viernes, 19 de agosto de 2022

El camino de la pandemia

Antonio Sardina Cecine


Regresando de nuestra luna de miel, me resbalo en la gasolinera y me rompo tibia y peroné; catorce operaciones en tres años y al final me amputan la pierna izquierda debajo de la rodilla. ¡Carajo! 

«Esto que viví debe tener algún sentido», me dije. 

Por eso he decidido hacer el camino de Santiago este marzo de dos mil veinte, así como estoy: con mi escúter, mis muletas y la afectada colateral de mi accidente, mi esposa Nadine.  A pesar de los daños, sigue conmigo. 

El plan era hacer la ruta portuguesa, que es la más corta, tampoco se trata de exagerar. 

Decidimos ir a Lisboa, y después de ver al apóstol en su catedral, queríamos continuar con un viaje por el norte de España, tomando como centro de rutas el chalé de mi familia en el pueblo asturiano donde nació mi padre: Panes, pequeño pueblo en la ruta de los picos de Europa, donde viven no más de cien habitantes cuando no es verano, la mayoría de ellos gente mayor. 

Hace dos semanas llegamos a Lisboa, nos dicen en el hotel que se ha anunciado el primer caso de coronavirus en Portugal, noticia a la que no dimos importancia. 

Lisboa es una ciudad preciosa que combina un pasado glorioso de descubrimientos y conquistas con una modernidad discreta y apacible. 

Visitamos en el recorrido varios pueblos de Portugal y Galicia, un poco extrañados de que conforme avanzábamos, cada vez había menos turistas y peregrinos, pero para nosotros mejor, nos atendían con más gusto y no teníamos problemas para comer donde queríamos. 

Yo recorría los pueblos y ciudades con el escúter y caminaba un poco con la muleta en cada lugar, después, un transporte me llevaba al siguiente pueblo, mientras Nadine caminaba lo que podía y al cansarse el mismo transporte pasaba por ella. 

A los ocho días llegamos a Santiago de Compostela y cuál sería nuestra sorpresa al encontrarnos con que en el hotel de los reyes católicos solo había dos cuartos ocupados. 

Al salir a la plaza de la catedral, los únicos peregrinos éramos mi mujer, mi escúter y yo, lo que era sorprendente, ya que durante todo el año está llena a reventar de peregrinos y turistas. 

Entramos a la catedral por una puerta que encontramos en una de las tiendas de recuerdos, con el objetivo de ver al santo y que Nadine pudiera abrazarlo como manda la tradición. La catedral en obras y solo nosotros y Santiago. 

En ese momento tomamos conciencia de la anormalidad que estábamos viviendo y de la gravedad de la llamada pandemia, con los contagios disparados en España y en toda Europa. 

Rentamos un coche adecuado para llevar mi escúter y enfilamos a Panes. En cuanto empezamos el viaje fuimos percibiendo poco a poco la sensación de alarma silenciosa presente durante todo el camino: muy pocos coches, gasolineras cerradas al igual que las tiendas de conveniencia; un ambiente que se sentía opresivo y tétrico. 

Las noticias que escuchábamos sobre contagios, los cuales se incrementaban incontrolables eran cada vez más catastróficas. La tensión, el nerviosismo y un incipiente miedo, crecían en mí y sin duda contagiaba a Nadine. 

No era el sentido que buscaba con este viaje. 

Habíamos acordado por teléfono que al llegar nos recibiría el matrimonio encargado de cuidar la casa: Javier y Conrada, por lo que nos extrañó encontrar la casa cerrada, una aldaba con candado en la puerta y nadie que respondiera al timbre ni a la campana del portal. 

A los cinco minutos apareció Javier, un hombre en sus cincuentas con ese aspecto de asturiano de campo sacado de algún folleto turístico, con boina y todo. 

Sin darnos la mano y con exagerada distancia y precauciones, nos hizo saber que todo el pueblo estaba en estado de pánico por culpa del bicho ese que estaba infectando a todo dios, por lo que se acababa de implementar la orden de que todo el pueblo debía permanecer en casa y solo salir para asuntos indispensables. 

Nos comentó también con gestos de enojo que todo el pueblo estaba seguro de que el foco de infección estaba en Madrid, de donde llegaba la mayoría de los veraneantes que tenían casa de vacaciones, pero se tranquilizó al saber que nosotros no habíamos llegado por esa vía; aun así, nos miraba con recelo y mal humor. 

Quería solo darnos las llaves y volver a su casa, pero cuando vio mi condición, a regañadientes me ayudo a subir las escaleras para entrar a la casa y acondicionó la sala de televisión de la planta baja para que pudiera dormir ahí, pues me era imposible subir al piso superior. 

Una vez instalados y después de explicarle a mi mujer los trucos de la casa nos dijo que no lo volveríamos a ver, pero que Conrada nos llevaría comida y alguna otra cosa que necesitáramos. 

Al quedarnos solos comenté con Nadine que seguramente el bueno de Javier exageraba y que lo mejor es que ella saliera a dar una vuelta por el pueblo para enterarse de la verdadera situación. 

En cuanto salió me dedique a encontrar los canales de televisión y a buscar señal de wifi sin éxito, pues el plan telefónico que habíamos adquirido en Santiago ya estaba por consumirse. 

Al regresar, con evidente preocupación, me contó que solo había caminado una cuadra cuando la interceptó un guardia civil para interrogarla; ella le explicó quienes éramos, dónde estábamos hospedados y que solo iba a la tienda a comprar algunos víveres. El policía amable pero firmemente le dijo que solo podría salir una vez al día para asuntos urgentes y ni pensar en ocupar nuestro coche, ya que estaba prohibida la circulación. 

Esa noticia nos llenó de enojo, pues no íbamos a poder hacer nuestro recorrido turístico y tendríamos que permanecer en la casa; aunque estábamos seguros de que ese mandato solo se mantendría dos o tres días. 

Me molesta particularmente que no hay señal de wifi en la casa y que solo se vea un canal de noticias, en el que, por lo visto, todo el día se dedican a informar sobre el avance de la pandemia, la cual se agrava a cada momento, con hospitales rebasados, e inclusive las funerarias, por lo que han llegado a verse escenas terroríficas con muertos en las calles. 

El chalé había sido construido por mi tío Cándido, que, como muchos asturianos, había ido a México a «hacer la América» en los años cincuenta, pagando el viaje después a mi padre y otros tres hermanos para que lo ayudaran en su negocio, el cual prosperó rápidamente. 

En unos años volvió y decidió construir esta casa de diez habitaciones en la calle principal, como tributo al pueblo donde nació, honrando la costumbre de los llamados «indianos», que de esa manera dejaban testimonio de su éxito en el nuevo continente. 

Resignados a nuestra situación, nos hemos dedicado a pasar el día jugando cartas y revisando papeles y objetos curiosos que Nadine encuentra realizando expediciones por las distintas habitaciones. 

Por las tardes sale Nadine a la tienda para caminar un poco y hablar con gente del pueblo, así se entera de las noticias locales, mientras yo veo televisión y me actualizo sobre el avance de la pandemia y las medidas de emergencia que se están tomando, sin mucho éxito hasta el momento, pues los contagios crecen sin control y los muertos se cuentan por miles diariamente. Ya llevamos una semana y esto no parece que vaya a acabar pronto. 

Sin duda no ha tenido el sentido deseado mi viaje al Camino de Santiago. 

Al regresar antier Nadine de su caminata diaria, alarmada me dice que la situación ha cambiado drásticamente. El guardia civil la detuvo a pocos metros de salir y le informó que no podría ir a la tienda, ya que la dependienta se ha contagiado y se acababa de dar la orden de que a partir del día siguiente debíamos encerrarnos en nuestra casa y no salir; se había acordado que Conrada nos dejaría alimentos en la puerta cada tercer día, pues tampoco podría tener contacto con nosotros. 

Un silencio preocupado siguió a sus palabras, pues era evidente que esa orden era solo para nosotros, ya que seguimos viendo pasar a los habitantes del pueblo por la calle. 

La paranoia se había apoderado de España, pero acentuándose en particular en este pequeño pueblo, donde nosotros somos los únicos extranjeros. 

La gente se cruza a la acera de enfrente antes de pasar por nuestra casa y las miradas que nos dirigen son de desconfianza y enojo sin duda. 

Hoy ya estamos alarmados, tanto por escuchar las noticias nacionales y mundiales, como sintiendo que el pueblo entero nos aísla, ya que ni siquiera de las casas vecinas se asoman, cuando al llegar nos llamaban a gritos los vecinos preguntando por mi familia, a la que conocían desde siempre. 

Hoy alguien ha hecho pasar un sobre por debajo de la puerta, a la letra dice:

«Aquí están seguros de que han sido ustedes los que trajeron la pandemia. Ya han muerto dos vecinos. ¡Iros de inmediato!». 

Este mensaje nos ha caído como un chorro de agua helada y decidimos arriesgarnos y salir en el coche mañana mismo, tomar dirección a Madrid y ahí esperar a que se abran los vuelos para México. 

Le pedí a Nadine que saliera a donde habíamos estacionado el coche y revisara si tenía gasolina mientras yo hacía mi maleta. 

Escuché el grito casi de inmediato: ¡Toño, han puesto el candado en la aldaba! 

Tomé mi muleta y me dirigí a la puerta, ella estaba en la ventana con las manos en la boca. Al llegar vi hacia la calle y me sorprendió ver un grupo grande mirando a la casa. Parecía que estaba todo el pueblo. 

El guardia civil llegó con un bote de gasolina en las manos, se encaminó a nuestra puerta y nos empezó a invadir el olor a madera quemada. 

Pasaron unos segundos y escuchamos el crepitar de las llamas, el humo empezó a entrar por debajo de la puerta. 

Nos separamos de la ventana unos metros justo a tiempo para ver como los cristales estallan y las cortinas se prenden con un fuego azul y rojo. 

Nos abrazamos fuerte, muy fuerte… no era el sentido de mi viaje, chingao.

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