Miguel Ángel Salabarría Cervera
Como hacía siempre
que iba a la capital del país, se sentó con su dama de viaje por la vida a la
que conoció cuando ambos eran adolescentes, miraron el reloj de la emblemática torre
Latinoamericana de la Ciudad de México, que señalaba las seis de la tarde.
Instalados en una
banca se dispusieron a contemplar el paisaje urbano de la avenida Juárez, céntrica
arteria vial con amplia banqueta muy transitada, siendo clásico caminar en ella,
rumbo al zócalo de la metrópoli, debido a que ahí se encontraron vestigios de
la cultura mexica junto a construcciones coloniales, que causaban admiración
para propios y extraños; este era el motivo del por qué turistas e individuos
de cualquier lugar del país y del extranjero caminaban por este sitio.
Amplia ruta de
paso de personas unas solas, otras acompañadas con sus mascotas, es un espacio que,
durante el día y más recurrente a la caída de la tarde hasta la madrugada,
cobijara artistas y soñadores, gentes que venden lo inimaginable creados por su
necesidad y materializados por sus diestras manos artesanales; para los
individuos de todas las gamas sociales y preferencias que deambulaban en esta zona.
Esto era lo que a
ambos les gustaba, se entretenían viendo transitar a la gente, como también escuchar
música de los artistas de la calle, lo mismo que observar a los que vestían
estrafalariamente por la moda que ellos se creaban, quienes no eran pocos.
Así se les iba el
tiempo, acompañados de una gaseosa y palomitas de maíz o la chatarra comestible
que fuera, mientras comentaban sobre lo que les llamara la atención.
Su curiosidad se
centró en un joven veinteañero que se instaló a un costado de ellos con sus
bocinas a las conectó una guitarra de dos brazos, puso en el suelo delante de
él su sombrero «borsalino» elegante pero desgastado para que le depositaran
monedas por su actuación, se acomodó su gabán maltratado por el tiempo y con
parsimonia, afinado el instrumento comenzó a deleitar a los transeúntes con la
melodía «Hey Jude» de los Beatles, causando grata impresión en personas de
mediana edad y mayores que se detuvieron para depositar sus donativos.
Eduardo se sentía
contento por la música que oía, le recordaban sus años mozos de preparatoriano
como su pasión por el rock, pero a ella no, porque puso gesto de enfado al oír
la melodía, esto les hacía tener marcadas diferencias en gustos musicales.
La tarde
transcurría tranquila con temperatura de veinticinco grados y cielo despejado,
cuando a la distancia se empezó a escuchar un perifoneo que por sus consignas
anunciaba una manifestación contra el Gobierno.
Lentamente se
aproximó al sitio en que se encontraban Eduardo y Loreto, quienes se pusieron
de pie para ver la marcha y tomar fotos con su móvil. Ambos se emocionaron,
sintiéndose identificados con los integrantes de la protesta, que reclamaban al
gobierno la desaparición desde el 26 de septiembre de 2014 de cuarenta y tres jóvenes
estudiantes normalistas de Ayotzinapa, Estado de Guerrero. Ese día se cumplía
el cuarto aniversario de este hecho que sacudió al país en pro y en contra. Se
unieron a la consigna: «Vivos se los llevaron, vivos los queremos», que
gritaban los padres y familiares afectados, los estudiantes que marchaban y las
organizaciones de izquierda que apoyaban este movimiento. Al pasar un joven con
un bote, cooperaron con generosidad para sostener esta lucha
campesino-estudiantil, al tiempo que lo motivaban a continuar en esta lucha.
Los manifestantes
se alejaron, regresando ellos a su sitio a la vez que comentaban sobre las causas
del movimiento y la responsabilidad de las autoridades por la desaparición
forzosa de los cuarenta y tres estudiantes, indicando que fue obra del gobierno
neoliberal por cerrar las escuelas normales rurales, porque son formadores de
docentes con conciencia de clase. En este punto estuvieron de acuerdo y
continúan tomando su gaseosa y escuchando al artista de la calle que reanuda su
interrumpida audición, quien para captar el interés de los transeúntes emocionado
los deleitó con el clásico «Hotel California» de The Eagles. Logrando su
objetivo al acumularse monedas y escasos billetes en su «borsalino» con la
mítica canción de rocanrol.
Les hizo
distraerse de la música, los aromáticos olores que se desprendían de la
variedad de antojitos que el joven pregonaba frente a ellos, apetecían
comprarlos a pesar de las limitaciones del sobrepeso. Sin embargo, consumieron
mazapanes, garapiñados y hojuelas. Luego de terminar, ella le exteriorizó
sentirse culpable por lo ingerido porque los tenía prohibidos, él trató de
tranquilizarla diciéndole que cuando caminaran toda la avenida eliminaría lo
comido.
La tarde
transcurría cuando pasaron frente a Eduardo y Loreto una pareja de lesbianas
que se manifestaban sin recato sus sentimientos, causándole a ambos «mal sabor
en la boca», que le hizo expresar a Eduardo:
―Es preferible que
sean de sexo diferente, aunque salgan con su «domingo siete».
Loreto le
respondió.
—Como Dios manda.
Se acercaba un
grupo de personas vestidas con camisas azules y pantalones blancos, entregando
volantes y haciendo oír por megáfono sus consignas por el «Derecho a la vida»,
rechazaban el aborto desde su concepción y en sus etapas de gravidez de la
mujer, resaltando que más derechos a la vida tienen los animales, que un ser
humano indefenso y sin culpa alguna de su asesinato.
—¡No es posible
que maten a un pequeño, que no tiene culpa de la irresponsabilidad de quienes
lo engendran «por calentura»! —exclamó Loreto iracunda.
―Tienes razón
―respondió Eduardo para agregar—: pues si tantas ganas tienen, que se prevengan
o que se bañen «pa′bajarse» la calentura; soltando estruendosa carcajada por lo
dicho.
Enojada por la
expresión, le dijo:
—Para quitarte lo
«chistosito» vaya a comprarme unos cacahuates japoneses y una naranjada, no te
me quedes por allá, como siempre haces ―le dijo ella con tono autoritario.
Eduardo se levantó
poniéndose su inseparable mochila para cumplir los gustos y la orden de Loreto,
pero fue detenido con su comentario irónico.
—Déjame tu
«espalda» para que aparte tu lugar, porque están muy peleados―. Rio ella con pulla.
Acomodó la mochila
de él en el espacio dejado, viendo cómo se alejaban las personas que defendían
el «Derecho a la vida», en tanto Eduardo caminaba por otro sentido.
Transcurrieron más
de veinte minutos, cuando retornó con su encargo, al verlo llegar Loreto le
dijo con tono sarcástico:
—¿Estaba muy lleno
el minimarket?
Él sin darle
importancia, quitó su mochila, ocupó el espacio, entregándole a ella su pedido,
además unas gomas de mascar que le gustaban.
―¿A ver cuéntame
por qué tardaste?
—Unos indígenas de
la sierra de Oaxaca estaban vendiendo artesanías, tejidos y también cuadros de
paisajes hechos con pinturas naturales de flores, ahí mismo los elaboraban―le
contó emocionado.
―¿Por qué no lo compraste?
Pues te gustan mucho.
—El problema es
para transportarlos en avión; ponen muchos requisitos. Sin embargo, cuando nos
vayamos, lo compraré.
―¿Eso solo viste?
—No —respondió con
entusiasmo.
—¿Qué te emocionó?
—Vi a Frank
Sinatra, cantando con una gran copa vacía en la mano, y su clásico sombrero.
—No me eches
mentiras, porque ya está muerto.
—Bueno, era un
imitador «el Sinatra de los pobres» pero muy profesional, cantaba una de mis
favoritas: My Way. ¡Qué interpretación! ―emocionado exclamó—. Deposité
una generosa propina en su copa.
—Espero que no te
haya quedado dinero para tu cuadro ―le reviró con chanza— porque no te prestaré
nada, eres muy mala paga.
Los dos rieron y
continuaron contemplando el paisaje urbano, cuando ya eran minutos antes de las
ocho de la noche.
Se aproximaba un
vendedor de billetes de lotería pregonando:
―¡Compren este
cachito! Es el «huerfanito» de la serie… tiene terminación siete de la buena
suerte.
Gritando el
vendedor de billetes de lotería, se detuvo frente a Eduardo y Loreto, quienes
permanecieron en silencio, él continuó ofreciendo el vigésimo que le quedaba,
al ver que no se inmutaban le ofreció otras series con diferente terminación, enfadada
Loreto le dijo con respeto, que no comprarían ningún billete o «huerfanito» y
que por favor se marchara.
El vendedor los
miró con enojo y les exclamó:
—¡Por esto no
salen de pobres! —Dio media vuelta y se perdió entre los peatones.
Ellos lejos de
enojarse, rieron del momento vivido y continuaron disfrutando la noche
despejada con estrellas en el firmamento, una discreta Luna creciente y un
viento fresco.
―¡Policía, aquí le
entrego a estos rateros!
Gritaba una señora
que sujetaba con ambas manos a un par de niños de aproximadamente diez años de
edad, que no tenían aspecto de ser rufianes.
De inmediato
hicieron acto de presencia dos uniformados que acudieron al escuchar los clamores
de la señora. Por coincidencia todos quedaron a espaldas de donde Eduardo y
Loreto estaban sentados, quienes voltearon a ver el escándalo que se daba.
—¿Por qué grita y
trae sujetados a estos dos infantes? ―preguntó uno de los agentes del orden.
La señora con
visibles muestras de enojo, soltó los antebrazos de los chamacos y les dijo a
los policías:
—Estaba en el
expendio de tacos de la esquina, cuando sentí a uno de ellos meter su mano en
mi bolso, mientras el otro estaba parado junto a mí, como para distraerme
―continuó con su relato— al voltear vi a este ―señalando al chico claro de
color y de cabello lacio— quien retiraba la mano de mi bulto, el otro le dijo
«vámonos», pero por la gente que estaba comprando no pudieron correr y los tomé
a cada uno del brazo, ellos me daban de patadas en mis piernas y trompadas en
el cuerpo, pero ni así los solté, nadie de la gente intervino.
En ese momento
llegaron dos policías femeninas quienes al ver la situación que arremolinaba a
varias personas, exhortaron a los concurrentes a seguir su camino; luego se
acercaron a sus compañeros para recibir información de lo que acontecía, ya
enteradas le preguntaron a la señora que los había detenido, qué pretendía.
—Exijo que estos
dos rateros reciban una sanción.
La contundente aseveración
de la señora, las dejó sin repuestas, quienes trataron de apaciguar a la
iracunda señora diciéndole que quizás se confundió en sus apreciaciones.
Escuchaban Eduardo
y Loreto lo que sucedía, entre ellos hacían comentarios sacando sus
conclusiones.
—Para mí sí son
culpables —le dijo ella a él— observa cómo están tan tranquilos sin demostrar
miedo a la policía.
―Tienes razón —le
contestó Eduardo y agregó— ¿ya te diste cuenta que hay un joven de camisa verde
y lentes enfrente observando muy atento lo que ocurre y habla por su móvil?
―Sí, seguro es
parte de la banda. Observa están interrogando a los chicos. Sigamos escuchando,
dijo Loreto.
En esos momentos
un policía le preguntaba a cada niño el grado de estudios en que se
encontraban, nombre de su escuela y la dirección de la misma. Los infantes le
dieron las respuestas; el agente llamó a su subalterno para darle los datos e investigarlos
en Google maps. Después de unos diez minutos el subordinado le informó a su
jefe que esos datos no existían, además había consultado la base de datos de
las escuelas de educación primaria en la ciudad y no estaban registrados.
Intrigado el jefe
de los policías, les preguntó
―¿Estudian y viven
en esta ciudad?
Al unísono ambos
le respondieron afirmativamente.
Intervino la
señora que los detuvo para decirles a voz en cuello a los agentes del orden.
―¡Esta es la
prueba de que son unos delincuentes!
—Pero, señora, qué
podemos hacer —le dijo una de las policías― son menores de edad, se le
violarían sus derechos humanos y derechos como niños.
La respuesta dada
por la agente del orden, dividió las opiniones de los curiosos que estaban
presentes observando lo que acontecía.
En ese momento se
acercó un joven drogado y con manifiesta tendencia homosexual para decirle a
los policías.
―¿Qué pasa aquí
con estos chavos? ¡Déjenlos libres!
Inmediatamente un
policía le ordenó:
—¡Vete, circula!
El joven se
encaminó a donde estaba su acompañante de mayor edad, quien estaba sentado en
la banqueta y con las espaldas en la pared. Al llegar le dijo con voz fuerte.
—¡Ya ves, los fui
a defender y me corrieron!
Extrajo de entre
sus ropas una bolsa que contenía un inhalante la aspiró, para después dárselo a
quien lo esperaba, que sonreía por todo.
—Qué descaro de
gentes como esos —comentó Loreto a Eduardo—. ¡También se los deberían de llevar
presos!
Él le expresó:
—Tienes toda la
razón, cada vez estamos viviendo en una sociedad que va perdiendo sus valores
—dijo con pesar— pero veamos en qué termina este jolgorio.
Los policías
comentaron en voz baja la situación que se daba y el de mayor rango le dijo a
la señora.
—Pues no podemos
hacer nada, los soltaremos.
Encolerizada la
señora les reviró.
Así es como
fomentan la delincuencia, con sus estúpidos derechos ―señalando a los menores
añadió— ojalá no se conviertan en secuestradores, narcotraficantes o la peor
escoria que anda suelta en la calle por culpa de la «Autoridad» que mal
representan ustedes.
Los policías en
silencio escucharon a la señora, quien antes de irse les hizo una seña a manera
de recordatorio materno.
Los niños
sonrieron al ver alejarse a la mujer, miraron a los policías ya con cara de
tranquilidad.
En voz del jefe de
los guardianes del orden escucharon, consejos de ser buenos niños y futuros
ciudadanos ejemplares, por el bien de toda la sociedad en que vivimos.
Después de
concluida su perorata, los policías los saludaron de mano y los vieron
marcharse, para continuar con su labor.
―¿Te diste cuenta?
—Loreto le preguntó Eduardo— ¿Qué el tipo de camisa verde se fue siguiendo a
los dos chamacos?
―Ni duda cabe que
son de la misma banda de rateros ―de manera afirmativa le respondió.
La noche avanzaba dejando
sentirse en el viento suave y fresco, que le hizo a él sacar de su eterna
acompañante, la chamarra de piel, se la puso y le dijo a Loreto:
—¿Quieres que nos
encaminemos al subway?
—Esperemos a que
den las nueve, la noche es muy bonita.
Transcurrido el
tiempo convenido se pusieron de pie, encaminándose hacia la estación, en el
trayecto se encontraron a un grupo de mujeres con blusa color rosa portando
lazo negro al frente. Al acercarse, les pidieron que dieran su firma para
impulsar la lucha contra los feminicidios.
Ellos
intercambiaron miradas, sacaron sus respectivas cédulas de identificación,
anotaron sus datos y firmaron.
Esta decisión sin
demora, causó en las personas organizadoras del evento simpatía por su
disposición a colaborar, a pesar de ser una pareja de la tercera edad que
normalmente son retraídas. Las mujeres encargadas del acto se lo expresaron con
efusividad, al tiempo que les tomaban fotos para la página web de esta lucha.
El viento fresco
presagiaba una fría noche, se tomaron de la mano y emprendieron el camino al subway,
en el trayecto encontraron a los indígenas artesanos de Oaxaca, se detuvieron
para que Eduardo comprara el cuadro que deseaba, mientras Loreto miraba con
admiración las obras de los artistas.
Posteriormente, se
encaminaron al túnel de acceso al subway y desaparecer de la simbólica avenida
Juárez.
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