aquí no iba a poder hacerlo. Solo pensarlo me llenó de terror, me dolió fuertemente el torso, sufrí un gran mareo, se entumecieron mis manos y me di cuenta de que perdía el control de mí misma. Busqué en mi memoria otro hotel cercano, noté alivio al hallarlo, me imaginé ingresar al lavabo en él, el sudor perló mi frente, sentí una dolorosa opresión en el pecho y la sensación de que algo me encapsulaba y me constreñía cada vez más. ¡Mi vida estaba acabada!

Rompí en llanto. ¿Qué podía hacer? Debía pensar como una mujer adulta. ¿Qué le diría a una niña asustada? «Lo que estás haciendo no resulta, empeora la situación. Hay que cambiar. ¿Qué estuviste haciendo? Evitaste exponerte al temor inicial.» Suspiré. ¿Cómo enfrentar a la imagen del cadáver hinchado y desfigurado que era buscado Huallaga abajo?

En una fracción de segundo me llegó la idea: ¡así no era él! Así no lo conocí. Hice el esfuerzo de recordarlo. Vino a mi mente su rostro risueño de un año atrás en un congreso literario realizado en la capital. Fluidamente pasaba de una idea a otra mientras gesticulaba, modulaba la voz, preguntaba, hacia pausas, se desplazaba y representaba con su cuerpo los mensajes, emociones y sentimientos. Casi en trance sus oyentes terminaban amando u odiando, lo que les proponía el filósofo y poeta de mediana edad. Cuando tomaba la palabra parecía acrecentarse su estatura de un metro y sesenta centímetros. Nacido en una provincia del interior peruano hizo del mundo su hogar el intelectual de tez trigueña, nariz aguileña y ojos pequeños, negros y vivaces. Sonreí al recordar algunas expresiones de su fino humor.

A ese hombre inteligente y gracioso pude expresarle desde el fondo del alma: «¡Perdóname, hermano!». Lloré mucho y le hablé sintiendo cada palabra.

«Sé que me entenderás. Te conocía superficialmente. Sabía de tu círculo de poesía, de tu posición de izquierda que se expresaba en tiempo y esfuerzo dedicados a sacar adelante recitales artísticos y ferias de libros en los lugares más alejados del país. Después de saber de tu accidente busqué información en las redes sociales. Leí testimonios de jóvenes con vocación literaria que recibieron tu crítica constructiva, aliento y el espacio físico en tus publicaciones populares para desplegar sus potencialidades. Otros te agradecían que los escucharas en medio de una crisis personal. Destacaban tu gran sentido del humor, cuánto valorabas la amistad, tu ansia por beberte la vida y disfrutar la bohemia. Y, sobre todo, tu desprecio a los estereotipos sociales».

Volví a llorar mucho mientras ordenaba mis ideas sobre lo ocurrido en los últimos días. Respiré profundamente y volví a hablarle a Fredy: «Cuando, mediante un mensaje, me pediste hospedaje mientras durase el congreso de filosofía que se realizaba en mi ciudad no fue fácil decidir negártelo. Fueron muchos días de conflicto.

Lo primero en que pensé fue en guardar las formas en esta pequeña ciudad conservadora que no vería bien que una mujer seria y que vive sola hospede a un hombre. Rechazo racionalmente muchas convenciones sociales; pero no puedo confrontarlas todas. Imaginar que te alojaba me puso ansiosa: podías juzgar mi casa. Soy una persona solitaria y sencilla lindando con el descuido. Mi trabajo es muy demandante y no tendría tiempo para atenderte.

Tuve miedo de que malinterpretases hospitalidad con oportunidad de flirteo, de que regresases a mi casa embriagado o trajeses otras personas. Mis amigos reforzaron la idea de que no podía tener en mi casa a un desconocido».

Decidí salir a caminar en la luminosa mañana de domingo. Con una gran paz me fui alejando de la ciudad por un camino polvoriento que une los cultivos de caña de azúcar bajo la sombra de árboles de pacaes, naranjas y lucmas. Sistematizaba mis ideas. Volví a dirigirme a Fredy: 

«Sabía que si no te alojaba estaría triste por no actuar de acuerdo a mi naturaleza generosa, además sentiría culpa por el imperativo social de ayudar a los demás. Pero tenía que ser quien se espera sea: formal, mesurada y sensata. Me doy cuenta de que, entre mis labores burocráticas y vivir de acuerdo a las expectativas ajenas, se me está yendo la vida. Recuerdo que Cortázar dijo: “Hay una hora en la que se anhela ser uno mismo y lo inesperado”. Anhelé ser yo misma, pero más pesó el miedo, hermano».

Mientras cortaba unas flores de retama seguía pensando. Inhalé su aroma delicado asociado a mis sueños infantiles, y le dije a Fredy: «Tu magia consistía en darle voz a lo que tus oyentes hubiéramos querido decir, pero los convencionalismos no lo permitían. También nos mostrabas lo evidente pero apenas vislumbrado. Hace un año enfatizaste que el cambio es permanente y que todo debe transformarse y avanzar con la historia, con el tiempo, con la sociedad y la naturaleza.  Que nadie se baña dos veces en el mismo río, pues ni la persona ni el río son el mismo un momento después. Hoy no soy la misma. Avancé con tu historia. Renunciaré a mi trabajo burocrático y me dedicaré a la literatura y a ser yo misma, porque “Todo fluye”. ¡Gracias, hermano!».

Había llegado a la ribera del río Huallaga. Besé el ramito de flores de retama antes de lanzarlo. Las vi partir mecidas por las aguas turbias. Empezó una delicada lluvia con sol. Me pareció escucharle diciendo: «Todo fluye».