Laura Sobrera
Nací un dieciocho
de febrero del año dos mil catorce. Mi papá biológico es un barbilla y mi mamá
una labradora. Los primeros dos meses viví con ellos a dieciséis kilómetros de la
capital, en la casa de los dueños de mis padres.
Cuando ya no necesité
alimentarme de leche materna vino de visita un amigo de José, hijo de los
dueños de casa.
Entre bromas le
dijo:
—¿Por qué no te
llevas uno de los perritos?
—¿Quieres que mamá
me mate? Ya tenemos una de dos años y viste que la casa no tiene patio ni un
lugar donde pueda salir, salvo sacarla a la calle y como te conté, nos llevó
unos cuatro meses que pudiera salir, porque demoramos todo ese tiempo para
desparasitarla.
—Bueno, tu madre
es buena onda, podrías preguntarle.
—Es algo tarde
para llamarla —dijo Rodrigo.
—Cuando estamos en
tu casa, no se acuesta temprano.
—Está bien, dame
un minuto.
Rinnng, rinnng.
—Hola, Rodrigo,
¿pasó algo? —dijo con voz preocupada.
—Para nada, mamá,
te quiero hacer una pregunta.
—Dime, me
asustaste. Pensé que había sucedido un imprevisto.
—Está todo bien,
¿te desperté?
—Estoy acostada
viendo un poco de televisión. Sol ya está acurrucada a mis pies.
—¿Quieres tener
una nueva perrita? El casal de la casa de José ha tenido cría —le cuenta
Rodrigo.
—Mmmm, ¿te parece?
Ya tenemos a Sol.
—Dale ma. Es
preciosa, negra y bien peludita y no va a ser muy grande.
—Bueno, veo que
estás muy entusiasmado. Sí, tráela a casa. Donde comen dos, comen tres, diría
tu abuela.
—Gracias, ahora en
un rato voy para allá.
—Te espero
despierta, quiero conocerla.
—Bueno, hasta
luego.
Una hora después
llegamos a la que sería nuestra casa. Entramos pasada la medianoche y fuimos
directamente al dormitorio de su madre que estaba aguardando por la sorpresa de
mi llegada.
—¡Ay!, ¡es divina!
—exclamó la madre—, ¿cómo se llama?
—Le pusieron
Pantufla, porque según José, a eso se parecía, pero no me gusta. A la otra le
pusimos Sol por la nota musical, pienso que esta podría llamarse Luna, por el
satélite.
—¡Me parece genial! Tendremos un micro universo en casa. Sol no parece muy contenta, pero ya se acostumbrará a no ser hija única —dijo la madre sonriente, mientras acariciaba a la nueva integrante—. Es tarde, se quedará a dormir en mi cama, como la otra.
Este momento fue el que cambió mi vida, porque pasé a vivir con Rodrigo, su mamá, hermano y mi hermana peluda, como les gustaba decir.
Esta compañía perruna no estaba feliz con mi llegada, pero eso fue cambiando con el tiempo.
La casa era muy diferente, cada uno tenía su dormitorio, pero no había jardín ni patio.
Al comienzo, Sol me imponía un poco. Era más
grande en edad y tamaño. De cualquier manera, yo no estaba destinada a ser
pequeña, ni siquiera mediana.
En poco tiempo crecí bastante y me volví más grande que mi hermana, pero nunca pude dejar de respetarla. A veces nuestro papá humano compraba unos huesos enormes en la veterinaria. Yo era muy ansiosa con la comida y me los terminaba enseguida
, pero después de
eso venía la tarea de comer el de mi hermana.
Cuando se lo
daban, ella lo mordisqueaba un poco, pero enseguida comenzaba a ir por toda la
casa gimiendo como alma en pena. Como dije, no había patio, entonces no tenía
dónde guardar su tesoro. La mamá de Rodrigo con mucha paciencia tomaba su hueso
y lo escondía entre los pliegues de una alfombra que le servía de cama, cuando
los humanos no estaban en casa. Una vez que veía dónde lo guardaba, como por
arte de magia se tranquilizaba y hasta parecía contenta. Cuando ella se
olvidaba de su tesoro, yo entraba en acción y ¡zas! me comía el hueso.
Todos los años nos
desparasitaban y vacunaban. Al principio más seguido, después una dosis anual. Compraron
collares. Papá mandó hacer una medallita con forma de hueso de metal plateado
con nuestro nombre y su número de teléfono, por si nos perdíamos, pero eso no
sucedió. Estábamos muy bien cuidados, aunque debo decir que la veterinaria no
era un lugar al que acudiera con mucho gusto.
Con el pasar de
los meses y luego los años, seguía siendo una bola peluda, grande, gordita y a
pesar de eso, nunca desafié a mi hermana por nada. Es más, cuando ella tenía
algo, un hueso o una botella con las que solíamos jugar, la llevaba hasta su
plato de comida y la dejaba allí mientras se alimentaba. Si me acercaba gruñía,
por lo que jamás intenté quitarle cosa alguna. Cuando deseaba jugar con lo que
ella tenía, lloraba un poco y papá intervenía para que pudiera seguir con mi
diversión.
Sol, tiene un
carácter más tranquilo. Le gusta estar echada mucho rato, pero a mí me
encantaba jugar y era incansable. Me entretenía con pelotas, huesos o las
botellas que estaban vacías, a las que papá le sacaba la etiqueta y las
tapitas, porque yo no entendía que solo eran para entretenerme, no para comer y
cuando lo hacía, me dolía el estómago y vomitaba.
Después de tres
años, nos mudamos a una casa más grande situada a pocas cuadras. Fue allí donde
aprendimos a usar los patios para nuestras necesidades y no el living. Nos costó, pero lo logramos y
casi todos los días, nos llevaban a la noche a una plaza cercana donde
corríamos hasta cansarnos. Creo que esa era la idea de papá y después dormíamos
mucho y no ensuciábamos nada. También salíamos varias veces en el día a la
vereda y así se conservaba limpia la casa.
Debo decir que esa
vivienda tuvo una dificultad. Tenía una escalera de dos tramos y un descanso,
que nos costó subir y bajar, porque es abierta y provocaba algo de miedo. Yo
pude dominar ese temor antes que Sol lo que me dejó muy contenta: no puedo
negar que somos dos hermanas muy competitivas.
Algo que también
logré primero fue traer cualquier juguete para que me lo tiraran de nuevo. Por
el contrario, Sol se lo llevaba a la cama, debajo de la escalera.
En esa casa
pasamos mucho tiempo y un día, la mamá de Rodrigo, nuestra abuela humana, se
mudó a lo de su hermana y luego vino una novel mamá, Magela, pero eso no fue lo
único que pasó.
Algunas veces,
papá nos llevaba de visita a donde vivía su mamá que estaba a pocas cuadras de
la nuestra y allí nos quedábamos en el jardín. Había dos perros, Kiram y Lady que no eran muy amigables con los pares perrunos. No tenían
hábito de contacto con ellos, pero estábamos bien cuidados y nos portábamos muy
bien, mientras nuestra familia humana tomaba mate y conversaba.
No sé bien qué
sucedió, pero Magela empezó a engordar mucho en poco tiempo. Cada vez se ponía
más grande y tanto Sol como yo comenzamos a sentir la necesidad de estar más
con ella. Por alguna razón, ellos no iban a trabajar y escuchaba mucho la
palabra «pandemia». No tengo idea lo que significaba, pero los dos estaban todo
el día con nosotras y eso me encantaba.
Si por algo se tenían
que ausentar, la abuela venía a quedarse en casa.
Yo, siempre fui
ansiosa por naturaleza y ver que a Magela le crecía la panza me producía mucha
inquietud, a pesar de que papá nos comenzó a decir que ahí dentro había un
hermanito humano, no era algo que pudiera entender rápidamente.
Esperamos un
tiempo que se hizo largo. Sol se echaba a los pies de mamá y yo quedaba algo
apartada, pero no mucho, por si pasaba algo. Eso nunca sucedió, todo
transcurrió con normalidad.
Una madrugada mis
papás se fueron rápido. Había llegado la hora, me di cuenta cuando vi a Sol mirando
inquieta a su humana y viendo cómo se apresuraban para salir con rapidez.
Nuestra abuela
vino a quedarse con nosotras y un par de días después volvieron papá y mamá con
alguien más.
Estábamos muy
nerviosas, no sabíamos qué hacer. Tenía en sus brazos algo envuelto en rebozos
y frazadas.
Un cochecito
estaba preparado desde antes de irse al sanatorio. Apoyaron al bebé en él, nos
dijeron que se llamaba Rafael.
Los nervios deben
ser contagiosos, porque nuestros padres lo estaban. Quizá más que nervios
parecían no estar seguros de lo que debían hacer.
Nosotras lo
teníamos muy claro, lamerlo hasta que quede limpito y que mamá le diera teta,
como lo hicieron con nosotros.
Unos días después,
nos dejaron verlo cuidando que no fuéramos groseras al acercarnos. Lo olimos y
Sol lloraba de felicidad y un poco de preocupación porque la cuidaban mucho
cuando se aproximaba a él.
Pasaron algunos
meses, Rafael lloraba mucho y el descanso era entrecortado, no obstante, nos
llevaban a pasear diariamente, siempre que no lloviera, para que descansáramos
lo mejor posible y no hacer algún ruido que incomodara al pequeño.
Todo pasó muy rápido.
Fuimos a la plaza y allí me desbocaba. Sabía que no tenía que comer cosas que
estaban en el piso de calles u otros lugares públicos, pero jugando, me
distraje.
A la noche, al
volver de la misma, comencé con vómitos. Papá me llevó a la veterinaria, me
dieron un medicamento y volvimos a casa.
Al día siguiente estaba
peor. Nuevamente me llevaron al doctor, que palpó algo en el abdomen. Placas, ecografías
y una cirugía de urgencia mantuvieron a papá muy atareado y su cara mostraba
preocupación, aunque su voz era tranquila y cariñosa. No podía con mi cuerpo,
solo estaba echada y él se acostaba en el piso para que lo viera desde
cerquita.
—Hola, mamita, no
te pongas nerviosa, el médico te va a curar —me dijo.
Estaba asustada,
salvo las vacunas, mi alergia o el corte de pelo anual, no iba a la
veterinaria. Ese lugar me ponía nerviosa y me daba miedo.
Estuve muchas
horas, hasta que nos dijeron que debía pasar por una cirugía con pronóstico reservado
y urgente.
Papá me dejó allí
y pasé por ese procedimiento que comenzó al rato de estar en ese lugar. Sobre
las nueve y media de la noche, tuve el alta y me vino a buscar. El doctor le
comunicó que habían tenido que quitar una parte de mi intestino y que el
postoperatorio requería mucho cuidado ya que aún no estaba fuera de peligro.
A pesar de ir en
el auto, me dolía todo el cuerpo y lo supo por mis gemidos. Me bajó en brazos y
me puso con mucho cuidado sobre mi colchoneta que ubicó junto al sillón de la
sala.
El dormitorio de
mis padres humanos estaba en el primer piso, pero el doctor Fonseca recomendó
que me moviera lo menos posible hasta que me mejorara, por lo que papá prefirió
quedarse abajo y dormir en el sillón de la sala conmigo a su lado. Sol estaba
un poco alejada, pero atenta, por si necesitaba algo. A veces venía, me olía,
pero papá le decía:
—Déjala, Sol, la
hermanita tiene que estar quieta —algo que agradecí con una mirada de alivio.
El primer día
parecía que iba mejorando, pero al segundo, los vómitos volvieron. Casi no
podía moverme, mi cuerpo no quería responder a las ganas que tenía de curarme y
que todo volviera a ser lo que había sido.
Papá le comunicó a
su madre que si debían volver a operarme iba a ser de alto riesgo y casi sin
garantías de recuperación.
Me llevaba al
médico diariamente, porque me ponían suero, analgésicos y esos remedios
necesarios para la recuperación post cirugías. Eso llevaba unas cuantas horas,
mientras la abuela estaba esperándome en la casa con Sol y Rafael.
Todo fue tan
rápido, que no me dio el tiempo para nada. En la madrugada del veintinueve de
octubre ninguna parte de mi cuerpo parecía estar funcionando. Mi corazón se
detuvo y papá tuvo que masajearme para que reaccionara. Entretanto llamó al
veterinario que dijo que vendría a verme.
No me podía
levantar y vi a mi papá humano ansioso, preocupado, nervioso, aunque su voz
siempre fue tierna y dulce. Se acostó en el suelo a mi lado. Quise darle la
pata, pero solo fue un movimiento que ni se acercó a mi anhelo. Hubiera deseado
tener el don de la palabra, pero los perros carecemos de cuerdas vocales que
sirvan para ese fin, solo pude mirarlo y quise que ese acto demostrara todo el
amor que sentía y el dolor que me daba el tener que dejarlos. Un aullido salió
de mis entrañas, largo, profundo. Fue el único mensaje que pude darle a quien
tanto amor supo darme y del que una travesura sin intención me obligaba a
alejarme.
Cuando el
veterinario llegó mi alma ya miraba todo desde arriba. El dolor de mis humanos,
el de Sol, que parecía saber exactamente lo que sucedía y respetó mi espacio
sin querer acercarse a mi cuerpo.
Lo que quedó de
mí, lo llevó el veterinario. Mi espíritu va a permanecer un poco más por aquí,
quiero ver crecer a Rafael. Me habría gustado tanto jugar con él.
Deseo seguir
cuidándolos con el mismo amor que sentí en vida, por eso pedí al Creador un
permiso especial.
No solo me lo
concedió, sino que además añadió un par de alas para que viajara rápido y me
explicó que siempre había sido un ángel, pero que aquí abajo, las alas son
incómodas para recibir abrazos y mimos.
Recuperé las mías
y con ellas la facultad de estar siempre al lado de los seres que hicieron de
mi vida, una obra de amor, aunque no sea invisible a sus ojos. Fui afortunada
de estar en la mejor familia que podía tener. Agradezco a todos, pero especialmente
a mi papá, porque estuvo en los buenos y malos momentos, eso que solo hacen las
almas nobles.
Fui, soy y seré feliz por haber encontrado mi lugar en el mundo y para agradecer esa bendición, mi alma los acompañará siempre.
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