Rosario Sánchez Infantas
A los catorce años el aguardiente, el
tabaco y las hojas de coca eran parte de mi sustento diario. Ingresar a la mina
Wieslawa sin equipo de protección y en jornadas de doce horas solo se soportaba
con la conciencia alterada. La explotación de oro en pequeña escala se situaba en
un estrecho valle ubicado en medio de las ardientes y desérticas pampas de la
costa peruana. Cuando llegué al lugar me asignaron un rincón en una de las barracas
de zinc acanalado compartida con otros muchachos y con adultos venidos de
pueblos de la costa o de la sierra del sur peruano, unos más macilentos que
otros de acuerdo a su permanencia dentro de los socavones. En una fogata precaria cocinaba mis alimentos como todo
obrero no calificado.
Para algunos trabajadores que procedíamos de frías serranías,
de tres mil metros de altitud o más, eran interminables las noches costeñas con
alrededor de treinta grados de temperatura y en lucha con los zancudos. No eran
pocos los que caían víctimas del paludismo pues los mosquiteros que se vendían
en la pequeña mercantil del polaco, dueño también de la mina, eran
inalcanzables; como desconocidos e inaccesibles resultaban nuestros derechos
laborales en los años cuarenta, época en la cual se concebía a la inversión
extranjera como el mayor móvil del desarrollo nacional.
No era frecuente en los pueblos cercanos al mío; sin embargo,
algunos años, la niebla cubría los sembríos al amanecer. En esas ocasiones sabíamos
que el tizón echaría a perder nuestros cultivos. Una combinación de aumento de temperatura
y de humedad eran sinónimo de hambruna, muerte y dolor. Trabajar en una pequeña
mina ayudó a solucionar las necesidades de mi madre viuda y mis hermanos.
*****
Don Clodomiro anunció que a media noche
arderían en el fuego de la Ivette e hizo cerrar las puertas con la clientela
selecta adentro. El sexagenario anfitrión los viernes agasajaba a sus más
distinguidos clientes y contrataba los servicios de alguna chica de la casa mala, ubicada a unas tres
cuadras, a fin de que realizase un espectáculo de striptease sobre el mostrador
y algún otro servicio requerido.
Las paredes encaladas tenían una pátina
gris que les daba apariencia vetusta y estaban surcadas de cables que llevaban
electricidad a los tres focos y algunos tomacorrientes de cerámica. Las capas
de petróleo con que muchos años habían embebido el piso machihembrado lo habían
oscurecido, tanto como el barniz a la madera de las sillas, mesitas, el ancho mostrador
y los taquilleros que exhibían cigarrillos y licores nacionales y extranjeros.
Al fondo de la habitación una puerta daba acceso a tres oscuras habitaciones y
un baño de hierro fundido que empleaba también la clientela. Un tocadiscos de
madera regalaba las voces de La Sonora Matancera, Sarita Montiel, Pedro
Infante, Agustín Lara, el trío Los Panchos y otros sones centroamericanos y caribeños.
Ya faltaba poco para las doce de la noche. La temperatura ambiental en la
ciudad altoandina era de aproximadamente cinco grados; sin embargo, en el bar
había algunos más. Como era habitual departían los que detentaban el poder en
la ciudad: dos jueces, un fiscal, el médico legista, cinco oficiales de la
Guardia Civil y algunos comerciantes de monta mayor, en medio del humo de
cigarrillos y los licores de alta gradación.
Un efectivo policial requirió, con fuertes
golpes en la puerta, la presencia del médico legista. Entonces el fiscal
Fuenzalida se quedó solo en su mesa lo que aprovechó el capitán Villaorduña para
acompañarlo. Previo abrazo efusivo y sin más preámbulos acercando su silla, en
tono zalamero le dijo:
—Paisita, ¡para milagros solo Dios! Para
magia ¡Mandrake y usted! ¡Lo estoy necesitando, paisita! Si no fuera muy
importante no le quitaría su valioso tiempo. No está por demás decir que una
mano lava a la otra, que el mundo es redondo y da vueltas, y que no sabemos cuándo
vamos a necesitar de los demás.
—Habla paisano —dijo el fiscal
frunciendo el ceño—.
No sé por qué, imagino que es bien gordo
lo que te traes entre manos.
—No va a ser así nomás, paisita. ¡Nunca que me ha servido, ha sido, así nomás!
—Bueno, bueno, te escucho —dijo el fiscal
mientras echaba una mirada a ambos lados de la mesa que ocupaban.
—Tú sabes, paisita, yo estoy aquí hace buen tiempo, lejos de mi familia, sin
ir a la santa tierra a visitar a mis viejitos y dándole duro al trabajo. Ya me
toca ascender y justo ahora a uno de mis hombres ha metido la pata y le pueden hacer un proceso administrativo. Como se enteren en Lima me voy a
podrir esperando el ascenso, y a lo mejor hasta me mandan de castigo a un
pueblo olvidado de Dios.
—¡Desembucha de una vez!
—Mira, hay un tipo que se había metido con la chica de uno de mis guardias, una
mujer de la vida alegre. Coincidieron en la casa de la susodicha y se fueron a los golpes. Mi
efectivo dice que la pelea fue
pareja, pero que para su mala suerte el otro cayó contra el borde de la acera y
ahí nomás quedó seco.
—¡Mierda! ¿No me estarás hablando del
colegial que están buscando hace medio año?
—Sí, es él; pero no era
trigo limpio, lo botaron de varios colegios, le venció la edad, solo el colegio
pituco lo aceptó.
—Pero justamente, ahí estudian los hijos de
la crema y nata de la ciudad. ¡Van a exigir justicia!
—No, paisita, el chico es hijo de unos
empleaditos que tienen sus ahorritos. En cuanto las señoronas sepan lo que
hacía ese caballerito, van a marcar distancia inmediatamente. Además, doctorazo,
ahí entran los milagros o la magia de la ciencia.
—¿Y qué quieres que
yo haga? —dijo el
fiscal calibrando lo complicado del caso y encendió un cigarrillo.
—Te habrás enterado, hermano. Unos campesinos
informaron sobre unos huesos humanos hallados entre la carga de cal viva
abandonada cerca al puente Infiernillo donde se volcó un tráiler hace un par de
años; ellos, de vez en cuando, la llevaban para desinfectar sus letrinas y se
dieron con esa sorpresa.
—¿Qué has pensado Villaorduña? —interrumpió Fuenzalida,
con gesto adusto.
—Se le puede pedir una manito al doctor
Ventura. Bien puede decir, que los huesos son restos preincas; por ahí cerca,
cerro arriba, hay unas ruinas. La ciencia es la ciencia, nadie va a dudar. El
lunes a primera hora la anatomía dará paso a la historia gracias a tu magia.
—¡Hum! No quiero deberle nada a Ventura.
—¡No, paisita! usted no le va a
deber nada. Él me debe una a mí. Se la quiero cobrar. El escándalo no lo
alcanzó a él, ni a sus hermosos hijitos, que estudian en un colegio de
renombre. Yo me encargué de limpiar al papá de Ventura de la acusación de abuso
sexual de su empleada doméstica.
—Por lo menos dime a quién le voy a salvar
el pellejo.
—¡A mí, paisita!,
a mí me está salvando el ascenso. Aunque mi subalterno hubiera sido un don
nadie lo hubiera tenido que proteger por cuidar mis intereses y los de la
institución. Pero encima, paisita el
suertudo es ahijado del diputado Penadillo.
—Por ahí debió empezar paisano. Da gusto
ser solidario con la gente que trabaja por preservar el orden y la ley. Y
ahora, déjeme ver paisano. —Se empezó a abrir lentamente el
improvisado telón—. Estoy
que salivo; no sé cómo lo sabe Venturita, dice que la Ivette está preñada.
*****
Recogiendo los restos de un vaso caído al piso no pude evitar escuchar el final de esta conversación. Sentí doblegarse mi espíritu como cuando, recién llegado a la mina, que llevaba su nombre, pani Wieslawa me ordenó montar su mula, le dio a esta una instrucción en polaco por lo que empezó a corcovar hasta arrojarme en medio del barro putrefacto y sus risotadas. Tras dos años transcurridos desde que abandoné la mina el pasado había llegado a esta orilla. Súbitamente vislumbré que se respiraba aquí una niebla que era propicia para el tizón que consumía el alma. Por la madrugada partí a buscar mejores aires con unos cuantos trapos y treinta soles ahorrados en dos años de trabajar en el bar de mi padrino.