Omar Castilla Romero
Mucho tiempo
después frente a un camino desolado, Daniel Flórez recordaba la vez que
descubrió su talento como estafador. Fue en una concurrida discoteca donde se hizo
pasar por agente del orden solicitando identificación a los presentes, entre
ellos un importante político escapado de juerga con su amante, quien lo sobornó
con un fajo de billetes para que no lo delatase. Desde entonces utilizó su
capacidad de convencimiento para sacarle dinero a los incautos, pero con la
llegada de la pandemia y las avenidas vacías, ya no pudo seguir en sus
actividades delictivas, sintiendo un bajón de adrenalina que lo llevó a la depresión.
Aquel día decidió salir a caminar a pesar del toque de queda. Era el diciembre
más triste que había visto y las calles solitarias carentes de decoración
hacían parecer a la ciudad un pueblo fantasma. Se dirigió a las afueras y en un
área boscosa, se quitó el tapabocas dándole una bocanada a un porro que acababa
de encender, luego de lo cual sintió dar vueltas todo a su alrededor, al punto
que debió sujetarse de un roble cercano. En ese momento tuvo la sensación de
que se elevaba «Carajo ta potente» pensó. Luego vio la Tierra alejarse y
arriba suyo notó una estructura gris semejante a un caparazón de ostra decorado
con formas geométricas, que no podía ser otra cosa sino una nave espacial. Lo
siguiente que recordó fue estar en una estancia amplia y cálida, impregnada de
luz blanca que tenía en su centro una mesa redonda y tres sillas, en una de las
cuales se sentó.
—Bienvenido,
Lord Flórez, espero se sienta cómodo —dijo un alienígena alto y delgado de rostro
ovalado y piel traslúcida que apareció de la nada.
—¿Quie… quién
es usted y cómo sabe mi nombre?
—Pero cómo
no saberlo. Lo estábamos esperando para la reunión.
—¡¿De qué diablos
habla?!, no volveré a fumar esa mierda.
—De la
reunión, ¡¿lo ha olvidado?! ¿Llegó el otro invitado?
—Sí señor,
ya está aquí —respondió un subordinado.
—Hazlo
pasar, es mejor definir todo de una vez.
—Enseguida.
Al instante
entró otro extraterrestre humanoide que sobrepasaba los tres metros de altura. Tenía
hombros prominentes, abdomen globoso y mirada severa. Su piel azulada parecía
apretujar sus marcados músculos. Vestía una túnica blanca de tela brillante parecida
a la seda y tenía en su espalda una caja metálica cruzada por una espada.
—¿Qué hace
aquí este insecto? —preguntó con voz gutural que resonó en la estancia.
—¿Por qué
me llamas insecto? —indagó Daniel.
—Todos
ustedes lo son. Solo un error de la naturaleza.
—Tranquilo,
Enliuk, estamos aquí para charlar —dijo el anfitrión.
—Yo no hablo
con seres inferiores —respondió.
Daniel
percibió un odio visceral en él, por lo que se dirigió al otro ser.
—¿Podría
decirme qué hago aquí?
—Permíteme primero
me presento, mi nombre es Xénel Prim y voy a decidir si damos vía libre a la
última directriz.
—¿La qué?
—Las
directrices son reglas que deben seguir todos los seres evolucionados de la
galaxia y la última directriz es la carta de salvación de un planeta cuando la
especie dominante está a punto de llevarlo a la destrucción.
—Venga,
¿qué clase de delirio es este? —preguntó Daniel.
—No es
ningún delirio. Hace un millón de años, dicha directriz fue activada en este
sistema solar.
—¡Sí,
cuando nos traicionaste! —gritó Enliuk.
—Nunca lo
hice, lamentablemente llegué tarde para evitar que el demente de Lucfnak
lanzara sus bombas nucleares sobre la superficie del planeta. Solo pudimos ayudarlos
a evacuar a donde resurgiera su civilización.
—¡Cuándo
digo que nos traicionaste, me refiero a lo que pasó después!
—No fui yo,
fueron ustedes. Tomaron una decisión que nos obligó aplicar la séptima directriz,
según la cual debían abandonar el planeta.
—Ustedes y
sus estúpidas directrices—interrumpió Enliuk—. Dime Xénel, ¿qué nos impide reconquistar
la Tierra por la fuerza?
—Pues, la octava
directriz, que nos facultaría a intervenir.
—¿Y qué si
lo hacen?
—Ustedes no
están preparados para nuestro poder. Pueden tener naves y armas de avanzada,
pero con solo desearlo convertiríamos su palacio celestial en cenizas.
—De pronto
tenemos un haz bajo la manga.
—Eso habrá
que verlo. Por cierto, ¿quién es el artífice de esta patraña?, ¿tú Enliuk?
—Ninguna
patraña, los humanos están acabando con el planeta, a este paso no va a quedar
nada, así que tenemos derecho a actuar.
—Aún no
—respondió Xénel Prim—. Todavía hay posibilidades de salvación. Si en un lapso
de treinta años las cosas no mejoran la Tierra será suya.
—Quieres
dar la impresión de altruista, pero en el fondo solo ansías arrebatarnos lo que
nos pertenece.
—¿Tiene
algo qué agregar, Lord Daniel? —preguntó Xénel a la vez que daba la espalda a Enliuk.
Daniel se encogió de hombros—. ¿Nada?, entonces doy por terminada la reunión. Acérquense
para firmar el acuerdo.
—¡No voy a
firmar nada! —dijo airado Enliuk.
—Lo harás
antes de irte.
—Eso lo
veremos.
Se marchó
mirando con desprecio a Daniel y tomó rumbo al hangar donde lo esperaba su nave
espacial. El humano se quedó de pie sin saber qué hacer.
—¿Y qué
esperas?, firma.
Dio unos
pasos y tomó la pluma de cristal con la que estampó su nombre en un pergamino holográfico.
Xénel lo condujo a la cabina principal, un salón que recibía su iluminación de
los rayos solares y los magnificaba. En frente podía verse el oscuro espacio
exterior decorado por la Tierra del lado derecho. El ambiente estaba impregnado
por un agradable olor que nunca había percibido.
—¿Esto es
un sueño o el efecto del cannabis? —preguntó Daniel.
—Esto,
¿qué?
—Este
silencio apacible, los colores vivos, tú y el psicópata que nos acompañaba.
—La
existencia misma es un sueño. Pero ¿de quién? A pesar de nuestros miles de
millones de años no hemos podido averiguarlo.
—¿Miles de
millones?, no exageres.
—En
absoluto es así, podría decirse que somos casi tan antiguos como el universo.
—Cuéntame
más…
—Somos
seres primigenios, surgimos en el centro de la galaxia dos mil millones de años
después del Big Bang. Nuestro planeta al que ustedes llaman Matusalén
inicialmente orbitaba una estrella parecida a su sol. Evolucionamos temprano,
por eso nuestros cuerpos son menos densos. —Tocó a Daniel y este sintió como penetraba
su piel—. El motivo es que las primeras estrellas tenían pocos elementos
pesados, por tanto, la vida se las arregló para evolucionar en esas
condiciones. Dominamos el viaje interestelar y empezamos a sembrar la galaxia
de seres vivientes.
—¿Y qué
tienes qué ver con el que se fue?
—¿Con
Enliuk? Nada, él pertenece a los niuk.
—¿Quiénes
son los niuk?
—Ellos
crearon a la humanidad.
—Pensé que
habían sido ustedes.
—No,
nosotros los diseñamos a ellos.
—Ah veo, Xénel,
pero ¿hay algo cierto en lo que dijo?
—La
respuesta es compleja. Hace cuatro mil millones de años llegamos al sistema
solar y vimos dos planetas con potencial de albergar vida, sin embargo, el
único que estaba maduro en ese momento era el cuarto.
—¡Marte!
—Exacto.
—Entonces, ¿lo
colonizaron?
—Ese no era
nuestro interés en aquel tiempo, solo queríamos explorar y propagar la vida. En
Marte moldeamos a los Niuk.
—¿Y qué
hicieron con la Tierra?
—En ese
momento nada, porque era una caldera hirviente. Continuamos nuestro camino por
la galaxia y luego tuvimos que regresar a casa por un acontecimiento cósmico
que ponía en riesgo la supervivencia de mi especie. Nuestro sol fue capturado
por una estrella de neutrones que, por suerte, hacía tiempo que había dejado de
ser supernova. Pasado el peligro, dos mil millones de años atrás, volvimos a
nuestro devenir encontrando a la Tierra más propicia para la vida, por lo que instalamos
una base cercana, que todavía está en uso.
—¿Y dónde
se encuentra?
—Algunas
noches habrás mirado al cielo maravillándote de ella.
—¿La Luna?,
¿es una base alienígena?
—Sí y sigue
habitada, aunque no por nosotros. Luego bajamos a la Tierra y construimos un
reactor nuclear. —Desplegó en frente un holograma donde se veían los
continentes fusionados en la Pangea, demarcándose un punto que hoy
correspondería a África ecuatorial.
—¡¿Cómo qué
un reactor nuclear?!, si así fuera los científicos lo habrían descubierto.
—Y lo
hicieron, pero no lo creyeron. Es más, a la fecha no pueden explicar lo que
pasó en las minas de uranio de Oklo en Gabón. Comenzamos a generar organismos
vivientes y al nacer las primeras algas se produjo un efecto inesperado, la atmósfera
se llenó de más oxígeno del acostumbrado y esto produjo una sorprendente
explosión de vida, aunque su existencia era corta. Incluso nuestros cuerpos, hasta
ese momento perpetuos, se fueron deteriorando. Descubrimos que la Tierra, tan
prolífica como era, generaba un efecto colateral: la muerte. De eso, hace
quinientos millones de años. Coincidió con la inminente transformación de
nuestro sol en una gigante roja que pronto devoraría el planeta. Regresamos y encontramos
a los sobrevivientes en una nave nodriza de tamaño planetario que nos llevaría
a viajar por la galaxia durante eones. Y es cierto, nos arrepentimos de no
haber creado una colonia en algún otro planeta, por ejemplo, Marte y dado que nuestras
directrices nos impedían invadir mundos civilizados, solo quedaba la Tierra, pero
esto implicaba perder nuestra inmortalidad, por lo que preferimos seguir en la
nave deseando que alguna de nuestras creaciones cometiera un error.
—Ya voy
entendiendo. Dijiste que en Marte hubo una guerra. Supongo que, en lugar de
ayudarlos, activaron la última directriz.
—Tienes un
raciocinio muy agudo. La guerra destruyó su atmósfera con lo que se disipó el
oxígeno y fue evaporándose el agua, haciéndolo adecuado para nosotros. Trasladamos
a los niuk a la Tierra y de inmediato empezaron su colonización, pero era una
labor ardua y decidieron crearlos a ustedes para que hicieran el trabajo duro. Fue
un error, ahora había una especie autóctona inteligente y por lo tanto el
planeta le pertenecía. Les dimos un ultimátum: o eliminaban a la raza humana o
se marchaban.
—Por eso Enliuk
nos odia.
—Exacto. Quien
los diseñó fue su hermano Enkiuk. Se enfrentaron para decidir el futuro de la
humanidad y Enliuk convenció a su líder, Yavhnak, de inundar la llanura entre
el Tigris y el Éufrates donde se localizaban las primitivas aldeas humanas para
borrarlas de la faz de la tierra.
—¡Guau!, el
diluvio universal.
—Con ese
nombre quedó en su historia. Enkiuk amaba a su creación y contradiciendo las órdenes
de su amo, ayudó a unos pocos a escapar. Con los milenios, estos se multiplicaron
y a los niuk no les quedó más remedio que marcharse a vivir a la base lunar.
Mantuvimos la palabra de que, si algún día la raza humana era un peligro, ellos
podrían activar la última directriz. La verdad nunca pensé que pasaran de la
Edad de Piedra y mira hasta donde han llegado.
—Entonces
nos subestimaste.
—En parte
sí y en parte no. Ellos los han ayudado en los últimos siglos a que progresen.
—¿Y para
que hicieron eso si nos odian?
—Sencillo,
les dieron las soluciones más contaminantes para llevar al planeta a un punto
de no retorno. ¿Cómo lo lograron?, reclutaron mentes brillantes en sociedades
secretas y así los han ido guiando de invento en invento a su destrucción.
—¿Y ustedes
piensan intervenir?
—Sí, pero
no directamente. Por eso necesitamos personas como tú.
—Están en
desventaja, ellos escogieron genios y ustedes en cambio...
—Hemos
escogido bien, por ejemplo, tú tienes un talento que será útil a la hora de
contrarrestar un arma que, sospechamos, han inventado los niuk.
—Pero ¿y
cómo?
—En un
momento lo verás.
Fueron
interrumpidos por Enliuk con el rostro congestionado de ira.
—¡¿No me
dejarás salir, maldito?!, ¡¿crees qué te tengo miedo?!
—Calma
Enliuk.
—Entonces
abre el hangar.
—No, hasta
que firmes.
El niuk
desplegó unas grandes alas metálicas que le permitieron elevarse, luego sacó la
espada y la blandió en tono amenazante.
—Pues
oblígame. —Dicho esto se abalanzó a gran velocidad y Xénel lo evadió mucho más
rápido al desplazarse como si de un espectro se tratara. Tomó con una mano la
espada y con la otra su cuello.
—Es tu
última oportunidad.
Enliuk batió
sus alas con lo que Xénel salió despedido hacia la pared. Se levantó de
inmediato. —¿Es todo lo qué tienes?
El niuk oprimió
un interruptor en la caja que pendía de su espalda y luego atacó. Xénel trató
de esquivarlo, pero no se pudo mover.
—¿Sabes por
qué estás inmóvil? Debido a esta caja que atrae tus abundantes átomos de hidrógeno
como un imán. Ahora te llegó el momento de morir. —Levantó su espada y Xenel
cerró los ojos.
—Espera un
momento —dijo Daniel—, ¿es que acaso no lo sabes?
—Saber qué
—preguntó Enliuk.
—Eh, la
nave tiene un sensor y si deja de percibir la energía vital de Xénel, iniciará
una secuencia de autodestrucción. Él me lo confesó.
—Eso lo
acabas de inventar para que no lo aniquile.
—Es justo
lo que él quiere, ¿no lo ves? Si morimos aquí, tus amigos creerán que el arma
no funciona.
Enliuk contuvo
el intenso deseo de asesinarlo y luego bajó su espada.
—Donde está el acuerdo —preguntó, firmó y antes de marcharse dijo—: Treinta años, que se cumplen el veintiuno de diciembre del dos mil cincuenta, ni un día más.
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