lunes, 31 de enero de 2022

El orden y la ley

Rosario Sánchez Infantas


A los catorce años el aguardiente, el tabaco y las hojas de coca eran parte de mi sustento diario. Ingresar a la mina Wieslawa sin equipo de protección y en jornadas de doce horas solo se soportaba con la conciencia alterada. La explotación de oro en pequeña escala se situaba en un estrecho valle ubicado en medio de las ardientes y desérticas pampas de la costa peruana. Cuando llegué al lugar me asignaron un rincón en una de las barracas de zinc acanalado compartida con otros muchachos y con adultos venidos de pueblos de la costa o de la sierra del sur peruano, unos más macilentos que otros de acuerdo a su permanencia dentro de los socavones. En una fogata precaria cocinaba mis alimentos como todo obrero no calificado.

Para algunos trabajadores que procedíamos de frías serranías, de tres mil metros de altitud o más, eran interminables las noches costeñas con alrededor de treinta grados de temperatura y en lucha con los zancudos. No eran pocos los que caían víctimas del paludismo pues los mosquiteros que se vendían en la pequeña mercantil del polaco, dueño también de la mina, eran inalcanzables; como desconocidos e inaccesibles resultaban nuestros derechos laborales en los años cuarenta, época en la cual se concebía a la inversión extranjera como el mayor móvil del desarrollo nacional.

No era frecuente en los pueblos cercanos al mío; sin embargo, algunos años, la niebla cubría los sembríos al amanecer. En esas ocasiones sabíamos que el tizón echaría a perder nuestros cultivos. Una combinación de aumento de temperatura y de humedad eran sinónimo de hambruna, muerte y dolor. Trabajar en una pequeña mina ayudó a solucionar las necesidades de mi madre viuda y mis hermanos.   


*****


Don Clodomiro anunció que a media noche arderían en el fuego de la Ivette e hizo cerrar las puertas con la clientela selecta adentro. El sexagenario anfitrión los viernes agasajaba a sus más distinguidos clientes y contrataba los servicios de alguna chica de la casa mala, ubicada a unas tres cuadras, a fin de que realizase un espectáculo de striptease sobre el mostrador y algún otro servicio requerido.

Las paredes encaladas tenían una pátina gris que les daba apariencia vetusta y estaban surcadas de cables que llevaban electricidad a los tres focos y algunos tomacorrientes de cerámica. Las capas de petróleo con que muchos años habían embebido el piso machihembrado lo habían oscurecido, tanto como el barniz a la madera de las sillas, mesitas, el ancho mostrador y los taquilleros que exhibían cigarrillos y licores nacionales y extranjeros. Al fondo de la habitación una puerta daba acceso a tres oscuras habitaciones y un baño de hierro fundido que empleaba también la clientela. Un tocadiscos de madera regalaba las voces de La Sonora Matancera, Sarita Montiel, Pedro Infante, Agustín Lara, el trío Los Panchos y otros sones centroamericanos y caribeños. Ya faltaba poco para las doce de la noche. La temperatura ambiental en la ciudad altoandina era de aproximadamente cinco grados; sin embargo, en el bar había algunos más. Como era habitual departían los que detentaban el poder en la ciudad: dos jueces, un fiscal, el médico legista, cinco oficiales de la Guardia Civil y algunos comerciantes de monta mayor, en medio del humo de cigarrillos y los licores de alta gradación.

Un efectivo policial requirió, con fuertes golpes en la puerta, la presencia del médico legista. Entonces el fiscal Fuenzalida se quedó solo en su mesa lo que aprovechó el capitán Villaorduña para acompañarlo. Previo abrazo efusivo y sin más preámbulos acercando su silla, en tono zalamero le dijo:     

Paisita, ¡para milagros solo Dios! Para magia ¡Mandrake y usted! ¡Lo estoy necesitando, paisita! Si no fuera muy importante no le quitaría su valioso tiempo. No está por demás decir que una mano lava a la otra, que el mundo es redondo y da vueltas, y que no sabemos cuándo vamos a necesitar de los demás.

Habla paisano dijo el fiscal frunciendo el ceño. No sé por qué, imagino que es bien gordo lo que te traes entre manos.

No va a ser así nomás, paisita. ¡Nunca que me ha servido, ha sido, así nomás!

Bueno, bueno, te escucho dijo el fiscal mientras echaba una mirada a ambos lados de la mesa que ocupaban.

Tú sabes, paisita, yo estoy aquí hace buen tiempo, lejos de mi familia, sin ir a la santa tierra a visitar a mis viejitos y dándole duro al trabajo. Ya me toca ascender y justo ahora a uno de mis hombres ha metido la pata y le pueden hacer un proceso administrativo. Como se enteren en Lima me voy a podrir esperando el ascenso, y a lo mejor hasta me mandan de castigo a un pueblo olvidado de Dios.

¡Desembucha de una vez!

Mira, hay un tipo que se había metido con la chica de uno de mis guardias, una mujer de la vida alegre. Coincidieron en la casa de la susodicha y se fueron a los golpes. Mi efectivo dice que la pelea fue pareja, pero que para su mala suerte el otro cayó contra el borde de la acera y ahí nomás quedó seco.

¡Mierda! ¿No me estarás hablando del colegial que están buscando hace medio año?

Sí, es él; pero no era trigo limpio, lo botaron de varios colegios, le venció la edad, solo el colegio pituco lo aceptó.

Pero justamente, ahí estudian los hijos de la crema y nata de la ciudad. ¡Van a exigir justicia!

No, paisita, el chico es hijo de unos empleaditos que tienen sus ahorritos. En cuanto las señoronas sepan lo que hacía ese caballerito, van a marcar distancia inmediatamente. Además, doctorazo, ahí entran los milagros o la magia de la ciencia.

 ¿Y qué quieres que yo haga? dijo el fiscal calibrando lo complicado del caso y encendió un cigarrillo.

—Te habrás enterado, hermano. Unos campesinos informaron sobre unos huesos humanos hallados entre la carga de cal viva abandonada cerca al puente Infiernillo donde se volcó un tráiler hace un par de años; ellos, de vez en cuando, la llevaban para desinfectar sus letrinas y se dieron con esa sorpresa.

¿Qué has pensado Villaorduña? —interrumpió Fuenzalida, con gesto adusto.

Se le puede pedir una manito al doctor Ventura. Bien puede decir, que los huesos son restos preincas; por ahí cerca, cerro arriba, hay unas ruinas. La ciencia es la ciencia, nadie va a dudar. El lunes a primera hora la anatomía dará paso a la historia gracias a tu magia.

¡Hum! No quiero deberle nada a Ventura.

­¡No, paisita! usted no le va a deber nada. Él me debe una a mí. Se la quiero cobrar. El escándalo no lo alcanzó a él, ni a sus hermosos hijitos, que estudian en un colegio de renombre. Yo me encargué de limpiar al papá de Ventura de la acusación de abuso sexual de su empleada doméstica.

­Por lo menos dime a quién le voy a salvar el pellejo.

¡A mí, paisita!, a mí me está salvando el ascenso. Aunque mi subalterno hubiera sido un don nadie lo hubiera tenido que proteger por cuidar mis intereses y los de la institución. Pero encima, paisita el suertudo es ahijado del diputado Penadillo.

Por ahí debió empezar paisano. Da gusto ser solidario con la gente que trabaja por preservar el orden y la ley. Y ahora, déjeme ver paisano. Se empezó a abrir lentamente el improvisado telón—. Estoy que salivo; no sé cómo lo sabe Venturita, dice que la Ivette está preñada.


*****


Recogiendo los restos de un vaso caído al piso no pude evitar escuchar el final de esta conversación. Sentí doblegarse mi espíritu como cuando, recién llegado a la mina, que llevaba su nombre, pani Wieslawa me ordenó montar su mula, le dio a esta una instrucción en polaco por lo que empezó a corcovar hasta arrojarme en medio del barro putrefacto y sus risotadas. Tras dos años transcurridos desde que abandoné la mina el pasado había llegado a esta orilla. Súbitamente vislumbré que se respiraba aquí una niebla que era propicia para el tizón que consumía el alma. Por la madrugada partí a buscar mejores aires con unos cuantos trapos y treinta soles ahorrados en dos años de trabajar en el bar de mi padrino.

viernes, 28 de enero de 2022

Luna

Laura Sobrera


Nací un dieciocho de febrero del año dos mil catorce. Mi papá biológico es un barbilla y mi mamá una labradora. Los primeros dos meses viví con ellos a dieciséis kilómetros de la capital, en la casa de los dueños de mis padres.

Cuando ya no necesité alimentarme de leche materna vino de visita un amigo de José, hijo de los dueños de casa.

Entre bromas le dijo:

—¿Por qué no te llevas uno de los perritos?

—¿Quieres que mamá me mate? Ya tenemos una de dos años y viste que la casa no tiene patio ni un lugar donde pueda salir, salvo sacarla a la calle y como te conté, nos llevó unos cuatro meses que pudiera salir, porque demoramos todo ese tiempo para desparasitarla.

—Bueno, tu madre es buena onda, podrías preguntarle.

—Es algo tarde para llamarla —dijo Rodrigo.

—Cuando estamos en tu casa, no se acuesta temprano.

—Está bien, dame un minuto.

Rinnng, rinnng.

—Hola, Rodrigo, ¿pasó algo? —dijo con voz preocupada.

—Para nada, mamá, te quiero hacer una pregunta.

—Dime, me asustaste. Pensé que había sucedido un imprevisto.

—Está todo bien, ¿te desperté?

—Estoy acostada viendo un poco de televisión. Sol ya está acurrucada a mis pies.

—¿Quieres tener una nueva perrita? El casal de la casa de José ha tenido cría —le cuenta Rodrigo.

—Mmmm, ¿te parece? Ya tenemos a Sol.

—Dale ma. Es preciosa, negra y bien peludita y no va a ser muy grande.

—Bueno, veo que estás muy entusiasmado. Sí, tráela a casa. Donde comen dos, comen tres, diría tu abuela.

—Gracias, ahora en un rato voy para allá.

—Te espero despierta, quiero conocerla.

—Bueno, hasta luego.

Una hora después llegamos a la que sería nuestra casa. Entramos pasada la medianoche y fuimos directamente al dormitorio de su madre que estaba aguardando por la sorpresa de mi llegada.

—¡Ay!, ¡es divina! —exclamó la madre—, ¿cómo se llama?

—Le pusieron Pantufla, porque según José, a eso se parecía, pero no me gusta. A la otra le pusimos Sol por la nota musical, pienso que esta podría llamarse Luna, por el satélite.

—¡Me parece genial! Tendremos un micro universo en casa. Sol no parece muy contenta, pero ya se acostumbrará a no ser hija única —dijo la madre sonriente, mientras acariciaba a la nueva integrante—. Es tarde, se quedará a dormir en mi cama, como la otra. 

Este momento fue el que cambió mi vida, porque pasé a vivir con Rodrigo, su mamá, hermano y mi hermana peluda, como les gustaba decir. 

Esta compañía perruna no estaba feliz con mi llegada, pero eso fue cambiando con el tiempo.

 La casa era muy diferente, cada uno tenía su dormitorio, pero no había jardín ni patio.

 Al comienzo, Sol me imponía un poco. Era más grande en edad y tamaño. De cualquier manera, yo no estaba destinada a ser pequeña, ni siquiera mediana.

En poco tiempo crecí bastante y me volví más grande que mi hermana, pero nunca pude dejar de respetarla. A veces nuestro papá humano compraba unos huesos enormes en la veterinaria. Yo era muy ansiosa con la comida y me los terminaba enseguida

, pero después de eso venía la tarea de comer el de mi hermana.

Cuando se lo daban, ella lo mordisqueaba un poco, pero enseguida comenzaba a ir por toda la casa gimiendo como alma en pena. Como dije, no había patio, entonces no tenía dónde guardar su tesoro. La mamá de Rodrigo con mucha paciencia tomaba su hueso y lo escondía entre los pliegues de una alfombra que le servía de cama, cuando los humanos no estaban en casa. Una vez que veía dónde lo guardaba, como por arte de magia se tranquilizaba y hasta parecía contenta. Cuando ella se olvidaba de su tesoro, yo entraba en acción y ¡zas! me comía el hueso.

Todos los años nos desparasitaban y vacunaban. Al principio más seguido, después una dosis anual. Compraron collares. Papá mandó hacer una medallita con forma de hueso de metal plateado con nuestro nombre y su número de teléfono, por si nos perdíamos, pero eso no sucedió. Estábamos muy bien cuidados, aunque debo decir que la veterinaria no era un lugar al que acudiera con mucho gusto.

Con el pasar de los meses y luego los años, seguía siendo una bola peluda, grande, gordita y a pesar de eso, nunca desafié a mi hermana por nada. Es más, cuando ella tenía algo, un hueso o una botella con las que solíamos jugar, la llevaba hasta su plato de comida y la dejaba allí mientras se alimentaba. Si me acercaba gruñía, por lo que jamás intenté quitarle cosa alguna. Cuando deseaba jugar con lo que ella tenía, lloraba un poco y papá intervenía para que pudiera seguir con mi diversión.

Sol, tiene un carácter más tranquilo. Le gusta estar echada mucho rato, pero a mí me encantaba jugar y era incansable. Me entretenía con pelotas, huesos o las botellas que estaban vacías, a las que papá le sacaba la etiqueta y las tapitas, porque yo no entendía que solo eran para entretenerme, no para comer y cuando lo hacía, me dolía el estómago y vomitaba.

Después de tres años, nos mudamos a una casa más grande situada a pocas cuadras. Fue allí donde aprendimos a usar los patios para nuestras necesidades y no el living. Nos costó, pero lo logramos y casi todos los días, nos llevaban a la noche a una plaza cercana donde corríamos hasta cansarnos. Creo que esa era la idea de papá y después dormíamos mucho y no ensuciábamos nada. También salíamos varias veces en el día a la vereda y así se conservaba limpia la casa.

Debo decir que esa vivienda tuvo una dificultad. Tenía una escalera de dos tramos y un descanso, que nos costó subir y bajar, porque es abierta y provocaba algo de miedo. Yo pude dominar ese temor antes que Sol lo que me dejó muy contenta: no puedo negar que somos dos hermanas muy competitivas.

Algo que también logré primero fue traer cualquier juguete para que me lo tiraran de nuevo. Por el contrario, Sol se lo llevaba a la cama, debajo de la escalera.

En esa casa pasamos mucho tiempo y un día, la mamá de Rodrigo, nuestra abuela humana, se mudó a lo de su hermana y luego vino una novel mamá, Magela, pero eso no fue lo único que pasó.

Algunas veces, papá nos llevaba de visita a donde vivía su mamá que estaba a pocas cuadras de la nuestra y allí nos quedábamos en el jardín. Había dos perros, Kiram y Lady que no eran muy amigables con los pares perrunos. No tenían hábito de contacto con ellos, pero estábamos bien cuidados y nos portábamos muy bien, mientras nuestra familia humana tomaba mate y conversaba.

No sé bien qué sucedió, pero Magela empezó a engordar mucho en poco tiempo. Cada vez se ponía más grande y tanto Sol como yo comenzamos a sentir la necesidad de estar más con ella. Por alguna razón, ellos no iban a trabajar y escuchaba mucho la palabra «pandemia». No tengo idea lo que significaba, pero los dos estaban todo el día con nosotras y eso me encantaba.

Si por algo se tenían que ausentar, la abuela venía a quedarse en casa.

Yo, siempre fui ansiosa por naturaleza y ver que a Magela le crecía la panza me producía mucha inquietud, a pesar de que papá nos comenzó a decir que ahí dentro había un hermanito humano, no era algo que pudiera entender rápidamente.

Esperamos un tiempo que se hizo largo. Sol se echaba a los pies de mamá y yo quedaba algo apartada, pero no mucho, por si pasaba algo. Eso nunca sucedió, todo transcurrió con normalidad.

Una madrugada mis papás se fueron rápido. Había llegado la hora, me di cuenta cuando vi a Sol mirando inquieta a su humana y viendo cómo se apresuraban para salir con rapidez.

Nuestra abuela vino a quedarse con nosotras y un par de días después volvieron papá y mamá con alguien más.

Estábamos muy nerviosas, no sabíamos qué hacer. Tenía en sus brazos algo envuelto en rebozos y frazadas.

Un cochecito estaba preparado desde antes de irse al sanatorio. Apoyaron al bebé en él, nos dijeron que se llamaba Rafael.

Los nervios deben ser contagiosos, porque nuestros padres lo estaban. Quizá más que nervios parecían no estar seguros de lo que debían hacer.

Nosotras lo teníamos muy claro, lamerlo hasta que quede limpito y que mamá le diera teta, como lo hicieron con nosotros.

Unos días después, nos dejaron verlo cuidando que no fuéramos groseras al acercarnos. Lo olimos y Sol lloraba de felicidad y un poco de preocupación porque la cuidaban mucho cuando se aproximaba a él.

Pasaron algunos meses, Rafael lloraba mucho y el descanso era entrecortado, no obstante, nos llevaban a pasear diariamente, siempre que no lloviera, para que descansáramos lo mejor posible y no hacer algún ruido que incomodara al pequeño.

Todo pasó muy rápido. Fuimos a la plaza y allí me desbocaba. Sabía que no tenía que comer cosas que estaban en el piso de calles u otros lugares públicos, pero jugando, me distraje.

A la noche, al volver de la misma, comencé con vómitos. Papá me llevó a la veterinaria, me dieron un medicamento y volvimos a casa.

Al día siguiente estaba peor. Nuevamente me llevaron al doctor, que palpó algo en el abdomen. Placas, ecografías y una cirugía de urgencia mantuvieron a papá muy atareado y su cara mostraba preocupación, aunque su voz era tranquila y cariñosa. No podía con mi cuerpo, solo estaba echada y él se acostaba en el piso para que lo viera desde cerquita.

—Hola, mamita, no te pongas nerviosa, el médico te va a curar —me dijo.

Estaba asustada, salvo las vacunas, mi alergia o el corte de pelo anual, no iba a la veterinaria. Ese lugar me ponía nerviosa y me daba miedo.

Estuve muchas horas, hasta que nos dijeron que debía pasar por una cirugía con pronóstico reservado y urgente.

Papá me dejó allí y pasé por ese procedimiento que comenzó al rato de estar en ese lugar. Sobre las nueve y media de la noche, tuve el alta y me vino a buscar. El doctor le comunicó que habían tenido que quitar una parte de mi intestino y que el postoperatorio requería mucho cuidado ya que aún no estaba fuera de peligro.

A pesar de ir en el auto, me dolía todo el cuerpo y lo supo por mis gemidos. Me bajó en brazos y me puso con mucho cuidado sobre mi colchoneta que ubicó junto al sillón de la sala.

El dormitorio de mis padres humanos estaba en el primer piso, pero el doctor Fonseca recomendó que me moviera lo menos posible hasta que me mejorara, por lo que papá prefirió quedarse abajo y dormir en el sillón de la sala conmigo a su lado. Sol estaba un poco alejada, pero atenta, por si necesitaba algo. A veces venía, me olía, pero papá le decía:

—Déjala, Sol, la hermanita tiene que estar quieta —algo que agradecí con una mirada de alivio.

El primer día parecía que iba mejorando, pero al segundo, los vómitos volvieron. Casi no podía moverme, mi cuerpo no quería responder a las ganas que tenía de curarme y que todo volviera a ser lo que había sido.

Papá le comunicó a su madre que si debían volver a operarme iba a ser de alto riesgo y casi sin garantías de recuperación.

Me llevaba al médico diariamente, porque me ponían suero, analgésicos y esos remedios necesarios para la recuperación post cirugías. Eso llevaba unas cuantas horas, mientras la abuela estaba esperándome en la casa con Sol y Rafael.

Todo fue tan rápido, que no me dio el tiempo para nada. En la madrugada del veintinueve de octubre ninguna parte de mi cuerpo parecía estar funcionando. Mi corazón se detuvo y papá tuvo que masajearme para que reaccionara. Entretanto llamó al veterinario que dijo que vendría a verme.

No me podía levantar y vi a mi papá humano ansioso, preocupado, nervioso, aunque su voz siempre fue tierna y dulce. Se acostó en el suelo a mi lado. Quise darle la pata, pero solo fue un movimiento que ni se acercó a mi anhelo. Hubiera deseado tener el don de la palabra, pero los perros carecemos de cuerdas vocales que sirvan para ese fin, solo pude mirarlo y quise que ese acto demostrara todo el amor que sentía y el dolor que me daba el tener que dejarlos. Un aullido salió de mis entrañas, largo, profundo. Fue el único mensaje que pude darle a quien tanto amor supo darme y del que una travesura sin intención me obligaba a alejarme.

Cuando el veterinario llegó mi alma ya miraba todo desde arriba. El dolor de mis humanos, el de Sol, que parecía saber exactamente lo que sucedía y respetó mi espacio sin querer acercarse a mi cuerpo.

Lo que quedó de mí, lo llevó el veterinario. Mi espíritu va a permanecer un poco más por aquí, quiero ver crecer a Rafael. Me habría gustado tanto jugar con él.

Deseo seguir cuidándolos con el mismo amor que sentí en vida, por eso pedí al Creador un permiso especial.

No solo me lo concedió, sino que además añadió un par de alas para que viajara rápido y me explicó que siempre había sido un ángel, pero que aquí abajo, las alas son incómodas para recibir abrazos y mimos.

Recuperé las mías y con ellas la facultad de estar siempre al lado de los seres que hicieron de mi vida, una obra de amor, aunque no sea invisible a sus ojos. Fui afortunada de estar en la mejor familia que podía tener. Agradezco a todos, pero especialmente a mi papá, porque estuvo en los buenos y malos momentos, eso que solo hacen las almas nobles.

Fui, soy y seré feliz por haber encontrado mi lugar en el mundo y para agradecer esa bendición, mi alma los acompañará siempre.

viernes, 14 de enero de 2022

La última directriz

Omar Castilla Romero


Mucho tiempo después frente a un camino desolado, Daniel Flórez recordaba la vez que descubrió su talento como estafador. Fue en una concurrida discoteca donde se hizo pasar por agente del orden solicitando identificación a los presentes, entre ellos un importante político escapado de juerga con su amante, quien lo sobornó con un fajo de billetes para que no lo delatase. Desde entonces utilizó su capacidad de convencimiento para sacarle dinero a los incautos, pero con la llegada de la pandemia y las avenidas vacías, ya no pudo seguir en sus actividades delictivas, sintiendo un bajón de adrenalina que lo llevó a la depresión. Aquel día decidió salir a caminar a pesar del toque de queda. Era el diciembre más triste que había visto y las calles solitarias carentes de decoración hacían parecer a la ciudad un pueblo fantasma. Se dirigió a las afueras y en un área boscosa, se quitó el tapabocas dándole una bocanada a un porro que acababa de encender, luego de lo cual sintió dar vueltas todo a su alrededor, al punto que debió sujetarse de un roble cercano. En ese momento tuvo la sensación de que se elevaba «Carajo ta potente» pensó. Luego vio la Tierra alejarse y arriba suyo notó una estructura gris semejante a un caparazón de ostra decorado con formas geométricas, que no podía ser otra cosa sino una nave espacial. Lo siguiente que recordó fue estar en una estancia amplia y cálida, impregnada de luz blanca que tenía en su centro una mesa redonda y tres sillas, en una de las cuales se sentó.

—Bienvenido, Lord Flórez, espero se sienta cómodo —dijo un alienígena alto y delgado de rostro ovalado y piel traslúcida que apareció de la nada.

—¿Quie… quién es usted y cómo sabe mi nombre?

—Pero cómo no saberlo. Lo estábamos esperando para la reunión.

—¡¿De qué diablos habla?!, no volveré a fumar esa mierda.

—De la reunión, ¡¿lo ha olvidado?! ¿Llegó el otro invitado?

—Sí señor, ya está aquí —respondió un subordinado.

—Hazlo pasar, es mejor definir todo de una vez.

—Enseguida.

Al instante entró otro extraterrestre humanoide que sobrepasaba los tres metros de altura. Tenía hombros prominentes, abdomen globoso y mirada severa. Su piel azulada parecía apretujar sus marcados músculos. Vestía una túnica blanca de tela brillante parecida a la seda y tenía en su espalda una caja metálica cruzada por una espada.

—¿Qué hace aquí este insecto? —preguntó con voz gutural que resonó en la estancia.

—¿Por qué me llamas insecto? —indagó Daniel.

—Todos ustedes lo son. Solo un error de la naturaleza.

—Tranquilo, Enliuk, estamos aquí para charlar —dijo el anfitrión.

—Yo no hablo con seres inferiores —respondió.

Daniel percibió un odio visceral en él, por lo que se dirigió al otro ser.

—¿Podría decirme qué hago aquí?

—Permíteme primero me presento, mi nombre es Xénel Prim y voy a decidir si damos vía libre a la última directriz.

—¿La qué?

—Las directrices son reglas que deben seguir todos los seres evolucionados de la galaxia y la última directriz es la carta de salvación de un planeta cuando la especie dominante está a punto de llevarlo a la destrucción.

—Venga, ¿qué clase de delirio es este? —preguntó Daniel.

—No es ningún delirio. Hace un millón de años, dicha directriz fue activada en este sistema solar.

—¡Sí, cuando nos traicionaste! —gritó Enliuk.

—Nunca lo hice, lamentablemente llegué tarde para evitar que el demente de Lucfnak lanzara sus bombas nucleares sobre la superficie del planeta. Solo pudimos ayudarlos a evacuar a donde resurgiera su civilización.

—¡Cuándo digo que nos traicionaste, me refiero a lo que pasó después!

—No fui yo, fueron ustedes. Tomaron una decisión que nos obligó aplicar la séptima directriz, según la cual debían abandonar el planeta.

—Ustedes y sus estúpidas directrices—interrumpió Enliuk—. Dime Xénel, ¿qué nos impide reconquistar la Tierra por la fuerza?

—Pues, la octava directriz, que nos facultaría a intervenir.

—¿Y qué si lo hacen?

—Ustedes no están preparados para nuestro poder. Pueden tener naves y armas de avanzada, pero con solo desearlo convertiríamos su palacio celestial en cenizas.

—De pronto tenemos un haz bajo la manga.

—Eso habrá que verlo. Por cierto, ¿quién es el artífice de esta patraña?, ¿tú Enliuk?

—Ninguna patraña, los humanos están acabando con el planeta, a este paso no va a quedar nada, así que tenemos derecho a actuar.

—Aún no —respondió Xénel Prim—. Todavía hay posibilidades de salvación. Si en un lapso de treinta años las cosas no mejoran la Tierra será suya.

—Quieres dar la impresión de altruista, pero en el fondo solo ansías arrebatarnos lo que nos pertenece.

—¿Tiene algo qué agregar, Lord Daniel? —preguntó Xénel a la vez que daba la espalda a Enliuk. Daniel se encogió de hombros—. ¿Nada?, entonces doy por terminada la reunión. Acérquense para firmar el acuerdo.

—¡No voy a firmar nada! —dijo airado Enliuk.

—Lo harás antes de irte.

—Eso lo veremos.

Se marchó mirando con desprecio a Daniel y tomó rumbo al hangar donde lo esperaba su nave espacial. El humano se quedó de pie sin saber qué hacer.

—¿Y qué esperas?, firma.

Dio unos pasos y tomó la pluma de cristal con la que estampó su nombre en un pergamino holográfico. Xénel lo condujo a la cabina principal, un salón que recibía su iluminación de los rayos solares y los magnificaba. En frente podía verse el oscuro espacio exterior decorado por la Tierra del lado derecho. El ambiente estaba impregnado por un agradable olor que nunca había percibido.

—¿Esto es un sueño o el efecto del cannabis? —preguntó Daniel.

—Esto, ¿qué?

—Este silencio apacible, los colores vivos, tú y el psicópata que nos acompañaba.

—La existencia misma es un sueño. Pero ¿de quién? A pesar de nuestros miles de millones de años no hemos podido averiguarlo.

—¿Miles de millones?, no exageres.

—En absoluto es así, podría decirse que somos casi tan antiguos como el universo.

—Cuéntame más…

—Somos seres primigenios, surgimos en el centro de la galaxia dos mil millones de años después del Big Bang. Nuestro planeta al que ustedes llaman Matusalén inicialmente orbitaba una estrella parecida a su sol. Evolucionamos temprano, por eso nuestros cuerpos son menos densos. —Tocó a Daniel y este sintió como penetraba su piel—. El motivo es que las primeras estrellas tenían pocos elementos pesados, por tanto, la vida se las arregló para evolucionar en esas condiciones. Dominamos el viaje interestelar y empezamos a sembrar la galaxia de seres vivientes.

—¿Y qué tienes qué ver con el que se fue?

—¿Con Enliuk? Nada, él pertenece a los niuk.

—¿Quiénes son los niuk?

—Ellos crearon a la humanidad.

—Pensé que habían sido ustedes.

—No, nosotros los diseñamos a ellos.

—Ah veo, Xénel, pero ¿hay algo cierto en lo que dijo?

—La respuesta es compleja. Hace cuatro mil millones de años llegamos al sistema solar y vimos dos planetas con potencial de albergar vida, sin embargo, el único que estaba maduro en ese momento era el cuarto.

—¡Marte!

—Exacto.

—Entonces, ¿lo colonizaron?

—Ese no era nuestro interés en aquel tiempo, solo queríamos explorar y propagar la vida. En Marte moldeamos a los Niuk.

—¿Y qué hicieron con la Tierra?

—En ese momento nada, porque era una caldera hirviente. Continuamos nuestro camino por la galaxia y luego tuvimos que regresar a casa por un acontecimiento cósmico que ponía en riesgo la supervivencia de mi especie. Nuestro sol fue capturado por una estrella de neutrones que, por suerte, hacía tiempo que había dejado de ser supernova. Pasado el peligro, dos mil millones de años atrás, volvimos a nuestro devenir encontrando a la Tierra más propicia para la vida, por lo que instalamos una base cercana, que todavía está en uso.

—¿Y dónde se encuentra?

—Algunas noches habrás mirado al cielo maravillándote de ella.

—¿La Luna?, ¿es una base alienígena?

—Sí y sigue habitada, aunque no por nosotros. Luego bajamos a la Tierra y construimos un reactor nuclear. —Desplegó en frente un holograma donde se veían los continentes fusionados en la Pangea, demarcándose un punto que hoy correspondería a África ecuatorial.

—¡¿Cómo qué un reactor nuclear?!, si así fuera los científicos lo habrían descubierto.

—Y lo hicieron, pero no lo creyeron. Es más, a la fecha no pueden explicar lo que pasó en las minas de uranio de Oklo en Gabón. Comenzamos a generar organismos vivientes y al nacer las primeras algas se produjo un efecto inesperado, la atmósfera se llenó de más oxígeno del acostumbrado y esto produjo una sorprendente explosión de vida, aunque su existencia era corta. Incluso nuestros cuerpos, hasta ese momento perpetuos, se fueron deteriorando. Descubrimos que la Tierra, tan prolífica como era, generaba un efecto colateral: la muerte. De eso, hace quinientos millones de años. Coincidió con la inminente transformación de nuestro sol en una gigante roja que pronto devoraría el planeta. Regresamos y encontramos a los sobrevivientes en una nave nodriza de tamaño planetario que nos llevaría a viajar por la galaxia durante eones. Y es cierto, nos arrepentimos de no haber creado una colonia en algún otro planeta, por ejemplo, Marte y dado que nuestras directrices nos impedían invadir mundos civilizados, solo quedaba la Tierra, pero esto implicaba perder nuestra inmortalidad, por lo que preferimos seguir en la nave deseando que alguna de nuestras creaciones cometiera un error.

—Ya voy entendiendo. Dijiste que en Marte hubo una guerra. Supongo que, en lugar de ayudarlos, activaron la última directriz.

—Tienes un raciocinio muy agudo. La guerra destruyó su atmósfera con lo que se disipó el oxígeno y fue evaporándose el agua, haciéndolo adecuado para nosotros. Trasladamos a los niuk a la Tierra y de inmediato empezaron su colonización, pero era una labor ardua y decidieron crearlos a ustedes para que hicieran el trabajo duro. Fue un error, ahora había una especie autóctona inteligente y por lo tanto el planeta le pertenecía. Les dimos un ultimátum: o eliminaban a la raza humana o se marchaban.

—Por eso Enliuk nos odia.

—Exacto. Quien los diseñó fue su hermano Enkiuk. Se enfrentaron para decidir el futuro de la humanidad y Enliuk convenció a su líder, Yavhnak, de inundar la llanura entre el Tigris y el Éufrates donde se localizaban las primitivas aldeas humanas para borrarlas de la faz de la tierra.

—¡Guau!, el diluvio universal.

—Con ese nombre quedó en su historia. Enkiuk amaba a su creación y contradiciendo las órdenes de su amo, ayudó a unos pocos a escapar. Con los milenios, estos se multiplicaron y a los niuk no les quedó más remedio que marcharse a vivir a la base lunar. Mantuvimos la palabra de que, si algún día la raza humana era un peligro, ellos podrían activar la última directriz. La verdad nunca pensé que pasaran de la Edad de Piedra y mira hasta donde han llegado.

—Entonces nos subestimaste.

—En parte sí y en parte no. Ellos los han ayudado en los últimos siglos a que progresen.

—¿Y para que hicieron eso si nos odian?

—Sencillo, les dieron las soluciones más contaminantes para llevar al planeta a un punto de no retorno. ¿Cómo lo lograron?, reclutaron mentes brillantes en sociedades secretas y así los han ido guiando de invento en invento a su destrucción.

—¿Y ustedes piensan intervenir?

—Sí, pero no directamente. Por eso necesitamos personas como tú.

—Están en desventaja, ellos escogieron genios y ustedes en cambio...

—Hemos escogido bien, por ejemplo, tú tienes un talento que será útil a la hora de contrarrestar un arma que, sospechamos, han inventado los niuk.

—Pero ¿y cómo?

—En un momento lo verás.

Fueron interrumpidos por Enliuk con el rostro congestionado de ira.

—¡¿No me dejarás salir, maldito?!, ¡¿crees qué te tengo miedo?!

—Calma Enliuk.

—Entonces abre el hangar.

—No, hasta que firmes.

El niuk desplegó unas grandes alas metálicas que le permitieron elevarse, luego sacó la espada y la blandió en tono amenazante.

—Pues oblígame. —Dicho esto se abalanzó a gran velocidad y Xénel lo evadió mucho más rápido al desplazarse como si de un espectro se tratara. Tomó con una mano la espada y con la otra su cuello.

—Es tu última oportunidad.

Enliuk batió sus alas con lo que Xénel salió despedido hacia la pared. Se levantó de inmediato. —¿Es todo lo qué tienes?

El niuk oprimió un interruptor en la caja que pendía de su espalda y luego atacó. Xénel trató de esquivarlo, pero no se pudo mover.

—¿Sabes por qué estás inmóvil? Debido a esta caja que atrae tus abundantes átomos de hidrógeno como un imán. Ahora te llegó el momento de morir. —Levantó su espada y Xenel cerró los ojos.

—Espera un momento —dijo Daniel—, ¿es que acaso no lo sabes?

—Saber qué —preguntó Enliuk.

—Eh, la nave tiene un sensor y si deja de percibir la energía vital de Xénel, iniciará una secuencia de autodestrucción. Él me lo confesó.

—Eso lo acabas de inventar para que no lo aniquile.

—Es justo lo que él quiere, ¿no lo ves? Si morimos aquí, tus amigos creerán que el arma no funciona.

Enliuk contuvo el intenso deseo de asesinarlo y luego bajó su espada.

—Donde está el acuerdo —preguntó, firmó y antes de marcharse dijo—: Treinta años, que se cumplen el veintiuno de diciembre del dos mil cincuenta, ni un día más.

lunes, 3 de enero de 2022

Almas perdidas

Ricardo Sebastián Jurado Faggioni


Jaime se encontraba haciendo informes. De repente, una secretaria joven va hacia su oficina que era pequeña, pero cómoda para trabajar, para avisarle que alguien desea verlo con urgencia. Una señora de treinta años le cuenta que su hijo ha desaparecido. 

—¿Cuándo fue la última vez que lo vio? —preguntó el policía. 

—Vivimos al frente de un río y misteriosamente se esfumó—dijo la madre. 

—¿Alguien estuvo cerca de él?

—No, siempre sale a jugar solo.

—¿Podría describirlo?

—Mide cien centímetros y pesa dieciocho kilos, tiene el pelo negro, es blanco y delgado. Andaba con una camiseta roja y short blanco. 

—Gracias, escríbame su dirección.

La madre suspirando terminó de anotar donde vivía, además le entregó una fotografía del niño para que lo pueda identificar, luego se despidió amablemente del detective.

Al terminar de trabajar Jaime se dirigió a casa en su Volkswagen rojo. Esta era amplia, el color de las paredes era blanco, en la sala tenía un televisor. Lo prende y mira noticias, el reportero narra que varios jóvenes han desaparecido, la policía está averiguando el motivo de este misterio. 

Estos casos lo hicieron dormir intranquilo. Al despertarse, preparó el desayuno y al finalizar de comer fue a la dirección que indicó la madre del niño desaparecido. Ella vivía al sur de la ciudad, cerca de un río. 

—Cuéntame otra vez lo sucedido —dijo el policía.

—Mi hijo salió a jugar a la orilla del río a las diez de la mañana, sin embargo, no regresó y fue cuando me preocupé —comentó la madre.

—Entonces no se percató si se fue con alguien, ¿tenía motivos para irse?

—Con mi esposo hemos discutido, pero a él no le decimos nada. 

—Su marido, ¿dónde trabaja? 

—En un banco del centro de la ciudad. 

—¿Cómo se ha sentido? 

—Nunca muestra sus sentimientos, pero sé que sufre. 

—¿Me podría dar la hora cuando va a trabajar?

—Sale a las nueve de la mañana. 

—Gracias. 

El detective vestía de forma casual, es delgado, alto y joven. Al ir al río observó el horizonte. Había un bote y navegó hasta llegar al otro lado. Llevó el bote hacia la orilla, con una soga lo sujetó hacia una roca, para poder ir hacia el bosque. Quería encontrar alguna pista del niño perdido. Una mujer vestida de blanco se le aparece. No pudo ver su rostro, puesto que estaba tapado. 

—El niño está a salvo conmigo —dijo la mujer. 

—¿Por qué te lo llevaste? —preguntó el detective. 

—Está sufriendo en su hogar, debes investigar al papá. 

—¿Cómo sabes esto? 

—Escuchamos secretos, porque podemos oír conversaciones sin que nadie se de cuenta.

Quiso decir algo más, pero desapareció. Tomó aire y se fue. Regresó a la casa del chico perdido para averiguar sobre el papá.  La mamá comentó que el esposo tenía una amante, quería que se vaya de la casa. No obstante, él no hacía caso, no quería decirle antes por vergüenza. 

El detective se quedó a dormir en el carro, para el día siguiente seguir al marido. Este era alto, de compostura ancha y calvo. Andaba vestido en terno para irse al trabajo, sin embargo, el esposo no se fue a su hogar se encontró con una mujer en una cafetería, ella era más joven que la esposa. Estuvieron conversando por varias horas, luego se marcharon. El investigador también hizo lo mismo, pero él fue a la casa de la esposa que había solicitado su ayuda, conversaron el tema y ella está segura de la situación, luego Jaime se fue de aquel hogar.  

Al llegar a su apartamento, prendió la computadora e investigó sobre apariciones de mujeres fantasmales en bosques, ríos, montañas. Indagando descubrió la historia de una mujer que asesinó a sus hijos puesto que el amante que tenía no los reconoció y la echó de su hogar. 

En la mañana siguiente el cielo estaba despejado y con temor fue al lugar donde se topó con la chica de vestido blanco. Ella le contó su historia, arrepentida por haber asesinado a sus hijos, la vida eterna que posee la aprovecha para proteger a los indefensos. Detrás de unas ramas salió el niño perdido, pero antes de irse la mujer fantasmal mencionó que el papá haría algo terrible.  

Regresaron a la casa del chico, el esposo se encontraba furioso, iba a golpear a su mujer por echarlo de su vivienda. El detective detuvo el golpe a tiempo. Por agresión lo llevó a prisión. En la noche una mujer de blanco estaba llorando en la cárcel para atormentar a los prisioneros, caminando llegó a la celda del agresor que encerró al investigador, mostrando su verdadero rostro cadavérico y deforme para condenarlo por sus actos de infidelidad y violencia.