miércoles, 25 de agosto de 2021

Pedro y la cordura

 José Camarlinghi


Algo lo despertó. Abrió los ojos y en la penumbra reconoció la habitación. Estaba en su casa, al lado de su esposa. Pensó en el sueño que acababa de tener. Era algo relacionado con un compañero de colegio. Creyó que la inquietud que sentía se debía al sueño, pero no podía recordar de qué se trataba. Un ruido que provenía de la planta baja le devolvió la plena conciencia. ¿Qué había provocado ese ruido? Miró a Isabel y escuchó su respiración profunda. Salió de la cama lo más lento posible para no despertarla. Se acercó a la ventana y, abriendo apenas un resquicio en la cortina, miró la calle vacía. Salió de la habitación intentando no hacer ruido. Bajó a la puerta de entrada y tomó un bate de beisbol. Recorrió la planta baja con sumo cuidado y el bate en alto. Listo para descargar un golpe al intruso. No encontró a nadie. Volvió a mirar por las ventanas a la calle y luego fue a la cocina desde donde se podía ver el jardín trasero. Se quedó allí casi diez minutos, observando las sombras, esperando algún movimiento. Luego volvió a la cama y se quedó despierto hasta casi el amanecer cuando le venció el sueño.

Una hora más tarde lo despertó Isabel. Se levantó desganado por la mala noche y a pesar de que ella le preguntó si estaba bien, él no le contó nada.

Hace poco más de un mes había vuelto del Mar Rojo donde trabajaba de camarógrafo en un documental para NatGeo. A los productores les gustaba mucho trabajar con él, no solamente por las bellas imágenes que lograba, sino también por su temperamento sereno que salía a relucir en situaciones complicadas de conflicto o peligro. Durante el rodaje, la producción se encargó de llevar adelante estrictas medidas de bioseguridad a causa de la pandemia de COVID-19. Con todo, a pocos días de haber llegado a casa, Pedro empezó a sentirse extraño. El PCR dio positivo y aunque no se sentía muy mal, se aisló en casa para no contagiar a su esposa y a sus tres hijos adolescentes. En dos semanas había superado la enfermedad con malestares mínimos. Mientras convalecía, se puso a trabajar en las imágenes del último viaje, muy contento de finalmente poder editarlas.

Al mes había recuperado el olfato y retomó su entrenamiento cotidiano. Cinco veces a la semana hacía deporte o salía a correr al menos seis kilómetros. Una tarde, mientras se preparaba para trabajar por zoom con el director del documental, recibió una llamada de un número desconocido. Tan pronto como contestó, le colgaron. Entonces devolvió la llamada y no le contestaron. Intentó por WhatsApp y se dio cuenta que lo habían bloqueado. Esto lo intrigó. ¿Por qué haría alguien eso? El instinto que había desarrollado en los años de trabajo en lugares precarios e inseguros le decía que algo no estaba bien. Sentía una señal que lo ponía incómodo pero no podía precisar la razón.

La casa donde vivía con su familia era parte de un pequeño condominio de una sola calle sin salida y donde todos los vecinos se conocían. La suya se ubicaba casi al final donde había una rotonda. No pudo concentrarse en la reunión. Muy a pesar suyo, estuvo pensando en la llamada telefónica.

—¿Dónde estás, Pedro? —preguntó Oscar, el director.

Sumido en sus pensamientos apenas escuchó su nombre.

—¿Qué?

—Has estado como ausente toda la reunión.

—Disculpa. Creo que no dormí bien anoche.

—¿Estás bien? Te siento preocupado.

—No es nada —mintió.

Se terminó la reunión y Pedro bajó a la cocina a servirse un té. Bajando las escaleras vio, en la calle, un coche desconocido avanzando a velocidad de caminata. Ocultando su cuerpo detrás de la pared, miró por la ventana. Confirmó que era la primera vez que veía ese vehículo. Había al menos tres hombres dentro que miraban a su casa. Su corazón empezó a acelerarse. Cuando uno de ellos se percató que lo estaba mirando, giró la cabeza hacia el conductor y el coche partió en ese instante, giró en la rotonda y salió del condominio. Esto no podía ser coincidencia. Los dos hechos tenían que estar conectados.

Al final de la tarde llegaron su mujer y los niños. Habían ido a caminar a un parque cercano. Esa era la actividad favorita de esos días en los que había que pasar la mayor parte del tiempo encerrados. Al menos tenían la suerte de vivir fuera de la ciudad donde las reglas de la cuarentena les permitía salir al aire libre. Mientras cenaban, Isabel se percató que algo pasaba con Pedro. Esperó a que los niños se durmieran para preguntarle.

—No pasa nada —mintió—. Solo estoy un poco cansado.

No quería contarle que los episodios de la tarde lo dejaron inquieto. No deseaba preocuparla. Eran, además, hechos cotidianos que no tendrían porqué intranquilizarles. En la noche miraron una película y luego se fueron a dormir. Él decidió salir a dar una vuelta para inspeccionar los alrededores.

—No pude caminar con ustedes, así que voy por una caminata rápida en el barrio.

Isabel lo miró con cierta sorpresa y le preguntó si quería que lo acompañase.

—No. Voy y vuelvo rápido.

Y sin dar explicaciones salió. Isabel se acercó a la ventana y lo vio encaminarse a paso veloz a la entrada de la calle.

Pedro llegó a la avenida donde estaba la entrada al condominio. No había ningún coche estacionado. Eso lo tranquilizó. Se encaminó al callejón que daba a la parte trasera de los jardines de las casas. Llegó hasta la suya y pudo ver a su esposa en la cocina. En el jardín no había nadie y la pequeña puerta que daba a él tenía un candado cerrado. Regresó intentando observar algo diferente o extraño en los alrededores. Una vez de que se convenció que no había nada entró en su casa. Isabel ya había subido al dormitorio. Aprovechó de ir a la cocina y observar el jardín desde otro ángulo. En una de las esquinas había un arbusto bastante crecido y frondoso. Entre sus sombras podría esconderse alguien. Apagó la luz de la cocina y lo observó detenidamente. Se podía ver la silueta superior de la planta pero no lo que estaba debajo. Volvió a prender la luz y se vieron claramente las ramas y hojas. Apagó y se fue al dormitorio. Antes de entrar, sacó del armario el bate de beisbol y lo puso detrás de los abrigos colgados a la entrada de la casa.

—¿Dónde fuiste? No tardaste casi nada.

—Solo di una vuelta por el condominio.

Lo miró inquisitivamente y él nervioso entró al baño. Se miró al espejo y comprendió que estaba haciendo tonterías. No podía actuar así. Isabel no era estúpida y lo conocía muy bien. Llevaban casados ya veinte años. Nunca antes le había ocultado nada. Comenzaba a levantar sospechas con su comportamiento. Se lavó los dientes y puso la mejor cara que pudo para volver al dormitorio. 

Al día siguiente, mientras sus hijos estaban en sus respectivas computadoras pasando clases, tocaron el timbre. Su corazón empezó a acelerarse nuevamente. Presentía que nada bueno le esperaba detrás de la puerta. Volvió a sonar el timbre y escuchó la voz de Isabel desde la cocina diciéndole que abra. Se acercó a la puerta mientras miraba donde tenía escondido el bate. Al tercer timbrazo abrió la puerta. Era un hombre de DHL con un paquete en las manos.

—¿Señor Saavedra?

—No —dijo secamente.

—¿Es esta la casa del señor Saavedra?

—No.

El empleado miró la dirección y confirmó estar correcto. Insistió.

—Eran los anteriores inquilinos —dijo Isabel que había salido extrañada porque Pedro no abría la puerta—. Nosotros llegamos hace ya seis meses.

—¿No sabe donde se fueron?

—No.— intervino tajante Pedro y le cerró la puerta.

Isabel lo miró más que asombrada. Nunca lo había visto tan descortés. Pedro bajó la cabeza y se dirigió a su escritorio sin poder enfrentar el rostro de su esposa. Por la ventana avistó que el hombre de DHL conversaba con uno de sus vecinos mientras anotaba algo en su tableta y que ambos dirigían ocasionalmente sus miradas a la casa. Ahora tenía la seguridad de que lo estaban vigilando. Las agencias del gobierno podían disfrazarse de lo que sea. Pensándolo bien, el hombre no tenía cara de mensajero. El corte de cabello era perfecto. Todo en él era impecable. No podían engañarlo. Sin duda era un agente. ¿Qué cosa habrá hablado con su vecino? ¿Cómo averiguarlo sin despertar sospechas?

En eso sonó su celular y se sobresaltó. Miró la pantalla, era el sonidista del equipo de filmación. No quiso responder. Seguramente lo habían intervenido. Alguien podría escuchar sus conversaciones. Acaso las cuentas en Facebook, Twitter e Instagram estaban vigiladas también. Tendría que cerrarlas y borrar todo el contenido. No podía perder más tiempo. Su angustia creció al darse cuenta que por medio del teléfono se logra su ubicación exacta. Decidió apagarlo. Luego de unos minutos pensó que si el aparato había sido jaqueado, le podrían haber instalado un programa que transmita su ubicación aún cuando esté apagado. Lo mejor era deshacerse de él. Salió corriendo, tomó su vehículo y condujo hasta llegar a una carretera solitaria. Arrojó el teléfono y después de dar varias vueltas retornó a casa, siempre mirando el espejo retrovisor.

—¿Dónde fuiste? Te estuve llamando y el mensaje decía que el número no estaba disponible. Hace horas que hemos almorzado. ¿No tienes hambre?

Pedro intentó inventar una excusa. Dijo que le habían llamado de la productora para ir urgentemente y que dejó el celular en esa oficina. Isabel lo miró incrédula. En ese momento le pasó por la mente la idea de que él estuviera teniendo una aventura amorosa. No coincidía con el Pedro que ella amaba. Eso no era posible. ¿O sí? La noche anterior ya se había comportado extrañamente. Algo estaba pasando. ¿Sería capaz de engañarle con otra mujer? Decidió hablar con él más tarde. Cuando los niños se durmieran. Le dijo que puso su almuerzo en el microondas y que si se apuraba podrían salir todos juntos a la caminata diaria. 

Calentó la comida pero ni la tocó. Se sentó y empezó a pensar en un plan para salvar a su familia. Con seguridad vendrían por él en cualquier momento. A los niños los llevaría a la casa de sus suegros. Lo haría esa misma noche, después de contarle todo a su esposa. No tenía otra salida. Estaba seguro de que ella lo amaba y que comprendería la situación. Le propondría escapar juntos aunque seguramente ella no abandonaría a sus hijos. Sin embargo, no era posible emprender una fuga con toda la familia a cuestas. Escaparía él primero y luego buscaría la manera de reunirse con todos una vez que encontrara un lugar seguro.

—¡No has comido nada! —dijo Isabel, atrayendo su atención—. ¿Estás enfermo?

No sabía que responder.

—Ya estamos listos para ir a caminar—dijo Isabel con tono contrariado.

—Vamos… Comeré después.

Pedro abrió la puerta unos centímetros e intentó atisbar a ambos lados de la calle.

—¿Qué haces? —irritada Isabel abrió la puerta y lo miró ya con enojo.

Los niños se adelantaron y la pareja los siguió. Pedro miraba con angustia a los lados y de rato en rato hacia atrás para confirmar que nadie los seguía. Isabel no pudo más y se detuvo.

—¿Qué está sucediendo?

La miró angustiado y luego velozmente a ambos lados. Movía los ojos rápidamente y su respiración se hacía cada vez más agitada. Nunca lo había visto así. Él siempre se mantenía calmo, hasta en las situaciones más estresantes. Cuando su padre sufrió un infarto, mientras todos gritaban, él estuvo sereno, llamó a una ambulancia y se puso a realizar los masajes cardiacos. Y ahora estaba hecho un manojo de nervios. Cientos de pensamientos pasaron por la mente de Isabel. No podía entender qué era lo que lo ponía en ese estado de terror. Llamó a los niños.

—Su papá no se siente bien. Volvamos a casa.

Entre el hijo mayor e Isabel lo abrazaron y lo llevaron a casa.

Pedro se tendió en el sofá de la sala mientras la familia cenaba. Los niños preguntaban qué le pasaba e Isabel trataba de tranquilizarles aludiendo al cansancio a consecuencia del COVID. Él escuchaba todo y lagrimeando admiraba la ternura de su esposa. Tenía que hacer un esfuerzo para componerse y no preocupar a sus hijos. Cuando terminaron la comida entraron en la sala. Los recibió sonriente y les propuso ver una película. Los niños se entusiasmaron y escogieron una comedia. Isabel lo observaba de rato en rato y le sonreía cuando él le devolvía la mirada. Pero él no podía mantenerla. En la lejanía sonó una sirena. Inmediatamente Pedro se puso tenso. Ella le tomó la mano con firmeza y con los ojos intentó darle confianza. Él miró la pantalla mientras le temblaba la quijada. Se levantó y fue a la cocina para tomar un vaso de agua. En las penumbras creyó ver que alguien se movía detrás del arbusto. Se paralizó y no quitó la vista del lugar. ¿estarían con camuflaje? Apagó la luz y esperó unos segundos. Quiso salir al jardín pero al escuchar las risas de los niños decidió volver a la sala. Por si acaso trancó la puerta con una silla. 

Cuando los niños se fueron a dormir. Pedro le hizo señas de silencio a Isabel. Al oído le pidió que le entregara el celular. Ella no podía creer lo que estaba sucediendo. Sin pensarlo mucho se lo dio. Él lo apagó, así como la luz de la habitación. Luego la llevó de la mano al armario y ambos entraron en el. Prendió una pequeña linterna.

—Lo siento mucho Isa —susurró—. Yo nunca hubiera buscado ponerte en esta situación.

—¿Qué está pasando?

—Me están vigilando.

—¿Porqué? ¿Qué has hecho? —levantó la voz.

—No hables fuerte puede que haya micrófonos en la casa.

—¿Qué has hecho? —dijo muy bajo sollozando.

—No estoy seguro, pero ellos me están vigilando.

—¿Ellos quienes?

—Te digo que no lo sé. Primero me llamaron al celular y no me contestaron. Luego vinieron en coche y miraron la casa. Creo que hace un rato había un hombre observando desde el jardín.

—Pero, ¿por qué? ¿En qué problema te has metido?

—¡No lo sé! Eso es lo que me aterra más. Intento pensar y no encuentro nada. Tal vez la productora se ha metido en problemas y no me dijeron nada. Tal vez he hecho algo y no me di cuenta.

—Lo que dices no tiene sentido. ¿Cómo es que no te darías cuenta? ¡Si alguien te vigila tendría que ser por algo muy grave!

—Si no me crees ven conmigo a la cocina y vas a ver al que se esconde detrás del ficus.

—Me estas asustando.

—Tenemos que escapar. Ya lo he pensado todo. Vamos a dejar a los chicos donde tus padres.

—Espera. No voy a hacer esa locura. Primero quiero saber que está sucediendo.

Bajaron a oscuras a la cocina y miraron largamente al arbusto. Luego de un rato, Isabel prendió la luz del jardín y salió a ver. No había nada. Pedro se había quedado adentro agazapado bajo la mesa, tenía un bate en la mano.

—No hay nada Pedro.

Salió de la cocina y recorrió el jardín. Listo para batear. El candado seguía en la puerta. Efectivamente no había nadie. Eso lo tranquilizó un poco.

—Te juro que vi moverse algo…

Isabel lo abrazó y lo condujo adentro. Le preparó un té mientras él le contaba nuevamente los hechos que le parecían fuera de lugar, que le hacían pensar que estaba siendo vigilado. Al terminar el relato se le aguaron los ojos. Ella lo acompañó a la habitación y le ayudó a acostarse. Le había puesto unas gotas de extracto de valeriana en la infusión y podía ver que hacían efecto. Poco después se durmió. Ella aprovechó para llamar a una de sus mejores amigas. Era enfermera en un hospital siquiátrico. Conocía muy bien a Pedro. Le contó todo.

—Lo primero que tienes que hacer es ocultar las armas y todos los objetos corto punzantes.

Eso la asustó de verdad.

—Luego enciérrate con los niños. Si sucede algo no dudes en llamar a la policía y a mí.

Isabel cerró con llave los dormitorios de los niños y luego guardó todos los cuchillos, tijeras y martillos en la baulera del coche. Cuando volvió a su habitación se sorprendió de ver a Pedro mirando por la ventana. Tenía los ojos enrojecidos y desorbitados. El bate en la mano. Miró a Isabel y le dijo con firmeza.

—No te preocupes. Yo los voy a defender. Voy a hacer rondas por el perímetro para verificar que todo está bien —Se dirigió a la puerta y antes de abrirla se dio media vuelta. En un momento de lucidez pensó en el director con el que trabajaba. Si su mujer les llamaba en vez de él mismo, se daría cuenta que el asunto era grave—. Por favor llama a Oscar y dile que no puedo asistir a la reunión mañana.

Isabel solo asintió con la cabeza. Cuando salió de la habitación, ella cerró con llave.

Ninguno de los dos durmió. Él hacía rondas cada media hora y luego se sentaba en la sala a oscuras. Ella lloraba y lo observaba caminando en el jardín y la calle.

En la mañana, muy temprano. Isabel fue a darle encuentro en el jardín.

—Sabes muy bien que esto no tiene sentido. Tú no has hecho nada malo. Solo debes tener una descompensación pues has trabajado mucho. Necesitas descansar.

La miró largamente sin decir nada afirmando con la cabeza. Se dejó tomar de la mano y entraron en la casa. Desayunaron con los niños.

—He llamado a Oscar. Enviará una ambulancia para recogerte.

—Tienes razón. Algo no está bien en mi cabeza.

Sin oponer ninguna resistencia se despidió de sus hijos y su esposa y se subió a la ambulancia. Ella fue a darle alcance después de preparar el almuerzo para los chicos. Cuando llegó, ya le habían hecho varios exámenes, entre ellos escáner y resonancia magnética. No había nada extraño en su cerebro. Todo estaba correcto. El siquiatra a cargo se entrevistó con Isabel para saber si Pedro había sufrido antes cambios en su personalidad o sus costumbres.

—Esto es muy extraño —le dijo—. Los sicóticos no se dan cuenta que están enfermos. Pedro reconoce que no está bien pero no sabe el porqué. No puede explicar de dónde le vienen las ideas y sentimientos de persecución. ¿Algún chance que haya tomado alguna droga?

—No lo creo —respondió Isabel—. Ni siquiera toma alcohol; aparte de una ocasional copa de vino o cerveza con la comida.

—¿Alguna medicina? ¿Padece o padeció de alguna enfermedad?

—Tuvo COVID hace menos de un mes…

—¡Deberíamos haber empezado por eso! —expreso con satisfacción el siquiatra—. He leído que hay un porcentaje bajo de personas que desarrollan procesos sicóticos poscovid. Este probablemente es el primer caso que me llega. No se preocupe. Es temporal. Vamos a ayudarlo a superarlo.

Pedro pasó dos semanas en el hospital recibiendo medicación y orientación sicológica. Una semana antes de la navidad le dieron de alta. Toda la familia fue a esperarlo en la puerta con flores y globos de colores. Salió como era antes de la enfermedad. Abrazó a sus hijos y besó a Isabel.

La nochebuena la pasaron en casa de sus suegros. Al día siguiente invitó a sus compañeros de trabajo y sus familias a una parrillada. Mientras encendía los carbones escuchó un helicóptero que se acercaba… y comprendió que ahora sí venían por él.

lunes, 23 de agosto de 2021

Lunita de oro

Rosario Sánchez Infantas

 
Todas la vieron. Pese a que ya amanecía brillaba en el cielo una lunita creciente, el sol le daba un matiz dorado. En una altiplanicie de la cordillera de los andes, en la parte norte del imperio incaico, a una altitud de tres mil trescientos metros sobre el nivel del mar, ocho niñas, dos adolescentes y una anciana, estaban sentadas en el piso alrededor de una fogata en una galería de piedra dentro de las ruinas de Marcahuamachuco (paraje de la gente con sombreros de halcón), una imponente ciudadela preinca. Desde los valles próximos se veían las construcciones pétreas pues algunas de ellas tenían hasta tres niveles de altura, y el conjunto se extendía aproximadamente en cinco kilómetros de largo y más de medio de ancho. Arbustos y yerbas silvestres cubrían las habitaciones; líquenes, lagartijas e insectos habitaban las paredes. Algunas construcciones habían cedido al paso del tiempo y lucían desprovistas de sus techos originales, pero aún servían de refugio. Las más pequeñas lloriqueaban quedito, las adolescentes con gesto adusto servían, en platos de madera, granos de maíz hervido y carne seca soasada. En el rostro de la anciana resbalaban, una a una, lágrimas que desaparecían en su vestido de lana. Todas ellas llevaban el mismo atuendo elaborado en lana de camélidos: una túnica sin mangas que les llegaba hasta los tobillos, un cinturón con diseños polícromos y una manta que cubría sus espaldas. El cabello largo, lacio y negro echado hacia atrás estaba cubierto por un pequeño manto tejido. Sus vestidos lucían raídos y descoloridos. 

Abstraídas comiendo, no sintieron aproximarse a la mujer de mediana edad que de súbito apareció en el umbral de la habitación. Varias de ellas gritaron, algunas niñas empezaron a llorar, la anciana observó sorprendida a la recién llegada, sonrió ligeramente, cruzó los brazos sobre su pecho y suspirando dijo: «¡Cusirimay!». La recién llegada también traía vestidos descoloridos y raídos, sonrió mostrando los hoyuelos de sus mejillas, mientras las lágrimas rodaban por su hermoso rostro moreno. Proyectaba, autoridad y decisión en su actitud y en su mirada profunda. Lo vivido en los últimos cuatro años le había fortalecido el carácter. 

Al día siguiente Cusirimay (la del alegre hablar) oteaba el horizonte y con voz baja daba órdenes al pequeño grupo para que avanzase por entre los pasadizos, depósitos, viviendas y plazas en ruinas.  Las condujo a una sala y cuando estuvieron frente a una roca gris con alto relieves, les pidió descubrir sus cabezas e inclinarlas, suspiró, bajó la cabeza, cerró los ojos y con voz grave dijo: 

«Padre Catequill, agradezco cobijaras a estas palomitas. Huérfanas, sin familia, sin comunidad, te imploramos nos protejas ahora que dejaremos tu pueblo. Pacha ticra, el mundo se ha vuelto al revés… todo lo sagrado ha sido denigrado, envilecido... buscando oro no tardarán en llegar por aquí. He cumplido con mi pueblo, ayúdame a reunir a mi familia. Urco Guaranga, mi compañero, siempre ha sido y será primero del pueblo que nuestro, pero a mi hijo Illary déjame encontrarlo en esta vida sin orden. Protege a nuestro Cápac Inca Manco Inca Yupanqui, fortalece la mano de su general Quisu Yupanqui; que pueda aplastar Lima y a los demonios barbudos, como se aplasta el nido de las alimañas. Resguarda el corazón de mis criaturitas de la verdad que les voy a mostrar». 

Dejó al pie de la roca una piedrecita verde azulada que había tomado de un rumoroso río, en el pueblo de Vitcos, en la región selvática del Cusco, hacía seis meses. Inhaló profundamente, se volvió hacia sus acompañantes y les dijo: 

Palomitas mías, capullitos de sol, hemos de ser fuertes como la yareta que permanece verde y suave, aun azotada por la tormenta. Conservemos la ternura y la alegría. 

Salieron del recinto. Cusirimay las organizó: ella iría adelante, las niñas y la anciana al medio y las jóvenes detrás. Las mayores llevaban en sus atados algunos alimentos, tres mantas gruesas y algunos útiles de cocina. Empezaron a bajar de la explanada, atravesaron un área llena de pequeños árboles de queñual y se adentraron en un pajonal que casi cubría a las adultas. Mirando la lunita dorada Cusirimay echó a cantar con tanta pasión que parecía una alegre oración brotando límpida de su corazón manantial: «Para alcanzar nuestros sueños/ lunita de oro, lunita de oro/ se precisa un cóndor negro como escudo dentro del pecho/ que tenga certero el vuelo y, claros, los sentimientos/entonces como los vientos caminaremos hasta tu encuentro/ lunita de oro. Lunita de oro un camino tan largo como el amor/lunita de oro esperanza que sabes de mi valor. /Para rescatar del fuego lo más sublime/ lunita de oro nos queda lo más humano: / nuestra alegría/ lunita de oro/hablar de lo más profundo que el hombre trae de antaño/entonces lunita de oro/ tu canto claro sale del sueño/ lunita de oro…». Todas sonreían y las mayores repetían el estribillo.  

El día anterior, Cusirimay, después de su llegada sorpresiva, lloró abrazando a sus hijas Uchuykilla (luna pequeña) y Shullahuayta (flor del rocío). Había pasado cuatro años desde que fuera atrapada por los españoles que, tras ejecutar al soberano inca Ataw Wallpa, marchaban hacia el Cusco, la capital del imperio incaico. Sus niñas de cuatro y seis años, tenían ahora ocho y diez. Muchos hombres de la comunidad habían sido llevados a distintos lugares para extraer las piezas de oro y plata de los diferentes lugares sagrados, muchas personas habían muerto por la viruela, el mantenimiento de las obras y bienes comunales ya no se realizaba, las tierras de las viudas y huérfanos no eran trabajados por la comunidad. El hambre, la desorganización y la amenaza constante cundían. 

Todas, poco a poco, reconstruyeron la historia. La anciana empezó su relato: hubo una incursión de soldados españoles ebrios en Huamachuco, los cuales habían llegado con Diego de Almagro desde España, robaron, saquearon y raptaron a unas jóvenes del lugar. Mamaurma (señora que deja caer cosas buenas a su paso) era una yanaaclla, enclaustrada desde la adolescencia para atender a las mujeres escogidas de mayor categoría, tenía sesenta y seis años y llevaba cuarenta y nueve de permanencia voluntaria en el acllahuasi. Había decidido volver a Cochamarca para buscar a sus familiares. Caminó todo el día viendo agonizar algunos campos de cultivo, casas abandonadas y no halló a ninguno de sus parientes. Un anciano, al escuchar ladrar a su perro ante la desconocida, salió del estado de sopor agónico en el que se encontraba. Antes de expirar, pudo decirle: 

Unas palomitas huérfanas van rumbo a Markahuamachuco, entre ellas las nietas de tu hermano. Es toda la familia que te queda. Los demás han huido o muerto con la enfermedad que han traído los barbudos.
 
La mujer mayor conocía muy bien el camino que ascendía a la explanada pues había pastoreado camélidos por esa zona cuando niña. Aceleró el paso y en una hora las alcanzó: tenían entre uno y trece años. Dos adolescentes, sobrinas nietas de Mamaurma, cargaban a criaturitas muy pequeñas, las niñas mayores llevaban atados con sus poquísimas pertenencias. Las fugitivas se cobijaron por cuatro años en las ruinas de Markahuamachuco con ocasionales salidas a los poblados vecinos a intercambiar alimentos por plantas medicinales y frutas silvestres, que abundaban en los parajes cercanos a su refugio. En la última salida fueron alertadas de la cercanía de un grupo de españoles que venían a buscar oro en la ciudadela pre inca. Habían planeado huir, sin saber a dónde, cuando llegó Cusirimay.
 
Tras caminar seis horas se aproximaron a un centro poblado de tejedores diezmado por la enfermedad pero que, gracias a su mayor lejanía del Capac Ñan funcionaba con cierta estabilidad. Cusirimay se adelantó y luego el grupo fue acogido afectuosamente por algunos ancianos. En esta parte del Tahuantinsuyo no había mucho que contar: apenas llegados los españoles el sistema incaico se había desarticulado, la enfermedad y el caos imperaron. Tras ejecutar al inca, pese al rescate en oro que había pagado, los conquistadores europeos marcharon al Cusco para apoderarse de sus ingentes riquezas. Les habían llegado noticias de la resistencia que ofrecían algunos generales de Ataw Wallpa ante los invasores; y que, apenas llegados los españoles a territorio inca, algunas etnias como los Huancas, Cañaris y Chachapoyas dieron su apoyo a los foráneos. A pesar de ello los europeos temían ser enfrentados por el poderoso ejército inca por lo que se vieron obligados a reestablecer la organización inca para viabilizar el imperio y legitimar su presencia en los Andes centrales. Para ello nombraron como soberano inca provisorio a un hermano de Ataw Wallpa, el joven Túpac Huallpa. Los grandes centros poblados y aquellos ubicados cerca de los caminos principales continuaron funcionando en gran medida, porque había un soberano inca; pero luego por las demandas abusivas de los españoles y el temor que inspiraban, el apoyo de diversas etnias y el paso a la clandestinidad de la resistencia inca. Los poblados pequeños y alejados de los caminos, con cierta autonomía sobrevivían en la pobreza, desgobierno y temor. 

Cusirimay contó que, en su viaje hacia el Cusco, el gran contingente de españoles, indígenas, aliados o esclavizados, y animales de carga llegó a Huamachuco, ciudad a la cual ella había ido a intercambiar productos alimenticios. Al ver en la lejanía acercarse al numeroso grupo se adentró en un bosquecillo de frondosos molles buscando evadirse. Miró con miedo y desconcierto que los extranjeros, de piel y ojos claros, con vestimentas tan inusitadas, montaban a unos animales enormes no parecidos a ninguno otro que ella hubiera conocido. Al borde del estupor vio al numeroso destacamento de indios que marchaban armados a modo de vanguardia; otros, de ambos sexos, al igual que grandes tropas de auquénidos, cargaban pesados bultos. Todos los indígenas venían atados unos a otros. Cuando llegaron a las inmediaciones del río, los invasores desataron a algunos nativos, los cuales cogieron grandes recipientes de arcilla y se dirigieron hacia una pequeña cascada cerca de donde estaba Cusirimay. Ella de manera abrupta aprendió lo que los invasores describirían como «alancéaronse varios»: algunos foráneos dirigieron los animales que montaban hacia la casa de las escogidas y cuando estos arremetieron contra los vigilantes, cargaron hacia ellos una asta de madera con una afilada punta metálica apretada bajo el brazo contra su cuerpo, y con el impulso del caballo y del cristiano atravesaron a los aterrados nativos. Tras recuperar sus armas de los agonizantes penetraron en el acllahuasi, la casa de las elegidas dedicadas al culto del sol. Cusirimay con disimulo se adentró en la arboleda implorando no ser vista. Sin embargo, sí había llamado la atención del hombre de unos setenta años que, recipiente en mano, se dirigió a grandes pasos hacia donde ella estaba y la saludó en quechua de acento cusqueño: 

Hermanita, el agua clara, limpie este mal sueño y vigorice nuestro corazón. 

Ella, cuyo espíritu estaba aterido de pánico, se conmovió profundamente al reconocer sus propios sentimientos en este saludo tierno. Recordó esa mirada profunda, antes que la voz grave: era la de un sacerdote cusqueño que alguna vez visitara el acllahuasi en el que ella había pasado su adolescencia y juventud. 

–Tu palabra obre su magia en mi abatido corazón –dijo reverente y bajando la mirada. 

Guanca Auqui ayudó a Ataw Wallpa, contra el hereje Huáscar; permanece herido en el poblado de Vitcos, en el Cusco, prepara una resistencia. Habría que hacer llegar la noticia al general Quisquis… 

Ninguno de los dos había sentido llegar al español que, golpeando violentamente la cabeza del hombre mayor, lo derribó inconsciente; la cogió de los cabellos y la arrastró hacia el fondo de la arboleda.
 
Cusirimay dejó de hablar. Tenía fruncido el ceño, la respiración agitada y el cuerpo crispado. Miró a las niñas dormir cansadas por la caminata. Una gota de lluvia cayó en su rostro. Levantó la vista y le conmovió la profundidad de un macizo de nubes casi negras. Sintió que una gran dinámica se estaba produciendo en las alturas. Fuerzas diversas se agitaban. Quizás se desencadenase una tormenta. Después de una pausa siguió relatando: «Los barbudos y los hermanos sometidos a ellos avanzamos rumbo al Cusco. Pasamos hambre, frío y cansancio. Yo viví la peor de las muertes: dejar a mis criaturitas totalmente abandonadas. Mi hijo mayor Illary…  los ojos se le nublaron, su respiración se agitó y no pudo hablar unos instantes  …mi hijo Illary había ido a cambiar cereales por verduras a un valle cercano, algo debió pasarle, porque no regresó. Él jamás habría abandonado a sus hermanitas... ¡ahora debe tener dieciocho años! Se escuchó el ruido de una pequeña tropa de camélidos y voces de niños y muchachos de ambos sexos que los traían a pernoctar a sus corrales. Cusirimay no habló más, dijo en silencio: «Padre Catequil, te imploro ayudes a mis hijitas a rescatar del fuego lo más sublime». Se puso de pie con inquietud, saludó a los que iban llegando, corrió hacia una joven que traía cargado en una manta multicolor a un niñito dormido y vestido a la usanza indígena, el cual le sonrió y extendió los bracitos, apenas abrir sus ojos azules.

viernes, 6 de agosto de 2021

Secuelas

Omar Castilla Romero

Notó que la seguía una camioneta gris por lo que aceleró saltándose el semáforo. Se preguntaba cuál era el motivo cuando recordó la conversación de la mañana con su marido. Era un tema espinoso que había evadido durante semanas. Pasado el primer año de pandemia ambos enfermaron brindándose cuidados mutuos, luego de lo cual mejoraron. Eso sí, quedaron secuelas que les limitaban la vida cotidiana. Ella perdió el olfato y cuando lo recuperó, notó que los olores eran diferentes, las verduras olían a cebollas fermentadas y la carne a animal podrido por lo que abolió de su dieta dichos alimentos, llevándola a perder peso, lo que repercutió en que se diluyeran sus caderas de potranca. Su pelo antes negro y brillante carecía de vitalidad, al igual que su piel. Ya no era la mulata sensual de antes. Sin embargo, hubo algo que causó más estragos.

Andre, llevamos un mes sin hacer el amor —dijo ella.

—¿Un mes?, increíble, deberíamos ponernos al día.

—Bueno, hagámoslo.

—Está bien.

—¿Qué esperas?

—¿Qué esperas tú?

—¿Es que ya no me quieres? —Margarita se echó a llorar.

—Lo mismo te pregunto, ¿acaso se te acabó el deseo?

—No es eso, tú no entenderías.

—Entonces explícame.

Margarita percibía un agrio olor a axila sudada cuando su esposo se aproximaba. La primera vez pensó que estaba sucio y lo mandó a bañar, pero luego comprendió que el problema radicaba en su sentido del olfato. Desde entonces era imposible acercársele y ni se le pasaba por la mente tener relaciones con él, aun así, hizo un esfuerzo ese día y le sorprendió encontrarlo sin deseos. Se preguntó si estaba relacionado con su pérdida de peso, pues Andrés siempre había estado loco por sus prominentes glúteos que la pandemia se había llevado. En ese momento cayó en cuenta de los comportamientos extraños de su esposo, quejándose de fatiga constante e insomnio, lo que le llevó a dejar el trabajo, pasando madrugadas enteras viendo videos en YouTube. Una mañana lo encontró sentado frente al computador haciendo un tic con las manos. Ella preguntó qué le pasaba, y él respondió que nada, que solo escuchaba música. Sin embargo, se le veía preocupado. Ese día no indagó nada más, pero ahora era el momento de averiguar.

—¿Me vas a decir qué te pasa?

—Es una situación peligrosa, no quiero inmiscuirte.

—¿Qué situación?

—¿Prometes qué no le dirás a nadie?

—Lo prometo.

—Hace unos días encontré este video —dijo con los ojos exorbitados.

—Ah, Smooth criminal de Alien ant farm.

—Sí, pero obsérvalo.

—Qué tiene de raro un niño bailando con mascarilla.

—¡Casualmente eso!, ¡¿qué hacía un niño con tapabocas en el año dos mil uno?!

—No sé, locuras de los creativos, supongo yo.

—¿Sí?, ¿eso crees?, pues mira. —Andrés adelantó el video hasta los cincuenta y cuatro segundos y le mostró una escena en que una chica se lanzaba a la piscina.

—Es solo una muchacha con careta de lobo y chaqueta negra dándose un chapuzón.

—Mira bien. —Pausó la escena a los cincuenta y seis segundos—. ¿No te parece un murciélago con las alas extendidas?

—¡Qué imaginación tienes! —dijo sorprendida—. Es eso o te estas volviendo loco.

—Eso no es todo, observa el final del video donde sale el chico punkero con ojos de reptiliano.

Mmm, entonces, ¿cuál es tu teoría?

—Aún no lo sé, pero puede que todo lo que está pasando en el mundo, incluida la pandemia, sea planeado por quienes manejan los hilos tras bambalinas.

—Supongamos que es así, ¿qué ganarían con publicar un mensaje subliminal en un video?

—Quien sabe, quizás les gusta jugar con nuestras mentes como un gato juega con un ratón, o tal vez tienen un contrapeso que hizo el video como advertencia.

—Por Dios Andrés estás delirando y por eso no te apetece trabajar, ni hacer el amor conmigo.

—Lo siento, la verdad no puedo pensar en otra cosa.

—Debemos buscar ayuda, conozco una psiquiatra que nos...

—¿Estás insinuando que estoy loco?

—Los psiquiatras no solo ven locos y estos meses de encierro han sido agobiantes.

—Entonces irás tú sola, no te pienso acompañar.

Margarita resignada continuó sus actividades domésticas, mientras su esposo se encerró en el estudio. Como era el día autorizado para salir, decidió ir a comprar provisiones al supermercado. Antes de marcharse lo vio en el balcón con unos binoculares.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Nos están vigilando, allá hay alguien con un telescopio.

—Andrés cuando regrese tendremos una conversación seria.

Salió en su automóvil al supermercado y al llegar empezó a llenar el carro de compras. Frente a la estantería de lácteos vio que llevaban retenido a un hombre acusado de robar, iba vestido con una camisa azul de marca y vaqueros a la moda, y aunque llevaba tapabocas lo reconoció como un excompañero de universidad de Andrés. Recordó que siempre usaba fragancias costosas, pero su rostro se contrajo al percibir un olor a basura quemada manando de él. Cuando ya había escogido lo que llevaría procedió a pagar en la caja y durante la espera encontró su revista favorita, Biografías, en cuya carátula aparecía Nelson Mandela con el título «El hombre que cambió nuestra época». Decidió tomarla y luego de pagar se dirigió al parqueadero, notando que la seguían. Se me está pegando la paranoia de Andrés pensó. Puso la bolsa en la cajuela, encendió el auto y unas cuadras después en el semáforo logró perderlos. Unos minutos más tarde, la camioneta estaba de nuevo detrás suyo por lo que aceleró, ingresando sin darse cuenta a una de las zonas más peligrosas de la ciudad. Dobló una calle a la derecha descubriendo que no tenía salida. Se quedó paralizada al ver que la camioneta se detenía detrás suyo. Se abrió la puerta delantera y bajó un hombre de barba desgreñada, usando gafas oscuras y vestido con una camisilla negra que dejaba ver sus axilas sin rasurar, además portaba una mochila en el hombro en la que metió la mano para sacar algo. Margarita cerró los ojos intuyendo su fin, pensando que su esposo pudo haber descubierto algo delicado. Después de un momento notó que no pasaba nada y los abrió, viendo en frente suyo la revista Biografías.

—Se le cayó en el supermercado y traté de devolvérsela, pero vaya que le gusta correr —le dijo el hombre.

Ella hizo una mueca nerviosa, tomó la revista y le dio las gracias. Percibió un hedor a heces de borracho y no descartó que en verdad oliera así. Se sintió como una tonta por todo el rollo que había armado. Siguió su camino y al llegar a casa su esposo estaba sentado en el sofá con expresión de desespero, haciendo el mismo tic con las manos.

—Amor estoy al borde del colapso —dijo—, ¿de veras crees que alucino?

—No alucinas, deliras. A cualquiera le puede pasar en estos tiempos locos. —Se sentó a su lado y prosiguió—. Por ejemplo, de camino acá noté que me seguían y creí lo peor, gracias a Dios solo era un tipo que quería devolverme una revista.

—Entonces, ¿a ti te pasa lo mismo?

—Sí, y eso no es todo. En el supermercado llevaban retenido al muchacho que estudió contigo y que ahora trabaja en la alcaldía.

—¿Quién, Miguel?, ¿y qué hizo?

—Al parecer se robó algo, pero eso no es lo importante, el hecho es que mi problema de olfato no es exclusivo contigo, pues pude sentir un olor desagradable en él.

—¿Qué problema de olfato?

—Desde que lo recuperé, percibo mal los olores, por ejemplo, tú me hueles a… mejor ni te digo, ji, ji, ji.

—No sabía amor, aunque sigo sin entender.

—La repulsión es hacia cualquiera, no solo hacia ti.

—¿Y eso no es un problema?

—Pues no, si tú no deseas hacer el amor, yo tampoco tengo prisa.

El tic nervioso de Andrés había desaparecido y la miraba fijo: 

—Y quién dijo que no quiero hacerte el amor.

Se empezaron a besar con una mezcla de ternura y pasión. Margarita se veía feliz, aunque por momentos fruncía el ceño y hacía arcadas. Andrés acarició su espalda percibiendo como sus vellos se erizaban, no era la piel radiante de antes, pero conservaba su linda tonalidad canela. Bajó las manos hacia sus senos puntiagudos, levantó la blusa y los besó con desespero, ella lanzo un gemido y él siguió hasta su cálida entrepierna volviendo a sentir después de mucho tiempo, que el deseo lo invadía, se tumbó encima de ella y Margarita olvidó el desagrado de cualquier olor nauseabundo llenándose de éxtasis al llegar al clímax. Su rostro de expresión gloriosa hizo que él desbordara de placer. Luego los dos se tumbaron en la cama unos instantes, Andrés decidió que se merecía una cerveza fría y Margarita sacó del bolso la revista y al mirarla de nuevo notó que ahora arriba de Nelson Mandela decía: «Hay cosas que es mejor no averiguar».

El dragón blanco

Laura Sobrera


Hubo una vez un reino, donde vivían las quimeras, que estaba asentado sobre las nubes, cerca de los dioses. Sus habitantes eran dragones, minotauros, pegasos, faunos, sátiros, grifos, aves fénix, hidras y todos los animales que pueblan las diferentes mitologías. Algunas veces, estos seres interactuaban con los humanos, ya sea para beneficiarlos o actuando como castigos divinos, pero otras la simple casualidad unía sus destinos.

Esta historia es sobre un dragón que tuvo una particularidad desde antes de su nacimiento. Por lo general, estos animales, que pertenecen a la familia de los reptiles, llegan a medir unos cinco metros de largo y son de varios colores: violetas, azules, diferentes tipos de verde. Cubiertos de escamas, tienen grandes alas cuando llegan a ser adultos, suelen escupir fuego y su cola termina de forma triangular.

Zu, que es el nombre de nuestro protagonista, había nacido hacía muy poco, pero era muy diferente al resto. Su cuerpo era totalmente blanco. Las escamas eran de cristal de una prístina transparencia que, al ser tocados por la luz solar, se transformaba en un abanico de arcoíris iridiscentes y sus ojos eran incoloros y sin pupila, pero tenían la capacidad de ver la esencia de todo.

Los demás dragones, primero, asombrados, lo miraban con gran curiosidad, pero como casi siempre sucede, después sintieron miedo. Por lo general cuando se es diferente no es sencillo ser aceptado por la manada.

Decidieron los mayores que al inaceptable lo enviarían a la tierra y cuando la noche comenzó su aparición, lo dejaron en un frondoso bosque. La creciente oscuridad ocultó una precaria cabaña que los árboles escondieron pues sus moradores descansaban en las tinieblas nocturnas.

Zu lleno de miedo intentó preguntar por qué no podía vivir entre sus hermanos. Lo llevaron a un espejo de agua y le pidieron que viera su reflejo.

—¿Eres igual a ellos? —le preguntaron.

—Sí, tengo escamas, alas, afilados dientes, garras —contestó.

—¿Has notado el color de tu piel?

—Esa es una mínima diferencia.

—No para nuestra comunidad —y se fueron volando indiferentes sin mirar atrás.

El pequeño dragón no comprendía bien lo sucedido. Entristecido fue a refugiarse entre unos arbustos en espera del nuevo día. No tenía que comer, el sitio era desconocido y la soledad lo hacía sentir frío, aunque eso tenía más que ver con la falta de afectos, que con la temperatura ambiente. Con la luz del amanecer buscaría un rumbo para su vida y la forma de sobrevivir en su nueva realidad.

Con las primeras luces, voces infantiles lo despertaron. Eran varios; Zu no pudo ver cuantos. La algarabía era grande, hasta que se escuchó la voz de su madre:

—¡Es hora de ir a la escuela!

—¿Ya? —contestaron a coro los niños.

—Sí, su padre los alcanzará antes de ir a trabajar a la herrería y yo tengo mucho que hacer en la casa y gran cantidad de ropa que lavar de la gente del pueblo.

Se escucharon suspiros de queja, pero hicieron lo que se les pedía. Eran niños obedientes y sabían que sus padres se esforzaban mucho para que no les faltara nada de lo indispensable

—¡Vive alguna aventura! —le gritaron al hermano que quedaba en casa—, y después nos la cuentas.

El más pequeño se adentró con lentitud en el bosque que comenzaba en el fondo de su casa.

Mientras miraba en dirección de su hogar, un resplandor lo hizo voltear la cabeza dirigiéndola a esa luz.

Los niños son curiosos, pero sobre todo no sienten miedo y se aventuran a explorar situaciones en las que no les es común estar.

Guillermo, era el nombre del niño que se acercó al pequeño dragón blanco. Comenzó a hablar con él para saber qué hacía allí, como había llegado, si tenía hambre o sed.

Zu no hablaba el idioma de los humanos, pero con asombro notó que lo comprendía muy bien. No sabía cómo hablar y tampoco su naturaleza le dio las herramientas para hacerlo, pero comenzó a pensar las respuestas y el niño, también lo entendió y supo que no eran necesarias las palabras, podrían comunicarse con la mente.

Así comenzó el siguiente diálogo:

—¿Cómo te llamas? —preguntó Guillermo

—Me llamo Zu, ¿y tú?

—Soy Guillermo y tengo cuatro hermanos. ¿Qué haces aquí?

—Mi familia me trajo, porque soy diferente al resto de los dragones.

—No entiendo, yo también soy diferente y vivo con mi familia.

—¿Qué te diferencia de ellos?

—Tuve un mal encuentro con un lobo. Me cortaron la pierna por esa razón. Todavía soy muy chico para la escuela y me entretengo recorriendo este bosque e inventando historias que le cuento a mi familia antes de dormir. Mi capacidad de movimiento está limitada, pero no la de mi mente.

—Mi cuerpo y mis ojos son blancos, diferentes a los demás. Quizá creyeron que al ser mis escamas de cristal y mis ojos incoloros podría ser peligroso.

—Sí, yo recorro mucho este lugar y después invento cuentos para mis hermanos —luego preguntó curioso— ¡Eres hermoso! ¿Qué sabes hacer?

—Todavía no lo sé, debo crecer un poco, por lo general, arrojamos fuego por la boca, pero con este color, no sé si esperar ser igual en eso a los otros.

—Zu, mamá se preocupa si no me ve durante mucho rato, debo volver a casa, ¿quieres venir conmigo?

—No soy como tú. Aquí no conozco nada ni a nadie y no sé si seré aceptado, cuando ni siquiera mi familia quiso.

—Tener miedo no te ayudará. Mira, te propongo que vengas. El granero no se utiliza. Solo yo voy ahí, sobre todo si llueve, para no quedarme en casa. Te llevaré comida y agua. Puedes quedarte ahí, mientras creces e investigas cuáles son tus talentos. Estoy seguro que debes tener muchos. Por cierto, ¿qué comes?

—Me gustan los pescados, pero puedo aceptar otras comidas.

Guillermo se levantó y enfiló hacia su casa. Detrás iba Zu guardando una distancia prudencial. Estaba por llegar cuando escuchó la voz de su mamá:

—¡Guillermo!, ¡no te alejes mucho!

El niño gritó:

—¡Ya estoy cerca!

El granero algo alejado de su casa era el sitio ideal para evitar que pudieran ver a su nuevo amigo dragón.

Era un lugar muy amplio lleno de herramientas y paja por todos lados. Había una escalera que conducía a una especie de entrepiso. Le señaló a Zu ese sitio y con alguna dificultad, pudo subir hasta el lugar que sería su hogar.

—Vuelvo enseguida —dijo Guillermo en un susurro— voy a traerte algo de comer.

Salió y fue donde su madre para que viera que había regresado. Verlo la tranquilizó.

—¿Puedo llevarme un poco de comida?

—Sí, pero ¿por qué no comes aquí?

—Ya sabes, mamá, me gusta inventar historias mientras alimento a las hormigas o cualquier otro animalito. De esa manera tengo cosas que contarles a mis hermanos.

—Está bien.

Llevó dos panes y una jarra de leche. Puso todo en un carrito que le permitía cargar cosas a pesar de su dificultad física.

Abrió la puerta del granero y llamó suavemente a su dragón blanco.

—¡Oye!, Zu, te traje comida —dijo en voz baja por las dudas que su madre estuviera cerca.

El animal levantó su cabeza, lo miró y bajó a recibir ese alimento que estaba esperando.

Comió el pan, bebió la leche y, además, Guillermo llenó un balde con agua en la bomba que estaba cerca y se la dejó para que calmara su sed.

Después de saciar el apetito atroz que sentía, el niño le preguntó cómo era el lugar de donde había venido.

Si bien no había estado mucho tiempo y poco había visto, sabía que viven animales diferentes de los que habitan la tierra. Le explicó cómo eran y qué hacían.

Guillermo estuvo un buen rato con su dragón y en un momento le dice:

—Es la hora en que mis hermanos vuelven y todavía no quiero que te vean, porque pueden asustarse, además no deseo prepararlos para que oculten tu presencia. Debe ser algo natural.

Zu contó que su hogar estaba en las nubes y era un hermoso lugar.

—¡Esto fue un gran banquete! —, comentó el pequeño dragón. Muchas gracias por la comida, pero, sobre todo, por tu compañía y tu gran corazón —le transmitió con sincero reconocimiento.

El chico salió emocionado. Le complacía haber encontrado un amigo con quién compartir tantas horas de soledad.

Al caer la tarde llegaron sus hermanos, cenaron en familia, el fuego de la chimenea estaba prendido y en la sobremesa, ya junto a la estufa, se acomodaron para las historias que Guillermo inventaba para entretenerlos antes de dormir.

La familia reunida disfrutaba los cuentos que les permitían soñar y estimulaban su imaginación.

Esta noche, la historia se trata de un dragón que se había caído de las nubes y encontró un amigo.

Las palabras se sucedían. Los ojos familiares no miraban hacia ningún lado, pero se notaba que podían ver lo relatado, como si de una película se tratase.

Cuando el cuento terminó, ninguno de los presentes quería irse a dormir. Tenían muchas preguntas, ¿cómo se le había ocurrido?, ¿dónde estaba ese reino?, ¿era bueno o malo?

Guillermo hizo silencio, pero una gran sonrisa se había dibujado en su rostro.

Luego de asear los trastes, todos se fueron a descansar.

La madre fue revisando cama por cama, arreglando frazadas y arropando con amor a cada hijo.

Al día siguiente todo volvió a empezar, la salida del padre a la herrería, sus hijos a los estudios, mamá al hogar y Guillermo a sus juegos. Se dirigió al cobertizo llevando comida.

No podía salir de su asombro cuando vio que su amigo estaba mucho más grande que el día anterior y ya intentaba revolotear por el lugar. Entendió que el crecimiento de Zu era más veloz que el suyo. Solo había dormido una noche.

—Parte de nuestra magia, es crecer con rapidez— le dijo adivinando sus pensamientos.

Una vez que hubo comido, el niño lo llevó hasta el bosque, para que hiciera sus pruebas de vuelo en un sitio más grande.

Jugaron horas. Guillermo estaba feliz. Nunca se había sentido tan acompañado y también le daba la posibilidad de entregar su cariño.

Luego de un par de meses, uno de esos días en que estaba en el bosque con su amigo ya muy grande, se dio cuenta que sentía cierta envidia de ver la libertad con la que se movía, tanto en el aire como en la tierra.

Zu pudo sentir sus pensamientos y bajando de su vuelo inclinó la cabeza para que el niño trepara a su cuerpo, mientras le decía:

—Sube, te voy a mostrar cómo veo yo el mundo.

El niño no lo dudó y una vez que se sujetó con fuerza al cuello del animal, este con suavidad emprendió un corto vuelo.  

Él no podía jugar con sus hermanos a correr o saltar, por eso surgió en él la avidez por contar historias como forma de sustituir su deficiencia física con una gran creatividad.

Por las noches, ellos pedían relatos de su hermano y el dragón y ahora que volaba tenía la dosis justa de aventuras que la familia disfrutaba.

Sucedió que un día, Guillermo tuvo la necesidad de contar la verdad a su familia. Cuando estuvieron reunidos les confesó:

—Necesito decirles algo. Mis historias no son inventadas, son reales, el niño, el dragón y todo lo que hacen.

—¿Cómo? —se alarmaron sus padres.

—Sí —dijo con una gran sencillez—. El niño de esos cuentos soy yo, al dragón lo encontré en el bosque y lo he cuidado y alimentado. Se convirtió en mi mejor amigo.

—Pero los dragones no existen —dijeron sus padres al unísono— son criaturas legendarias.

—No, no es así. Son reales y uno de ellos vive en nuestro cobertizo. No podía dejarlo en el bosque. Era muy pequeño para sobrevivir en soledad. Necesitaba comida y compañía. Hasta he volado sentado en su lomo.

—Quiero que me lleves ante él —dijo su padre con preocupación.

—Sí, claro, pero no quiero que lo asustes. Soy feliz desde que está aquí. Nunca he podido jugar con mis hermanos y él estaba en el bosque, porque fue desterrado por ser diferente. Yo también lo soy y eso desarrolló otras partes de mí, como contar cuentos. A veces me siento como un trovador e imagino ir de pueblo en pueblo contando hazañas. Nada de eso puedo hacer con mi cuerpo, pero desde que Zu aprendió a volar, puedo ver el mundo como él y eso me alegra el día a día. Comprendí que son mis diferencias las que me hacen especial.

El padre con visible emoción lo abrazó. No pensó las cosas como su hijo lo había hecho y con un nudo en la garganta lo tomó de su mano y le pidió que lo llevara hasta el animal.

De esa forma, con un farol alumbrando el camino, toda la familia se dirigió al cobertizo.

—Permite que yo entre primero, papá.

El hombre asintió.

Una vez adentro, con la luz de la linterna alumbrando, se le escuchó decir:

—Zu, quiero presentarte a mi familia. Tú no tienes una y yo sí. Me has mostrado que puedo sentirme igual a pesar de ser diferente y yo deseo entusiasmado que te sientas de la misma forma, porque eso completaría mi felicidad. Ellos pueden sentir temor al verte, no los asustes, ¿sí?

El dragón asintió y bajó del entrepiso.

La luz del farol daba en su cuerpo blanco y reflejaba un brillo sin igual que lo alumbraba todo.

Guillermo fue a buscar a su familia. Despacio fueron entrando sin poder creer lo que sus ojos mostraban. El niño se paró muy cerca de la gran cabeza del animal que parecía peligroso, pero enseguida notaron que se dejaba acariciar y movía un poco la cola como una muestra de felicidad y agradeciendo el ser aceptado.

—Todavía no sabe cuáles son sus talentos, pero pronto los comenzará a descubrir. En principio puede reflejar la luz que le llega y sus ojos ven más allá de lo que lo hacen los nuestros, pero aún no comprendo demasiado cómo mira. Ahora aprendió a recolectar frutos del bosque y algunos peces que le sirven de alimento.

La familia no podía hablar, aunque tenían algo en claro. Guillermo era feliz con su nuevo amigo y sabían que el asombroso temor iría disminuyendo con la confianza de su hijo.

Su padre se dirigió al imponente animal y le dijo:

—Puedes quedarte aquí el tiempo que quieras. Mi hijo te ofreció su amistad, compañía y a nuestra familia. Eres bienvenido.

Dirigiéndose al resto del grupo sentenció:

—Zu forma parte de nuestro entorno, pero por su seguridad y la nuestra, solo el núcleo familiar sabrá de su existencia.

Al escucharlo, el dragón blanco derramó una lágrima que al caer se transformó en un brillante. Guillermo se acercó para tomarlo y se lo llevó al padre, al mismo tiempo le decía a su amigo:

—¡Vaya! Parece que has descubierto uno de tus talentos —y sintió que una gran felicidad le embargaba como si fuera un logro propio. Por primera vez su comunicación telepática fue entendible para todos.

—Cuando grupo me abandonó, lo hizo con la intención que muriera en este bosque. No pensé que aquí encontraría a un amigo que salvaría mi vida y me ofrecería lo que me habían negado, una familia.

Se hizo un silencio en el que se respiraba gratitud y mucho, pero mucho amor.