Rosario Sánchez Infantas
Fui yo quien le negó el último favor que solicitó en
vida.
Pasaron cosas insólitas aquel setiembre
en la ciudad de la eterna primavera. Enclavada en la sierra central peruana, la
localidad en la que vivo permite transitar desde el último ramal de la
cordillera de los Andes hacia la selva amazónica. Al atravesar un túnel de
cuatrocientos metros se deja atrás el clima templado y seco y uno se sumerge en
el ambiente cálido y húmedo de la jungla.
A los sesenta años empecé a tener miedo
de utilizar mi cuarto de baño. Parte
de mi rutina cada sábado era ordenar, limpiar y trapear. El agua del trapeado la echaba por
el inodoro. Aquel sábado, de improviso, pensé que esa agua sucia iba al
sistema de desagüe de la ciudad y de ahí al río Huallaga, el cual se interna en
la Amazonía rumbo al océano Atlántico. Era cuestión de tiempo. Veinte o treinta
horas de recorrido y estas aguas residuales, pasarían por dónde estaba flotando
su cadáver. O por donde quizás estuviera
atrapado en las ramas de algún árbol ribereño, atascado en un médano o playa
que el río forma de trecho en trecho.
El día anterior me impactaron los titulares de los
diarios: un poeta foráneo se había ahogado en el río Huallaga cerca de un poblado selvático ubicado a dos horas de mi ciudad. El desarrollo de la noticia
confirmaba que era él: Fredy Santibáñez Pérez. Nadaba en el caudaloso río, fue atrapado por un remolino y luego
arrastrado por la corriente. Lo estaban buscando río abajo. Ahora me parecía
que verter agua sucia por el desagüe era afrentar su cuerpo y lo que en este
momento constituía su entorno.
Ese sábado no trapee mi casa. Barrí y me engañé
diciéndome que no tenía tiempo suficiente. Evité ingresar y usar el cuarto de
baño porque al estar entrando sentí una opresión en el pecho al pensar en el
ahogado. Una hora más tarde al acercarme al lavabo, experimenté una violenta
compresión y el corazón empezó a latir desbocado. Me dije que ya era hora de
hacer pintar la sala, que podía aprovechar el fin de semana y que siendo
dañinas las partículas de la pintura, me alojaría un par de días en un hotel
cercano. Coordiné con el pintor, saqué un breve equipaje, cerré puertas y
ventanas y al pasar frente al cuarto de aseo el sudor mojó mi rostro y sentí la
dolorosa constricción del pecho y la garganta.
Ese día estuve muy ocupada haciendo diversas gestiones pendientes y regresé
muy tarde al hotel. Hacia la medianoche cuando fui al baño, de manera súbita, comprendí
lo obvio: todos los subproductos de mi vida civilizada van al Huallaga…y llegan
a él. No tengo alternativa. Vivir modernamente implica echar todo lo vil y
despreciable al agua que habrá de llegar hasta donde se encuentra su cuerpo aún
no rescatado.
Aquella noche no dormí. Varias veces sentí que iba a sucumbir cuando mi
corazón latía violentamente, mi cuerpo tenso temblaba sin control y mi
respiración se agitaba. Y es que en el silencio de la ciudad que yacía percibí
ruidos escalofriantes en las tuberías del cuarto de baño. De pronto me di
cuenta que la cama estaba demasiado próxima a la puerta del retrete y por lo
tanto conectada con él. El pánico me hizo saltar de ella. Arrastré una silla
colocándola cerca a la puerta de la habitación y me senté a esperar que
amaneciera. ¡Fue una eternidad! Necesitaba usar el inodoro y tomar una ducha.
Aquí no iba a poder hacerlo. Solo pensarlo me llenó de terror, me dolió
fuertemente el torso, sufrí un gran mareo, se entumecieron mis manos y me di
cuenta de que perdía el control de mí misma. Busqué en mi memoria otro hotel
cercano, noté alivio al hallarlo, me imaginé ingresar al lavabo en él, el sudor
perló mi frente, sentí una dolorosa opresión en el pecho y la sensación de que
algo me encapsulaba y me constreñía cada vez más. ¡Mi vida estaba acabada!
Rompí en llanto. ¿Qué podía hacer? Debía pensar como una
mujer adulta. ¿Qué le diría a una niña asustada? «Lo que estás haciendo no resulta, empeora la situación. Hay
que cambiar. ¿Qué estuviste haciendo? Evitaste exponerte al temor inicial.» Suspiré. ¿Cómo enfrentar a la imagen del cadáver hinchado y
desfigurado que era buscado Huallaga abajo?
En una fracción de segundo me llegó la idea: ¡así no era
él! Así no lo conocí. Hice el esfuerzo de recordarlo. Vino a mi mente su rostro
risueño de un año atrás en un congreso literario realizado en la capital. Fluidamente
pasaba de una idea a otra mientras gesticulaba, modulaba la voz, preguntaba,
hacia pausas, se desplazaba y representaba con su cuerpo los mensajes,
emociones y sentimientos. Casi en trance sus oyentes terminaban amando u
odiando, lo que les proponía el filósofo y poeta de mediana edad. Cuando tomaba
la palabra parecía acrecentarse su estatura de un metro y sesenta centímetros.
Nacido en una provincia del interior peruano hizo del mundo su hogar el
intelectual de tez trigueña, nariz aguileña y ojos pequeños, negros y vivaces.
Sonreí al recordar algunas expresiones de su fino humor.
A ese hombre inteligente y gracioso pude expresarle desde
el fondo del alma: «¡Perdóname, hermano!». Lloré mucho y le hablé sintiendo cada palabra.
«Sé que me entenderás. Te conocía superficialmente.
Sabía de tu círculo de poesía, de tu posición de izquierda que se expresaba en
tiempo y esfuerzo dedicados a sacar adelante recitales artísticos y ferias de
libros en los lugares más alejados del país. Después de saber de tu accidente
busqué información en las redes sociales. Leí testimonios de jóvenes con
vocación literaria que recibieron tu crítica constructiva, aliento y el espacio
físico en tus publicaciones populares para desplegar sus potencialidades. Otros
te agradecían que los escucharas en medio de una crisis personal. Destacaban tu
gran sentido del humor, cuánto valorabas la amistad, tu ansia por beberte la
vida y disfrutar la bohemia. Y, sobre todo, tu desprecio a los estereotipos
sociales».
Volví a llorar mucho mientras ordenaba
mis ideas sobre lo ocurrido en los últimos días. Respiré profundamente y volví
a hablarle a Fredy: «Cuando, mediante un mensaje, me pediste hospedaje
mientras durase el congreso de filosofía que se realizaba en mi ciudad no fue
fácil decidir negártelo. Fueron muchos días de conflicto.
Lo primero en que
pensé fue en guardar las formas en esta pequeña ciudad conservadora que no
vería bien que una mujer seria y que vive sola hospede a un hombre. Rechazo
racionalmente muchas convenciones sociales; pero no puedo confrontarlas todas. Imaginar
que te alojaba me puso ansiosa: podías juzgar mi casa. Soy una persona
solitaria y sencilla lindando con el descuido. Mi trabajo es muy demandante y
no tendría tiempo para atenderte.
Tuve miedo de que
malinterpretases hospitalidad con oportunidad de flirteo, de que regresases a
mi casa embriagado o trajeses otras personas. Mis amigos reforzaron la idea de
que no podía tener en mi casa a un desconocido».
Decidí
salir a caminar en la luminosa mañana de domingo. Con una gran paz me fui
alejando de la ciudad por un camino polvoriento que une los cultivos de caña de
azúcar bajo la sombra de árboles de pacaes, naranjas y lucmas. Sistematizaba
mis ideas. Volví a dirigirme a Fredy:
«Sabía que si no te alojaba estaría triste por no actuar
de acuerdo a mi naturaleza generosa, además sentiría culpa por el imperativo
social de ayudar a los demás. Pero tenía que ser quien se espera sea: formal,
mesurada y sensata. Me doy cuenta de que, entre mis labores burocráticas y
vivir de acuerdo a las expectativas ajenas, se me está yendo la vida. Recuerdo
que Cortázar dijo: “Hay
una hora en la que se anhela ser uno mismo y lo inesperado”. Anhelé ser yo
misma, pero más pesó el miedo, hermano».
Mientras cortaba unas
flores de retama seguía pensando. Inhalé su aroma delicado asociado a mis
sueños infantiles, y le dije a Fredy: «Tu magia
consistía en darle voz a lo que tus oyentes hubiéramos querido decir, pero los
convencionalismos no lo permitían. También nos mostrabas lo evidente pero apenas
vislumbrado. Hace un año enfatizaste que el cambio
es permanente y que todo debe transformarse y avanzar con la historia, con el
tiempo, con la sociedad y la naturaleza. Que nadie se baña dos
veces en el mismo río, pues ni la persona ni el río son el mismo un momento
después. Hoy no soy la misma. Avancé con tu historia. Renunciaré a mi trabajo
burocrático y me dedicaré a la literatura y a ser yo misma, porque “Todo fluye”.
¡Gracias, hermano!».
Había llegado a la ribera del río Huallaga. Besé el ramito de flores de retama antes de lanzarlo. Las vi partir mecidas por las aguas turbias. Empezó una delicada lluvia con sol. Me pareció escucharle diciendo: «Todo fluye».
Me gustó la narración. Avanza como su título, fluye interesante en medio de las disquisiciones del narrador
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