Laura Sobrera
Hubo una vez un
reino, donde vivían las quimeras, que estaba asentado sobre las nubes, cerca de
los dioses. Sus habitantes eran dragones, minotauros, pegasos, faunos, sátiros,
grifos, aves fénix, hidras y todos los animales que pueblan las diferentes
mitologías. Algunas veces, estos seres interactuaban con los humanos, ya sea
para beneficiarlos o actuando como castigos divinos, pero otras la simple
casualidad unía sus destinos.
Esta historia es
sobre un dragón que tuvo una particularidad desde antes de su nacimiento. Por
lo general, estos animales, que pertenecen a la familia de los reptiles, llegan
a medir unos cinco metros de largo y son de varios colores: violetas, azules, diferentes
tipos de verde. Cubiertos de escamas, tienen grandes alas cuando llegan a ser
adultos, suelen escupir fuego y su cola termina de forma triangular.
Zu, que es el
nombre de nuestro protagonista, había nacido hacía muy poco, pero era muy
diferente al resto. Su cuerpo era totalmente blanco. Las escamas eran de
cristal de una prístina transparencia que, al ser tocados por la luz solar, se
transformaba en un abanico de arcoíris iridiscentes y sus ojos eran incoloros y
sin pupila, pero tenían la capacidad de ver la esencia de todo.
Los demás
dragones, primero, asombrados, lo miraban con gran curiosidad, pero como casi
siempre sucede, después sintieron miedo. Por lo general cuando se es diferente
no es sencillo ser aceptado por la manada.
Decidieron los
mayores que al inaceptable lo enviarían a la tierra y cuando la noche comenzó
su aparición, lo dejaron en un frondoso bosque. La creciente oscuridad ocultó
una precaria cabaña que los árboles escondieron pues sus moradores descansaban
en las tinieblas nocturnas.
Zu lleno de miedo
intentó preguntar por qué no podía vivir entre sus hermanos. Lo llevaron a un
espejo de agua y le pidieron que viera su reflejo.
—¿Eres igual a
ellos? —le preguntaron.
—Sí, tengo
escamas, alas, afilados dientes, garras —contestó.
—¿Has notado el
color de tu piel?
—Esa es una mínima
diferencia.
—No para nuestra
comunidad —y se fueron volando indiferentes sin mirar atrás.
El pequeño dragón
no comprendía bien lo sucedido. Entristecido fue a refugiarse entre unos
arbustos en espera del nuevo día. No tenía que comer, el sitio era desconocido
y la soledad lo hacía sentir frío, aunque eso tenía más que ver con la falta de
afectos, que con la temperatura ambiente. Con la luz del amanecer buscaría un
rumbo para su vida y la forma de sobrevivir en su nueva realidad.
Con las primeras
luces, voces infantiles lo despertaron. Eran varios; Zu no pudo ver cuantos. La
algarabía era grande, hasta que se escuchó la voz de su madre:
—¡Es hora de ir a la
escuela!
—¿Ya? —contestaron
a coro los niños.
—Sí, su padre los
alcanzará antes de ir a trabajar a la herrería y yo tengo mucho que hacer en la
casa y gran cantidad de ropa que lavar de la gente del pueblo.
Se escucharon
suspiros de queja, pero hicieron lo que se les pedía. Eran niños obedientes y
sabían que sus padres se esforzaban mucho para que no les faltara nada de lo
indispensable
—¡Vive alguna
aventura! —le gritaron al hermano que quedaba en casa—, y después nos la
cuentas.
El más pequeño se
adentró con lentitud en el bosque que comenzaba en el fondo de su casa.
Mientras miraba en
dirección de su hogar, un resplandor lo hizo voltear la cabeza dirigiéndola a
esa luz.
Los niños son
curiosos, pero sobre todo no sienten miedo y se aventuran a explorar
situaciones en las que no les es común estar.
Guillermo, era el
nombre del niño que se acercó al pequeño dragón blanco. Comenzó a hablar con él
para saber qué hacía allí, como había llegado, si tenía hambre o sed.
Zu no hablaba el
idioma de los humanos, pero con asombro notó que lo comprendía muy bien. No
sabía cómo hablar y tampoco su naturaleza le dio las herramientas para hacerlo,
pero comenzó a pensar las respuestas y el niño, también lo entendió y supo que
no eran necesarias las palabras, podrían comunicarse con la mente.
Así comenzó el
siguiente diálogo:
—¿Cómo te llamas?
—preguntó Guillermo
—Me llamo Zu, ¿y
tú?
—Soy Guillermo y
tengo cuatro hermanos. ¿Qué haces aquí?
—Mi familia me
trajo, porque soy diferente al resto de los dragones.
—No entiendo, yo
también soy diferente y vivo con mi familia.
—¿Qué te
diferencia de ellos?
—Tuve un mal
encuentro con un lobo. Me cortaron la pierna por esa razón. Todavía soy muy
chico para la escuela y me entretengo recorriendo este bosque e inventando historias
que le cuento a mi familia antes de dormir. Mi capacidad de movimiento está
limitada, pero no la de mi mente.
—Mi cuerpo y mis
ojos son blancos, diferentes a los demás. Quizá creyeron que al ser mis escamas
de cristal y mis ojos incoloros podría ser peligroso.
—Sí, yo recorro
mucho este lugar y después invento cuentos para mis hermanos —luego preguntó
curioso— ¡Eres hermoso! ¿Qué sabes hacer?
—Todavía no lo sé,
debo crecer un poco, por lo general, arrojamos fuego por la boca, pero con este
color, no sé si esperar ser igual en eso a los otros.
—Zu, mamá se
preocupa si no me ve durante mucho rato, debo volver a casa, ¿quieres venir
conmigo?
—No soy como tú.
Aquí no conozco nada ni a nadie y no sé si seré aceptado, cuando ni siquiera mi
familia quiso.
—Tener miedo no te
ayudará. Mira, te propongo que vengas. El granero no se utiliza. Solo yo voy
ahí, sobre todo si llueve, para no quedarme en casa. Te llevaré comida y agua. Puedes
quedarte ahí, mientras creces e investigas cuáles son tus talentos. Estoy
seguro que debes tener muchos. Por cierto, ¿qué comes?
—Me gustan los
pescados, pero puedo aceptar otras comidas.
Guillermo se
levantó y enfiló hacia su casa. Detrás iba Zu guardando una distancia
prudencial. Estaba por llegar cuando escuchó la voz de su mamá:
—¡Guillermo!, ¡no
te alejes mucho!
El niño gritó:
—¡Ya estoy cerca!
El granero algo
alejado de su casa era el sitio ideal para evitar que pudieran ver a su nuevo
amigo dragón.
Era un lugar muy
amplio lleno de herramientas y paja por todos lados. Había una escalera que
conducía a una especie de entrepiso. Le señaló a Zu ese sitio y con alguna
dificultad, pudo subir hasta el lugar que sería su hogar.
—Vuelvo enseguida
—dijo Guillermo en un susurro— voy a traerte algo de comer.
Salió y fue donde
su madre para que viera que había regresado. Verlo la tranquilizó.
—¿Puedo llevarme
un poco de comida?
—Sí, pero ¿por qué
no comes aquí?
—Ya sabes, mamá,
me gusta inventar historias mientras alimento a las hormigas o cualquier otro
animalito. De esa manera tengo cosas que contarles a mis hermanos.
—Está bien.
Llevó dos panes y
una jarra de leche. Puso todo en un carrito que le permitía cargar cosas a
pesar de su dificultad física.
Abrió la puerta
del granero y llamó suavemente a su dragón blanco.
—¡Oye!, Zu, te
traje comida —dijo en voz baja por las dudas que su madre estuviera cerca.
El animal levantó
su cabeza, lo miró y bajó a recibir ese alimento que estaba esperando.
Comió el pan,
bebió la leche y, además, Guillermo llenó un balde con agua en la bomba que
estaba cerca y se la dejó para que calmara su sed.
Después de saciar
el apetito atroz que sentía, el niño le preguntó cómo era el lugar de donde
había venido.
Si bien no había
estado mucho tiempo y poco había visto, sabía que viven animales diferentes de
los que habitan la tierra. Le explicó cómo eran y qué hacían.
Guillermo estuvo
un buen rato con su dragón y en un momento le dice:
—Es la hora en que
mis hermanos vuelven y todavía no quiero que te vean, porque pueden asustarse,
además no deseo prepararlos para que oculten tu presencia. Debe ser algo
natural.
Zu contó que su
hogar estaba en las nubes y era un hermoso lugar.
—¡Esto fue un gran
banquete! —, comentó el pequeño dragón. Muchas gracias por la comida, pero,
sobre todo, por tu compañía y tu gran corazón —le transmitió con sincero reconocimiento.
El chico salió
emocionado. Le complacía haber encontrado un amigo con quién compartir tantas
horas de soledad.
Al caer la tarde
llegaron sus hermanos, cenaron en familia, el fuego de la chimenea estaba
prendido y en la sobremesa, ya junto a la estufa, se acomodaron para las
historias que Guillermo inventaba para entretenerlos antes de dormir.
La familia reunida
disfrutaba los cuentos que les permitían soñar y estimulaban su imaginación.
Esta noche, la
historia se trata de un dragón que se había caído de las nubes y encontró un
amigo.
Las palabras se
sucedían. Los ojos familiares no miraban hacia ningún lado, pero se notaba que
podían ver lo relatado, como si de una película se tratase.
Cuando el cuento
terminó, ninguno de los presentes quería irse a dormir. Tenían muchas
preguntas, ¿cómo se le había ocurrido?, ¿dónde estaba ese reino?, ¿era bueno o
malo?
Guillermo hizo
silencio, pero una gran sonrisa se había dibujado en su rostro.
Luego de asear los
trastes, todos se fueron a descansar.
La madre fue
revisando cama por cama, arreglando frazadas y arropando con amor a cada hijo.
Al día siguiente
todo volvió a empezar, la salida del padre a la herrería, sus hijos a los
estudios, mamá al hogar y Guillermo a sus juegos. Se dirigió al cobertizo
llevando comida.
No podía salir de
su asombro cuando vio que su amigo estaba mucho más grande que el día anterior
y ya intentaba revolotear por el lugar. Entendió que el crecimiento de Zu era
más veloz que el suyo. Solo había dormido una noche.
—Parte de nuestra
magia, es crecer con rapidez— le dijo adivinando sus pensamientos.
Una vez que hubo
comido, el niño lo llevó hasta el bosque, para que hiciera sus pruebas de vuelo
en un sitio más grande.
Jugaron horas.
Guillermo estaba feliz. Nunca se había sentido tan acompañado y también le daba
la posibilidad de entregar su cariño.
Luego de un par de
meses, uno de esos días en que estaba en el bosque con su amigo ya muy grande,
se dio cuenta que sentía cierta envidia de ver la libertad con la que se movía,
tanto en el aire como en la tierra.
Zu pudo sentir sus
pensamientos y bajando de su vuelo inclinó la cabeza para que el niño trepara a
su cuerpo, mientras le decía:
—Sube, te voy a
mostrar cómo veo yo el mundo.
El niño no lo dudó
y una vez que se sujetó con fuerza al cuello del animal, este con suavidad
emprendió un corto vuelo.
Él no podía jugar
con sus hermanos a correr o saltar, por eso surgió en él la avidez por contar
historias como forma de sustituir su deficiencia física con una gran
creatividad.
Por las noches,
ellos pedían relatos de su hermano y el dragón y ahora que volaba tenía la
dosis justa de aventuras que la familia disfrutaba.
Sucedió que un
día, Guillermo tuvo la necesidad de contar la verdad a su familia. Cuando
estuvieron reunidos les confesó:
—Necesito decirles
algo. Mis historias no son inventadas, son reales, el niño, el dragón y todo lo
que hacen.
—¿Cómo? —se
alarmaron sus padres.
—Sí —dijo con una
gran sencillez—. El niño de esos cuentos soy yo, al dragón lo encontré en el
bosque y lo he cuidado y alimentado. Se convirtió en mi mejor amigo.
—Pero los dragones
no existen —dijeron sus padres al unísono— son criaturas legendarias.
—No, no es así.
Son reales y uno de ellos vive en nuestro cobertizo. No podía dejarlo en el
bosque. Era muy pequeño para sobrevivir en soledad. Necesitaba comida y
compañía. Hasta he volado sentado en su lomo.
—Quiero que me
lleves ante él —dijo su padre con preocupación.
—Sí, claro, pero
no quiero que lo asustes. Soy feliz desde que está aquí. Nunca he podido jugar
con mis hermanos y él estaba en el bosque, porque fue desterrado por ser
diferente. Yo también lo soy y eso desarrolló otras partes de mí, como contar
cuentos. A veces me siento como un trovador e imagino ir de pueblo en pueblo
contando hazañas. Nada de eso puedo hacer con mi cuerpo, pero desde que Zu
aprendió a volar, puedo ver el mundo como él y eso me alegra el día a día.
Comprendí que son mis diferencias las que me hacen especial.
El padre con
visible emoción lo abrazó. No pensó las cosas como su hijo lo había hecho y con
un nudo en la garganta lo tomó de su mano y le pidió que lo llevara hasta el
animal.
De esa forma, con
un farol alumbrando el camino, toda la familia se dirigió al cobertizo.
—Permite que yo
entre primero, papá.
El hombre asintió.
Una vez adentro,
con la luz de la linterna alumbrando, se le escuchó decir:
—Zu, quiero
presentarte a mi familia. Tú no tienes una y yo sí. Me has mostrado que puedo
sentirme igual a pesar de ser diferente y yo deseo entusiasmado que te sientas
de la misma forma, porque eso completaría mi felicidad. Ellos pueden sentir
temor al verte, no los asustes, ¿sí?
El dragón asintió
y bajó del entrepiso.
La luz del farol
daba en su cuerpo blanco y reflejaba un brillo sin igual que lo alumbraba todo.
Guillermo fue a
buscar a su familia. Despacio fueron entrando sin poder creer lo que sus ojos
mostraban. El niño se paró muy cerca de la gran cabeza del animal que parecía
peligroso, pero enseguida notaron que se dejaba acariciar y movía un poco la
cola como una muestra de felicidad y agradeciendo el ser aceptado.
—Todavía no sabe
cuáles son sus talentos, pero pronto los comenzará a descubrir. En principio puede
reflejar la luz que le llega y sus ojos ven más allá de lo que lo hacen los
nuestros, pero aún no comprendo demasiado cómo mira. Ahora aprendió a
recolectar frutos del bosque y algunos peces que le sirven de alimento.
La familia no
podía hablar, aunque tenían algo en claro. Guillermo era feliz con su nuevo
amigo y sabían que el asombroso temor iría disminuyendo con la confianza de su
hijo.
Su padre se
dirigió al imponente animal y le dijo:
—Puedes quedarte
aquí el tiempo que quieras. Mi hijo te ofreció su amistad, compañía y a nuestra
familia. Eres bienvenido.
Dirigiéndose al
resto del grupo sentenció:
—Zu forma parte de
nuestro entorno, pero por su seguridad y la nuestra, solo el núcleo familiar
sabrá de su existencia.
Al escucharlo, el
dragón blanco derramó una lágrima que al caer se transformó en un brillante. Guillermo
se acercó para tomarlo y se lo llevó al padre, al mismo tiempo le decía a su
amigo:
—¡Vaya! Parece que
has descubierto uno de tus talentos —y sintió que una gran felicidad le
embargaba como si fuera un logro propio. Por primera vez su comunicación
telepática fue entendible para todos.
—Cuando grupo me
abandonó, lo hizo con la intención que muriera en este bosque. No pensé que aquí
encontraría a un amigo que salvaría mi vida y me ofrecería lo que me habían
negado, una familia.
Se hizo un
silencio en el que se respiraba gratitud y mucho, pero mucho amor.
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