lunes, 23 de agosto de 2021

Lunita de oro

Rosario Sánchez Infantas

 
Todas la vieron. Pese a que ya amanecía brillaba en el cielo una lunita creciente, el sol le daba un matiz dorado. En una altiplanicie de la cordillera de los andes, en la parte norte del imperio incaico, a una altitud de tres mil trescientos metros sobre el nivel del mar, ocho niñas, dos adolescentes y una anciana, estaban sentadas en el piso alrededor de una fogata en una galería de piedra dentro de las ruinas de Marcahuamachuco (paraje de la gente con sombreros de halcón), una imponente ciudadela preinca. Desde los valles próximos se veían las construcciones pétreas pues algunas de ellas tenían hasta tres niveles de altura, y el conjunto se extendía aproximadamente en cinco kilómetros de largo y más de medio de ancho. Arbustos y yerbas silvestres cubrían las habitaciones; líquenes, lagartijas e insectos habitaban las paredes. Algunas construcciones habían cedido al paso del tiempo y lucían desprovistas de sus techos originales, pero aún servían de refugio. Las más pequeñas lloriqueaban quedito, las adolescentes con gesto adusto servían, en platos de madera, granos de maíz hervido y carne seca soasada. En el rostro de la anciana resbalaban, una a una, lágrimas que desaparecían en su vestido de lana. Todas ellas llevaban el mismo atuendo elaborado en lana de camélidos: una túnica sin mangas que les llegaba hasta los tobillos, un cinturón con diseños polícromos y una manta que cubría sus espaldas. El cabello largo, lacio y negro echado hacia atrás estaba cubierto por un pequeño manto tejido. Sus vestidos lucían raídos y descoloridos. 

Abstraídas comiendo, no sintieron aproximarse a la mujer de mediana edad que de súbito apareció en el umbral de la habitación. Varias de ellas gritaron, algunas niñas empezaron a llorar, la anciana observó sorprendida a la recién llegada, sonrió ligeramente, cruzó los brazos sobre su pecho y suspirando dijo: «¡Cusirimay!». La recién llegada también traía vestidos descoloridos y raídos, sonrió mostrando los hoyuelos de sus mejillas, mientras las lágrimas rodaban por su hermoso rostro moreno. Proyectaba, autoridad y decisión en su actitud y en su mirada profunda. Lo vivido en los últimos cuatro años le había fortalecido el carácter. 

Al día siguiente Cusirimay (la del alegre hablar) oteaba el horizonte y con voz baja daba órdenes al pequeño grupo para que avanzase por entre los pasadizos, depósitos, viviendas y plazas en ruinas.  Las condujo a una sala y cuando estuvieron frente a una roca gris con alto relieves, les pidió descubrir sus cabezas e inclinarlas, suspiró, bajó la cabeza, cerró los ojos y con voz grave dijo: 

«Padre Catequill, agradezco cobijaras a estas palomitas. Huérfanas, sin familia, sin comunidad, te imploramos nos protejas ahora que dejaremos tu pueblo. Pacha ticra, el mundo se ha vuelto al revés… todo lo sagrado ha sido denigrado, envilecido... buscando oro no tardarán en llegar por aquí. He cumplido con mi pueblo, ayúdame a reunir a mi familia. Urco Guaranga, mi compañero, siempre ha sido y será primero del pueblo que nuestro, pero a mi hijo Illary déjame encontrarlo en esta vida sin orden. Protege a nuestro Cápac Inca Manco Inca Yupanqui, fortalece la mano de su general Quisu Yupanqui; que pueda aplastar Lima y a los demonios barbudos, como se aplasta el nido de las alimañas. Resguarda el corazón de mis criaturitas de la verdad que les voy a mostrar». 

Dejó al pie de la roca una piedrecita verde azulada que había tomado de un rumoroso río, en el pueblo de Vitcos, en la región selvática del Cusco, hacía seis meses. Inhaló profundamente, se volvió hacia sus acompañantes y les dijo: 

Palomitas mías, capullitos de sol, hemos de ser fuertes como la yareta que permanece verde y suave, aun azotada por la tormenta. Conservemos la ternura y la alegría. 

Salieron del recinto. Cusirimay las organizó: ella iría adelante, las niñas y la anciana al medio y las jóvenes detrás. Las mayores llevaban en sus atados algunos alimentos, tres mantas gruesas y algunos útiles de cocina. Empezaron a bajar de la explanada, atravesaron un área llena de pequeños árboles de queñual y se adentraron en un pajonal que casi cubría a las adultas. Mirando la lunita dorada Cusirimay echó a cantar con tanta pasión que parecía una alegre oración brotando límpida de su corazón manantial: «Para alcanzar nuestros sueños/ lunita de oro, lunita de oro/ se precisa un cóndor negro como escudo dentro del pecho/ que tenga certero el vuelo y, claros, los sentimientos/entonces como los vientos caminaremos hasta tu encuentro/ lunita de oro. Lunita de oro un camino tan largo como el amor/lunita de oro esperanza que sabes de mi valor. /Para rescatar del fuego lo más sublime/ lunita de oro nos queda lo más humano: / nuestra alegría/ lunita de oro/hablar de lo más profundo que el hombre trae de antaño/entonces lunita de oro/ tu canto claro sale del sueño/ lunita de oro…». Todas sonreían y las mayores repetían el estribillo.  

El día anterior, Cusirimay, después de su llegada sorpresiva, lloró abrazando a sus hijas Uchuykilla (luna pequeña) y Shullahuayta (flor del rocío). Había pasado cuatro años desde que fuera atrapada por los españoles que, tras ejecutar al soberano inca Ataw Wallpa, marchaban hacia el Cusco, la capital del imperio incaico. Sus niñas de cuatro y seis años, tenían ahora ocho y diez. Muchos hombres de la comunidad habían sido llevados a distintos lugares para extraer las piezas de oro y plata de los diferentes lugares sagrados, muchas personas habían muerto por la viruela, el mantenimiento de las obras y bienes comunales ya no se realizaba, las tierras de las viudas y huérfanos no eran trabajados por la comunidad. El hambre, la desorganización y la amenaza constante cundían. 

Todas, poco a poco, reconstruyeron la historia. La anciana empezó su relato: hubo una incursión de soldados españoles ebrios en Huamachuco, los cuales habían llegado con Diego de Almagro desde España, robaron, saquearon y raptaron a unas jóvenes del lugar. Mamaurma (señora que deja caer cosas buenas a su paso) era una yanaaclla, enclaustrada desde la adolescencia para atender a las mujeres escogidas de mayor categoría, tenía sesenta y seis años y llevaba cuarenta y nueve de permanencia voluntaria en el acllahuasi. Había decidido volver a Cochamarca para buscar a sus familiares. Caminó todo el día viendo agonizar algunos campos de cultivo, casas abandonadas y no halló a ninguno de sus parientes. Un anciano, al escuchar ladrar a su perro ante la desconocida, salió del estado de sopor agónico en el que se encontraba. Antes de expirar, pudo decirle: 

Unas palomitas huérfanas van rumbo a Markahuamachuco, entre ellas las nietas de tu hermano. Es toda la familia que te queda. Los demás han huido o muerto con la enfermedad que han traído los barbudos.
 
La mujer mayor conocía muy bien el camino que ascendía a la explanada pues había pastoreado camélidos por esa zona cuando niña. Aceleró el paso y en una hora las alcanzó: tenían entre uno y trece años. Dos adolescentes, sobrinas nietas de Mamaurma, cargaban a criaturitas muy pequeñas, las niñas mayores llevaban atados con sus poquísimas pertenencias. Las fugitivas se cobijaron por cuatro años en las ruinas de Markahuamachuco con ocasionales salidas a los poblados vecinos a intercambiar alimentos por plantas medicinales y frutas silvestres, que abundaban en los parajes cercanos a su refugio. En la última salida fueron alertadas de la cercanía de un grupo de españoles que venían a buscar oro en la ciudadela pre inca. Habían planeado huir, sin saber a dónde, cuando llegó Cusirimay.
 
Tras caminar seis horas se aproximaron a un centro poblado de tejedores diezmado por la enfermedad pero que, gracias a su mayor lejanía del Capac Ñan funcionaba con cierta estabilidad. Cusirimay se adelantó y luego el grupo fue acogido afectuosamente por algunos ancianos. En esta parte del Tahuantinsuyo no había mucho que contar: apenas llegados los españoles el sistema incaico se había desarticulado, la enfermedad y el caos imperaron. Tras ejecutar al inca, pese al rescate en oro que había pagado, los conquistadores europeos marcharon al Cusco para apoderarse de sus ingentes riquezas. Les habían llegado noticias de la resistencia que ofrecían algunos generales de Ataw Wallpa ante los invasores; y que, apenas llegados los españoles a territorio inca, algunas etnias como los Huancas, Cañaris y Chachapoyas dieron su apoyo a los foráneos. A pesar de ello los europeos temían ser enfrentados por el poderoso ejército inca por lo que se vieron obligados a reestablecer la organización inca para viabilizar el imperio y legitimar su presencia en los Andes centrales. Para ello nombraron como soberano inca provisorio a un hermano de Ataw Wallpa, el joven Túpac Huallpa. Los grandes centros poblados y aquellos ubicados cerca de los caminos principales continuaron funcionando en gran medida, porque había un soberano inca; pero luego por las demandas abusivas de los españoles y el temor que inspiraban, el apoyo de diversas etnias y el paso a la clandestinidad de la resistencia inca. Los poblados pequeños y alejados de los caminos, con cierta autonomía sobrevivían en la pobreza, desgobierno y temor. 

Cusirimay contó que, en su viaje hacia el Cusco, el gran contingente de españoles, indígenas, aliados o esclavizados, y animales de carga llegó a Huamachuco, ciudad a la cual ella había ido a intercambiar productos alimenticios. Al ver en la lejanía acercarse al numeroso grupo se adentró en un bosquecillo de frondosos molles buscando evadirse. Miró con miedo y desconcierto que los extranjeros, de piel y ojos claros, con vestimentas tan inusitadas, montaban a unos animales enormes no parecidos a ninguno otro que ella hubiera conocido. Al borde del estupor vio al numeroso destacamento de indios que marchaban armados a modo de vanguardia; otros, de ambos sexos, al igual que grandes tropas de auquénidos, cargaban pesados bultos. Todos los indígenas venían atados unos a otros. Cuando llegaron a las inmediaciones del río, los invasores desataron a algunos nativos, los cuales cogieron grandes recipientes de arcilla y se dirigieron hacia una pequeña cascada cerca de donde estaba Cusirimay. Ella de manera abrupta aprendió lo que los invasores describirían como «alancéaronse varios»: algunos foráneos dirigieron los animales que montaban hacia la casa de las escogidas y cuando estos arremetieron contra los vigilantes, cargaron hacia ellos una asta de madera con una afilada punta metálica apretada bajo el brazo contra su cuerpo, y con el impulso del caballo y del cristiano atravesaron a los aterrados nativos. Tras recuperar sus armas de los agonizantes penetraron en el acllahuasi, la casa de las elegidas dedicadas al culto del sol. Cusirimay con disimulo se adentró en la arboleda implorando no ser vista. Sin embargo, sí había llamado la atención del hombre de unos setenta años que, recipiente en mano, se dirigió a grandes pasos hacia donde ella estaba y la saludó en quechua de acento cusqueño: 

Hermanita, el agua clara, limpie este mal sueño y vigorice nuestro corazón. 

Ella, cuyo espíritu estaba aterido de pánico, se conmovió profundamente al reconocer sus propios sentimientos en este saludo tierno. Recordó esa mirada profunda, antes que la voz grave: era la de un sacerdote cusqueño que alguna vez visitara el acllahuasi en el que ella había pasado su adolescencia y juventud. 

–Tu palabra obre su magia en mi abatido corazón –dijo reverente y bajando la mirada. 

Guanca Auqui ayudó a Ataw Wallpa, contra el hereje Huáscar; permanece herido en el poblado de Vitcos, en el Cusco, prepara una resistencia. Habría que hacer llegar la noticia al general Quisquis… 

Ninguno de los dos había sentido llegar al español que, golpeando violentamente la cabeza del hombre mayor, lo derribó inconsciente; la cogió de los cabellos y la arrastró hacia el fondo de la arboleda.
 
Cusirimay dejó de hablar. Tenía fruncido el ceño, la respiración agitada y el cuerpo crispado. Miró a las niñas dormir cansadas por la caminata. Una gota de lluvia cayó en su rostro. Levantó la vista y le conmovió la profundidad de un macizo de nubes casi negras. Sintió que una gran dinámica se estaba produciendo en las alturas. Fuerzas diversas se agitaban. Quizás se desencadenase una tormenta. Después de una pausa siguió relatando: «Los barbudos y los hermanos sometidos a ellos avanzamos rumbo al Cusco. Pasamos hambre, frío y cansancio. Yo viví la peor de las muertes: dejar a mis criaturitas totalmente abandonadas. Mi hijo mayor Illary…  los ojos se le nublaron, su respiración se agitó y no pudo hablar unos instantes  …mi hijo Illary había ido a cambiar cereales por verduras a un valle cercano, algo debió pasarle, porque no regresó. Él jamás habría abandonado a sus hermanitas... ¡ahora debe tener dieciocho años! Se escuchó el ruido de una pequeña tropa de camélidos y voces de niños y muchachos de ambos sexos que los traían a pernoctar a sus corrales. Cusirimay no habló más, dijo en silencio: «Padre Catequil, te imploro ayudes a mis hijitas a rescatar del fuego lo más sublime». Se puso de pie con inquietud, saludó a los que iban llegando, corrió hacia una joven que traía cargado en una manta multicolor a un niñito dormido y vestido a la usanza indígena, el cual le sonrió y extendió los bracitos, apenas abrir sus ojos azules.

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