Roberto Murcia
Todos en el pueblo
estaban de acuerdo en que la señorita Altagracia De la Cuesta era la mujer más
hermosa que hubo en esta zona desde que se tiene noticia. Sus facciones de
diosa, piel inmaculada de color blanco marmóreo, adorable figura y porte aristocrático,
la hacían merecedora de ese título, que, aunque no era oficial, era parte de la
memoria colectiva. Bardos inspirados compusieron espléndidos sonetos alabando
sus virtudes legendarias. Se la comparó con María Félix, la gran dama del cine
mexicano por su parecido físico y altivo carácter. Bien podría adjudicársele el
comentario que el cineasta francés Jean Cocteau hizo de la actriz: «Maria,
elle est si belle qu'elle fait mal (María, ella es tan bella que duele)».
Desde el mismo instante en que nació, en febrero de 1914, se supo que había
algo especial en aquella criatura, pues en ese preciso momento ocurrió un
eclipse de sol. Eso, aunado a que no tenía arrugas ni la coloración rojiza
propia de los neonatos, su expresión calma —ya que no lloró al nacer—, y sus
ojos que no parpadeaban, así lo hacían presagiar.
La familia De la
Cuesta, una de las más antiguas de la comarca, podía rastrear su abolengo hasta
los albores de la conquista, que se realizó con violencia atroz en contra de
una población indígena que fue sojuzgada durante varios siglos hasta que se rebeló
junto a los criollos y logró su independencia, pero en la que persistían ideas
introyectadas de sus antiguos amos como la creencia en la superioridad de los
peninsulares. Su residencia —una
vivienda con valor histórico construida en 1540, que perteneció a sus
antepasados por generaciones—, fue casa de habitación del primer oidor de la
Real Audiencia de los Confines, establecida por la corona española en estas
provincias. Tenía espaciosas estancias bordeadas por amplios corredores que
encuadraban un hermoso jardín donde cuatro avenidas convergían hacia una fuente
con forma de flor que se abastecía de agua proveniente de las bocas de cuatro
leones imponentes. Por el portón principal podían pasar con facilidad hombres
montados a caballo por un pasillo que llevaba hacia el jardín en el que
espléndidas rosas reinaban a sus anchas.
La urbe llegó a su
apogeo con rapidez, pero su declive también ocurrió con prontitud, así como un
destello fugaz que ilumina el firmamento por unos segundos y deja ver su
magnitud, para luego desaparecer. Abandonada por el Virreinato de la Nueva
España que trasladó la facultad jurisdiccional a la ciudad de Santiago de los Caballeros
de Guatemala, que, en lo sucesivo, pasó a ser la sede oficial, y diezmada por
pestes, sufrió una reducción drástica de su población y quedó congelada en el
tiempo cual si fuera una reliquia viviente de un pasado remoto. En la
actualidad, después de arribar a la localidad, los visitantes de tierras
lejanas pueden afirmar sin temor a equivocarse que han experimentado en carne
propia lo que era vivir en la época colonial, tal es la arquitectura y la
particular atmósfera ibérica que se respira en sus parajes.
Ya en su infancia,
Altagracia se destacaba por su belleza e inteligencia. Sus maestros la ponían
de ejemplo a seguir a los demás condiscípulos por su comportamiento y
aplicación en los estudios. Su desempeño escolar, como cabría esperar, era óptimo.
Sus padres, Marco Aurelio y Dorotea, perdieron dos de sus hijos posteriores, un
varón y una niña, a causa de disentería y difteria respectivamente. No fue sino
hasta ocho años después; cuando tuvieron a su siguiente hija sobreviviente,
seguida de dos niñas más; que conformaron un núcleo familiar desarrollado en
torno a una madre que cuidaba de las hijas y un papá que proveía para sus
necesidades y deseos.
Cuando ingresó a
la adolescencia el esplendor de su hermosura se reveló como una epifanía
largamente anunciada. Era solicitada de manera reiterada para los reinados que
se llevaban a cabo en el pueblo, en los que siempre ocupaba el lugar de reina y
era fotografiada junto a su séquito, cual si fuera una monarca. Ganaba todos
los concursos de belleza al grado que se eliminaron, puesto que nadie osaba
competir con Altagracia. A su fiesta de quince años asistieron los jóvenes
solteros de las mejores familias de la región, quienes ambicionaban cortar esa
flor. Al graduarse de maestra —el título más alto al que aspiraban la mayoría
de las damas en esa época en la que pocas llegaban a las universidades—, ella
fue la única de su promoción en concluir sus estudios, porque los demás fueron
incapaces de aprobar todas las materias, dada la extrema dificultad de las
mismas; por lo que se dio la situación particular de que en la ceremonia
solemne en la que estuvieron presente las autoridades de educación del país, hubo
tan solo una graduada, a la que llegaron las felicitaciones y flores de sus amistades.
Mas la felicidad es
frágil, en la familia De la Cuesta también hubo sinsabores. Se supo que había
desavenencias entre los cónyuges y hasta hubo rumores de infidelidad que ellos
negaron en todo momento. La señora, Dorotea, enfermó de gravedad, por lo que se
temía lo peor. Después de una corta
convalecencia, falleció, dejando a Marco Aurelio al cuidado de sus cuatro
hijas. Altagracia les llevaba un mínimo de ocho años a sus hermanas menores;
razón por la que pasó a desempeñar el papel de madre sustituta. Su padre, un
hombre que perdió parte de su empuje vital luego de la muerte de su cónyuge,
desconocedor de las intrincadas complicaciones que pueblan el alma femenina y
sin conocimiento de cómo criar a un grupo de mujeres, delegó esa tarea en su
hija mayor, quien para entonces era una señorita juiciosa y responsable; que gobernaba
el hogar a su discreción, con mano de hierro; mientras él se dedicaba a los
negocios en lo cual era diestro, lo que le permitió amasar una considerable
fortuna.
Después de las
exequias, la joven hizo confeccionar trajes negros para ella y sus hermanas en
señal de luto —que debieron usar durante muchos años, más de los que dictaba la
etiqueta—, e hizo una fogata con todos sus vestidos sin importarle el llanto de
las pequeñas al ver consumidos sus atuendos favoritos; también decretó que, en
lo sucesivo, en esa casa no se escucharía música, ni habría motivo alguno de
celebración, por lo que no hubo más piñatas ni fiestas de cumpleaños en aquel
hogar.
Con el auge de su
belleza, aparecieron una multitud de pretendientes a los cuales rechazó de
forma sistemática, quizá debido a su sentido del deber que le exigía cuidar de
su padre y sus hermanas en ausencia de su madre, papel que asumió por completo,
aunque con severidad.
Fueron muchos los
que se perdieron en las hermosas, pero peligrosas aguas de sus ojos azules.
Alejandro Rojas, muchacho de buena familia, la cortejó de todas las maneras
posibles, le enviaba presentes que eran retornados sin abrir, hacía piruetas
montado de pie sobre la silla de montar del caballo con el fin de llamar su
atención, lo cual a ella solo le producía hilaridad. Tal fue su obsesión al
verse rechazado, que no comía y descuidó sus estudios, al punto que sus padres
temían por él. Le dirigía misivas que redactaba con cuidado y primorosa
caligrafía en un intento desesperado para ablandar el corazón de su adorado
tormento, las que Altagracia rompía sin siquiera mirarlas. En su desesperación,
le envió un mensaje por medio de una conocida común, suplicándole que le diera
su amor, afirmando, además, que, si no lo correspondía, se quitaría la vida, a
lo que la joven respondió «No permito que me hagan chantaje. Haga el favor de
no volver a enviarme mensajes». Alejandro apareció muerto en su alcoba. Dejó
una carta de despedida en la cual afirmaba que moría por ella. Si bien hubo una
tristeza general ocasionada por la pérdida del que fuera una promesa truncada
en la flor de su juventud, no podían señalarla como culpable, pues cada quien
otorga su afecto al que juzga merecedor de sus favores y nadie está obligado a
amar en contra de su voluntad.
Muchos otros
sufrieron suerte similar y fueron rechazados, se alejaron derrotados, lloraron
su desamor y terminaron contrayendo matrimonio con otras señoritas. De ellos,
Isaías Garza, un poco más comedido, alimentó un amor platónico por la beldad. De
carácter tímido, no compartía los exabruptos y muestras emocionales extremas de
Alejandro. Según afirmaba, se sentía contento con el hecho de que lo
considerara su amigo, atesoraba los minutos que estaba en su presencia, que eran
escasos, y no aspiraba a merecer sus favores. Eso le permitió acercarse a ella
sin sufrir su rechazo. Durante años cultivó esa pasión sin esperanza hasta que
su madre lo hizo entrar en razón, le dijo: «Hijo, si sigues aquí, terminarás siendo
un anciano solitario y amargado. Es mejor que te vayas a vivir a otra ciudad. Allí
encontrarás a alguien que sepa valorar tu bondad y abnegación». Aunque no concordaba
por completo con las ideas de su progenitora, Isaías, aceptó el consejo, se trasladó
a una población lejana y terminó casándose con otra mujer, sin que lograra
olvidar a la diva, a quien siempre colocó en un pedestal. Tuvo una hija llamada
Altagracia, a la que le relataba la historia del amor de su vida.
Aparte de su
autoimpuesto celibato, ella exigía lo mismo de sus hermanas, que al crecer
fueron cortejadas por jóvenes de su edad. El advenimiento de la pubertad no representó
para estas el despertar de tiernas ilusiones, sino más bien un recrudecimiento
de la censura inquisitorial. Se interpuso de manera tenaz a cuanta aproximación
sentimental observaba en su entorno familiar. Toda epístola era interceptada y
destruida cual si se tratara de un asunto vital de estado. Cualquier intento de
acercamiento era arrancado de raíz. Los pocos que se atrevieron a frecuentar el
hogar eran despedidos con la admonición de que no debían volver a poner un pie
allí, si se sospechaba que albergaban intenciones románticas hacia las
señoritas.
Al parecer
consideraba su deber, y el de las chicas, permanecer en luto y soltería
perpetua, algo que ellas rechazaban en su interior, pero a lo que eran
incapaces de oponerse de forma explícita. Los placeres de la carne constituían
un fruto prohibido que había extraviado a muchas almas piadosas en el pasado y
no permitiría que la perdición del infierno, amenaza de la virtud, se propagara
como cáncer en su hogar. Ante la menor falta al pudor, real o supuesta, —por ejemplo,
si alguna recibía una misiva de un admirador, aun si esta no era solicitada
sino enviada por su autor, sin tomar en cuenta las intenciones de la destinataria
—ellas sufrían castigos barbáricos, siendo azotadas y obligadas a hincarse
sobre granos de maíz durante horas; posteriormente debían confesarse con el
cura párroco y hacer penitencia para expiar sus pecados.
No obstante, el
sometimiento inflexible de su imperiosa voluntad sufrió un resquebrajamiento
gradual, en la medida en que sus hermanas, que para entonces pasaban de los
veinticinco años, y ante la perspectiva nada halagüeña de permanecer solteras
por el resto de sus vidas —algo que consideraban seguro si seguían bajo el
mando de su familiar—, decidieron, cada una a su manera, romper su círculo de
control.
Susana,
influenciada por una religiosa que se dio a la tarea de inculcarle altos
ideales religiosos, ingresó al convento de las carmelitas descalzas y, en lo
sucesivo, llevó una existencia contemplativa en el interior de un monasterio,
alejada de las miserias mundanas. Antes de irse manifestó que prefería la paz
del claustro a la persecución policial a la que era sometida en el hogar
paterno.
Eliza, cansada de
tantos romances frustrados y atormentada por un amor avasallador que le hizo
contemplar la posibilidad del suicidio, se marchó con un comerciante, quien la convenció
de que su única opción para casarse y burlar el férreo cerco impuesto por su pariente,
era huir con él. Consciente de que su decisión la apartaría para siempre de su
familia, pues en el futuro se la considerarían una paria, siguió con su
designio a pesar de las consecuencias. No se volvió a saber nada de ella.
Ángela, la menor, más
inteligente, persuadió a su padre de que debía aceptar una beca del gobierno
para estudiar en los Estados Unidos de América, que le había ofrecido un funcionario
gubernamental conocido de la familia que deseaba quedar bien con ellos; a pesar
de que Altagracia protestó por lo que consideraba entregar su hermana a un
futuro incierto, —y, aunque no lo declarara, fuera de su control personal—, no
hizo que esta desistiera en su propósito, y la pequeña, quien mostró en ese
momento crucial el temple del que estaba hecha, se salió con la suya; obtuvo la
aprobación de su papá y viajó al extranjero; estando allá conoció al que sería
su esposo y formaron un hogar feliz; de manera que no regresó a vivir a su
pueblo natal.
Altagracia
compartió los últimos años de su padre, Marco Aurelio, quien sufrió un deterioro
mental que lo mantuvo postrado en su lecho por largo tiempo. Él, que se
caracterizó en su juventud por su brillantez, perspicacia de negociante y capacidad
para prever el futuro, se vio reducido a depender de sus cuidadores aun para
las necesidades más básicas. Pasaba de los sesenta, cuando murió su progenitor.
Ángela recibió su herencia en efectivo que se le envió a los Estados Unidos. Ella
quedó sola con su criada, María Exaltación, una muchacha virgen y soltera, al
igual que ella, de raigambre indígena, de rostro nada agraciado y expresión
taciturna, pequeña pero fuerte como una mula, que provenía de una aldea cercana.
Entonces sintió el
peso de su intolerable soledad, acostumbrada como estaba a la compañía de sus
hermanas, primero, y de su padre, después. La embargó la congoja, la nostalgia
por una época que no volvería. La belleza fue remplazada por la decadencia; la
fuerza se tornó debilidad; la firmeza, flacidez; la lozanía, vejez; tal es la
inevitable consecuencia de la carcoma del tiempo que no se puede evitar. Sus
contemporáneos, en su mayoría, habían abandonado su tierra natal en pos de
mejores oportunidades que las ofrecidas por un anquilosado pueblo en el que
solo sobrevivía el recuerdo de un pasado glorioso; se habían casado y tenían
hijos y nietos.
Nuevas
generaciones suplantaron a las anteriores, constituidas principalmente por foráneos
que venían de aldeas vecinas a ocupar los puestos de aquellos que se habían
marchado. Trajeron consigo hábitos que los pobladores originales no siempre aprobaban.
Hubo un decaimiento de las buenas costumbres y una relajación de la moral.
Proliferaron los lupanares y tabernas de mala muerte donde se hacía honor a la
inmundicia y la concupiscencia. Las niñas salían embarazadas antes de llegar a la
mayoría de edad, sin casarse, amancebadas bajo la mirada impávida de sus
progenitores. Ante la presencia soez de tal gentuza, perdió toda esperanza de
encontrar entre sus vecinos un alma gemela que aliviara su soledad. Entonces lamentó
haber despreciado a tantos jóvenes de bien en su juventud.
Cuando se
encontraba en el ocaso de su existencia llegó al pueblo Armando Vidal, quien tenía
en esa época alrededor de cincuenta años. Vestía con elegancia, el cabello bien
cuidado, reluciente de brillantina y un diente de oro que mostraba al sonreír. De
trato amable y buen parecer, trabó conocimiento incidental con ella, permaneció
por un corto tiempo y luego debió marcharse a otra ciudad. Altagracia viajaba
con cierta regularidad a dicha urbe para recibir tratamiento médico, puesto que
en su población no existía un hospital con facultativos de todas las especialidades.
Un día en que oró a
la virgen para que aliviara su soledad —lo que hacía con frecuencia—, se
encontró por casualidad con Armando en una calle de la referida localidad. Consideró
que este hecho del azar era una señal divina, por lo que al verlo le dijo: «Usted,
es la repuesta a mis oraciones». Él se sorprendió ante tal declaración. En un
principio sospechó de la cordura de la dama, no obstante, luego de algunas
explicaciones comprendió a que se refería. Poco después se casaron. Muchos
consideraron que se trataba de un matrimonio por conveniencia. Altagracia, que
acariciaba los setenta, era solo la sombra de lo que fue en su mocedad, pues su
belleza devino en flor marchita, sin embargo, contaba con recursos económicos
heredados de su padre quien falleció como un hombre acaudalado.
En esa época
descubrió los placeres carnales que se había negado en su juventud y este
despertar tardío de Eros fue tan fuerte como lo fue su represión. Exigía de su
esposo que la atendiera cual si fuera una quinceañera que recién experimenta la
sexualidad, esperando recuperar en forma tardía todo el tiempo que perdió en
aras de su deber filial. Deseaba hacer el amor con inusitada frecuencia para una
mujer mayor, a cualquier hora, de manera que fue sorprendida en más de una
ocasión por su fiel servidora, quien al ver ese comercio impúdico solo acertaba
a persignarse y elevaba su mirada al cielo en señal de contrición. Los gestos
de cariño que en público le prodigaba a su amado incomodaban a muchos
espectadores, pues en esos momentos de éxtasis, parecía olvidarse de que, al
ser observada, convenía mantener el recato propio de su edad. También cambió su
apariencia externa, vestía colores vivos, trajes ligeros y hasta se atrevía a
mostrar sus rodillas de vez en cuando.
Por si fuera poco,
mostró una notable debilidad: complacía a su marido en todos sus caprichos. En
contra del consejo de sus amistades, le regaló un auto último modelo, le
obsequió varios terrenos —que él le exigía poner a su nombre como prueba amor—
y le dio diversas sumas en efectivo que él aseguraba, invertiría en negocios
que los harían millonarios y de los que nunca se supo el fin. Bajo el hechizo
de su pasión otoñal, se desentendió de la administración de los bienes heredados
y los confió en manos de su consorte. Tal era la renuncia de su voluntad a la
que el nacimiento del amor la había inclinado. Una a una, fueron traspasadas
las posesiones familiares producto del trabajo de su padre a su cónyuge, y el dinero
transferido a su cuenta bancaria. Aunque algunos amigos bienintencionados quisieron
disuadirla de su error, ella no los escuchó, pues lo miraba todo a través de
los ojos de su enamoramiento. Como dice el adagio popular: «Es más fácil parar
una mula en bajada que una vieja enamorada». Cuando ya no tenía más que ofrecer,
Armando la abandonó por una chica de dieciocho años, embarazada de otro hombre
que la dejó, y a la que convenció de irse con él.
Lloró y permaneció
en su lecho sin apenas comer por varios días. Cuando por fin se levantó,
destruyó todo aquello que le recordara al bellaco con la furia de un torbellino.
Lanzó contra las paredes y el piso las fotografías de su boda haciéndolos añicos.
Los marcos que se desprendieron y múltiples fragmentos de vidrio volaron por
los aires. Desgarró su ajuar de novia centenaria. Destrozó con saña la ropa de su
exesposo, zapatos de las mejores marcas y trajes de cachemir, que ella le había
obsequiado. Hasta que el suelo quedó cubierto de trozos de cristal, cerámica, partes
de calzado y jirones de tela. Una vez que hubo terminado, se tendió a llorar
sobre el estropicio. María Exaltación, al verla en tal estado de agitación, temió
que hubiera perdido el juicio y corrió donde una vecina para pedirle consejo.
Esta la miró con parsimonia y le dijo: «Déjela, es mejor expulsar el veneno de
la culebra para que no siga haciendo daño».
Con posterioridad,
Armando le envió la orden de desalojo de la casa familiar, que ahora le
pertenecía a él. En un principio casi le da un infarto. Luego sentenció que
primero muerta antes que salir del que había sido su hogar por tantos años. Ante
la perspectiva de que sería expulsada por la fuerza, sus amistades intentaron
en vano convencerla de abandonar su vivienda por su propia voluntad. De forma
que tuvieron que sacarla en andas, sentada sobre una silla a manera de trono, como
santo en procesión, seguida por una cuadrilla de mozos que cargaban sus
posesiones, frente a la mirada atónita de sus vecinos. Entonces Altagracia
saboreó lágrimas amargas al contemplar como el último reducto que la unía a su
pasado grandioso le era arrebatado.
Malbarató los
tesoros familiares, joyas de oro, vajillas de plata y objetos ancestrales, para
recaudar fondos que ahora le harían falta. La mayoría fueron adquiridos por un
usurero que los valoró a precio de gallo muerto. «Usted no es más que una rata
inmunda» le dijo tragándose su orgullo al recibir el pago. El hombre sonrió y
le contestó: «Pero mi dinero es tan bueno como el de cualquiera». Solo conservó
su lecho antiguo tallado en cedro, algunos muebles básicos, sus más preciados
recuerdos y un baúl grande que siempre la acompañó en el que guardaba sus
documentos, cuya llave colgaba de su cuello. Se fue a vivir a una humilde vivienda
de dos habitaciones que fue lo único que pudo encontrar dada su menguada
economía.
Por las tardes,
con lágrimas de cólera e impotencia, observaba pasar a su exmarido junto a su
nueva pareja, conduciendo el carro que le regaló, para visitar las propiedades
adquiridas con su patrimonio. Además, este se daba la gran vida, prodigándose
toda clase de lujos y derrochando el dinero con prostitutas y cuanta mujer
bonita se cruzaba en su camino. Si alguna vez se encontraban en la calle, ella
le gritaba epítetos tales como bribón, pícaro, vividor, a lo que él respondía alejándose
lo antes posible. Se afirma que interrogado acerca de si no le pesaba ver en la
ruina a la que fue su esposa, Armando habría dicho: «Bastante soporté a esa
momia lasciva. Ni con todo el oro del mundo podría pagarme por el asco que
sentí cada vez que sostuve relaciones sexuales con ella». Se supo que él había
contraído nupcias con otras viudas ricas en el pasado, a las que persuadió de
traspasarle sus pertenencias para luego abandonarlas y, en lo sucesivo, disfrutaba
la fortuna mal adquirida mientras esta duraba, dado que no se negaba ningún
placer y ninguna suma de dinero le parecía suficiente para satisfacer sus caprichos.
Altagracia pasó
sus postreros años en compañía de su fiel sirvienta, quien a pesar de que ella no
contaba con recursos para pagarle, se mantuvo a su lado. Sobrevivían con cantidades
pequeñas de dinero que su hermana Ángela le enviaba desde el extranjero y dádivas
de caridad de algunos vecinos, que les servían para sufragar sus necesidades más
básicas. Permaneció en la penuria, afligida por las deudas y la soledad. Sin
embargo, no abandonó su fe religiosa que le ayudó a sobrellevar las miserias de
la existencia. Asistía a misa vestida con sus raídos vestidos, únicos testigos
de un pasado mejor, y recibía a diario el sacramento eucarístico. Arrepentida
de su desvarió crepuscular, retornó a una vida de penitencia y abrazó la
pobreza como una oportunidad que el cielo le ofrecía para expiar sus pecados y
aligerar el tiempo que su alma inmortal permanecería en el purgatorio.
Sus últimos días
no fueron mejores. Padeció de una debilidad que le impidió levantarse de la
cama durante una semana. Apenas probó alimento a pesar de que su criada le
proporcionó sus comidas preferidas: cuajada recién colectada, caldo de gallina
y atol de elote. «Todo me sabe igual, desabrido» dijo. Todo hacía presagiar que
su existencia llegaba a su fin. Alarmada por el estado de su ama, María Exaltación
solicitó la ayuda del médico de cabecera de Altagracia, don Policarpo Raudales,
quien la había tratado a ella y su familia durante muchos años. Este acudió a
su lecho de enferma sin cobrar sus honorarios en vista de su precaria situación
económica. De nada sirvieron sus atenciones, después de realizar sus mejores
esfuerzos se dio por vencido y declaró que no había algo más que pudiera hacer
por su paciente. La luz vital se apartó de su debilitado cuerpo como si fuera
una llama que se apaga lentamente. Murió una mañana de mayo en que los rosales
dieron sus más hermosas flores.
Tras el deceso,
todo el pueblo, ricos y pobres, jóvenes y adultos, vinieron a su velorio, que
se llevó a cabo en la antigua residencia familiar, comprada a Armando por una
sociedad cuyo presidente era un viejo amigo de la finada, quien la prestó
gustoso al enterarse de su muerte, dijo: «No es correcto que Altagracia sea velada
y enterrada en medio de la miseria. Ya que le tocó vivir en esta sus últimos
días, que al menos disfrute de un funeral digno del recuerdo de su esplendor».
Se abrieron las
puertas de la vieja residencia —que fue adquirida con
la intención de construir un hotel de lujo, un proyecto que aún no se había
ejecutado— a todos aquellos que quisieran llegar a darle el último adiós. Su
hermana envió de los Estados Unidos una modesta suma para ocuparse de los
visitantes. Los pobladores pudieron observar por primera vez después de muchos
años las augustas estancias y preciosos jardines que evocaban imágenes del
pasado. Se obsequió con nacatamales de carne de cerdo, ponche de frutas, vino,
café y refrescos, a los miembros de familias de bien. La plebe, que se coló
forzando el portón por donde entraban las bestias y se instaló en el pasillo,
fue provista con aguardiente, comida y naipes para que pasaran el rato. En su
mayoría, los asistentes no habían conocido a Altagracia en vida, ni les
importaba en absoluto que hubiera muerto; al fin y al cabo, los funerales en
los aislados poblados del interior donde reina el aburrimiento no son más que
una excusa para reunirse y departir a expensas de los deudos.
Pocos quedaban de
quienes la conocieron en el auge de su belleza. Apenas vagos recuerdos de la
que fuera la máxima beldad que la ciudad hubiera conocido. Los vecinos
acudieron en gran parte por curiosidad, por lo que habían escuchado de los
mayores. Muchos integrantes de las nuevas generaciones no parecían dispuestos a
creer que aquella anciana de aspecto senil e insignificante, arrugada como una
pasa, cuyos restos descansaban en la capilla ardiente, causara tal desasosiego
entre los jóvenes en su época de lozanía.
Su exesposo ni
siquiera se dio por enterado, cuando le comentaron que había fallecido su
exmujer dijo: «Tengo asuntos más importantes que atender funerales». Su hermana
Ángela, que entonces era una mujer mayor, hizo el esfuerzo de viajar con su
marido y sus hijos, pero no pudieron llegar sino hasta después de pasados dos
días del entierro, al celebrarse las misas de novenario. En el funeral, aparte
de María Exaltación, solo un extraño lloraba desconsolado, era Isaías Garza, el
que, a pesar de los padecimientos propios de su avanzada edad, al enterarse de la
infausta noticia, viajó acompañado por su hija en cuanto pudo. «No podía faltar
a las honras fúnebres de quien fuera el amor de mi juventud, la que despertó en
mí la más sublime de las pasiones», expresó en esa ocasión.
Los pocos bienes que
dejó le fueron cedidos a María Exaltación, ya que su hermana, única heredera, no
manifestó interés en los mismos. El juez le hizo entrega de las posesiones en
presencia de testigos. Al abrir el cofre, cuya llave Altagracia guardaba con
tanto celo, se encontraron documentos antiguos, algunos recuerdos personales y una
carta de amor escrita de puño y letra por su madre, Dorotea, poco antes de
morir, dirigida a su amante, un tal Tranquilino Valverde. Fue así como todos se
enteraron del oscuro secreto de la familia De la Cuesta.