Teresa Kohrs
Frente
al espejo del amplio baño, Miguel se observaba con la certeza de que esta era
la última vez que vería su rostro. El aroma a cloro que emanaba de las frías
paredes cubiertas con azulejos lo hacía sentirse mareado y aunado al reflejo de
las luces blancas distribuidas en el techo le daban a su piel un aspecto enfermizo.
Grandes ojos negros enmarcados por tupidas pestañas le devolvieron la mirada, y
esa cicatriz que le recorría el rostro se mostraba una vez más roja e irritada,
característica que no hacía más que reflejar sus propios sentimientos. Hace
años que Miguel se sentía así, irritado, y muy probablemente no sabía ya vivir
sin ese enojo. Llevó la punta de los dedos a la cicatriz y con ellos la
acarició desde la esquina del ojo izquierdo hasta la comisura de la boca. La
memoria de aquella noche, cinco años atrás apareció a lo lejos. Un pleito de
borrachos afuera del bar, una navaja afilada y una gran cantidad de sangre. Miguel
terminó en el hospital, y cuando el alcohol salió de sus venas y se dio cuenta
de lo cerca que estuvo de perder el ojo, el miedo a quedarse tuerto hizo que
todas esas actitudes y acciones que lo llevaban a situaciones peligrosas
comenzaran a disminuir hasta detenerse por completo. Suspirando parpadeó varias
veces hasta que el recuerdo se difuminó. No, Miguel no quería morir, pero un
sueño recurrente lo acechaba. En él aparecían sus padres, con ropas negras,
rostros serios pero desprovistos de emoción, frente a un montículo de tierra
húmeda recién removida sobre la que se encontraba una lápida gris con su
nombre, fecha de nacimiento y muerte, la cual era precisamente el mismo día en
el que estrenó su cicatriz. Tal pareciera que su vida terminó aquel día y cada
vez que abría los ojos por la mañana se levantaba con la sensación de estar
viviendo tiempo extra.
Agachándose
hacia el lavabo se talló la cara con agua y jabón, tomó la suave toalla de
algodón que siempre había en su baño y se secó la cara y el torso con ella. Al
levantarse, en el espejo se podía ver a un Miguel diferente, cambiado, que por primera
vez reflejaba una mirada profunda, un rostro firme, y a una persona capaz de
romper con su pasado y comenzar de nuevo. Con sus veintiún años recién
cumplidos, Miguel toma en ese momento la decisión de salir a la calle y
aprender a respirar por sí mismo.
—¿Dime Ana, qué estás
viendo? —pregunta suavemente la abuela durante una terapia de regresión a vidas pasadas. El aroma y el
humo del copal que se desprendían del sahumador hacían parecer que las nubes
estaban dentro de aquel cuartito de adobe y que la hermosa mujer con cara
angelical que se encontraba recostada sobre una sábana en el piso, rodeada de
flores y vestida de blanco, era una especie de hada.
—Otra vez esos ojos negros —le contesta la joven con una voz grave muy diferente a la suya.
—¿Es una vida
repetida o es una nueva? —pregunta la
abuela, haciendo a un lado su larga trenza plateada mientras anotaba todo con
rapidez en el cuaderno.
—Nueva… —y sacudiendo la cabeza
lentamente de un lado al otro dice— una mala… muy mala… ¡no!, ¡no!, ¡no!
—grita la joven de cabellos de oro.
—Despertarás en tres, dos, uno… ¡ahora! —pronuncia la
abuela chasqueando
los dedos.
Muy
agitada y respirando con dificultad, Ana abre los ojos y se sienta de golpe.
—¿Qué fue lo pasó? —pregunta la
abuela acariciando suavemente su cabeza como para ayudarla a calmarse.
—¡Me mató… me asfixió con la… la almohada… —respondió Ana.
—¿El hombre de los ojos negros? —pregunta la abuela anotando una vez más en
su cuadernillo.
—Sí… sí él —dice
Ana con un hilo de voz—. ¿Estás
segura que es él abuela?¿De verdad crees que esta persona es la otra mitad de
mi alma?
—Sí —contesta
la abuela con toda seriedad sin quitar la mirada de la joven—, no hay
duda, es él.
Ladeando
la cabeza y dejando caer su larga cabellera, Ana la mira confundida.
—¿Por qué ahora abuela? ¿Por qué después de tantas
regresiones este hombre aparece y reaparece una vez más? En estas semanas hemos
sido amigos, hermanos, padre e hija, enemigos de guerra y ahora hasta enemigos
personales. Desde que él aparece en mis terapias todo ha cambiado ¿qué
significa esto abuela? ¿No lo entiendo?
Suspirando
la abuela se queda por unos segundos pensativa, decidiendo de qué manera
explicarle todo a Ana.
—Ven —le dice estirando el brazo tomándole la mano,
vamos a dar un paseo.
A pesar de su avanzada edad, la abuela se mueve con
agilidad y ligereza. Ana se levanta y sin soltar su mano salen juntas a pasear entre
los árboles que rodeaban la ecoaldea.
—¿Tú sabes cuál es la causa fundamental de la
rencarnación? —le pregunta la abuela sin dejar de observar sus pasos.
—Entiendo que tiene que ver con experiencias no
vividas —responde Ana agachándose para esquivar la rama de un árbol—. ¿No es
así?
—Sí, esa es la explicación más común, pero en el
fondo, la verdadera causa es el deseo. Cuando hay un fuerte deseo egoísta, en
cualquier ámbito, se crean ataduras que amarran y anclan al hombre a la tierra.
Apretando suavemente la mano de Ana la hace girarse
hacia a ella para captar toda su atención. —Según has vivido tú misma, el
hombre de los ojos negros y tú son dos partes de un todo y durante varias
encarnaciones han tenido la oportunidad de estar juntos pero nunca ha sucedido
exactamente cómo ustedes lo desean. Por eso es que renacen una y otra vez.
Ana la escucha sosteniendo su mirada y entrecerrando
un poco los ojos como para visualizar lo que ella le transmite. Finalmente
asiente, le suelta la mano y se gira para quedar protegida por la sombra de un
árbol. La abuela la alcanza y ambas se sientan en la hierba.
—Ese deseo debe ser cumplido —dice Ana con firmeza— es
la única manera de romper con el ciclo kármico
que no permite nuestra trascendencia en unión. Creo que lo entiendo abuela.
¿Nos ayudarás? —le dice Ana con un cierto brillo coqueto en sus ojos claros.
Sonriendo la abuela le contesta —ya sabes que sí.
Ana se lanza hacia los brazos de la abuela, la aprieta
fuerte y muy contenta se levanta para seguir con las labores del día. La abuela
la ve partir y se encomienda con sus maestros espirituales, pues en las
próximas horas necesitará de su ayuda. Tomando la energía necesaria de la
naturaleza, regresa a aquel cuartito sahumeado y listo para su práctica de
meditación. Prepara el lugar frente al altar y se sienta en flor de loto, hace
una oración y canta un mantra. Poco a
poco va deteniendo su respiración y los latidos del corazón a la vez que todos
sus sentidos se desconectan quedando sólo ese gozoso vínculo con el Padre
Celestial y toda su creación.
Un
silencio opresivo siempre rodeaba la casa donde Miguel habitaba con sus padres.
Por eso no le sorprendió que el único sonido fuera el de sus propios pasos
sobre el parqué. Las paredes del pasillo cubiertas con grandes cuadros, buenas
imitaciones de las mejores obras de arte, se sentían más frías que nunca. Hacía
días que no veía ni a su padre ni a su madre, lo cual no era extraño pues desde
siempre cada uno se ocupaba de sus intereses personales. Ni siquiera, cuando
era chico los veía mucho pues siempre tenía a su disposición nanas, sirvientas
y choferes, pero una vez que creció, sus padres le regalaron un carro último
modelo y se olvidaron por completo de él. Ni siquiera el día del “accidente”
fuera del bar se dignaron a aparecerse en el hospital, ni para cuidarlo, ni
para regañarlo. El día de hoy sólo llevaba en su mochila lo mínimo
indispensable, dinero y algo para comer. Escribió rápidamente una nota de
despedida y la dejó descuidadamente sobre la larga y brillante mesa del comedor
y a un lado las llaves de la casa y de su carro.
Así
como estaban las cosas sus padres seguramente tardarían días en darse cuenta de
su partida, y por alguna extraña razón, eso ya no le molestaba, aunque estaba
convencido que gente tan fría y hueca como lo eran sus padres no deberían tener
hijos. Tal vez fue por eso que el destino les quitó a su hijo mayor, su
hermano, del cual no se hablaba en esa casa, no había fotos, y lo único que él
sabía era que compartían nombre, Miguel Ángel. A Miguel siempre le pareció
perturbador llamarse igual que un hermano muerto, al que nunca conoció, era
como estar viviendo la existencia de “otro”, usurpando su lugar, llenando un
hueco que no estaba del todo vacío. Eso terminó en el momento que decidió
partir. Desde ahora buscaría ocupar su propio lugar.
Cerró
la puerta exterior y se giró para ver su casa por última vez. Pensó que
sentiría algo al despedirse de ella, tal vez dolor o tristeza, pero lo único
que sintió fue alivio. Esto lo ayudó a confirmar que su decisión había sido la
correcta. Era momento de partir, dejar su enojo y resentimiento dentro de
aquella casa y por fin ser libre.
No
tenía un plan definido, lo único que deseaba era alejarse de esa ciudad y de
ser posible no regresar jamás. Si hubiera tenido más dinero habría ido directo
al aeropuerto, pero con lo poco llevaba decidió encaminarse hacia la estación
de autobuses pensando simplemente en poner kilómetros de distancia entre su
pasado y su futuro, por lo que se formó en una de las taquillas sin importarle
su destino. Una vez acomodado en su asiento se quedó dormido tan profundamente
que ni cuenta se dio en qué momento comenzó a avanzar.
Cuando
Miguel despertó no recordaba donde estaba. Poco a poco las imágenes de lo
sucedido fueron acomodándose en su memoria. Había amanecido, el sol calentaba
la ventana sobre la que recargaba su cabeza y tallándose los ojos para despertar
se dio cuenta que se encontraban en algún lugar rodeado de bosque. Se levantó con
tanta brusquedad que pisó a su compañero de un lado. Disculpándose bajó su
mochila y corrió hacia el frente del autobús. De alguna manera y no con
facilidad, convenció al chofer que lo dejara bajar, en ese lugar, lejos de todo
pueblo, lejos de toda humanidad. Parado a la orilla de la estrecha carretera,
esperó hasta que el autobús se perdió en el horizonte. Se giró hacia el campo y
empezó a avanzar dejándose llevar por su instinto, el cual le indicaba que
siguiera caminando en esa dirección. Le preocupaba el tema de la comida y del
agua pues lo que traía en la mochila tal vez le alcanzaría para dos o tres días.
Su prioridad era ahora buscar algún arroyo o lago para poder rellenar su
botella.
Después
de algún tiempo marchando en soledad encontró en su camino un gran árbol que
ofrecía una excelente sombra, dejó por el momento su búsqueda de agua y
aprovechó para recostarse un rato y cerrar los ojos.
Al
entrar en contacto con la hierba se siente tan relajado que empieza a tener la
sensación de quedarse dormido. El recorrido hasta ese punto no había sido
largo, pero su cuerpo y su mente le pedían parar. El día era cálido pero a la
sombra la brisa se sentía fresca. Mientras dormitaba Miguel se permite por
primera vez sentir la naturaleza. El gran árbol que le daba sombra, desde esa
perspectiva, se veía tan fuerte y alto que por momentos imaginaba que no tenía
fin. El aire atravesaba sus pulmones con una facilidad que él no conocía y la
hierba era fresca y suave, pero sobre todo se sorprendió de tener la certeza de
que no importara lo que pasara, la tierra sobre la que estaba acostado estaría
ahí para él, que ese pequeño pedazo de terreno lo sostendría siempre.
Pocas
veces se había atrevido a confiar en alguien o en algo y ahora lo hacía. Relajó
por completo su cuerpo, soltó su mente, liberó sus emociones y por un momento
todo se volvió ligero. Voló alto y sereno dejándose llevar al ritmo del viento
que resonaba en cada una de sus células. El viaje se sentía tan real y su
cuerpo se había vuelto tan liviano que por unos segundos tuvo la convicción que
en verdad volaba y que ese vuelo era capaz de borrar su pasado. En algún punto su
mente se preguntaba cómo era esto posible.
De
pronto se empezó a sentir incómodo y el recuerdo de la vida que había llevado
durante su juventud lo asaltó: los pleitos que había provocado, las mujeres con
las que se acostó pensando sólo en su propio placer y los momentos en los que
enojado había hecho daño a los demás. En ese instante se juró que aprendería a
perdonarse y que cuando lo lograra, buscaría más periodos de armonía como los
que acaba de experimentar. Aun así, frunciendo el ceño, se levantó de golpe con
ese nudo en la garganta que en ocasiones lo acompañaba. Sacudió de su ropa todo
vestigio de tierra y hoja, tomó la mochila y sintiéndose ágil y fuerte se
adentró con paso firme en el bosque.
Ana
avanzaba distraída entre los árboles por la vereda. La plática con la abuela le
había dado paz. El camino estaba lodoso pues había estado lloviendo, por lo que
Ana decidió quitarse las zapatillas y andar descalza para poder sentir la
frescura del barro bajo sus pies. Los dos elementos, tanto la tierra como el
agua, le ayudaban siempre a reconectarse. Sus suaves labios dibujaron una
sonrisa de satisfacción. Hacía días que no se sentía tan bien. Desde que los
ojos negros se manifestaron en sus terapias su vida empezó a cambiar. Por
primera vez en sus dieciocho años conoció la angustia, el miedo, la
desesperación y la verdadera frustración.
Ana
había nacido dentro de la aldea por lo que fue criada como todos los niños de
la comunidad, en armonía, con amor, guiada por un grupo de personas que aunque
no eran sus padres biológicos, la querían y trataban como si lo fueran por lo
que tenía varios padres, abuelos, y tantos hermanos que a veces hasta perdía la
cuenta. Ella se sabía privilegiada y no necesitaba nada más. Pero hoy en día
eso había cambiado, tenía un deseo claro y un objetivo que cumplir. Nada más pensar
en aquellos hermosos ojos negros, algo se le apretaba a la altura del pecho y
una emoción parecida a la que sentía cuando subía a lo alto de la montaña, pero
más intensa, se apoderaba de ella, y más que una simple emoción, era una
imperiosa necesidad de tocar, sentir y estar cerca del cuerpo de alguien que no
conocía aun, pero que estaba segura amaba profundamente. No pudo evitar correr
salpicando lodo en su vestido blanco, extendiendo los brazos, sintiendo el aire
a través de su cabellera. Era tanta su exaltación que no se dio cuenta que se
había salido de la vereda y se dirigía hacia el camino que va al pueblo. Aun
distraída se detuvo a medio camino para observar una pequeña flor morada que
salía tímidamente a un lado de la vía. Se agachó para poder verla mejor, y fue
en ese momento que escuchó pasos.
—Disculpe, señorita
—le dijo una voz grave y
profunda.
Ana
se quedó congelada, ahí donde estaba, de cuclillas en medio del lodoso camino, una
fuerte premonición la asaltó y sintió un estremecimiento que la recorrió desde
la punta del dedo chico del pie hasta lo más alto de la cabeza. En los segundos
que siguieron repitió mentalmente el mantra
de protección tres veces pues sabía que en cuanto alzara la vista todo en su
vida iba a cambiar.
Unos
zapatos cafés se colocaron justo frente a ella. Tomando aire se fue levantando
como en cámara lenta. Un par de piernas largas y fuertes envueltas en pantalones
de mezclilla aparecieron en su visión que poco a poco iba subiendo junto con
ella. Después le siguió una camisa a cuadros en un amplio torso, hombros anchos
y finalmente, deslumbrándola como un sol, un rostro de fuerte quijada, la
sombra de una barba tupida, nariz recta y esos ojos que tan bien conocía
acompañaban a una cabellera negra completamente despeinada. No pudo evitar
mostrar su fascinación y sin pensarlo extendió su mano hacia él para
acariciarle la mejilla, justo sobre la cicatriz. Al momento del contacto,
Miguel se estremeció y dejando caer su mochila en el lodo colocó su mano cálida
sobre la de ella. Quiso abrir la boca, como para decir algo, e inmediatamente
la volvió a cerrar. Cautivado por aquellos ojos cristalinos y una belleza que
pensó sólo existía en su imaginación, no le quedó más que quedarse así,
embobado, acariciando con la mirada al ángel que tenía enfrente. Parecía que lo
único que se escuchaba eran los latidos de sus corazones.
—Hola —dijo
suavemente uno.
—Hola —respondió igual de suave el otro.
Finalmente, como despertando de un sueño, Ana lo
soltó e inmediatamente extrañó el contacto, recordando su buena educación le
dijo sin poder ocultar su felicidad. —Me llamo Ana. ¿Eres nuevo por aquí?, ¿estás
perdido?
Sonriendo
y sonrojándose un poco contestó —eso
parece. Mi nombre es Miguel, Miguel Ángel. Me bajé del autobús hace unas horas
y pensé que me había perdido en el bosque para siempre —dijo girando la cabeza a un lado y al otro—. Por suerte, creo que al fin encontré mi destino —afirmó observándola fijamente y
sonrojándose una vez más, lo cual lo hacía ver tan luminoso que la cicatriz
parecía desvanecerse.
Ana
se dio cuenta de lo alejada que se encontraba de la aldea y se giró para
regresar invitándolo a caminar con ella a su lado. Siguieron platicando durante
el tiempo que les tomo volver, sus brazos y manos rozándose ocasionalmente,
llevándolos a un estado de anticipación. Seguramente uno no se enamora tan
rápido, pensaba Miguel, esto no puede ser real. Sin embargo, para cuando
llegaron a la aldea ambos sentían esa conexión de dos personas cercanas que se
dejan de ver y años después se rencuentran.
Miguel
fue muy bien recibido en la comunidad. Para él resultó ser una nueva experiencia
el saberse querido y aceptado así como sentirse parte de una gran familia. Unos
días después se hizo evidente que Ana y Miguel eran dos mitades de un todo. Bajo
la luz de la luna, se comprometieron delante de todos y se realizó una especie
de “boda” que marcaba su vida en pareja.
Durante
todo un ciclo lunar fueron completamente dichosos en los brazos uno del otro. El
deseo del ego se había cumplido y ahora podrían finalmente ser libres. En
cuanto Ana sintió que esa atadura se empezaba a disolver, quiso contárselo a la
abuela y fue cuando se dio cuenta de su ausencia. Esto la desconcertó y
buscando una explicación se sentó entre las raíces de un gran laurel y encontró
“su centro” y desde ahí, utilizando su intuición, le llegó la comprensión que
necesitaba y en ese momento percibió lo efímero de la realidad que vivían y
entendió que con el fin de verdaderamente unir su alma a la de Miguel debía
dejarlo ir para rencontrarse de manera definitiva más adelante. Su corazón se
contrajo nada más pensarlo pues sabía que sería un gran reto decírselo a Miguel
y sólo le quedaba esperar que él confiara en ella lo suficiente para dar ese
último paso.
Cuando
lo encontró, Miguel estaba pensativo sentado a la orilla de la cama. El sol
entraba por la ventana acariciando su rostro y al verla acercarse sus hermosos
ojos negros se iluminaron. Ana no pudo evitar sumergirse en ellos una vez más
al tiempo que se sentaba a su lado.
—Miguel —susurró
su nombre, tan suave como una caricia— tengo
algo muy importante que decirte.
El
tono de su voz y la intensidad de la mirada preocuparon a Miguel y su sonrisa
desapareció. Con el cuerpo tenso le tomó la mano y la presionó, como
suplicándole con ese gesto que no hablara más.
Después
de una breve pausa Ana continuó —nuestro
tiempo aquí y ahora ha terminado.
De momento Miguel no alcanzó a comprender sus
palabras.
Desde que conoció a Ana todo un nuevo mundo se abrió para él. No pasaba un día
en el que no se viera confrontado con ideas nuevas y experiencias que antes
hubiera tachado de “imposibles”. Cada vez se recordaba a sí mismo que debía
abrir su mente, pero después de todo lo vivido con Ana, no esperaba una
separación, y menos tan pronto. Hizo un esfuerzo por no reaccionar como lo
hubiera hecho antes y respirando conscientemente se recordó que ahora era parte
del mundo de Ana y que confiaba en ella como no había hecho antes con nadie,
pero aun así, se resistía a seguir escuchándola.
—Soy tuya Miguel —dijo con el mismo tono amoroso de antes y con los ojos brillosos
por la emoción—. Lo que vivimos
aquí queda impreso para la eternidad.
Era
cierto, Ana era suya y él era de Ana, de eso no había duda, y también creía que
su relación era tan profunda que iba más allá de lo físico, más allá de lo
aparente, pero entonces por qué tan sólo pensar en separarse se sentía
desgarrado por dentro.
—Lo intento Ana, pero no acabo de entender —dijo con un
dolor que enrojeció su rostro—dices
que eres mía, que me quieres y sin embargo quieres que nos separemos.
En
ese momento, toda esa rabia que todavía dormitaba dentro se apoderó de su
lengua y levantándose le soltó la mano violentamente y le gritó — ¡tú crees que lo sabes todo… piensas
que eres algo así como una diosa! ¡Pues no es así! ¡No te das cuenta que me
estás matando!
Lágrimas
que ya no pudo contener rodaron por sus mejillas y se arrodilló frente a ella,
arrepentido por gritarle, abrazando sus piernas. –Ana —le dijo sollozando— me
rompes el corazón.
Acariciando
amorosamente su abundante cabello negro y compartiendo su mismo dolor, le dijo
calmadamente y muy suave —eres
el amor de mi vida, la otra mitad de mi alma y así será por siempre. Nos
separamos ahora, pero en este mismo momento, en otro lugar, estamos juntos,
siempre lo hemos estado y siempre lo estaremos. Tal vez ahorita no lo quieras
escuchar, tal vez en este momento no lo sientas, pero muy pronto así será.
Miguel
sentía la desesperación de perder los que habían sido los mejores días de su
existencia, sin embargo, también recordaba todas esas ocasiones en las que esos
pequeños “milagros” que vivía con ella lo habían sorprendido y le brindaron
esperanza y comprensión, a tal grado que por fin logró reconciliarse consigo
mismo y con los demás.
Después
de un rato, Miguel se levantó, se limpió las lágrimas con las mangas de su
camisa, fijó la mirada en la cristalina de ella y decidió dar ese salto de fe
que ella le pedía y asintió. —Así
es entonces… nos veremos pronto.
Se
dio la vuelta, tomó su mochila, y salió de la vivienda sin voltear atrás, aceptando
abiertamente la teoría de Ana que muy pronto estarían juntos de nuevo y esta
vez sería para siempre.
Al
desaparecer Miguel por la puerta Ana sintió el cambio y la transformación en la
energía a su alrededor, por lo que cerró los ojos y encontrando ese punto de
luz en el entrecejo, visualizó la unión del alma de Miguel con la suya en una
sola dentro de otra dimensión y la luz resultante de ese reencuentro impregnó armonía
divina en cada una de sus células.
Al
otro lado de la aldea, en ese pequeño cuarto de adobe, la abuela hace una
respiración profunda y poco a poco regresa a este tiempo y espacio después de
haber estado algunas horas en meditación profunda. Durante ese período ella
creo todo un mundo astral. Ahí, Ana y Miguel hicieron una vida feliz juntos, y
gracias a la oportunidad que les dio la abuela pudieron finalmente completar su
ciclo kármico.
Conforme
va recuperando el funcionamiento de sus músculos, la abuela se recuesta sobre
la misma sábana en la que Ana había vivido las últimas regresiones y recuerda
con cariño a la joven. En su mente visualiza al dueño de los ojos negros y se
despide de él. Después de todo, Miguel había muerto aquella noche que subió al
autobús. Mientras él dormía ocurrió un choque en el que no hubo sobrevivientes.
Por suerte, Miguel no se dio cuenta de su muerte ya que en el mismo instante en
el que se quedó dormido, inició su existencia dentro de ese espacio astral
diseñado especialmente para ellos.
Sonriendo,
la abuela se incorporó lentamente, alargó el brazo para tomar una botella de
agua que tenía cerca; abrió la tapa muy despacio y comenzó a beber. El alma de
Miguel ya había trascendido y al final de esta vida, Ana también tendría la
oportunidad de hacerlo.
La
abuela se sentía tan feliz que no pudo evitar sonreír de oreja a oreja. Poco a
poco comenzó a reír tan fuerte que terminó con una carcajada. Rio tanto que
algunos de los niños y jóvenes que andaban por ahí se asomaron para ver lo que
ocurría y al notar que la anciana no paraba de reír, se le unieron contagiados
por ella y abrazándola le ayudaron a levantarse y a caminar dirigiéndose juntos
hasta el comedor. La vida en la aldea continuaba como siempre.
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