lunes, 17 de febrero de 2020

Versiones


Constanza Aimola


I Versión

Viajar con mis hijos no es exactamente en lo que pienso cuando lo hago para descansar. Vamos rumbo a Cartagena, teníamos planeado y pago este viaje desde enero al hotel al que vamos hace cuatro años. Cuando empezamos a visitarlo viajábamos solos, algo así como un escape de pareja, sin embargo, luego no podíamos dejar a los niños en Bogotá mientras nosotros disfrutamos de la playa, el sol, la piscina y las comidas y bebidas ilimitadas. Algo que solo me entenderán quienes han sido padres, una culpa que se siente sin haber cometido ningún pecado.

Nos despertamos a las cinco de la mañana como nunca, porque para ir a trabajar o estudiar siempre se nos hace tarde. Salimos a tiempo por lo que cuando llegamos al aeropuerto en medio de un tráfico relajado pudimos desayunar con calma.

Después de parar más veces que en un viacrucis por comida, libros para colorear, peluches y gomitas entre otros, nos dirigimos a la sala treinta y seis, que estaba al final de un salón gigante que parecía interminable, caminamos muchísimo mientras pasábamos por negocios exclusivos de comida, ropa, accesorios, joyerías, cafeterías y tiendas de recuerdos a las que mis hijos querían entrar.

Últimamente he visto a varias personas mirándome mientras grito como una desquiciada detrás de mis hijos, entre sensación de risa y pena intento controlarme, pero se me olvida rápido y de nuevo muy fácil pierdo la paciencia.

También me he dado cuenta de cómo mi esposo camina unos metros delante de nosotros, no sé si será por pena o porque entre tanta parada, pellizco y regaño me demoro más de lo que espera.

De pronto vi cómo mi esposo se detuvo para recoger algo del piso, me lo enseñó desde lejos, era la cédula de alguien. Giacomo Tussi, primero la vi y después escuché cuando lo anunciaban en la estación de información en donde la dejó rápidamente mi esposo por mi recomendación. Mi esposo nos pedía que aceleráramos el paso porque ya estaban abordando nuestro vuelo, pero yo quería ver quién era el señor Tussi, mi papá era italiano y mis hijos y yo tenemos la nacionalidad, esa cultura, la gente, la comida todo nos gusta tanto que nuestros hijos estudian en un colegio italiano. Quería saber quién era el descuidado que había dejado caer su cédula.

Mientras que intentaba hacer tiempo para ver quién iba a recoger el documento le mostré a mi hija una de mis tiendas favoritas de joyas, le estaba susurrando que el sello de esta marca era un osito, que lo ponían en los collares, pulseras, aretes, anillos y dijes. Ella parecía incómoda y ansiosa porque cada vez el papá estaba más lejos, por lo que me dijo en el mismo tono que yo le estaba hablando que nos iba a dejar el avión y que habíamos perdido el turno de la fila.

Solté una fuerte carcajada porque esa niña me espanta con cada cosa que dice, tiene cinco años y a veces pareciera que estoy hablando con una amiga adolescente de quince. Mientras seguía agachada, por encima de su hombro vi a Giacomo recogiendo su cédula. Era el típico italiano ya entrado en años en mi concepto. Alto y fornido, aunque con los músculos flácidos, bronceado color caramelo, pelo poco, pero algo largo y ensortijado, recogido con una liga de caucho, algo de barba blanca, ojos azules, camiseta de color gris y pantalón azul, con una pañoleta de seda en el cuello atada de forma despreocupada. Un apuesto hombre que aunque podría tener algo más de setenta años se veía atractivo e interesante.

Todo esto lo veía mientras avanzaba en la fila para abordar mientras mi esposo unos turnos más adelante, se notaba algo molesto porque me había retrasado. Mientras acomodaba las maletas y buscaba la ubicación de las sillas, mis hijos revoloteaban por el avión, la niña cantaba y el pequeño que todavía no habla también intentaba imitar a su hermana.

Pareciera que ir al baño en el avión es una de las mayores atracciones para mis hijos. Ya era la tercera vez y como el baño de la clase turista estaba ocupado la auxiliar de vuelo me sugirió que lo llevara al de primera clase. Me dirigí por todo el pasillo hasta el frente, era un avión muy grande, entramos al baño a una supuesta urgencia que resultó ser realmente una expedición para lavarse las manos y husmear entre los cajones.

Cuando regresábamos a nuestras sillas, sentado en las últimas de clase ejecutiva estaba el señor Giacomo a quien le cayó en gracia mi pequeño hijo que tiene unos ojos que hablan por él. Le tomó la mano y le hizo un gesto de cosquillas acariciando con sus dedos índice sus axilas, a mí me sonrió, me guiñó el ojo y yo en señal de respeto, pero empatía le hice un gesto de aprobación con mi cabeza mientras le decía «ciao» sin sonido, solo moviendo mi boca.

Cuando regresé mi hija coloreaba su libro de unicornios y mi esposo estaba profundamente dormido, me senté intentando no hacer ruido, pero solo hizo falta que mi hijo se subiera a la silla y le hiciera musarañas a los de atrás, bajara su mesa, la cortinilla de la ventana y todo eso en treinta segundos para que yo pegara un grito.

Por fin el piloto anuncia que en diez minutos aterrizaríamos en Cartagena, intenté leer una revista con unos artículos muy interesantes, escribir, organizar un poco mi cartera que era un caos, tomarme el café sin interrupciones, pero no lo logré. Para ese momento me dolía el cuello y la cabeza me iba a estallar, tenía ganas de salir corriendo y dejarlos abandonados, pero solo el recuerdo me hace soltar una carcajada, en realidad tengo todo para matarlos, pero no puedo hacer algo diferente a amarlos locamente, volverme adicta a su risa y su mirada y agradecer por sus vidas cada segundo.

Bajamos por la inestable y empinada escalera, primero mi esposo con las dos maletas grandes, luego mi hijo pequeño sin tomarse de la baranda por más que se lo pedía a gritos, luego yo un escalón a la vez con las maletas de los niños y luego mi hija de cinco años que me pedía que no me estresara y recordándome que ella es grande y se puede cuidar sola.

Salimos del aeropuerto y contratamos una camioneta que nos llevaría al hotel, lo único en lo que puedo pensar es que tengo calor, me duelen los pies y quiero un Bloody Mary o varios.

Por fin después de esperar, acceder a que la guía turística nos tomara fotos familiares y sentir que me derretía del calor nos subimos a la camioneta en la que aumentaba muy despacio el frío del aire acondicionado.

Los niños no dejaban de gritar, patear la silla de adelante, pelearse, mi esposo cómodamente sentado en frente hablaba con el conductor acerca del clima y los turistas mientras yo quería salirme por la ventana, pero me detuvo el bochorno del exterior. Mis hijos me llamaban y yo me hacía la sorda tratando de tomar algunas fotos del paisaje sin que salieran mis gritos de fondo.

Llegamos al hotel, los niños se fueron quitando la ropa y la dejaban tirada a su paso para bañarse en unos chorros cerca a la recepción mientras tramitábamos el ingreso. Mi esposo entregaba documentos, pasaba la tarjeta para el pago, charlaba y se reía con la recepcionista, yo me acercaba recogiendo la ropa del piso, cuidaba las maletas y estaba pendiente de mis hijos todo al tiempo. Solo podía pensar que si no me daban la habitación iba a empezar a gritar a todo el mundo. No es que sea una histérica, pero entenderán que estaba al límite.

Por fin me senté a empacar la ropa en las maletas de los niños cuando entró al hotel el señor Tussi, sí, el italiano del aeropuerto, interesante estadía eran las palabras que me pasaban por la cabeza. Me armé una película completa en mi cabeza, al ritmo de la música caribeña que ya escucha en el hotel. Las diferentes razones por las que ese hombre viajaba solo, de quién estaría huyendo y cómo haría para entablar una conversación. En eso estaba cuando vi a la otra recepcionista saludarlo con una gran sonrisa, gesticulando de forma exagerada y finalmente moviendo armónicamente sus manos para comunicarse en el lenguaje de señas que desconozco. Mi churro amigo era sordo mudo.



II Versión

Sonó la alarma y me levanté de una vez porque sabía que tenía que despertar no menos de tres veces a mi esposa y mi hija antes de que se levantaran y metieran a la ducha, sin que les caiga agua encima parecen zombis.

Luego de ir al baño y despertar a mi hija por última vez, mientras me afeitaba esperé paciente a que mi esposa saliera del baño para meterme a bañar. Con mi hijo no hay problema, él es como yo, serio y comprometido con los objetivos.

Bañé a los niños y mi esposa me los iba recibiendo a medida que terminaba, luego era mi turno, logramos cumplir con los tiempos que tenía planeados para que nos recogiera el conductor del carro que contraté para cumplir el itinerario del vuelo.

Salimos a tiempo, los carros avanzaban y el tráfico fluía como hace mucho no veía. Llegamos puntuales y yo reía de la emoción. Le pedí al conductor que nos dejara en el parqueadero por lo que le di una propina, nos dirigimos cada uno con su maleta al ascensor. Antes de que la puerta se cerrara la empleada de un negocio de donas nos pidió que la esperáramos con un arrume increíble de no menos de cinco cajas gigantes de plástico amarillo llenas de donas.

Estaba muy bien de ánimo, por lo que mientras mi esposa llevaba a mi hija al baño afuera planeaba con mi hijo escondernos para asustarlas. Nos morimos de risa los cuatro, todos estábamos felices. Los niños juiciosos arrastraban cada uno su maleta y nosotros elegíamos el lugar en donde les invitaría un delicioso desayuno por haber salido temprano de casa.

Mi hijo menor no podía elegir qué dona quería, así que terminé comiéndome dos y mi esposa otra, la cuarta fue por la que se decidió.

Cada uno se sentó con su dona y bebida preferida, mi esposa eligió café, la niña prefirió un té helado y el niño un néctar de manzana. Mi hija filmaba con el celular de la mamá un video para mostrarles a sus amiguitos de las redes sociales el proceso desde que salió de la casa y llegó a Cartagena.

Nos dirigimos a la entrada ochenta y seis, que fue la que nos correspondió, y en el camino les compramos algunas cosas a los niños. Me encontré una cédula tirada en el piso y la dejé en información para que se la entregaran al dueño, nos formamos en la fila para subir al avión, todo hasta ahora perfecto y a tiempo, excelente inicio de vacaciones.

El vuelo estuvo tranquilo y duró menos de lo que creía. Nos ofrecieron jugo, café y agua, estuve contestando unas trivias en la pantalla del espaldar de la silla delante de mí y jugando en el celular.

Entramos a la sala en donde entregan las maletas, pero como inteligentemente solo llevábamos de mano tuvimos tiempo para tomarles unas fotos a los niños en una ola montada en un escenario caribeño.

Debido a que me olvidé de reservar la camioneta en el hotel unos días antes, me dirigí a la guía con el cartel del hotel y rápidamente nos asignó el transporte. Coincidentemente Elber, que nos ha llevado en otras ocasiones, era nuestro conductor. Le pregunté cómo estaba todo en Cartagena, en Colombia ha habido manifestaciones y quería saber si a ellos los había afectado como a nosotros en Bogotá. El paisaje hermoso como siempre, el clima delicioso, un calor suave con brisa que me recuerda la niñez.

Llegamos al hotel y mientras los niños se divertían jugando con agua yo me encargaba del registro. No queremos perder ni un segundo de diversión. Las noticias seguían siendo buenas porque nos asignaron una junior suite lo que fue una sorpresa para mí, pensaba que había reservado una de precio normal. Nos la entregaron a las once de la mañana y no a las tres de la tarde como se acostumbra.

Entramos a la habitación con un trago de bienvenida, no podía dejar de sonreír viendo a mi esposa felizmente aterrada por esa habitación tan espectacular. De inmediato nos cambiamos y como si el cansancio por la madrugada y los meses de trabajo intenso hubieran desaparecido nos fuimos a disfrutar del almuerzo y la piscina el resto de la tarde hasta anochecer.

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