jueves, 27 de febrero de 2020

Una tarde en Juárez

Miguel Ángel Salabarría Cervera

Como hacía siempre que iba a la capital del país, se sentó con su dama de viaje por la vida a la que conoció cuando ambos eran adolescentes, miraron el reloj de la emblemática torre Latinoamericana de la Ciudad de México, que señalaba las seis de la tarde.
Instalados en una banca se dispusieron a contemplar el paisaje urbano de la avenida Juárez, céntrica arteria vial con amplia banqueta muy transitada, siendo clásico caminar en ella, rumbo al zócalo de la metrópoli, debido a que ahí se encontraron vestigios de la cultura mexica junto a construcciones coloniales, que causaban admiración para propios y extraños; este era el motivo del por qué turistas e individuos de cualquier lugar del país y del extranjero caminaban por este sitio.
Amplia ruta de paso de personas unas solas, otras acompañadas con sus mascotas, es un espacio que, durante el día y más recurrente a la caída de la tarde hasta la madrugada, cobijara artistas y soñadores, gentes que venden lo inimaginable creados por su necesidad y materializados por sus diestras manos artesanales; para los individuos de todas las gamas sociales y preferencias que deambulaban en esta zona.
Esto era lo que a ambos les gustaba, se entretenían viendo transitar a la gente, como también escuchar música de los artistas de la calle, lo mismo que observar a los que vestían estrafalariamente por la moda que ellos se creaban, quienes no eran pocos.
Así se les iba el tiempo, acompañados de una gaseosa y palomitas de maíz o la chatarra comestible que fuera, mientras comentaban sobre lo que les llamara la atención.
Su curiosidad se centró en un joven veinteañero que se instaló a un costado de ellos con sus bocinas a las conectó una guitarra de dos brazos, puso en el suelo delante de él su sombrero «borsalino» elegante pero desgastado para que le depositaran monedas por su actuación, se acomodó su gabán maltratado por el tiempo y con parsimonia, afinado el instrumento comenzó a deleitar a los transeúntes con la melodía «Hey Jude» de los Beatles, causando grata impresión en personas de mediana edad y mayores que se detuvieron para depositar sus donativos.
Eduardo se sentía contento por la música que oía, le recordaban sus años mozos de preparatoriano como su pasión por el rock, pero a ella no, porque puso gesto de enfado al oír la melodía, esto les hacía tener marcadas diferencias en gustos musicales.
La tarde transcurría tranquila con temperatura de veinticinco grados y cielo despejado, cuando a la distancia se empezó a escuchar un perifoneo que por sus consignas anunciaba una manifestación contra el Gobierno.
Lentamente se aproximó al sitio en que se encontraban Eduardo y Loreto, quienes se pusieron de pie para ver la marcha y tomar fotos con su móvil. Ambos se emocionaron, sintiéndose identificados con los integrantes de la protesta, que reclamaban al gobierno la desaparición desde el 26 de septiembre de 2014 de cuarenta y tres jóvenes estudiantes normalistas de Ayotzinapa, Estado de Guerrero. Ese día se cumplía el cuarto aniversario de este hecho que sacudió al país en pro y en contra. Se unieron a la consigna: «Vivos se los llevaron, vivos los queremos», que gritaban los padres y familiares afectados, los estudiantes que marchaban y las organizaciones de izquierda que apoyaban este movimiento. Al pasar un joven con un bote, cooperaron con generosidad para sostener esta lucha campesino-estudiantil, al tiempo que lo motivaban a continuar en esta lucha.
Los manifestantes se alejaron, regresando ellos a su sitio a la vez que comentaban sobre las causas del movimiento y la responsabilidad de las autoridades por la desaparición forzosa de los cuarenta y tres estudiantes, indicando que fue obra del gobierno neoliberal por cerrar las escuelas normales rurales, porque son formadores de docentes con conciencia de clase. En este punto estuvieron de acuerdo y continúan tomando su gaseosa y escuchando al artista de la calle que reanuda su interrumpida audición, quien para captar el interés de los transeúntes emocionado los deleitó con el clásico «Hotel California» de The Eagles. Logrando su objetivo al acumularse monedas y escasos billetes en su «borsalino» con la mítica canción de rocanrol.
Les hizo distraerse de la música, los aromáticos olores que se desprendían de la variedad de antojitos que el joven pregonaba frente a ellos, apetecían comprarlos a pesar de las limitaciones del sobrepeso. Sin embargo, consumieron mazapanes, garapiñados y hojuelas. Luego de terminar, ella le exteriorizó sentirse culpable por lo ingerido porque los tenía prohibidos, él trató de tranquilizarla diciéndole que cuando caminaran toda la avenida eliminaría lo comido.
La tarde transcurría cuando pasaron frente a Eduardo y Loreto una pareja de lesbianas que se manifestaban sin recato sus sentimientos, causándole a ambos «mal sabor en la boca», que le hizo expresar a Eduardo:
―Es preferible que sean de sexo diferente, aunque salgan con su «domingo siete».
Loreto le respondió.
—Como Dios manda.
Se acercaba un grupo de personas vestidas con camisas azules y pantalones blancos, entregando volantes y haciendo oír por megáfono sus consignas por el «Derecho a la vida», rechazaban el aborto desde su concepción y en sus etapas de gravidez de la mujer, resaltando que más derechos a la vida tienen los animales, que un ser humano indefenso y sin culpa alguna de su asesinato.
—¡No es posible que maten a un pequeño, que no tiene culpa de la irresponsabilidad de quienes lo engendran «por calentura»! —exclamó Loreto iracunda.
―Tienes razón ―respondió Eduardo para agregar—: pues si tantas ganas tienen, que se prevengan o que se bañen «pa′bajarse» la calentura; soltando estruendosa carcajada por lo dicho.
Enojada por la expresión, le dijo:
—Para quitarte lo «chistosito» vaya a comprarme unos cacahuates japoneses y una naranjada, no te me quedes por allá, como siempre haces ―le dijo ella con tono autoritario.
Eduardo se levantó poniéndose su inseparable mochila para cumplir los gustos y la orden de Loreto, pero fue detenido con su comentario irónico.
—Déjame tu «espalda» para que aparte tu lugar, porque están muy peleados―. Rio ella con pulla.
Acomodó la mochila de él en el espacio dejado, viendo cómo se alejaban las personas que defendían el «Derecho a la vida», en tanto Eduardo caminaba por otro sentido.
Transcurrieron más de veinte minutos, cuando retornó con su encargo, al verlo llegar Loreto le dijo con tono sarcástico:
—¿Estaba muy lleno el minimarket?
Él sin darle importancia, quitó su mochila, ocupó el espacio, entregándole a ella su pedido, además unas gomas de mascar que le gustaban.
―¿A ver cuéntame por qué tardaste?
—Unos indígenas de la sierra de Oaxaca estaban vendiendo artesanías, tejidos y también cuadros de paisajes hechos con pinturas naturales de flores, ahí mismo los elaboraban―le contó emocionado.
―¿Por qué no lo compraste? Pues te gustan mucho.
—El problema es para transportarlos en avión; ponen muchos requisitos. Sin embargo, cuando nos vayamos, lo compraré.
―¿Eso solo viste?
—No —respondió con entusiasmo.
—¿Qué te emocionó?
—Vi a Frank Sinatra, cantando con una gran copa vacía en la mano, y su clásico sombrero.
—No me eches mentiras, porque ya está muerto.
—Bueno, era un imitador «el Sinatra de los pobres» pero muy profesional, cantaba una de mis favoritas: My Way. ¡Qué interpretación! ―emocionado exclamó—. Deposité una generosa propina en su copa.
—Espero que no te haya quedado dinero para tu cuadro ―le reviró con chanza— porque no te prestaré nada, eres muy mala paga.
Los dos rieron y continuaron contemplando el paisaje urbano, cuando ya eran minutos antes de las ocho de la noche.
Se aproximaba un vendedor de billetes de lotería pregonando:
―¡Compren este cachito! Es el «huerfanito» de la serie… tiene terminación siete de la buena suerte.
Gritando el vendedor de billetes de lotería, se detuvo frente a Eduardo y Loreto, quienes permanecieron en silencio, él continuó ofreciendo el vigésimo que le quedaba, al ver que no se inmutaban le ofreció otras series con diferente terminación, enfadada Loreto le dijo con respeto, que no comprarían ningún billete o «huerfanito» y que por favor se marchara.
El vendedor los miró con enojo y les exclamó:
—¡Por esto no salen de pobres! —Dio media vuelta y se perdió entre los peatones.
Ellos lejos de enojarse, rieron del momento vivido y continuaron disfrutando la noche despejada con estrellas en el firmamento, una discreta Luna creciente y un viento fresco.
―¡Policía, aquí le entrego a estos rateros!
Gritaba una señora que sujetaba con ambas manos a un par de niños de aproximadamente diez años de edad, que no tenían aspecto de ser rufianes.
De inmediato hicieron acto de presencia dos uniformados que acudieron al escuchar los clamores de la señora. Por coincidencia todos quedaron a espaldas de donde Eduardo y Loreto estaban sentados, quienes voltearon a ver el escándalo que se daba.
—¿Por qué grita y trae sujetados a estos dos infantes? ―preguntó uno de los agentes del orden.
La señora con visibles muestras de enojo, soltó los antebrazos de los chamacos y les dijo a los policías:
—Estaba en el expendio de tacos de la esquina, cuando sentí a uno de ellos meter su mano en mi bolso, mientras el otro estaba parado junto a mí, como para distraerme ―continuó con su relato— al voltear vi a este ―señalando al chico claro de color y de cabello lacio— quien retiraba la mano de mi bulto, el otro le dijo «vámonos», pero por la gente que estaba comprando no pudieron correr y los tomé a cada uno del brazo, ellos me daban de patadas en mis piernas y trompadas en el cuerpo, pero ni así los solté, nadie de la gente intervino.
En ese momento llegaron dos policías femeninas quienes al ver la situación que arremolinaba a varias personas, exhortaron a los concurrentes a seguir su camino; luego se acercaron a sus compañeros para recibir información de lo que acontecía, ya enteradas le preguntaron a la señora que los había detenido, qué pretendía.
—Exijo que estos dos rateros reciban una sanción.
La contundente aseveración de la señora, las dejó sin repuestas, quienes trataron de apaciguar a la iracunda señora diciéndole que quizás se confundió en sus apreciaciones.
Escuchaban Eduardo y Loreto lo que sucedía, entre ellos hacían comentarios sacando sus conclusiones.
—Para mí sí son culpables —le dijo ella a él— observa cómo están tan tranquilos sin demostrar miedo a la policía.
―Tienes razón —le contestó Eduardo y agregó— ¿ya te diste cuenta que hay un joven de camisa verde y lentes enfrente observando muy atento lo que ocurre y habla por su móvil?
―Sí, seguro es parte de la banda. Observa están interrogando a los chicos. Sigamos escuchando, dijo Loreto.
En esos momentos un policía le preguntaba a cada niño el grado de estudios en que se encontraban, nombre de su escuela y la dirección de la misma. Los infantes le dieron las respuestas; el agente llamó a su subalterno para darle los datos e investigarlos en Google maps. Después de unos diez minutos el subordinado le informó a su jefe que esos datos no existían, además había consultado la base de datos de las escuelas de educación primaria en la ciudad y no estaban registrados.
Intrigado el jefe de los policías, les preguntó
―¿Estudian y viven en esta ciudad?
Al unísono ambos le respondieron afirmativamente.
Intervino la señora que los detuvo para decirles a voz en cuello a los agentes del orden.
―¡Esta es la prueba de que son unos delincuentes!
—Pero, señora, qué podemos hacer —le dijo una de las policías― son menores de edad, se le violarían sus derechos humanos y derechos como niños.
La respuesta dada por la agente del orden, dividió las opiniones de los curiosos que estaban presentes observando lo que acontecía.
En ese momento se acercó un joven drogado y con manifiesta tendencia homosexual para decirle a los policías.
―¿Qué pasa aquí con estos chavos? ¡Déjenlos libres!
Inmediatamente un policía le ordenó:
—¡Vete, circula!
El joven se encaminó a donde estaba su acompañante de mayor edad, quien estaba sentado en la banqueta y con las espaldas en la pared. Al llegar le dijo con voz fuerte.
—¡Ya ves, los fui a defender y me corrieron!
Extrajo de entre sus ropas una bolsa que contenía un inhalante la aspiró, para después dárselo a quien lo esperaba, que sonreía por todo.
—Qué descaro de gentes como esos —comentó Loreto a Eduardo—. ¡También se los deberían de llevar presos!
Él le expresó:
—Tienes toda la razón, cada vez estamos viviendo en una sociedad que va perdiendo sus valores —dijo con pesar— pero veamos en qué termina este jolgorio.
Los policías comentaron en voz baja la situación que se daba y el de mayor rango le dijo a la señora.
—Pues no podemos hacer nada, los soltaremos.
Encolerizada la señora les reviró.
Así es como fomentan la delincuencia, con sus estúpidos derechos ―señalando a los menores añadió— ojalá no se conviertan en secuestradores, narcotraficantes o la peor escoria que anda suelta en la calle por culpa de la «Autoridad» que mal representan ustedes.
Los policías en silencio escucharon a la señora, quien antes de irse les hizo una seña a manera de recordatorio materno.
Los niños sonrieron al ver alejarse a la mujer, miraron a los policías ya con cara de tranquilidad.
En voz del jefe de los guardianes del orden escucharon, consejos de ser buenos niños y futuros ciudadanos ejemplares, por el bien de toda la sociedad en que vivimos.
Después de concluida su perorata, los policías los saludaron de mano y los vieron marcharse, para continuar con su labor.
―¿Te diste cuenta? —Loreto le preguntó Eduardo— ¿Qué el tipo de camisa verde se fue siguiendo a los dos chamacos?
―Ni duda cabe que son de la misma banda de rateros ―de manera afirmativa le respondió.
La noche avanzaba dejando sentirse en el viento suave y fresco, que le hizo a él sacar de su eterna acompañante, la chamarra de piel, se la puso y le dijo a Loreto:
—¿Quieres que nos encaminemos al subway?
—Esperemos a que den las nueve, la noche es muy bonita.
Transcurrido el tiempo convenido se pusieron de pie, encaminándose hacia la estación, en el trayecto se encontraron a un grupo de mujeres con blusa color rosa portando lazo negro al frente. Al acercarse, les pidieron que dieran su firma para impulsar la lucha contra los feminicidios.
Ellos intercambiaron miradas, sacaron sus respectivas cédulas de identificación, anotaron sus datos y firmaron.
Esta decisión sin demora, causó en las personas organizadoras del evento simpatía por su disposición a colaborar, a pesar de ser una pareja de la tercera edad que normalmente son retraídas. Las mujeres encargadas del acto se lo expresaron con efusividad, al tiempo que les tomaban fotos para la página web de esta lucha.
El viento fresco presagiaba una fría noche, se tomaron de la mano y emprendieron el camino al subway, en el trayecto encontraron a los indígenas artesanos de Oaxaca, se detuvieron para que Eduardo comprara el cuadro que deseaba, mientras Loreto miraba con admiración las obras de los artistas.
Posteriormente, se encaminaron al túnel de acceso al subway y desaparecer de la simbólica avenida Juárez.

viernes, 21 de febrero de 2020

Camilo o los hilos invisibles


Diego Velásquez González


Nunca fuimos cercanos a pesar de los lazos familiares que nos unían. Desde niños, aunque solo nos separaban dos años de edad, y siendo yo el mayor de los hermanos, se puede decir que tuvimos una relación distante. Apenas nos soportábamos, sobre todo al llegar a la adolescencia cuando surge una lucha incesante por reconocimiento y demostración de poder entre pares. Para mí era alguien irreverente, grosero y desagradecido. A su vez yo era demasiado bueno, ordenado y estrecho de ideas. Por eso, cuando se fue de la casa, sentí un gran respiro. Jamás me interesó saber sus razones. De vez en cuando llamaba a mamá casi en secreto contándole cosas acerca de su vida y experiencias en sus viajes por el mundo. A su vez, ella nos relataba de manera escueta algunos de sus diálogos, casi con miedo a nuestras reacciones, puesto que si para mi padre, Camilo había muerto, para mí el asunto resultada indiferente. Con el tiempo sus llamadas se hicieron cada vez más esporádicas de manera que Camilo terminó volviéndose solo una idea, un recuerdo. Pero la vida nos volvió a unir después de diez años, el día del entierro de mamá.

Ese día Camilo volvió a mi vida en medio de la tristeza y aunque había acompañamiento a mi alrededor, he de reconocer que la presencia de él fue reconfortante. Era la única persona que realmente estaba allí. El resto de familiares, amigos, conocidos y desconocidos parecían participar en un ritual organizado. Reunirse bajo la excusa de ofrecer el pésame de rigor a la familia cercana del difunto, saludarse, reír y emborracharse, así como comparar entre sí la marcha inexorable del tiempo y las numerosas dolencias, achaques y cirugías que habían tenido haciendo cábalas para vislumbrar quien seguiría en turno para el cementerio. Incluso el tío Carlos decía que ya estaba prevista la muerte de mamá, que se lo había dicho un adivino.

Al llegar a la funeraria, todos se quedaron en silencio al ver a Camilo. Algunos murmuraban acerca de si de verdad era él puesto que se veía muy diferente. Su cabello largo amarrado con una cinta atrás y una barba de tres días, sus pantalones vaqueros desgastados, una camiseta naranja, una japa mala (collar de cuentas budista) en su cuello, así como unas manillas de colores rojo, naranja y amarillo en su mano derecha. Todo este atuendo daba a su aspecto un carácter peculiar. Su mirada fue lo primero que se me hizo completamente nuevo. Era una mirada serena que contrastaba con el vago recuerdo de una mirada suspicaz y desconfiada que lo había caracterizado. Esa mirada se podía asemejar a la de quienes ven profundo. En sus hombros, traía un morral sencillo, pero bastante desgastado de mediana capacidad. Se veía que era alguien acostumbrado a caminar ligero de equipaje. En general, reflejaba esa actitud característica de alguien que ha alcanzado la madurez y por un momento sentí que yo era el menor y que necesitaba protección y cuidado. No nos dijimos nada. Solo nos miramos y lo abracé.

No había certeza de que Camilo viniera. Dos días antes, el tío Eduardo logró comunicarse con él y lo puso al tanto del infarto y muerte de mamá. Le preguntó si quería que esperáramos, pero no dijo nada, simplemente colgó. De todos modos, con los hermanos de mamá ya habíamos acordado preparar el cuerpo para unos tres días de velorio porque vendría de Estados Unidos una hermana y no había podido viajar por las tormentas de nieve de la época. Por eso su regreso fue una verdadera sorpresa.

Para mi satisfacción, Camilo estuvo a mi lado toda la tarde. Por momentos parecía murmurar algo en sus labios. Pero, en su silencio, encontré que su presencia iluminaba el entorno. Ya en la tarde, entrada la noche, lo llevé a casa a descansar y a cambiarse. Al día siguiente se presentó a la funeraria casi a horas de almuerzo. Se veía que había comprado ropa nueva. Vestía un pantalón dril azul oscuro, una camisa blanca de lino, al estilo hindú, sin cuello y tenis negros. Cuando finalmente llego el momento de poner el féretro en la tierra y tenía la certeza que no la volvería a ver, se acercó y me dijo que ella no estaba allí, que dejara de llorar, que era solo un cuerpo. No comprendí sus palabras. Me parecieron groseras y lo mire con rabia, ¿cómo podía ser tan cruel? En todo caso, Camilo debió entender el significado de mi gesto puesto que se alejó de mi lado.

La última vez que supe de Camilo, quizás hace tres años y medio, se encontraba en Cartagena trabajando en un restaurante de comida paisa. Era difícil saber dónde encontrarlo, pero normalmente viajaba entre Cartagena, Barcelona, Bali y Delhi en la India. Más de diez años sin hablarnos debían ser la excusa perfecta para conversar, pero pareciera que ninguno de los dos mostraba interés. Eso me hizo recordar que no le gustaba que se metieran en su vida. Con todo seguía siendo bastante hermético. En la adolescencia, mientras yo era el modelo de vida a seguir: el buen estudiante, hijo, nieto, el más respetuoso, amable y simpático, Camilo era la oveja negra, el típico chico rebelde. Y no era que rechazara la autoridad, sino la manera como se ejerce para generar docilidad desde la dichosa autonomía que dice promover el sistema educativo. Muchas veces trate de decirle que no se metiera en problemas, que obedeciera y luego hiciera lo que le diera la gana cuando terminara el bachillerato. Era difícil hablar con él, pero parecía tener claro lo que quería y casi siempre lograba salirse con la suya.

Camilo no fue un estudiante destacado. No se interesó en sacar las mejores notas y parecía que se probará a sí mismo mostrando las peores. Mientras algunos de nuestros compañeros se lanzaban a una batalla académica sin cuartel queriendo demostrar que podían ser buenos y excelentes estudiantes, a Camilo le interesaba probar que las notas no eran lo importante. De esta manera, terminó su bachillerato de manera mediocre y con la sentencia de los profesores que «ese muchacho no serviría para nada». Como pudo, se hizo Técnico Auxiliar Contable. Y no era que le gustara, solo supo que había que colocar en su hoja de vida alguna cosa, además del mar de conocimientos superficiales que deja el bachillerato, para tener la oportunidad de gozar de su verdadera pasión: viajar, conocer lugares del mundo y otras maneras de vivir. De la educación quizás lo único positivo que sacó fue su pasión por la lectura. Siempre se lo veía con un libro en la mano o con su tableta digital. No sé si aún tiene esa cualidad, pero no había una manera de comprender sus búsquedas. Iba de revistas esotéricas a revistas de moda. Desde lo más ligero a filosofía de alto vuelo. Me parecía loco. En él todo se me hacía pueril, inocuo y algunas veces, trascendental.

El entierro de mamá fue sobrio. Hubo una ofrenda floral que se llevó buenos comentarios: «que arreglo de orquídeas tan hermoso, debió constar mucho dinero»; «que rosas tan hermosas, pero se dañan muy rápido». Todo paso muy rápido y finalmente cuando llegamos a casa, me sentía completamente agotado, solo quería tirarme en una cama y tratar de dormir. Todo en casa nos hacía recordar a mamá y a papá. Los muebles, la cocina, el olor de las cosas entre otras más. Algunos amigos y familiares insistieron en que nos fuéramos con ellos, que tenían un cuarto en el cual podríamos dormir unos días, pero Camilo fue directo en afirmar: «nos quedaremos en esa casa a descansar». Y ofrecía un Dios les pague por la compañía. Todo en un tono directo y claro. Cuando quedamos solos, se encerró en su cuarto y aparentamos estar bien. La casa se hizo silencio. En algún momento, creí sentirlo llorar. Toque la puerta de su habitación, pero no me abrió y al contrario guardo silencio. Regresé a mi cuarto y después de un tiempo, no sé cuánto, dormí mi cansancio y tristeza.

A la mañana siguiente, la puerta de su habitación estaba abierta cuando desperté. Allí estaba terminando de vestirse. Entré, no dijo nada y me senté a su lado mientras se amarraba los cordones de los zapatos. Me observa de reojo, quizás esperando que hablara. Ya se había afeitado. Se levanta de la cama a mirarse en espejo. Por momentos la mirada de ambos se cruza. Solo la retuve un momento y luego miré al piso. En sus ojos, percibí por primera vez transparencia y al mismo tiempo la presencia de mamá. Me di cuenta del parecido de ambos. Camilo, un hombre alto, de contextura delgada. Sus ojos reflejaban los mismos destellos de mamá, una mujer que a medida que pasaba el tiempo y llegaba a la adultez se veía más atractiva. Con ella ocurría lo contrarío que pasa con la mayoría de seres y Camilo era heredero de esa cualidad. Con el tiempo se veía más apuesto y sus ojos reflejaban una encendida sensualidad. Se podía decir que estaba como los vinos en el decir de unas amigas con quienes acostumbraba salir a tomar cervezas en un bar y hacer chistes con todos los hombres atractivos que veían mientras disfrutaban y tomaban alegremente.

Al levantar la mirada, Camilo me observa y empezamos a hablar como lo hacíamos en la niñez, cuando encontrábamos un tema sin crear conflictos y entonces se nos iba el día hablando y jugando. Entonces todas las preguntas que había guardado sin esperar respuestas salieron de mis labios:

―¿Era que no le dolía la muerte de mamá?, ¿extrañaba en algún momento a papá?, ¿por qué nunca llamó o vino al entierro?, ¿por qué te fuiste?, ¿fue por mí?, ¿por qué me dejo solo? Dime, dime, Camilo.

Hay un silencio mientras Camilo me observa atentamente, quizás sopesando sus palabras y afirma: 

―Al terminar el bachillerato, a pesar de mi malgenio y desinterés por tantas cosas, puedes recordar que asistía a las reuniones de la familia. Participaba en las navidades, en los cumpleaños, el aniversario de matrimonio o el cumpleaños de la abuela. Todo fue así hasta que una tarde cuando volvía del entrenamiento de baloncesto, pude ver el carro de papá que se detenía frente a un hotel en el centro. Se bajó y le abrió la puerta a una mujer que lo acompañaba y que bien podría ser nuestra hermana. Entraron. Yo los observe desde una de las esquinas. Decidí comprar una gaseosa en una panadería y me quedé atento a verlos salir. Pasaron dos horas aproximadamente. 

Parecía por un momento entrar en confianza y recuperar ese lenguaje tan propio de él.  

―Salen bañaditos. De pronto, cosas de las que no estaba consciente se hicieron claras. Las llegadas tarde de papá, las miradas de mamá y ciertas indirectas de ambos. Eso es tenas hermano. Además, los silencios que empezaron a predominar durante los almuerzos, pero ante todo el hecho que no volvimos a salir juntos. Mamá lo sabía. Papá tenía una relación sentimental con aquella mujer. Cuando llegué a casa y contemplé a mamá, la mire con lástima. Hubo un silencio que se ahondo en los días siguiente ―reitera en su relato mientras cada vez me sentía más confundido y no era capaz de decir nada, solo escuchaba las palabras que rompían una imagen falsa de un matrimonio pegado con mocos.

―Esa noche simplemente me encerré en mi cuarto. Durante todo el día los evite a ambos, e incluso a ti. Y a la siguiente noche, tome la decisión de irme. En las horas de la mañana, no fui a estudiar. Simplemente arreglé el morral. Metí un buso, un pantalón, el cepillo de dientes, un libro y un cuaderno con lapiceros y salí de la casa. Esa es la historia Luis, nada más que eso.

―Al regresar a casa, mamá solo dijo que te habías ido a acampar ―respondí tratando de justificarme―, pero al pasar los días intuí que algo había ocurrido porque no hicieron el esfuerzo de buscarte. No llamaron a la policía, no te reportaron, solo parecía que querían evadir el tema. Y yo tampoco volví a preguntar hasta que mamá empezó a contar de tus viajes. La verdad Camilo siento mucho todo, sobre todo no haber sido capaz de entender y de hacer algo al respecto. No quería molestarlos y de cierta manera, tenía rabia contigo.

Camilo entonces agrega: 

―Cuestione la vida que habíamos vivido e incluso el falso consuelo de la iglesia. Estoy seguro que en las confesiones de mamá, el desgraciado cura debía saberlo y defender una postura de tolerancia frente a un hombre que, a pesar de todo, se podría decir que cumplía con sus deberes, llevando el alimento, pagando el estudio de sus hijos y sosteniendo el hogar. 

Mientras sus manos hacen el símbolo de poner todo esto entre comillas. Parecía que seguiría y cada vez en un tono más molesto, pero de pronto guarda silencio queriendo encontrar las palabras adecuadas mientras miraba hacia el cielo raso de cuarto y acariciaba sus manos entre sí.

―Pero, más que todo ―dijo Camilo y pude ver que sus ojos se encharcaban―, pensaba en la manera como daba cátedra sobre la vida, la lealtad, la fidelidad, la honestidad. Era un enredador en todo caso, ¿cómo podía decir algo que no era capaz de poner en práctica? Era demasiada la rabia que tenía. Sentía que mi vida había sido un engaño. Y entonces decidí que necesitaba alejarme y hacer lo que siempre había querido.

Después de otro breve silencio, Camilo continúa su historia fuera de casa:

―Finalmente, encontré en la isla Bali, en Indonesia un Ashram y me quedé allí seis años. Fue una experiencia difícil, pero enriquecedora que ha hecho de mí la persona que soy hoy. Comprendí que podía huir de todo, pero no escapar de mí. Así mismo, el temor de Dios que me infundieron en la iglesia, fue reemplazado por la idea de un orden universal. Y, sobre todo, supe que para vivir no podía estar atado a dogmas. La idea es sencilla, todo es una la manifestación de un ser único que late en todo el universo y que es amor. ―Me observa y toma mis manos entre las suyas―. Todo es una manifestación del amor, de lo divino. Y entonces perdone a papá y a mamá.

Un nuevo silencio en sus palabras emerge y se hace más prolongado. Mira por la ventana del cuarto. Ese silencio se fue haciendo incómodo. De pronto, continua su casi monólogo, donde yo apenas afirmaba o confirmaba una que otra idea.

―Verás, tenerte como hermano mayor significo durante mucho tiempo un peso superior a mis fuerzas puesto que papá y mamá, sobre todo papá, evaluaba mis actos con referencia a ti. Debes seguir el ejemplo de Luis, me decía una y otra vez. Deben ser buenos, estudiosos y hacernos sentir orgullosos. Deben, deben, deben. Era desesperante. Mamá, entre tanto, insistía en que tenía que valorar el esfuerzo que papá hacía para darnos todo lo necesario. Y así, la vida fue transcurriendo hasta cuando entré al colegio. Y si, reconozco que fui indisciplinado, pero fue más por resistencia. Estudie poco, era irrespetuoso con los maestros, con papá y mamá, bien lo sabes. Pero parece que nadie vio aquello. Solo pensaban que era un dolor de cabeza y que no sería extraño que estuviera en asuntos de drogas. Recuerdas que me llevaron a un psicólogo que confirmó las sospechas de papá: está viviendo los cambios propios de la adolescencia. Como quien dice, a Camilo no le pasa nada.   

Recuerdo que cuando Camilo empezó a desarrollar comportamientos escandalosos se hizo amigo de unos vecinos de dudosa reputación. Escuchaban música rock, se vestían de negro y se drogaban. Pronto se aburrió y fue hacía otros espacios cercanos al camino de mamá, quizás más por congraciarse con ella. Pero allí solo encontró dogmatismo e intolerancia. Opto por dedicarse a leer y asistir a conferencias sobre la Gnosis. Pudo hacer amigos sin que pasarán por el ojo supervisor de mamá. Fue en aquel lugar donde empezó a entender que «La muerte es solo una etapa en la evolución del ser y por consiguiente el cuerpo deja de tener importancia», según sus palabras. Y si era así, entonces, tenía razón cuando dijo que el féretro solo importa a los vivos, a quienes se ven en el deber de dar sepultura. Y entonces los entierros, los velorios y demás tradiciones relativas a los muertos son maneras de tener consuelo a los propios dolores. Poco a poco empezó a entender muchas cosas de nuestra condición humana, que nacer es empezar a morir y nadie por tanto está a salvo y que hay muchas cosas que hay que hacerlas en vida y no en muerte. Y que todo, quizás se reduzca a vivir el amor a quienes nos rodean.

―Regresar fue difícil ―dijo Camilo―, sentía que, a pesar de haberme ido, mamá nunca me desamparó. Nunca pedí apoyo económico de su parte, pero siempre me decía cuando hablábamos que en la cuenta del banco podría encontrar algo de dinero si lo necesitaba. Y claro que trabaje y duro, pero sobre todo quería encontrar paz y felicidad. Por eso es que ayer, cuando me encerré en el cuarto y vi que todo estaba en orden, supe que mamá siempre tuvo la certeza que volvería y supe que estaba en un lugar seguro. Podía ir donde quisiera, pero que, aun así, el hogar me esperaba. Y recordé que después de un largo viaje, uno siempre quiere encontrar un lugar donde descansar y ese era el legado que me dejaba mamá.

Mamá siempre hizo mantener el cuarto de Camilo limpio y dispuesto para él, con sabanas frescas y todas las cosas necesarias. Mi padre y yo reclamábamos tal actitud, pero nunca respondía y seguía haciendo aquello cada semana. Encargaba a la empleada limpiar, poner toallas para el baño, quitar el polvo y dejar las cosas en el mejor estado posible. Así supe que Camilo aquella noche en la soledad de ese cuarto se sintió más unido a ella en la intimidad de aquel lugar. Por eso no abrió la puerta cuando estuve tocando y preguntando si estaba bien porque él solo quería disfrutar de esa sensación.

Para Camilo la lealtad y la honestidad han sido importantes.

Quizás se podría comprender una infidelidad puesto que la fidelidad es una construcción social, el resultado de ciertos acuerdos y de las tantas promesas que las personas se hacen entre sí, pero que quizás no se pueden mantener al caer en la dulce tentación de lo novedoso. Entonces es algo de lo cual no se esta exento. Somos demasiado humanos ―afirmó quizás justificando a papá. 

Sonríe ante su propio comentario y agrega que por eso más que en la fidelidad, creía en la lealtad como una posibilidad. En sus palabras, «La hipocresía ha sido un cáncer que corroe las relaciones humanas y en la familia, los cimientos que la sustentaban eran débiles y estaban resquebrajados». Y esa fue la razón por la que decidió tomar distancia de todo lo que tuviera que ver con la familia, la religión, su propio hermano y Dios para irse por el mundo.

Cuando entraste y te hiciste a mi lado, supe que seguías siendo parte de mi vida ―afirma Camilo mientras me mira a los ojos― y si es cierto que la familia es algo más que un lazo de sangre, entre nosotros hay un vínculo tejido en el tiempo, sutil e invisible. Existe una historia común. Y entendí que nos necesitábamos Luis. Debes saber eso. Por eso te pregunté como te sentías. Y mientras preguntabas acerca de papá y mi ausencia, comprendí que mi deber era cumplir aquello que había aprendido, el sagrado dharma, el propósito de vida y que el karma que debía liberar estaba aquí, en el vínculo que tengo contigo y, por lo tanto, la verdadera liberación para mí solo se dará a tu lado.

Hablamos de todo. Y entonces aquella mañana, empezamos a escucharnos, el principio de todo y la base para establecer una relación respetuosa. Esta historia, me hizo tener presente que en no pocas ocasiones, solo reconocemos el amor por nuestros padres, hermanos e incluso hijos, cuando enfrentamos la posibilidad de la muerte, porque creemos que vivir es nada más que cumplir ciertos puntos de un itinerario, y que en muchas ocasiones se hace agobiante mientras nos llega el momento de partir. Y así, en ese espíritu decidimos que podíamos volver a empezar, que nos teníamos el uno al otro. Y esa mañana, empecé a conocer a Camilo Sánchez, mi hermano.

lunes, 17 de febrero de 2020

Versiones


Constanza Aimola


I Versión

Viajar con mis hijos no es exactamente en lo que pienso cuando lo hago para descansar. Vamos rumbo a Cartagena, teníamos planeado y pago este viaje desde enero al hotel al que vamos hace cuatro años. Cuando empezamos a visitarlo viajábamos solos, algo así como un escape de pareja, sin embargo, luego no podíamos dejar a los niños en Bogotá mientras nosotros disfrutamos de la playa, el sol, la piscina y las comidas y bebidas ilimitadas. Algo que solo me entenderán quienes han sido padres, una culpa que se siente sin haber cometido ningún pecado.

Nos despertamos a las cinco de la mañana como nunca, porque para ir a trabajar o estudiar siempre se nos hace tarde. Salimos a tiempo por lo que cuando llegamos al aeropuerto en medio de un tráfico relajado pudimos desayunar con calma.

Después de parar más veces que en un viacrucis por comida, libros para colorear, peluches y gomitas entre otros, nos dirigimos a la sala treinta y seis, que estaba al final de un salón gigante que parecía interminable, caminamos muchísimo mientras pasábamos por negocios exclusivos de comida, ropa, accesorios, joyerías, cafeterías y tiendas de recuerdos a las que mis hijos querían entrar.

Últimamente he visto a varias personas mirándome mientras grito como una desquiciada detrás de mis hijos, entre sensación de risa y pena intento controlarme, pero se me olvida rápido y de nuevo muy fácil pierdo la paciencia.

También me he dado cuenta de cómo mi esposo camina unos metros delante de nosotros, no sé si será por pena o porque entre tanta parada, pellizco y regaño me demoro más de lo que espera.

De pronto vi cómo mi esposo se detuvo para recoger algo del piso, me lo enseñó desde lejos, era la cédula de alguien. Giacomo Tussi, primero la vi y después escuché cuando lo anunciaban en la estación de información en donde la dejó rápidamente mi esposo por mi recomendación. Mi esposo nos pedía que aceleráramos el paso porque ya estaban abordando nuestro vuelo, pero yo quería ver quién era el señor Tussi, mi papá era italiano y mis hijos y yo tenemos la nacionalidad, esa cultura, la gente, la comida todo nos gusta tanto que nuestros hijos estudian en un colegio italiano. Quería saber quién era el descuidado que había dejado caer su cédula.

Mientras que intentaba hacer tiempo para ver quién iba a recoger el documento le mostré a mi hija una de mis tiendas favoritas de joyas, le estaba susurrando que el sello de esta marca era un osito, que lo ponían en los collares, pulseras, aretes, anillos y dijes. Ella parecía incómoda y ansiosa porque cada vez el papá estaba más lejos, por lo que me dijo en el mismo tono que yo le estaba hablando que nos iba a dejar el avión y que habíamos perdido el turno de la fila.

Solté una fuerte carcajada porque esa niña me espanta con cada cosa que dice, tiene cinco años y a veces pareciera que estoy hablando con una amiga adolescente de quince. Mientras seguía agachada, por encima de su hombro vi a Giacomo recogiendo su cédula. Era el típico italiano ya entrado en años en mi concepto. Alto y fornido, aunque con los músculos flácidos, bronceado color caramelo, pelo poco, pero algo largo y ensortijado, recogido con una liga de caucho, algo de barba blanca, ojos azules, camiseta de color gris y pantalón azul, con una pañoleta de seda en el cuello atada de forma despreocupada. Un apuesto hombre que aunque podría tener algo más de setenta años se veía atractivo e interesante.

Todo esto lo veía mientras avanzaba en la fila para abordar mientras mi esposo unos turnos más adelante, se notaba algo molesto porque me había retrasado. Mientras acomodaba las maletas y buscaba la ubicación de las sillas, mis hijos revoloteaban por el avión, la niña cantaba y el pequeño que todavía no habla también intentaba imitar a su hermana.

Pareciera que ir al baño en el avión es una de las mayores atracciones para mis hijos. Ya era la tercera vez y como el baño de la clase turista estaba ocupado la auxiliar de vuelo me sugirió que lo llevara al de primera clase. Me dirigí por todo el pasillo hasta el frente, era un avión muy grande, entramos al baño a una supuesta urgencia que resultó ser realmente una expedición para lavarse las manos y husmear entre los cajones.

Cuando regresábamos a nuestras sillas, sentado en las últimas de clase ejecutiva estaba el señor Giacomo a quien le cayó en gracia mi pequeño hijo que tiene unos ojos que hablan por él. Le tomó la mano y le hizo un gesto de cosquillas acariciando con sus dedos índice sus axilas, a mí me sonrió, me guiñó el ojo y yo en señal de respeto, pero empatía le hice un gesto de aprobación con mi cabeza mientras le decía «ciao» sin sonido, solo moviendo mi boca.

Cuando regresé mi hija coloreaba su libro de unicornios y mi esposo estaba profundamente dormido, me senté intentando no hacer ruido, pero solo hizo falta que mi hijo se subiera a la silla y le hiciera musarañas a los de atrás, bajara su mesa, la cortinilla de la ventana y todo eso en treinta segundos para que yo pegara un grito.

Por fin el piloto anuncia que en diez minutos aterrizaríamos en Cartagena, intenté leer una revista con unos artículos muy interesantes, escribir, organizar un poco mi cartera que era un caos, tomarme el café sin interrupciones, pero no lo logré. Para ese momento me dolía el cuello y la cabeza me iba a estallar, tenía ganas de salir corriendo y dejarlos abandonados, pero solo el recuerdo me hace soltar una carcajada, en realidad tengo todo para matarlos, pero no puedo hacer algo diferente a amarlos locamente, volverme adicta a su risa y su mirada y agradecer por sus vidas cada segundo.

Bajamos por la inestable y empinada escalera, primero mi esposo con las dos maletas grandes, luego mi hijo pequeño sin tomarse de la baranda por más que se lo pedía a gritos, luego yo un escalón a la vez con las maletas de los niños y luego mi hija de cinco años que me pedía que no me estresara y recordándome que ella es grande y se puede cuidar sola.

Salimos del aeropuerto y contratamos una camioneta que nos llevaría al hotel, lo único en lo que puedo pensar es que tengo calor, me duelen los pies y quiero un Bloody Mary o varios.

Por fin después de esperar, acceder a que la guía turística nos tomara fotos familiares y sentir que me derretía del calor nos subimos a la camioneta en la que aumentaba muy despacio el frío del aire acondicionado.

Los niños no dejaban de gritar, patear la silla de adelante, pelearse, mi esposo cómodamente sentado en frente hablaba con el conductor acerca del clima y los turistas mientras yo quería salirme por la ventana, pero me detuvo el bochorno del exterior. Mis hijos me llamaban y yo me hacía la sorda tratando de tomar algunas fotos del paisaje sin que salieran mis gritos de fondo.

Llegamos al hotel, los niños se fueron quitando la ropa y la dejaban tirada a su paso para bañarse en unos chorros cerca a la recepción mientras tramitábamos el ingreso. Mi esposo entregaba documentos, pasaba la tarjeta para el pago, charlaba y se reía con la recepcionista, yo me acercaba recogiendo la ropa del piso, cuidaba las maletas y estaba pendiente de mis hijos todo al tiempo. Solo podía pensar que si no me daban la habitación iba a empezar a gritar a todo el mundo. No es que sea una histérica, pero entenderán que estaba al límite.

Por fin me senté a empacar la ropa en las maletas de los niños cuando entró al hotel el señor Tussi, sí, el italiano del aeropuerto, interesante estadía eran las palabras que me pasaban por la cabeza. Me armé una película completa en mi cabeza, al ritmo de la música caribeña que ya escucha en el hotel. Las diferentes razones por las que ese hombre viajaba solo, de quién estaría huyendo y cómo haría para entablar una conversación. En eso estaba cuando vi a la otra recepcionista saludarlo con una gran sonrisa, gesticulando de forma exagerada y finalmente moviendo armónicamente sus manos para comunicarse en el lenguaje de señas que desconozco. Mi churro amigo era sordo mudo.



II Versión

Sonó la alarma y me levanté de una vez porque sabía que tenía que despertar no menos de tres veces a mi esposa y mi hija antes de que se levantaran y metieran a la ducha, sin que les caiga agua encima parecen zombis.

Luego de ir al baño y despertar a mi hija por última vez, mientras me afeitaba esperé paciente a que mi esposa saliera del baño para meterme a bañar. Con mi hijo no hay problema, él es como yo, serio y comprometido con los objetivos.

Bañé a los niños y mi esposa me los iba recibiendo a medida que terminaba, luego era mi turno, logramos cumplir con los tiempos que tenía planeados para que nos recogiera el conductor del carro que contraté para cumplir el itinerario del vuelo.

Salimos a tiempo, los carros avanzaban y el tráfico fluía como hace mucho no veía. Llegamos puntuales y yo reía de la emoción. Le pedí al conductor que nos dejara en el parqueadero por lo que le di una propina, nos dirigimos cada uno con su maleta al ascensor. Antes de que la puerta se cerrara la empleada de un negocio de donas nos pidió que la esperáramos con un arrume increíble de no menos de cinco cajas gigantes de plástico amarillo llenas de donas.

Estaba muy bien de ánimo, por lo que mientras mi esposa llevaba a mi hija al baño afuera planeaba con mi hijo escondernos para asustarlas. Nos morimos de risa los cuatro, todos estábamos felices. Los niños juiciosos arrastraban cada uno su maleta y nosotros elegíamos el lugar en donde les invitaría un delicioso desayuno por haber salido temprano de casa.

Mi hijo menor no podía elegir qué dona quería, así que terminé comiéndome dos y mi esposa otra, la cuarta fue por la que se decidió.

Cada uno se sentó con su dona y bebida preferida, mi esposa eligió café, la niña prefirió un té helado y el niño un néctar de manzana. Mi hija filmaba con el celular de la mamá un video para mostrarles a sus amiguitos de las redes sociales el proceso desde que salió de la casa y llegó a Cartagena.

Nos dirigimos a la entrada ochenta y seis, que fue la que nos correspondió, y en el camino les compramos algunas cosas a los niños. Me encontré una cédula tirada en el piso y la dejé en información para que se la entregaran al dueño, nos formamos en la fila para subir al avión, todo hasta ahora perfecto y a tiempo, excelente inicio de vacaciones.

El vuelo estuvo tranquilo y duró menos de lo que creía. Nos ofrecieron jugo, café y agua, estuve contestando unas trivias en la pantalla del espaldar de la silla delante de mí y jugando en el celular.

Entramos a la sala en donde entregan las maletas, pero como inteligentemente solo llevábamos de mano tuvimos tiempo para tomarles unas fotos a los niños en una ola montada en un escenario caribeño.

Debido a que me olvidé de reservar la camioneta en el hotel unos días antes, me dirigí a la guía con el cartel del hotel y rápidamente nos asignó el transporte. Coincidentemente Elber, que nos ha llevado en otras ocasiones, era nuestro conductor. Le pregunté cómo estaba todo en Cartagena, en Colombia ha habido manifestaciones y quería saber si a ellos los había afectado como a nosotros en Bogotá. El paisaje hermoso como siempre, el clima delicioso, un calor suave con brisa que me recuerda la niñez.

Llegamos al hotel y mientras los niños se divertían jugando con agua yo me encargaba del registro. No queremos perder ni un segundo de diversión. Las noticias seguían siendo buenas porque nos asignaron una junior suite lo que fue una sorpresa para mí, pensaba que había reservado una de precio normal. Nos la entregaron a las once de la mañana y no a las tres de la tarde como se acostumbra.

Entramos a la habitación con un trago de bienvenida, no podía dejar de sonreír viendo a mi esposa felizmente aterrada por esa habitación tan espectacular. De inmediato nos cambiamos y como si el cansancio por la madrugada y los meses de trabajo intenso hubieran desaparecido nos fuimos a disfrutar del almuerzo y la piscina el resto de la tarde hasta anochecer.