martes, 26 de abril de 2022

Simón González, mi «Superman»

Manuel Quezada


Diciembre de 1980

Abandono, ese era el primer sentimiento que me embargaba las tardes que debía hacer las tareas escolares. Desesperación era el segundo. Pero comenzaban a desaparecer cerca de las cuatro de la tarde al verlo llegar al barrio, bajándose del bus para luego llegar a casa con el ramillete de libros bajo su brazo derecho. Con el dedo índice de su mano izquierda se empujaba los antejos Ray-Ban que se deslizaban a lo largo de su nariz aguileña por el sudor de las tardes asfixiantes de calor. Calculaba treinta minutos, sí, treinta minutos, tiempo para que completara su ceremonia familiar de besar a su esposa, hija, cambiar de ropa y tomar un café. Luego de eso, llegaba a la puerta de su casa tembloroso para dar los primeros golpes huecos y contar con toda su atención. Él la abría. Ya me esperaba. Siempre era el primero. Sin que yo dijese nada, me hacía pasar a la mesa principal ante la mirada celosa de su familia, para resolver mis tareas escolares.

Seguía leyendo el periódico de ese día…  

—Pasa hijo —me decía, con una voz ronca pero melosa.

Al terminar sus pacientes explicaciones de matemáticas, teniendo yo entendimiento de todo, desaparecía el abandono y la desesperación, para dar paso al ciclón de mis tardes de juegos con los vecinos; pero antes de darle las gracias y dejar su casa lo observaba y sentía que tenía frente a mí a un dios, que lo sabía todo, desde cómo explicarme lo más oscuro de las matemáticas hasta lo más elemental de las ciencias naturales. Él solo reía discretamente a mi movimiento de cabeza para expresar que había entendido. Al cerrar la puerta principal, había una cola de al menos tres amigos esperando su turno.

Seguía leyendo el periódico de ese día…  

Simón González era su nombre. Profesor de matemáticas y ciencias naturales de la Escuela Nacional de Comercio, brillante e introvertido que apoyaba dos causas: explicar las tareas de los hijos e hijas de sus vecinos, cuyos padres no tenían tiempo porque volvían a altas horas de la noche, y las iniciativas humanitarias de la Cruz Roja, que lo seleccionaba como eterno miembro del jurado calificador de la elección de la reina de la entidad. Gozaba de popularidad entre las señoras y las señoritas adolescentes al ser el ojo clínico en cada fallo sobre la mujer más bella e inteligente. Consejero de las adolescentes ganadoras y de las vecinas. Su mayor fama y atracción residía en su profunda timidez a la hora de interactuar con todo el vecindario.

Muy de madrugada, sin fallar, antes de salir hacia el centro de estudios para impartir sus clases, iniciaba el día con una rigurosa rutina de ejercicios aeróbicos, luego hacía cuatrocientas abdominales y algunas flexiones de los brazos bajando el cuerpo hasta que el pecho tocara el suelo que lo mantenían en una condición atlética envidiable. Las mujeres no disimulaban al verlo salir y regresar a su casa.

Seguía leyendo el periódico de ese día…  

Esa mañana la recuerdo: me levanté temprano para prepararme algo de comer. Nadie de la casa había despertado. Estaba por tomar un café con leche, y mi madre salió de su habitación adormilada y con una cara de espanto.

—Hoy en la madrugada se llevaron a Simón González —dijo ella.

—¡Cómo!

—Creo que eran pasadas las doce.

Cinco elementos de la Guardia Nacional armados de largos fusiles lo sacaron de su vivienda con exceso de violencia sin dejar que se vistiera. Caminó custodiado frente a todas las casas del vecindario únicamente en calzoncillos con los brazos sobre su cabeza. «¡Sólo doy clases!» «¡Sólo enseño!» «¿Cuál es el delito?» «¡No he violado ninguna ley!» El cuerpo del profesor comenzó a recibir los culatazos de los miembros de la unidad militar para hacerlo avanzar hasta llegar a la calle donde lo esperaba un picop.

—Vi todo por la ventana, y mis vecinas también —dijo mi madre.

Confiadas en la oscuridad para no ser vistas, observaron cómo lo empujaron a golpes hasta subirlo y con él ya dentro, el vehículo desapareció de la vista de los curiosos.

En los días posteriores no se detuvieron las malas noticias. Las mujeres decidieron no volver a participar en el concurso de belleza de la Cruz Roja en memoria de él porque decían que ahora cualquier mujerzuela podía llegar a ser reina.

Dejé de tomar el café. La noticia me caló hondo. Comenzó un largo período de silencio en el barrio que duró años. Un silencio más que sumaba en esos días del conflicto civil que estaba en apogeo. Sólo cuando la confianza estaba a prueba de fuego entre amigos, se podía hablar y preguntar alguna noticia del profesor Simón.

—Ayer me habló tu tío Nicolás, sugirió que, por estos días, tomaras otro bus para llegar al trabajo —mencionó mi madre.

—¿Por qué? —pregunté extrañado.

—Van a reclutar jóvenes durante esta semana, y el bus que tomas siempre pasa por un puesto militar.

Esa mañana caminé cerca de tres kilómetros hasta el Bulevar del Ejército, una ruta sin retenes militares hasta la capital. Allí tomaría un bus directo al trabajo sin riesgo de engrosar las filas castrenses.

Seguía leyendo el periódico… Transcurría la hora de mi almuerzo, y me detuve en una nota sobre los desaparecidos por la guerra civil, y me hizo recordar el suceso de Simón González acaecido aquella madrugada. Recordaba que el abandono y desesperación de las tareas de mi infancia siempre tuvieron solución, gracias al corazón benévolo del profesor. Lo declaré mi «Superman» cuando recién había cumplido los seis años. Fue una tarde que salí a jugar con mi pelota de fútbol por horas, hasta que mi madre me gritó que no había hecho las tareas escolares, luego de que ella me había revisado mis cuadernos y comprobó mis obligaciones académicas. No le hice caso. Los gritos se volvieron más intensos hasta que me tomó del brazo y me llevó al interior de la casa. Enfurecida y consciente que saldría a jugar nuevamente, me llevó a su habitación, cerró la puerta y el último ruido que escuché fue la llave que dio dos giros en la chapa.

—Tienes que escribir los nombres de tus vecinos y amigos. Luego los dibujas —dijo en voz alta.

Las cuatro paredes que me encerraban eran un inmenso mundo. Divisé un chifonier color café oscuro de cuatro gavetas, con un espejo cuadrado empotrado en la parte superior. Procedí a abrir una a una, hasta que encontré oro; sí, oro. Había pasado un poco más de una hora, quizá dos, y vino lo peor: mi madre abrió la puerta y ante sus ojos no tuvo más reacción que soltar un grito furibundo que traspasó toda la casa y llegó a los hogares vecinos. «¡Criatura, que has hecho!» Me tomó del brazo y me sacó de la habitación hacia la calle. Coincidió que el primero en pasar frente a nuestra casa fue Simón González y ella se quejó frente a él, hasta pedirle que fuera al cuarto para comprobarlo. Los ojos del profesor se abrieron de admiración y su mano derecha se posó sobre mi cabeza ante el asombro de lo que veía.

—Déjame tomar unas fotos —dijo.

Había tomado todos los lápices labiales de mi madre que encontré en la primera gaveta del chifonier, y en las cuatro paredes había hecho la tarea escolar ante la falta de mis cuadernos de anotaciones. Estaban los nombres de mis vecinos, familiares y amigos de la escuela, y como había tiempo suficiente, me dediqué a dibujar a cada uno de ellos a la par de cada nombre. La tarea consistía en practicar el uso de letra mayúscula y minúscula en nombres propios. Terminó de fotografiar todo y prometió darme una copia de cada una para presentarla como evidencia de que la tarea estaba concluida. 

—Señora, no lo vaya a castigar —le dijo a mi madre, quien se relajó al verlo sonreír y que no salía del asombro.

De las pocas veces que no recibí un castigo por lo que había hecho. A partir de esa tarde, se estrechó mi amistad con mi vecino salvador.

—Le conseguiré con mi mujer nuevos pintalabios —dijo, y se retiró.

Por la noche llegó la esposa del profesor con un arsenal de accesorios de belleza femenina para mi madre. En la tarde del día siguiente, me entregó las fotografías como evidencia de que la tarea escolar estaba hecha en las inmensas paredes que me encerraron. «Toma, para el profesor que te dejó la práctica escolar».

Dejé de leer el periódico y la nota de los desaparecidos al comenzar la hora de la jornada laboral vespertina. Inicié los cálculos de la planilla de salarios y comisiones de los empleados para el siguiente viernes.

Nunca encontraron el cuerpo de «Superman». Mi «Superman». Lo recuerdo ahora, ya viejo, cada treinta de agosto.

viernes, 22 de abril de 2022

Vamos a recuperar el mundo

Omar Castilla Romero


Alan comenzó su jornada en el ministerio cultural donde compartía con Akiko una de las veinte mil oficinas de la ciudadela burocrática veintiuno. Se encargaban de decidir que obras visuales y escritas eran dignas de ser conservadas. Recibían por su trabajo un sueldo adicional a la asignación básica de todos los habitantes de la colonia, proeza posible gracias al excedente de riqueza que ocasionó el remplazo de la mano de obra humana por robots, y necesaria debido a la alta tasa de desocupación consecuencia de este cambio. Akiko estaba concentrada leyendo un libro cuando sus vivaces ojos negros se posaron en la película que veía su compañero. Por eso se sentó a su lado después de abrir un ventanal que dejó entrar la fresca brisa primaveral de las zonas verdes aledañas. Y es que los ingenieros de la estación espacial Ceres lograron emular con éxito muchos aspectos del clima terrestre. La construyeron alrededor de dicho asteroide comunicándose con este a través de una serie de columnas en las que descansaban las ciudadelas. Cada año la roca ubicada en el centro de la estación se hacía más pequeña y la estructura a su alrededor, mayor.

La película tenía un nombre casi impronunciable y era protagonizada por un monstruo verde de desagradables modales y mal humor. Comían papas fritas y refrescos a la vez que se reían de las irreverencias de los personajes.

—Bien, ¿y qué te parece? —preguntó Alan.

—Es entretenida y tiene más significado del que uno cree.

—Entonces, ¿vale la pena ponerla en el catálogo?

—Sin duda, guarda un parecido al Quijote de la Mancha.

—¿Quién… Shrek?

—Sí —respondió Akiko a la vez que sorbía lo que quedaba del refresco—. Ambas son sátiras de otros géneros, y don Quijote al igual que el ogro es víctima de burlas y prejuicios. También hay una semejanza entre Burro y Sancho Panza, compañeros parlanchines e ignorantes, y tanto Fiona como Dulcinea son toscas y faltas de modales, todo lo contrario a las princesas de los cuentos de hadas e historias caballerescas.

—Es sorprendente cómo el arte se retroalimenta de sí mismo. ¿No crees que nuestro trabajo es divertido?

—Sí y lo sería más si todas las obras fueran igual de buenas.

—Muy cierto. Me pregunto si algún día la producción literaria de la colonia llegará a igualar a la de la Tierra.

—Hasta hace cinco años había solo un libro escrito a escondidas en la colonia, porque durante el mandato del canciller estaba prohibida cualquier forma de arte que a su juicio entorpeciera las actividades productivas. Pero después de su derrocamiento ha habido una explosión de obras, así que dentro de unas décadas serán decenas de miles.

—¿Sabes donde está ese libro?, me gustaría leerlo.

—De casualidad tengo una copia. —Se levantó y buscó en un estante—. Cuídalo, porque lo debo devolver.

El libro estaba encuadernado y empastado. Tenía por nombre Durante la pandemia, contenía varios cuentos y en la última página solo un título: Vamos a recuperar el mundo. Relataba trágicas vivencias matizadas con un toque de humor negro. Pero leyendo entre líneas mostraba también una conspiración que incluía sociedades secretas y alienígenas que buscaban apoderarse del planeta por medio de un plan exquisitamente orquestado. También mencionaba que el contratista que diseñó la estación espacial Ceres robó una nave y tomó dirección a Marte en busca de algo o alguien. La construcción de la estación había sido financiada por un sórdido hombre llamado Duche. Murió en circunstancias misteriosas y fue remplazado por su esbirro Orver quien instituyó un régimen del terror multiplicando el sufrimiento de sus habitantes. Por suerte fue depuesto y en su remplazo gobernó una junta tecnocrática que tomaba sus decisiones con base en la ciencia. La historia había dejado pensativo a Alan. Durante el almuerzo su mirada se perdía en lo profundo del amplio comedor común.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Akiko.

—Es el libro, me pregunto si tiene algo de cierto.

—A mí me parece pura ficción.

—Pero nombra personajes reales como Duche y el canciller Orver.

—A ver si entiendo —interrumpió Jean Paul que estaba sentado en la misma mesa y trabajaba en el área de radioastronomía—, según el libro, el individuo viajó a Marte, ¿qué tal si dirijo el radiotelescopio hacia allá.

—No es mala idea, pero ¿te dejarán hacerlo?

—No tienen por qué saberlo.

—Bueno, entonces hazlo y nos cuentas.

Al siguiente día se volvieron a reunir en el comedor y a Alan le sorprendió el rostro pálido de Jean Paul.

—Hola JP, ¿pasa algo?

—Envié la señal.

—¿Y te respondieron? —preguntó Akiko intrigada.

—No y con el radiotelescopio no escuché nada, pero había emisiones de alta energía que no han podido ser hechas por un objeto inanimado.

—Entonces piensas que ahí hay alguien.

—Alguien no, debe haber toda una civilización.

—Esto se torna cada vez más inquietante —dijo Akiko.

—Por qué no buscamos si este personaje en verdad existió. ¿Cómo se llama?

—Su nombre es Robert Villeneau.

Obedeciendo un comando de voz, la manilla de la muñeca izquierda de Akiko empezó a buscar información sobre Villeneau. De inmediato se desplegó una pantalla holográfica en la que aparecieron ciento diez archivos que escudriñaron hasta acabado el receso, luego de lo cual volvieron a sus trabajos. Se reencontraron más tarde en un bar de la ciudadela sesenta dedicada a las actividades lúdicas. Se escuchaba de fondo una versión moderna de somewhere over the rainbow mientras tomaban gin-tonic y Daiquiris.

—Aunque este individuo sí existió, no hay pruebas de que lo que dice el libro sea verdad —dijo Alan.

—Se me ocurre que busquemos naves perdidas cuya fecha coincida con la desaparición de Villeneau —agregó Jean Paul.

Encontraron tres, de las cuales dos no coincidían, pero la tercera sí. Ya tenían el rompecabezas armado. Al día siguiente fueron a la oficina del gobierno central en la ciudadela uno. Iban con sus mejores vestidos de trabajo y a Akiko en particular le sentaba bien, haciendo resaltar su esbelta figura. Fueron atendidos en una fría oficina de paredes grises con una réplica del grito de Munchen en el fondo, aunque quizás fuera la original. Una mujer corpulenta de unos cuarenta años tomó la vocería. La expresión de su rostro era tan fuerte como el aroma del perfume que usaba. La acompañaba un hombre de unos cincuenta años con entradas pronunciadas y rostro aguileño que llevaba uniforme militar. Sin rodeos les preguntaron que deseaban y ellos contaron su historia.

—Deberían saber que está prohibido analizar cualquier cuerpo celeste sin autorización.

—Lo sabemos señora, pero quería corroborar una inquietante teoría —respondió JP.

—Miren chicos, a su edad uno quiere cambiar el mundo, pero hay cosas que es mejor dejar así. Sea lo que sea que haya en Marte, parece una caja de pandora que es mejor no abrir. Les pido que olviden este asunto y sigan con su vida.

Alan se sintió decepcionado ante la respuesta y le molestó ver el rostro sonriente de Akiko.

—¿De qué te ríes?, ¿Crees que esto es gracioso?, hasta aquí llegó cualquier intento por descubrir la verdad.

—Tontito, ¿sabes quién es ese señor?

—No, ni idea.

—Es Jacob Cohen, el tipo a quien vino a rescatar la primera ministra.

—¿Es él? No lo distinguí. Pero ¿eso en qué cambia las cosas?

—Según se cuenta, la primera ministra y él no pasan por un buen momento, al punto que lo relegó a un puesto sin importancia para que no interfiriera en los asuntos de la Colonia.

—¿Y por qué? —preguntó Jean Paul.

—Cohen es partidario de volver a la Tierra, pero ella considera que el planeta está perdido y es mejor concentrarse en buscar un nuevo hogar.

—Entonces, ¿crees que nos dará una mano?

—Espero que sí.

Pasaron cuatro días. Akiko y Alan se encontraban en su oficina del ministerio cultural cuando llegó alguien a verlos.

—Buenos días, ya nos conocíamos, yo soy…

—El almirante Jacob Cohen —interrumpió Alan —, disculpe que no lo reconociéramos señor, bueno yo, porque mi compañera sí.

—Madame —dijo Jacob haciendo una reverencia hacia donde estaba Akiko. Lo invitaron a que se sentara en uno de los sillones circulares—. El motivo de mi visita tiene que ver con su hallazgo. En Marte hay más de lo que pueden imaginar.

—Y por lo visto nunca sabremos qué es señor, porque no hay ningún interés en averiguarlo.

—Hay mucha gente que sí quiere, pero los que gobiernan han olvidado cual era nuestro objetivo. Pero yo no lo he hecho —dijo poniendo su mano en el pecho—, ¡yo no!

—Por eso está distanciado de su... —Akiko se interrumpió cubriéndose la boca con sus manos.

—¿De mi Gina?, sí en parte es por eso, los años la han ablandado, pero eso no demerita lo que ha hecho en este lugar. Ya no encajo aquí y estoy dispuesto a ir por la verdad, si quieren acompañarme hay un espacio en mi nave.

—Pero ¿nos darán permiso?

—Nadie ha hablado de permiso, vamos a desertar y espero que por respeto a mi rango no nos disparen.

—Alan y Akiko se miraron perplejos— Entonces, ¿se animan?

—Dios santo —dijo Akiko—, bueno, cuente conmigo.

—Conmigo también —agregó Alan.

—¿Y su otro amigo?

—Él no irá, pero estará encantado de apoyarnos desde acá.

A los dos días se encontraron en el hangar donde estaba el Ulises, la nave de Jacob. Despegaron con destino a una de las nuevas estaciones en construcción, pero a mitad de camino desviaron su curso hacia el planeta rojo por lo que recibieron varios llamados a regresar, el último acompañado de una amenaza a lo que Jacob respondió «Es libre de disparar». Luego se interrumpió la señal. Los siguientes minutos fueron de incertidumbre, pero se tranquilizaron ante la ausencia de torpedos en el radar. El viaje duró una semana y los tres compartieron el espacio de la pequeña nave que tenía dos camarotes, una cocina y un baño, además de la cabina de mando. Hablaron de las películas y libros que analizaban, los mismos que Jacob había disfrutado en su juventud. Akiko le preguntó: —¿Qué tan difícil fue estar en una mina-asteroide?

—Fue la peor experiencia de mi vida. Ver morir a tantos, pensar que lo mismo me ocurriría y luego ser rescatado me hizo creer que estaba destinado para algo más. Desde entonces me he estado preguntando para qué.

En ese momento recibieron un mensaje de JP que decía: Capté esta señal proveniente del valle de Marineris en Marte: «S.O.S. vengan por mí». Envío las coordenadas.

Penetraron la atmósfera marciana en dirección a aquel lugar. El espacio circundante cambió de un tono negro a uno rosa pálido. A lo lejos se vislumbraba la inmensa planicie rodeada por montañas. El aterrizaje fue algo turbulento debido a los fuertes vientos cargados de arena que golpeaban el valle. Había huellas que sugerían un pasado remoto colmado de agua. La asfixiante soledad los hacía sentirse ínfimos. Se pusieron a trabajar de inmediato y la nave les sirvió de refugio. Tenían provisiones para dos semanas por tanto si en una, no encontraban lo que estaban buscando deberían decidir si volver a la colonia a ser juzgados o viajar a la Tierra y afrontar un destino incierto. Desde la cabina podían inspeccionar el cobrizo horizonte marciano y pasados tres días observaron una luz proveniente de un acantilado a un kilómetro de distancia por lo que emprendieron la marcha hacia el lugar protegidos por sus trajes espaciales. Tardaron medio día marciano en llegar al borde de la montaña. La altura a la que estaba el sitio de donde provenía la luz era de unos cien metros. Subieron un sendero escarpado que los condujo a una caverna. Al entrar, la oscuridad imperante fue quebrantada por una voz:

—¿Por qué tardaron en venir?

—¿Es usted Villeneau? —preguntó Alan titubeante.

—Así solían llamarme, pero de eso hace mucho.

—¿Cómo hizo para sobrevivir tanto tiempo aquí?

—No vine solo, aunque mis compañeros fallecieron.

—Qué terrible. Debieron sufrir mucho —comentó Akiko.

—Éramos conscientes de los riesgos. Pero prefiero no hablar de eso. Síganme, quiero mostrarles mi hogar.

Se encendió una luz y entraron a un recinto similar a un refugio antimisiles. Dentro había invernaderos sembrados con vegetales que proveían alimento y servían de fuente de oxígeno y nitrógeno para la atmósfera interna. Tenía un laboratorio donde sintetizaba carne y una planta de reciclaje que no desperdiciaba nada.

—¿Y qué de la vida del viejo Duche? —preguntó.

—Falleció, todos sospechan que fue envenenado por Orver.

—Ese maldito mañoso, algún día recibirá su merecido.

—Ya lo recibió, en parte gracias al almirante Cohen —dijo Alan señalando a Jacob.

—Increíble lo desactualizado que está uno aquí —respondió a la vez que hacía el saludo marcial.

—¿Por qué decidió venir acá? —preguntó Jacob sin rodeos.

—Aquí estaba el cielo.

—¿Qué significa eso?

—En este planeta hubo una guerra hace eones la cual destruyó su civilización. Los sobrevivientes viajaron a la Tierra en busca de un nuevo hogar. Fueron nuestros creadores y el recuerdo de esa guerra permanece en textos sagrados como la biblia. Ahora descansemos, mañana será un largo día.

Al siguiente día se levantaron y Villeneau les explicó que al otro lado del valle estaba alguien que en el pasado había salvado a la humanidad. Su intención había sido llegar allá, pero la nave se averió y quedaron perdidos a mil kilómetros de su objetivo. Buscaron la manera de recorrer la distancia y así uno a uno sus compañeros fallecieron, quedando solo él. Por último, les dijo que debían tener cuidado con los hombres ameba.

—¡¿Hombres ameba?! ¿Quiénes son?

—Habitan este planeta. Son ovalados, gelatinosos y se mueven a gran velocidad.

—Vaya, siempre pensé que los extraterrestres se parecerían un poco a nosotros —comentó Alan con un encogimiento de hombros.

—No hay razones evolutivas para que así sea —agregó Akiko —. Solaris, un libro que leí no hace mucho planteaba esta situación al punto que a los humanos les costaba clasificar la vida extraterrestre como tal.

—Sin embargo, si asumimos que el universo tiene trece mil ochocientos millones de años, es posible que haya habido una civilización avanzada capaz de sembrar la galaxia de vida…

—¿Algo así como una panspermia dirigida? —preguntó Akiko interrumpiendo a Villeneau.

—Preciso, eso fue lo que ocurrió. Estos seres crearon a los niuk que vivieron en Marte hace un millón de años. Un individuo de esta raza es a quien venimos a buscar.

—Bueno entonces marchemos —dijo Jacob.

—Antes necesito que lleven esto consigo. —Les lanzó unas pistolas de agua.

—¡¿Qué?!, ¿vamos a jugar?

—He tenido tiempo de sobra para estudiar a estas criaturas. Evitan lugares con reservas de agua y oxígeno, y cuando se les analiza a través de este espectroscopio —señaló un binocular en una mesa—, se aprecia que están hechos de hidrógeno, Helio y litio en su mayoría. Por tanto, estas pistolas con peróxido de Hidrógeno les deberían hacer daño.

Iniciaron su viaje. Desde lo alto se apreciaban las ruinas de ciudades monumentales corroídas por la arena. Su arquitectura era semejante a la del antiguo Egipto y Mesopotamia. Villeneau señaló en frente suyo un majestuoso palacio casi destruido, que en la medida que se acercaban se hacía más colosal. De pronto unas luces se interpusieron por lo que desviaron su curso hacia un estrecho cañón chocando el ala derecha de la nave con una roca por lo que debieron aterrizar. Vieron descender a los alienígenas y sintieron en sus cabezas una voz que les ordenaba bajar. Al hacerlo se encontraron frente a frente con los hombres ameba y de nuevo la voz «¿Qué hacen en Marte?». Al verlos enmudecidos de pavor cambiaron a una forma antropomórfica de coloración azulada.

—Respondan, ¿por qué vinieron?

—Buscamos a alguien —contestó Villeneau.

—No hay nadie a aquí. Es mejor que se marchen.

—No nos iremos hasta encontrarlo —dijo Akiko decidida.

—En ese caso no nos dejan otra opción…

Antes de que ellos atacaran, Villeneau y Jacob como si de un acto coordinado se tratara, accionaron sus pistolas con peróxido de hidrógeno hacia los hombres ameba cuya masa se convirtió de nuevo en protoplasma y se empezó a desintegrar. El sobreviviente lanzó su arma al piso.

—Si vienen por Enkiuk, los ayudaré.

—¿Por qué confiaríamos en ti y qué sabes de él?

—Solíamos ser amigos y teníamos claridad sobre que era lo correcto, pero a diferencia de él, yo opté por no hacer nada. Como consecuencia, la Tierra está convertida en un lugar inhabitable para los humanos y quiero resarcir mis errores.

—Ahora que está perdido, recordó la diferencia entre el bien y el mal—dijo Jacob—, deberíamos dispararle

—En una cosa tienen razón. Merezco que me disparen, pero no se engañen, tengo más poder del que imaginan. —Hizo una pausa y luego agregó—: Bien, entonces, ¿vamos a despertar a nuestro amigo?

Tomaron juntos una nave que los llevó al palacio de Enkiuk. Cruzaron la terraza intercalada con grandes columnas coronadas por un techo triangular. Estando dentro recorrieron los amplios salones y llegaron a una pared decorada con bajorrelieves de figuras humanoides. El extraterrestre tocó una pirámide situada en el centro del dibujo y al instante se abrió una compuerta que los llevó a otra estancia donde había un gigantesco sarcófago de piedra. Corrió la tapa superior y dentro estaba un ser colosal embebido en un líquido verdoso.

—¡Xénel! —exclamó al despertar—. ¿Qué haces aquí con estos humanos?

—Hola Enkiuk, pasaron muchas cosas mientras dormías. En marcha, tenemos un largo camino.

—¿Y a dónde vamos?

—A recuperar el mundo.

viernes, 15 de abril de 2022

Lucrecia, la loca

Amanda Castillo


El día que Lucrecia nació hacía un sol resplandeciente. Su madre sudaba a chorros no solo por el dolor de parir, sino también por el intenso calor de aquella tarde del mes de mayo. No se sentía la típica brisa originada por las mareas del océano Pacífico. El sopor era insoportable. Las palmeras permanecían inmóviles, y la casa, aunque de madera, parecía un horno a causa de la alta temperatura.

Después de dos días de trabajo de parto, por fin una hermosa niña salió a la luz. Doña Juana, la partera, se asustó mucho al ver el color morado de la cara de la recién nacida y que esta no lloraba. Enseguida procedió a frotar el pequeño cuerpo con una intensidad que preocupó a la madre. Doña Tomasa permanecía inmóvil, expectante y rogando a Dios porque su hija estuviera bien.

Después de casi diez minutos de masajes, sacudidas, invocaciones y plegarias, la niña emitió unos pequeños sonidos parecidos al llanto. Su madre sintió un gran alivio y cuando por fin la pusieron en sus brazos, no pudo contener las lágrimas por la emoción. Parecía mentira, que, a sus cuarenta y dos años de edad, hubiera podido dar a luz de nuevo. Esta hija representaba una nueva esperanza para su vida. Si bien ya era madre de tres hijos hombres, su mayor sueño era tener una hija. Con su primer esposo lo intentaron, pero solo logró procrear varones. Después que este murió, decidió darse una nueva oportunidad, esta vez con Ramón, un amigo de la infancia, lamentablemente él se fue cuando se enteró que ella estaba embarazada.

Lucrecia tenía seis meses cuando Tomasa se dio cuenta de que la niña era diferente a otros niños de su misma edad. Muy poco lloraba, sus movimientos eran limitados y en ocasiones se quedaba rígida, con la mirada perdida. La llevó a una cita médica, pero el doctor que la atendió le indicó que no se preocupara, que no todos los niños eran iguales.

Al cumplir el primer año de vida, la llevó nuevamente a ver a un médico especialista, y esta vez el diagnóstico la dejó desolada: la niña padecía retardo en el desarrollo, pero era necesario esperar a que siguiera creciendo para poder dar un diagnóstico exacto. El doctor explicó con detenimiento lo que significaba y las consecuencias que tendría en el desarrollo de Lucrecia. Desde ese momento, Tomasa se dedicó a ayudar a su hija para que su vida fuera lo menos complicada posible.

Sin embargo, el progreso de la niña era limitado, le costaba ponerse de pie, pronunciaba algunas palabras con dificultad, no tenía control de esfínteres y presentaba limitaciones para asimilar la información que se le daba.  Lucrecia fue creciendo con la dedicación y el amor incondicional de su madre, pero al mismo tiempo soportando los celos de sus hermanos mayores, quienes veían en ella a una intrusa y una carga adicional para cuidar, dado que la madre debía trabajar todo el día como jefe de cocina en una base militar.

A los cinco años de edad, Lucrecia tuvo el primer episodio de epilepsia, y en adelante esto se volvió recurrente, ocasionando grave deterioro cognitivo y físico. Sin embargo, su madre no se dio por vencida, y con ayuda de algunas personas, logró que su hija fuera ingresada en un centro de rehabilitación para niños con necesidades especiales. Lucrecia asistió a aquel lugar durante cinco años y al salir sus progresos eran notorios: comprendía cuando le hablaban y se hacía entender para expresar sus necesidades. 

A pesar de ello, una vez le dio una crisis epiléptica justo en el momento que atravesaba la calle y fue atropellada por un vehículo. Sufrió fracturas en sus extremidades inferiores. Logró recuperarse, pero lastimosamente perdió movilidad en una de sus piernas y quedó con una leve cojera.

Lucrecia creció entre el amor y cuidado de su madre, y el maltrato físico y verbal de sus hermanos. Ya era adolescente, pero su edad mental era la de una niña pequeña incapaz de tomar decisiones. Fue víctima de vejámenes y burlas de parte de sus hermanos mayores, y de otras personas del vecindario. Esto a su vez causó que ella se volviera agresiva y en muchas ocasiones lanzaba piedras a sus agresores. 

Lucrecia   se convirtió en una espigada y bien formada muchacha. Era alta, delgada, ojos color miel y el tono de su piel, según decían los vecinos, era exactamente igual al de la canela. A pesar de su condición, su atractivo físico no pasaba desapercibido para nadie.

¡Lucrecia, la loca bonita! le gritaban los muchachos del vecindario.

¡¡¡Yo no soy locaaa!!!

Cuando esto sucedía, ella se enojaba muchísimo y lanzaba piedras a diestra y siniestra, rompiendo los vidrios de las casas vecinas y en ocasiones alcanzando a alguno de los desprevenidos muchachos.

Entonces Tomasa enfermó a causa de la diabetes y debió recluirse por varias semanas en un hospital. Lucrecia quedó bajo el cuidado de los hermanos, quienes aprovecharon para continuar con todo tipo de maltratos. Los vecinos sintieron compasión por ella, y cada día alguien le ofrecía comida y ropa, ya que sus hermanos le cerraban a puerta para que ella no ingresara a dormir, según ellos porque olía mal.

Una de esas noches fue abusada por varios hombres y producto de ello quedó embarazada. Cuando su madre salió del hospital y se enteró de lo sucedido, hizo todo lo necesario para que Lucrecia abortara. Sin embargo, ella no contaba con la reacción de su hija frente a lo ocurrido:

—Mi mamá me quitó a mi hijo, ella me lo hizo sacar de la barriga.

No diga bobadas, mija le decía la madre. Ese fue un sueño.

La salud de Tomasa cada vez se deterioraba más, entonces ella, presintiendo su desenlace, hizo los trámites para que su pensión fuera entregada a su hija menor, como única beneficiaria, dada su condición de vulnerabilidad. Sin embargo, los hijos mayores no estaban de acuerdo con esta decisión, y una vez más arremetieron contra la indefensa hermana.

Mientras tanto, Lucrecia había conocido a Manolo, un chico con síndrome de Down. Nadie comprendía cómo hacían los dos para entenderse, pero se llevaban muy bien. Decían ser novios y siempre andaban tomados de la mano o abrazados. Se los veía sentados en el parque, charlando animadamente, riéndose a carcajadas y en muchas ocasiones bailando sin ritmo con la música que ponían en los diferentes negocios ubicados enfrente. Ahora los chicos del barrio no solo molestaban a Lucrecia, sino también a Manolo, pero él, a diferencia de ella, nunca se enojaba, por el contrario, se reía ante las burlas. 

Después de una larga y penosa lucha contra su enfermedad, la señora Tomasa murió. Lucrecia lloraba inconsolablemente por la partida de su madre, su llanto era desgarrador y conmovía a todos los vecinos:

¡Ay mamacita, no me deje sola! ¿Qué será de mí sin usted?

Después del funeral de la madre, los hermanos decidieron que era necesario viajar hasta la capital para solucionar el tema de la pensión. Según ellos, debían llevar a Lucrecia para demostrar su discapacidad cognoscitiva y de esta manera lograr que le entregaran la pensión. A pesar de que su madre la había dejado a ella como única heredera.

Fue así como organizaron el viaje, los tres hermanos y Lucrecia. Después de veinticuatro horas por carretera llegaron a la ciudad de Bogotá.  Al tercer día decidieron caminar un poco para recorrer la ciudad, siempre iban los tres adelante y Lucrecia detrás, ellos se avergonzaban de ella y evitaban que los relacionaran como familiares. De repente, uno de los hermanos se detiene, y les dice a los otros:

Se nos quedó un documento por firmar, voy a traerlo y regreso.

Ah bueno dijo Pablo. Apúrate.

Te acompaño indicó el hermano de nombre Santiago.

Hacía mucho frío y Lucrecia estaba un poco aturdida por el intenso bullicio de la ciudad. Miró a su hermano Pablo y se le acercó. Él se alejó de inmediato y sin mirarla a la cara le dijo:

Quédate ahí. Ya vengo, voy a comprar algo. No te muevas de aquí.

¿A dónde va usted?

Que ya vengo, te dije.

Lucrecia se quedó en la acera, temblando de frío, asustada y sin saber qué hacer. Pasaron largos y tediosos minutos que se convirtieron en horas. Nadie volvió.

¿Usted sabe dónde está Pablo? preguntaba una y otra vez a los desprevenidos transeúntes.

La gente la miraba y seguía su camino sin pronunciar palabra.  Todo el mundo pensaba que se trataba de alguna loca o drogadicta.  A pesar del paso del tiempo, Lucrecia seguía firme en el sitio donde le habían dicho que se quedara. Esperaba que ellos volvieran. La oscuridad de la noche cubría la ciudad. Tenía hambre, frío y mucho miedo.

Sentía un nudo en la garganta y su corazón latía aceleradamente. Se creyó perdida, desolada y abandonada.  Empezó a llover y quiso refugiarse en algún lugar. Miró abrumada hacia todos lados, pero no había a donde ir. Dio el primer paso y se detuvo en seco, pero enseguida volvió a caminar. Sin rumbo, sin esperanzas, resignada a su destino en las solitarias y frías calles de la inmensa Bogotá.

Sus hermanos se habían encargado de que ella no tuviera ningún dato ni contacto a quien acudir. Días después ellos regresaron a su pueblo natal con la noticia que Lucrecia había salido a media noche de la habitación del hotel mientras ellos dormían. Que la habían buscado, pero, dado las ocupaciones de cada uno de ellos, no podían quedarse más tiempo.

En el pueblo todos intuyeron lo que había sucedido. Lucrecia había sido abandonada por sus hermanos, para quedarse ellos con la pensión. Pero no podían hacer nada y en realidad a nadie le importaba la suerte de la desdichada mujer.

Solo una persona lloraba su ausencia: su fiel Manolo, quien cada día iba a sentarse al parque con la esperanza de encontrarla de nuevo. Estaba triste, ya no reía con nadie. Tampoco volvió a bailar. Sin pronunciar palabras, levantaba la mirada cada vez que alguien se le acercaba, con la esperanza de que fuera ella. Un día no regresó. Poco después los vecinos se enteraron que Manolo había muerto a causa de un infarto.

Nadie volvió a saber de Lucrecia. Todos dicen que se perdió en Bogotá...

jueves, 14 de abril de 2022

Tomasina y el perverso

José Camarlinghi


En el centro del altiplano boliviano se encuentra el Uyuni, el salar más grande del mundo. El inmenso mar de sal se extiende entre cordilleras y las orillas están dominadas por arena, rocas y cactus. Allí, las comunidades Uruquellas sobreviven, bajo un sol inclemente, trabajando la tierra áspera y seca. Son innumerables los conos  volcánicos, pero uno se destaca imponente, el Thunupa. Aunque, deberíamos decir la porque es hembra. Es el único volcán que es mujer. La mitología andina cuenta que, cuando las montañas caminaban como lo hace hoy la gente, ella fue la más bella de la tierra. Tanto que provocó enfrentamientos entre las otras montañas para ganar sus amores. Hoy en día es considerada una gran diosa y recibe cultos y ofrendas. Para los habitantes de las laderas su dominio es indiscutible.

A un lado de Thunupa está un cerro menor que muy difícilmente podría ser llamado montaña, el Suluma. Nunca ha sido un personaje importante. Los mitos ni siquiera lo tienen en cuenta. Jamás tuvo el tamaño o la belleza, ni siquiera la valentía, para intentar conseguir el amor de la más bella, y por eso es un resentido. Como tal, no se atreve a enfrentarse a la diosa; lo que hace es castigar a quienes la adoran. Todos los que viven en los alrededores saben de la perversidad de ese viejo amargado. Los adultos recomiendan a los niños no ir nunca a sus laderas y ellos mismos no se animan a pasar por sus dominios. Es un demonio, dicen, solo cosas malas pasan a los que se atreven a visitarlo.

Me enteré de Suluma y de Tomasina al mismo tiempo, cuando tomé el bus que conecta los pueblos del norte del salar. Me senté al lado de una señora mayor que en el momento de atravesar el paso entre Thunupa y Suluma, sacó un cuchillo que apuntó en dirección del último. Me asusté ese momento al observarla con los ojos cerrados y farfullando quien sabe qué conjuros. Unos metros más abajo, lo guardó y continuamos el viaje. Unos días más tarde conté a mi amiga Lupe, habitante de Jirira, el episodio. Entre risitas ella me relató la historia de la mujer y el cerro. Un par de años después descubrimos, junto a mi amigo Álvaro que hacía su tesis de sicología sobre embarazos imaginarios, los poderes alucinógenos de las tunas, frutos de los cactus que crecen en la base del cerro.

En los años en que Tomasina era niña, en la segunda década del siglo XX, no había escuela en Jirira, un pequeño poblado en la falda sur de la diosa mayor. Y aunque hubiera habido, ella no habría asistido. En esas épocas se consideraba que las niñas tenían que aprender todo de sus madres y ayudar a la familia asumiendo las labores domésticas y los trabajos agrícolas. Más aún en su casa porque el padre había fallecido en un accidente unos años atrás. Ya siendo adolescente, una de sus tareas principales era llevar a pastar las ovejas. Salía a media mañana, después de haber acarreado agua del pozo y preparado la comida, y se quedaba con ellas hasta la tarde. Le gustaba hacer ese trabajo. No era muy complicado y podía pasar gran parte del día lejos de la miraba severa de la madre. Pasaba el día soñando e inventando una y otra idea para liberarse de su progenitora. Lo cierto es que había una sola manera para una joven campesina y esa era casarse. El matrimonio era, además, el objetivo fundamental para cualquier mujer. Era impensable la existencia sin un hombre. Una mujer sola, no tenía casi ningún derecho. Era considerada una paria.

Un día volvió a la casa y al ingresar el rebaño al corral la mamá se dio cuenta que faltaba una. Le jaló las orejas, le dio un par de palmadas en el trasero y la mandó a buscarla. No tardó en encontrarla y para desquitarse de la rabia, la condujo de vuelta a  patadas y pedradas. Esa noche, como castigo, no tuvo cena. ¡Qué hambre que pasó! 

Por eso fue que cuando la contumaz y rebelde oveja se separó nuevamente del rebaño y se fue a pastar en los campos del cerro vedado, no le importaron a Tomasina las advertencias que había escuchado toda su corta vida y se internó en las faldas del proscrito con intenciones de dar una verdadera paliza a la oveja que le provocaba problemas. El animal, al intuir que su pastora venía con rabia recargada hizo varias maniobras para evitarla. Tomasina, cada vez más frustrada, intentaba adelantarse para cerrarle el paso y molerla a golpes. A pesar de todos sus esfuerzos no logró acercarse lo suficiente, aunque sí consiguió que volviera al rebaño.

Cansada, se sentó un momento y entonces se percató que los cactus estaban dando frutos. Las tunas estaban ya en su punto y ella se las ingenió para cogerlas y pelarlas sin espinarse. Sabían magníficas: dulces, carnosas y con mucho jugo. No se dio cuenta de cuantas había comido. Satisfecha se sentó nuevamente y observó a su alrededor. Estaba en pleno Suluma. Se puso un poco nerviosa, pero lo cierto es que no había pasado nada malo. Se preguntó por qué los adultos siempre prohibían a los niños de hacer cosas. Cuáles eran las razones, ella no las entendía. Entonces se sintió confortablemente cansada. Pensó que el haber estado correteando detrás de la oveja la había hecho dar sueño. Se echó en la arena y miró las nubes. ¡Nunca antes se había percatado que tenían formas! Una parecía una vizcacha, otra un llama y otra un colibrí. Sonriendo al descubrir las semejanzas se quedó dormida.

«Mi señor, los acontecimientos se precipitan. El último Ejército Realista ha sido derrotado en las pampas de Ayacucho, La gobernación de Nuestra Señora de  La Paz se ha rendido anteayer y un ejército de rebeldes viene hacia el sur degollando a todos los realistas. Es hora de abandonar Salinas y que su Señoría se ponga a buen recaudo. En unos días podrá embarcarse en algún puerto del Pacífico, Antofagasta... probablemente y de allí partirá a la Madre Patria. Mi señor... le ruego, no dude ni un minuto más que ya todo está perdido. La corona ha perdido la guerra y las Indias son ahora libres e independientes. Empaquemos todo el oro que tiene usted en el depósito, carguémoslo a las mulas y emprendamos el retorno a España. Yo ya hice preparar treinta burros para que pueda usted llevarse todas sus pertenencias. Bueno, sobretodo el oro mi señor. Con él podrá adquirir nuevamente las cosas que deja atrás. Yo le cubriré la retaguardia y le daré alcance más adelante...»  A la madrugada salió del pueblo de Salinas, lo más silenciosamente posible, la caravana de burros. Veintisiete de ellos iban cargados cada uno de un quintal de oro puro. Era la fortuna que el descendiente de García Mendoza había amasado en las minas de oro que estaban en la meseta, a un lado del pueblo.

La despertó un sueño horrible. Nunca supo de qué se trató porque al sentarse de golpe,  la realidad le pareció peor que la pesadilla. Sintió algo frío y húmedo que bajaba por sus piernas. Cuando levantó su falda, le dio un vuelco al corazón. Era una serpiente. Se levantó como con un resorte y salió corriendo a la velocidad que daban sus piernas. Se cayó y golpeó varias veces, pero no se detuvo hasta entrar en su casa. La madre, escuchó al principio una especie de aullido que fue creciendo. Nunca se habría imaginado que ese alarido venía de la boca de su hija.

Tomasina estaba toda golpeada y arañada. La madre asustada hacía de todo para calmarla, pero ella continuaba con los quejidos de terror. La abrazó, le pasó paños húmedos por la frente, hasta le dio un par de sopapos porque no se callaba y finalmente se puso a llorar con ella. Al principio pensó que alguien había atacado a su hija. Como nunca lamentó que su marido esté enterrado en el cementerio. Él habría reaccionado inmediatamente y hubiera salido a buscar respuestas y responsables. Ella, sola, tenía primero que cuidar a su niña.

Ya entrada la noche, la pequeña vomitó y pudo finalmente dormir. La madre afligida recién se acordó del rebaño y salió a buscarlo. Para su sorpresa, las ovejas estaban ya retornando. Lentamente, extrañadas de no tener a su acompañante habitual y con seguridad conducidas por el miedo a la noche y sus depredadores. Una vez que las puso en el corral salió a investigar qué había pasado esa tarde.

Todos en la comunidad habían escuchado el bramido estremecedor de Tomasina. En las familias ya habían hablado al respecto; un acontecimiento como ese no se pasaba por alto. Uno de los niños la había visto dirigirse hacia el Suluma. No quiso creer la historia incluso cuando un viejito confirmó la versión. Él había tratado de llamarla, sin embargo su voz ya no tenía potencia y la niña caminaba muy rápido para intentar siquiera alcanzarla. No les creyó; alguien había atacado a su hija y lo estaban ocultando. Por un instante pensó que si el atacante era humano, tendría que responder por sus acciones; pero si era el demonio del cerro, no había nada que hacer. Apenas pegó un ojo esa noche. Justo cuando ya aparecía una luminiscencia en el horizonte el cansancio fue más fuerte que la preocupación y cayó en un sopor profundo.

Unos minutos más tarde la niña se levantó y fue a prender la cocina como siempre solía hacerlo. La madre, que justo en ese momento había caído dormida, se despertó con el ruido de las llamas que bramaban al empujar el aire caliente por la chimenea de metal. Miró fijamente a su hija y esta al percatarse de la mirada le sonrió.

—Buen día mamá —dijo como todos los días.

La señora se quedó sorprendida por la actitud de su hija. No habló del tema hasta después del desayuno. La retuvo antes de que fuera a pastar y ante la mirada extrañada de la niña le preguntó qué le había pasado ayer. Tomasina la miró sin comprender.

—Ayer —le repitió—, llegaste gritando como una loca y dejaste las ovejas solas con su suerte.

La niña soltó una risita nerviosa y al instante la cortó de golpe al ver que su madre hablaba muy seria. No supo qué responder.

—¡Dime que te pasó, no seas tan testaruda! —dijo alzando la voz.

La niña abrió muy grandes los ojos y al no poder recordar nada se puso a llorar por varias horas. La madre, esta vez sumamente asustada le acompañó con llantos y gritos tan desesperados que reunieron a casi todo el pueblo frente a la casa. Al final de la tarde vino la madrina de Tomasina y se disculpó por no haber acudido antes porque recién se había enterado que la niña había tenido un percance. Le confirmó que varios niños la habían visto caminando hacia el malévolo cerro. La madre se tapó la boca con ambas manos y sintió remordimiento por haber gritado a su hija. Sin duda alguna el viejo y vicioso cerro había realizado algún retorcido maleficio contra su hija. Inmediatamente le pidió a su comadre que fuera en busca del yatiri, el chamán,  para que intentara alguna curación.

La caravana de burros avanzaba lentamente a través la pampa cenagosa. Por suerte era el principio de la época seca y no había necesidad de caminar por las orillas como en la época de lluvias, cuando el extremo norte del salar absorbe agua y se convierte en una gigantesca trampa de arenas y sales movedizas. Don Rodrigo García, propietario del inmenso tesoro iba a caballo. Su mujer y sus dos hijos sentados en una carreta. Ella lloraba en silencio mientras los dos niños dormían sobre las pertenencias que habían decidido llevar a España. El sol los encontró en plena pampa, esa que llaman la Pelada porque absolutamente nada crece allí. En ese instante el viento les hizo llegar los ecos de los disparos y los gritos de los combates en el pueblo. Habían salido a tiempo. A mediodía el sol quemaba como verdadero horno. Ni una sola nube en el azul. La caminata se convertía en un viaje surrealista en una planicie yerma. Los alrededores habían ya perdido toda resemblanza con la realidad a causa de los espejismos y las lejanas montañas se distorsionaban mientras flotanban en un mar turbulento. La marcha parecía que no los llevaba a ninguna parte. Cuando miraban hacia el paisaje tenían la sensación de que no avanzar nada y que era la tierra la que se movía debajo sus pies. A media tarde se les acabó la provisión de agua. Con el apuro no habían calculado bien y no llevaron la cantidad suficiente. Acamparon al filo de la noche y comieron en seco. Ni la maravillosa explosión de estrellas, ni el  intenso frío les calmó la sed.

Pasaron un par de días antes de que el hombre mágico llegara. Tomasina empeoraba. Había dejado de comer  y en las noches se levantaba de su lecho y caminaba como alma en pena quejándose. La madre también tenía ojeras; casi no dormía. La segunda noche la niña se levantó de dormida y caminó fuera de la casa. 

La madre roncaba rendida por la velada anterior y no se dio cuenta de lo que acontecía. Soñó con sus ya fallecidos padres: Atardecía y estaban los tres sentados en esa misma casa esperando al novio que le habían escogido. Ella, entre sus padres, mirando el suelo, escuchaba silenciosamente de las virtudes del escogido. El tiempo pasaba, la escena se repetía interminablemente y una inexplicable angustia crecía dentro de su pecho. Finalmente el portón se abrió y entró una sombra. Los padres invitaron al novio a que se acercara. Miró hacia el hombre sin levantar el rostro. La sombra avanzó hasta llegar al último haz de luz del día que entraba por la pequeña ventana de la habitación. Él estaba todo vestido de negro, el poncho, el sombrero y los zapatos. Levantó una mano oscura y agrietada con la que se sacó el sombrero y mostró su horroroso rostro y los ojos diabólicos. La joven no pudo creer que sus padres la obligaran a casarse con semejante esperpento y dio media vuelta para mirarlos a la cara y los encontró echados en el suelo, con los brazos cruzados en el pecho como los había visto por última vez, a cada uno a su tiempo, antes de enterrarlos. Despertó gritando y al percatarse que no había nadie a su lado. Salió de la casa golpeándose con las cosas y paredes.

—¡Tomasinaaaa! —gritaba desesperada.

Algunos vecinos se despertaron con el alboroto y salieron para ver qué sucedía. Alguien gritó que estaba por los sembradíos. Se podía ver, en la clara luz lunar, una sombra que como autómata caminaba por los campos de quinua en dirección al cerro Suluma.

—¡Agárrenla por favor!—se desgañitaba la madre llorando desgarradoramente.

Unos jóvenes le dieron alcance y la tumbaron al suelo. Llegó la madre apenas y sin aliento para encontrar a la hija con la mirada perdida y sin reconocer a nadie. 

Para cuando llegó el yatiri, ya eran tres noches que la madre pasaba en vela y tenía una mirada tan perdida como la de la hija. Tuvo que ser la madrina la que acompañara a Tomasina, porque es obligación de los padrinos sustituir a los padres cuando ellos ya no están presentes, en el ritual para recuperar su alma. Era evidente, dijo el chamán, que el espíritu de la niña se había desprendido y se había quedado con el genio del cerro y eso era lo que el cuerpo dormido iba en busca.

Llegada la cuarta noche, sedaron a la madre y salieron Tomasina, la madrina y el yatiri hacia el lugar donde se llevan a cabo los rituales, al pie de la poderosa Thunupa. Allí se celebró la ceremonia que concluyó luego  las exclamaciones del hombre invocando a todos los dioses magnánimos del Ande, sin olvidarse, cabe recalcar, del todopoderoso cristiano, llamando al alma de Tomasina a que retorne a su propio cuerpo.

—¡Tomasina! ¡Vuelve! —gritaban repetidamente— ¡Vuelve mamita, ven!

En medio de los gritos empezó Tomasina a sollozar como si la hubieran despertado de una pesadilla.

—¿Por qué me llaman tanto si estoy aquí mismo? —le preguntó a su madrina. Inmediatamente la mujer dio un grito de júbilo y abrazó fuertemente a la niña.

Pasaron unos meses en el transcurso de los cuales no se habló más del tema. Tomasina continuó con su vida normal. Por si acaso, la oveja desobediente y cómplice del Suluma terminó una noche en el horno y su carne se comió por varios días. Y aunque todo el mundo se había olvidado del asunto, la madre no  lo había podido hacer porque su hija ya no era la misma desde el incidente. Con todo, se conformaba con tenerla sana y salva a su lado. No sabía que el calvario de su retoño sólo había empezado y que duraría toda su vida. A los dos meses del fatídico encuentro, la madre empezó a sospechar que algo no iba bien. La palidez continua en sus mejillas o las nauseas que intentaba ocultar no eran normales. Poco después de cumplidos los tres meses Tomasina empezó a tener un hambre feroz y se la pasaba comiendo casi todo el día. La madre pensó que esa era buena señal y que la niña estaba ya sana. A los cinco meses Tomasina se había convertido en una gordita que provocaba piropos de parte de los jóvenes de la comunidad. 

Al siguiente mes era evidente que el vientre de la jovenzuela engordaba más que el resto del cuerpo. La madre horrorizada no quería admitirlo, ¡Su hija parecía embarazada! Pero si no le había conocido ningún pretendiente, además desde el incidente en el cerro se había vuelto mucho más introvertida y casi no hablaba con nadie... justo al terminar estos pensamientos se dio cuenta de la verdadera dimensión de la tragedia. ¡Su hija había sido seducida por el Suluma!

Llegaron las fiestas patronales del pueblo. Tomasina estaba muy emocionada pensando en los jóvenes que vendrían y que probablemente se interesarían en ella. La madre con cierta reticencia desempolvó los ajuares de su matrimonio y preparó la ropa para que su retoño se vea presentable en las recepciones que se avecinaban. Estaba llegando el día que tanto había temido en el que un desconocido se robaría al amor de su vida. Cuando le hizo probar las polleras para ver si necesitaban arreglo, observó con preocupación el tamaño de la barriga. Malos pensamientos empezaron a acosarla.

La fiesta fue un desastre para Tomasina. Ningún joven se acercó a ella, ni siquiera para conversar. Todos la miraban, cuchicheaban y se reían. Alguien se había percatado del vientre crecido y el rumor de que estaba embarazada corrió por toda la orilla norte del salar.

—El padre es el Suluma —decían algunas malintencionadas.

—No te vas a acercar a ella —advertían otras a sus hijos.

—Es la novia de ese demonio —concluían con sonrisas torcidas.

Cuando ella se acercaba a algún grupo de chicas de su edad, una a una ponían excusas para irse y dejarla sola. Tomasina desconsolada no entendía por qué todos, y sobre todo los muchachos, la evitaban. Ni ella ni su madre se enteraron de los dimes y diretes hasta ya pasadas las fiestas. La comadre le contó a la mamá lo que todo el mundo daba ya por un hecho: Tomasina era la mujer del demonio y nadie se atrevería a tomarla como compañera; ni siquiera como amiga.

La madre no tuvo corazón de contarle la verdad; lo que fue peor. La muchacha se enteró de la peor manera una tarde que fue a la casa de una de sus amigas de infancia llevando una canasta de pan como regalo. Ni siquiera le dejaron entrar. Le cerraron la puerta en la cara después de gritarle que no querían nada de la futura madre de un engendro. Lloró por varios días y con ella su mamá.

A poco tiempo llegaron a su casa los miembros de una de las cientos de iglesias protestantes que pululaban la tierras altas. Querían exorcizar a la niña y provocarle un aborto. La madre los espantó a escobazos y les juró que si volvían los mataría. Fue entonces que varias sectas se prepararon para el apocalipsis que juraban vendría después del nacimiento del que ya llamaban el anticristo.

Pasaron los meses y se acercó la que se suponía sería la fatídica fecha. Tomasina no volvió a salir de su casa por miedo y poco a poco se fue aislando. El día que se cumplían los nueve meses, el pueblo se quedó vacío. Sólo la madrina de la niña decidió quedarse para ayudarlas en el parto. Los más viejos, porque no podían viajar o no tenían dónde ir, se encerraron en sus casas, sacaron sus santos y crucifijos, prendieron velas y oraron hasta caer dormidos.

Al día siguiente siguieron avanzando por el desierto hasta encontrar, a media mañana, el extremo de la península del cerro llamado Suluma, cuyas faldas orientales terminan abruptamente sobre el mar de sal. Desde la costra blanquecina del salar observaron que algunos cactus tenían frutos. Don Rodrigo mandó a sus peones a recolectarlos porque es sabido por todos que estas plantas almacenan grandes cantidades de agua y producen jugosos y sabrosos frutos. Todos ellos se dieron un festín con los frutos sin sospechar siquiera que habían entrado en los dominios del viejo demonio. No pudieron reiniciar su marcha porque todos y cada uno de ellos fueron agredidos por los poderes malignos del Suluma. A uno de ellos lo atacó un gran ojo flotante en el aire; otro se vio rodeado de serpientes de todos los colores y tamaños, otro sintió disolverse en la sal, Don Rodrigo se puso a hablarles a los burros discurseando los orígenes divinos del Rey de España. Todos habrían sucumbido en el implacable sol altiplánico si no hubiera sido por el lugarteniente que, como había prometido a su señor, dio alcance a la caravana después de haber distraído a los sublevados en Salinas. El lugarteniente los encontró a todos delirantes y deshidratados, balbuceando locuras. Les dio de beber, descargó las pertenencias de don Rodrigo y su familia de la carreta y los subió a todos. Él sabía que sólo no podría arriar a los treinta burros de manera que decidió tomar una sola carga de oro y la puso en el caballo.  Descargo el resto del oro y lo escondió en unas pequeñas cuevas ubicadas en las faldas rocosas del Suluma, a orillas del salar. Cubrió la entrada de las cuevas con otras rocas, se subió en la carreta y reemprendió el viaje hacia la costa del Pacífico. Se cuenta que a el barco en el que volvían a España lo atrapó un huracán. La ubicación del tesoro se perdió para siempre.

Luego de una semana volvieron los primeros vecinos. Se apostaron en el paso que justamente está al lado del cerro maldito y trataron de observar si había algún peligro. En la distancia solo pudieron observar a Tomasina llevando sus ovejas de vuelta a su casa. Parecía como si fuera un día cualquiera. Con mucha cautela se acercaron a la población y entraron en sus hogares. Intentaron escuchar los sollozos del bebé, pero solo escucharon el viento. Poco a poco, a lo largo de esa semana, volvieron casi todos. Hablaban entre ellos y se preguntaban por el recién nacido y sin embargo nadie se atrevía a ir a averiguar. Cuando veían que la muchacha caminaba por el pueblo, la observaban escondidos y confirmaban que ya no tenía barriga.

—El Suluma ha debido venir y llevarse al niño —decían.

—Ha debido ser un monstruo —conjeturaban.

—Han debido hacer un pacto con el demonio… ¿Qué habrán conseguido a cambio? —se preguntaban—. ¿Y dónde estará el niño?

Los chismes continuaron hasta que poco a poco el tema se desgastó y lentamente ella pudo volver a su vida normal. Si alguien les hubiera preguntado qué pasó con el embarazo, se habrían enterado que no había pasado nada. La noche del supuesto parto pasó sin ningún evento. Tanto la madre como la madrina se habían preparado y esperaron que la niña empiece con los dolores, pero pasaron las horas y se durmieron de aburrimiento. Todavía pensaron que, como suele suceder con algunos casos, el alumbramiento se atrasaría. Pasaron los días, tantos que se olvidaron del asunto y volvieron a sus vidas cotidianas. Un año más tarde ya ni barriga había.

Tomasina no pudo conseguir marido. Ningún joven, ni tonto ni inteligente, se animó a coquetear con la novia del malvado Suluma. Se quedó soltera y sin descendencia a pesar de que su madre, en el lecho de muerte, le hizo prometer que dejaría esas tierras y buscaría marido en otros lugares. El mismo día del entierro, cuando volvía del cementerio acompañada por casi todo el pueblo, Tomasina se dio cuenta que estaba absolutamente sola en este mundo y si algo tenía eran la casa y la tierra que había heredado; no tenía intenciones de abandonar su pago. Miró al cerro con profundo odio y resentimiento y escupió en su dirección. La gente que acompañaba la procesión, más por tradición que por verdadero sentimiento, se miró de reojo y esbozó solapadas sonrisas. Al llegar a la casa todos se acomodaron en el patio esperando dar comienzo al luto, que, como en muchos lugares de este mundo, se celebra con comida y bebida. Sin embargo, tan pronto los autoinvitados se acomodaron, ella salió de la cocina con el cuchillo más largo que tenía, atravesó el patio frente a los asombrados ojos de los paisanos y con pasos apurados se dirigió hacia el cerro en busca del demonio. Los vecinos no pudieron entender lo que sucedía en ese instante y les tomó unos minutos comprender que no habría festejo. Uno por uno salieron de la casa y se quedaron paralizados comentando en voz baja mientras miraban la determinación con la que la mujer caminaba en dirección del Suluma. Luego volvieron a sus casas con el estómago vacío, contrariados porque no se mantenía la tradición y con la confirmación de que a Tomasina le faltaba un tornillo. Al anochecer uno de los vecinos se cruzó con ella volviendo frustrada y con el cansancio en los ojos.

—El maldito me tiene miedo —le dijo—. No quiso aparecer.

Se pasó de largo blandiendo su cuchillo y continuó con su vida.