Dennis Armas
1
Eran las once de la noche y mi novia Lisset y yo caminábamos por un pasaje
oscuro y silencioso. No recordaba como fuimos a parar ahí. Habíamos ido al cine
y después a comer. La comida incluyó un par de piscos sours, y aunque yo me
había bebido unos tragos de más, como es mi costumbre, me sentía suficientemente
sobrio. Pero al ir los dos conversando distraídos, en algún momento nos fuimos
a meter por una callecita, que a su vez nos derivó en otra y luego en un camino
largo y angosto que sólo estaba iluminado por un poste de alumbrado público.
Recién cuando estuvimos en medio de ese pasaje nos invadió súbitamente una
sensación de inseguridad y nos callamos, poniéndonos instintivamente alerta. A
ambos lados del callejón se cernían edificios de tres a cuatro pisos, todos con
las luces apagadas y en silencio absoluto. No se escuchaban voces de niños, ni
de adultos, ni televisores encendidos, ni nada; era como si estuviesen abandonados
o todos hubiesen ido a dormir. El camino era tan largo y estrecho que los
edificios que lo flanqueaban parecían más altos, dándonos la sensación de estar
caminado por un túnel.
Ya faltaban cincuenta metros para desembocar en una calle igual de
solitaria, pero al menos más ancha, cuando de pronto dos jóvenes con mala pinta
doblaron la esquina, entraron en el pasaje por donde nosotros íbamos a salir y
empezaron a caminar a nuestro encuentro.
Sentí que mi novia volteó a mirarme, pero yo mantuve la vista al frente
aunque tratando de no hacer contacto visual con esos individuos. Tengo que
admitir que estaba un poco asustado. Los dos vestían jeans holgados y sucias
poleras con capucha. Caminaban hacia nosotros sin decir nada, como si uno ya
supiera lo que el otro tuviera que hacer. Por un instante mi mirada se cruzó
con la de uno de ellos, sus ojos decían: el
mundo me importa un carajo. Uno de los jóvenes tenía las manos en los
bolsillos y yo ya podía imaginar que sacaría una pistola y nos apuntaría.
Ni hablar —pensé yo— que suceda lo que tenga que suceder.
Nuestro momento de ansiedad llegó a su pico cuando los cuatro nos
encontramos a menos de un metro. En ese instante mi novia, los dos supuestos
ladrones y yo nos cruzamos, maniobrando para poder pasar todos por el estrecho
callejón. Ellos siguieron su camino y nosotros el nuestro.
Volteé fugazmente y los vi alejarse sin mostrar ningún interés ni en mi
novia ni en mí. Me sentí inmensamente aliviado y seguimos adelante.
Me volví por segunda vez y los vi desaparecer por el otro extremo del
callejón, confirmando que nunca habían sido una amenaza para nosotros. En ese
instante Lisset me dio fuerte un jalón del brazo. Volteé enseguida, y para
sorpresa mía, pude ver que frente a nosotros había un sujeto delgado y feo
apuntándonos con una pistola.
Me quedé perplejo ¿En qué momento
apareció este tipo? No atiné a decir nada, sólo me quedé mirando el cañón
del arma mientras mi novia me apretaba el brazo jalándomelo hacia atrás, pero
correr no era una opción.
El delincuente debía tener unos veintitrés años, trigueño, de nariz
aguileña aplastada y vestido como se esperaría que alguien de su calaña lo
estuviera. Pero había algo en su rostro que me llamaba la atención: era la cara
más fea que vi en mi vida. Tenía la boca entreabierta, como si le colgase la mandíbula,
lo que dejaba ver algunos de sus dientes grandes y amarillos; su labio inferior
era considerablemente más grande que el superior y la puntita de su lengua se
asomaba por su boca; traía los ojos entrecerrados, como si se estuviese
muriendo de sueño; sus orejas eran enormes y orientadas hacia adelante. En
pocas palabras: tenía una horrible cara de tarado.
Tu madre debe haber salido huyendo después de haberte
parido —pensé yo.
—¡Puta madre! ¡Perdiste compadre! ¡Perdiste! —exclamó el ladrón con voz
gangosa, como si estuviera resfriado en pleno verano.
—Tranquilo amigo, tranquilo —le dije mostrándole las palmas de las manos.
—¡No, no, no, no! —respondió el delincuente agitando el arma— Tú ya eres
mío. En este momento los dos son míos. Puedo hacer lo que se me dé la gana con
ustedes. Es mi derecho.
Sentía que Lisset me apretaba más el brazo hasta hacérmelo doler.
—Mira amigo, te doy la plata… —le empecé a decir al ratero.
Sentía que Lisset me apretaba más el brazo hasta hacérmelo doler.
—Mira amigo, te doy la plata… —le empecé a decir al ratero.
¡Pero qué feo era este tipo! Por un segundo cerró la boca y pude notar que
tenía la mandíbula ligeramente proyectada hacia adelante. Además era algo
jorobado.
—¡Claro que me vas a dar tu plata! ¡Tu plata ya es mía! —me dijo con una
voz casi ininteligible.
Introduje la mano en el bolsillo delantero del pantalón y saqué mi
billetera. Apenas el ladrón la vio me la arranchó y quiso guardarla en su
propio bolsillo, pero las mangas de su polera eran más largas que sus brazos y
le entorpecían los dedos, eso hizo que la billetera se le cayera.
—¡Puta madre! Encima de irresponsable no sabes pasar las cosas —me dijo
agachándose a recoger lo robado.
Ese comentario me pareció extraño y fuera de lugar. ¿Me había llamado
irresponsable? ¿El ladrón me estaba criticando?
—¿Por qué dices que soy irresponsable? —le pregunte.
Mi novia me dio un fuerte tirón del brazo como diciendo no empeores la situación. Pero yo la
ignoré.
—¿Cómo que por qué eres irresponsable, huevón? —me contestó el ladrón
tratando de meterse la billetera en el bolsillo trasero del pantalón, pero se
le cayó de nuevo a la acera.
Si no tuviera un arma apuntándome sería una escena casi cómica.
—¡Mierda! —dijo el malviviente.
Pensando yo en mis documentos y tarjetas de crédito reuní el valor para
decirle:
—¿Tú quieres la plata o la billetera?
—¡La plata pues huevón! —me respondió con una voz que hizo que me den ganas
de remedarlo, pero él tenía una pistola.
—Bueno amigo —le dije— entonces hacemos una cosa: dame la billetera y yo te
doy la plata.
El asno armado se quedó pensando en mi propuesta.
Ahorita le sale humo por las orejas —pensé.
Tal pensamiento hizo que casi se me escape una sonrisa. Felizmente pude
contener mis labios a tiempo. El ladrón podría creer que me estaba burlando de
él y disparar en venganza.
—Mira —le dije— me das la billetera, yo saco el dinero y te lo doy, así de
fácil.
¡Vaya!, parece que ya
entendió, hubieras dejado que le dé un derrame cerebral —me habló mi vocecita interna y casi me hace reír de
nuevo, pero una vez más me contuve.
—¡¿Estás huevón?! —me dijo el forajido guardándose la pistola en el cinto.
Con la mano derecha ahora libre sacó él mismo la plata y la se la guardó
contento, revisó por si quedaba algo de dinero, pero al no encontrar nada más
que le interesara me lanzó la billetera a la cara con desprecio.
Me agaché lentamente y la recogí.
Por suerte había tenido ciento veinte soles en efectivo. Sentí algo de
alivio al tener otra vez mis documentos, tarjetas de débito y crédito, pero no
olvidaba que aun estábamos en peligro.
—Al menos tenías plata —me dijo sacando su pistola nuevamente— pero sigues
siendo un irresponsable.
¡Carajo! Era la segunda vez que me llamaba así. Ahora no sólo era la
curiosidad, sino también la cólera lo que me impulsó a preguntar:
—¿Por qué dices que soy irresponsable?
Mi novia dio un hondo respiro, como esperando lo peor. Casi le podía leer
la mente diciendo: ¡Hombres!
—¡Claro que eres un irresponsable, huevón! ¿Acaso no sabes que la
delincuencia ha aumentado un montón?
Ahora el que puso cara de cojudo fui yo. Me quedé con la boca abierta.
—¿Acaso no ves noticias? ¿Sabes que la delincuencia ha aumentado, o no? —me
preguntó el ladrón.
—Sí, lo sé, lo sé, la tengo frente a mí —le respondí asintiendo
exageradamente.
—¿Y cómo se te ocurre pasar por este callejón a estas horas? ¿No sabes que
te pueden robar? ¡Y encima traes a tu hembrita! ¿Quieres que la violen acaso?
Mi novia se refugió detrás de mí. Se me pasó por la cabeza que todo esto
podría ser parte de un programa de televisión, de esos tan estúpidos que le
gusta a la mayoría de la gente. Pero pensándolo bien, de ser esto un programa
de televisión, sería ya demasiado estúpido. Si este malviviente fuese un actor,
¿qué harían los productores si yo estuviese armado y le descerrajara un tiro en
defensa propia? ¿Se harían responsables los dirigentes del programa? ¿O el
dueño del canal? La vida humana del actor les importaría una cagada de mosca,
pero los juicios, demandas, abogados… todo eso cuesta dinero. ¿Valía la pena el riesgo de implementar un
programa así? Costo-Beneficio. ¿Valdría la pena? No, para nada. Esto,
desgraciadamente era real.
—Pero tú eres el que me estás robando —le dije al delincuente.
Mi novia, desesperada intervino.
—Ya tienes lo que quieres, déjanos ir por favor.
—¡Calle puta! ¡Las mujeres no hablan!
Ese insulto a mi chica me revolvió el hígado. Tenía ganas de lanzarme sobre
él y dejarlo más feo de lo que ya era. Deseaba tenerlo en el suelo y molerlo a
golpes, pero afortunadamente no soy un hombre impulsivo. No sólo debía pensar
en mi propia vida, sino también en la de ella. Aunque si me lanzase contra él
existía la posibilidad de que el burro con polera se terminase disparando a sí
mismo a pesar de estar del otro lado del cañón, pero no iba a correr riesgos.
Sólo le dije:
—Oye compadre, ya, ya, no te pases.
El ladrón miró a mi novia de pies a cabeza. Notó que traía un pantalón bien
ceñido. Luego se concentró en su blusa.
—¡Dame tu sostén! —le ordenó a ella.
—¡¿Qué?! —repliqué de inmediato.
—¡No te estoy hablando a ti! —dijo extendiendo el arma hacia mi cara— ¡quiero
que ella me dé su sostén!
Lo único que podía hacer yo era apretar los labios y odiarlo en silencio. Se
me ocurrió tomarlo del antebrazo y tratar de quitarle la pistola de algún modo,
pero al parecer mi novia notó mis intenciones.
—Está bien. Está bien —se apresuró a decir ella quitándose la blusa— Te lo
doy, te lo doy, no hay problema
Yo tuve que sostener la prenda para que ella se pudiese quitar el sostén.
Por unos segundos sus hermosos senos quedaron colgando al aire, lo que
estoy seguro fue un deleite para el malviviente. Le alargó el sostén y el
ladrón se lo arranchó de las manos. De inmediato le alcancé su blusa y ella
nerviosamente se la puso como pudo.
Yo estaba furioso. Este bravucón había convertido una bonita velada en una
pesadilla y todo parecía indicar que se saldría con la suya.
Mi furia e impotencia llegó a lo máximo cuando el criminal, sin dejar de
apuntarme, se llevó el sostén de mi novia a la cara y lo olió profundamente sin
quitarme los ojos de encima.
—¡Que rico huele, carajo! —exclamó antes de guardárselo en uno de los
bolsillos de su sucia polera—. ¡Ahora mujer, enséñame el culo!
Lisset y yo nos quedamos perplejos por unos segundos.
—¡Que me enseñes tu culo, mujer! —repitió el desgraciado.
Lisset me tomó del brazo y me susurró: “Calma, no hagas nada”. Enseguida se
desabotonó el pantalón y pude observar cómo los ojos del criminal seguían los
dedos de mi novia mientras ella se bajaba la bragueta para luego darse vuelta y
hacer descender su pantalón junto con la ropa interior. Sus nalgas pequeñas y
redondas quedaron expuestas.
—¡Ahora dóblate y ábrete las nalgas! —le ordenó el repulsivo malviviente.
Lisset obedeció emitiendo un sollozo. Cuando el criminal se sacó el pene,
por un momento pensé que la violaría analmente. Eso no lo iba a permitir.
Armado o no, yo ya me estaba preparando mentalmente para arrojármele encima,
pero el malviviente sólo se empezó a masturbar.
Terminó casi instantáneamente. Su mueca de satisfacción añadió rasgos
estúpidos a su cara horrorosa. Parecía un mongolito llegando al orgasmo. Después
guardó el miembro y me señaló con dedo acusador:
—¡Tú! ¡Me das asco! ¡Qué clase de hombre eres!
Según recordaba, esa mañana me había lavado las orejas. ¿Por qué entonces
escuchaba mal? ¿O no había escuchado mal? ¿Se supone que yo soy el malo aquí?
¿Eso es lo que me trata de decir?
—¡¿Que qué clase de hombre soy?! —repliqué.
Mi novia empezó a llorar silenciosamente mientras se subía el pantalón con
timidez.
—¡Mira, huevón! Ya hiciste llorar a tu hembrita —me culpó el criminal
—¿Qué yo la estoy haciendo llorar? —pregunté asombrado.
—¡Claro pues huevón! Mira a lo que la expones. Es muy de noche y la traes
por aquí. ¿Acaso no sabes que la delincuencia ha aumentado un montón? ¿Sabes la
hora que es?
—No uso reloj —le dije seriamente.
—¡Puta y encima no usas reloj! —hizo una pausa— pero seguro que tienes
celular. Dámelo.
Una vez más introduje la mano en mi bolsillo y extraje un celular viejo y
barato, cuando lo compré me costó sólo cincuenta soles. Se lo extendí al ladrón
quien me lo arranchó y de inmediato se puso a examinarlo. Yo quería aprovechar
ese momento de distracción y lanzarme sobre él, pero su dedo en el gatillo
definitivamente sería más rápido que mis piernas, así es que me contuve.
—¡Qué mierda es esta porquería! —dijo el criminal levantando la tapa mi
teléfono y percatándose que tenía el teclado gastado y la pantalla rayada.
Yo soy un hombre práctico. Nunca me interesó tener lo último en celulares,
iba a pasar un largo tiempo antes que me
comprase un Smartphone. Si mi precario y gastado teléfono funcionaba bien,
¿para qué más? Lo que sí me interesan son las armas, de todo tipo, por lo cual noté
que la pistola con la que el ladrón nos amenazaba era una Makarov rusa, de los
años cincuenta, que usaba un tipo de cartucho nada común; empecé a dudar que la
haya disparado muchas veces o que incluso estuviera cargada.
—¡Qué celular tan mierda! ¿En qué trabajas tú? —me inquirió el malviviente.
—Soy ingeniero de sistemas —le respondí.
—¿Ingeniero de sistemas? No sé qué mierda es eso, pero suena importarte. Tú
debes tener mucha plata, ¿y andas con esta basura? —dijo agitando mi teléfono.
—Pero me sirve, ¿para qué más?
—¡Idiota! —exclamó arrojando mi celular a un costado. Luego se dirigió a mi
novia— ¡Tú! ¡Dame tu celular!
El teléfono de Lisset sí era un Smartphone de lujo. El ladrón lo examinó
con una sonrisa en su repulsivo rostro.
—¿Tiene Internet? —preguntó.
Por qué preguntas eso, Cuasimodo, ¿tienen Wi-Fi en la
catedral de Notre Dame? —dijo la vocecita en
mi cabeza.
Esta vez me costó menos trabajo no sonreír, pero de todas formas sentí un
cosquilleo en el estómago.
—Sí, sí tiene —respondió ella con voz entrecortada.
Luego el criminal se dirigió a mí.
—Tienes suerte, carajo.
—¿Suerte de qué? —le respondí.
—De haberte encontrado conmigo.
Volví a quedarme boquiabierto.
—Otro ya te habría matado y a ella violado —prosiguió el delincuente— en
cambio yo no soy así, no soy un desgraciado, robo por necesidad, no como otros.
Si no quieres que te asalten, ¿para qué sales tan tarde? ¿Eh? Quién te manda a
meterte en mi territorio y todavía con tu hembrita. No debes quererla para nada.
Me di cuenta que no tenía sentido razonar con él.
—Sí… tienes razón —le dije bajando la mirada y apretando los puños.
Casi se me escapa: debería de haber
más hombres como tú, pero eso habría sonado muy sarcástico hasta para él,
por lo que me limité a seguirle la corriente.
Después de quitarle el dinero también a mi novia el ladrón, con aires de
estarnos haciendo un gran favor, nos permitió irnos.
—Ya váyanse nomás y no olviden lo que les he enseñado —nos dijo antes de
soltarnos.
Mientras nos íbamos nerviosos por donde habíamos venido me pareció que el
malviviente dijo algo como ¡Malagradecidos!
Lisset me apretó el brazo como diciendo ¡Aguántate
y sigue caminando!
2
Máximo Montoya Quispe se reunió con su compinche Arturo Huamaní en una
cantina de mala muerte de Surquillo.
Pidieron un par de cervezas. El cantinero, un hombre de al menos setenta
años con rostro adusto y escasos cabellos canos, se acercó con dos botellas en
la mano. Él los conocía. Sabía que ambos eran rateros, y siempre paraba la
oreja desde el mostrador para escucharlos jactarse de sus delitos. Pero quien
más le llamaba la atención era Máximo Montoya, al que apodó “Conchamán”, pues
era el único ladrón, según recordaba el viejo, que no sólo se sentía orgulloso
de sus robos, sino que además le echaba la culpa de tales a sus propias
víctimas. Lógicamente el cantinero jamás se atrevió a llamarlo directamente por
el apodo que le había puesto, pero comentaba que debía de ser el hijo de Magaly
Medida por culpar a sus víctimas de las cosas que él mismo les hacía.
En ese preciso momento Máximo Montoya, mientras se servía la cerveza derramándola
torpemente fuera del vaso, le contaba a su compinche cómo había asaltado la
noche anterior a un sujeto que iba junto
con su novia.
—El pata decía que era ingeniero de sistemas o algo de sistemas… —comentaba—
pero el huevón tenía un celular más misio que la patada, todo chiquito, viejo y
rayado estaba el teléfono.
—Y así decía que era ingeniero —replicó Arturo Huamaní con sorna.
—Y así decía que era ingeniero —repitió Máximo Montoya— pero su hembrita sí
tenía un celular ficho, ese sí me gustó, con conexión a internet y toda esa
vaina.
—Y le quitaste algo más a la hembrita —preguntó Arturo en tono lascivo.
—Claro pues compadre, le quité el sostén —respondió Máximo Montoya con
orgullo— o sea que le ordené que se lo quitara y me lo diera.
—¡Uuuy, qué rico! ¿Y para eso se tuvo que quitar lo de arriba?
—Claro pues huevonazo. Por un ratito se quedó con la tetas al aire, hasta
que su macho, el ingeniero —dijo
burlonamente— le pasó su blusa.
—¡Uy, qué rico! —volvió a decir su compinche— Qué rico se debe haber visto
con la tetas al aire, ¿y cómo eran?
—Medianas y terminaban en puntita.
—¡Iiissssss! ¿Y qué hizo su macho?
—Nada pues, qué iba a hacer, pero me dio la razón.
A Arturo casi se le sale la cerveza por la nariz.
—¿Te dio la razón? ¿A ti? —preguntó asombrado— ¿En qué?
—Yo le dije que todo eso era su culpa. ¡Y claro que era su culpa! Con lo que
ha crecido la delincuencia en el país cómo se atreve a meterse en callejones
oscuros y con su hembrita para colmo. ¡Ahí está pues! Uno cosecha lo que
siembra. Que no se queje.
Su amigo resopló sonriendo hacia un costado
—Cuando los dejé ir ni las gracias me dieron por la lección que les hice
aprender —continuó Máximo Montoya— pero no importa porque estuvo bueno el
“negocio”, saqué un celular ficho, ciento veinte soles del pata y el sostén de
su hembrita.
—¡Salud por eso! —dijo su compinche levantando el vaso.
Los dos vasos chocaron derramando cerveza sobre la mesa. Don Julio, el
cantinero, miró ese gesto con una breve mueca de desprecio, más porque él sería
quien tendría que limpiar que por el
motivo del brindis.
—Oe —empezó Arturo— siempre haces eso, ¿no?, cuando asaltas a una pareja o
a una chica siempre le quitas un prenda.
—¡Claro pues! Y todo gracias a la pistola que me vendió el coronel
Quintana; tuvo que vendérmela porque los policías en retiro ganan una
porquería, sino yo tendría que usar cuchillo nomás.
—Ah, sí… El coronel Quintana… Me había olvidado del nombre del policía que
te la vendió.
—Incluso él vive por acá cerca. Me la quería vender por doscientos soles,
pero al final me aceptó ciento veinte —dijo dándole un gran sorbo a su vaso.
—Oe, oe, ¿y alguna vez has dejado a una hembrita totalmente calata en plena
calle? —se apresuró a preguntar Arturo para evitar que la conversación se
desvíe del tema que más le interesaba.
—Una vez casi lo logro.
—¡Cuenta, cuenta!
Máximo Montoya llenó su vaso hasta el tope.
—Una noche me encontré con una hembrita vestida de forma indecente.
—¿De forma indecente? —preguntó Arturo frunciendo el ceño en desconcierto.
—Sí, ya sabes, estaba con una minifalda bien cortita, un polo sin mangas y
hasta se le veía un poco la barriga, ya sabes, una provocadora, una calienta
huevos.
Con esa cara de mono retrasado que tienes cualquier
hembrita es una calienta huevos para ti —pensó Arturo.
—Bueno, ¿y qué le hiciste a la “indecente”?
—Primero me la metí al callejón a punta de pistola —imitó con sus dedos la
forma de un arma.
—Siempre atracas en el mismo callejón, ¿no?
—No, no siempre.
—Claro, porque eso sería peligroso —dijo Arturo llenándose el vaso hasta
derramar un poco de cerveza en la mesa.
—¡Carajo! ¿Quieres que te cuente o no?
—Disculpa, cuenta, cuenta.
—Nada, simplemente le dije que se calateara.
—Y ella obedeció así nada más.
—No —exclamó Máximo Montoya vaciando el vaso en su garganta—, lo que hizo
fue rogarme que no la violara. Yo le dije que no la quería violar. Ella me miró
raro. Como le había dicho que se quitara toda la ropa ella imaginó que me la
quería violar, pero si me pongo a violarla en plena calle me pillan pues.
—¿Y qué pasó?
—Le dije la verdad, que iba vestida igual que una puta, que las mujeres no
deben salir a la calle sin su macho y menos vestidas así todas provocadoras. Qué
se habría creído la muy perra. Las mujeres se quedan en su casa, no salen solas.
Yo no sé cómo su papá le permite salir así.
—Ya, ya, ya, y qué pasó después.
—Le dije: “¿Te gusta que te vean media calata?, ¡Ahora te vas a regresar a
tu casa toda desnuda!”
—¿Y qué pasó?
—Que la chica se puso a suplicarme que no le hiciera daño, que no le
quitara la ropa… ya sabes, algunos obedecen de inmediato, pero también están
los que te suplican. Así que la dejé suplicar y llorar un rato. Me gusta que me
supliquen. Luego le dije que si no me daba toda su ropa le iba a meter un
balazo en la cabeza —dijo llenándose otra vez el vaso hasta el tope.
—¿Y qué pasó? ¿Qué pasó? –preguntó Arturo ansioso y emocionado.
—¿Qué le quedaba por hacer a la hembrita? Se empezó a calatear mientras
lloraba.
—¡Uuuy, que rico!
—Hasta que nos pilla una patrulla.
—¡Puta madre!
—Yo me fui corriendo con su polo en la mano, fue lo único que le pude
quitar. ¡Carajo! Estuve a punto de darle su merecido a esa puta.
—Pero también le ibas a robar, ¿no?, ¿o sólo ibas a hacer “justicia”?
—¡Carajo! —gritó Máximo Montoya parándose de la silla— ¡¿Te estás burlando
de mí?! —se llevó la mano al cinto donde presumiblemente traía la pistola cubierta
por el polo.
Don Julio, el cantinero, se los quedó observando atentamente, no quería
peleas en el antro que él llamaba su “bar”
—¡Tranquilo hermano! ¡Tranquilo! —trató de calmarlo su amigo— No te pongas
así, es una pregunta amistosa nada más, estamos conversando, tranquilo.
Máximo Montoya se tranquilizó y sentó de nuevo.
Su amigo se había llevado un buen susto y continuó con tono suave:
—Sólo quería saber si, aparte de dejarla calata, tú también le ibas a robar
su plata. ¿O sólo querías darle a esa puta lo que se merecía? Es todo lo que te
pregunto.
—Bueno, yo me iba a llevar toda su ropa para que ella se tenga que regresar
calata a su casa, a ver si eso le gustaba. Si en su ropa traía plata me la
agarraba como premio, pero sí, tienes razón, lo más importante para mí era
hacer justicia. Acaso no sabía esa hembrita que así no se deben de vestir las
mujeres. ¡Ya pues! Uno cosecha lo que siembra.
—Salud por eso —dijo Arturo levantando su vaso.
Una vez más los vasos volvieron a chocar fuertemente haciendo una
chanchería en la mesa. Don Julio sólo se limitó a bajar la vista y negar con la
cabeza.
Después de secar los vasos pidieron dos cervezas más. El cantinero se
acercó con dos botellas y un trapo para limpiar la mesa. Luego se fue sin decir
nada.
—Oe —empezó Arturo llenándose el vaso— tú y yo no nos hemos visto en casi
tres semanas. ¿No tienes otra historia para contarme?
Conchamán se acordó de una.
—Sí —dijo rascándose los piojos— pero esto lo hice antes de lo del
ingeniero y fue en un parque de Lince.
—No importa, cuenta nomás.
—No es mucho, solamente que me atraqué a un pata bastante joven que iba con
su hembrita. Les apunté con la pistola y les quité su plata, sus celulares y al
tipo le robé también su reloj, que no era ficho, pero me gustó.
—¿Y a la hembrita? —preguntó Arturo expectante.
—La mujer era mayor que él. Una pareja rara. Normalmente el hombre es el
mayor. Como la mujer estaba con falda le dije que me diera su calzón.
—¿Y lo hizo?
—¡La muy pendeja no quería dármelo! —replicó con tono indignado— me dijo
que con la plata era suficiente.
—¡Qué tal pendeja!
—El chiquillo estaba que se orinaba de miedo, pero ella tenía carácter y no
me quería dar su calzón. No sabía su lugar esa mujer. Para mí que eran amantes.
—¿Y qué hiciste?
—Le dije que si no me lo daba la mataba, y le apunte a la cara. Eso es un
poco arriesgado porque cuando estás es un parque no debes levantar la pistola,
te pueden ver, pero la cojuda no me quería dar lo que yo quería así es que no
tuve otra opción. Estaba muy molesto con ella porque mira nomás a lo que me
estaba exponiendo. Tuve que levantar la pistola. ¿Y si me veía un policía? Iba
a terminar preso por culpa de ella, ¡puta madre!, la cólera que me da cuando me
acuerdo.
—¿Pero te dio el calzón o no? —preguntó impacientemente su amigo.
—Sí, claro que me lo dio. Se lo tuvo que sacar ahí mismo. Era rosado y muy
chiquito. Se lo quité y me lo guardé. Ahí la dejé con frío en la chucha, a ver
si así aprende.
—¡Ja, ja, ja! Oye y ¿no te la “agarraste”?
—Ganas no me faltaban de llevármela detrás de un árbol y darle como a
perra, pero ¿qué me hacía con el chiquillo? Después el huevón paraba un
patrullero y yo me jodía.
—Pero a ti ya te han atrapado antes y no ha pasado nada.
—Pero no con pistola pues cuñado, además me chaparon por robar, no por
violar. Cuando te atrapan por robar, la policía se queda con la plata que has
robado y luego te suelta, pero si has violado a una hembra y encima con pistola,
eso ya es otra cosa.
—Si pues —comentó Arturo llevándose el vaso a la boca.
Los amigos siguieron bebiendo hasta casi la media noche.
Don Julio ya había bajado la puerta metálica enrrolladiza de la cantina,
sólo una pequeña abertura rectangular al medio seguía abierta para que los
últimos borrachos se fueran por ahí. Si el cantinero no cobrase inmediatamente
después de despachar la cerveza, posiblemente nadie le pagaría, especialmente
Máximo Montoya, quien ya debía bastante dinero en varias cantinas a las que se
atrevía a regresar pidiendo que le sigan fiando.
Los dos rateros, ambos ebrios, fueron los últimos en salir. Se despidieron
y se alejaron por rumbos opuestos. Máximo Montoya escondió su rostro debajo de
la capucha y se metió las manos en los bolsillos, dentro de uno de ellos
sujetaba la pistola. ¿Quién sabe?, tal vez haya algunos desprevenidos que aun
transiten por esas calles y que se merezcan ser robados por negligentes.
Avanzó y dobló por una esquina. No encontró a nadie. Siguió caminando hasta
detenerse a un lado de la Vía Expresa. Se quedó ahí parado frente a la
barandilla, mirando hacia abajo a los autos correr a gran velocidad. La vereda
era angosta, por lo que cualquiera que tuviese
pasar por ahí tendría que pedirle “permiso”, y él se lo daría, pero después de
haber despojado a la persona de todas sus pertenencias. Pero con la cabeza
cubierta por su capucha, las manos en los bolsillos de su sucia polera, los
shorts que usaba y sus pies sin medias enfundados en un par de zapatillas mugrientas,
era evidente que se trataba de un delincuente. Nadie iba a atreverse siquiera a
acercarse a unos pocos metros de él. Pero después de un rato de estar
observando a los autos pasar, y contra todo pronóstico, una voz grave de un
hombre mayor le dijo:
—¡Permiso!
El delincuente sonrió para sus adentros y sin mover la cabeza le dijo al
hombre:
—Ya perdiste viejo, ya perdiste.
—¡Ya perdió tu abuela! —rezongó el hombre.
Máximo Montoya se sorprendió por la inesperada respuesta y volteó de
inmediato para ver de quién se trataba, y se vio cara a cara con el coronel
Quintana, miembro retirado de la policía que hace poco más de un mes le había
vendido el arma.
—¡Coronel Quintana! —replicó asombrado— ¿qué hace usted por aquí?
—¡Ah, eres tú! —lo reconoció el coronel— ¡Yo vivo cerca! ¡¿Tú qué haces por
acá?
El hombre mayor se lo quedó mirando
con el ceño fruncido, pensando que el delincuente mostraría algo de respeto o
miedo, pero no fue así. Máximo Montoya se empezó a reír a carcajadas. Era una
risa asquerosa, estridente y estúpida, como la de un adolescente moqueando.
—¡¿De qué mierda te ríes, idiota?! —le vociferó el coronel sin el menor
temor y preparado para una confrontación.
El malviviente de inmediato sacó la pistola Makarov de su bolsillo y le
apuntó a su víctima.
Al lado de ellos, metros más abajo, circulaban los carros a toda velocidad
por la autopista iluminada, ajenos al asalto.
—¡Puta mare! —dijo el delincuente ahogando poco a poco sus risotadas— cómo
son las cosas. Usted me vendió esta pistola y ahora yo lo asalto con ella.
El coronel Quintana, un hombre de unos sesenta y siete años, canoso y trigueño,
abrió la boca sin dejar de fruncir el ceño.
—¡¿Qué has dicho, carajo?! ¡¿A mí me vas a robar?!
—¿Ya ve, coronel, lo que le pasa a usted por venderle armas a los delincuentes?
—dijo Máximo Montoya con burla— todo se paga en esta vida.
El ex policía reconoció de inmediato la pistola.
—¡Yo podré estar retirado, pero a mí me conocen! ¡Si no te largas ahora
mismo te pongo Orden de Captura! ¡Fuera de aquí!
El delincuente se lo quedó mirando con una media sonrisa que dejaba
entrever sus dientes grandes y chuecos. Finalmente escupió a un costado.
—No me joda coronel, ya pare de hablar estupideces y despacito nomás páseme
su pistola por la culata, y no intente ninguna pendejada.
—Así es que quieres mi pistola, ¡pues toma las balas primero!
El coronel sacó su revólver, pero no disparó, no fue necesario, pues una
serie de clics, clics, clics, le
revelaron que su agresor estaba jalando del gatillo, pero lo único que obtenía
eran los sonidos de una pistola descompuesta.
Máximo Montoya miraba con ojos angustiados a su arma fallar una y otra vez,
pero continuaba jalando el gatillo con creciente desesperación, mas sólo
obtenía clics, ningún disparo.
—Encima de feo eres idiota —le dijo el coronel— ¿hasta ahora no te has dado
cuenta que esa pistola no tiene percutor? ¡No funciona! Por eso te la vendí
¡Tarado!
El delincuente examinó su inútil pistola con cara de estúpido y luego miró
el cañón del revólver del coronel.
—¿Con esa pistola has estado asaltando a la gente? —le inquirió el ex
policía— ¿No te ha enseñado tu papá a no dejarte estafar?
—Bueno, bueno, coronel, lo perdono por haberme engañado, devuélvame mis
ciento veinte soles y quedamos a mano.
Al ex policía casi le explota el
hígado.
—¡¿Qué cosa?! ¡¿Y encima me vienes con eso?!
El coronel Quintana jaló el gatillo dos veces con todo el gusto del mundo.
—¡AAAGGHH! —gritó Máximo Montoya al sentir dos martillazos en el pecho;
cayó sobre sus rodillas con una mueca de dolor en la cara para finalmente
golpear el pavimento con la cabeza, luego se derrumbó de costado y terminó tendido
boca arriba en la vereda.
El coronel se acercó apresurado y le quitó la pistola. Se quedó mirando a
su víctima agonizante y le dijo:
—¿Ves, huevón? Uno cosecha lo que siembra.
Se dio media vuelta y se regresó por donde vino.
Máximo Montoya, mortalmente herido, quedó tirado en la calle mirando el
cielo nocturno. Usando sus últimas fuerzas elevó su dedo derecho hacia las
estrellas y dijo:
—Dios… Dios… todo esto es tu culpa.
Y se murió.
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Peruanismos:
Pata : Sujeto, tipo.
Germa : Novia, enamorada,
chica.
Calata : Desnuda.
Huevón : Estúpido, tarado.
Misio : Pobre.
Ficho : Exclusivo. De
Lujo.
Que la patada : Frase superlativa que va al final de un adjetivo (más pobre que la patada: muy pobre).
Que la patada : Frase superlativa que va al final de un adjetivo (más pobre que la patada: muy pobre).
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