jueves, 14 de abril de 2022

Tomasina y el perverso

José Camarlinghi


En el centro del altiplano boliviano se encuentra el Uyuni, el salar más grande del mundo. El inmenso mar de sal se extiende entre cordilleras y las orillas están dominadas por arena, rocas y cactus. Allí, las comunidades Uruquellas sobreviven, bajo un sol inclemente, trabajando la tierra áspera y seca. Son innumerables los conos  volcánicos, pero uno se destaca imponente, el Thunupa. Aunque, deberíamos decir la porque es hembra. Es el único volcán que es mujer. La mitología andina cuenta que, cuando las montañas caminaban como lo hace hoy la gente, ella fue la más bella de la tierra. Tanto que provocó enfrentamientos entre las otras montañas para ganar sus amores. Hoy en día es considerada una gran diosa y recibe cultos y ofrendas. Para los habitantes de las laderas su dominio es indiscutible.

A un lado de Thunupa está un cerro menor que muy difícilmente podría ser llamado montaña, el Suluma. Nunca ha sido un personaje importante. Los mitos ni siquiera lo tienen en cuenta. Jamás tuvo el tamaño o la belleza, ni siquiera la valentía, para intentar conseguir el amor de la más bella, y por eso es un resentido. Como tal, no se atreve a enfrentarse a la diosa; lo que hace es castigar a quienes la adoran. Todos los que viven en los alrededores saben de la perversidad de ese viejo amargado. Los adultos recomiendan a los niños no ir nunca a sus laderas y ellos mismos no se animan a pasar por sus dominios. Es un demonio, dicen, solo cosas malas pasan a los que se atreven a visitarlo.

Me enteré de Suluma y de Tomasina al mismo tiempo, cuando tomé el bus que conecta los pueblos del norte del salar. Me senté al lado de una señora mayor que en el momento de atravesar el paso entre Thunupa y Suluma, sacó un cuchillo que apuntó en dirección del último. Me asusté ese momento al observarla con los ojos cerrados y farfullando quien sabe qué conjuros. Unos metros más abajo, lo guardó y continuamos el viaje. Unos días más tarde conté a mi amiga Lupe, habitante de Jirira, el episodio. Entre risitas ella me relató la historia de la mujer y el cerro. Un par de años después descubrimos, junto a mi amigo Álvaro que hacía su tesis de sicología sobre embarazos imaginarios, los poderes alucinógenos de las tunas, frutos de los cactus que crecen en la base del cerro.

En los años en que Tomasina era niña, en la segunda década del siglo XX, no había escuela en Jirira, un pequeño poblado en la falda sur de la diosa mayor. Y aunque hubiera habido, ella no habría asistido. En esas épocas se consideraba que las niñas tenían que aprender todo de sus madres y ayudar a la familia asumiendo las labores domésticas y los trabajos agrícolas. Más aún en su casa porque el padre había fallecido en un accidente unos años atrás. Ya siendo adolescente, una de sus tareas principales era llevar a pastar las ovejas. Salía a media mañana, después de haber acarreado agua del pozo y preparado la comida, y se quedaba con ellas hasta la tarde. Le gustaba hacer ese trabajo. No era muy complicado y podía pasar gran parte del día lejos de la miraba severa de la madre. Pasaba el día soñando e inventando una y otra idea para liberarse de su progenitora. Lo cierto es que había una sola manera para una joven campesina y esa era casarse. El matrimonio era, además, el objetivo fundamental para cualquier mujer. Era impensable la existencia sin un hombre. Una mujer sola, no tenía casi ningún derecho. Era considerada una paria.

Un día volvió a la casa y al ingresar el rebaño al corral la mamá se dio cuenta que faltaba una. Le jaló las orejas, le dio un par de palmadas en el trasero y la mandó a buscarla. No tardó en encontrarla y para desquitarse de la rabia, la condujo de vuelta a  patadas y pedradas. Esa noche, como castigo, no tuvo cena. ¡Qué hambre que pasó! 

Por eso fue que cuando la contumaz y rebelde oveja se separó nuevamente del rebaño y se fue a pastar en los campos del cerro vedado, no le importaron a Tomasina las advertencias que había escuchado toda su corta vida y se internó en las faldas del proscrito con intenciones de dar una verdadera paliza a la oveja que le provocaba problemas. El animal, al intuir que su pastora venía con rabia recargada hizo varias maniobras para evitarla. Tomasina, cada vez más frustrada, intentaba adelantarse para cerrarle el paso y molerla a golpes. A pesar de todos sus esfuerzos no logró acercarse lo suficiente, aunque sí consiguió que volviera al rebaño.

Cansada, se sentó un momento y entonces se percató que los cactus estaban dando frutos. Las tunas estaban ya en su punto y ella se las ingenió para cogerlas y pelarlas sin espinarse. Sabían magníficas: dulces, carnosas y con mucho jugo. No se dio cuenta de cuantas había comido. Satisfecha se sentó nuevamente y observó a su alrededor. Estaba en pleno Suluma. Se puso un poco nerviosa, pero lo cierto es que no había pasado nada malo. Se preguntó por qué los adultos siempre prohibían a los niños de hacer cosas. Cuáles eran las razones, ella no las entendía. Entonces se sintió confortablemente cansada. Pensó que el haber estado correteando detrás de la oveja la había hecho dar sueño. Se echó en la arena y miró las nubes. ¡Nunca antes se había percatado que tenían formas! Una parecía una vizcacha, otra un llama y otra un colibrí. Sonriendo al descubrir las semejanzas se quedó dormida.

«Mi señor, los acontecimientos se precipitan. El último Ejército Realista ha sido derrotado en las pampas de Ayacucho, La gobernación de Nuestra Señora de  La Paz se ha rendido anteayer y un ejército de rebeldes viene hacia el sur degollando a todos los realistas. Es hora de abandonar Salinas y que su Señoría se ponga a buen recaudo. En unos días podrá embarcarse en algún puerto del Pacífico, Antofagasta... probablemente y de allí partirá a la Madre Patria. Mi señor... le ruego, no dude ni un minuto más que ya todo está perdido. La corona ha perdido la guerra y las Indias son ahora libres e independientes. Empaquemos todo el oro que tiene usted en el depósito, carguémoslo a las mulas y emprendamos el retorno a España. Yo ya hice preparar treinta burros para que pueda usted llevarse todas sus pertenencias. Bueno, sobretodo el oro mi señor. Con él podrá adquirir nuevamente las cosas que deja atrás. Yo le cubriré la retaguardia y le daré alcance más adelante...»  A la madrugada salió del pueblo de Salinas, lo más silenciosamente posible, la caravana de burros. Veintisiete de ellos iban cargados cada uno de un quintal de oro puro. Era la fortuna que el descendiente de García Mendoza había amasado en las minas de oro que estaban en la meseta, a un lado del pueblo.

La despertó un sueño horrible. Nunca supo de qué se trató porque al sentarse de golpe,  la realidad le pareció peor que la pesadilla. Sintió algo frío y húmedo que bajaba por sus piernas. Cuando levantó su falda, le dio un vuelco al corazón. Era una serpiente. Se levantó como con un resorte y salió corriendo a la velocidad que daban sus piernas. Se cayó y golpeó varias veces, pero no se detuvo hasta entrar en su casa. La madre, escuchó al principio una especie de aullido que fue creciendo. Nunca se habría imaginado que ese alarido venía de la boca de su hija.

Tomasina estaba toda golpeada y arañada. La madre asustada hacía de todo para calmarla, pero ella continuaba con los quejidos de terror. La abrazó, le pasó paños húmedos por la frente, hasta le dio un par de sopapos porque no se callaba y finalmente se puso a llorar con ella. Al principio pensó que alguien había atacado a su hija. Como nunca lamentó que su marido esté enterrado en el cementerio. Él habría reaccionado inmediatamente y hubiera salido a buscar respuestas y responsables. Ella, sola, tenía primero que cuidar a su niña.

Ya entrada la noche, la pequeña vomitó y pudo finalmente dormir. La madre afligida recién se acordó del rebaño y salió a buscarlo. Para su sorpresa, las ovejas estaban ya retornando. Lentamente, extrañadas de no tener a su acompañante habitual y con seguridad conducidas por el miedo a la noche y sus depredadores. Una vez que las puso en el corral salió a investigar qué había pasado esa tarde.

Todos en la comunidad habían escuchado el bramido estremecedor de Tomasina. En las familias ya habían hablado al respecto; un acontecimiento como ese no se pasaba por alto. Uno de los niños la había visto dirigirse hacia el Suluma. No quiso creer la historia incluso cuando un viejito confirmó la versión. Él había tratado de llamarla, sin embargo su voz ya no tenía potencia y la niña caminaba muy rápido para intentar siquiera alcanzarla. No les creyó; alguien había atacado a su hija y lo estaban ocultando. Por un instante pensó que si el atacante era humano, tendría que responder por sus acciones; pero si era el demonio del cerro, no había nada que hacer. Apenas pegó un ojo esa noche. Justo cuando ya aparecía una luminiscencia en el horizonte el cansancio fue más fuerte que la preocupación y cayó en un sopor profundo.

Unos minutos más tarde la niña se levantó y fue a prender la cocina como siempre solía hacerlo. La madre, que justo en ese momento había caído dormida, se despertó con el ruido de las llamas que bramaban al empujar el aire caliente por la chimenea de metal. Miró fijamente a su hija y esta al percatarse de la mirada le sonrió.

—Buen día mamá —dijo como todos los días.

La señora se quedó sorprendida por la actitud de su hija. No habló del tema hasta después del desayuno. La retuvo antes de que fuera a pastar y ante la mirada extrañada de la niña le preguntó qué le había pasado ayer. Tomasina la miró sin comprender.

—Ayer —le repitió—, llegaste gritando como una loca y dejaste las ovejas solas con su suerte.

La niña soltó una risita nerviosa y al instante la cortó de golpe al ver que su madre hablaba muy seria. No supo qué responder.

—¡Dime que te pasó, no seas tan testaruda! —dijo alzando la voz.

La niña abrió muy grandes los ojos y al no poder recordar nada se puso a llorar por varias horas. La madre, esta vez sumamente asustada le acompañó con llantos y gritos tan desesperados que reunieron a casi todo el pueblo frente a la casa. Al final de la tarde vino la madrina de Tomasina y se disculpó por no haber acudido antes porque recién se había enterado que la niña había tenido un percance. Le confirmó que varios niños la habían visto caminando hacia el malévolo cerro. La madre se tapó la boca con ambas manos y sintió remordimiento por haber gritado a su hija. Sin duda alguna el viejo y vicioso cerro había realizado algún retorcido maleficio contra su hija. Inmediatamente le pidió a su comadre que fuera en busca del yatiri, el chamán,  para que intentara alguna curación.

La caravana de burros avanzaba lentamente a través la pampa cenagosa. Por suerte era el principio de la época seca y no había necesidad de caminar por las orillas como en la época de lluvias, cuando el extremo norte del salar absorbe agua y se convierte en una gigantesca trampa de arenas y sales movedizas. Don Rodrigo García, propietario del inmenso tesoro iba a caballo. Su mujer y sus dos hijos sentados en una carreta. Ella lloraba en silencio mientras los dos niños dormían sobre las pertenencias que habían decidido llevar a España. El sol los encontró en plena pampa, esa que llaman la Pelada porque absolutamente nada crece allí. En ese instante el viento les hizo llegar los ecos de los disparos y los gritos de los combates en el pueblo. Habían salido a tiempo. A mediodía el sol quemaba como verdadero horno. Ni una sola nube en el azul. La caminata se convertía en un viaje surrealista en una planicie yerma. Los alrededores habían ya perdido toda resemblanza con la realidad a causa de los espejismos y las lejanas montañas se distorsionaban mientras flotanban en un mar turbulento. La marcha parecía que no los llevaba a ninguna parte. Cuando miraban hacia el paisaje tenían la sensación de que no avanzar nada y que era la tierra la que se movía debajo sus pies. A media tarde se les acabó la provisión de agua. Con el apuro no habían calculado bien y no llevaron la cantidad suficiente. Acamparon al filo de la noche y comieron en seco. Ni la maravillosa explosión de estrellas, ni el  intenso frío les calmó la sed.

Pasaron un par de días antes de que el hombre mágico llegara. Tomasina empeoraba. Había dejado de comer  y en las noches se levantaba de su lecho y caminaba como alma en pena quejándose. La madre también tenía ojeras; casi no dormía. La segunda noche la niña se levantó de dormida y caminó fuera de la casa. 

La madre roncaba rendida por la velada anterior y no se dio cuenta de lo que acontecía. Soñó con sus ya fallecidos padres: Atardecía y estaban los tres sentados en esa misma casa esperando al novio que le habían escogido. Ella, entre sus padres, mirando el suelo, escuchaba silenciosamente de las virtudes del escogido. El tiempo pasaba, la escena se repetía interminablemente y una inexplicable angustia crecía dentro de su pecho. Finalmente el portón se abrió y entró una sombra. Los padres invitaron al novio a que se acercara. Miró hacia el hombre sin levantar el rostro. La sombra avanzó hasta llegar al último haz de luz del día que entraba por la pequeña ventana de la habitación. Él estaba todo vestido de negro, el poncho, el sombrero y los zapatos. Levantó una mano oscura y agrietada con la que se sacó el sombrero y mostró su horroroso rostro y los ojos diabólicos. La joven no pudo creer que sus padres la obligaran a casarse con semejante esperpento y dio media vuelta para mirarlos a la cara y los encontró echados en el suelo, con los brazos cruzados en el pecho como los había visto por última vez, a cada uno a su tiempo, antes de enterrarlos. Despertó gritando y al percatarse que no había nadie a su lado. Salió de la casa golpeándose con las cosas y paredes.

—¡Tomasinaaaa! —gritaba desesperada.

Algunos vecinos se despertaron con el alboroto y salieron para ver qué sucedía. Alguien gritó que estaba por los sembradíos. Se podía ver, en la clara luz lunar, una sombra que como autómata caminaba por los campos de quinua en dirección al cerro Suluma.

—¡Agárrenla por favor!—se desgañitaba la madre llorando desgarradoramente.

Unos jóvenes le dieron alcance y la tumbaron al suelo. Llegó la madre apenas y sin aliento para encontrar a la hija con la mirada perdida y sin reconocer a nadie. 

Para cuando llegó el yatiri, ya eran tres noches que la madre pasaba en vela y tenía una mirada tan perdida como la de la hija. Tuvo que ser la madrina la que acompañara a Tomasina, porque es obligación de los padrinos sustituir a los padres cuando ellos ya no están presentes, en el ritual para recuperar su alma. Era evidente, dijo el chamán, que el espíritu de la niña se había desprendido y se había quedado con el genio del cerro y eso era lo que el cuerpo dormido iba en busca.

Llegada la cuarta noche, sedaron a la madre y salieron Tomasina, la madrina y el yatiri hacia el lugar donde se llevan a cabo los rituales, al pie de la poderosa Thunupa. Allí se celebró la ceremonia que concluyó luego  las exclamaciones del hombre invocando a todos los dioses magnánimos del Ande, sin olvidarse, cabe recalcar, del todopoderoso cristiano, llamando al alma de Tomasina a que retorne a su propio cuerpo.

—¡Tomasina! ¡Vuelve! —gritaban repetidamente— ¡Vuelve mamita, ven!

En medio de los gritos empezó Tomasina a sollozar como si la hubieran despertado de una pesadilla.

—¿Por qué me llaman tanto si estoy aquí mismo? —le preguntó a su madrina. Inmediatamente la mujer dio un grito de júbilo y abrazó fuertemente a la niña.

Pasaron unos meses en el transcurso de los cuales no se habló más del tema. Tomasina continuó con su vida normal. Por si acaso, la oveja desobediente y cómplice del Suluma terminó una noche en el horno y su carne se comió por varios días. Y aunque todo el mundo se había olvidado del asunto, la madre no  lo había podido hacer porque su hija ya no era la misma desde el incidente. Con todo, se conformaba con tenerla sana y salva a su lado. No sabía que el calvario de su retoño sólo había empezado y que duraría toda su vida. A los dos meses del fatídico encuentro, la madre empezó a sospechar que algo no iba bien. La palidez continua en sus mejillas o las nauseas que intentaba ocultar no eran normales. Poco después de cumplidos los tres meses Tomasina empezó a tener un hambre feroz y se la pasaba comiendo casi todo el día. La madre pensó que esa era buena señal y que la niña estaba ya sana. A los cinco meses Tomasina se había convertido en una gordita que provocaba piropos de parte de los jóvenes de la comunidad. 

Al siguiente mes era evidente que el vientre de la jovenzuela engordaba más que el resto del cuerpo. La madre horrorizada no quería admitirlo, ¡Su hija parecía embarazada! Pero si no le había conocido ningún pretendiente, además desde el incidente en el cerro se había vuelto mucho más introvertida y casi no hablaba con nadie... justo al terminar estos pensamientos se dio cuenta de la verdadera dimensión de la tragedia. ¡Su hija había sido seducida por el Suluma!

Llegaron las fiestas patronales del pueblo. Tomasina estaba muy emocionada pensando en los jóvenes que vendrían y que probablemente se interesarían en ella. La madre con cierta reticencia desempolvó los ajuares de su matrimonio y preparó la ropa para que su retoño se vea presentable en las recepciones que se avecinaban. Estaba llegando el día que tanto había temido en el que un desconocido se robaría al amor de su vida. Cuando le hizo probar las polleras para ver si necesitaban arreglo, observó con preocupación el tamaño de la barriga. Malos pensamientos empezaron a acosarla.

La fiesta fue un desastre para Tomasina. Ningún joven se acercó a ella, ni siquiera para conversar. Todos la miraban, cuchicheaban y se reían. Alguien se había percatado del vientre crecido y el rumor de que estaba embarazada corrió por toda la orilla norte del salar.

—El padre es el Suluma —decían algunas malintencionadas.

—No te vas a acercar a ella —advertían otras a sus hijos.

—Es la novia de ese demonio —concluían con sonrisas torcidas.

Cuando ella se acercaba a algún grupo de chicas de su edad, una a una ponían excusas para irse y dejarla sola. Tomasina desconsolada no entendía por qué todos, y sobre todo los muchachos, la evitaban. Ni ella ni su madre se enteraron de los dimes y diretes hasta ya pasadas las fiestas. La comadre le contó a la mamá lo que todo el mundo daba ya por un hecho: Tomasina era la mujer del demonio y nadie se atrevería a tomarla como compañera; ni siquiera como amiga.

La madre no tuvo corazón de contarle la verdad; lo que fue peor. La muchacha se enteró de la peor manera una tarde que fue a la casa de una de sus amigas de infancia llevando una canasta de pan como regalo. Ni siquiera le dejaron entrar. Le cerraron la puerta en la cara después de gritarle que no querían nada de la futura madre de un engendro. Lloró por varios días y con ella su mamá.

A poco tiempo llegaron a su casa los miembros de una de las cientos de iglesias protestantes que pululaban la tierras altas. Querían exorcizar a la niña y provocarle un aborto. La madre los espantó a escobazos y les juró que si volvían los mataría. Fue entonces que varias sectas se prepararon para el apocalipsis que juraban vendría después del nacimiento del que ya llamaban el anticristo.

Pasaron los meses y se acercó la que se suponía sería la fatídica fecha. Tomasina no volvió a salir de su casa por miedo y poco a poco se fue aislando. El día que se cumplían los nueve meses, el pueblo se quedó vacío. Sólo la madrina de la niña decidió quedarse para ayudarlas en el parto. Los más viejos, porque no podían viajar o no tenían dónde ir, se encerraron en sus casas, sacaron sus santos y crucifijos, prendieron velas y oraron hasta caer dormidos.

Al día siguiente siguieron avanzando por el desierto hasta encontrar, a media mañana, el extremo de la península del cerro llamado Suluma, cuyas faldas orientales terminan abruptamente sobre el mar de sal. Desde la costra blanquecina del salar observaron que algunos cactus tenían frutos. Don Rodrigo mandó a sus peones a recolectarlos porque es sabido por todos que estas plantas almacenan grandes cantidades de agua y producen jugosos y sabrosos frutos. Todos ellos se dieron un festín con los frutos sin sospechar siquiera que habían entrado en los dominios del viejo demonio. No pudieron reiniciar su marcha porque todos y cada uno de ellos fueron agredidos por los poderes malignos del Suluma. A uno de ellos lo atacó un gran ojo flotante en el aire; otro se vio rodeado de serpientes de todos los colores y tamaños, otro sintió disolverse en la sal, Don Rodrigo se puso a hablarles a los burros discurseando los orígenes divinos del Rey de España. Todos habrían sucumbido en el implacable sol altiplánico si no hubiera sido por el lugarteniente que, como había prometido a su señor, dio alcance a la caravana después de haber distraído a los sublevados en Salinas. El lugarteniente los encontró a todos delirantes y deshidratados, balbuceando locuras. Les dio de beber, descargó las pertenencias de don Rodrigo y su familia de la carreta y los subió a todos. Él sabía que sólo no podría arriar a los treinta burros de manera que decidió tomar una sola carga de oro y la puso en el caballo.  Descargo el resto del oro y lo escondió en unas pequeñas cuevas ubicadas en las faldas rocosas del Suluma, a orillas del salar. Cubrió la entrada de las cuevas con otras rocas, se subió en la carreta y reemprendió el viaje hacia la costa del Pacífico. Se cuenta que a el barco en el que volvían a España lo atrapó un huracán. La ubicación del tesoro se perdió para siempre.

Luego de una semana volvieron los primeros vecinos. Se apostaron en el paso que justamente está al lado del cerro maldito y trataron de observar si había algún peligro. En la distancia solo pudieron observar a Tomasina llevando sus ovejas de vuelta a su casa. Parecía como si fuera un día cualquiera. Con mucha cautela se acercaron a la población y entraron en sus hogares. Intentaron escuchar los sollozos del bebé, pero solo escucharon el viento. Poco a poco, a lo largo de esa semana, volvieron casi todos. Hablaban entre ellos y se preguntaban por el recién nacido y sin embargo nadie se atrevía a ir a averiguar. Cuando veían que la muchacha caminaba por el pueblo, la observaban escondidos y confirmaban que ya no tenía barriga.

—El Suluma ha debido venir y llevarse al niño —decían.

—Ha debido ser un monstruo —conjeturaban.

—Han debido hacer un pacto con el demonio… ¿Qué habrán conseguido a cambio? —se preguntaban—. ¿Y dónde estará el niño?

Los chismes continuaron hasta que poco a poco el tema se desgastó y lentamente ella pudo volver a su vida normal. Si alguien les hubiera preguntado qué pasó con el embarazo, se habrían enterado que no había pasado nada. La noche del supuesto parto pasó sin ningún evento. Tanto la madre como la madrina se habían preparado y esperaron que la niña empiece con los dolores, pero pasaron las horas y se durmieron de aburrimiento. Todavía pensaron que, como suele suceder con algunos casos, el alumbramiento se atrasaría. Pasaron los días, tantos que se olvidaron del asunto y volvieron a sus vidas cotidianas. Un año más tarde ya ni barriga había.

Tomasina no pudo conseguir marido. Ningún joven, ni tonto ni inteligente, se animó a coquetear con la novia del malvado Suluma. Se quedó soltera y sin descendencia a pesar de que su madre, en el lecho de muerte, le hizo prometer que dejaría esas tierras y buscaría marido en otros lugares. El mismo día del entierro, cuando volvía del cementerio acompañada por casi todo el pueblo, Tomasina se dio cuenta que estaba absolutamente sola en este mundo y si algo tenía eran la casa y la tierra que había heredado; no tenía intenciones de abandonar su pago. Miró al cerro con profundo odio y resentimiento y escupió en su dirección. La gente que acompañaba la procesión, más por tradición que por verdadero sentimiento, se miró de reojo y esbozó solapadas sonrisas. Al llegar a la casa todos se acomodaron en el patio esperando dar comienzo al luto, que, como en muchos lugares de este mundo, se celebra con comida y bebida. Sin embargo, tan pronto los autoinvitados se acomodaron, ella salió de la cocina con el cuchillo más largo que tenía, atravesó el patio frente a los asombrados ojos de los paisanos y con pasos apurados se dirigió hacia el cerro en busca del demonio. Los vecinos no pudieron entender lo que sucedía en ese instante y les tomó unos minutos comprender que no habría festejo. Uno por uno salieron de la casa y se quedaron paralizados comentando en voz baja mientras miraban la determinación con la que la mujer caminaba en dirección del Suluma. Luego volvieron a sus casas con el estómago vacío, contrariados porque no se mantenía la tradición y con la confirmación de que a Tomasina le faltaba un tornillo. Al anochecer uno de los vecinos se cruzó con ella volviendo frustrada y con el cansancio en los ojos.

—El maldito me tiene miedo —le dijo—. No quiso aparecer.

Se pasó de largo blandiendo su cuchillo y continuó con su vida.

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