Diego Velásquez González
Nunca fuimos cercanos
a pesar de los lazos familiares que nos unían. Desde niños, aunque solo nos separaban
dos años de edad, y siendo yo el mayor de los hermanos, se puede decir que tuvimos
una relación distante. Apenas nos soportábamos, sobre todo al llegar a la
adolescencia cuando surge una lucha incesante por reconocimiento y demostración
de poder entre pares. Para mí era alguien irreverente, grosero y desagradecido.
A su vez yo era demasiado bueno, ordenado y estrecho de ideas. Por eso, cuando
se fue de la casa, sentí un gran respiro. Jamás me interesó saber sus razones.
De vez en cuando llamaba a mamá casi en secreto contándole cosas acerca de su
vida y experiencias en sus viajes por el mundo. A su vez, ella nos relataba de
manera escueta algunos de sus diálogos, casi con miedo a nuestras reacciones,
puesto que si para mi padre, Camilo había muerto, para mí el asunto resultada
indiferente. Con el tiempo sus llamadas se hicieron cada vez más esporádicas de
manera que Camilo terminó volviéndose solo una idea, un recuerdo. Pero la vida
nos volvió a unir después de diez años, el día del entierro de mamá.
Ese
día Camilo volvió a mi vida en medio de la tristeza y aunque había acompañamiento
a mi alrededor, he de reconocer que la presencia de él fue reconfortante. Era
la única persona que realmente estaba allí. El resto de familiares, amigos, conocidos
y desconocidos parecían participar en un ritual organizado. Reunirse bajo la
excusa de ofrecer el pésame de rigor a la familia cercana del difunto, saludarse,
reír y emborracharse, así como comparar entre sí la marcha inexorable del tiempo
y las numerosas dolencias, achaques y cirugías que habían tenido haciendo cábalas
para vislumbrar quien seguiría en turno para el cementerio. Incluso el tío
Carlos decía que ya estaba prevista la muerte de mamá, que se lo había dicho un
adivino.
Al
llegar a la funeraria, todos se quedaron en silencio al ver a Camilo. Algunos murmuraban
acerca de si de verdad era él puesto que se veía muy diferente. Su cabello largo
amarrado con una cinta atrás y una barba de tres días, sus pantalones vaqueros
desgastados, una camiseta naranja, una japa mala (collar de cuentas budista)
en su cuello, así como unas manillas de colores rojo, naranja y amarillo en su
mano derecha. Todo este atuendo daba a su aspecto un carácter peculiar. Su mirada
fue lo primero que se me hizo completamente nuevo. Era una mirada serena que contrastaba
con el vago recuerdo de una mirada suspicaz y desconfiada que lo había caracterizado.
Esa mirada se podía asemejar a la de quienes ven profundo. En sus hombros, traía
un morral sencillo, pero bastante desgastado de mediana capacidad. Se veía que
era alguien acostumbrado a caminar ligero de equipaje. En general, reflejaba
esa actitud característica de alguien que ha alcanzado la madurez y por un
momento sentí que yo era el menor y que necesitaba protección y cuidado. No nos
dijimos nada. Solo nos miramos y lo abracé.
No
había certeza de que Camilo viniera. Dos días antes, el tío Eduardo logró comunicarse
con él y lo puso al tanto del infarto y muerte de mamá. Le preguntó si quería que
esperáramos, pero no dijo nada, simplemente colgó. De todos modos, con los hermanos
de mamá ya habíamos acordado preparar el cuerpo para unos tres días de velorio
porque vendría de Estados Unidos una hermana y no había podido viajar por las tormentas
de nieve de la época. Por eso su regreso fue una verdadera sorpresa.
Para
mi satisfacción, Camilo estuvo a mi lado toda la tarde. Por momentos parecía
murmurar algo en sus labios. Pero, en su silencio, encontré que su presencia
iluminaba el entorno. Ya en la tarde, entrada la noche, lo llevé a casa a
descansar y a cambiarse. Al día siguiente se presentó a la funeraria casi a horas
de almuerzo. Se veía que había comprado ropa nueva. Vestía un pantalón dril azul
oscuro, una camisa blanca de lino, al estilo hindú, sin cuello y tenis negros. Cuando
finalmente llego el momento de poner el féretro en la tierra y tenía la certeza
que no la volvería a ver, se acercó y me dijo que ella no estaba allí, que
dejara de llorar, que era solo un cuerpo. No comprendí sus palabras. Me
parecieron groseras y lo mire con rabia, ¿cómo podía ser tan cruel? En todo
caso, Camilo debió entender el significado de mi gesto puesto que se alejó de
mi lado.
La
última vez que supe de Camilo, quizás hace tres años y medio, se encontraba en Cartagena
trabajando en un restaurante de comida paisa. Era difícil saber dónde
encontrarlo, pero normalmente viajaba entre Cartagena, Barcelona, Bali y Delhi
en la India. Más de diez años sin hablarnos debían ser la excusa perfecta para conversar,
pero pareciera que ninguno de los dos mostraba interés. Eso me hizo recordar
que no le gustaba que se metieran en su vida. Con todo seguía siendo bastante hermético.
En la adolescencia, mientras yo era el modelo de vida a seguir: el buen
estudiante, hijo, nieto, el más respetuoso, amable y simpático, Camilo era la
oveja negra, el típico chico rebelde. Y no era que rechazara la autoridad, sino
la manera como se ejerce para generar docilidad desde la dichosa autonomía que dice
promover el sistema educativo. Muchas veces trate de decirle que no se metiera
en problemas, que obedeciera y luego hiciera lo que le diera la gana cuando
terminara el bachillerato. Era difícil hablar con él, pero parecía tener claro lo
que quería y casi siempre lograba salirse con la suya.
Camilo
no fue un estudiante destacado. No se interesó en sacar las mejores notas y parecía
que se probará a sí mismo mostrando las peores. Mientras algunos de nuestros
compañeros se lanzaban a una batalla académica sin cuartel queriendo demostrar
que podían ser buenos y excelentes estudiantes, a Camilo le interesaba probar
que las notas no eran lo importante. De esta manera, terminó su bachillerato de
manera mediocre y con la sentencia de los profesores que «ese muchacho no
serviría para nada». Como pudo, se hizo Técnico Auxiliar Contable. Y no era
que le gustara, solo supo que había que colocar en su hoja de vida alguna cosa,
además del mar de conocimientos superficiales que deja el bachillerato, para tener
la oportunidad de gozar de su verdadera pasión: viajar, conocer lugares del
mundo y otras maneras de vivir. De la educación quizás lo único positivo que sacó
fue su pasión por la lectura. Siempre se lo veía con un libro en la mano o con su
tableta digital. No sé si aún tiene esa cualidad, pero no había una manera de
comprender sus búsquedas. Iba de revistas esotéricas a revistas de moda. Desde
lo más ligero a filosofía de alto vuelo. Me parecía loco. En él todo se me
hacía pueril, inocuo y algunas veces, trascendental.
El
entierro de mamá fue sobrio. Hubo una ofrenda floral que se llevó buenos comentarios:
«que arreglo de orquídeas tan hermoso, debió constar mucho dinero»; «que rosas
tan hermosas, pero se dañan muy rápido». Todo paso muy rápido y finalmente
cuando llegamos a casa, me sentía completamente agotado, solo quería tirarme en
una cama y tratar de dormir. Todo en casa nos hacía recordar a mamá y a papá. Los
muebles, la cocina, el olor de las cosas entre otras más. Algunos amigos y
familiares insistieron en que nos fuéramos con ellos, que tenían un cuarto en
el cual podríamos dormir unos días, pero Camilo fue directo en afirmar: «nos quedaremos
en esa casa a descansar». Y ofrecía un Dios les pague por la compañía. Todo en
un tono directo y claro. Cuando quedamos solos, se encerró en su cuarto y aparentamos
estar bien. La casa se hizo silencio. En algún momento, creí sentirlo llorar. Toque
la puerta de su habitación, pero no me abrió y al contrario guardo silencio. Regresé
a mi cuarto y después de un tiempo, no sé cuánto, dormí mi cansancio y tristeza.
A
la mañana siguiente, la puerta de su habitación estaba abierta cuando desperté.
Allí estaba terminando de vestirse. Entré, no dijo nada y me senté a su lado
mientras se amarraba los cordones de los zapatos. Me observa de reojo, quizás
esperando que hablara. Ya se había afeitado. Se levanta de la cama a mirarse en
espejo. Por momentos la mirada de ambos se cruza. Solo la retuve un momento y
luego miré al piso. En sus ojos, percibí por primera vez transparencia y al
mismo tiempo la presencia de mamá. Me di cuenta del parecido de ambos. Camilo, un
hombre alto, de contextura delgada. Sus ojos reflejaban los mismos destellos de
mamá, una mujer que a medida que pasaba el tiempo y llegaba a la adultez se
veía más atractiva. Con ella ocurría lo contrarío que pasa con la mayoría de
seres y Camilo era heredero de esa cualidad. Con el tiempo se veía más apuesto y
sus ojos reflejaban una encendida sensualidad. Se podía decir que estaba como
los vinos en el decir de unas amigas con quienes acostumbraba salir a tomar
cervezas en un bar y hacer chistes con todos los hombres atractivos que veían
mientras disfrutaban y tomaban alegremente.
Al
levantar la mirada, Camilo me observa y empezamos a hablar como lo hacíamos en
la niñez, cuando encontrábamos un tema sin crear conflictos y entonces se nos
iba el día hablando y jugando. Entonces todas las preguntas que había guardado
sin esperar respuestas salieron de mis labios:
―¿Era
que no le dolía la muerte de mamá?, ¿extrañaba en algún momento a papá?, ¿por qué
nunca llamó o vino al entierro?, ¿por qué te fuiste?, ¿fue por mí?, ¿por qué me
dejo solo? Dime, dime, Camilo.
Hay
un silencio mientras Camilo me observa atentamente, quizás sopesando sus palabras
y afirma:
―Al terminar el bachillerato, a pesar de mi malgenio y desinterés
por tantas cosas, puedes recordar que asistía a las reuniones de la familia.
Participaba en las navidades, en los cumpleaños, el aniversario de matrimonio o
el cumpleaños de la abuela. Todo fue así hasta que una tarde cuando volvía del
entrenamiento de baloncesto, pude ver el carro de papá que se detenía frente a
un hotel en el centro. Se bajó y le abrió la puerta a una mujer que lo acompañaba
y que bien podría ser nuestra hermana. Entraron. Yo los observe desde una de las
esquinas. Decidí comprar una gaseosa en una panadería y me quedé atento a
verlos salir. Pasaron dos horas aproximadamente.
Parecía por un momento
entrar en confianza y recuperar ese lenguaje tan propio de él.
―Salen
bañaditos. De pronto, cosas de las que no estaba consciente se hicieron claras.
Las llegadas tarde de papá, las miradas de mamá y ciertas indirectas de ambos. Eso
es tenas hermano. Además, los silencios que empezaron a predominar durante los
almuerzos, pero ante todo el hecho que no volvimos a salir juntos. Mamá lo sabía.
Papá tenía una relación sentimental con aquella mujer. Cuando llegué a casa y
contemplé a mamá, la mire con lástima. Hubo un silencio que se ahondo en los
días siguiente ―reitera en su relato mientras cada vez me sentía más
confundido y no era capaz de decir nada, solo escuchaba las palabras que rompían
una imagen falsa de un matrimonio pegado con mocos.
―Esa
noche simplemente me encerré en mi cuarto. Durante todo el día los evite a
ambos, e incluso a ti. Y a la siguiente noche, tome la decisión de irme. En las
horas de la mañana, no fui a estudiar. Simplemente arreglé el morral. Metí un buso,
un pantalón, el cepillo de dientes, un libro y un cuaderno con lapiceros y salí
de la casa. Esa es la historia Luis, nada más que eso.
―Al regresar a casa,
mamá solo dijo que te habías ido a acampar ―respondí tratando de justificarme―, pero al pasar los días intuí que algo había ocurrido porque no hicieron el esfuerzo
de buscarte. No llamaron a la policía, no te reportaron, solo parecía que
querían evadir el tema. Y yo tampoco volví a preguntar hasta que mamá empezó a
contar de tus viajes. La verdad Camilo siento mucho todo, sobre todo no haber
sido capaz de entender y de hacer algo al respecto. No quería molestarlos y de
cierta manera, tenía rabia contigo.
Camilo entonces
agrega:
―Cuestione la vida que habíamos vivido e incluso el falso consuelo de
la iglesia. Estoy seguro que en las confesiones de mamá, el desgraciado cura debía
saberlo y defender una postura de tolerancia frente a un hombre que, a pesar de
todo, se podría decir que cumplía con sus deberes, llevando el alimento, pagando
el estudio de sus hijos y sosteniendo el hogar.
Mientras sus manos hacen el símbolo
de poner todo esto entre comillas. Parecía que seguiría y cada vez en un tono
más molesto, pero de pronto guarda silencio queriendo encontrar las palabras
adecuadas mientras miraba hacia el cielo raso de cuarto y acariciaba sus manos
entre sí.
―Pero, más que todo ―dijo Camilo y pude ver que sus ojos se encharcaban―, pensaba en la manera como daba cátedra sobre la
vida, la lealtad, la fidelidad, la honestidad. Era un enredador en todo caso, ¿cómo
podía decir algo que no era capaz de poner en práctica? Era demasiada la rabia
que tenía. Sentía que mi vida había sido un engaño. Y entonces decidí que
necesitaba alejarme y hacer lo que siempre había querido.
Después
de otro breve silencio, Camilo continúa su historia fuera de casa:
―Finalmente, encontré
en la isla Bali, en Indonesia un Ashram y me quedé allí seis años. Fue una
experiencia difícil, pero enriquecedora que ha hecho de mí la persona que soy
hoy. Comprendí que podía huir de todo, pero no escapar de mí. Así mismo, el
temor de Dios que me infundieron en la iglesia, fue reemplazado por la idea de
un orden universal. Y, sobre todo, supe que para vivir no podía estar atado a
dogmas. La idea es sencilla, todo es una la manifestación de un ser único que
late en todo el universo y que es amor. ―Me observa y toma mis manos entre las
suyas―. Todo es una manifestación del amor, de lo divino. Y entonces perdone a
papá y a mamá.
Un
nuevo silencio en sus palabras emerge y se hace más prolongado. Mira por la
ventana del cuarto. Ese silencio se fue haciendo incómodo. De pronto, continua su
casi monólogo, donde yo apenas afirmaba o confirmaba una que otra idea.
―Verás, tenerte como
hermano mayor significo durante mucho tiempo un peso superior a mis fuerzas
puesto que papá y mamá, sobre todo papá, evaluaba mis actos con referencia a ti.
Debes seguir el ejemplo de Luis, me decía una y otra vez. Deben ser buenos, estudiosos
y hacernos sentir orgullosos. Deben, deben, deben. Era desesperante. Mamá,
entre tanto, insistía en que tenía que valorar el esfuerzo que papá hacía para
darnos todo lo necesario. Y así, la vida fue transcurriendo hasta cuando entré
al colegio. Y si, reconozco que fui indisciplinado, pero fue más por resistencia.
Estudie poco, era irrespetuoso con los maestros, con papá y mamá, bien lo sabes.
Pero parece que nadie vio aquello. Solo pensaban que era un dolor de cabeza y
que no sería extraño que estuviera en asuntos de drogas. Recuerdas que me
llevaron a un psicólogo que confirmó las sospechas de papá: está viviendo los
cambios propios de la adolescencia. Como quien dice, a Camilo no le pasa nada.
Recuerdo
que cuando Camilo empezó a desarrollar comportamientos escandalosos se hizo amigo
de unos vecinos de dudosa reputación. Escuchaban música rock, se vestían de negro
y se drogaban. Pronto se aburrió y fue hacía otros espacios cercanos al camino
de mamá, quizás más por congraciarse con ella. Pero allí solo encontró dogmatismo
e intolerancia. Opto por dedicarse a leer y asistir a conferencias sobre la Gnosis.
Pudo hacer amigos sin que pasarán por el ojo supervisor de mamá. Fue en aquel
lugar donde empezó a entender que «La muerte es solo una etapa en la evolución
del ser y por consiguiente el cuerpo deja de tener importancia», según sus
palabras. Y si era así, entonces, tenía razón cuando dijo que el féretro solo
importa a los vivos, a quienes se ven en el deber de dar sepultura. Y entonces
los entierros, los velorios y demás tradiciones relativas a los muertos son maneras
de tener consuelo a los propios dolores. Poco a poco empezó a entender muchas
cosas de nuestra condición humana, que nacer es empezar a morir y nadie por tanto
está a salvo y que hay muchas cosas que hay que hacerlas en vida y no en muerte.
Y que todo, quizás se reduzca a vivir el amor a quienes nos rodean.
―Regresar fue difícil ―dijo Camilo―, sentía que, a pesar de haberme ido, mamá nunca me desamparó. Nunca
pedí apoyo económico de su parte, pero siempre me decía cuando hablábamos que en
la cuenta del banco podría encontrar algo de dinero si lo necesitaba. Y claro
que trabaje y duro, pero sobre todo quería encontrar paz y felicidad. Por eso
es que ayer, cuando me encerré en el cuarto y vi que todo estaba en orden, supe
que mamá siempre tuvo la certeza que volvería y supe que estaba en un lugar
seguro. Podía ir donde quisiera, pero que, aun así, el hogar me esperaba. Y recordé
que después de un largo viaje, uno siempre quiere encontrar un lugar donde descansar
y ese era el legado que me dejaba mamá.
Mamá
siempre hizo mantener el cuarto de Camilo limpio y dispuesto para él, con sabanas
frescas y todas las cosas necesarias. Mi padre y yo reclamábamos tal actitud,
pero nunca respondía y seguía haciendo aquello cada semana. Encargaba a la
empleada limpiar, poner toallas para el baño, quitar el polvo y dejar las cosas
en el mejor estado posible. Así supe que Camilo aquella noche en la soledad de
ese cuarto se sintió más unido a ella en la intimidad de aquel lugar. Por eso
no abrió la puerta cuando estuve tocando y preguntando si estaba bien porque él
solo quería disfrutar de esa sensación.
Para
Camilo la lealtad y la honestidad han sido importantes.
―Quizás se podría
comprender una infidelidad puesto que la fidelidad es una construcción social, el
resultado de ciertos acuerdos y de las tantas promesas que las personas se hacen
entre sí, pero que quizás no se pueden mantener al caer en la dulce tentación
de lo novedoso. Entonces es algo de lo cual no se esta exento. Somos demasiado humanos ―afirmó quizás justificando a papá.
Sonríe ante su propio comentario y agrega que
por eso más que en la fidelidad, creía en la lealtad como una posibilidad. En
sus palabras, «La hipocresía ha sido un cáncer que corroe las relaciones humanas
y en la familia, los cimientos que la sustentaban eran débiles y estaban
resquebrajados». Y esa fue la razón por la que decidió tomar distancia de todo lo
que tuviera que ver con la familia, la religión, su propio hermano y Dios para
irse por el mundo.
―Cuando
entraste y te hiciste a mi lado, supe que seguías siendo parte de mi vida ―afirma
Camilo mientras me mira a los ojos― y si es cierto que la familia es algo más
que un lazo de sangre, entre nosotros hay un vínculo tejido en el tiempo, sutil
e invisible. Existe una historia común. Y entendí que nos necesitábamos Luis.
Debes saber eso. Por eso te pregunté como te sentías. Y mientras preguntabas acerca
de papá y mi ausencia, comprendí que mi deber era cumplir aquello que había
aprendido, el sagrado dharma, el propósito de vida y que el karma que debía
liberar estaba aquí, en el vínculo que tengo contigo y, por lo tanto, la verdadera
liberación para mí solo se dará a tu lado.
Hablamos
de todo. Y entonces aquella mañana, empezamos a escucharnos, el principio de todo
y la base para establecer una relación respetuosa. Esta historia, me hizo tener
presente que en no pocas ocasiones, solo reconocemos el amor por nuestros padres,
hermanos e incluso hijos, cuando enfrentamos la posibilidad de la muerte,
porque creemos que vivir es nada más que cumplir ciertos puntos de un
itinerario, y que en muchas ocasiones se hace agobiante mientras nos llega el
momento de partir. Y así, en ese espíritu decidimos que podíamos volver a empezar,
que nos teníamos el uno al otro. Y esa mañana, empecé a conocer a Camilo
Sánchez, mi hermano.
bonita historia de una familia y el impacto que sufre un adolscente al descubrir la traicion de su padre y la deshonestidad de su actuacion.
ResponderEliminarbuena narracion que resalta el sentimiento fraterno.
ResponderEliminarsolo una cosa donde dice:. " Las llegadas tarde de papá, las miradas de mamá y ciertas indirectas de ambos. Eso es tenas hermano."
Tal vez quisiste decir tenaz.
sigue escribiendo me gusto tu cuento.
eso es tenaz hermano.