Mario César Ríos Barrientos
Descendió
del bus que debía llevarla a la Victoria refunfuñando contra el cobrador: “Sí, sí,
sí, idiota. ¿Te dije Balconcillo, no?”. El cobrador del bus tomó del brazo a Andrea
ayudándola a bajar en la intersección de 28 de Julio y Salaverry, una parada
inesperada luego de una discusión acalorada. Al bajar la mujer de treinta años,
cabello negro ondeado, de pequeña estatura se tranquilizó con el ruido del
gentío proveniente de una de esas ferias itinerantes que se instalan iniciando
el Campo de Marte, se sintió segura por las luces proyectadas sobre un colorido
banner que anunciaba la XVI Feria de los Deseos de Lidia
Gómez y que iluminaban la entrada del recinto.
–¿Qué
coño es esto? –murmuró al observar el
interior del lugar hormigueando de gente esperando turno en cada puesto ferial.
Su curiosidad de socióloga la impulsó a dar los primeros pasos sobre el largo
cubrepiso rojo que asemejaba una alfombra distribuyendo los puestos feriales en
dos largas filas.
En
su primer recorrido de ida y vuelta encontró parejas jóvenes y maduras, mujeres
y hombres solitarios, madres con niños en edad de lactar y ancianos sentados en
sillas blancas de fibra de vidrio esperando turno en tiendecillas con armazón
de madera forradas en telas blancas que cubrían el frente dejando un espacio rectangular
como entrada para la clientela, cubierto de un fino tul color azul. Al lado de estas
improvisadas entradas se leían anuncios presentando una gran variedad de
servicios: brujos que te leían el futuro con cartas u hojas de coca, maestros
que te aseguran levantar el negocio o traerte de regreso a la persona amada, chamanes
que juraban curar desde la drogadicción hasta el mal de ojo, de todo un poco.
Los
“brujos” provenían de Huaranguillo, Huacucharra
y Huancarqui en Arequipa, de Túcume en Lambayeque, de las Huaringas en Piura,
de Balsapuerto en Loreto y de diversas localidades con fama de albergar
curanderos. A Lidia Gómez, de oficio organizadora de eventos, se le había ocurrido que sería buena idea presentarlos
por regiones y especialidad.
Para Andrea Mayorga, ésta era su primera experiencia con
brujos aunque siempre le llamó la atención la afición de la gente por lo
sobrenatural que ahora veía en las caras de ansiedad de las decenas de concurrentes.
Su nariz respingona se arrugó y sus ojos verdes achinados se abrieron al
encontrarse con ese repentino descubrimiento, sus amplias caderas se movían
lentamente al ritmo de su frágil cuerpecito, observando detalles, entonces extrajo
el smartphone de su bolso de tela adornado
con diseños prehispánicos, pulsó el icono y comenzó a filmar.
–Si el viejo se muere será mejor para todos hermana –sentenciaba
una mujer de pelo larguísimo, alisado de unos treinta años que estaba
acompañada de otra que lucía el mismo tipo de cabello y corte de cabeza
triangular que podría hacer presumir a cualquiera que se trataba de dos
hermanas de sangre. Andrea ralentizó aún más su andar para registrar aquel
tenebroso dialogo. La mujer mayor respondía en voz bajita que debía ser
paciente y que el maestro Donato era garantía de trabajo serio, que ya deje de
joder y hablar tanto. Espantada, la
socióloga descendió bruscamente el smartphone que tenía a la altura de su
rostro hasta su vientre para seguir grabando sin ser descubierta. Las mujeres
volvieron la mirada hacia ella y sintió su corazón latir con gran fuerza. ¿Se
habrán dado cuenta?, mejor sigo de largo pensó y apuró el paso saltando hacia
la fila del frente dando largos trancos.
Se
sentó en una silla para tranquilizarse aprisionando el celular con la mano
izquierda contra su abdomen. Parecía una cliente más esperando turno detrás de
hombres y mujeres sin gracia, cuarentones solitarios de aspecto sombrío con
ropas pasada de moda y conversaciones sobre programas de espectáculos que
transmitía la televisión de señal abierta, esa clase de perdedores que le
disgustaba tanto, como las personas que frecuentaba antes que su éxito profesional
cambiara su mundo, gente común como los vecinos de Balconcillo, como sus propios
familiares. Personas que no tenían nada que ver con ella, una mujer instruida,
interesada en los libros, el buen cine, el teatro, y cómo no, de vez en cuando,
si había chicos lindos para hablar, la política. Un anuncio elaborado sobre
papel craft ofrecía regresar a la persona amada en un mes y tres sesiones.
–¿Funcionará
de verdad amiga? –curioseó la socióloga con una mujer pecosa de pechos grandes,
jeans negros apretados sentada al
lado. Esta se tomó unos segundos para escudriñarla con la mirada, desconfiada.
Le respondió que esto no es para gente que duda y que había que tener fe. Otra
mujer con vestido largo, blanco con grandes lunares negros aseguraba que el maestro
Juan Reyes era el mejor en amarres de amor, que a ella le funcionó hace dos
años pero que los amarres no son eternos y que había que renovar el amor
siempre. Un sujeto de gafas gruesas,
ojos saltones, cara redonda y grasienta invadida por el acné tomó del hombro
desde atrás a Andrea provocándole repulsión. Éste le dijo que confiara, que a
él le funcionó con su Almendrita pero que luego sucedieron cosas que ocurren
con las parejas felices, que siempre hay gente envidiosa y que todo problema tiene
solución, que el maestro Reyes es una gran ayuda. La socióloga Mayorga sonrió
forzadamente a su repentino grupo de compañeros que iba creciendo en número y testimonios
que afloraban uno tras otro en desorden que
el smartphone registraba.
–¿Y
tú para que viniste? –interrogó la mujer pecosa de pechos grandes. El silencio se
instaló en el grupo y luego las miradas de la gente se enfocaron en la mujer reclamando
respuesta. La socióloga se ruborizó, se sentía incómoda, aprisionada por
desconocidos que asemejaban barrotes humanos acorralándola, escrutándola. Se
turbó y sintió vulnerable, indefensa con personas a las que apenas conocía
hacía cinco minutos.
–Pedrito,
estoy aquí para que Pedrito vuelva a mí –inventó un nombre y luego relató una
historia sobre un ingeniero Pedro, rompecorazones, un príncipe que trataba a
las mujeres como reinas, quien la ilusionó, a quien amó y por quien fue
abandonada. Ella fue muy descriptiva en los detalles concitando la atención y
los consejos del grupo que comparaban su propia situación con la de Andrea. Indistintamente
del género, el grupo se dividió en dos, unos a favor de Pedro y otros a favor
de la socióloga quien enmudeció observando como este grupo de desconocidos con
los que no socializaría en otras circunstancias, debatían acaloradamente aspectos
personales de su vida. Pedrito en realidad era Felipe Islache, exnovio,
ingeniero industrial, quien viajó hace un mes a Madrid deshaciendo un
compromiso de dos años que tenía con ella.
–¡Paciente
Ana! –se escuchó desde el interior de la tienda. La mujer pecosa de pechos
grandes tornó su posición desparramada sobre la silla hacia una posición erguida
y de atención enderezándose como pudo, sus grandes pechos mostraban el
encorvamiento de su espalda en esa posición. Observó a Andrea y le dijo que ella
lo necesitaba más, que podía cederle su turno, el resto del grupo asintió con
miradas y ademanes de comprensión.
–No
creo que yo deba –se resistió tímidamente y el grupo la alentó con convicción. Andrea
ingreso arrastrando sus pasos, separó el tul que cubría la entrada de la
tienda, dio pasos cortitos hasta un biombo que hacía de separador entre un área
de exhibición de brebajes y remedios de otra de consulta que lucía tenuemente iluminada
por gruesos cirios multicolores que hacían de pequeña muralla entre el brujo y
sus clientes.
–Sé
lo que te trae aquí, un hombre que hizo un viaje muy largo, fuera del Perú, mal
de amores, puedo verlo en la suciedad de tu aura –sentenció un hombre regordete
con barba y bigotes encanecidos, piel cetrina, camisa blanca larga, cinturón
ancho de tela y sombrero de paja de ala ancha.
La
mujer se sintió intimidada por la forma en la que aquél hombrecito le clavaba
sus enormes ojos negros y le relataba su amorío con el ingeniero. Se le
escarapeló el cuerpo por la manera detallada como describía sus errores que alejaron
al novio y la certeza con la que sostenía que el ingeniero había sido
embrujado. El brujo largó un monólogo donde inventó una novia madrileña bien asesorada por brujos españoles,
realizó invocaciones al arcángel Miguel e invitó a Andrea a pedir por el
regreso del ingeniero. La mujer imaginó una madrileña odiosamente joven y
bonita, la maldijo en voz alta, catártica, con fuego en los ojos, pidiendo
finalmente por el regreso del ingeniero: “Vuelve a mi Felipe”.
–¿Qué
más debo hacer maestro para que Felipe vuelva conmigo? –preguntó esperanzada la
mujer. El maestro Juan Reyes la estudió, se acercó desconfiado y observó en la
penumbra unos incontrolables temblores en el enrojecido rostro de la mujer, entonces
giró bruscamente dándole la espalda.
–Lo
primero que debes hacer es dejar de ocultarme cosas y confiar, sin mentiras. He
liberado a gente de hechizos más potentes y puedo garantizarte que el ingeniero
volverá contigo. Dime, ¿él es Felipe y tú eres?
–Andrea,
maestro Reyes –dijo incómoda la mujer al ser inquirida de esa manera.
–Me
di cuenta desde que entraste que no eras Ana. Como siempre digo, las cosas
deben ser claras desde el principio, lo único espeso aquí son los brebajes que
preparo –dijo Reyes tomando una vieja taza despostillada rebosante de un
líquido que despedía olores mezclados de girasoles, ruda, albahaca y clavo de
olor. Chapoteó la taza con una madera corta cubierta por un trapo e invocó nuevamente
al arcángel Miguel con oraciones ininteligibles pidiendo por el regreso del
Ingeniero Felipe con su amada. Andrea acompañó las oraciones pidiendo otra vez
el retorno de Felipe mientras recibía gruesas gotas del brebaje que Reyes
esparcía por el cuerpo de la mujer con un improvisado hisopo litúrgico hasta
vaciar el contenido del brebaje. El brujo tomó de los hombros a Andrea y le
dijo que la sesión había concluido. Le entregó una tarjeta personal con
indicaciones de volver en una semana. La mujer salió de la tienda, agradeció a
su recién conocido grupo de amigos con una venia y una sonrisa que le iluminaba
su colorado rostro.
Al
salir de la feria tomó un taxi hacia Balconcillo oliendo fuertemente a ruda y
girasoles que el taxista apenas toleraba después de bajar todas las lunas de
las ventanillas del automóvil. En el camino repasó la extraña experiencia que
había vivido. ¿Habrá llegado hasta allí por azar o destino? ¿La decisión de
entrar a la feria se debió a su interés científico o estuvo impelida por una
fuerza sobrenatural? ¿Será verdad que Felipe Islache deje estudios, trabajo y su
nuevo amor para volver con ella? ¡Pero qué tonterías estoy pensando!, se enojó
consigo misma escarbando esta experiencia nueva. Así peleaban la razón y el
corazón en Andrea cuando el taxista le avisó del final del recorrido.
La
angustia no cesaba en la mujer, fue a su habitación, pulsó la función play de la cámara de video del aparato,
desfilaron las imágenes de su ingreso al recinto, las hermanas que querían
asesinar a algún pariente, el grupo que la rodeó y aquella discusión insólita
con los desconocidos. El audio era
nítido, muy claro y muy bochornoso para ella, no servía para nada como
investigación este documento donde exponía su denigración pública. Pensó que quizás
las imágenes podrían contener algo para rescatar, el colorido de la feria, el
aire festivo en la gente, algo que justifique el sinsabor de aquella excursión.
Andrea puso atención en el video, al principio la desalentaron las primeras imágenes
de hombros, caderas, piernas de gente que filmó por la posición del smartphone
en su vientre pero luego encontró algo extraño en las tomas. La cámara enfocaba
a la pecosa y a la mujer de vestido blanco con lunares negros cuchicheando, riendo
ambas, la mujer del vestido tomando nota, moviéndose sigilosamente hacia la
tiendecilla del brujo, saliendo de ella, guiñando un ojo a la pecosa.
–¡Carajo!,
las únicas brujas aquí son estas dos perras –maldijo enfurecida Andrea.
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