Margarita Moreno
Dalia siente que su fin está
llegando, las fuerzas la abandonan; Armando intenta matarla y ella ya no puede
pelear por su vida, cierra los ojos y comienza a rezar.
―¡Dios mío no me abandones!
De pronto su atacante parece
retirarse, escucha sus pasos titubeantes alejándose de ella, lo oye lloriquear.
Permanece quieta unos segundos, entreabre la mirada y descubre que está sola,
reacciona instintivamente y se levanta apresurada del piso, alcanza su bolso de
un sofá cercano y de puntillas llega a la puerta de entrada de la casa, la abre
y echa a correr aterrada a la avenida. Su cuerpo tiembla sin control, aprieta
los labios para no gritar, con impaciencia ubica las llaves del auto en su
cartera, sube al vehículo y escapa a gran velocidad por las calles semivacías.
Está descalza, tiene la ropa hecha girones pero ella no lo ha notado siquiera,
no sabe a dónde va solo está huyendo. De pronto se detiene y estaciona el auto,
baja la visera frente a ella y el pequeño espejo se ilumina, su rostro está
irreconocible, deforme, siniestrado, gime con rabia y luego se contiene, no
puede estarle pasando esto, no atina qué hacer, ¿a quién acudir?, le horroriza
pensar en un escándalo, imagina su foto desfigurada en algún pasquín con
detalles de su vida íntima; su madre jamás le perdonaría el escarnio y la
ignominia, eso ¡Nunca!
―¡Dios! ¡Qué decir! ¡Qué! ¿Un
accidente? ¿Un asalto? No puedo ocultarme ni desaparecer mientras mi rostro
vuelve a la normalidad. ¿Por qué? ¿Qué sigue? –dice para sí llorando de impotencia.
Luego se controla, respira profundo
y decide conducir hasta un hospital,
necesita atención, está muy lesionada y terriblemente humillada; al llegar el
médico en turno pregunta quién pudo haberla maltratado de esa forma, porque
debe levantar una denuncia de los hechos. La víctima niega rotundamente haber
sido atacada.
―¡Fue un accidente doctor, juro que
fue un accidente! Dijo al desmayarse.
Dos años antes, Dalia termina una
larga y gastada relación de noviazgo y “pone tierra de por medio” acepta un
empleo en una empresa automotriz situada en una población al norte del país.
Está resuelta a trabajar muy duro, destacar y obtener su propio espacio con
todo el confort al que está habituada desde niña. Es una joven guapa,
distinguida, espigada, de largo cabello castaño, tez apiñonada, ojos
acaramelados y tristes, una sonrisa capaz de aliviar cualquier tristeza y
disipar el mal humor; egresada de una prestigiada universidad, ama la cultura y
las bellas artes, es cordial y su
profundo espíritu altruista la hace ayudar a sus semejantes. Con todo este
valioso bagaje personal y un corazón en suspenso desea comenzar de nuevo lejos
de su familia y sus pocas amistades.
Armando ya trabaja en ese lugar y
desde que la ve llegar se siente atraído por esa joven tan distinta a las que
conoce; él es rubio, de ojos claros,
alto y muy robusto, proviene de una
familia numerosa, pobre e inmoderada, jamás concluyó una carrera, no le
interesa la literatura, el arte ni la ciencia, sin embargo, es muy popular,
alegre, extrovertido, desenfadado y posee un enorme ego, sabe que puede
conquistar a cualquier mujer y ésta chica no será la excepción. Pronto
encuentra la oportunidad de acercarse y entablar conversaciones anodinas,
hacerle ingenuos obsequios de "bienvenida" cómo él les llama y que le
son muy útiles para “ganar terreno”, ella está sorprendida, halagada y muy
atraída por ese joven tan peculiar.
En pocas semanas, empatan los
descansos, comen juntos y charlan, él le cuenta de su familia, sus incontables
amigos, la gente de su barrio; se comporta como un hombre sencillo, generoso y
muy divertido, continuamente logra hacerla reír a carcajadas y ella va
encariñándose con él.
Una mañana en el trabajo, una
compañera se acerca a ella y la previene:
―Oye, ten cuidado con Armando, él es
divorciado, muy agresivo, golpeador y...
―¡Gracias! Pero no te preocupes, sé cuidarme sola.
Refutó.
Supuso que esa advertencia ocultaba
celos y mala voluntad, porque Armando le resultaba cada día más adorable.
En poco tiempo se hacen novios “inseparables”
acuden al cine, futbol, conciertos, fiestas, misas, comidas, a todos
lados; él se muestra muy entusiasmado
con esta joven ingenua, frágil y sensible, no le resulta difícil deslumbrarla
con su simpatía chispeante y ella pronto termina muy enamorada. Para Dalia todo
es nuevo y maravilloso, lleno de pinceladas de vida, todo es tan romántico y excitante, que pasa por alto que su novio no guste de
lectura, buena música o arte; lo califica como hombre franco, auténtico,
trabajador y sincero, además, la forma en que ambos se estremecen al besarse le
confirma que él también la ama. Tan convencida está, que en menos de cuatro meses ya viven juntos.
Las primeras semanas son una bella luna de miel, Armando es cariñoso, delicado,
atento y un amante apasionado; ella se esmera en atenderlo, mimarlo, adivinarle
el pensamiento. El amor le está restaurando el corazón, es realmente feliz.
A las pocas semanas de
convivencia, regresan a casa tras una
reunión con amigos, a ella no le agradó el ambiente en que se desarrolló el
convivio y lo comenta de vuelta en el auto, él guarda silencio parece muy
enfadado, al llegar se deja caer pesadamente sobre el sofá de la sala, ella
coloca su bolso sobre el mismo sillón y él lo bota de un puntapié sin dejar de
mirarla con disgusto. Ella supone un “mal entendido” y lo interroga:
―¿Qué pasa cariño? ¿Por qué estás tan molesto?
―¿Y todavía preguntas? ¿Quién eres
tú? ¿Una princesa? ¿Nadie es digno de ti? -Grita furioso poniéndose de pie.
―¡No entiendo de qué me estás hablando!
¿Qué hice o qué dije? ¿En qué o a quién ofendí, según tú?
―¡No puedo creer que seas tan
presumida y tonta! Te crees de lo mejor y miras a todo el mundo como basura,
nunca festejas chistes porque para ti son “vulgares”, desapruebas a mis amigas
que visten provocativas, que bailan sin prejuicios y se divierten como dios
manda.
―¡Por favor! Sabes que no me gustan las vulgaridades, ni
pasar límites de confianza con compañeros de trabajo, respeto para que me
respeten.
―¡Si cómo no! Pues dice un dicho “gata
mansa, brinco seguro” y tú eres una “mosquita muerta” ¡Hipócrita!
―¿Qué te pasa hoy? Creo que bebiste
demasiado… Yo siempre me he comportado decentemente, así me conociste.
―¡Ajá! ¿Decentemente te acuestas
conmigo? ¡Uh, que decente eres! –dijo soltando una carcajada.
―¡No voy a permitir que me hables
así! y sí, tienes razón tus amigas son unas golfas y cínicas ¡Nada que ver
conmigo! Y no confundas el amor con…
―¿Permitirme, tú a mí? De verdad que
está mal tu cabecita, mejor ocúpate de ser una mujer, una buena hembra ¡Mírate
nomás! ¡Ni cómo presumirte!, te vistes
como una monja, no bebes, no fumas, no ¡Nada de nada! –le dijo mirándola con
desprecio.
―¿Monja yo? No mezcles las cosas
Armando, soy muy conservadora y...
―¿Conservadora? ¡Un carajo! Eres chocante, tiesa, fría, aburrida y muy
cursi ¿No lo sabías? ¡Me pusiste en ridículo con mis amigos! ¡Me arruinaste la
noche! Si no te gusta divertirte ¡Quédate aquí!, leyendo tus “famosos libritos” y escuchando
tu insoportable “música clásica” y a mí ¡Déjame vivir! ¡Déjame ser! ―concluye mientras se aleja.
Los ojos de Dalia se llenan de
lágrimas, no comprende la razón de esa violenta explosión verbal, está
ofendida, indignada. Cuando se queda sola levanta su bolso del suelo y lo
estrecha contra su pecho, se acurruca en el sofá y llora amargamente hasta
quedarse dormida.
A partir de ese pleito, su “novio” tiene cambios radicales de humor y
actitudes extremas, de pronto bebe demasiado, fuma tabaco en exceso y a veces
marihuana. Una ocasión lo descubre consumiendo cocaína, ella le reprocha y él
se transforma en auténtico “bufón” se mofa a grandes carcajadas de sus
reclamos, la prende fuertemente del brazo e intenta obligarla a consumir droga:
―Solo aspira un poco ¡Vamos! Para que
puedas “comprenderme” ―Ella escapa
muy alarmada, se encierra en su
habitación y pasa toda la noche analizando seriamente la situación, se debate
entre la voz de alarma de su conciencia, su instinto de supervivencia y la
pasión, el amor que este hombre le provoca, al fin concluye con tristeza que es
un adicto, que esto puede terminar muy mal y acabará de arruinar la efímera
felicidad que ha vivido. A la mañana siguiente busca las palabras y el momento
adecuado para enfrentarlo y terminar la relación.
―Mi amor, tenemos que hablar ―dice
temerosa.
―¡Claro baby! Te escucho ―contesta
sonriente.
―Quiero que sepas que te amo, tú lo
sabes; has conseguido hacerme muy feliz, me has enseñado a vivir, a palpar un mundo distinto, más real; sin embargo y sin más rodeos; no
creo poder lidiar con tus hábitos y adicciones, tengo una franca aversión a
esas dependencias, me niego a vivir angustiada, asustada y pendiente de ti,
prefiero terminar nuestra relación, ¡Perdóname!
Voy a irme.
Él parece no escucharla, está hundido en el sofá mirando a la ventana,
su rostro ha perdido la sonrisa y va mostrando desagrado, súbitamente se
incorpora, la sujeta de los hombros y la sacude bruscamente, los ojos le
brillan con fiereza, está fuera de sí y le grita:
―¡Tú no vas a ningún lado! ¡A mí, nadie me
abandona! ¡Te irás cuando yo quiera! ¿Sabes niña mimada? ¡Nunca me han gustado
las feas como tú!, pero me pareciste simpática e inteligente. ¡No, inteligente
no! solamente lista, si fueras inteligente no pensarías en dejarme ¡no lo voy a
permitir!, si lo intentas… ¡Voy a matarte golfa! ―dijo antes de soltarla.
Está petrificada, no puede creer lo que está sucediendo, él se está mostrando sin pudor alguno con
todos sus vicios y carencias mientras que ella,
busca una y otra vez en su mente angustiada los argumentos para hablarle
de nuevo:
―Cariño ¡Comprende por favor! No
puedo con el hecho de que seas un adicto. Yo sería una carga prejuiciosa en
tu vida.
―!Acéptalo! La separación nos
conviene a ambos.
Sin embargo no logra disuadirlo, no
quiere escucharla. Los días pasan y una tarde de fútbol y tragos con los
amigos, le ofrece dejarla ir a cambio de su auto, ella acepta sin remilgos,
pero él protagoniza un drama estrepitoso. Ahora sabe que está rebasada por este
hombre manipulador y abusivo que consigue jugar con el miedo que ha sembrado en
su corazón. La situación es insoportable y peligrosa él, se divierte amenazándola y ofertando su
libertad a cambio de un cúmulo de insensateces que la tienen al borde de la
locura.
―¿Sabes baby? he pensado que tu
"libertad" como tú la llamas bien valdría unos… tres o cuatrocientos
mil "pesitos" ¿No crees?
―¿Qué? ¡Sabes que no cuento con esas
cantidades!
―¿Cómo? Creo que merezco algo a
cambio de..."perderte".
―¡No seas ridículo por favor!
―Soy práctico, te doy otra opción.
¡Compra un “pisito” para mí! eso sí puedes hacerlo, toma un crédito bancario.
―¡Estás loco!
―¡Vamos baby! ¿Es mucho pedir?
―¡No quiero escucharte!
―¡No quieres irte!
Una mañana que Armando está
indispuesto ella camina sola al trabajo, disfruta cada paso respirando aliviada
un poco de libertad. Por la tarde vuelve al departamento y lo encuentra en su
propio lecho con otra mujer, no puede desaprovechar la oportunidad para
arrancarlo de su vida. En ese momento, él no tiene más remedio que marcharse y
librarla de sus abusos. Pero este hombre no piensa cumplir ninguna promesa y
pocos días después la busca para acosarla, no le da respiro; bajo el efecto de
las drogas protagoniza escándalos mayúsculos y las peores amenazas de muerte
saltan de su boca. Aconsejada por una amiga, opta por denunciarlo a las
autoridades, consigue una orden de restricción para protegerse y aunque esto
parece funcionar, en el fondo de su corazón teme verlo aparecer de nuevo.
Durante más de un mes solo acude al
trabajo y luego vuelve a casa a refugiarse en las voces de Vargas Llosa,
Saramago, Neruda; por las noches, blandas notas de Mozart, Beethoven y Ravel la
remiten a su infancia, a sus pesadillas temibles y angustiantes; "los
vapores etílicos desquiciando la mente de su padre, estremeciendo de histeria y
pánico a su madre, nada escapa de los
muros de la casa paterna, adormilándose en las vigilias y desapareciendo al
alba".
Consigue un nuevo trabajo y se muda
a un barrio alejado del departamento compartido con Armando. Cuando ya se
siente a salvo, acepta asistir a una fiesta con sus compañeros de trabajo,
disfruta mucho la velada y vuelve a su casa después de las doce de la noche, se
percibe renovada, el convite restó de su
mente temores y nostalgias. De pie en el umbral sonríe complacida
mientras gira la llave de la puerta, de pronto, la sujetan bruscamente y la voz
grave de Armando murmura en su oído: ―eres una maldita golfa. ―al tiempo que le
cubre la boca y la empuja brutalmente al interior. Lo que sigue es un mal
sueño, la arrastra del cabello hasta la recámara, la lanza contra el piso donde
siguen tantos golpes que no puede gritar; por unos segundos, el filo de una navaja cruza por su mirada
antes de caer de la mano torpe de Armando.
―¡Voy a matarte golfa! ―amenaza
constante.
Yace indefensa en un rincón entre la
pared y el closet de la habitación, él está hincado sobre sus hombros logrando
someterla, le enreda un cordón de la cortina en el cuello, ella libera su mano
derecha y la desliza entre la cuerda y su tráquea, las pupilas dilatadas del
agresor lo acusan alienado. Dalia está necesitando un milagro, cierra los ojos
y comienza a rezar dejando escapar un débil lamento; tiene el rostro
amoratado, hinchado y deforme por tantos
puñetazos, sus párpados son ahora pequeñas rendijas que acaban de cerrarse, su
mano aferrada al yugo que ciñe su garganta, ya no se opone a la ira que la
estrangula. No lucha más y se queda inmóvil; Armando la mira al rostro y
comienza a marearse al darse cuenta de lo que ha hecho, aterrado suelta las
cintas como si le quemaran las manos; su cuerpo se sacude sollozando
nerviosamente:
―¡Dios mío! ¡Está muerta! ―chilla mientras sus ojos se humedecen.
Se incorpora con dificultad,
tambalea y se va trastabillando hasta el cuarto de baño, la náusea le enarca el
cuerpo con intermitencia y comienza a vomitar violentamente, suda copiosamente,
cuando logra controlarse está agotado, las piernas no le responden se está
yendo de bruces, intenta extender las
manos para cubrir su rostro que está próximo a incrustarse con el riel metálico
del cancel de la ducha, pero no puede reaccionar, en micras de segundo el peso
de su cabeza multiplicado por la velocidad de la caída impacta con un golpe
seco ligado al crujido de sus huesos frontal, nasal y mandíbula inferior;
apenas y percibe el cosquilleo de hilillos de sangre escurriendo lento por su
boca y sus oídos, una hemorragia
intraocular tiñe de carmín sus últimas imágenes.
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