lunes, 30 de marzo de 2015

Ademir

Mario César Ríos


Ademir Gárate se despertó de madrugada, en medio de una conversación en un bar con parroquianos de los que no tenía recuerdo. Se esforzaba especialmente por recordar a un sujeto blanco, copiosa barba y bigote que asemejaba un náufrago quien le hablaba y lo trataba con familiaridad haciendo referencia a los buenos fallos del juez.

—¡Las caras que pusieron esos charapas cuando leyó la sentencia eran el deshueve doctorcito!—dijo Vicente Cuadra torciendo la boca y entornando los ojos hacia arriba, imitando las caras de sorpresa de los familiares de una mujer, quienes habían ido a reclamar justicia al 13° juzgado de Lima.

El juez Gárate examinó el rostro oculto detrás de aquel frondoso pelambre y reconoció la frente amplia y nariz grande y recta de Cuadra, un exvecino de Bellavista, aspirante a policía desde adolescente cuando andaba a todas partes con Ademir, el cerebrito del barrio que quería ser abogado. Compartían la mesa rectangular de cedro cubierta con un mantel rojo con flecos blancos en los bordes con dos mujeres vestidas con top strapless, microfaldas, medias negras ajustadas y tacones altísimos.  Frente a él había una mujer blanca, cabello castaño, top strapples verde que marcaba sus senos y un cigarrillo sujeto entre sus dedos, sonreía al ver al juez despertando de su modorra. La otra de rasgos asiáticos, cabello azabache y corto y con un modelo de vestimenta similar sólo que con el top de color verde, únicamente asentía a cada aserto del doctor Cuadra.

—¿Dónde estamos? ¿Qué lugar es éste Vicente? —preguntó preocupado el juez al comprobar que su mesa estaba dispuesta concéntricamente junto a otras, formando anillos alrededor de una gran pista de baile circular donde una bailarina hacía la rutina del tubo desprendiéndose de la ropa al ritmo de música techno.

A la mañana de aquél día, Cuadra había buscado a Gárate indagando por un proceso judicial en el cual Adolfo Tuanama, padre de familia ucayalino, había denunciado a Hiroshi Matsuyama por trata de personas. Tuanama había seguido el rastro de Grazy, su hija de diecinueve años, a quien la madre dejó partir con una comerciante de telas dos años atrás, asegurándole conseguirle trabajo de vendedora en una tienda del emporio comercial Gamarra. Él encontró a su hija en un bar del jirón Rufino Torrico ejerciendo la prostitución a cambio de casa, comida y míseras propinas.

—Está en tu juzgado Ademir, ya lo confirmé con tu secretario —aseguró Cuadra al juez mientras este conducía su Audi de camino al 13° juzgado, en la avenida Abancay. Al juez le disgustó mucho que Cuadra lo haya buscado a su casa para tratar este asunto. Tenía aprecio y un buen recuerdo de su amigo pero esto ya era el colmo.

—Mira mi hermano, no sé si puedes darte cuenta, yo no puedo tener esta clase de conversación contigo, ¿qué interés tienes tú en este tema Vicente? —interrogó el juez a Cuadra. Entonces el barbudo inició una defensa ardorosa de Matsuyama a quien describió como un honorable empresario del rubro de la diversión y el espectáculo quien había sido traicionado por su administrador que obligó a una trabajadora, quien resultó ser menor de edad, a prostituirse en uno de sus establecimientos de la calle Torrico, todo ello, desde luego sin el consentimiento de Hiroshi.

—Es una situación muy grave Vicente, no vale la pena que te esfuerces por esta gente, ¿y cómo te va a ti? —cambió bruscamente el tema de la conversación. El juez sabía que Cuadra era un conocido jalador en el poder judicial, uno de estos personajes que trajinan por el centro de Lima ofreciendo servicios jurídicos en las largas colas de los juzgados. No lo veía desde hace veinte años, no lo habría reconocido con ese bigote y barba frondosa en la calle.

—Así como me ves nomás estoy brother, hago lo que puedo, al final nunca pude ingresar a la escuela de oficiales de la policía pero me defiendo con chambitas que salen aquí y allá. Cerebrito, con la confianza que nos tenemos, ¿tanta vaina por una puta?, discúlpame que te lo diga así pero creo que eres tú quien se esfuerza en vano por esa gente.  —apostilló Cuadra retomando bruscamente el asunto de la hija de Tuanama

—Hay una familia detrás de ella, unos padres clamando por justicia, ¿y si fuera hija tuya? —interrogó el juez a Cuadra recordando su conversación con Adolfo Tuanama. El indígena ucayalino le había contado al juez que era frecuente que se internara durante meses en el bosque desconectándose de Grazy y su madre, y que un día a su retorno encontró a su mujer desconsolada, culpándose de su descuido por la desaparición de Grazy. El juez Gárate simpatizó con el dolor de padre de Tuanama y prometió impartir justicia y sanciones severas a los responsables del delito.

—¡Qué pendejada, Ademir! ¿Y le crees? ¿Conoces Ucayali? Estos chunchos ofrecen a sus hijas a los turistas desde niñas.  No es hija mía ni podría serlo, el indio no te ha contado con quien se fue la charapita, yo no entregaría a mi hija a una desconocida ni desaparecería como él durante meses sin saber de mi familia, soy buen padre como lo eres tú, ellos no son como nosotros, piensa en eso, ¿hoy es la lectura de la sentencia, no es cierto? —preguntó con aire desentendido Vicente.

—¡No te hagas el cojudo Vicente! Se ve que sabes más de este proceso que mi propio secretario. Y por fin, nunca me dijiste cuál es tu interés en todo esto —replicó el juez. Cuadra le confesó algo que Gárate ya sabía, la naturaleza de su trabajo: influir en las decisiones judiciales hablando con secretarios y jueces, ofreciendo dinero, poco o importante, dependiendo de la complejidad del asunto se aplicaba un tarifario.

—Es temprano aún, ¿qué tal si nos tomamos un café en el Tanta de Plaza de Armas? —sugirió Cuadra. El tramitador presentía que ya lo tenía al juez luego que este aceptó la invitación. Tendría un ambiente más relajado que en el Audi y una mejor oportunidad de exponer su interés y argumentos a su exvecino. Ay cerebrito, si supieras que gran parte de mi fama se debe al rumor que eres amigo mío, pensó Cuadra.

Hiroshi Matsuyama era un sansei, un nieto de japoneses que hablaba con dificultad el idioma español. Su carácter retraído hacía que solo se comunicara en japonés con personas como él, hijos y nietos de inmigrantes, su contacto con la gente de Lima fue tardío, de adolescente, en sus visitas a bares y prostíbulos de Lima y Callao. Cuando el abuelo le heredó dos distribuidoras de vajilla fina, las vendió enseguida para invertir en un night club que le venía mejor por su adicción al sexo. De allí en adelante, sus negocios en este rubro fueron creciendo y ampliándose como espuma, ininterrumpidamente, sin problemas, hasta que sucedió lo de la hija del indígena. Un colaborador de su negocio le había recomendado acudir con Vicente Cuadra, un conocido tramitador, amigo de este juez que veía el proceso judicial.

La conversación de Matsuyama y Cuadra se produjo en Xanadu, un conocido prostíbulo de Lima en la cuadra veinticinco de la avenida Colonial, la tarde anterior del día de la sentencia. Sentado frente al sansei, a Cuadra no le parecía tan temible como le contaron sus colegas, otros tramitadores como él. Era un asiático regordete y grandote, cabeza rapada y cachetes inmensos que achinaban más sus ojos asemejándolos a los de una caricatura, como delineados por un lápiz. No parecía una persona que estuviera a punto de perder la libertad, al contrario, lo encontraba relajado, incluso alegre y entusiasmado cada vez que llegaba una de las chicas y lo saludaba con un beso en su cabeza rapada.

—Vea Hiroshi, no le voy a mentir, tiene usted una situación jodida, quizás si me hubiera llamado antes tendríamos más tiempo para matar este asunto. Conozco al juez Gárate, ni se imagina usted cómo lo puedo conocer. Le garantizo que es un hombre justo que entiende razones pero de un día para otro, no sé, hay que ser un poco Mandrake aquí.      

—Todos tenemos nuestlo plecio doctolcito —dijo socarrón y despreocupado Matsuyama quien entendía el estilo de negociación de Cuadra —su amigo no me dio la opoltunidá de conocele, quizás a tlavés suyo, pueda sel posible. Mis negocios son todos legales, lo de la chica fue un acilente, una pasada de confianza de un tlaidol.

La conversación terminó poco a poco tornándose en un monólogo en el cual Cuadra se sorprendió con la locuacidad de Hiroshi, quien le decía que no era tan malo ser prostituta. Sus chicas, por ejemplo, estaban contentas. Los padres de las prostitutas debían pensar que sus hijas estaban desarrollando una labor social y hasta citó una película con Julia Roberts y Richard Gere, que mantenía la ilusión en su personal de encontrarse con un caballero que al final les pueda dar una vida mejor, uno de estos días.

—Deténgase un poco Hiroshi, parece que no entiende la gravedad del asunto, usted tiene una denuncia por trata de personas, delito que tiene penas severísimas luego de la reciente modificación del código penal. Al juez no lo va a convencer contándole comedias románticas de putas. Esto le va a costar y mucho, y si soy bien franco con usted, no puedo garantizarle resultados al cien por ciento, tal como están las cosas. Tengo que ubicar al amigo y hacer un duro trabajo de convencimiento y a toda prisa. Necesito que me habilite cien mil soles y otros cien mil luego de la sentencia, esa es la tarifa en estos casos.

El japonés se levantó de la mesa localizada en el último anillo de mesas, caminó diez metros detrás de la mesa hacia un pequeño cuarto que tenía una cámara de video en la parte superior, abrió la puerta de acero reforzado, entró y luego de cinco minutos salió con una caja que colocó sobre la mesa, y contó los billetes de doscientos soles delante de Cuadra hasta completar cien mil.   

—Hágalo doctolcito, le espelo mañana. ¡Quispe, acompaña al doctol hasta su casa no quielo que le pase nala en el camino¡  —ordenó Hiroshi a uno de sus empleados, esquivando la mirada e intimidando por primera vez a Cuadra desde que llegó a aquél lugar.

El día del juicio, en la Plaza de Armas de Lima, a la una de la tarde, un centenar de turistas presenciaba el cambio de guardia de Palacio de gobierno. A pocos metros, en El Tanta, los viejos amigos proseguían su conversación.

—Sé cuál es tu línea Ademir y te respeto por eso, así es mi chamba, no me gusta estar del lado de los malos, este Hiroshi es un empresario como cualquier otro, su negocio es uno muy simple, la gente demanda una mercancía y él se encarga de proveer la mejor posible y en óptimas condiciones, ¿o quieres ver la ciudad invadida de putas diseminando enfermedades? —se esforzaba en sus argumentos Cuadra, usando una de sus típicas frases de ablandamiento: “Sé cuál es tu línea, te respeto por eso”.  Argumentaba y se tomaba un sorbo de jugo de naranja, esperando una señal de Ademir quien miraba la Plaza de Armas con aire extraviado.

—¿Y qué hay de esa chica Tuanama? ¿La trajeron para prostituirla, o no? ¿Porque dijiste que era una puta?  —interrogó el juez interesado en conocer más detalles de parte de Vicente.

En ese momento Vicente encontró su oportunidad para contar la versión de Hiroshi. Lo de la chica Tuanama fue un accidente, la familia ha encontrado una ocasión de sacarle dinero al Chino, eso es, nada más Ella llegó a pedir trabajo como asistente de limpieza en el local de Rufino Torrico. Nadie la obligó a tatuarse aquellas alas de buitre en la baja espalda, símbolo de mujer depredadora. Cuando llegó al local, ella ya tenía ese lenguaje callejero de las putas, no es una santa como quiere presentarla el chuncho. Lo que si es cierto es que hubo un abuso de un excolaborador quien se ha fugado sin dar signos de vida hasta hoy. A ese sujeto debe caerle todo el peso de la ley, Hiroshi quiere decididamente colaborar con la justicia, explicaba Vicente Cuadra a su amigo.

—Muy bien, déjame verlo, escucharé los alegatos finales y decidiré según mi conciencia —sentenció Ademir mirando a su amigo, esperando que diga algo para concluir la conversación.

—Como digo cerebrito, sé cuál es tu línea, espero que no te ofendas, el chino es muy agradecido y él me insistió que podía abonar veinte mil dólares, como contribución, siempre pensando en que la administración de justicia debe mejorar con jueces a los que se les reconozca el valor de su trabajo.

—¿Sólo veinte mil te ha dado ese roñoso? Con razón, nunca se apareció por el juzgado. Bueno, hablas y cierras lo de la contribución con mi secretario, nosotros ya no podemos seguir conversando.
A la tarde noche, el juez Gárate había dictado sentencia liberando de responsabilidad a Hiroshi Matsuyama. Su excolaborador, al no comparecer, fue declarado ausente y ordenada su captura para la lectura de sentencia correspondiente. Los Tuanama perdieron los papeles en la audiencia, produciéndose un escándalo de grandes proporciones en el juzgado que obligó a la intervención de la policía en auxilio a Ademir quien salió por la puerta de emergencia. Una hora después, permanecía aterrado en la cochera de los juzgados, paralizado por miedo a que la familia Tuanama lo agreda en las afueras del edificio. Cuadra se enteró y bajó a la cochera, ofreciéndose a conducir el audi. Lo llevó al bar Queirolo donde hablaron de los viejos tiempos y de los amigos de Bellavista, del colegio donde estudiaron juntos, de las noviecitas, de cualquier cosa, de todo, menos del trabajo.
Horas después, en la madrugada, en aquel lugar, en esa mesa donde reconocía a duras penas a su amigo, sin recuerdo de cómo había llegado al Xanadú, vio acercándose a la mesa la figura monumental y regordeta de Hiroshi, quien con un andar ebrio dibujando un balanceo hacia los lados, a la izquierda y la derecha, dejaba claro quién era el puto amo del lugar.

—¿Qué tal la noche mi amigo Ademil? ¿Lo están atendiendo bien las chicas doctol? —balbuceó el sansei, pasándole la mano sobre el hombro.

Mientras Hiroshi le contaba su historia como emprendedor del negocio de la diversión y espectáculos al juez, éste iba recordando a retazos, los hechos transcurridos desde los primeros tragos en el Queirolo hasta su llegada a Xanadú. Estaban allí desde las siete de la noche allí, luego de una discusión de Gárate con su mujer cuando este departía y libaba entretenido con Cuadra en el Queirolo. La mujer del juez le había colgado el teléfono al oír la voz gangosa de su marido, respirando dificultosamente como ocurría cuando se emborrachaba y éste enojado le dejó un mensaje en la contestadora a su mujer mandándola a la mierda, luego le pidió a Cuadra continuar con los tragos en otro lugar.

—¿Y qué tal si te presento al chino?, igual tengo que verlo ahora —dijo Vicente y Ademir encogió los hombros en señal de asentimiento. Veinte minutos después, Gárate, Cuadra y Matsuyama se lucían en la puerta principal del prostíbulo, abrazados y triunfantes, posando junto al audi para unas fotos tomadas por aquéllas mujeres que acompañarían a los amigos toda la noche. Se reunieron en la mesa desde la cual Hiroshi dirigía el negocio, donde atendía las visitas y los amigos personales. Las atenciones del sansei quien venía de vez en cuando a la mesa con piqueos de jamón y cocaína despertaban a Ademir Gárate de su cansancio. El juez curioseaba en los tatuajes de alas de buitre que eran visibles arriba de las nalgas de sus acompañantes, eso fue lo último que el juez vio antes de quedarse profundamente dormido, roncando ruidosamente con la cabeza enterrada sobre sus brazos encima de la mesa hasta las dos de la madrugada.

Matsuyama ya se había retirado a descansar a su cuartito con la puerta de acero reforzado con su última recomendación a sus invitados: “hablando menos y disflutando más con las chicas, no sean zonzos doctoles”

—La chica Tuanama también tenía uno de esos adornos en las nalgas, ¿la conocías tú? —inquirió el juez quien estaba de espaldas a la filmadora y de frente a la mujer de rasgos asiáticos con top strapless rojo, como si estuviera en su juzgado.

—¿La charapita, dices tú?, esa chibola tenía problemas desde que su madrina la trajo a trabajar, Hiroshi arregló bien todos sus papeles, no sé porque al final se portó tan mal con el chino y con el administrador de Torrico —dijo la mujer bastante ebria y desinhibida con el juez a quien reveló además que luego del lío de Tuanama, el administrador del negocio de la calle Torrico venía a Xanadú hasta que de pronto se lo tragó la tierra. Según la mujer de rasgos asiáticos, el chino le contaba borracho que había mandado al administrador de viaje a  Argentina y cuando estaba coqueado decía simplemente que había despachado al sujeto al otro mundo.

La confesión de la prostituta acicateó los recuerdos de Ademir Gárate: el desarrollo del juicio; el terror que sintió en la cochera del juzgado; en Queirolo y Xanadú;  las molestas carcajadas de Vicente Cuadra y el registro fílmico de Hiroshi. Obnubilado, Gárate se levantó de la mesa apoyado en su mano izquierda y levantó la pierna derecha para mantener el equilibrio, tomando luego una a una las botellas sobre la mesa las fue arrojando contra la filmadora y la puerta de acero. Vociferaba y reclamaba la presencia de Hiroshi, diciéndole chino maricón no te escondas en tu cuartito quien respondía entreabriendo la puerta de acero para arrojar decenas de botellas que guardaba en su pequeño cuarto y que arrojaba de dos en dos, produciendo un descomunal intercambio de botellazos que contagió a todos los parroquianos de Xanadú y los chillidos de las prostitutas.

— Oee, ¿qué haces cerebrito?, estás aquí con tu causa Vicente —se esforzó por tranquilizarlo el barbudo intentando tomarlo del brazo.

—¿Cuál es tu cerebrito?, no soy tu causa, yo soy magistrado, tú, ¿quién mierda eres?, apenas te conozco del barrio cagón conchatumadre, ¿no te das cuenta que me has jodido? —le gritó Gárate a su exvecino, sacándoselo de encima de un manotazo y corriendo furioso hacia la entrada del local sin la oposición de los agentes de seguridad.

Entonces el juez Ademir Gárate subió al audi estacionado en la puerta del Xanadú, encendió el motor y emprendió veloz carrera sobre la Avenida Colonial enrumbado hacia su antiguo barrio de Bellavista.

jueves, 26 de marzo de 2015

El resto de tu vida

Margarita Moreno 


Dalia siente que su fin está llegando, las fuerzas la abandonan; Armando intenta matarla y ella ya no puede pelear por su vida, cierra los ojos y comienza a rezar.

―¡Dios mío no me abandones!

De pronto su atacante parece retirarse, escucha sus pasos titubeantes alejándose de ella, lo oye lloriquear. Permanece quieta unos segundos, entreabre la mirada y descubre que está sola, reacciona instintivamente y se levanta apresurada del piso, alcanza su bolso de un sofá cercano y de puntillas llega a la puerta de entrada de la casa, la abre y echa a correr aterrada a la avenida. Su cuerpo tiembla sin control, aprieta los labios para no gritar, con impaciencia ubica las llaves del auto en su cartera, sube al vehículo y escapa a gran velocidad por las calles semivacías. Está descalza, tiene la ropa hecha girones pero ella no lo ha notado siquiera, no sabe a dónde va solo está huyendo. De pronto se detiene y estaciona el auto, baja la visera frente a ella y el pequeño espejo se ilumina, su rostro está irreconocible, deforme, siniestrado, gime con rabia y luego se contiene, no puede estarle pasando esto, no atina qué hacer, ¿a quién acudir?, le horroriza pensar en un escándalo, imagina su foto desfigurada en algún pasquín con detalles de su vida íntima; su madre jamás le perdonaría el escarnio y la ignominia,  eso ¡Nunca!

―¡Dios! ¡Qué decir! ¡Qué! ¿Un accidente? ¿Un asalto? No puedo ocultarme ni desaparecer mientras mi rostro vuelve a la normalidad. ¿Por qué? ¿Qué sigue? –dice para sí llorando de impotencia.

Luego se controla, respira profundo y decide conducir hasta un  hospital, necesita atención, está muy lesionada y terriblemente humillada; al llegar el médico en turno pregunta quién pudo haberla maltratado de esa forma, porque debe levantar una denuncia de los hechos. La víctima niega rotundamente haber sido atacada.

―¡Fue un accidente doctor, juro que fue un accidente!  Dijo al  desmayarse.

Dos años antes, Dalia termina una larga y gastada relación de noviazgo y “pone tierra de por medio” acepta un empleo en una empresa automotriz situada en una población al norte del país. Está resuelta a trabajar muy duro, destacar y obtener su propio espacio con todo el confort al que está habituada desde niña. Es una joven guapa, distinguida, espigada, de largo cabello castaño, tez apiñonada, ojos acaramelados y tristes, una sonrisa capaz de aliviar cualquier tristeza y disipar el mal humor; egresada de una prestigiada universidad, ama la cultura y las bellas artes,  es cordial y su profundo espíritu altruista la hace ayudar a sus semejantes. Con todo este valioso bagaje personal y un corazón en suspenso desea comenzar de nuevo lejos de su familia y sus pocas amistades.

Armando ya trabaja en ese lugar y desde que la ve llegar se siente atraído por esa joven tan distinta a las que conoce;  él es rubio, de ojos claros, alto y muy robusto,  proviene de una familia numerosa, pobre e inmoderada, jamás concluyó una carrera, no le interesa la literatura, el arte ni la ciencia, sin embargo, es muy popular, alegre, extrovertido, desenfadado y posee un enorme ego, sabe que puede conquistar a cualquier mujer y ésta chica no será la excepción. Pronto encuentra la oportunidad de acercarse y entablar conversaciones anodinas, hacerle ingenuos obsequios de "bienvenida" cómo él les llama y que le son muy útiles para “ganar terreno”, ella está sorprendida, halagada y muy atraída por ese joven tan peculiar.

En pocas semanas, empatan los descansos, comen juntos y charlan, él le cuenta de su familia, sus incontables amigos, la gente de su barrio; se comporta como un hombre sencillo, generoso y muy divertido, continuamente logra hacerla reír a carcajadas y ella va encariñándose con él.

Una mañana en el trabajo, una compañera se acerca a ella y la previene:

 ―Oye, ten cuidado con Armando,  él  es divorciado,  muy agresivo, golpeador y...

―¡Gracias!  Pero no te preocupes, sé cuidarme sola. Refutó.

Supuso que esa advertencia ocultaba celos y mala voluntad, porque Armando le resultaba cada día más adorable.

En poco tiempo se hacen novios “inseparables” acuden al cine, futbol, conciertos, fiestas, misas, comidas, a todos lados;  él se muestra muy entusiasmado con esta joven ingenua, frágil y sensible, no le resulta difícil deslumbrarla con su simpatía chispeante y ella pronto termina muy enamorada. Para Dalia todo es nuevo y maravilloso, lleno de pinceladas de vida,  todo es tan romántico y excitante,  que pasa por alto que su novio no guste de lectura, buena música o arte; lo califica como hombre franco, auténtico, trabajador y sincero, además, la forma en que ambos se estremecen al besarse le confirma que él también la ama. Tan convencida está,  que en menos de cuatro meses ya viven juntos. Las primeras semanas son una bella luna de miel, Armando es cariñoso, delicado, atento y un amante apasionado; ella se esmera en atenderlo, mimarlo, adivinarle el pensamiento. El amor le está restaurando el corazón, es realmente feliz.

A las pocas semanas de convivencia,  regresan a casa tras una reunión con amigos, a ella no le agradó el ambiente en que se desarrolló el convivio y lo comenta de vuelta en el auto, él guarda silencio parece muy enfadado, al llegar se deja caer pesadamente sobre el sofá de la sala, ella coloca su bolso sobre el mismo sillón y él lo bota de un puntapié sin dejar de mirarla con disgusto. Ella supone un “mal entendido” y lo interroga: 

 ―¿Qué pasa cariño? ¿Por qué estás tan molesto?

―¿Y todavía preguntas? ¿Quién eres tú? ¿Una princesa? ¿Nadie es digno de ti? -Grita furioso poniéndose de pie.

―¡No entiendo de qué me estás hablando! ¿Qué hice o qué dije? ¿En qué o a quién ofendí, según tú? 

―¡No puedo creer que seas tan presumida y tonta! Te crees de lo mejor y miras a todo el mundo como basura, nunca festejas chistes porque para ti son “vulgares”, desapruebas a mis amigas que visten provocativas, que bailan sin prejuicios y se divierten como dios manda.

―¡Por favor!  Sabes que no me gustan las vulgaridades, ni pasar límites de confianza con compañeros de trabajo, respeto para que me respeten.

―¡Si cómo no! Pues dice un dicho “gata mansa, brinco seguro” y tú eres una “mosquita muerta” ¡Hipócrita!

―¿Qué te pasa hoy? Creo que bebiste demasiado… Yo siempre me he comportado decentemente, así me conociste.

―¡Ajá! ¿Decentemente te acuestas conmigo? ¡Uh, que decente eres! –dijo soltando una carcajada.

―¡No voy a permitir que me hables así! y sí, tienes razón tus amigas son unas golfas y cínicas ¡Nada que ver conmigo! Y no confundas el amor con…

―¿Permitirme, tú a mí? De verdad que está mal tu cabecita, mejor ocúpate de ser una mujer, una buena hembra ¡Mírate nomás! ¡Ni cómo presumirte!,  te vistes como una monja, no bebes, no fumas, no ¡Nada de nada! –le dijo mirándola con desprecio.

―¿Monja yo? No mezcles las cosas Armando, soy muy conservadora y...

―¿Conservadora? ¡Un carajo!  Eres chocante, tiesa, fría, aburrida y muy cursi ¿No lo sabías? ¡Me pusiste en ridículo con mis amigos! ¡Me arruinaste la noche! Si no te gusta divertirte ¡Quédate aquí!,  leyendo tus “famosos libritos” y escuchando tu insoportable “música clásica” y a mí ¡Déjame vivir!  ¡Déjame ser! ―concluye mientras se aleja.

Los ojos de Dalia se llenan de lágrimas, no comprende la razón de esa violenta explosión verbal, está ofendida, indignada. Cuando se queda sola levanta su bolso del suelo y lo estrecha contra su pecho, se acurruca en el sofá y llora amargamente hasta quedarse dormida.

A partir de ese pleito,  su “novio” tiene cambios radicales de humor y actitudes extremas, de pronto bebe demasiado, fuma tabaco en exceso y a veces marihuana. Una ocasión lo descubre consumiendo cocaína, ella le reprocha y él se transforma en auténtico “bufón” se mofa a grandes carcajadas de sus reclamos, la prende fuertemente del brazo e intenta obligarla a consumir droga: Solo aspira un poco ¡Vamos! Para que puedas “comprenderme” Ella escapa muy alarmada,  se encierra en su habitación y pasa toda la noche analizando seriamente la situación, se debate entre la voz de alarma de su conciencia, su instinto de supervivencia y la pasión, el amor que este hombre le provoca, al fin concluye con tristeza que es un adicto, que esto puede terminar muy mal y acabará de arruinar la efímera felicidad que ha vivido. A la mañana siguiente busca las palabras y el momento adecuado para enfrentarlo y terminar la relación.

―Mi amor, tenemos que hablar ―dice temerosa.

―¡Claro baby! Te escucho  ―contesta  sonriente.

―Quiero que sepas que te amo, tú lo sabes; has conseguido hacerme muy feliz, me has enseñado a vivir,  a palpar un mundo distinto,  más real; sin embargo y sin más rodeos; no creo poder lidiar con tus hábitos y adicciones, tengo una franca aversión a esas dependencias, me niego a vivir angustiada, asustada y pendiente de ti, prefiero terminar nuestra relación, ¡Perdóname!  Voy a irme.

Él parece no escucharla,  está hundido en el sofá mirando a la ventana, su rostro ha perdido la sonrisa y va mostrando desagrado, súbitamente se incorpora, la sujeta de los hombros y la sacude bruscamente, los ojos le brillan con fiereza, está fuera de sí y le grita:

 ―¡Tú no vas a ningún lado! ¡A mí, nadie me abandona! ¡Te irás cuando yo quiera! ¿Sabes niña mimada? ¡Nunca me han gustado las feas como tú!, pero me pareciste simpática e inteligente. ¡No, inteligente no! solamente lista, si fueras inteligente no pensarías en dejarme ¡no lo voy a permitir!, si lo intentas… ¡Voy a matarte golfa! dijo antes de soltarla.

Está petrificada,  no puede creer lo que está sucediendo,  él se está mostrando sin pudor alguno con todos sus vicios y carencias mientras que ella,  busca una y otra vez en su mente angustiada los argumentos para hablarle de nuevo:

―Cariño ¡Comprende por favor! No puedo con el hecho de que seas un adicto. Yo sería una carga prejuiciosa en tu vida.

―!Acéptalo! La separación nos conviene a ambos.

Sin embargo no logra disuadirlo, no quiere escucharla. Los días pasan y una tarde de fútbol y tragos con los amigos, le ofrece dejarla ir a cambio de su auto, ella acepta sin remilgos, pero él protagoniza un drama estrepitoso. Ahora sabe que está rebasada por este hombre manipulador y abusivo que consigue jugar con el miedo que ha sembrado en su corazón. La situación es insoportable y peligrosa él,  se divierte amenazándola y ofertando su libertad a cambio de un cúmulo de insensateces que la tienen al borde de la locura.

―¿Sabes baby? he pensado que tu "libertad" como tú la llamas bien valdría unos… tres o cuatrocientos mil "pesitos"  ¿No crees?

―¿Qué? ¡Sabes que no cuento con esas cantidades!

―¿Cómo? Creo que merezco algo a cambio de..."perderte".

―¡No seas ridículo por favor!

―Soy práctico, te doy otra opción. ¡Compra un “pisito” para mí! eso sí puedes hacerlo, toma un crédito bancario.

―¡Estás loco!

―¡Vamos baby! ¿Es mucho pedir?

―¡No quiero escucharte!

―¡No quieres irte!

Una mañana que Armando está indispuesto ella camina sola al trabajo, disfruta cada paso respirando aliviada un poco de libertad. Por la tarde vuelve al departamento y lo encuentra en su propio lecho con otra mujer, no puede desaprovechar la oportunidad para arrancarlo de su vida. En ese momento, él no tiene más remedio que marcharse y librarla de sus abusos. Pero este hombre no piensa cumplir ninguna promesa y pocos días después la busca para acosarla, no le da respiro; bajo el efecto de las drogas protagoniza escándalos mayúsculos y las peores amenazas de muerte saltan de su boca. Aconsejada por una amiga, opta por denunciarlo a las autoridades, consigue una orden de restricción para protegerse y aunque esto parece funcionar, en el fondo de su corazón teme verlo aparecer de nuevo.

Durante más de un mes solo acude al trabajo y luego vuelve a casa a refugiarse en las voces de Vargas Llosa, Saramago, Neruda; por las noches, blandas notas de Mozart, Beethoven y Ravel la remiten a su infancia, a sus pesadillas temibles y angustiantes; "los vapores etílicos desquiciando la mente de su padre, estremeciendo de histeria y pánico a su madre,  nada escapa de los muros de la casa paterna, adormilándose en las vigilias y desapareciendo al alba".  

Consigue un nuevo trabajo y se muda a un barrio alejado del departamento compartido con Armando. Cuando ya se siente a salvo, acepta asistir a una fiesta con sus compañeros de trabajo, disfruta mucho la velada y vuelve a su casa después de las doce de la noche, se percibe renovada, el convite restó de su  mente temores y nostalgias. De pie en el umbral sonríe complacida mientras gira la llave de la puerta, de pronto, la sujetan bruscamente y la voz grave de Armando murmura en su oído: ―eres una maldita golfa. ―al tiempo que le cubre la boca y la empuja brutalmente al interior. Lo que sigue es un mal sueño, la arrastra del cabello hasta la recámara, la lanza contra el piso donde siguen tantos golpes que no puede gritar; por unos segundos,  el filo de una navaja cruza por su mirada antes de caer de la mano torpe de Armando.

 ―¡Voy a matarte golfa!  ―amenaza  constante.

Yace indefensa en un rincón entre la pared y el closet de la habitación, él está hincado sobre sus hombros logrando someterla, le enreda un cordón de la cortina en el cuello, ella libera su mano derecha y la desliza entre la cuerda y su tráquea, las pupilas dilatadas del agresor lo acusan alienado. Dalia está necesitando un milagro, cierra los ojos y comienza a rezar dejando escapar un débil lamento; tiene el rostro amoratado,  hinchado y deforme por tantos puñetazos, sus párpados son ahora pequeñas rendijas que acaban de cerrarse, su mano aferrada al yugo que ciñe su garganta, ya no se opone a la ira que la estrangula. No lucha más y se queda inmóvil; Armando la mira al rostro y comienza a marearse al darse cuenta de lo que ha hecho, aterrado suelta las cintas como si le quemaran las manos; su cuerpo se sacude sollozando nerviosamente:

 ―¡Dios mío! ¡Está muerta! ―chilla mientras sus ojos se humedecen.

Se incorpora con dificultad, tambalea y se va trastabillando hasta el cuarto de baño, la náusea le enarca el cuerpo con intermitencia y comienza a vomitar violentamente, suda copiosamente, cuando logra controlarse está agotado, las piernas no le responden se está yendo de bruces,  intenta extender las manos para cubrir su rostro que está próximo a incrustarse con el riel metálico del cancel de la ducha, pero no puede reaccionar, en micras de segundo el peso de su cabeza multiplicado por la velocidad de la caída impacta con un golpe seco ligado al crujido de sus huesos frontal, nasal y mandíbula inferior; apenas y percibe el cosquilleo de hilillos de sangre escurriendo lento por su boca y sus oídos,  una hemorragia intraocular tiñe de carmín sus últimas imágenes.

viernes, 20 de marzo de 2015

El conchudo

Dennis Armas


1

Eran las once de la noche y mi novia Lisset y yo caminábamos por un pasaje oscuro y silencioso. No recordaba como fuimos a parar ahí. Habíamos ido al cine y después a comer. La comida incluyó un par de piscos sours, y aunque yo me había bebido unos tragos de más, como es mi costumbre, me sentía suficientemente sobrio. Pero al ir los dos conversando distraídos, en algún momento nos fuimos a meter por una callecita, que a su vez nos derivó en otra y luego en un camino largo y angosto que sólo estaba iluminado por un poste de alumbrado público.
Recién cuando estuvimos en medio de ese pasaje nos invadió súbitamente una sensación de inseguridad y nos callamos, poniéndonos instintivamente alerta. A ambos lados del callejón se cernían edificios de tres a cuatro pisos, todos con las luces apagadas y en silencio absoluto. No se escuchaban voces de niños, ni de adultos, ni televisores encendidos, ni nada; era como si estuviesen abandonados o todos hubiesen ido a dormir. El camino era tan largo y estrecho que los edificios que lo flanqueaban parecían más altos, dándonos la sensación de estar caminado por un túnel.
Ya faltaban cincuenta metros para desembocar en una calle igual de solitaria, pero al menos más ancha, cuando de pronto dos jóvenes con mala pinta doblaron la esquina, entraron en el pasaje por donde nosotros íbamos a salir y empezaron a caminar a nuestro encuentro.
Sentí que mi novia volteó a mirarme, pero yo mantuve la vista al frente aunque tratando de no hacer contacto visual con esos individuos. Tengo que admitir que estaba un poco asustado. Los dos vestían jeans holgados y sucias poleras con capucha. Caminaban hacia nosotros sin decir nada, como si uno ya supiera lo que el otro tuviera que hacer. Por un instante mi mirada se cruzó con la de uno de ellos, sus ojos decían: el mundo me importa un carajo. Uno de los jóvenes tenía las manos en los bolsillos y yo ya podía imaginar que sacaría una pistola y nos apuntaría.
Ni hablar —pensé yo— que suceda lo que tenga que suceder.
Nuestro momento de ansiedad llegó a su pico cuando los cuatro nos encontramos a menos de un metro. En ese instante mi novia, los dos supuestos ladrones y yo nos cruzamos, maniobrando para poder pasar todos por el estrecho callejón. Ellos siguieron su camino y nosotros el nuestro.
Volteé fugazmente y los vi alejarse sin mostrar ningún interés ni en mi novia ni en mí. Me sentí inmensamente aliviado y seguimos adelante.
Me volví por segunda vez y los vi desaparecer por el otro extremo del callejón, confirmando que nunca habían sido una amenaza para nosotros. En ese instante Lisset me dio fuerte un jalón del brazo. Volteé enseguida, y para sorpresa mía, pude ver que frente a nosotros había un sujeto delgado y feo apuntándonos con una pistola.
Me quedé perplejo ¿En qué momento apareció este tipo? No atiné a decir nada, sólo me quedé mirando el cañón del arma mientras mi novia me apretaba el brazo jalándomelo hacia atrás, pero correr no era una opción.
El delincuente debía tener unos veintitrés años, trigueño, de nariz aguileña aplastada y vestido como se esperaría que alguien de su calaña lo estuviera. Pero había algo en su rostro que me llamaba la atención: era la cara más fea que vi en mi vida. Tenía la boca entreabierta, como si le colgase la mandíbula, lo que dejaba ver algunos de sus dientes grandes y amarillos; su labio inferior era considerablemente más grande que el superior y la puntita de su lengua se asomaba por su boca; traía los ojos entrecerrados, como si se estuviese muriendo de sueño; sus orejas eran enormes y orientadas hacia adelante. En pocas palabras: tenía una horrible cara de tarado.
Tu madre debe haber salido huyendo después de haberte parido —pensé yo.
—¡Puta madre! ¡Perdiste compadre! ¡Perdiste! —exclamó el ladrón con voz gangosa, como si estuviera resfriado en pleno verano.
—Tranquilo amigo, tranquilo —le dije mostrándole las palmas de las manos.
—¡No, no, no, no! —respondió el delincuente agitando el arma— Tú ya eres mío. En este momento los dos son míos. Puedo hacer lo que se me dé la gana con ustedes. Es mi derecho.

Sentía que Lisset me apretaba más el brazo hasta hacérmelo doler.
—Mira amigo, te doy la plata… —le empecé a decir al ratero.
¡Pero qué feo era este tipo! Por un segundo cerró la boca y pude notar que tenía la mandíbula ligeramente proyectada hacia adelante. Además era algo jorobado.
—¡Claro que me vas a dar tu plata! ¡Tu plata ya es mía! —me dijo con una voz casi ininteligible.
Introduje la mano en el bolsillo delantero del pantalón y saqué mi billetera. Apenas el ladrón la vio me la arranchó y quiso guardarla en su propio bolsillo, pero las mangas de su polera eran más largas que sus brazos y le entorpecían los dedos, eso hizo que la billetera se le cayera.
—¡Puta madre! Encima de irresponsable no sabes pasar las cosas —me dijo agachándose a recoger lo robado.
Ese comentario me pareció extraño y fuera de lugar. ¿Me había llamado irresponsable? ¿El ladrón me estaba criticando?
—¿Por qué dices que soy irresponsable? —le pregunte.
Mi novia me dio un fuerte tirón del brazo como diciendo no empeores la situación. Pero yo la ignoré.
—¿Cómo que por qué eres irresponsable, huevón? —me contestó el ladrón tratando de meterse la billetera en el bolsillo trasero del pantalón, pero se le cayó de nuevo a la acera.
Si no tuviera un arma apuntándome sería una escena casi cómica.
—¡Mierda! —dijo el malviviente.
Pensando yo en mis documentos y tarjetas de crédito reuní el valor para decirle:
—¿Tú quieres la plata o la billetera?
—¡La plata pues huevón! —me respondió con una voz que hizo que me den ganas de remedarlo, pero él tenía una pistola.
—Bueno amigo —le dije— entonces hacemos una cosa: dame la billetera y yo te doy la plata.
El asno armado se quedó pensando en mi propuesta.
Ahorita le sale humo por las orejas —pensé.
Tal pensamiento hizo que casi se me escape una sonrisa. Felizmente pude contener mis labios a tiempo. El ladrón podría creer que me estaba burlando de él y disparar en venganza.
—Mira —le dije— me das la billetera, yo saco el dinero y te lo doy, así de fácil.
¡Vaya!, parece que ya  entendió, hubieras dejado que le dé un derrame cerebral —me habló mi vocecita interna y casi me hace reír de nuevo, pero una vez más me contuve.
—¡¿Estás huevón?! —me dijo el forajido guardándose la pistola en el cinto.
Con la mano derecha ahora libre sacó él mismo la plata y la se la guardó contento, revisó por si quedaba algo de dinero, pero al no encontrar nada más que le interesara me lanzó la billetera a la cara con desprecio.
Me agaché lentamente y la recogí.
Por suerte había tenido ciento veinte soles en efectivo. Sentí algo de alivio al tener otra vez mis documentos, tarjetas de débito y crédito, pero no olvidaba que aun estábamos en peligro.
—Al menos tenías plata —me dijo sacando su pistola nuevamente— pero sigues siendo un irresponsable.
¡Carajo! Era la segunda vez que me llamaba así. Ahora no sólo era la curiosidad, sino también la cólera lo que me impulsó a preguntar:
—¿Por qué dices que soy irresponsable?
Mi novia dio un hondo respiro, como esperando lo peor. Casi le podía leer la mente diciendo: ¡Hombres!
—¡Claro que eres un irresponsable, huevón! ¿Acaso no sabes que la delincuencia ha aumentado un montón?
Ahora el que puso cara de cojudo fui yo. Me quedé con la boca abierta.
—¿Acaso no ves noticias? ¿Sabes que la delincuencia ha aumentado, o no? —me preguntó el ladrón.
—Sí, lo sé, lo sé, la tengo frente a mí —le respondí asintiendo exageradamente.
—¿Y cómo se te ocurre pasar por este callejón a estas horas? ¿No sabes que te pueden robar? ¡Y encima traes a tu hembrita! ¿Quieres que la violen acaso?
Mi novia se refugió detrás de mí. Se me pasó por la cabeza que todo esto podría ser parte de un programa de televisión, de esos tan estúpidos que le gusta a la mayoría de la gente. Pero pensándolo bien, de ser esto un programa de televisión, sería ya demasiado estúpido. Si este malviviente fuese un actor, ¿qué harían los productores si yo estuviese armado y le descerrajara un tiro en defensa propia? ¿Se harían responsables los dirigentes del programa? ¿O el dueño del canal? La vida humana del actor les importaría una cagada de mosca, pero los juicios, demandas, abogados… todo eso cuesta dinero.  ¿Valía la pena el riesgo de implementar un programa así? Costo-Beneficio. ¿Valdría la pena? No, para nada. Esto, desgraciadamente era real.
—Pero tú eres el que me estás robando —le dije al delincuente.
Mi novia, desesperada intervino.
—Ya tienes lo que quieres, déjanos ir por favor.
—¡Calle puta! ¡Las mujeres no hablan!
Ese insulto a mi chica me revolvió el hígado. Tenía ganas de lanzarme sobre él y dejarlo más feo de lo que ya era. Deseaba tenerlo en el suelo y molerlo a golpes, pero afortunadamente no soy un hombre impulsivo. No sólo debía pensar en mi propia vida, sino también en la de ella. Aunque si me lanzase contra él existía la posibilidad de que el burro con polera se terminase disparando a sí mismo a pesar de estar del otro lado del cañón, pero no iba a correr riesgos. Sólo le dije:
—Oye compadre, ya, ya, no te pases.
El ladrón miró a mi novia de pies a cabeza. Notó que traía un pantalón bien ceñido. Luego se concentró en su blusa.
—¡Dame tu sostén! —le ordenó a ella.
—¡¿Qué?! —repliqué de inmediato.
—¡No te estoy hablando a ti! —dijo extendiendo el arma hacia mi cara— ¡quiero que ella me dé su sostén!
Lo único que podía hacer yo era apretar los labios y odiarlo en silencio. Se me ocurrió tomarlo del antebrazo y tratar de quitarle la pistola de algún modo, pero al parecer mi novia notó mis intenciones.
—Está bien. Está bien —se apresuró a decir ella quitándose la blusa— Te lo doy, te lo doy, no hay problema
Yo tuve que sostener la prenda para que ella se pudiese quitar el sostén.
Por unos segundos sus hermosos senos quedaron colgando al aire, lo que estoy seguro fue un deleite para el malviviente. Le alargó el sostén y el ladrón se lo arranchó de las manos. De inmediato le alcancé su blusa y ella nerviosamente se la puso como pudo.
Yo estaba furioso. Este bravucón había convertido una bonita velada en una pesadilla y todo parecía indicar que se saldría con la suya.
Mi furia e impotencia llegó a lo máximo cuando el criminal, sin dejar de apuntarme, se llevó el sostén de mi novia a la cara y lo olió profundamente sin quitarme los ojos de encima.
—¡Que rico huele, carajo! —exclamó antes de guardárselo en uno de los bolsillos de su sucia polera—. ¡Ahora mujer, enséñame el culo!
Lisset y yo nos quedamos perplejos por unos segundos.
—¡Que me enseñes tu culo, mujer! —repitió el desgraciado.
Lisset me tomó del brazo y me susurró: “Calma, no hagas nada”. Enseguida se desabotonó el pantalón y pude observar cómo los ojos del criminal seguían los dedos de mi novia mientras ella se bajaba la bragueta para luego darse vuelta y hacer descender su pantalón junto con la ropa interior. Sus nalgas pequeñas y redondas quedaron expuestas.
—¡Ahora dóblate y ábrete las nalgas! —le ordenó el repulsivo malviviente.
Lisset obedeció emitiendo un sollozo. Cuando el criminal se sacó el pene, por un momento pensé que la violaría analmente. Eso no lo iba a permitir. Armado o no, yo ya me estaba preparando mentalmente para arrojármele encima, pero el malviviente sólo se empezó a masturbar.
Terminó casi instantáneamente. Su mueca de satisfacción añadió rasgos estúpidos a su cara horrorosa. Parecía un mongolito llegando al orgasmo. Después guardó el miembro y me señaló con dedo acusador:
—¡Tú! ¡Me das asco! ¡Qué clase de hombre eres!
Según recordaba, esa mañana me había lavado las orejas. ¿Por qué entonces escuchaba mal? ¿O no había escuchado mal? ¿Se supone que yo soy el malo aquí? ¿Eso es lo que me trata de decir?
—¡¿Que qué clase de hombre soy?! —repliqué.
Mi novia empezó a llorar silenciosamente mientras se subía el pantalón con timidez.
—¡Mira, huevón! Ya hiciste llorar a tu hembrita —me culpó el criminal
—¿Qué yo la estoy haciendo llorar? —pregunté asombrado.
—¡Claro pues huevón! Mira a lo que la expones. Es muy de noche y la traes por aquí. ¿Acaso no sabes que la delincuencia ha aumentado un montón? ¿Sabes la hora que es?
—No uso reloj —le dije seriamente.
—¡Puta y encima no usas reloj! —hizo una pausa— pero seguro que tienes celular. Dámelo.
Una vez más introduje la mano en mi bolsillo y extraje un celular viejo y barato, cuando lo compré me costó sólo cincuenta soles. Se lo extendí al ladrón quien me lo arranchó y de inmediato se puso a examinarlo. Yo quería aprovechar ese momento de distracción y lanzarme sobre él, pero su dedo en el gatillo definitivamente sería más rápido que mis piernas, así es que me contuve.
—¡Qué mierda es esta porquería! —dijo el criminal levantando la tapa mi teléfono y percatándose que tenía el teclado gastado y la pantalla rayada.
Yo soy un hombre práctico. Nunca me interesó tener lo último en celulares, iba a pasar un largo  tiempo antes que me comprase un Smartphone. Si mi precario y gastado teléfono funcionaba bien, ¿para qué más? Lo que sí me interesan son las armas, de todo tipo, por lo cual noté que la pistola con la que el ladrón nos amenazaba era una Makarov rusa, de los años cincuenta, que usaba un tipo de cartucho nada común; empecé a dudar que la haya disparado muchas veces o que incluso estuviera cargada.
—¡Qué celular tan mierda! ¿En qué trabajas tú? —me inquirió el  malviviente.
—Soy ingeniero de sistemas —le respondí.
—¿Ingeniero de sistemas? No sé qué mierda es eso, pero suena importarte. Tú debes tener mucha plata, ¿y andas con esta basura? —dijo agitando mi teléfono.
—Pero me sirve, ¿para qué más?
—¡Idiota! —exclamó arrojando mi celular a un costado. Luego se dirigió a mi novia— ¡Tú! ¡Dame tu celular!
El teléfono de Lisset sí era un Smartphone de lujo. El ladrón lo examinó con una sonrisa en su repulsivo rostro.
—¿Tiene Internet? —preguntó.
Por qué preguntas eso, Cuasimodo, ¿tienen Wi-Fi en la catedral de Notre Dame? —dijo la vocecita en mi cabeza.
Esta vez me costó menos trabajo no sonreír, pero de todas formas sentí un cosquilleo en el estómago.
—Sí, sí tiene —respondió ella con voz entrecortada.
Luego el criminal se dirigió a mí.
—Tienes suerte, carajo.
—¿Suerte de qué? —le respondí.
—De haberte encontrado conmigo.
Volví a quedarme boquiabierto.
—Otro ya te habría matado y a ella violado —prosiguió el delincuente— en cambio yo no soy así, no soy un desgraciado, robo por necesidad, no como otros. Si no quieres que te asalten, ¿para qué sales tan tarde? ¿Eh? Quién te manda a meterte en mi territorio y todavía con tu hembrita. No debes quererla para nada.
Me di cuenta que no tenía sentido razonar con él.
—Sí… tienes razón —le dije bajando la mirada y apretando los puños.
Casi se me escapa: debería de haber más hombres como tú, pero eso habría sonado muy sarcástico hasta para él, por lo que me limité a seguirle la corriente.
Después de quitarle el dinero también a mi novia el ladrón, con aires de estarnos haciendo un gran favor, nos permitió irnos.
—Ya váyanse nomás y no olviden lo que les he enseñado —nos dijo antes de soltarnos.
Mientras nos íbamos nerviosos por donde habíamos venido me pareció que el malviviente dijo algo como ¡Malagradecidos! Lisset me apretó el brazo como diciendo ¡Aguántate y sigue caminando!

2


Máximo Montoya Quispe se reunió con su compinche Arturo Huamaní en una cantina de mala muerte de Surquillo.
Pidieron un par de cervezas. El cantinero, un hombre de al menos setenta años con rostro adusto y escasos cabellos canos, se acercó con dos botellas en la mano. Él los conocía. Sabía que ambos eran rateros, y siempre paraba la oreja desde el mostrador para escucharlos jactarse de sus delitos. Pero quien más le llamaba la atención era Máximo Montoya, al que apodó “Conchamán”, pues era el único ladrón, según recordaba el viejo, que no sólo se sentía orgulloso de sus robos, sino que además le echaba la culpa de tales a sus propias víctimas. Lógicamente el cantinero jamás se atrevió a llamarlo directamente por el apodo que le había puesto, pero comentaba que debía de ser el hijo de Magaly Medida por culpar a sus víctimas de las cosas que él mismo les hacía.
En ese preciso momento Máximo Montoya, mientras se servía la cerveza derramándola torpemente fuera del vaso, le contaba a su compinche cómo había asaltado la noche anterior  a un sujeto que iba junto con su novia.
—El pata decía que era ingeniero de sistemas o algo de sistemas… —comentaba— pero el huevón tenía un celular más misio que la patada, todo chiquito, viejo y rayado estaba el teléfono.
—Y así decía que era ingeniero —replicó Arturo Huamaní con sorna.
—Y así decía que era ingeniero —repitió Máximo Montoya— pero su hembrita sí tenía un celular ficho, ese sí me gustó, con conexión a internet y toda esa vaina.
—Y le quitaste algo más a la hembrita —preguntó Arturo en tono lascivo.
—Claro pues compadre, le quité el sostén —respondió Máximo Montoya con orgullo— o sea que le ordené que se lo quitara y me lo diera.
—¡Uuuy, qué rico! ¿Y para eso se tuvo que quitar lo de arriba?
—Claro pues huevonazo. Por un ratito se quedó con la tetas al aire, hasta que su macho, el ingeniero —dijo burlonamente— le pasó su blusa.
—¡Uy, qué rico! —volvió a decir su compinche— Qué rico se debe haber visto con la tetas al aire, ¿y cómo eran?
—Medianas y terminaban en puntita.
—¡Iiissssss! ¿Y qué hizo su macho?
—Nada pues, qué iba a hacer, pero me dio la razón.
A Arturo casi se le sale la cerveza por la nariz.
—¿Te dio la razón? ¿A ti? —preguntó asombrado— ¿En qué?
—Yo le dije que todo eso era su culpa. ¡Y claro que era su culpa! Con lo que ha crecido la delincuencia en el país cómo se atreve a meterse en callejones oscuros y con su hembrita para colmo. ¡Ahí está pues! Uno cosecha lo que siembra. Que no se queje.
Su amigo resopló sonriendo hacia un costado
—Cuando los dejé ir ni las gracias me dieron por la lección que les hice aprender —continuó Máximo Montoya— pero no importa porque estuvo bueno el “negocio”, saqué un celular ficho, ciento veinte soles del pata y el sostén de su hembrita.
—¡Salud por eso! —dijo su compinche levantando el vaso.
Los dos vasos chocaron derramando cerveza sobre la mesa. Don Julio, el cantinero, miró ese gesto con una breve mueca de desprecio, más porque él sería quien tendría que limpiar que  por el motivo del brindis.
—Oe —empezó Arturo— siempre haces eso, ¿no?, cuando asaltas a una pareja o a una chica siempre le quitas un prenda.
—¡Claro pues! Y todo gracias a la pistola que me vendió el coronel Quintana; tuvo que vendérmela porque los policías en retiro ganan una porquería, sino yo tendría que usar cuchillo nomás.
—Ah, sí… El coronel Quintana… Me había olvidado del nombre del policía que te la vendió.
—Incluso él vive por acá cerca. Me la quería vender por doscientos soles, pero al final me aceptó ciento veinte —dijo dándole un gran sorbo a su vaso.
—Oe, oe, ¿y alguna vez has dejado a una hembrita totalmente calata en plena calle? —se apresuró a preguntar Arturo para evitar que la conversación se desvíe del tema que más le interesaba.
—Una vez casi lo logro.
—¡Cuenta, cuenta!
Máximo Montoya llenó su vaso hasta el tope.
—Una noche me encontré con una hembrita vestida de forma indecente.
—¿De forma indecente? —preguntó Arturo frunciendo el ceño en desconcierto.
—Sí, ya sabes, estaba con una minifalda bien cortita, un polo sin mangas y hasta se le veía un poco la barriga, ya sabes, una provocadora, una calienta huevos.
Con esa cara de mono retrasado que tienes cualquier hembrita es una calienta huevos para ti —pensó Arturo.
—Bueno, ¿y qué le hiciste a la “indecente”?
—Primero me la metí al callejón a punta de pistola —imitó con sus dedos la forma de un arma.
—Siempre atracas en el mismo callejón, ¿no?
—No, no siempre.
—Claro, porque eso sería peligroso —dijo Arturo llenándose el vaso hasta derramar un poco de cerveza en la mesa.
—¡Carajo! ¿Quieres que te cuente o no?
—Disculpa, cuenta, cuenta.
—Nada, simplemente le dije que se calateara.
—Y ella obedeció así nada más.
—No —exclamó Máximo Montoya vaciando el vaso en su garganta—, lo que hizo fue rogarme que no la violara. Yo le dije que no la quería violar. Ella me miró raro. Como le había dicho que se quitara toda la ropa ella imaginó que me la quería violar, pero si me pongo a violarla en plena calle me pillan pues.
—¿Y qué pasó?
—Le dije la verdad, que iba vestida igual que una puta, que las mujeres no deben salir a la calle sin su macho y menos vestidas así todas provocadoras. Qué se habría creído la muy perra. Las mujeres se quedan en su casa, no salen solas. Yo no sé cómo su papá le permite salir así.
—Ya, ya, ya, y qué pasó después.
—Le dije: “¿Te gusta que te vean media calata?, ¡Ahora te vas a regresar a tu casa toda desnuda!”
—¿Y qué pasó?
—Que la chica se puso a suplicarme que no le hiciera daño, que no le quitara la ropa… ya sabes, algunos obedecen de inmediato, pero también están los que te suplican. Así que la dejé suplicar y llorar un rato. Me gusta que me supliquen. Luego le dije que si no me daba toda su ropa le iba a meter un balazo en la cabeza —dijo llenándose otra vez el vaso hasta el tope.
—¿Y qué pasó? ¿Qué pasó? –preguntó Arturo ansioso y emocionado.
—¿Qué le quedaba por hacer a la hembrita? Se empezó a calatear mientras lloraba.
—¡Uuuy, que rico!
—Hasta que nos pilla una patrulla.
—¡Puta madre!
—Yo me fui corriendo con su polo en la mano, fue lo único que le pude quitar. ¡Carajo! Estuve a punto de darle su merecido a esa puta.
—Pero también le ibas a robar, ¿no?, ¿o sólo ibas a hacer “justicia”?
—¡Carajo! —gritó Máximo Montoya parándose de la silla— ¡¿Te estás burlando de mí?! —se llevó la mano al cinto donde presumiblemente traía la pistola cubierta por el polo.
Don Julio, el cantinero, se los quedó observando atentamente, no quería peleas en el antro que él llamaba su “bar”
—¡Tranquilo hermano! ¡Tranquilo! —trató de calmarlo su amigo— No te pongas así, es una pregunta amistosa nada más, estamos conversando, tranquilo.
Máximo Montoya se tranquilizó y sentó de nuevo.
Su amigo se había llevado un buen susto y continuó con tono suave:
—Sólo quería saber si, aparte de dejarla calata, tú también le ibas a robar su plata. ¿O sólo querías darle a esa puta lo que se merecía? Es todo lo que te pregunto.
—Bueno, yo me iba a llevar toda su ropa para que ella se tenga que regresar calata a su casa, a ver si eso le gustaba. Si en su ropa traía plata me la agarraba como premio, pero sí, tienes razón, lo más importante para mí era hacer justicia. Acaso no sabía esa hembrita que así no se deben de vestir las mujeres. ¡Ya pues! Uno cosecha lo que siembra.
—Salud por eso —dijo Arturo levantando su vaso.
Una vez más los vasos volvieron a chocar fuertemente haciendo una chanchería en la mesa. Don Julio sólo se limitó a bajar la vista y negar con la cabeza.
Después de secar los vasos pidieron dos cervezas más. El cantinero se acercó con dos botellas y un trapo para limpiar la mesa. Luego se fue sin decir nada.
—Oe —empezó Arturo llenándose el vaso— tú y yo no nos hemos visto en casi tres semanas. ¿No tienes otra historia para contarme?
Conchamán se acordó de una.
—Sí —dijo rascándose los piojos— pero esto lo hice antes de lo del ingeniero y fue en un parque de Lince.
—No importa, cuenta nomás.
—No es mucho, solamente que me atraqué a un pata bastante joven que iba con su hembrita. Les apunté con la pistola y les quité su plata, sus celulares y al tipo le robé también su reloj, que no era ficho, pero me gustó.
—¿Y a la hembrita? —preguntó Arturo expectante.
—La mujer era mayor que él. Una pareja rara. Normalmente el hombre es el mayor. Como la mujer estaba con falda le dije que me diera su calzón.
—¿Y lo hizo?
—¡La muy pendeja no quería dármelo! —replicó con tono indignado— me dijo que con la plata era suficiente.
—¡Qué tal pendeja! 
—El chiquillo estaba que se orinaba de miedo, pero ella tenía carácter y no me quería dar su calzón. No sabía su lugar esa mujer. Para mí que eran amantes.
—¿Y qué hiciste?
—Le dije que si no me lo daba la mataba, y le apunte a la cara. Eso es un poco arriesgado porque cuando estás es un parque no debes levantar la pistola, te pueden ver, pero la cojuda no me quería dar lo que yo quería así es que no tuve otra opción. Estaba muy molesto con ella porque mira nomás a lo que me estaba exponiendo. Tuve que levantar la pistola. ¿Y si me veía un policía? Iba a terminar preso por culpa de ella, ¡puta madre!, la cólera que me da cuando me acuerdo.
—¿Pero te dio el calzón o no? —preguntó impacientemente su amigo.
—Sí, claro que me lo dio. Se lo tuvo que sacar ahí mismo. Era rosado y muy chiquito. Se lo quité y me lo guardé. Ahí la dejé con frío en la chucha, a ver si así aprende.
—¡Ja, ja, ja! Oye y ¿no te la “agarraste”?
—Ganas no me faltaban de llevármela detrás de un árbol y darle como a perra, pero ¿qué me hacía con el chiquillo? Después el huevón paraba un patrullero y yo me jodía.
—Pero a ti ya te han atrapado antes y no ha pasado nada.
—Pero no con pistola pues cuñado, además me chaparon por robar, no por violar. Cuando te atrapan por robar, la policía se queda con la plata que has robado y luego te suelta, pero si has violado a una hembra y encima con pistola, eso ya es otra cosa.
—Si pues —comentó Arturo llevándose el vaso a la boca.

Los amigos siguieron bebiendo hasta casi la media noche.
Don Julio ya había bajado la puerta metálica enrrolladiza de la cantina, sólo una pequeña abertura rectangular al medio seguía abierta para que los últimos borrachos se fueran por ahí. Si el cantinero no cobrase inmediatamente después de despachar la cerveza, posiblemente nadie le pagaría, especialmente Máximo Montoya, quien ya debía bastante dinero en varias cantinas a las que se atrevía a regresar pidiendo que le sigan fiando.
Los dos rateros, ambos ebrios, fueron los últimos en salir. Se despidieron y se alejaron por rumbos opuestos. Máximo Montoya escondió su rostro debajo de la capucha y se metió las manos en los bolsillos, dentro de uno de ellos sujetaba la pistola. ¿Quién sabe?, tal vez haya algunos desprevenidos que aun transiten por esas calles y que se merezcan ser robados por negligentes.
Avanzó y dobló por una esquina. No encontró a nadie. Siguió caminando hasta detenerse a un lado de la Vía Expresa. Se quedó ahí parado frente a la barandilla, mirando hacia abajo a los autos correr a gran velocidad. La vereda era angosta,  por lo que cualquiera que tuviese pasar por ahí tendría que pedirle “permiso”, y él se lo daría, pero después de haber despojado a la persona de todas sus pertenencias. Pero con la cabeza cubierta por su capucha, las manos en los bolsillos de su sucia polera, los shorts que usaba y sus pies sin medias enfundados en un par de zapatillas mugrientas, era evidente que se trataba de un delincuente. Nadie iba a atreverse siquiera a acercarse a unos pocos metros de él. Pero después de un rato de estar observando a los autos pasar, y contra todo pronóstico, una voz grave de un hombre mayor le dijo:
—¡Permiso!
El delincuente sonrió para sus adentros y sin mover la cabeza le dijo al hombre:
—Ya perdiste viejo, ya perdiste.
—¡Ya perdió tu abuela! —rezongó el hombre.
Máximo Montoya se sorprendió por la inesperada respuesta y volteó de inmediato para ver de quién se trataba, y se vio cara a cara con el coronel Quintana, miembro retirado de la policía que hace poco más de un mes le había vendido el arma.
—¡Coronel Quintana! —replicó asombrado— ¿qué hace usted por aquí?
—¡Ah, eres tú! —lo reconoció el coronel— ¡Yo vivo cerca! ¡¿Tú qué haces por acá?
 El hombre mayor se lo quedó mirando con el ceño fruncido, pensando que el delincuente mostraría algo de respeto o miedo, pero no fue así. Máximo Montoya se empezó a reír a carcajadas. Era una risa asquerosa, estridente y estúpida, como la de un adolescente moqueando.
—¡¿De qué mierda te ríes, idiota?! —le vociferó el coronel sin el menor temor y preparado para una confrontación.
El malviviente de inmediato sacó la pistola Makarov de su bolsillo y le apuntó a su víctima.
Al lado de ellos, metros más abajo, circulaban los carros a toda velocidad por la autopista iluminada, ajenos al asalto.
—¡Puta mare! —dijo el delincuente ahogando poco a poco sus risotadas— cómo son las cosas. Usted me vendió esta pistola y ahora yo lo asalto con ella.
El coronel Quintana, un hombre de unos sesenta y siete años, canoso y trigueño, abrió la boca sin dejar de fruncir el ceño.
—¡¿Qué has dicho, carajo?! ¡¿A mí me vas a robar?!
—¿Ya ve, coronel, lo que le pasa a usted por venderle armas a los delincuentes? —dijo Máximo Montoya con burla— todo se paga en esta vida.
El ex policía reconoció de inmediato la pistola.
—¡Yo podré estar retirado, pero a mí me conocen! ¡Si no te largas ahora mismo te pongo Orden de Captura! ¡Fuera de aquí!
El delincuente se lo quedó mirando con una media sonrisa que dejaba entrever sus dientes grandes y chuecos. Finalmente escupió a un costado.
—No me joda coronel, ya pare de hablar estupideces y despacito nomás páseme su pistola por la culata, y no intente ninguna pendejada.
—Así es que quieres mi pistola, ¡pues toma las balas primero!
El coronel sacó su revólver, pero no disparó, no fue necesario, pues una serie de clics, clics, clics, le revelaron que su agresor estaba jalando del gatillo, pero lo único que obtenía eran los sonidos de una pistola descompuesta.
Máximo Montoya miraba con ojos angustiados a su arma fallar una y otra vez, pero continuaba jalando el gatillo con creciente desesperación, mas sólo obtenía clics, ningún disparo.
—Encima de feo eres idiota —le dijo el coronel— ¿hasta ahora no te has dado cuenta que esa pistola no tiene percutor? ¡No funciona! Por eso te la vendí ¡Tarado!
El delincuente examinó su inútil pistola con cara de estúpido y luego miró el cañón del revólver del coronel.
—¿Con esa pistola has estado asaltando a la gente? —le inquirió el ex policía— ¿No te ha enseñado tu papá a no dejarte estafar?
—Bueno, bueno, coronel, lo perdono por haberme engañado, devuélvame mis ciento veinte soles y quedamos a mano.
Al ex policía  casi le explota el hígado.
—¡¿Qué cosa?! ¡¿Y encima me vienes con eso?!
El coronel Quintana jaló el gatillo dos veces con todo el gusto del mundo.
—¡AAAGGHH! —gritó Máximo Montoya al sentir dos martillazos en el pecho; cayó sobre sus rodillas con una mueca de dolor en la cara para finalmente golpear el pavimento con la cabeza, luego se derrumbó de costado y terminó tendido boca arriba en la vereda.
El coronel se acercó apresurado y le quitó la pistola. Se quedó mirando a su víctima agonizante y le dijo:
—¿Ves, huevón? Uno cosecha lo que siembra.
Se dio media vuelta y se regresó por donde vino.
Máximo Montoya, mortalmente herido, quedó tirado en la calle mirando el cielo nocturno. Usando sus últimas fuerzas elevó su dedo derecho hacia las estrellas y dijo:
—Dios… Dios… todo esto es tu culpa.
Y se murió.

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Peruanismos:
Pata                 : Sujeto, tipo.
Germa              : Novia, enamorada, chica.
Calata               : Desnuda.
Huevón             : Estúpido, tarado.
Misio                 : Pobre.
Ficho                 : Exclusivo. De Lujo.
Que la patada  : Frase superlativa que va al final de un adjetivo (más pobre que la patada: muy pobre).