domingo, 28 de agosto de 2022

El caso de Pedro

Amanda Castillo


Pedro salió muy contento de su casa. A sus quince años, ya se proyectaba como un apuesto y atlético joven. Su carisma, desparpajo y sentido del humor lo hacían destacar entre su grupo de amigos, siendo así el líder de la «gallada daddy», nombre con el que habían bautizado a su grupo.

Aquel sábado de enero, sus padres le dieron permiso para salir con sus amigos. Pedro les dijo que irían al parque y luego a comer pizza. A su madre le extrañó que su hijo llevara un morral bastante grande consigo al momento de salir, sin embargo, decidió no fastidiarlo con algún comentario al respecto.

Pedro se mostraba ante sus padres como un chico responsable, obediente y respetuoso de los principios y valores que ellos le habían inculcado durante la crianza, no obstante, la comunicación entre ellos y su hijo no era la mejor y, por tanto, ignoraban muchas cosas de él, no tenían idea de las aventuras que este vivía cada vez que tenía la oportunidad de estar fuera de la vista de ellos. Desconocían que su hijo sabía aquella verdad que habían ocultado por años. El chico lo descubrió por accidente, un año atrás, cuando recibieron la visita de su tía Mariana y su nuevo esposo. Estos se encontraban de espaldas a él conversando desprevenidamente:

—Me sorprende Pedro, se ve un poco triste, ¿no?

—No lo noté, no lo creo. Aquí tiene todo. Mi hermana fue muy buena al hacerse cargo de él.

—¿Y aquella mujer nunca volvió?

—No. Simplemente desapareció un día. Cuando mi hermana regresó encontró al chiquillo llorando, tenía seis meses de nacido.

Pedro era un adolescente perspicaz, a sus catorce años entendía de qué se trataba todo. Odió a sus padres por engañarlo e inventar todas esas mentiras que le habían contado sobre el supuesto embarazo y su nacimiento. Desde esa noche y las siguientes, imaginaba extraordinarias historias sobre sus verdaderos padres y su origen. Rumiaba en su mente una y otra vez las diferentes maneras de descubrir su procedencia. Sufría en silencio. Lloraba la mayoría de las noches, había decidido ser diferente, creía que realmente a nadie le importaba lo que pasara con su vida.

Sentía rabia y dolor porque las personas en quienes confiaba lo habían engañado. Para él, era una burla muy cruel todo lo que había sucedido en su vida. No paraba de pensar   en su madre biológica. Sentía una profunda rabia con ella por haberlo dejado tirado en aquella casa. Muchas veces soñó con irse de aquel lugar e imagino variadas maneras de vengarse.

Vio la gran oportunidad de hacerlo utilizando el regalo que le dieron de cumpleaños: su primera tarjeta de crédito. Tenía un cupo suficiente de dinero y con ello podría llevar a cabo lo planeado:

El proyecto para aquel día consistía en que él y sus amigos irían a nadar al puente del Morro. Este medía más de trescientos metros de longitud y unía dos islas de la ciudad. Ese era un punto de encuentro para la mayoría de los jóvenes.

El lugar estaba repleto de muchachos que cada tarde se aventuraban a jugar a los buzos en las profundidades de la bahía.  Se sumergían en el mar y a puro pulmón resistían el mayor tiempo posible bajo el océano.

Las mareas del mes de enero eran particulares. El nivel del mar crecía más que el resto del año, además del fuerte oleaje que se producía para estas fechas. Pero esto, en vez de atemorizar a los chicos, tenía un efecto contrario, los impulsaba a competir con mayor entusiasmo, era todo un reto sumergirse en las profundidades del mar.

Después de sortear los turnos para lanzarse al mar, a Pedro le correspondió el último puesto.  El desafío era aún mayor porque tendría que superar los tiempos de todos.

—¡Carajo, tendré que aguantar más!

—¡¡¡Pedro, Pedro, Pedro!!! —eran las arengas de sus amigos.

Al llegar su turno, el muchacho se hizo la señal de la cruz, como era la costumbre entre ellos, inclinó su cuerpo y se lanzó al mar con un clavado perfecto. El reloj humano empezó a contar en coro los segundos:

—¡¡Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho… treinta… cuarenta… cincuenta!!

Las voces de los chicos seguían contando sin parar con la emoción y la adrenalina al máximo. Querían conocer con prontitud quién sería el campeón de esta temporada.

—Ese man es un duro —decía Miguel, el mejor amigo de Pedro.

—Imbatible —decía otro.

Todos esperaban expectantes, contabilizando uno a uno los segundos que él permanecía bajo el agua; al final, el ganador obtendría el premio y de paso el reconocimiento y admiración de todos los chicos y chicas. Pero también estaba el otro extremo, es decir, el que menos tiempo resistiera en el fondo del mar tendría que pagar una penitencia como castigo.

Transcurría el tiempo y Pedro no salía a la superficie.  Ya había pasado cinco minutos y no había señales de él. Al caer en cuenta de lo que estaba sucediendo, los chicos empezaron a gritar:

—¡Pedro salí, Pedro salí!

—¿Por qué no sale?

—¡Ayuda, auxilio! —vociferaban los angustiados muchachos.

De inmediato llegaron más personas, entre ellos varios adultos que circulaban por la zona.

Algunos chicos sin pensarlo dos veces se lanzaron al mar, en búsqueda de Pedro.

Entraban y salían de las inquietas aguas, una y otra vez, sin resultado alguno. Miguel empezó a llorar

preso del miedo ante lo que pudo ocurrirle a su amigo.

Alguien dio aviso a las autoridades y al rato arribaron los guardacostas con buzos profesionales, quienes hicieron continuas inmersiones durante horas, hasta que la oscuridad de la noche llegó y fue imposible continuar.

Poco a poco, espectadores, bañistas y rescatistas se fueron alejando del sitio. Dijeron que seguirían buscando al día siguiente. —En la oscuridad de la noche, es poco lo que podemos hacer —dijo el comandante de los guardacostas.

Solo quedaron los amigos de Pedro, y sus padres, a quienes le habían tenido que informar sobre lo ocurrido. Ellos permanecían en estado de shock. Al comienzo no habían creído lo que les decían. Sin embargo, con el paso de los minutos fueron entendiendo todo. Si bien se sentían avergonzados por las mentiras de su hijo, su corazón estaba desgarrado por el dolor.

Al dirigirse a la zona de los hechos, la madre de Pedro aún no entendía con claridad lo sucedido.

—Esto debe ser un error —dijo—. Mi Pedro no haría ese tipo de cosas—. Y de inmediato recordó el sospechoso bolso que su hijo había sacado de casa aquel día. Sin saber que este contenía los elementos necesarios para que Pedro llevará a cabo su cometido.

Al llegar al lugar, aún incrédula por lo que le decían y con el corazón latiéndole con fuerza, se sintió desfallecer cuando Miguel corrió hacia ella, completamente demolido por el dolor. Abrazó al muchacho, y solo hasta ese instante pudo comprender el tamaño de su tragedia.

A la mañana siguiente volvieron los buzos y reanudaron la exploración. Los botes permanecieron varios días sobre la bahía. Ya solo buscaban el cuerpo del muchacho, pero sin resultado alguno.

Al cabo de varios días la búsqueda cesó, la familia de Pedro se dio por vencida y decidieron organizar una vigilia, aunque sin el cuerpo del muchacho. Estaban devastados por la pérdida del hijo y hermano amado. Fue una ceremonia triste y dolorosa, todos lamentaban la partida de Pedro. Sus amigos estaban inconsolables, especialmente Miguel, quien sentía culpa por lo sucedido.

—No debí desafiarlo —Se decía a sí mismo con insistencia.

Transcurridos dos días después de la ceremonia, alguien tocó la puerta en la casa de Pedro. La madre fue a abrir y al hacerlo emitió un gritó espantoso:

—¡¡¡Dios mío, mi hijo está vivo!!!

Todos en la casa corrieron al escucharla. El asombro fue paralizante cuando vieron a Pedro. El muchacho reía con descaro.

—¡Ja, ja, ja …!, ¡los engañé!, ¡los engañé!, los engañé!… Ja, ja, ja...

Al escucharlo, la madre no pudo pronunciar palabra, sintió una nube oscura cubriendo todo a su alrededor y con parsimonia se desvaneció frente a los atónitos espectadores. A verla en ese estado, el muchacho se abalanzó sobre ella y su risa se convirtió en llanto lastimero y estremecedor ante el dolor que le causaba la idea de que su madre hubiese muerto por su culpa.

Pero la madre no murió.  Quedamente se recuperó del desmayo, y sin pronunciar palabra sus ojos se inundaron de lágrimas de alegría al ver a su hijo amado con vida.

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