miércoles, 4 de noviembre de 2020

Juan y El Resplandeciente

 José Camarlinghi


Miraba Juan las sombras de los picos y quebradas que se alargaban al tiempo que el sol se ponía en el horizonte. Le gustaba la luz cálida que calentaba suavemente sus mejillas y el tono que tomaba el paisaje alrededor de su casa.  No podía explicarse la paz que le llenaba el pecho, pero la disfrutaba intensamente. Por encima del valle, en las paredes vertiginosas de la montaña, los glaciares adquirían colores dorados. Se sentaba entonces en la banca al lado de la puerta para disfrutar el momento. De pronto, entre sus cultivos de papa, aparecía un hombre vestido de blanco. Camisa, pantalón y poncho tan blancos que casi cegaban. Juan lo miraba y creía reconocerlo. La piel renegrida contrastaba con la ropa inmaculada. Antes de que él pudiera pararse para saludar al visitante, el hombre ya estaba frente a él extendiéndole la mano como para darle algo. Juan no entendía hasta que el hombre le hacía un ademán de que reciba. Entonces alargaba las manos juntas y del puño del misterioso hombre empezaban a caer granos de maíz dorado. Muy pronto las manos de Juan se llenaban y los granos empezaban a caer al suelo. Él no sabía que hacer. Pensaba retirar las manos, sin embargo de ninguna manera podía ser tan descortés. Quería gritarle que ya era suficiente, no obstante le preocupaba que el señor ese se ofendiera. Una pirámide empezó a formarse a los pies de Juan que seguía con las manos extendidas y la boca abierta. Entonces se asustó. ¿Qué clase de magia era esa? ¿De donde salía tanto maíz? El hombre miró el rostro incrédulo y empezó a reír con una voz portentosa. Cuando Juan levantó la vista para ver el origen de tanta abundancia se despertó. 

No era la primera vez que tenía el sueño. Lo tuvo desde la noche en la que murió su papá. Tenía apenas ocho años. Su madre había muerto en su nacimiento. Eso lo había marcado en la comunidad. Los otros niños se referían a él como el Matamadres. La abuela había sustituido con éxito los cuidados maternos; incluso se había excedido como lo hacen todas las abuelas. Con la muerte de su yerno no fue posible continuar con los mimos. Estaba muy vieja como para hacerse cargo de la granja, los trabajos agrícolas y el cuidado de los animales. No les quedó otra salida que separarse. Juan se fue a vivir con un tío y la abuela con la nieta mayor que ya estaba casada. 

El tío tenía una numerosa familia. No le gustaba la idea de tener una boca más pero cuando se dio cuenta que además se apropiaría de los terrenos del hermano fallecido, aceptó con hipócrita alegría al nuevo miembro. Las obligaciones de Juan empezaban muy temprano. Se levantaba mucho antes que el resto de la familia para empezar sus labores: Encender la cocina a leña, llevar la alfalfa al corral de las vacas, ir a la acequia con dos baldes para llenar de agua el pequeño turril al lado de la cocina. Este último era el trabajo más duro. Tenía que hacer al menos tres viajes. Cuando llegaba a la casa después del tercer acarreo, todos estaban ya desayunando. Nunca le faltó comida pero a cambio se vio obligado a dejar la escuela. Cuando terminaba las labores de la casa, tenía que llevar las ovejas a pastar. Esa era la actividad que más le gustaba. A pesar de que extrañaba la escuela, la severidad de los maestros y los juegos con otros niños, al menos no estaba bajo la mirada desdeñosa e inquietante del tío. 

Pasaron varios años en los que la situación de Juan no cambió. Observando a sus primos que aprendían muchas cosas en la escuela, un día se animó a pedir que le dejaran asistir.

—¿Y quién me va a pagar la comida que tragas? —le dijo— ¿Y la ropa que te pones? ¿Crees que cae del cielo? ¿Qué crece en los árboles?

Lo miró con tristeza. No había pensado en eso.

—Tienes suerte de que te hayamos recibido en mi casa. ¿Qué hubiera sido de ti? No necesitas ir a la escuela. Ya tienes trabajo aquí.

Con resignación volvió a sus labores. 

El sueño del hombre vestido de blanco se repetía y cada vez Juan sentía como si fuera la primera vez. No le contaba a nadie al respecto. Solo pensaba en él e intentaba descifrar su significado. 

A sus catorce años la comunidad de Pinaya, donde vivía, entró en un frenesí que nunca nadie había visto. Uno de los comuneros había descubierto oro en las laderas rocosas de la montaña. Todos estuvieron de acuerdo con organizar una cooperativa para explotar la veta dorada. La gente no hablaba de otra cosa, aunque no tenían ni idea de lo que implicaba el trabajo de minería. Algunos habían escuchado o visto algo en viajes que habían hecho por otros rincones de la cordillera y sólo con eso se daban aires de expertos. Todos los domingos, en vez de organizar el trabajo comunal, lo dedicaban a hablar de la mina como si fuera ya una realidad. Soñaban despiertos y hablaban de todo lo que se comprarían: toros sementales de raza, ovejas merino, perros de raza pastor alemán para cuidarlas. Dejarían la agricultura a un lado y, sobretodo, se comprarían una camioneta Toyota doble tracción. 

Pasaron meses antes de que pudieran llegar a acuerdos y organizarse. Una tarde, muy solemnemente, fundaron la Cooperativa Aurífera Santiago Socavón del Illimani. Contrataron banda, cocinaron lechón al horno, bailaron y se emborracharon como manda la costumbre en cada acontecimiento social. Para bendecir el emprendimiento contrataron al yatiri (chamán) más reconocido de la zona. Él se encargó de hacer las ofrendas respectivas a la madre tierra y al monte Illimani, El Resplandeciente. Preparó una mesa con amuletos hechos de azúcar, fetiches de lana, símbolos de buena fortuna, dulces de colores, incienso y un gran feto de llama. Invocó a los dioses de las montañas, le prendió fuego a todo y esperó a que se consumiera para luego leer el futuro en las cenizas. Mientras tanto las rondas de alcohol ya habían elevado los espíritus de los presentes a tal grado que hablaban a los gritos, nadie se entendía y sin embargo todos reían a carcajadas. Algo vio el yatiri en las cenizas que se puso muy serio. Uno de los menos bebidos se acercó para preguntarle si todo estaba bien. El chamán se quedó un momento pensativo como buscando las palabras que quería decir y decidió no dar las malas nuevas. Cometió ese error en otras ocasiones y solo había servido para que lo acusaran de agorero o incluso de envidioso y tuviera que salir corriendo entre los borrachos agresivos. Además, no había nada que se pudiera hacer contra lo que estaba destinado ya. Rápidamente preparó sus cosas y se dispuso a volver a su valle. En eso se le acercó Juan.

Tata, ¿será que puede ayudarme? —dijo tímidamente— Pero no tengo con qué pagarle.

El chaman vio al niño con cara asustada y le sonrió. Así Juan pudo contarle el sueño que se le repetía desde hace varios años.

—Está clarísimo —le contestó—. El Illimani va a darte mucho oro. Vas a ser un hombre rico.

Se alegró al ver cómo la cara del niño se iluminaba con esperanza. 

A partir de esa declaración, Juan empezó a soñar con ser parte de la cooperativa. Cuando se lo comentó a algunos asociados se rieron de él.

—No tienes edad legal para ser miembro —le dijeron—. Tienes primero que hacer tu servicio militar. Solo después podrías pedir tu inclusión. 

Dentro de él empezaba a crecer una especie de rabia. No entendía porqué la vida lo había llevado al estado en el que estaba. Una vez le había preguntado al párroco que aparecía en Pinaya cada dos o tres meses y llevaba a cabo todas las ceremonias en unas horas; desde los bautizos, pasando por los matrimonios y terminando con las misas de difuntos. Le contestó que Dios tiene un plan para cada uno de nosotros y que no se puede cuestionar su criterio. La respuesta lo dejó aún más desconcertado porque no comprendía porqué si Dios lo amaba, como decía el cura, le hacía pasar tantas desdichas. Pensó entonces que tal vez no oraba lo suficiente. Asistía a las misas que ocurrían tres o cuatro veces al año y eso era todo. Se lo hizo saber al padre y este le enseño el Padre nuestro. 

Todas las noches antes de dormirse recitaba la plegaria con el pedido de ser incluido en la empresa. La respuesta que le llegó no fue la esperada. Si bien entró a trabajar en la mina, no lo hizo como miembro de la cooperativa. El tío lo nombró su suplente para realizar los trabajos. Tuvo que dejar la casa y se fue a vivir al campamento improvisado en las alturas. La temperatura era bastante más baja y las primeras noches no pudo dormir por el frío. Todo el día tenía que estar cargando rocas de un lado a otro para construir las instalaciones. Cuando terminaron las habitaciones que les servirían de dormitorios, empezaron a perforar la roca a mano. 

El martillo era tan pesado que apenas si podía levantarlo. Para pegar un golpe en el cincel tenía que balancearlo hasta que tomara altura y así poder descargar la fuerza suficiente para perforar la roca. Al final de las larguísimas jornadas terminaba con el cuerpo totalmente adolorido y con un hambre tan insaciable que a veces pensaba que su estómago se estaba comiendo sus otros órganos. El tío venia de vez en cuando para mostrar su cara a los otros copropietarios y controlar que Juan estuviera haciendo un buen trabajo. 

Pasó un mes sin que el yacimiento les diera nada. Varios socios estaban ya pensando que sus sueños de riqueza y bienestar eran otra de tantas ilusiones; hasta que una mañana se escucharon gritos de júbilo. Habían encontrado un pedazo de cuarzo con una pepa de oro incrustada del tamaño de una aceituna. Los ánimos se levantaron. Se acusaron unos a otros de pesimistas y cada uno se declaró ser el que había encontrado la roca. Todos se juntaron en la especie de patio central que formaban los cuartos que habían construido y admirando la pepita decidieron que al ser la primera tendrían que celebrarlo. Habían estado esperando ese momento, pero a nadie se le había pasado por la mente lo que la tradición manda. Aparte de dos botellas de aguardiente, no tenían con qué celebrar como se debe. Habría que bajar al pueblo a comprar varias cajas de cerveza. Nadie quería a hacer la caminata cuando ya estaba empezando el festejo. Entonces de manera unánime decidieron mandar a Juan que de todas maneras era muy joven para beber. 

Él se alegró de tener la oportunidad de alejarse de aquel lugar y de aquellas personas. Aunque solo sea por unas horas. Extrañaba el calor húmedo del valle y sin protestar se dispuso de muy buena gana. Salió montaña abajo mientras el resto de los socios empezaba a brindar con el pisco. 

Los hombres rápidamente terminaron la primera botella y empezaron alegres a abrir la segunda. Uno de ellos sacó unos cuantos fulminantes para hacerlos detonar como si fueran fuegos artificiales. Les ponía una mecha corta, la encendía y lanzaba al aire con todas sus fuerzas. La explosión se repetía en el eco de la montaña, resonaba por las quebradas y parecía estremecer los glaciares. Uno de los que ya estaba bien entonado pidió un fulminante para demostrar que él podía lanzarlo más alto que nadie. Le falló la demostración. Se tropezó al instante de soltar el explosivo y el detonador cayó sobre las cajas apiladas de dinamita. 

Juan estaba saliendo de casa con un burro para cargarlo con los fardos de cerveza. Su apoderado emocionado salía con él para subir directamente a la mina y empezar a festejar el hallazgo. En ese instante escucharon la explosión. El estruendo resonó en todo el valle. Los perros empezaron a ladrar al unísono y las mujeres salieron de sus casas para mirar hacia la montaña. Juan se quedó paralizado mirando al tío.

—Ya están festejando. Están lanzando petardos —dijo inseguro y lo mandó a comprar las cervezas. Él subió a la mina. 

El niño se sorprendió al volver con el burrito cargado. En principio no pudo encontrar el lugar. Creyó que se había desviado y que estaba en otra quebrada. Luego encontró a su tío sentado al borde de un cráter, mirando el vacío, llorando en silencio. El campamento, los mineros y sus sueños se habían esfumado. 

Las cosas se pusieron muy tensas en casa. El tío, amargado, descargó su frustración en Juan. De alguna manera retorcida lo culpaba por el accidente. Sobre todo cuando estaba borracho. Empezaba a beber el viernes y no paraba hasta la madrugada del lunes. El muchacho intentaba desaparecer esos días para no encontrarse con el ebrio. Intuía que tarde o temprano terminaría en pelea. Todos los fines de semana partía a la alta montaña y recorría las quebradas y crestas de las morrenas buscando el oro que el yatiri le había dicho que el Illimani le daría. Se imaginaba que descubriría un tesoro enterrado por los incas, o por los españoles y que sería rico instantáneamente. O tal vez encontraría un bolsón de pepas de oro. No le contaría a nadie y sin decir nada se iría a la ciudad donde tendría una vida de lujos y alegría. 

Un domingo, volviendo de la montaña, se encontró con una celebración en medio de su camino. Él nunca era invitado a las fiestas como sus primos. Él hacía como si no le importara, pero en el fondo le dolía ser un descastado, un don nadie. Quiso darse media vuelta y buscar otro camino, pero lo pensó mejor y decidió pasar por el medio con cara de orgullo. En eso estaba cuando escuchó la voz del tío insinuando a gritos que Juan tenía algo que ver con la explosión que terminó con los sueños de grandeza de la comunidad. Se acercó al grupo donde el acusador estaba vociferando mientras todos lo observaban sorprendidos.

—¡Eres un mentiroso de mierda! —gritó Juan con rabia.

El hombre sorprendido se dio media vuelta y recibió tal puñetazo que cayo en seco inconsciente. La gente empezó a murmurar y Juan los miró desafiante con las manos en puño. Nadie le dijo nada. En ese momento se dio cuenta que ya no podría vivir allí. Fue a su cuarto, tomó sus pocas pertenencias, entró en la habitación del tío, buscó la pequeña lata donde guardaba sus billetes, tomó unos cuantos y partió a la ciudad. 

Tenía dieciséis años cuando llego a La Paz. Se sintió abrumado por la cantidad de gente y vehículos, por el ruido y altos los edificios. El poco dinero que había sustraído se le acabó ese día. La primera noche la pasó en la calle. No pudo dormir casi nada. Estaba acostumbrado a la oscuridad y en la ciudad todos los rincones estaban iluminados. Se acurrucó en un callejón y esperó el amanecer. Pensó toda la noche buscando una salida para su situación. Al amanecer le venció el cansancio y se durmió. No soñó con el hombre de blanco pero, al abrir los ojos, le llegó la idea de presentarse al servicio militar. No tenía la edad requerida, sin embargo, no sería un problema porque tampoco existía ningún documento que demostrara lo contrario. Había escuchado hablar de los Colorados. El regimiento que era la escolta presidencial y que, hace como cien años, había tenido una actuación singular en la guerra contra Chile. Preguntando llegó al cuartel. Parecía que su suerte estaba cambiando porque justamente era la semana de reclutamiento. Llenó como pudo el formulario y lo entregó al teniente que estaba a cargo. Era bastante frecuente que los jóvenes que venían del área rural no tuvieran documentos. Le aceptaron nada más por su buen físico. 

El ejército le gustó. Estaba acostumbrado a los malos tratos y a la vida austera. Se sintió tan bien que al cabo del año obligatorio pidió quedarse otro año más. Estaba pensando en continuar la carrera militar pero, él no había completado ni siquiera la primaria. A pesar de eso, era tan buen soldado que el comandante prometió ayudarle para que lo aceptaran en la escuela de suboficiales. A finales del segundo año el destino lo llevó por donde nunca se había imaginado. El país estaba convulsionado y hace más de dos semanas había huelga general. Una mañana los levantaron muy temprano y les dieron un discurso donde les aseguraron que la patria estaba en peligro; que fuerzas oscuras extranjeras querían convertir al país en un infierno comunista sin patria y sin Dios; que solo ellos podrían salvar a la república y que se esperaba que cumplieran su deber. 

Los llevaron a las calles de la ciudad y les ordenaron parapetarse para combate. Una gran multitud empezó a reunirse y luego comenzaron a cantar y gritar arengas que pronto se convirtieron en insultos. La policía intentó en vano dispersar con gases lacrimógenos. Entonces empezaron a lanzar piedras en tal cantidad que los policías se retiraron cargando a sus heridos. En ese instante llegaron muy cerca de los soldados un par de bombas molotov. Era la provocación que estaban esperando. Les ordenaron disparar. Juan se quedó paralizado al escuchar las órdenes. Nunca se había imaginado que tendría que matar a alguien. Un teniente le apuntó a la cara mientras le gritaba que tenía que disparar. Levantó el rifle, bajó el seguro y disparó sin apuntar porque las lágrimas no le dejaban ver bien. 

Una hora más tarde tuvieron que cargar los cadáveres en camiones que partían con rumbo desconocido. Juan lloró en silencio todas las noches hasta que lo licenciaron y se vio de nuevo en la calle sin tener a donde ir. Sin despedirse y sin mirar atrás salió del cuartel. Deambuló por la ciudad. Había cumplido con el rito de paso que marca la transición de la niñez a la vida adulta. En las zonas rurales de los Andes, las familias reciben orgullosas a sus hijos con gran fiesta cuando vuelven del servicio militar. Juan no tenía a nadie que le esperara y lo peor de todo era que no sentía ninguna satisfacción. 

Había ahorrado algunos billetes del dinero que recibía cada domingo que le daban libre. La noche que lo licenciaron entró en un bar y en vez de cenar pidió cerveza. No estaba acostumbrado a beber. Se emborrachó y armó una pelea. Los dueños del bar llamaron a la policía y Juan amaneció tras las rejas. A media mañana un policía intentó llenar una ficha con sus datos. La única identificación que poseía era la libreta militar; no tenía domicilio ni personas que pudieran ser sus garantes. El oficial le estudió por un par de minutos luego, decidió liberarlo sin ficharlo. Le aconsejó que volviera a su comunidad. 

Nadie se alegró de verlo de nuevo. La abuela que lo había mimado cuando era niño estaba bajo tierra hace ya más de un año. Cuando le pidió al tío que le devolviera las tierras de las cuales era heredero, se negó. Juan ya no era el pequeño niño desamparado. Las palabras se convirtieron en gritos y a poco en golpes. Apenas los separaron. Esa misma noche se reunieron los ancianos y los dirigentes de la comunidad para resolver el problema. El tío alegó que Juan le debía mucho por haberlo criado tantos años. «Lo he criado como a mi hijo. Y lo único que he recibido son golpes de este ingrato». 

Los ancianos decidieron que el tío tendría que devolver los terrenos, sin embargo Juan tendría que pagar la deuda. Podía volver a la casa paterna pero no sembrar ni cosechar. Por primera vez en su vida se sintió satisfecho a pesar de que todavía tenía muchas necesidades. Al no tener tierra, lo único que se le ocurrió hacer fue convertirse en cazador. La piel y la carne de las vizcachas se pagaban bastante bien en el valle bajo. El problema era que no tenía armas. Se acordó entonces de los manifestantes en la ciudad. Muchos de ellos lanzaron piedras y bombas molotov con ondas. 

Pasó mas de una semana intentado acertar a los escurridizos animales. Si bien se había destacado en tiro al blanco en el ejército; era muy difícil lograr la puntería necesaria para darle a un pequeño animal en movimiento. Una mañana que andaba buscando nuevos escondites de vizcachas se encontró con un grupo de extranjeros. Vestían ropas coloridas, botas extrañas y cargaban mochilas enormes. Uno de ellos, el que parecía ser el jefe, le saludo.

—Buenos días, señor agricultor.

Juan apenas respondió porque por su mente pasaban docenas de ideas en las que intentaba encontrar las razones por las que esos coloridos señores estuvieran allí. ¿Estarían buscando oro? Esa idea no le gustó para nada.

—¿Podría usted ayudarnos? Vamos a pagarle.

No podía hilar muy bien sus ideas. Estaba tan sorprendido que no encontraba palabras para responder. Los extranjeros se miraron unos a otros, se encogieron de hombros y continuaron subiendo la montaña. Finalmente Juan reaccionó.

—¿A dónde van?

El hombre que le había hablado le respondió.

—Vamos a subir a la cumbre del Illimani.

—¿Y cuál es el motivo? —preguntó tímidamente, casi en susurro.

—Queremos ver como se ve desde allá arriba —respondió entre risitas.

Juan pensó que esa era una broma muy mala. Sin duda alguna tendrían un motivo mucho más importante. No podía permitir que encontraran el tesoro que le estaba destinado.

—¿Puedo acompañarles?

—¡Por supuesto! Y si nos ayudas con la carga te podemos pagar.

Mientras preparaban una mochila para él, el hombre se presentó como Alain. Le dijo que era guía de montaña y que su trabajo consistía en llevar turistas a las cumbres de las montañas. Al Illimani subía al menos una docena de veces al año y necesitaba alguien que le ayudara cargando las carpas, los utensilios de cocina y la comida. Juan no supo darle un precio por ese trabajo. Cuando le dieron la mochila, él la levantó con una mano.

—¿Esto no más? —Toda su vida había cargado al menos el doble.

—¿Te parece liviano? —preguntó sorprendido mirando a sus clientes—. Podemos darte algo más.

Los turistas le pasaron varios instrumentos que nunca había visto y siguió sopesando la carga con una sola mano. Aumentaron entonces otras bolsas y al final la carga se hizo tan voluminosa que Juan se perdía en ella. A la distancia solo se observaba un gran bulto con dos pequeños pies. 

Subieron por las morrenas para tomar una cresta rocosa la cual continuaron hasta un rellano al lado de pendientes heladas y glaciares. Allí los extranjeros hicieron su campamento. Se sentó en una roca a observarlos. Al terminar Alain se sentó a su lado.

—Mañana iremos a la cumbre y volveremos aquí. Pasado bajaremos. ¿Puedes volver a ayudarnos a bajar?

—¿Subirán hasta la punta?

—Sí —le contestó con una sonrisa que no supo interpretar si era broma o confianza.

—¿Y para qué?

—Ya te lo dije. Ese es mi trabajo y ellos quieren luego contar a sus amigos y sacarse fotos.

Juan asintió con amabilidad pensando en que no era el único que buscaba tesoros en la montaña y que seguramente los extranjeros pensaban que él era un tonto para darle ese tipo de explicaciones.

—Entonces vuelvo en dos días.

Alain se alegró, metió la mano al bolsillo y ante la incredulidad de Juan le entregó un fajo de billetes. No los quiso contar en ese momento, primero por educación y segundo porque pensó que tal vez se había equivocado y podría arrepentirse y pedirle que le devuelva una parte. Entonces con el dinero en la mano se levantó rápidamente, se despidió y salió casi corriendo montaña abajo. Cuando estuvo seguro que estaba fuera de vista se sentó y contó los billetes. ¡Nunca había tenido tanto dinero entre sus dedos! 

A los dos días llegó al campamento poco después de la madrugada. Los extranjeros estaban todavía durmiendo en sus carpas. Le invitaron desayuno y él les ayudó a empacar y distribuir la carga. Se alegró de no ver ningún tesoro escondido entre las cosas. Bajaron hasta el camino donde llegó un vehículo a buscarlos. Para sorpresa de Juan, Alain le entregó otro fajo de billetes, le dijo que ese año haría al menos diez viajes más y le entregó un papel con las fechas.

—¿Tenemos una sociedad? —le dijo estirando la mano.

Juan se la estrechó y con una sonrisa que no tenía desde que era niño le confirmó que eran socios. 

El final de ese invierno, Juan no solo reunió la cantidad suficiente para recuperar sus tierras, sino también para comprar semillas. Una tarde, cuando las plantas de papa ya estaban crecidas, salió de su casa y tuvo la sensación de haber vivido ya esos momentos. El sol se ponía en el horizonte y el mundo a su alrededor tomaba un color cálido. Se sentó en la banca al lado de la puerta. De pronto miró hacia sus cultivos de papa y creyó ver algo. Se levantó de golpe con el corazón en las manos, pensando en el sueño de su juventud; pero no había nada. Nadie lo visitó ese día. Dirigió la vista hacia el Illimani y le sonrió con agradecimiento.