Manuel Quezada
Pasaron muchos años, cerca de treinta y cuatro, y cuando escucho
la versión sinfónica de la canción «All You Need Is Love» de los Beatles, cada
nota de cuerda, viento o percusión, así como los melodiosos cantos abren un
hilo de remembranzas, como el impensable amor de una mujer que no se había
propuesto nada más que alegrarme a mi corta edad en las noches de feria. Ella
se alistaba al ocultarse el sol y la señal era la música que llegaba hasta
nuestra casa por medio de un ruidoso megáfono. Tomaba una ducha y se preparaba
con sus mejores ropas. Un par de horas antes había advertido a mi madre que me
llevaría a pasear. Era la temporada. Nos visitaban al barrio las «ruedas», formada
por un carrusel, juegos mecánicos de avión, y la temible ruleta «Chicago», que
tronaba con cada vuelta que completaba. Ella se tomaba su tiempo para colocar
cada prenda en su cuerpo con precisión. Acabado el rito, con un
vestido blanco nupcial dejó la casa a
las siete de la noche, pero antes dirigió unas palabras a mi madre:
—Me llevo al niño.
Ella no respondió, solo siguió con la mirada la figura de la
mujer que me llevaba de la mano. Miré su prolongado escote y su sonrisa que
denotaba una breve libertad nocturna. A penas unos pasos en la calle, llegó la
música melosa que confirmaba nuestra cita. Dos veces al año aparecía en nuestro
barrio la pequeña feria formada por tres juegos mecánicos. Alrededor de ellos
las mujeres de la custodia, mujeres de oficios domésticos, el club de las «mamas».
La voz melodiosa de Leo Dan tenía un eco en los susurros de Sara que buscaba un
objeto perdido entre la luz que salía de cada juego de diversión y la imperante
oscuridad de la zona. Lo encontró y su rostro se relajó. Yo volví a ver sus
senos porque era difícil ser advertido ante su mirada orientada al objeto
encontrado. Sin dudar, se fue a la caseta a comprar tiquet para una vuelta en
cada rueda.
—¡Súbete aquí! —me dijo, con mucha ansiedad.
Me tomó de mi mano derecha para darme un breve impulso y
colocarme sobre un caballo de madera color anaranjado. Bajó. Un pequeño motor inició
un infernal ruido y la plataforma circular de caballos comenzó a girar. La
perdí de vista. La velocidad del carrusel y la poca luz a un metro de distancia
de mi entretenimiento no permitía divisar a las «mamas», hasta que la vuelta
terminó y ella apareció para pagar una más.
Al iniciar de nuevo, mi vista se detuvo en un punto fijo,
tras una y otra vuelta… era Sara, quien se fundía en un fogonazo apretujada con
un desconocido.
Ellos me compraron varios tiquetes esa noche y las
siguientes, hasta que se retiraban las ruedas del barrio.
Cada mañana, después noches de feria, la primera prenda
lavada y expuesta al sol era el vestido blanco. Sara se levantaba muy temprano para
esa tarea. Mi madre al llegar a la zona del lavadero se percataba de la única
prenda que esperaba el sol para secarse y estar lista para la noche. Iracunda,
entraba a la casa y revisaba cada habitación hasta sacar la última ropa sucia o
medio sucia formando una montaña que debía estar limpia antes que finalizara el
día. Multiplicó las tareas de todo tipo, pero Sara sorteaba cada una, como un
río que no detiene su cauce recio bajo un temporal.
Sin fallar a las siete de la noche me tomó de la mano con la
autoridad de una «mama».
—Me llevo al niño —volvió a decir y el rostro de mi madre denotó
angustia.
Divisé al hombre que la esperaba cerca del carrusel a dos
metros de distancia donde la luz no llegaba a mostrar su rostro con claridad.
Con su mano izquierda tomó la derecha de Sara y; para mi sorpresa la mano
derecha estaba tupida de tiquetes para subir a los escasos tres juegos
mecánicos por horas, mientras ellos se entretenían en un derroche de besos y
contacto físico.
No conté las vueltas en cada juego mecánico. Fueron muchas.
Pero reconocí que los hijos de los vecinos del barrio no llegaban con sus
padres, sino con las mujeres que apoyaban las tareas de la casa, algunas con
citas acordadas en esa pequeña feria, otras viendo de reojo el amor.
Por aquellos meses en que nos visitaban el carrusel, «la
Chicago» y «los avioncitos», la productividad del trabajo de Sara crecía de
forma exponencial para lograr ver a su enamorado. Cualquier trabajo extra o no
recurrente que le asignaba mi madre lo solventaba antes de la noche. No había
obstáculo que le impidiera asistir a la cita.
Después de treinta y cuatro años visito a mi madre con mi
familia cada domingo. Veo a Sara utilizar la lavadora eléctrica para la ropa de
la casa, y vuelvo a ver una prenda blanca como aquel vestido blanco. Cuando coincidimos
en mi visita con la temporada de los juegos mecánicos que llegan al barrio, ya
de tarde, ella se prepara como cuando yo era un niño y habla con mi madre.
—Me llevo al nieto —dijo, dirigiéndose a
todos.
Todos sonreímos.
Al escuchar «All You Need Is Love» sinfónico de la Royal Philharmonic
Orchestra en Spotify, se me viene a la mente la tenacidad de Sara, la
infaltable prenda blanca, la música más triste de los juegos mecánicos en la
voz de Leo Dan y el hombre que esperaba en la oscuridad con la mano llena de boletos
para subir a cada juego.
Allá va caminando de la mano de mi hijo, con la esperanza de
encontrar el amor en una noche de feria del barrio.
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