José Luis Aragón
A pesar de estar amenazado de muerte, Mario solo pensaba en
conocer a su hijo. Justificaba sus acciones con la idea de darle un mejor
futuro, y sentía que los riesgos valían la pena. Comprobó que su reloj marcaba
exactamente las 23h03m, sacudió su cabeza y se obligó a concentrarse en el plan
para la noche. Volvió su mirada hacia la parte de atrás. Las tres cajas
plateadas, en el fondo de la furgoneta sin ventanas traseras, estaban colocadas
en el orden en que serían utilizadas. Tenían distintos tamaños y proporciones,
siendo la tercera la más grande. Se fijó en Diego, dulce y apacible a pesar de
la tensión del momento, con una mano posada en la tercera caja. Pedro no dejaba
de ver fijamente la vía, con una mano en el volante y otra en un crucifijo de
madera gastada que colgaba en su pecho.
El desplazamiento hasta el primer punto programado les tomaría
entre siete y nueve minutos, dependiendo de las condiciones del tráfico. Llegaron
a una explanada detrás de un centro comercial y Pedro guio el auto hacia un
rincón sin iluminación. Mario retiró la manga negra de su antebrazo y miró el
reloj: 23h12m. El plan se cumplía. Sin perder tiempo, Diego extrajo de la primera
caja una tableta negra, reforzada en sus esquinas por cauchos gruesos, y
encendió la pantalla pulsando un botón con un movimiento preciso. Se abrió la
puerta, colocó la primera caja fuera del auto, pasó dos dedos nuevamente sobre
la pantalla y tres drones pequeños silenciosamente se encendieron y elevaron en
pocos segundos. Cerró la caja, la colocó en su lugar y la furgoneta partió.
―Bien hecho Diego ―Mario no volteó a ver a Diego para felicitarlo.
Pedro giró la cabeza hacia la ventana sin disimular su disgusto.
― ¿Vas a seguir así toda la noche? ―dijo Mario en voz baja, sin
llegar a susurrar.
― ¿Por qué traes un retrasado para algo tan complicado? No lo
conoces. No podemos confiar en él ―respondió Pedro sin importarle que Diego lo
escuchara.
―No podíamos tener todo listo sin él y tiene que ser hoy. No habrá
otro 30 de junio 2015.
En pocos minutos llegarían al siguiente punto programado, a poca
distancia de la Agencia Nacional de Inteligencia, ANI. El sector se encontraba
en el límite de la ciudad, por lo que la ANI tenía zonas boscosas frente a ella
y varios edificios a los costados, algunos todavía no acabados. El edificio
principal estaba rodeado de jardines vigilados por guardias fuertemente armados
a pie y en motocicletas, con alambrados electrificados y cámaras giratorias
colocadas en altos postes negros de metal. En la parte frontal un camión
antimotines apuntaba hacia la calle sus cañones. En cada esquina se ubicaba una
garita, y en cada una se encontraba un guardia que iluminaba aleatoriamente con
un reflector el espacio interior y exterior del recinto.
Las seguridades eran extremas, por lo que deberían ser muy
precisos a partir de ese momento. Habían ensayado y revisado el plan hasta la
extenuación, pero en varias ocasiones Diego había obviado o equivocado algún
detalle que comprometía el éxito de la operación. Aparentemente se colgaba y no
lograba regresar de su encierro mental con suficiente rapidez. Pedro gritaba
los errores a Diego cada vez, desviando luego su cólera hacia Mario por haberlo
llamado. Sin embargo, a criterio de Mario, su conocimiento en temas de
seguridad y tecnología lo hacía indispensable. Y, a pesar de todo, Pedro
confiaba en Mario.
Pedro miró por primera vez su reloj: las 23h17m. Los relojes
habían sido provistos por Diego y estaban perfectamente sincronizados. También
había adquirido la tableta que cargaba, donde no dejaba de ver los drones que volaban
a poca distancia del auto. Se sentía orgulloso de ellos, por ser tan rápidos a
pesar de su reducido tamaño.
— ¿Tienes la confirmación de que el código está funcionando?
—preguntó Mario.
—Sí, tengo la confirmación de Ramiro—dijo Pedro.
Mario notó que Pedro no soltaba su crucifijo, regalo de su tío
militar, muerto en alguna guerra. En realidad casi no lo conoció, y de lo que sabía
no era buena persona. Pero era el único recuerdo familiar que le quedaba. Siempre
pensaba que era todo lo que necesitaba como familia, de hecho le recordaba que
era libre y no tenía obligaciones.
Mario era lo más parecido a una familia para él. Se conocieron veinte
años antes, todavía muy jóvenes. Pedro había escondido muy mal un juego
electrónico en su camisa, siendo alertado por Mario y juntos salieron de aquel
almacén. Trabajaron como equipo después de eso por quince años, hasta que Mario
fue apresado durante un robo a un depósito de computadoras, mientras que Pedro
logró escapar. Esta era su primera operación conjunta en mucho tiempo, después
de varios rechazos de Mario.
Pedro realizó un quiebre brusco, esquivando un bache en la vía.
Diego, que tenía ambas manos ocupadas, cayó junto con la tableta al piso. Con
parsimonia, se recuperó y la levantó.
―Uno de los drones chocó con un poste, ya no sirve ―dijo Diego
mirando la pantalla, sin ninguna entonación especial.
― ¡Maldito seas! ¿Para qué sirven los juguetes caros si no los
sabes usar? ¡No podemos depender de él! ―gritó Pedro girando hacia su ventana.
―Ya tranquilízate, no fue su culpa y podemos seguir con dos drones
―Mario esta vez asentó su voz—. Me preocupa menos él que tú y tu amigo.
Mario se refería a Ramiro Íñiguez, un viejo amigo de barrio de Pedro
que trabajaba en la Agencia. Se habían puesto en contacto y hablaron sobre una
falla mínima en la seguridad de la información de la ANI. De acuerdo con varios
planos de los circuitos de comunicación, una conexión pasaba junto al sótano
del edificio de oficinas contiguo. Este edificio, aunque se consideraba de
“protección anexa” por estar junto a la ANI, no llegaba a tener las seguridades
del edificio principal y se podría acceder a él desde el siguiente edificio,
todavía en construcción. Si bien los mensajes de la conexión estarían
encriptados, los retazos que se lograran descifrar tendrían mucho valor, si se
los vendía a la gente apropiada. Para otros quedaba la tarea de detective,
uniendo pistas sueltas por aquí y por allá. El plan era poner el transmisor y
nada más, aunque Mario sabía que los sistemas de seguridad informática podían
detectar una intromisión de este tipo de inmediato.
Mario y Pedro se reunieron con Ramiro Íñiguez y planearon toda la
operación en tres días. Había algo en Ramiro que intranquilizaba a Mario, pero decidió
su participación en la operación pensando en la paga al final. Después de su
tiempo preso no conseguía ningún trabajo decente, siendo un mal pagado guardia
de seguridad en los peores horarios y lugares. No dejaba de pensar que tenía un
hijo que nunca se atrevió a conocer después de salir de la cárcel, aunque lo había
seguido en numerosas ocasiones. Pensaba que luego de esta operación podría
llegar con algo más que una disculpa y compensaría el tiempo perdido de padre e
hijo. Y si aliarse con tipos como Ramiro era lo que se requería, lo haría.
—Les va a salir caro —solía decir Ramiro con un dejo sarcástico
mientras intercambiaban ideas.
Su única condición fue que no participaría el día de la operación.
En cambio, se le encomendaron tareas imprescindibles que solo él podría cumplir,
como disimular un acceso al cableado a través de la pared, lo que según él
demoró varias noches. También compartió información sobre las múltiples seguridades
del edificio de oficinas. Viéndose excedido por las posibilidades de activar
las alarmas de la ANI, Mario contactó a Diego, sin que Ramiro lo supiera. Diego
era un nerd con algún problema de autismo, reconocido en los foros de internet
que hablan sobre últimas tecnologías, que solo pensaba en utilizar los juguetes
que pusieron a su disposición.
Un mes antes Ramiro introdujo un bloque de código en los sistemas
de seguridad que se autodestruiría inmediatamente después de ejecutarse. El objetivo
era sencillo: obligar al sistema al llamado “error del segundo bisiesto”, el 30
de junio. Este error tuvo consecuencias graves en 2012, con el anterior segundo
bisiesto, cuando varios sistemas colapsaron por no entender la hora 23h59m60s
proveniente del horario internacional. La mayoría de sistemas crearon parches
para evitar el error. El código de Ramiro anulaba el parche de la ANI, haciendo
inminente la caída de las seguridades a media noche.
―Llegamos. Las comunicaciones se codificarán de ahora en adelante.
Diego será el ángel de la guarda —dijo Mario.
Mario
y Pedro abrieron la segunda caja cuando llegaron a la azotea del edificio
contiguo al edificio de oficinas, todavía en construcción. Pedro y Mario no
hubieran elegido la opción de saltar desde un edificio a otro, ellos hubieran preferido
la oscuridad y su pericia para ingresar por vías más convencionales, como una
entrada trasera, luego ejecutar y escapar. Sin duda este era un trabajo sin
precedentes para ambos, tanto por las seguridades que enfrentarían, como por el
objetivo que perseguían y por la carga de tecnología que debían usar y sufrir.
Sus contratantes, que a Mario le parecieron rusos por el acento, nunca dieron
la cara, sino que demostraron su interés mediante un maletín lleno de billetes.
Entre los billetes habían dejado fotos de Pedro y Mario en sus casas, en sus
trabajos, donde comían. Y sobre todo, dejaron varias fotos del hijo de Mario.
—Queremos
que se encarguen del trabajo. Si no tienen éxito, mueren. Si no aceptan,
mueren.
No
demoraron en aceptar, después de evaluar sus opciones.
Había
restos de materiales regados y colgados en columnas sin enlucir que estorbaban
el paso. De la caja extrajeron un lanzador de aire. Mario lo apuntó y un gancho
metálico salió disparado hacia el alambrado del edificio de oficinas, aterrizando
en una torre de metal y quedando firmemente asido. Pedro aseguró el otro
extremo de la cuerda sintética a una columna y la tensó mediante un sistema de
palancas.
―A
lo que vinimos ―dijo Mario.
Sacó
de la caja una funda de tela que colocó como mochila, en su espalda. Encendió
su comunicador en el oído derecho y se paró en la cornisa. Aseguró un mosquetón
a la cuerda y comprobó la firmeza de su arnés. Inclinaba ya su peso hacia el
vacío cuando sintió un jalón hacia atrás.
―Algo
no está bien Mario. Veo movimiento en los pisos intermedios. Se encendieron todas
las luces de los jardines.
Mario
habló por su comunicador.
― ¿Colega
qué sucede? —esperó tres segundos hasta obtener una respuesta.
―Uno
de los drones se estrelló contra las ventanas y ya anulé su memoria —respondió
Diego, que demoró hasta recordar que él era “Colega”.
—Contesta
inmediatamente Colega —dijo Mario antes de cortar la comunicación.
Pedro
empezó a maldecir en voz baja pero gesticulando con fuerza. La precisión en
esta operación era crucial, no opcional. Los drones debían supervisar, desde
diferentes ángulos, el movimiento del área circundante, ante cualquier indicio
de activación de los protocolos de seguridad del edificio o de los sistemas de
seguridad de la ANI. Pero por culpa de Diego uno de los drones había encendido
los sistemas, antes de cualquier intento de ingreso.
―Vámonos,
nos descubrirán si nos quedamos más tiempo ―balbuceó Pedro guardando lo que
podía en la caja.
―No
podemos Compañero, la operación ya está en marcha. Nuestros jefes no estarán
contentos —dijo Mario, que pensó en su hijo y sin perder tiempo se lanzó al
vacío.
―Maldito
imbécil ―balbuceó Pedro. Agarró su crucifijo y miró a Mario que entraba ya al
edificio.
Pedro
recordó lo mucho que deseaba regresar por su amigo, el día que lo apresaron en
aquel depósito de computadoras. Huyó porque lo perseguían, pero cuando se
sintió seguro ya estaba muy lejos para volver. Tuvo remordimientos por un
tiempo, pero estos se transformaron en autoafirmación de que no había tenido
opción, de que había hecho lo correcto. De nada hubiera servido que ambos
pasaran tiempo encerrados. Se vio solo en aquella azotea, y sintió inminente el
fracaso de la operación. Y si fracasar significaba ser asesinado ¿valía la pena
quedarse?
— ¿Compañero,
molestias en la vía? — preguntó Mario por el intercomunicador, esperando
escuchar a Pedro.
—Sin
molestias Amigo —respondió Diego.
Mario
insistió una vez más con la pregunta pero Pedro no contestó.
Comprobó
la hora, las 23h40m. El movimiento había disminuido en los pisos intermedios
pero se mantenía en los jardines. Mario, siguiendo el plan, evitó los
corredores y descendió por el ducto de la basura, a esa hora sin actividad ni
vigilancia, hasta el sótano. Miró alrededor suyo, abrió la puerta del sótano y
entró. Desde ese momento su suerte dependía de otros.
Diego
miraba el video del último dron en su tableta y pudo encontrar guardias
moviéndose solo cerca a la entrada principal. Pensaba que sus compañeros
estarían haciendo la parte que les correspondía, y seguir un plan le
tranquilizaba. Por otro lado, participar en la operación le permitiría disparar
un misil y destruir parte de un edificio y esto le llenaba de expectativa.
Siempre había tenido curiosidad sobre cómo las armas causaban daño, en las
cosas y en la gente. Su actual alianza le permitiría ver por él mismo.
Colocó
el contenido de la tercera caja junto a la puerta trasera de la furgoneta. Se
demoró unos minutos en preparar los equipos. Un cañón sobresalió de la
furgoneta, dándole la apariencia de un extraño tanque. Pulsó un par de botones
y la pantalla de la tableta cambió a la imagen del edificio de oficinas con un
objetivo en el centro. Movió y ajustó el objetivo hasta que estuvo conforme. Pulsó
otro botón en la parte inferior de la pantalla y el video del dron volvió. Dejó
la tableta en el piso, estiró lentamente sus piernas, sus brazos, movió en
círculos su cabeza. Miró su reloj, las 23h55m34s. Empezó a imaginarse cómo
explotaría un humano alcanzado por un misil.
Mario
había activado sus lentes de visión nocturna y vio al final del sótano una
marca luminosa preparada para que él la encuentre. Caminó en esa dirección
entre los anaqueles llenos de carpetas de varios años, evitando las cajas
arrumadas. Cambió la funda negra de su espalda a su pecho y dejó la tapa
abierta. Notó un movimiento en un rincón, se detuvo y empezó a escuchar. Una
fracción de segundo después tuvo que quitarse los lentes ante la abundante luz
que llenó la habitación.
—Amigo,
ese eres tú, ¿cierto? —un enorme cincuentón en uniforme militar, con la
insignia de capitán en su pecho, caminó hacia él. Su piel y contextura evidenciaba
una vida de pruebas físicas extremas. Ramiro Íñiguez estaba a su lado. Un grupo
de al menos diez enormes soldados pesadamente equipados apareció y cerró todas
las salidas.
—Ramiro,
no puedo decir que me sorprende —dijo Mario. Ramiro no contestó, solo
moviéndose en su sitio con incomodidad.
—No lo
culpes, él estuvo esperando tu acercamiento, y no podía sino seguir nuestras
instrucciones. Conocimos todos sus planes, escuchamos sus conversaciones,
estuvimos con ustedes en cada uno de sus movimientos. Fue divertido en
realidad, preparar todo para recibirlos. Y por cierto, no habrá error en los
sistemas hoy, y nunca hubo ningún código. De todas formas la conexión que
buscabas fue deshabilitada. Creo que solo puedes ponerte de rodillas con tus
manos atrás de la cabeza.
—No
pensabas que iba a ser tan fácil, ¿cierto Amigo? —Ramiro se había envalentonado
después de las palabras del militar.
—Faltan
treinta segundos para la media noche. En realidad tu plan tenía muchas fallas,
si te pones a analizarlo —completó el cincuentón, con expresión de boxeador
acorralando a su contrincante.
—Tal
vez la lección de hoy es que siempre hay un pez más grande —dijo Mario con
tranquilidad—. Va a ser una noche larga.
—Vas
a tener algunos años para reflexionar sobre tus palabras —el militar empezó a
avanzar hacia Mario antes de acabar la frase, con Ramiro a su lado.
Eran
las 23h59m50s. Mario puso una rodilla en el piso, levantó las manos mostrando a
todos que en ellas no había nada, y las llevó a la nuca. Dos militares se le
acercaban después de una orden del capitán. Mario bajó las manos y tomó la
funda con fuerza, quedándose inmóvil. Por un instante su tranquilidad se
transformó en pánico, y de pronto las luces se apagaron por completo. Diego
había cortado la energía eléctrica para todo el edificio.
— ¡Permanezcan
en sus sitios, y enciendan sus visores nocturnos! —gritó el capitán.
De inmediato obedecieron y encendieron sus dispositivos,
alcanzando a ver que Mario había sacado dos objetos de la funda: con una mano
se estaba colocando una máscara que cubría todo su cráneo y con la otra lanzaba
una esfera luminosa contra el piso. Inmediatamente la esfera se abrió y, simultáneamente,
emanó una intensa luz amarilla que encegueció a todos al instante, dejó escapar
varias esferas más pequeñas que rodaron soltando un gas hiriente por todo el
sótano, y proyectó un fuerte y estridente sonido. El caos fue inmediato para
todos los presentes, excepto para Mario que seguía encogido en su sitio,
protegido por su máscara. Una puerta que nadie pareció notar se abrió con
violencia, empujando a todos quienes se encontraban cerca y Pedro apareció; tomó
a Mario por el brazo y salieron del sótano. Subieron y ya estaban dejando el
vestíbulo cuando volaron por una explosión que hizo desaparecer la esquina del
edificio.
Diego
había disparado y miraba en la pantalla la esquina del edificio que se había
esfumado. En la parte superior de la tableta se leía “Objetivo alcanzado con
éxito”. Acercó la imagen y trató de ver si algo se movía entre los escombros,
con curiosidad. Sonrió mientras las puertas de la furgoneta se cerraban. Se
bajó y caminó hacia el edificio, concentrado en la tableta.
El
capitán se recuperaba de la segunda explosión mientras intentaba comprender lo
que había sucedido. Recordaba, todavía aturdido, que había agarrado su radio
con la intención de dar aviso de la fuga de Mario, pero la explosión por el disparo
de Diego lo tumbó sobre el suelo de nuevo. Se sacudió y corrió hacia el piso
superior.
— ¡Atención
a todos los escuadrones disponibles, están escapando por la esquina noroeste!
¡Todo el personal de seguridad no esencial que se encuentre en el área debe
presentarse de inmediato! —gritó el capitán al radio.
Diego
y Pedro se habían reincorporado con dificultad.
—
¡Diego casi nos mata! —gritó Mario a Pedro que se limitó a mirarlo a los ojos. Mario
imaginó su muerte y cómo su hijo jamás hubiese conocido a su padre ni sabido que
lo amaba, que estaba dispuesto a hacer lo que sea por su bienestar, cualquier
cosa para que no siga sus pasos. Nunca sabría nada de él. Sin darse cuenta
tenía los ojos rojos y lagrimeando.
Pedro
imaginó que las lágrimas se debían al gas hiriente. Sacudió a Mario, lo levantó
y salieron de la sala.
El
disparo del misil debía alejar la atención de las fuerzas de seguridad de Pedro
y Mario, en cambio fue dirigido hacia ellos. Diego no había seguido el plan. Mario
trataba de entender pero no dejaba de moverse, dirigido por Pedro. Encontraron una
bodega, se metieron con dificultad en un conducto que encontraron y aparecieron
en las cloacas. Avanzaron con precaución extrema porque las salidas, incluida esta,
debían estar resguardadas. Aunque no lo sabían, no encontraron guardias porque
todos habían acudido al llamado del capitán. Al cabo de diez minutos subieron
unas escaleras oxidadas, removieron una pesada tapa y salieron. Empezaron a
caminar paralelamente a un camino lastrado.
—Gracias
por no huir —dijo Mario.
—No
te abandoné hoy, tampoco en el depósito —respondió Pedro.
El
capitán se encontraba en los escombros dando instrucciones. Un soldado llegó
casi sin aliento, saludó y entregó su mensaje sin esperar que se le diera
permiso para hablar.
—Recibimos
una comunicación desde el edificio de la ANI, se produjo una intrusión hacia
las bóvedas de servidores, y se llevaron varios contenedores de discos. El
ataque fue preciso Capitán, sabían lo que querían.
—Y
el personal de seguridad está acá… —el capitán frunció sus cejas, dándose
cuenta de que había sido engañado—. Encuentren esos servidores, y olvídense de
este edificio. ¡Vamos!
Pedro
y Mario se habían alejado de la ANI, caminaron entre la maleza en la oscuridad
por diez minutos, cuando la furgoneta llegó a poca velocidad y sin luces. Se
escondieron lo mejor que pudieron esperando que esta pase, sin embargo se
detuvo justo a su lado.
—Fui
a recoger el dron que chocó con la ventana —dijo Diego. Mario empuñó una daga
que cargaba como única protección, mirándolo fijamente.
— ¿Cómo
nos encontraste? —preguntó Pedro con severidad.
—Con
los localizadores de sus relojes.
Pedro
y Mario se miraron con expresión de sorpresa y confusión. Sin decir más,
rápidamente quitaron de la furgoneta la calcomanía negra que la cubría, dejando
al descubierto ventanas y una pintura blanca con adornos verdes, dándole a una
apariencia de vehículo familiar. Diego encendió el motor y se marcharon.
Mario
recibió un mensaje en su celular, que leyó en voz alta.
—Trabajo
completo. Pago en sitio acordado. Gracias.
—
¿Son los jefes? ¿Entonces nunca sabremos quiénes son? —preguntó Pedro, recostado
en el suelo de la furgoneta.
—Solo
sabemos que vamos a ser muy bien recompensados y que tenemos que desaparecer. Ese
fue siempre el plan —respondió Mario, demorándose en continuar—. Creo que Ramiro
no se dará cuenta todavía de que él fue un títere, como nosotros, pero nuestros
jefes eran el pez más grande. —Otra vez se demoró en continuar. Miró a Diego y
subió la voz— debías disparar el misil al sexto piso, casi nos matas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario