jueves, 27 de febrero de 2020

Una tarde en Juárez

Miguel Ángel Salabarría Cervera

Como hacía siempre que iba a la capital del país, se sentó con su dama de viaje por la vida a la que conoció cuando ambos eran adolescentes, miraron el reloj de la emblemática torre Latinoamericana de la Ciudad de México, que señalaba las seis de la tarde.
Instalados en una banca se dispusieron a contemplar el paisaje urbano de la avenida Juárez, céntrica arteria vial con amplia banqueta muy transitada, siendo clásico caminar en ella, rumbo al zócalo de la metrópoli, debido a que ahí se encontraron vestigios de la cultura mexica junto a construcciones coloniales, que causaban admiración para propios y extraños; este era el motivo del por qué turistas e individuos de cualquier lugar del país y del extranjero caminaban por este sitio.
Amplia ruta de paso de personas unas solas, otras acompañadas con sus mascotas, es un espacio que, durante el día y más recurrente a la caída de la tarde hasta la madrugada, cobijara artistas y soñadores, gentes que venden lo inimaginable creados por su necesidad y materializados por sus diestras manos artesanales; para los individuos de todas las gamas sociales y preferencias que deambulaban en esta zona.
Esto era lo que a ambos les gustaba, se entretenían viendo transitar a la gente, como también escuchar música de los artistas de la calle, lo mismo que observar a los que vestían estrafalariamente por la moda que ellos se creaban, quienes no eran pocos.
Así se les iba el tiempo, acompañados de una gaseosa y palomitas de maíz o la chatarra comestible que fuera, mientras comentaban sobre lo que les llamara la atención.
Su curiosidad se centró en un joven veinteañero que se instaló a un costado de ellos con sus bocinas a las conectó una guitarra de dos brazos, puso en el suelo delante de él su sombrero «borsalino» elegante pero desgastado para que le depositaran monedas por su actuación, se acomodó su gabán maltratado por el tiempo y con parsimonia, afinado el instrumento comenzó a deleitar a los transeúntes con la melodía «Hey Jude» de los Beatles, causando grata impresión en personas de mediana edad y mayores que se detuvieron para depositar sus donativos.
Eduardo se sentía contento por la música que oía, le recordaban sus años mozos de preparatoriano como su pasión por el rock, pero a ella no, porque puso gesto de enfado al oír la melodía, esto les hacía tener marcadas diferencias en gustos musicales.
La tarde transcurría tranquila con temperatura de veinticinco grados y cielo despejado, cuando a la distancia se empezó a escuchar un perifoneo que por sus consignas anunciaba una manifestación contra el Gobierno.
Lentamente se aproximó al sitio en que se encontraban Eduardo y Loreto, quienes se pusieron de pie para ver la marcha y tomar fotos con su móvil. Ambos se emocionaron, sintiéndose identificados con los integrantes de la protesta, que reclamaban al gobierno la desaparición desde el 26 de septiembre de 2014 de cuarenta y tres jóvenes estudiantes normalistas de Ayotzinapa, Estado de Guerrero. Ese día se cumplía el cuarto aniversario de este hecho que sacudió al país en pro y en contra. Se unieron a la consigna: «Vivos se los llevaron, vivos los queremos», que gritaban los padres y familiares afectados, los estudiantes que marchaban y las organizaciones de izquierda que apoyaban este movimiento. Al pasar un joven con un bote, cooperaron con generosidad para sostener esta lucha campesino-estudiantil, al tiempo que lo motivaban a continuar en esta lucha.
Los manifestantes se alejaron, regresando ellos a su sitio a la vez que comentaban sobre las causas del movimiento y la responsabilidad de las autoridades por la desaparición forzosa de los cuarenta y tres estudiantes, indicando que fue obra del gobierno neoliberal por cerrar las escuelas normales rurales, porque son formadores de docentes con conciencia de clase. En este punto estuvieron de acuerdo y continúan tomando su gaseosa y escuchando al artista de la calle que reanuda su interrumpida audición, quien para captar el interés de los transeúntes emocionado los deleitó con el clásico «Hotel California» de The Eagles. Logrando su objetivo al acumularse monedas y escasos billetes en su «borsalino» con la mítica canción de rocanrol.
Les hizo distraerse de la música, los aromáticos olores que se desprendían de la variedad de antojitos que el joven pregonaba frente a ellos, apetecían comprarlos a pesar de las limitaciones del sobrepeso. Sin embargo, consumieron mazapanes, garapiñados y hojuelas. Luego de terminar, ella le exteriorizó sentirse culpable por lo ingerido porque los tenía prohibidos, él trató de tranquilizarla diciéndole que cuando caminaran toda la avenida eliminaría lo comido.
La tarde transcurría cuando pasaron frente a Eduardo y Loreto una pareja de lesbianas que se manifestaban sin recato sus sentimientos, causándole a ambos «mal sabor en la boca», que le hizo expresar a Eduardo:
―Es preferible que sean de sexo diferente, aunque salgan con su «domingo siete».
Loreto le respondió.
—Como Dios manda.
Se acercaba un grupo de personas vestidas con camisas azules y pantalones blancos, entregando volantes y haciendo oír por megáfono sus consignas por el «Derecho a la vida», rechazaban el aborto desde su concepción y en sus etapas de gravidez de la mujer, resaltando que más derechos a la vida tienen los animales, que un ser humano indefenso y sin culpa alguna de su asesinato.
—¡No es posible que maten a un pequeño, que no tiene culpa de la irresponsabilidad de quienes lo engendran «por calentura»! —exclamó Loreto iracunda.
―Tienes razón ―respondió Eduardo para agregar—: pues si tantas ganas tienen, que se prevengan o que se bañen «pa′bajarse» la calentura; soltando estruendosa carcajada por lo dicho.
Enojada por la expresión, le dijo:
—Para quitarte lo «chistosito» vaya a comprarme unos cacahuates japoneses y una naranjada, no te me quedes por allá, como siempre haces ―le dijo ella con tono autoritario.
Eduardo se levantó poniéndose su inseparable mochila para cumplir los gustos y la orden de Loreto, pero fue detenido con su comentario irónico.
—Déjame tu «espalda» para que aparte tu lugar, porque están muy peleados―. Rio ella con pulla.
Acomodó la mochila de él en el espacio dejado, viendo cómo se alejaban las personas que defendían el «Derecho a la vida», en tanto Eduardo caminaba por otro sentido.
Transcurrieron más de veinte minutos, cuando retornó con su encargo, al verlo llegar Loreto le dijo con tono sarcástico:
—¿Estaba muy lleno el minimarket?
Él sin darle importancia, quitó su mochila, ocupó el espacio, entregándole a ella su pedido, además unas gomas de mascar que le gustaban.
―¿A ver cuéntame por qué tardaste?
—Unos indígenas de la sierra de Oaxaca estaban vendiendo artesanías, tejidos y también cuadros de paisajes hechos con pinturas naturales de flores, ahí mismo los elaboraban―le contó emocionado.
―¿Por qué no lo compraste? Pues te gustan mucho.
—El problema es para transportarlos en avión; ponen muchos requisitos. Sin embargo, cuando nos vayamos, lo compraré.
―¿Eso solo viste?
—No —respondió con entusiasmo.
—¿Qué te emocionó?
—Vi a Frank Sinatra, cantando con una gran copa vacía en la mano, y su clásico sombrero.
—No me eches mentiras, porque ya está muerto.
—Bueno, era un imitador «el Sinatra de los pobres» pero muy profesional, cantaba una de mis favoritas: My Way. ¡Qué interpretación! ―emocionado exclamó—. Deposité una generosa propina en su copa.
—Espero que no te haya quedado dinero para tu cuadro ―le reviró con chanza— porque no te prestaré nada, eres muy mala paga.
Los dos rieron y continuaron contemplando el paisaje urbano, cuando ya eran minutos antes de las ocho de la noche.
Se aproximaba un vendedor de billetes de lotería pregonando:
―¡Compren este cachito! Es el «huerfanito» de la serie… tiene terminación siete de la buena suerte.
Gritando el vendedor de billetes de lotería, se detuvo frente a Eduardo y Loreto, quienes permanecieron en silencio, él continuó ofreciendo el vigésimo que le quedaba, al ver que no se inmutaban le ofreció otras series con diferente terminación, enfadada Loreto le dijo con respeto, que no comprarían ningún billete o «huerfanito» y que por favor se marchara.
El vendedor los miró con enojo y les exclamó:
—¡Por esto no salen de pobres! —Dio media vuelta y se perdió entre los peatones.
Ellos lejos de enojarse, rieron del momento vivido y continuaron disfrutando la noche despejada con estrellas en el firmamento, una discreta Luna creciente y un viento fresco.
―¡Policía, aquí le entrego a estos rateros!
Gritaba una señora que sujetaba con ambas manos a un par de niños de aproximadamente diez años de edad, que no tenían aspecto de ser rufianes.
De inmediato hicieron acto de presencia dos uniformados que acudieron al escuchar los clamores de la señora. Por coincidencia todos quedaron a espaldas de donde Eduardo y Loreto estaban sentados, quienes voltearon a ver el escándalo que se daba.
—¿Por qué grita y trae sujetados a estos dos infantes? ―preguntó uno de los agentes del orden.
La señora con visibles muestras de enojo, soltó los antebrazos de los chamacos y les dijo a los policías:
—Estaba en el expendio de tacos de la esquina, cuando sentí a uno de ellos meter su mano en mi bolso, mientras el otro estaba parado junto a mí, como para distraerme ―continuó con su relato— al voltear vi a este ―señalando al chico claro de color y de cabello lacio— quien retiraba la mano de mi bulto, el otro le dijo «vámonos», pero por la gente que estaba comprando no pudieron correr y los tomé a cada uno del brazo, ellos me daban de patadas en mis piernas y trompadas en el cuerpo, pero ni así los solté, nadie de la gente intervino.
En ese momento llegaron dos policías femeninas quienes al ver la situación que arremolinaba a varias personas, exhortaron a los concurrentes a seguir su camino; luego se acercaron a sus compañeros para recibir información de lo que acontecía, ya enteradas le preguntaron a la señora que los había detenido, qué pretendía.
—Exijo que estos dos rateros reciban una sanción.
La contundente aseveración de la señora, las dejó sin repuestas, quienes trataron de apaciguar a la iracunda señora diciéndole que quizás se confundió en sus apreciaciones.
Escuchaban Eduardo y Loreto lo que sucedía, entre ellos hacían comentarios sacando sus conclusiones.
—Para mí sí son culpables —le dijo ella a él— observa cómo están tan tranquilos sin demostrar miedo a la policía.
―Tienes razón —le contestó Eduardo y agregó— ¿ya te diste cuenta que hay un joven de camisa verde y lentes enfrente observando muy atento lo que ocurre y habla por su móvil?
―Sí, seguro es parte de la banda. Observa están interrogando a los chicos. Sigamos escuchando, dijo Loreto.
En esos momentos un policía le preguntaba a cada niño el grado de estudios en que se encontraban, nombre de su escuela y la dirección de la misma. Los infantes le dieron las respuestas; el agente llamó a su subalterno para darle los datos e investigarlos en Google maps. Después de unos diez minutos el subordinado le informó a su jefe que esos datos no existían, además había consultado la base de datos de las escuelas de educación primaria en la ciudad y no estaban registrados.
Intrigado el jefe de los policías, les preguntó
―¿Estudian y viven en esta ciudad?
Al unísono ambos le respondieron afirmativamente.
Intervino la señora que los detuvo para decirles a voz en cuello a los agentes del orden.
―¡Esta es la prueba de que son unos delincuentes!
—Pero, señora, qué podemos hacer —le dijo una de las policías― son menores de edad, se le violarían sus derechos humanos y derechos como niños.
La respuesta dada por la agente del orden, dividió las opiniones de los curiosos que estaban presentes observando lo que acontecía.
En ese momento se acercó un joven drogado y con manifiesta tendencia homosexual para decirle a los policías.
―¿Qué pasa aquí con estos chavos? ¡Déjenlos libres!
Inmediatamente un policía le ordenó:
—¡Vete, circula!
El joven se encaminó a donde estaba su acompañante de mayor edad, quien estaba sentado en la banqueta y con las espaldas en la pared. Al llegar le dijo con voz fuerte.
—¡Ya ves, los fui a defender y me corrieron!
Extrajo de entre sus ropas una bolsa que contenía un inhalante la aspiró, para después dárselo a quien lo esperaba, que sonreía por todo.
—Qué descaro de gentes como esos —comentó Loreto a Eduardo—. ¡También se los deberían de llevar presos!
Él le expresó:
—Tienes toda la razón, cada vez estamos viviendo en una sociedad que va perdiendo sus valores —dijo con pesar— pero veamos en qué termina este jolgorio.
Los policías comentaron en voz baja la situación que se daba y el de mayor rango le dijo a la señora.
—Pues no podemos hacer nada, los soltaremos.
Encolerizada la señora les reviró.
Así es como fomentan la delincuencia, con sus estúpidos derechos ―señalando a los menores añadió— ojalá no se conviertan en secuestradores, narcotraficantes o la peor escoria que anda suelta en la calle por culpa de la «Autoridad» que mal representan ustedes.
Los policías en silencio escucharon a la señora, quien antes de irse les hizo una seña a manera de recordatorio materno.
Los niños sonrieron al ver alejarse a la mujer, miraron a los policías ya con cara de tranquilidad.
En voz del jefe de los guardianes del orden escucharon, consejos de ser buenos niños y futuros ciudadanos ejemplares, por el bien de toda la sociedad en que vivimos.
Después de concluida su perorata, los policías los saludaron de mano y los vieron marcharse, para continuar con su labor.
―¿Te diste cuenta? —Loreto le preguntó Eduardo— ¿Qué el tipo de camisa verde se fue siguiendo a los dos chamacos?
―Ni duda cabe que son de la misma banda de rateros ―de manera afirmativa le respondió.
La noche avanzaba dejando sentirse en el viento suave y fresco, que le hizo a él sacar de su eterna acompañante, la chamarra de piel, se la puso y le dijo a Loreto:
—¿Quieres que nos encaminemos al subway?
—Esperemos a que den las nueve, la noche es muy bonita.
Transcurrido el tiempo convenido se pusieron de pie, encaminándose hacia la estación, en el trayecto se encontraron a un grupo de mujeres con blusa color rosa portando lazo negro al frente. Al acercarse, les pidieron que dieran su firma para impulsar la lucha contra los feminicidios.
Ellos intercambiaron miradas, sacaron sus respectivas cédulas de identificación, anotaron sus datos y firmaron.
Esta decisión sin demora, causó en las personas organizadoras del evento simpatía por su disposición a colaborar, a pesar de ser una pareja de la tercera edad que normalmente son retraídas. Las mujeres encargadas del acto se lo expresaron con efusividad, al tiempo que les tomaban fotos para la página web de esta lucha.
El viento fresco presagiaba una fría noche, se tomaron de la mano y emprendieron el camino al subway, en el trayecto encontraron a los indígenas artesanos de Oaxaca, se detuvieron para que Eduardo comprara el cuadro que deseaba, mientras Loreto miraba con admiración las obras de los artistas.
Posteriormente, se encaminaron al túnel de acceso al subway y desaparecer de la simbólica avenida Juárez.

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