I
Versión
Viajar
con mis hijos no es exactamente en lo que pienso cuando lo hago para descansar.
Vamos rumbo a Cartagena, teníamos planeado y pago este viaje desde enero al
hotel al que vamos hace cuatro años. Cuando empezamos a visitarlo viajábamos
solos, algo así como un escape de pareja, sin embargo, luego no podíamos dejar
a los niños en Bogotá mientras nosotros disfrutamos de la playa, el sol, la
piscina y las comidas y bebidas ilimitadas. Algo que solo me entenderán quienes
han sido padres, una culpa que se siente sin haber cometido ningún pecado.
Nos
despertamos a las cinco de la mañana como nunca, porque para ir a trabajar o
estudiar siempre se nos hace tarde. Salimos a tiempo por lo que cuando llegamos
al aeropuerto en medio de un tráfico relajado pudimos desayunar con calma.
Después
de parar más veces que en un viacrucis por comida, libros para colorear,
peluches y gomitas entre otros, nos dirigimos a la sala treinta y seis, que
estaba al final de un salón gigante que parecía interminable, caminamos
muchísimo mientras pasábamos por negocios exclusivos de comida, ropa,
accesorios, joyerías, cafeterías y tiendas de recuerdos a las que mis hijos
querían entrar.
Últimamente
he visto a varias personas mirándome mientras grito como una desquiciada detrás
de mis hijos, entre sensación de risa y pena intento controlarme, pero se me
olvida rápido y de nuevo muy fácil pierdo la paciencia.
También
me he dado cuenta de cómo mi esposo camina unos metros delante de nosotros, no
sé si será por pena o porque entre tanta parada, pellizco y regaño me demoro
más de lo que espera.
De
pronto vi cómo mi esposo se detuvo para recoger algo del piso, me lo enseñó
desde lejos, era la cédula de alguien. Giacomo Tussi, primero la vi y después
escuché cuando lo anunciaban en la estación de información en donde la dejó
rápidamente mi esposo por mi recomendación. Mi esposo nos pedía que
aceleráramos el paso porque ya estaban abordando nuestro vuelo, pero yo quería
ver quién era el señor Tussi, mi papá era italiano y mis hijos y yo tenemos la
nacionalidad, esa cultura, la gente, la comida todo nos gusta tanto que
nuestros hijos estudian en un colegio italiano. Quería saber quién era el
descuidado que había dejado caer su cédula.
Mientras
que intentaba hacer tiempo para ver quién iba a recoger el documento le mostré
a mi hija una de mis tiendas favoritas de joyas, le estaba susurrando que el
sello de esta marca era un osito, que lo ponían en los collares, pulseras, aretes,
anillos y dijes. Ella parecía incómoda y ansiosa porque cada vez el papá estaba
más lejos, por lo que me dijo en el mismo tono que yo le estaba hablando que
nos iba a dejar el avión y que habíamos perdido el turno de la fila.
Solté
una fuerte carcajada porque esa niña me espanta con cada cosa que dice, tiene
cinco años y a veces pareciera que estoy hablando con una amiga adolescente de
quince. Mientras seguía agachada, por encima de su hombro vi a Giacomo
recogiendo su cédula. Era el típico italiano ya entrado en años en mi concepto.
Alto y fornido, aunque con los músculos flácidos, bronceado color caramelo,
pelo poco, pero algo largo y ensortijado, recogido con una liga de caucho, algo
de barba blanca, ojos azules, camiseta de color gris y pantalón azul, con una
pañoleta de seda en el cuello atada de forma despreocupada. Un apuesto hombre
que aunque podría tener algo más de setenta años se veía atractivo e
interesante.
Todo
esto lo veía mientras avanzaba en la fila para abordar mientras mi esposo unos
turnos más adelante, se notaba algo molesto porque me había retrasado. Mientras
acomodaba las maletas y buscaba la ubicación de las sillas, mis hijos
revoloteaban por el avión, la niña cantaba y el pequeño que todavía no habla
también intentaba imitar a su hermana.
Pareciera
que ir al baño en el avión es una de las mayores atracciones para mis hijos. Ya
era la tercera vez y como el baño de la clase turista estaba ocupado la
auxiliar de vuelo me sugirió que lo llevara al de primera clase. Me dirigí por
todo el pasillo hasta el frente, era un avión muy grande, entramos al baño a
una supuesta urgencia que resultó ser realmente una expedición para lavarse las
manos y husmear entre los cajones.
Cuando
regresábamos a nuestras sillas, sentado en las últimas de clase ejecutiva
estaba el señor Giacomo a quien le cayó en gracia mi pequeño hijo que tiene
unos ojos que hablan por él. Le tomó la mano y le hizo un gesto de cosquillas acariciando
con sus dedos índice sus axilas, a mí me sonrió, me guiñó el ojo y yo en señal
de respeto, pero empatía le hice un gesto de aprobación con mi cabeza mientras
le decía «ciao» sin
sonido, solo moviendo mi boca.
Cuando
regresé mi hija coloreaba su libro de unicornios y mi esposo estaba
profundamente dormido, me senté intentando no hacer ruido, pero solo hizo falta
que mi hijo se subiera a la silla y le hiciera musarañas a los de atrás, bajara
su mesa, la cortinilla de la ventana y todo eso en treinta segundos para que yo
pegara un grito.
Por fin
el piloto anuncia que en diez minutos aterrizaríamos en Cartagena, intenté leer
una revista con unos artículos muy interesantes, escribir, organizar un poco mi
cartera que era un caos, tomarme el café sin interrupciones, pero no lo logré.
Para ese momento me dolía el cuello y la cabeza me iba a estallar, tenía ganas
de salir corriendo y dejarlos abandonados, pero solo el recuerdo me hace soltar
una carcajada, en realidad tengo todo para matarlos, pero no puedo hacer algo
diferente a amarlos locamente, volverme adicta a su risa y su mirada y
agradecer por sus vidas cada segundo.
Bajamos
por la inestable y empinada escalera, primero mi esposo con las dos maletas
grandes, luego mi hijo pequeño sin tomarse de la baranda por más que se lo
pedía a gritos, luego yo un escalón a la vez con las maletas de los niños y
luego mi hija de cinco años que me pedía que no me estresara y recordándome que
ella es grande y se puede cuidar sola.
Salimos
del aeropuerto y contratamos una camioneta que nos llevaría al hotel, lo único
en lo que puedo pensar es que tengo calor, me duelen los pies y quiero un Bloody Mary o varios.
Por fin
después de esperar, acceder a que la guía turística nos tomara fotos familiares
y sentir que me derretía del calor nos subimos a la camioneta en la que
aumentaba muy despacio el frío del aire acondicionado.
Los
niños no dejaban de gritar, patear la silla de adelante, pelearse, mi esposo
cómodamente sentado en frente hablaba con el conductor acerca del clima y los
turistas mientras yo quería salirme por la ventana, pero me detuvo el bochorno
del exterior. Mis hijos me llamaban y yo me hacía la sorda tratando de tomar
algunas fotos del paisaje sin que salieran mis gritos de fondo.
Llegamos
al hotel, los niños se fueron quitando la ropa y la dejaban tirada a su paso
para bañarse en unos chorros cerca a la recepción mientras tramitábamos el
ingreso. Mi esposo entregaba documentos, pasaba la tarjeta para el pago,
charlaba y se reía con la recepcionista, yo me acercaba recogiendo la ropa del
piso, cuidaba las maletas y estaba pendiente de mis hijos todo al tiempo. Solo
podía pensar que si no me daban la habitación iba a empezar a gritar a todo el
mundo. No es que sea una histérica, pero entenderán que estaba al límite.
Por fin
me senté a empacar la ropa en las maletas de los niños cuando entró al hotel el
señor Tussi, sí, el italiano del aeropuerto, interesante estadía eran las
palabras que me pasaban por la cabeza. Me armé una película completa en mi
cabeza, al ritmo de la música caribeña que ya escucha en el hotel. Las
diferentes razones por las que ese hombre viajaba solo, de quién estaría
huyendo y cómo haría para entablar una conversación. En eso estaba cuando vi a
la otra recepcionista saludarlo con una gran sonrisa, gesticulando de forma
exagerada y finalmente moviendo armónicamente sus manos para comunicarse en el
lenguaje de señas que desconozco. Mi churro amigo era sordo mudo.
II
Versión
Sonó la
alarma y me levanté de una vez porque sabía que tenía que despertar no menos de
tres veces a mi esposa y mi hija antes de que se levantaran y metieran a la
ducha, sin que les caiga agua encima parecen zombis.
Luego
de ir al baño y despertar a mi hija por última vez, mientras me afeitaba esperé
paciente a que mi esposa saliera del baño para meterme a bañar. Con mi hijo no
hay problema, él es como yo, serio y comprometido con los objetivos.
Bañé a
los niños y mi esposa me los iba recibiendo a medida que terminaba, luego era
mi turno, logramos cumplir con los tiempos que tenía planeados para que nos
recogiera el conductor del carro que contraté para cumplir el itinerario del
vuelo.
Salimos
a tiempo, los carros avanzaban y el tráfico fluía como hace mucho no veía. Llegamos
puntuales y yo reía de la emoción. Le pedí al conductor que nos dejara en el
parqueadero por lo que le di una propina, nos dirigimos cada uno con su maleta
al ascensor. Antes de que la puerta se cerrara la empleada de un negocio de
donas nos pidió que la esperáramos con un arrume increíble de no menos de cinco
cajas gigantes de plástico amarillo llenas de donas.
Estaba
muy bien de ánimo, por lo que mientras mi esposa llevaba a mi hija al baño
afuera planeaba con mi hijo escondernos para asustarlas. Nos morimos de risa
los cuatro, todos estábamos felices. Los niños juiciosos arrastraban cada uno
su maleta y nosotros elegíamos el lugar en donde les invitaría un delicioso
desayuno por haber salido temprano de casa.
Mi hijo
menor no podía elegir qué dona quería, así que terminé comiéndome dos y mi
esposa otra, la cuarta fue por la que se decidió.
Cada
uno se sentó con su dona y bebida preferida, mi esposa eligió café, la niña prefirió
un té helado y el niño un néctar de manzana. Mi hija filmaba con el celular de
la mamá un video para mostrarles a sus amiguitos de las redes sociales el
proceso desde que salió de la casa y llegó a Cartagena.
Nos
dirigimos a la entrada ochenta y seis, que fue la que nos correspondió, y en el
camino les compramos algunas cosas a los niños. Me encontré una cédula tirada
en el piso y la dejé en información para que se la entregaran al dueño, nos
formamos en la fila para subir al avión, todo hasta ahora perfecto y a tiempo,
excelente inicio de vacaciones.
El
vuelo estuvo tranquilo y duró menos de lo que creía. Nos ofrecieron jugo, café
y agua, estuve contestando unas trivias en la pantalla del espaldar de la silla
delante de mí y jugando en el celular.
Entramos
a la sala en donde entregan las maletas, pero como inteligentemente solo
llevábamos de mano tuvimos tiempo para tomarles unas fotos a los niños en una
ola montada en un escenario caribeño.
Debido
a que me olvidé de reservar la camioneta en el hotel unos días antes, me dirigí
a la guía con el cartel del hotel y rápidamente nos asignó el transporte. Coincidentemente
Elber, que nos ha llevado en otras ocasiones, era nuestro conductor. Le
pregunté cómo estaba todo en Cartagena, en Colombia ha habido manifestaciones y
quería saber si a ellos los había afectado como a nosotros en Bogotá. El
paisaje hermoso como siempre, el clima delicioso, un calor suave con brisa que
me recuerda la niñez.
Llegamos
al hotel y mientras los niños se divertían jugando con agua yo me encargaba del
registro. No queremos perder ni un segundo de diversión. Las noticias seguían
siendo buenas porque nos asignaron una junior suite lo que fue una
sorpresa para mí, pensaba que había reservado una de precio normal. Nos la
entregaron a las once de la mañana y no a las tres de la tarde como se
acostumbra.
Entramos
a la habitación con un trago de bienvenida, no podía dejar de sonreír viendo a
mi esposa felizmente aterrada por esa habitación tan espectacular. De inmediato
nos cambiamos y como si el cansancio por la madrugada y los meses de trabajo
intenso hubieran desaparecido nos fuimos a disfrutar del almuerzo y la piscina
el resto de la tarde hasta anochecer.
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